CAPÍTULO 07

Y eso, decidió Jack, le daba la señal a él para marcharse de la sala también.

Y no era que le tuviera un gran cariño al duque. En realidad, ya había tenido bastante de su maravillosa señoría por un día y se sintió muy feliz cuando le vio la espalda al salir de la sala. Pero la idea de quedarse ahí con la viuda…

Ni siquiera la deliciosa compañía de la señorita Eversleigh era tentación suficiente para soportar más de «eso».

– Creo que yo también me retiraré -declaró.

– Wyndham no se ha retirado a su habitación -dijo la viuda, malhumorada-. Va a salir.

– Pues entonces «yo» me retiraré -dijo él; sonrió afablemente-. He dicho.

– Todavía no está del todo oscuro -señaló la viuda.

– Estoy cansado.

Eso era cierto. Lo estaba.

– Mi John solía quedarse hasta la madrugada -dijo ella en tono suave.

Jack exhaló un suspiro. No deseaba sentir compasión por esa mujer. Era dura, despiadada y absolutamente antipática. Pero al parecer, había amado a su hijo. A su padre. Y lo había perdido.

Una madre no debería sobrevivir a sus hijos. Eso lo sabía tan bien como sabía respirar. Era algo antinatural.

Así pues, en lugar de decir que a su John no lo habían secuestrado, tratado de estrangular, chantajeado ni despojado de su medio de vida (por miserable que fuera), todo en un solo día, caminó hasta ella y dejó en la mesilla el anillo, el de ella, que prácticamente le había arrancado del dedo. El suyo lo tenía en el bolsillo; no estaba dispuesto a dejar que ella se enterara de su existencia.

– Su anillo, señora -dijo.

Ella asintió y lo cogió.

– ¿Qué representa la de? -preguntó él.

Toda su vida había sentido curiosidad por saber qué significaba esa letra; bien podría sacar algo de ese desastre.

– Debenham. Mi apellido de soltera.

Ah. Tenía lógica. Ella le regaló su reliquia de la familia a su hijo favorito.

– Mi padre era el duque de Runthorpe.

– No me sorprende -musitó él; ella podía decidir si eso era un cumplido o no. Se inclinó en una venia-. Buenas noches, excelencia.

Ella frunció los labios, decepcionada. Pero al parecer comprendió que si se había luchado una batalla ese día, ella era la única que había resultado victoriosa, y fue sorprendentemente amable al decir:

– Ordenaré que te suban la cena.

Él asintió, musitó las gracias, se dio media vuelta y se dirigió a la puerta.

– La señorita Eversleigh te llevará a tu habitación.

Eso le llamó la atención, y cuando miró a la señorita Eversleigh vio que a ella también.

Había supuesto que lo llevaría un lacayo o, posiblemente, el mayordomo. Eso era una deliciosa sorpresa.

– ¿Tiene algún problema, señorita Eversleigh? -preguntó la viuda, y su voz sonó maliciosa, tal vez algo insultante.

– No, claro que no -contestó ella.

Tenía los ojos nublados, pero no del todo indescifrables. Estaba sorprendida. Él lo notó porque sus pestañas se elevaban más hacia las cejas. No estaba acostumbrada a que le ordenaran atender a nadie aparte de la viuda. A su empleadora no le gustaba compartirla con nadie, comprendió. Cuando le miró los labios nuevamente, concluyó que estaba totalmente de acuerdo; si ella fuera de él, si él tuviera algún derecho sobre ella, no le gustaría compartirla tampoco.

Deseó besarla otra vez. Deseó acariciarla, aunque fuera un ligero roce en su piel, tan fugaz que se podría considerar accidental.

Pero más que todo eso, deseaba llamarla por su nombre.

Grace.

Le gustaba, lo encontraba tranquilizador.

– Ocúpese de que esté cómodo, señorita Eversleigh.

Jack se giró hacia la viuda con los ojos agrandados por la sorpresa. Estaba sentada inmóvil como una estatua, las manos remilgadamente juntas en la falda, las comisuras de la boca ligeramente hacia arriba, y en sus ojos había una expresión astuta y divertida.

