CAPÍTULO 08

Y entonces la besó. No lo pudo evitar.

No, no lo pudo impedir. Tenía la mano en su brazo, sentía su piel, sentía su calor y entonces, cuando la miró, ella tenía la cara levantada hacia la de él, y sus ojos, profundos y azules pero tan expresivos, sin ningún misterio, lo estaban mirando, y en realidad no había manera, simplemente ninguna manera, de poder hacer otra cosa que no fuera besarla.

Cualquier otra cosa habría sido una tragedia.

Y había un arte en besar, eso lo sabía desde hacía mucho tiempo, y le habían dicho que era un experto. Pero para ese beso, con esa mujer, la única vez que debería ser arte, estaba sin aliento de nervios, porque jamás en su vida había deseado tanto a una mujer como deseaba a la señorita Grace Eversleigh.

Y nunca había deseado tanto hacerlo bien.

No debía asustarla; tenía que darle placer. Deseaba que ella lo deseara, y deseaba que lo «conociera». Deseaba que ella se aferrara a él, le susurrara al oído que era un héroe y que no deseaba respirar nunca el aire cerca de otro hombre.

Deseaba saborearla, deseaba devorarla. Deseaba beber lo que fuera que la configuraba y ver si eso podía transformarlo en el hombre que a veces pensaba que debía ser. En ese momento ella era su salvación.

Y su tentación.

Y todo lo de entre medio.

– Grace -musitó, rozándole los labios con el aliento-. Grace -repitió, porque le encantaba decir su nombre.

Ella respondió con un gemido, un sonido suave que le dijo todo lo que deseaba saber.

La besó suavemente, concienzudamente. Sus labios y lengua encontraron todos los recovecos de su alma, y entonces deseó más.

– Grace -repitió, con la voz ya muy ronca.

Le deslizó las manos por la espalda, apretándola a él para sentir su cuerpo como parte del beso. Notó que ella no llevaba corsé bajo el vestido, así que le conoció todas sus exuberantes curvas, todos sus cálidos contornos. Pero deseaba algo más que conocer la forma de su cuerpo. Deseaba el sabor, el olor, el contacto.

El beso era seducción.

Y era él el seducido.

– Grace -dijo otra vez.

– Jack -susurró ella.

Y eso fue su perdición. El sonido de su nombre en los labios de ella, la suave sílaba, pasó por él como jamás podría pasar el «señor Audley». Su boca se volvió urgente y la apretó con más fuerza a su cuerpo, tan obnubilado que no le importó estar apretando a ella su miembro excitado.

Le besó la mejilla, la oreja, el cuello, bajando hacia el hueco de sus clavículas. Deslizó una mano a lo largo de su caja torácica, levantándole el pecho con la presión hasta que la curva superior estuvo muy cerca de sus labios, tan seductora…

– No.

Fue más un susurro que otra cosa, pero de todos modos lo apartó de un empujón.

Él la miró, con la respiración agitada, resollante. Vio sus ojos aturdidos, los labios mojados y bien besados. El cuerpo le vibraba de deseo, de necesidad, y bajó la mirada a su vientre, como si pudiera ver más abajo a través de los pliegues del vestido, la uve en su entrepierna.

Lo que fuera que había sentido, se triplicó. Buen Dios, le dolía.

Emitiendo un estremecido gemido, subió la mirada a su cara.

– Señorita Eversleigh -dijo, puesto que el momento pedía algo, y de ninguna manera le iba a pedir disculpas por algo tan maravilloso.

– Señor Audley -repuso ella, tocándose los labios.

Y en ese cegador instante de terror puro, él comprendió que todo lo que veía en su cara, cada pasmado pestañeo de sus ojos, lo sentía también.

Pero no, eso era imposible. Acababa de conocerla y, aparte de eso, él «no» amaba. Enmienda: no se entregaba a la sobreabundante lujuria con el corazón retumbante y la mente obnubilada que muchas veces se confunde con amor.

Le gustaban las mujeres, lógicamente. Le caían bien también. Le gustaba su manera de moverse, le gustaban los sonidos que hacían, ya se estuvieran derritiendo en sus brazos o cloqueando su desaprobación. Le gustaba cómo cada una olía distinto, cómo cada una se movía de distinta manera y cómo, aun así, había algo en todas que las marcaba como grupo. «Soy mujer» parecía decir el aire que las rodeaba, «Decididamente no soy tú».

Y menos mal también.

