– ¿No puedes dormir?
Jack, que seguía sentado en un sillón del despacho de su tío, levantó la vista y miró. Thomas estaba en la puerta.
– No -contestó.
– Yo tampoco -dijo Thomas, entrando.
Jack cogió la botella de coñac que había sacado del armario. No tenía ni una sola mota de polvo, aun cuando sabía que nadie había probado el licor desde la muerte de su tío. La tía Mary siempre tenía la casa limpísima.
– Es bueno -dijo-. Creo que mi tío lo estaba reservando. -Entrecerró los ojos mirando la etiqueta-. No para esto, me imagino.
Le hizo un gesto hacia un juego de copas de cristal que había sobre un estante cerca de la ventana. Esperó con la botella en la mano mientras Thomas iba a coger una copa. Cuando este fue a sentarse en el otro sillón de orejas y dejó la copa en la mesita entre ellos, le sirvió una generosa cantidad.
Thomas cogió la copa y bebió, y entrecerrando los ojos miró por la ventana.
– Falta poco para la aurora.
Jack asintió. En el cielo aún no aparecía ni una insinuación de color rosa, pero ya se veía el resplandor plateado del alba.
– ¿Se ha levantado alguien? -preguntó.
– No que yo haya oído.
Estuvieron en silencio un buen rato. Jack bebió lo que le quedaba de coñac y pensó en la posibilidad de beber otra copa. Cogió la botella para servirse, pero cuando sólo habían caído unas gotas, comprendió que en realidad no deseaba beber más. Levantó la vista.
– ¿Alguna vez te has sentido como si estuvieras en una vitrina?
– Siempre, en todo momento.
– ¿Cómo lo soportas?
– No sé hacer otra cosa.
Jack se puso la mano en la frente y se la friccionó. Tenía un fuerte dolor de cabeza y no había ningún motivo para suponer que se le aliviaría.
– Hoy va a ser un día espantoso.
Thomas asintió.
Jack cerró los ojos. No era difícil imaginarse la escena. La viuda insistiría en ser la primera en leer el registro y Crowland estaría detrás de ella mirando por encima de su hombro, cacareando, dispuesto a vender a su hija al mejor postor. Seguro que su tía desearía ir y Amelia también, comprensiblemente; tenía tanto en juego como cualquiera.
La única persona que no estaría presente sería Grace.
La única persona que necesitaba a su lado.
– Va a ser un maldito circo -masculló.
– Desde luego.
Continuaron sentados sin hacer nada, y de pronto los dos levantaron la vista al mismo tiempo. Se miraron a los ojos y Jack observó que Thomas desviaba la cara y la mirada hacia la ventana.
Hacia fuera.
– ¿Vamos? -dijo, y sintió formarse la primera insinuación de sonrisa.
– ¿Antes que nadie…?
– Ahora mismo.
Porque, francamente, nadie más tenía lugar en esa mesa.
Thomas se levantó.
– Tú delante.
Jack se levantó y salió, seguido por Thomas. Cuando montaron sus caballos y emprendieron la marcha, todavía era de noche, el aire impregnado de oscuridad. Y entonces se le ocurrió pensar…
Eran primos.
Y por primera vez encontró que eso era bueno.
Ya había amanecido cuando llegaron a la iglesia de Maguiresbridge. Jack había estado varias veces en el pueblo, visitando a la familia de su madre, y la vieja iglesia de piedra le resultaba conocida y agradable. Era pequeña y humilde, como deberían ser todas las iglesias, en su opinión.
– Parece que no hay nadie -dijo Thomas.
Si no lo impresionaba la sencillez de la iglesia no lo manifestó de ninguna manera.
– Es probable que el libro de registros esté en la casa parroquial -dijo Jack.
Thomas asintió. Desmontaron, dejaron los caballos amarrados a un poste de señalización, y caminaron hasta la puerta de la casa parroquial.
Golpearon varias veces hasta que en el interior oyeron pasos en dirección a ellos.
Se abrió la puerta y apareció una mujer de edad madura que tenía todo el aspecto de ser el ama de llaves.