Le estaba entregando a Grace; tan claro como el agua. Le estaba diciendo que utilizara a su acompañante si ese era su deseo.

Buen Dios. ¿En qué clase de familia había caído?

– Como quiera, señora -contestó la señorita Eversleigh.

En ese momento Jack se sintió sucio, casi asqueroso, porque estaba seguro de que ella no tenía ni idea de que la intención de su empleadora era convertirla en la puta de él.

Era el tipo más horrible de soborno: «Quédate a pasar la noche y puedes tener a la chica».

Se sintió asqueado, doblemente asqueado porque deseaba a la chica. Pero no deseaba que la viuda se la regalara.

– Es usted muy amable, señorita Eversleigh -dijo, pensando que tenía que ser extra cortés para compensar el insulto de la viuda.

Llegaron a la puerta y entonces él se giró, no fuera que se le olvidara; durante la salida el duque y él habían hablado poco, muy escuetamente, pero estuvieron de acuerdo en una cosa.

– Ah, por cierto -dijo-, si alguien preguntara, soy un amigo de Wyndham, de hace años.

– ¿De la universidad? -preguntó la señorita Eversleigh.

Jack se tragó una triste risa.

– No. No fui a la universidad.

– ¡¿No?! -exclamó la viuda-. Fui llevada a creer que habías recibido una educación de caballero.

– ¿Por quién? -preguntó Jack, muy amablemente.

– Lo dice tu manera de hablar.

– Derribado por mi pronunciación. -Miró a la señorita Eversleigh y se encogió de hombros-. Erres inglesas y haches correctas. ¿Qué puede hacer un hombre?

Pero la viuda no estaba dispuesta a abandonar el tema.

– Tienes educación, ¿verdad?

Estuvo tentado de decir que había estudiado en la escuela del pueblo con los muchachos de la localidad, aunque sólo fuera para ver su reacción. Pero les debía algo mejor a sus tíos, así que la miró y le dijo:

– Portora Royal, y luego dos meses en el Trinity College, en Dublín, no en Cambridge, y después seis años de servicio en el ejército de Su Majestad, protegiéndolos a ustedes de la invasión. -Ladeó la cabeza-. Recibiría las gracias ahora, si le parece.

A la viuda se le entreabrieron los labios, agraviada.

– ¿No? -Arqueó las cejas-. Es extraño que a nadie le importe que aquí se siga hablando inglés y haciéndole reverencias al buen rey Jorge.

– A mí sí -dijo la señorita Eversleigh, y cuando él la miró, pestañeó y añadió-: Esto… gracias.

– No hay de qué -dijo él, y cayó en la cuenta de que esa era la primera vez que tenía motivos para decir eso.

De vez en cuando se ensalzaba a los soldados, y era cierto que los uniformes eran eficaces en atraer a las damas, pero a nadie se le ocurría jamás dar las gracias. A él no se las daban, y mucho menos a los hombres que habían sufrido lesiones permanentes o mutilaciones que los desfiguraban.

– Dígale a todo el mundo que fuimos compañeros en clases de esgrima -le dijo a la señorita Eversleigh, haciendo todo lo posible por desentenderse de la viuda-. Es un engaño tan bueno como cualquier otro. Wyndham dice que es pasable con una espada, ¿es cierto?

– No lo sé -repuso ella.

Claro, ¿cómo iba a saberlo? Pero qué más daba. Si Wyndham decía que era pasable, casi seguro que era un experto. Estarían igualados si alguna vez tenían que ofrecer una prueba de la mentira. La esgrima era la asignatura que se le daba mejor en el colegio. Posiblemente ese fue el único motivo de que lo dejaran continuar hasta los dieciocho años.

– ¿Vamos? -musitó, moviendo la cabeza hacia la puerta.

– El dormitorio de seda azul -gritó la viuda, en tono agrio.

– No le gusta que la dejen fuera de una conversación, ¿verdad? -musitó él, de forma que sólo pudiera oírlo la señorita Eversleigh.

Sabía que ella no podía contestarle, estando tan cerca su empleadora, pero la vio desviar los ojos como para ocultar su diversión.