Pero nunca había amado a una mujer. Y no sentía la menor inclinación a amar. Los afectos son asuntos liosos, causantes de todo tipo de disgustos. Prefería pasar de una aventura a otra. Eso iba mucho mejor con su vida, y con su alma.

Sonrió. Un sonrisa muy leve, justo del tipo que se esperaría de un hombre como él en un momento como ese. Tal vez levantó un pelín más una comisura, lo suficiente para introducir ironía en su tono:

– Usted entró en mi habitación.

Ella asintió, pero con un movimiento tan lento que él no supo si era consciente de que lo hacía. Y entonces dijo, con un cierto aturdimiento, tal vez como hablando consigo misma:

– No lo volveré a hacer.

Bueno, eso sí sería una tragedia.

– Me gustaría que volviera a entrar -dijo, obsequiándola con su más encantadora sonrisa; alargó la mano y antes que ella pudiera adivinar su intención, le cogió la suya y se la llevó a los labios-. Esta ha sido, sin duda, la bienvenida más placentera de mi día aquí en Belgrave. -Sin soltarle la mano, añadió-: Disfruté muchísimo comentando ese cuadro con usted.

Era cierto; siempre le gustaban más las mujeres inteligentes.

– Yo también -repuso ella, dando un suave tirón y obligándolo a soltársela. Se dio media vuelta y se dirigió a la puerta; a los pocos pasos medio se giró y dijo-: La colección que hay aquí rivaliza con la de cualquiera de los grandes museos.

– Me hace ilusión verlos todos con usted.

– Comenzaremos por la galería.

Él sonrió. Sí que era inteligente. Justo antes que llegara a la puerta, preguntó:

– ¿Hay desnudos?

Ella se quedó inmóvil.

– Sólo por curiosidad -dijo él en tono inocente.

– Los hay -contestó ella, pero sin girarse a mirarlo; él deseaba verle el color de las mejillas; ¿rojo o simplemente rosa?

– ¿En la galería? -preguntó él, únicamente porque sería de mala educación que ella no contestara a esa pregunta, y quería verle la cara.

– No, no en la galería -repuso ella, y se giró un poco, y él alcanzó a ver el destello en sus ojos-. Es una galería de retratos.

– Comprendo -dijo él, poniendo una expresión convenientemente grave-. Nada de desnudos, entonces, por favor. Confieso que no tengo el menor deseo de ver al bisabuelo Cavendish ¡al natural!

Ella apretó los labios, y él percibió que era para reprimir la risa, no porque lo desaprobara. ¿Qué haría falta para darle un empujoncito, para obligarla a soltar la risa que sin duda tenía burbujeando en la garganta?

– O, santo cielo, a la viuda -musitó.

Ella farfulló algo.

Él se puso una mano en la frente.

– Mis ojos -gimió-. Mis ojos.

Y entonces, maldición, se lo perdió. Ella se rió. No le cabía duda, aunque fue más un sonido ahogado que otra cosa. Pero tenía la mano sobre los ojos.

– Buenas noches, señor Audley.

Él bajó la mano al costado.

– Buenas noches, señorita Eversleigh. -Entonces, aunque habría jurado que estaba dispuesto a dejarla marcharse, se oyó preguntar-. ¿La veré en el desayuno?

– Supongo, si es usted madrugador.

Pues no lo era.

– Ah, pues sí, lo soy, absolutamente.

– Es la comida favorita de la viuda -explicó ella.

– ¿No el chocolate y el diario?

¿Recordaba todo lo que había dicho ella ese día? Muy posiblemente.

Ella negó con la cabeza.

– Eso es a las seis. El desayuno se sirve a las siete.

– ¿En la sala de desayuno?

– ¿Sabe dónde está, pues?

– No tengo ni idea. Pero me pareció una opción probable. ¿Vendrá aquí para guiarme?

– No -dijo ella, su tono ligeramente divertido (¿o exasperado?, no logró discernirlo)-, pero me encargaré de que otra persona lo acompañe.

– Una pena -suspiró él-. No será lo mismo.

– Me lo imagino -dijo ella, cerrando lentamente la puerta; y entonces desde el otro lado la oyó decir-: Le enviaré un auténtico lacayo.

Se rió. Le encantaba una mujer con sentido del humor.


A las seis en punto de la mañana siguiente, Grace entró en el dormitorio de la viuda y sostuvo abierta la puerta para que entrara la criada que la había seguido desde la cocina con la pesada bandeja.