– Buenos días, señora -dijo Jack, haciéndole una educada venia-. Soy Jack Audley y él es…
– Thomas Cavendish -dijo Thomas, saludándola con una venia.
Jack le dirigió una mirada algo irónica, la que sin duda habría notado la mujer si no hubiera estado tan irritada por la visita.
– Querríamos ver el registro de la parroquia -dijo Jack.
Ella los miró y pasado un momento medio giró la cabeza indicando la parte de atrás de la casa.
– Está en el cuarto de atrás. El despacho del párroco.
– ¿Y está el párroco en casa? -preguntó Jack, y la última palabra le salió en un gruñido, provocado por un codazo de Thomas en el costado.
– Estamos sin párroco -contestó el ama de llaves-. El puesto está vacante. -Caminó tranquilamente hasta un bien usado sofá delante del hogar y se sentó-. Tienen que asignarnos a uno pronto. De momento envían a alguien de Enniskillen todos los domingos a dar el sermón.
Entonces cogió un plato con tostadas de la mesilla y les dio totalmente la espalda.
Jack miró a Thomas, y descubrió que este lo estaba mirando.
Supuso que con ese gesto el ama de llaves quiso decir que simplemente tenían que ir al despacho.
Fueron.
El cuarto era más grande de lo que Jack había supuesto, dado el tamaño de la casa. Había tres ventanas, una en la pared norte y dos en la oeste, a los lados del hogar. Estaba encendido el fuego en el hogar, una llama pequeña pero brillante y limpia; Jack se acercó a calentarse las manos.
– ¿Sabes cómo es un libro de registro de parroquia? -preguntó Thomas.
Jack se encogió de hombros y negó con la cabeza. Después estiró las manos y luego flexionó los dedos de los pies lo mejor que pudo dentro de las botas. Sentía los músculos tensos y saltones, y cada vez que intentaba quedarse quieto, notaba que se estaba golpeando la pierna con los dedos, dejándose un moretón.
Deseaba salirse de su piel; deseaba salirse de…
– Este podría ser.
Jack se giró a mirar. Thomas tenía un enorme libro en las manos. El libro estaba encuadernado en piel marrón, y se veía que era muy viejo y estaba muy usado.
– ¿Lo miramos? -propuso Thomas.
Su voz sonó tranquila, pero Jack lo vio tragar saliva varias veces, y le temblaban las manos.
– Míralo tú -dijo.
Esta vez no podría fingir; no podría estar ahí haciendo como que leía. Hay cosas que sencillamente no se pueden soportar.
Thomas lo miró horrorizado.
– ¿No quieres mirarlo conmigo?
– Me fío de ti.
Y era cierto. No se le ocurría una persona más naturalmente digna de confianza que Thomas. No mentiría. Ni siquiera en eso.
– No -dijo Thomas, rotundamente-. No lo miraré sin ti.
Jack continuó sin moverse, hasta que finalmente, soltando una palabrota en voz baja, fue a situarse a su lado ante el escritorio.
– Eres demasiado noble, maldita sea -masculló.
Farfullando algo que él no logró entender, Thomas puso el libro sobre el escritorio y lo abrió por una de las primeras páginas.
Jack miró. Todo era un borrón; ante sus ojos bailaban trazos curvos, trazos rectos, rayitas hacia arriba y hacia abajo. Tragó saliva, y miró de soslayo a Thomas para ver si había encontrado algo. Pero Thomas estaba revisando el libro, moviendo rápidamente los ojos de izquierda a derecha y pasando las páginas.
De pronto empezó a pasarlas más lento.
Jack apretó los dientes, tratando de leer. A veces captaba las letras mayúsculas y, con frecuencia, los números. Lo que ocurría era que muchas veces no estaban donde creía que debían estar o no eran lo que creía que eran.
Vaya idiotez. Ya debería estar acostumbrado a eso; pero nunca lo estaría.
– ¿Sabes en qué mes se habrían casado tus padres?
– No.
Pero era una parroquia pequeña, pensó. ¿Cuántas bodas podría haber habido?
Le observó los dedos a Thomas. Este los pasó por el margen de la página, luego cogió el borde, pasó la página. Y paró el movimiento.