– Usted también puede retirarse por esta noche, señorita Eversleigh -dijo la viuda, en tono de orden.

Grace se giró a mirarla sorprendida.

– ¿No desea que la atienda? Aun es temprano.

– Nancy puede atenderme -contestó la viuda, con los labios algo fruncidos-. Tiene una mano aceptable para soltar los botones y, más importante aún, no dice ni una sola palabra. Eso lo encuentro un buen rasgo en una criada.

Puesto que ella guardaba silencio con más frecuencia que menos, Grace decidió tomar eso como un cumplido y no como el insulto final que pretendía ser.

– Por supuesto, señora -dijo, inclinándose en una recatada reverencia-. Hasta mañana, entonces, cuando le lleve su chocolate y el diario.

El señor Audley ya estaba en la puerta, con la mano extendida para indicarle que saliera antes que él, así que salió al corredor. No tenía idea de qué se proponía la viuda, al dejarla libre esa noche para descansar, pero no lo iba a discutir.

– Nancy es su doncella -explicó al señor Audley cuando él llegó a su lado.

– Lo supuse.

– Es muy extraño -dijo ella, moviendo la cabeza-. Ella…

Vio que el señor Audley esperaba con bastante paciencia que terminara la frase, pero lo pensó mejor. Iba a decir que la viuda odiaba a Nancy. De hecho, se quejaba amarga y largamente cada vez que ella tenía el día libre y la reemplazaba Nancy.

– ¿Decía, señorita Eversleigh…? -musitó él al fin.

Ella casi se lo dijo. Era curioso, porque apenas lo conocía y, además, era imposible que a él le interesaran los triviales detalles de la vida del personal de Belgrave. Y aun en el caso de que se convirtiera en el duque (la sola idea le formaba una especie de nudo en el estómago)… Bueno, no era que Thomas fuera capaz de identificar a alguna de las criadas. Y si le preguntaban cuál le caía peor a su abuela, seguro que su respuesta sería «Todas».

Y muy probablemente eso era cierto, pensó, sonriendo irónica.

– Está sonriendo, señorita Eversleigh -comentó el señor Audley, con la expresión de ser él el que tenía un secreto-. Dígame por qué.

– Ah, por nada. Nada que pueda interesarle a usted. -Hizo un gesto hacia la escalera del final del corredor-. Por aquí. Por aquí se sube al dormitorio.

– Estaba sonriendo -insistió él, caminando a su lado.

Por lo que fuera eso la hizo sonreír otra vez.

– No dije que no lo estuviera.

– Una dama que no disimula -dijo él, aprobador-. Con cada minuto que pasa usted me cae mejor y mejor.

Ella frunció los labios y lo miró por encima del hombro.

– Eso no indica una opinión muy elevada de las mujeres.

– Mis disculpas. Debería haber dicho una «persona» que no disimula. -La obsequió con una sonrisa que la estremeció hasta los dedos de los pies-. Nunca diría que los hombres y las mujeres son intercambiables, y eso hay que agradecerlo, pero en asuntos de verdidad, ninguno de los dos sexos obtiene una nota muy alta.

Ella lo miró sorprendida.

– Creo que verdidad no es una palabra. En realidad, estoy segura de que no lo es.

– ¿No?

Desvió los ojos, sólo un segundo, o tal vez ni siquiera un segundo, pero el instante bastó para hacerla pensar si lo habría avergonzado. Pero eso no era posible; tenía una labia absolutamente increíble y parecía sentirse muy a gusto en su piel. No era necesario conocerlo más de un día para darse cuenta de eso. Y, de verdad, su sonrisa se hizo más alegre y sesgada al decir:

– Pues, debería serlo.

– ¿Inventa palabras con frecuencia?

Él se encogió de hombros modestamente.

– Procuro refrenarme.

Ella lo miró con bastante incredulidad.

– De verdad -protestó él, poniéndose una mano sobre el corazón, como si estuviera herido, aunque sus ojos continuaron risueños-. ¿Por qué nadie me cree cuando digo que soy un caballero moral y honrado en esta tierra, con «toda» la intención de acatar «todas» las reglas?