La viuda estaba despierta, lo que no era una gran sorpresa. Siempre despertaba temprano, ya fuera porque entrara el sol de verano por las rendijas de los bordes de las cortinas, o porque la habitación estuviera sumida en la densa oscuridad del invierno.

Ella, en cambio, dormiría hasta el mediodía si le estuviera permitido. Desde su llegada a Belgrave había tomado la costumbre de dormir con las cortinas abiertas para que la luz del sol la obligara a abrir los párpados cada mañana.

Esto no le daba muy buen resultado, como tampoco las campanadas del reloj que había instalado en su mesilla de noche hacía unos años. Había creído que finalmente se adaptaría al horario de la viuda, pero al parecer su reloj interior era rebelde, el último trocito de ella que se negaba a creer que era y eternamente sería la dama de compañía de la duquesa de Wyndham viuda.

Tomado todo en cuenta, era estupendo que se hubiera hecho amiga de las criadas. La viuda podía tenerla a ella para comenzar el día, pero después llegaban las criadas, que se turnaban en entrar en su habitación a remecerle el hombro hasta que ella gemía: «Basta».

Era extraño lo del señor Audley. No se habría imaginado que fuera una persona madrugadora.

– Buenos días, excelencia -saludó, caminando hacia las ventanas.

Descorrió las pesadas cortinas de terciopelo. El día estaba nublado y flotaba una ligera niebla, pero parecía que el sol estaba haciendo un buen trabajo. Tal vez las nubes se disiparían por la tarde.

La viuda estaba sentada con la espalda recta apoyada en las almohadas, como una reina bajo el elegante y ornamentado dosel en cúpula. Ya casi había terminado su serie de ejercicios matutinos, que consistían en flexionar los dedos de las manos, luego estirar en punta los dedos de los pies y finalmente rotar el cuello a la izquierda y a la derecha; nunca estiraba el cuello hacia los lados, había observado Grace.

– Mi chocolate -dijo secamente.

Grace fue hasta el escritorio, donde había dejado la bandeja la criada, que luego salió a toda prisa.

– Aquí está, señora. Con cuidado, que está caliente.

La viuda esperó a que le acomodara la bandeja en la falda y le pusiera el diario extendido. Era sólo de dos días atrás (tres era lo típico en esa región), y el mayordomo lo había planchado bien.

– Mis anteojos para leer.

Grace ya los tenía en la mano.

La viuda se los puso en la punta de la nariz, bebió un trago de chocolate con cautela y le echó una mirada al diario.

Grace fue a sentarse en el sillón de respaldo recto del escritorio. No era el lugar más conveniente. La viuda requería tanta atención por la mañana como el resto del día, y seguro que tendría que ir y venir del sillón a la cama y de la cama al sillón muchísimas veces. Pero no le estaba permitido sentarse junto a la cama. La viuda se quejaba de que tenía la impresión de que leía el diario por encima de su hombro.

Lo cual era cierto, claro. Ya había conseguido que le llevaran el diario a su habitación después que la viuda terminaba de leerlo. Así, el diario sólo tenía dos días y medio de antigüedad cuando lo leía, lo cual significaba doce horas antes que el resto de la gente del distrito.

Curioso, en realidad, las cosas que hacen sentirse superior.

– Mmm.

Grace ladeó la cabeza pero no preguntó. Si preguntaba, la duquesa no se lo diría.

– Hubo un incendio en Howath Hall -dijo la viuda.

Grace no sabía qué era eso.

– Espero que nadie resultara dañado por el fuego.

La viuda leyó unas cuantas líneas más y contestó:

– Sólo un lacayo. Y dos criadas. -Pasado un momento, añadió-: Murió un perro. Ah, caramba, eso sí que es una pena.

Grace no hizo ningún comentario. No se fiaba de sí misma para conversar por la mañana mientras no hubiera bebido su taza de chocolate, que no podía tomarse hasta el desayuno de las siete.

Le gruñó el estómago al pensarlo. Para ser una persona que detestaba las mañanas, había llegado a adorar la comida del desayuno. Si pudieran servir arenques ahumados y huevos para la cena todos los días, estaría en el cielo.

Miró hacia el reloj. Sólo faltaban cincuenta y cinco minutos. ¿Estaría despierto el señor Audley?, pensó.

Probablemente. Las personas madrugadoras nunca despiertan sólo para tener diez minutos libres antes del desayuno.

Pensó cómo se vería, todo adormilado y despeinado.

– ¿Pasa algo, señorita Eversleigh? -preguntó la viuda, ásperamente.