Le miró el cuerpo. Estaba inmóvil. Le miró la cara.
Y Thomas cerró los ojos. Estaba claro. Estaba claro en su cara.
– Buen Dios.
Las palabras le cayeron de la boca como lágrimas. No era una sorpresa, sin embargo, había tenido la esperanza, rogado…
Que sus padres no se hubieran casado. O que se hubiera perdido la prueba. Que alguien, cualquiera, hubiera estado equivocado, porque eso era un error. No podía estar ocurriendo. Él no podía ser el duque.
Sólo había que verlo; estaba ahí «simulando» que leía el libro de registros. ¿Cómo diablos se le podía ocurrir a alguien que él podría ser un duque?
¿Contratos?
Ah, eso sí sería divertido.
¿Rentas?
Tendría que contratar a un admistrador digno de confianza, puesto que él no podría revisar nada para comprobar si lo engañaba.
Y claro, se tragó una risa de horror, era condenadamente fabuloso que pudiera firmar los documentos con un sello. Dios sabía el tiempo que le llevó aprender a firmar con su nombre sin parecer que tenía que pensarlo.
Aprender a escribir «John Cavendish-Audley» le había llevado meses. ¿Era de extrañar que se hubiera sentido tan deseoso de eliminar el «Cavendish»?
Se cubrió la cara con las dos manos y cerró fuertemente los ojos. Eso no podía estar ocurriendo. Sabía que ocurriría, y sin embargo ahí estaba, convencido de que era imposible.
Se volvería loco.
Le costaba respirar.
– ¿Quién es Philip? -preguntó Thomas.
– ¡¿Qué?!
– Philip Galbraith. Fue un testigo.
Levantó la cabeza y se quitó las manos de la cara. Entonces miró la página del registro, los trazos curvos que subían y bajaban formando el nombre de su tío.
– El hermano de mi madre.
– ¿Vive?
– No lo sé. Estaba vivo la última vez que supe de él. Han pasado cinco años.
Pensó, pensó, desesperado. ¿Por qué Thomas le preguntaba eso? ¿Significaría algo que Philip hubiera muerto? La prueba seguía ahí en el libro de registro.
El libro.
Lo miró, con los labios entreabiertos y flojos. Ese era el enemigo. Ese libro.
Grace decía que no podría casarse con él si era el duque de Wyndham; Thomas no le había ocultado el trabajo administrativo que lo aguardaba.
Si era el duque de Wyndham.
Pero sólo estaba ese libro. En realidad, esa sola página.
Una sola página y podría continuar siendo Jack Audley. Estarían resueltos todos sus problemas.
– Arráncala -susurró.
– ¿Qué?
– Arráncala.
– ¿Estás loco?
Jack negó con la cabeza.
– Tú eres el duque.
Thomas miró la página.
– No, no lo soy.
– Vamos -dijo Jack, ya desesperado, y lo cogió por los hombros-. Tú eres lo que necesita Wyndham. Lo que todos necesitan.
– Para, no seas…
– Escúchame. Tú naciste y te criaste para hacer el trabajo. Yo lo estropearé todo. ¿Entiendes? No puedo hacerlo. No pueeedo.
Thomas negó con la cabeza.
– Puede que me hayan criado para el trabajo, pero eres tú el que naciste para él. Y no puedo tomar lo que es tuyo.
– ¡Yo no lo quiero! -exclamó Jack.
– No te corresponde a ti aceptarlo ni rechazarlo -dijo Thomas, con una voz adormecedoramente calmada-. ¿No lo entiendes? No es una posesión. Es lo que eres.
– ¡Vamos, por el amor de Dios! -Se pasó las manos por el pelo, se cogió unos mechones y se los tironeó hasta que le pareció que se le iba a separar el cuero cabelludo del hueso-. Te lo doy, en una maldita bandeja de plata. Tú sigue siendo el duque y yo te dejaré en paz. Seré tu explorador en las Hébridas Exteriores. Haré lo que sea. Simplemente arranca esa página.