– ¿Tal vez porque la mayoría de las personas le conocen cuando les ordena bajar de un coche apuntándolas con una pistola?

– Cierto -reconoció él-. Eso influye en la relación, ¿verdad?

Ella lo miró, vio el humor que relampagueaba en sus ojos color esmeralda, y sintió hormiguear los labios. Sintió ganas de reírse; deseó reír como reía cuando sus padres estaban vivos, cuando tenía la libertad para contemplar las cosas ridículas de la vida y reírse de ellas.

Casi se sentía como si estuviera despertando algo dentro de ella. Le pareció bueno, lo encontró agradable. Deseó agradecérselo, pero parecería una idiota. Por lo tanto, hizo lo segundo mejor:

Pidió disculpas.

– Lo lamento -dijo, deteniéndose al pie de la escalera.

Eso pareció sorprenderlo.

– ¿Lo lamenta?

– Sí. Lo… lo de hoy.

– ¿Haberme secuestrado? -preguntó él, su tono vagamente divertido, tal vez con un dejo de superioridad.

– Yo no quería -protestó ella.

– Estaba en el coche -señaló él-. Creo que en cualquier tribunal la considerarían cómplice.

Hasta ahí pudo aguantar ella.

– Ese sería, supongo, el mismo tribunal que lo enviaría a la horca esa misma mañana por apuntar con una pistola a una duquesa.

– Tss, tss, ya le dije que ese no es un delito castigado con la horca.

– ¿No? -dijo ella, imitando exactamente el tono de él anterior-. Pues, debería serlo.

– Ah, ¿eso piensa?

– Si verdidad llega a ser una palabra, pues abordar a una duquesa con un arma debería bastar para ser condenado a la horca.

– Es rápida -dijo él, admirado.

– Gracias -contestó ella, y enseguida reconoció-: No estoy en forma, me falta práctica.

– Mmm -musitó él, mirando hacia el salón, donde sin duda la viuda seguiría sentada en su sofá como en un trono-. La mantiene bastante silenciosa, ¿no?

– La locuacidad no se considera apropiada en una criada.

– ¿Eso se considera usted? -La miró a los ojos, escrutándola con tanta intensidad que ella casi retrocedió unos pasos-. ¿Una criada?

Entonces ella se apartó, porque lo que fuera que descubriera en ella no sabía si quería que lo viera.

– No deberíamos estar detenidos aquí -dijo, indicándole que lo siguiera por la escalera-. El dormitorio de seda azul es hermoso. Es muy cómodo y tiene una excelente luz por la mañana. Las obras de arte son particularmente soberbias. Creo que le gustarán.

Estaba parloteando, pero él era amable, así que no le hizo esa observación, sino que dijo:

– Seguro que será una mejora respecto a mi actual alojamiento.

Ella lo miró por encima del hombro, sorprendida.

– Ah, yo había supuesto… -Se interrumpió, avergonzada porque iba a decir que lo creía un nómada sin techo.

– Una vida en posadas de posta y campos de hierba -dijo él, y exhaló un afectado suspiro-. Esa es la suerte de un bandolero.

– ¿Le gusta? -preguntó ella, sorprendiéndose por hacerle la pregunta y por la curiosidad que sentía de oír su respuesta.

Él sonrió de oreja a oreja.

– ¿Asaltar coches?

Ella asintió.

– Depende de quién vaya en el coche -dijo él suavemente-. Me gustó muchísimo no robarle a usted.

– ¿No robarme? -Se giró a mirarlo, y el hielo que se había trizado se rompió oficialmente.

– No le robé nada, ¿verdad? -repuso él, con una expresión de total inocencia.

– Me robó un beso.

– Eso -dijo él acercándose con todo descaro- me lo dio libremente.

– Señor Audley…

– Me gustaría mucho que me llamara Jack -suspiró él.

– Señor Audley -repitió ella-. Yo no… -Miró alrededor y bajó la voz a un susurro-: No hice lo que usted dice que hice.

Él sonrió indolente.