Grace pestañeó.

– ¿Algo, señora?

– Ha… «gorjeado» -dijo la viuda, con considerable repugnancia, como si tuviera en la mano algo particularmente hediondo.

– Lo siento, señora -se apresuró a decir Grace, mirándose las manos juntas en el regazo.

Sintió subir el calor a las mejillas, y tuvo la impresión de que aun con la débil luz de la mañana y la mala vista de la viuda, su rubor sería claramente visible.

En realidad, no debería imaginarse al señor Audley, y menos aún cuando todavía no estaba vestido. A saber qué sonidos inapropiados emitiría la próxima vez.

Pero sí que era apuesto. Eso le quedó claro incluso cuando sólo le vio la parte inferior de la cara y el antifaz. Tenía unos labios… del tipo que siempre contienen un toque de humor; ¿sabría ponerse hosco y ceñudo? Y sus ojos… Bueno, esa primera noche no se los vio, y eso casi fue lo mejor. Nunca había visto un verde tan esmeralda. Eclipsaban a las esmeraldas de la viuda, por las cuales, todavía le fastidiaba recordarlo, casi arriesgó su vida (en teoría al menos).

– ¡Señorita Eversleigh!

Nuevamente pegó un salto.

– ¿Señora?

– Ha bufado.

– ¿Sí?

– ¿Pone en duda mi audición?

– Claro que no, señora. -La viuda aborrecía la idea de que cualquier parte de ella pudiera ser vulnerable a los deterioros normales de la edad. Se aclaró la garganta-. Le pido disculpas, señora. No me di cuenta. Debo haber… esto… respirado fuerte.

– Respirado fuerte -repitió la viuda, como si eso lo encontrara tan atractivo como su gorjeo anterior.

Grace se tocó ligeramente el pecho.

– Tengo un poco de congestión, me parece.

A la viuda se le agitaron las ventanillas de la nariz, y miró la taza que tenía en las manos.

– Espero que no haya respirado encima de mi chocolate.

– No, señora, por supuesto que no. Las criadas de la cocina siempre suben la bandeja.

Sin duda la viuda no encontró ningún motivo para seguir dándole vueltas a eso y volvió la atención al diario, dejándola nuevamente a solas con sus pensamientos sobre el señor Audley.

Señor «Audley».

– ¡Señorita Eversleigh!

Grace se puso de pie. El asunto ya se estaba poniendo ridículo.

– ¿Sí, señora?

– Ha suspirado.

– ¿Suspirado?

– ¿Lo niega?

– No. Es decir, no me fijé en que había suspirado, pero reconozco que «podría» haberlo hecho.

La viuda agitó una mano hacia ella, irritada.

– Esta mañana me está molestando mucho distrayéndome.

A Grace le pareció que se le alegraban los ojos; ¿eso significaría que escaparía antes?

– Siéntese, señorita Eversleigh.

Pues no. Se sentó.

La viuda bajó el diario y apretó los labios.

– Hábleme de mi nieto.

Grace sintió subir el rubor otra vez.

– ¿Perdón?

La viuda arqueó la ceja derecha, haciendo una buena imitación del contorno superior de un quitasol abierto.

– Anoche lo llevó a su habitación, ¿no?

– Por supuesto, señora, por orden suya.

– ¿Y bien? ¿Qué dijo? Estoy ansiosa de saber qué tipo de hombre es. El futuro de la familia podría muy bien depender de él.

Grace pensó en Thomas, sintiéndose culpable; lo había olvidado totalmente esas doce últimas horas. Él era todo lo que debe ser un duque, y nadie conocía el castillo mejor que él, ni siquiera la viuda.

– Esto…, ¿no cree que decir eso podría ser algo prematuro, excelencia?

– Conque defendiendo a mi otro nieto, ¿eh?

Grace agrandó los ojos. Notó algo malévolo en su tono.

– Considero un amigo a su excelencia -dijo, cautelosa-. Nunca le desearía un mal.

– Pff. Si el señor Cavendish, y no se atreva a llamarlo señor Audley, es realmente el descendiente legítimo de mi John, no le estaría deseando ningún mal a Wyndham. De hecho, él debería estar agradecido.

– ¿De que lo despojen de su título?

– De haber tenido la buena suerte de tener el título todo el tiempo que lo ha tenido -replicó la viuda-. Si el señor, vamos, maldición, lo voy a llamar John.

Jack, pensó Grace.