– Si no querías ser el duque -replicó Thomas-, ¿por qué no dijiste de partida que tus padres no estaban casados? Te pregunté si tus padres estaban casados. Podrías haber dicho que no.
– No sabía que estaba en la línea de sucesión cuando pusiste en duda mi legitimidad.
Tragó saliva. Sentía un sabor ácido en la garganta, de miedo. Miró a Thomas, tratando de adivinar lo que estaba pensando.
¿Cómo podía ser tan condenadamente recto y noble? Cualquier otro arrancaría esa página y la haría pedacitos. Pero no Thomas Cavendish; él no. Hacía lo que era correcto. No lo que era mejor, sino lo correcto.
Maldito tonto.
Seguía ahí mirando el registro mientras él estaba a punto de subirse por las paredes. Le temblaba todo el cuerpo, le retumbaba el corazón, le…
¿Qué era ese ruido?
– ¿Oyes eso? -susurró, angustiado.
Caballos.
– Han llegado -dijo Thomas.
Jack dejó de respirar. Por la ventana vio un coche acercándose.
Se le había acabado el tiempo.
Miró a Thomas.
Este estaba mirando la página de registro.
– No puedo hacerlo -dijo.
Jack no pensó. Simplemente actuó. De un salto se puso junto a Thomas y arrancó la página.
Thomas le cogió un brazo e intentó quitarle la página, pero Jack consiguió retenerla y, soltándose, se abalanzó hacia el hogar.
– ¡Jack, no! -gritó Thomas.
Pero Jack fue muy rápido y aunque Thomas volvió a cogerle el brazo, consiguió arrojar el papel al fuego.
La corta pelea los agotó a los dos, y se quedaron paralizados observando cómo el papel se iba enroscando y ennegreciendo.
– Dios de los cielos -musitó Thomas-. ¿Qué has hecho?
– Salvarnos, a los dos -respondió Jack, sin poder desviar los ojos del fuego.
Grace no había esperado que la incluyeran en el viaje a la iglesia de Maguiresbridge. Por mucho que se hubiera involucrado en el asunto del legado Wyndham, no formaba parte de la familia y ya ni siquiera era miembro del personal.
Pero cuando la viuda se enteró de que Jack y Thomas se habían ido a la iglesia sin ella, le vino un ataque de locura furiosa, y no era una exageración describirlo así; sólo tardó un minuto en recuperarse, pero en esos sesenta segundos era una visión aterradora. Ni siquiera ella la había visto así nunca.
Por lo tanto, cuando llegó el momento de partir, Amelia se negó a ir sin ella.
– No me dejes sola con esa mujer -le siseó al oído.
– No estarás sola -le dijo Grace.
Iría su padre, lógicamente, y la tía de Jack se había asegurado un lugar en el coche también.
– Por favor, Grace -le rogó Amelia.
No conocía a la tía de Jack, le explicó, y no soportaba la idea de ir sentada al lado de su padre. Al menos no esa mañana.
La viuda armó un berrinche, el que no fue inesperado, pero el berrinche sólo consiguió poner más firme a Amelia. Le cogió la mano a Grace y casi le rompió los dedos.
– Muy bien, como quieran -ladró la viuda-. Pero si no están instaladas en el coche dentro de tres minutos me iré sin ustedes.
Y así fue como Amelia, Grace y Mary Audley acabaron apiñadas en un asiento, frente a la viuda y lord Crowland sentados en el otro.
El trayecto a Maguiresbridge se le hizo interminable a Grace. Amelia iba mirando por su lado de la ventanilla, la viuda por el de ella, y lord Crowland y Mary Audley miraban por la otra. Ella, metida en el medio y de espaldas al cochero, no podía hacer otra cosa que fijar la mirada en un punto entre las cabezas de la viuda y de lord Crowland.
Cada diez minutos más o menos, la viuda se giraba hacia Mary para preguntarle cuánto tiempo faltaba para llegar a la iglesia. Cada vez Mary contestaba con admirables respeto y paciencia, y de pronto, para gran alivio de todos, dijo:
– Hemos llegado.