– ¿Desde cuándo es tan peligrosa la palabra «besar»?

Ella cerró firmemente la boca, porque de verdad no había manera de llevar las de ganar en esa conversación.

– Muy bien -dijo él-, no la atormentaré. Y habría sido una afirmación generosa y amable, si no hubiera añadido-: Hoy.

Pero de todos modos ella sonrió. Era difícil no sonreír en su presencia.

Ya habían llegado a lo alto de la escalera, así que Grace viró por el corredor que llevaba a los aposentos de la familia, donde se alojaría él. Avanzaron en silencio, lo que le dio bastante tiempo para pensar en el caballero que iba a su lado. No tenía importancia lo que dijo sobre no haber terminado la universidad. Era tremendamente inteligente, a pesar de su vocabulario único; además, su encanto era innegable. No había ningún motivo para que no tuviera un empleo bien remunerado. Pero no podía preguntarle por qué robaba a los pasajeros de los coches. Sería demasiada osadía siendo tan poco el tiempo que hacía que se conocían.

Eso sí era irónico. ¿Quién habría pensado que la preocuparían los modales y la corrección con un ladrón?

– Por aquí -dijo al llegar a otro corredor, indicándole que la siguiera hacia la izquierda.

– ¿Quién duerme ahí? -preguntó él, mirando hacia el otro lado del corredor.

– Su excelencia.

– Ah, su excelencia -dijo él, sombríamente.

– Es un hombre bueno -dijo ella, pensando que debía defenderlo.

Era comprensible que Thomas no se hubiera portado como debía. Desde el día en que nació lo educaron para ser el duque de Wyndham, y de pronto lo informan de que es posible que sólo sea el simple señor Cavendish.

Si el señor Audley había tenido un día difícil, bueno, sin duda el de Thomas había sido peor.

– Admira al duque -dijo el señor Audley.

Ella no supo si era una pregunta; creía que no. Pero lo fuera o no, lo dijo en tono sarcástico, como si la creyera algo ingenua por admirarlo.

– Es un hombre bueno -repitió, firmemente-. Cuando lo conozca mejor estará de acuerdo conmigo.

Él exhaló un ligero soplido, como si se sintiera divertido.

– Ahora habla como una criada, toda almidonada, gazmoña y muy leal.

Ella lo miró enfurruñada, pero le quedó claro que a él no le importó, porque ya estaba sonriendo, y entonces dijo:

– ¿Ahora va a defender a la duquesa viuda? Me gustaría oírla, porque es grande mi curiosidad por saber cómo podría alguien intentar semejante hazaña.

Ella supuso que él no esperaba respuesta, pero desvió la cara para que no viera su sonrisa.

– Yo no lo conseguiría -continuó él-, y me han dicho que tengo un pico de oro. -Se le acercó más, como para confiarle un importante secreto-. Es el irlandés que hay en mí.

– Usted es un Cavendish.

– Sólo la mitad. Gracias a Dios.

– No son tan terribles.

Él se rió.

– ¿No son tan terribles? ¿Esa es su calurosa defensa?

Y el cielo la amparara, no se le ocurrió nada que decir, aparte de:

– La viuda daría su vida por la familia.

– Una lástima que no la haya dado ya.

Ella lo miró sorprendida.

– Habla igual que el duque.

– Sí, me fijé que entre ellos hay una relación cálida y amorosa.

– Hemos llegado -dijo ella, abriendo la puerta del dormitorio.

Entonces retrocedió. No sería decoroso que entrara con él en su dormitorio. Llevaba cinco años en Belgrave y ni una sola vez había entrado en los aposentos de Thomas. Podía no tener mucho en el mundo, pero tenía respeto por sí misma y por su reputación, y estaba decidida a conservarlos.

El señor Audley miró el interior.

– Qué azul.

Ella no pudo evitar sonreír.

– Y sedoso.

– Pues sí -entró-. ¿No va a entrar conmigo?

– Ah, no.

– Me lo temía. Una pena. Voy a tener que arreglármelas solo para nadar en este esplendor azul.