– Si John es realmente el hijo legítimo de «mi» John, quiere decir que Wyndham nunca ha tenido el título. Así que no podemos decir que se lo despoja de nada.

– Sólo que se le ha dicho que es suyo desde que nació.

– Eso no es culpa mía, ¿verdad? -bufó la viuda-. Y no ha sido desde su nacimiento.

– No -concedió Grace; Thomas asumió el título a los veinte años, cuando su padre murió de una enfermedad pulmonar-. Pero desde que nació ha sabido que algún día sería de él, lo que viene a ser más o menos lo mismo.

La viuda estuvo un momento gruñendo en voz baja, malhumorada, lo que hacía siempre que alguien le presentaba un argumento para el que no tenía lista una contradicción. Finalmente, la miró furiosa, cogió el diario y lo levantó ocultando la cara con él.

Grace aprovechó para relajar la postura. Pero no se atrevió a cerrar los ojos.

Y claro, sólo habían pasado diez segundos cuando la viuda bajó el diario y le preguntó bruscamente:

– ¿Cree que será un buen duque?

– ¿El señor Aud…? -Se interrumpió justo a tiempo-. Esto… ¿nuestro huésped?

La viuda puso los ojos en blanco ante esa acrobacia verbal.

– Llámelo señor Cavendish. Es su apellido.

– Pero él no quiere que lo llamen así.

– Me importa un rábano cómo desea que lo llamen. Es quien es. -Bebió un largo trago de chocolate-. Todos lo somos. Buena cosa también.

Grace no dijo nada. Se había visto obligada demasiadas veces a soportar los sermones de la viuda sobre el orden natural de la humanidad como para arriesgarse a provocar otro.

– No ha contestado a mi pregunta, señorita Eversleigh.

Grace se tomó un momento para decidir qué contestar.

– La verdad es que no sabría decirlo, señora, conociéndolo desde hace tan poco tiempo.

Eso era cierto en su mayor parte. Le resultaba muy difícil imaginar a cualquiera que no fuera Thomas como duque, pero, además, le parecía que al señor Audley, con todo su amistoso encanto y humor, le faltaba cierta seriedad. Era inteligente, sin duda, pero ¿poseía el tino y el juicio necesarios para gobernar una propiedad de la envergadura de Wyndham? Belgrave podía ser la sede y principal residencia de la famila, pero había incontables otras propiedades, tanto en Inglaterra como en el extranjero. Thomas empleaba por lo menos a doce secretarios y administradores para que lo ayudaran, aunque no era un propietario absentista. Si no recorría palmo a palmo los terrenos de Belgrave, apostaría que se acercaba mucho. Y ella había reemplazado a la duquesa viuda en muchos de sus deberes en la propiedad, por lo que sabía que Thomas conocía por su nombre casi a todos sus inquilinos.

Eso siempre lo había considerado una consecución extraordinaria en un hombre criado como lo fue él, con el constante énfasis en el lugar de Wyndham en la jerarquía social (sólo por debajo del rey y muy por encima de todos los demás, gracias).

A Thomas le gustaba presentar la imagen de un hombre de la alta sociedad sofisticado y ligeramente hastiado, pero en él había bastante más. Por eso era tan bueno en lo que hacía, suponía.

Y ¿a qué se debía esa insensibilidad de la viuda para tratarlo con tanta falta de consideración? Claro que hay que tener sentimientos para preocuparse por los sentimientos de los demás, pero, francamente, esto superaba con mucho su egoísmo habitual.

No tenía ni idea de si Thomas había regresado a la casa esa noche, pero si no, bueno, no podía dejar de comprenderlo.

– Más chocolate, señorita Eversleigh.

Grace se levantó y fue a llenarle la taza con la jarra que había dejado en la mesilla de noche.

– ¿De qué hablaron anoche?

Grace decidió aparentar torpeza.

– Me fui a acostar temprano. -Puso vertical la jarra cuidando de no dejar caer ni una gota-. Con su muy amable permiso.

La expresión de la viuda se tornó enfurruñada. Ella evitó vérsela, devolviendo la jarra a su lugar en la mesilla. Y se tomó muchísimo tiempo en la tarea.

– ¿Habló de mí?

– Esto… no mucho -contestó Grace, evasiva.

– ¿No mucho o nada?

Grace se giró a mirarla. Sólo podía evitar el interrogatorio hasta cierto punto, pues de lo contrario, la viuda se enfurecería.

– Estoy segura de que la mencionó.

– ¿Qué dijo?