La viuda bajó la primera, seguida por lord Crowland casi pisándole los talones y llevando a rastras a Amelia detrás de él. Mary Audley se apresuró a bajar detrás de ellos, dejando a Grace en último lugar. Exhaló un suspiro. Eso no debía extrañarle.
Cuando llegó a la puerta de la casa parroquial los demás ya habían entrado, y en ese momento estaban apretujados pasando por una puerta que daba a otra habitación, donde, supuso, estaban Jack y Thomas, además del importantísimo libro de registros de la iglesia.
Una mujer estaba boquiabierta en el centro de la primera sala, con una taza de té balanceándose precariamente en una mano.
– Buenos días -la saludó, con una breve sonrisa, pensando si los demás se habrían tomado la molestia de golpear.
– ¿Dónde está? -oyó preguntar a la viuda, y a eso siguió un fuerte ruido al estrellarse una puerta en una pared-. ¡Os atrevisteis a venir sin mí! ¿Dónde está? ¡Exijo ver el registro!
Llegó a la puerta, pero esta estaba bloqueada por los otros y no lograba ver hacia dentro. Entonces hizo lo último que habría esperado de ella.
Empujó. Con fuerza.
Lo amaba. Amaba a Jack. Y lo que fuera que trajera el día, ella estaría ahí. Él no estaría solo, eso no lo permitiría.
Entró, algo a tropezones, justo cuando la viuda exclamó:
– ¿Qué descubristeis?
Se serenó y miró. Ahí estaba él, Jack. Tenía un aspecto horroroso.
Atormentado.
Sus labios formaron su nombre, pero sólo lo moduló. No podría haberlo dicho en voz alta; era como si le hubieran arrebatado la voz. Nunca lo había visto así. El color de su cara era raro. ¿Demasiado pálido o demasiado rojo?, no supo discernir. Y le temblaban las manos. ¿Es que nadie más lo veía?
Miró a Thomas, porque seguro que él haría algo, diría algo.
Pero él estaba mirando a Jack, igual que todos los demás. Nadie decía nada. ¿Por qué nadie hablaba?
– Él es Wyndham -dijo Jack finalmente-, como debe ser.
Grace habría brincado de dicha, pero lo único que le pasó por la mente fue: «No le creo».
No parecía ser cierto, no le sonó cierto.
La viuda miró a Thomas.
– ¿Es cierto eso?
Thomas no contestó.
La viuda gruñó de frustración y le cogió el brazo.
– ¿Es… cierto… eso?
Thomas continuó en silencio.
– No está registrado el matrimonio -dijo Jack.
Grace deseó llorar. Él mentía. Eso era absolutamente evidente, para ella, para todos. En su voz detectó desesperación, miedo y… santo Dios, ¿eso lo hacía por ella? ¿Quería renunciar a lo que tenía derecho por «ella»?
– Thomas es el duque -repitió Jack, mirando a cada uno, desesperado-. ¿No me habéis oído? ¿Por qué nadie me escucha?
Nadie dijo nada.
– Miente -dijo Thomas, entonces.
Y lo dijo con voz sonora, tranquila y absolutamente verosímil.
A Grace se le escapó un sollozo ahogado, y se giró; no soportaba continuar mirando.
– No -dijo Jack-. Les digo que…
– Vamos, por el amor de Dios -le espetó Thomas-. ¿Crees que nadie va a descubrir que mientes? Habrá testigos. ¿Crees que no aparecerán testigos de la boda? Por el amor de Dios, no puedes reescribir el pasado.
Grace cerró los ojos.
– Ni quemarlo -añadió Thomas en tono ominoso-, como podría ser el caso.
«Oh, Jack, ¿qué has hecho?», pensó ella.
– Arrancó la página del registro -continuó Thomas-, y la arrojó al fuego.
Grace abrió los ojos, porque no podía no mirar hacia el hogar. No había la menor señal del papel; bajo la llama anaranjada sólo había cenizas y hollín.
– Es tuyo -dijo Thomas, volviéndose hacia Jack.
Lo miró a los ojos y luego le hizo una venia.
Jack parecía a punto de vomitar.
Entonces Thomas se volvió hacia los demás.
– Yo soy… -se aclaró la garganta y continuó con la voz tranquila y orgullosa-, soy el señor Cavendish, y os deseo a todos un buen día.
Acto seguido pasó por un lado del grupo y salió por la puerta.
Nadie pudo decir nada inmediatamente. Pasado un momento, haciendo un movimiento casi grotesco, lord Crowland se volvió hacia Jack y se inclinó en una venia.
– Excelencia -dijo.
– No -dijo Jack, negando con la cabeza-. No permita esto -le dijo a la viuda-. Él será mejor duque.
– Muy cierto -dijo lord Crowland, absolutamente indiferente a la aflicción de Jack-. Pero aprenderás.
Entonces Jack se echó a reír, no pudo evitarlo. Desde el fondo le salió su sentido del ridículo, y se rió. Porque, buen Dios, una cosa que no había logrado nunca era aprender. Lo que fuera.
– Ah, no tienes ni idea -dijo. Entonces miró a la viuda. Había desaparecido su desesperación, reemplazada por otra cosa, algo amargo, fatalista, algo escéptico y triste-. No tiene ni idea de lo que ha hecho -le dijo-. No tiene la menor idea.
– Te he devuelto al lugar que te corresponde -dijo ella, con su brusquedad de siempre-. Como es mi deber para con mi hijo.
Jack desvió la cara, no podía seguir mirándola ni un solo momento más. Pero ahí estaba Grace, cerca de la puerta. Se veía conmocionada, parecía asustada. Entonces ella lo miró y él vio ordenado todo su mundo.
Ella lo amaba. No sabía cómo ni por qué, pero no era tan tonto como para plantearse dudas. Y cuando ella lo miró a los ojos, él vio esperanza, vio el futuro, y este brillaba como el sol naciente.
Toda su vida la había pasado huyendo. Huyendo de sí mismo, de sus fallos y defectos. Era tan desesperado su deseo de que nadie lo conociera verdaderamente que se había negado la oportunidad de encontrar su lugar en el mundo.
Sonrió. Por fin sabía cuál era su sitio.
Había visto a Grace cuando entró en la sala, pero ella se quedó atrás y él no podía ir hacia ella, ocupado como estaba intentando mantener el ducado en las manos de Thomas, que era donde debía estar.
Pero había fracasado en eso.
No fracasaría en «esto».
Caminó hacia ella y cuando estuvo delante le cogió la dos manos.
– Grace.
– ¿Qué diablos haces? -preguntó la viuda.
Él hincó una rodilla.
– Cásate conmigo -le dijo, apretándole las manos-. Sé mi esposa, sé mi… -Se rió, al subir a su garganta lo ridículo que era eso-. Sé mi duquesa. -Le sonrió-. Es pedir muchísimo, lo sé.
– Para -siseó la viuda-. No puedes casarte con ella.
– Jack -musitó Grace.
Le temblaban los labios, y él comprendió que lo estaba pensando. Estaba vacilante, balanceándose en el borde.
Y él la haría caer por el borde.
– Por una vez en tu vida -le dijo, vehemente-, piensa en tu felicidad.
– ¡Basta de eso! -exclamó Crowland, cogiéndolo por las axilas e intentando levantarlo.
Pero él se mantuvo firme. Seguiría con una rodilla en el suelo una eternidad si era necesario.
– Cásate conmigo, Grace -musitó.
– ¡Te casarás con Amelia! -exclamó Crowland.
– Cásate conmigo -repitió Jack, sin apartar los ojos de la cara de ella.
– Jack -dijo ella, y en su voz él detectó que creía que debía dar una disculpa, decir algo sobre el deber de él y el lugar de ella.
– Cásate conmigo -repitió otra vez, sin dejarla continuar.
– Ella no es aceptable -dijo la viuda, glacialmente.
Él se llevó a los labios las dos manos de ella.
– No me casaré con ninguna otra.
– ¡No es de tu rango!
Él se giró y le dirigió una mirada glacial. Se sentía bastante duque en realidad; era casi divertido.
– ¿Desea que yo engendre un heredero? ¿Alguna vez?