Santo cielo, ¿cómo podría decirle que la llamó vieja bruja? Y si no la había llamado así, seguro que la había llamado algo peor.

– No lo recuerdo exactamente, señora. Lo siento muchísimo. No sabía que usted deseaba que tomara nota de sus palabras.

– Bueno, la próxima vez tómelas -masculló la viuda.

Diciendo eso volvió la atención al diario y después miró hacia la ventana, con los labios apretados en una línea recta, terca.

Grace continuó donde estaba, muy quieta, con las manos cogidas delante, y esperó pacientemente mientras la viuda se movía de aquí para allá, nerviosa, bebía un trago y hacía rechinar los dientes. Entonces, le costó creerlo, pensó que en realidad podría compadecer a la anciana.

– Me recuerda a usted -dijo, sin pensarlo dos veces.

La viuda la miró encantada, la expresión de sus ojos toda dichosa.

– ¿Sí? ¿En qué?

Grace sintió bajar bruscamente el estómago, aunque no supo si se debió a esa atípica felicidad que veía en la cara de la viuda o a que no sabía qué decir.

– Bueno, no totalmente, por supuesto -dijo, para ganar tiempo-, pero hay algo en la expresión.

Pero cuando llevaba unos diez segundos sonriendo afablemente, se le hizo evidente que la viuda esperaba más.

– Su ceja -dijo, pareciéndole que eso era un golpe de genio-. La levanta igual que usted.

La viuda arqueó la ceja izquierda tan rápido que a Grace la sorprendió que no le saliera volando.

– ¿Así?

– Eh… sí. Algo parecido. Las de él son… -Movió la mano torpemente cerca de sus propias cejas.

– ¿Más peludas?

– Sí.

– Bueno, es un hombre.

– Sí. -Ah, sí.

– ¿Sabe hacerlo con las dos?

Grace la miró sin entender.

– ¿Con las dos, señora?

La viuda comenzó a levantar y a bajar una y otra ceja, alternándolas. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Un espectáculo singularmente extraño.

– No lo sé -dijo Grace, rápido, para que parara.

– Muy raro -dijo la viuda, volviendo las dos cejas al lugar donde Grace esperaba que las mantuviera-. Mi John no podía hacerlo.

– La herencia es muy misteriosa -convino Grace-. Mi padre no podía hacer esto. -Se cogió el pulgar y lo dobló hacia atrás hasta que le tocó el antebrazo-. Pero decía que su padre sí.

– ¡Aaaj! -exclamó la viuda, desviando la cara, con repugnancia-. Enderécelo, enderécelo.

Grace sonrió y dijo con la más perfecta dulzura:

– Entonces no querrá ver lo que que puedo hacer con el codo.

– Buen Dios, no -bufó la viuda e hizo un gesto hacia la puerta-. He terminado con usted. Vaya a tomar su desayuno.

– ¿Le digo a Nancy que venga a ayudarla a vestirse?

La viuda exhaló un suspiro de sufrimiento increíblemente largo, como si toda una vida de privilegios aristocráticos fuera demasiado.

– Sí -concedió sin la menor amabilidad-, aunque sólo sea porque no soporto mirarle el pulgar.

Grace se rió. Y debía sentirse especialmente osada, porque ni siquiera intentó sofocar la risa.

– ¿Se está riendo de mí, señorita Eversleigh?

– Noo, por supuesto que no.

– No se le ocurra ni pensar decir que se está riendo conmigo.

– Simplemente me he reído, señora -dijo Grace, con los labios curvados en una sonrisa que se negó a dejarse reprimir-. A veces me río.

– Nunca la había visto reírse -dijo la viuda, como si quisiera decir que eso no podía ser cierto.

Grace no podía decir ninguna de las tres réplicas que le saltaron inmediatamente a la cabeza:

«Eso se debe a que no escucha, excelencia.»

«Eso se debe a que rara vez tengo motivos para reírme en su presencia.»

«¿Y qué?»

Así pues, simplemente sonrió, afectuosa incluso. Ahora bien, eso sí era raro. Había pasado gran parte de su tiempo tragándose las réplicas, y siempre le quedaba un sabor amargo en la boca.

Pero esta vez no. Esta vez se sentía ligera, sin trabas. Si no podía decirle a la viuda lo que pensaba, no le importaba mucho. Esa mañana tenía muchas cosas que esperar con ilusión.

Desayuno. Beicon con huevos. Arenques ahumados. Tostadas con mantequilla y mermelada, y…

Y él.

El señor Audley.

Jack.

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