La viuda puso la cara larga.
– Interpretaré eso como un sí -declaró él-. Por lo tanto, eso significa que Grace tendrá que casarse conmigo. -Se encogió de hombros-. Es lo único que se puede hacer, si he de dar un heredero legítimo a Wyndham.
Grace comenzó a pestañear y se le movieron las comisuras de la boca; estaba combatiendo consigo misma, diciéndose que debía decir no. Pero lo amaba. Él sabía que lo amaba, y no le permitiría desperdiciar eso.
– Grace… -Frunció el ceño y luego se rió-. ¿Cuál es tu segundo nombre, por cierto?
– Catriona -dijo ella en un susurro.
– Grace Catriona Eversleigh -dijo, en voz alta y segura-. Te amo. Te quiero con todo mi corazón y juro, ante todos los presentes -miró alrededor, y vio que en la puerta estaba al ama de llaves de la casa parroquial mirando boquiabierta-, entre ellos, condenación -masculló en voz baja-, ¿cómo se llama usted?
– Señora Broadmouse -contestó ella, con los ojos agrandados.
Jack se aclaró la garganta. Comenzaba a sentirse él mismo; por primera vez desde hacía días, se sentía él. Podía estar clavado con el maldito título, pero con Grace a su lado lograría encontrar la manera de hacer algún bien con él.
– Te juro -dijo-, ante la señora Broadmouse…
– ¡Basta de esto! -gritó la viuda, cogiéndole el otro brazo-. Levántate.
Jack miró a Grace y le sonrió.
– ¿Alguna vez se ha interrumpido tanto una proposición?
Ella le correspondió la sonrisa, aunque tenía los ojos llenos de lágrimas, a punto de caer.
– ¡Tu deber es casarte con Amelia! -gruñó lord Crowland.
Entonces intervino Amelia, asomando la cabeza por un lado de su padre.
– Yo no me casaré con él -declaró, con toda naturalidad; captó la mirada de Jack y le sonrió.
La viuda se atragantó con una brusca inspiración.
– ¿Rechaza a mi nieto?
– A «este» nieto -aclaró Amelia.
Jack apartó los ojos de Grace el tiempo suficiente para sonreírle a Amelia aprobador. Ella le correspondió la sonrisa y haciendo un gesto con la cabeza hacia Grace le indicó claramente que debía volver la atención al asunto que tenía entre manos.
– Grace -dijo él, frotándole suavemente las manos-. Me está empezando a doler la rodilla.
Ella se echó a reír.
– Di que sí -le dijo Amelia.
– Hazle caso a Amelia -dijo Jack.
– ¿Qué diablos voy a hacer contigo? -dijo lord Crowland.
Se lo dijo a Amelia, a la que al parecer no le importó nada.
– Te quiero, Grace -dijo Jack.
Grace ya estaba sonriendo; todo su cuerpo parecía sonreír, como si estuviera envuelta en una felicidad que no la soltaría jamás. Y entonces lo dijo, ahí delante de todos.
– Yo también te quiero.
Él sintió entrar toda la felicidad del mundo, como un remolino que fue directamente hasta su corazón.
– Grace Catriona Eversleigh -repitió-, ¿quieres casarte conmigo?
– Sí. Sí.
Él se levantó.
– Ahora la voy a besar -anunció.
Y la besó. Delante de la viuda, delante de Amelia y su padre, delante de su tía y delante de la señora Broadmouse.
La besó, y continuó besándola. La estaba besando cuando la viuda se marchó emitiendo un bufido de furia, y la estaba besando cuando lord Crowland se llevó a Amelia a rastras mascullando algo sobre sensibilidades delicadas.
Y continuó besándola y besándola, y no habría interrumpido el beso si no se hubiera dado cuenta de que la señora Broadmouse seguía en la puerta mirándolos con una expresión bastante benigna.
Le sonrió de oreja a oreja.
– ¿Un poquito de intimidad, si no le importa?
Exhalando un suspiro ella se alejó, pero antes de cerrar la puerta la oyeron decir:
– Sí que me gusta una buena historia de amor.