– La viuda tiene razón -dijo ella, moviendo la cabeza-. Nunca habla en serio.

– Eso no es cierto. Muchas veces hablo en serio. De usted depende adivinar cuándo. -Encogiéndose de hombros fue hasta el escritorio y pasó ociosamente los dedos por el papel secante hasta que este se movió y asomó por el lado de él-. Encuentro práctico hacer adivinar a las personas.

Ella guardó silencio, observándolo inspeccionar la habitación. Debería marcharse; creía que deseaba marcharse; todo el día había ansiado meterse en la cama y dormir. Pero se quedó. Simplemente mirándolo, tratando de imaginarse cómo sería ver todo eso por primera vez.

Ella entró en el castillo Belgrave como criada. Él era muy posiblemente el señor, el amo.

Tenía que ser raro. Tenía que ser abrumador. No tenía el valor para decirle que ese no era el más elegante ni el más ostentoso de los dormitorios para huéspedes. Ni de cerca.

– Excelente arte -comentó él, contemplando con la cabeza ladeada un cuadro colgado en la pared.

Ella asintió, entreabrió los labios y volvió a cerrarlos.

– Me iba a decir que es un Rembrandt.

Ella volvió a entreabrir los labios, pero esta vez por la sorpresa. Él ni siquiera había estado mirándola.

– Sí -dijo.

– ¿Y este? -preguntó él, mirando el cuadro que estaba debajo-. ¿Caravaggio?

Ella pestañeó.

– No lo sé.

– Yo sí -dijo él, en un tono que era entre impresionado y sombrío-. Es un Caravaggio.

– ¿Es un entendido en pintura? -preguntó ella.

Entonces cayó en la cuenta de que las puntas de sus zapatos estaban más allá del umbral de la puerta. Los talones todavía se hallaban correctamente fuera, en el suelo del corredor, pero las puntas…

Le hormiguearon los dedos de los pies.

Deseaban aventura.

«Ella» deseaba aventura.

Él avanzó a mirar otro cuadro; la pared este estaba llena, y musitó:

– No diría que soy un entendido, pero sí, me gusta la pintura. Es fácil de leer.

Qué manera tan rara de expresarlo.

– ¿De leer?

Él asintió.

– Sí, mire esto. -Apuntó a una mujer que parecía ser de una pintura posrenacentista. Estaba sentada en un elegante sillón con cojines de terciopelo oscuro orlados con trencilla de hilo de oro. ¿Un trono, tal vez?-. Observe cómo miran sus ojos. Está mirando a esta otra mujer, pero no la mira a la cara. Siente envidia.

– No -dijo Grace, avanzando a ponerse a su lado-. Está enfadada.

– Sí, claro, pero está enfadada porque siente envidia.

– ¿De ella? -preguntó Grace, apuntando a la mujer del rincón. Esta tenía el pelo del color del trigo y vestía una túnica griega de delgadísima tela; tuvo que haber sido escandalosa; uno de sus pechos parecía a punto de asomar en cualquier momento-. Yo creo que no. Mírela. -Apuntó a la primera mujer, la del trono-. Lo tiene todo.

– Todo lo material, sí. Pero esta mujer -señaló a la de la túnica griega- tiene a su marido.

– ¿Cómo puede saber que está casada?

Entrecerró los ojos y se acercó al cuadro, buscando un anillo en un dedo, pero el pincel no era lo bastante fino como para pintar ese detalle tan pequeño.

– Claro que está casada. Mírele la expresión.

– No veo nada que indique esposidad.

Él arqueó una ceja.

– ¿Esposidad?

– Estoy casi segura de que es una palabra. Más que verdidad en todo caso. -Frunció el ceño-. Y si está casada, ¿dónde está el marido?

– Aquí -dijo él, tocando el marco dorado muy laboriosamente labrado, justo más allá de la mujer de la túnica griega.

– ¿Cómo puede saber eso? Está fuera de la tela.

– Sólo tiene que mirarle la cara a ella. Sus ojos. Está mirando al hombre que la ama.

Grace encontró curioso eso.

– ¿No al hombre al que ella ama?

– Eso no sabría decirlo -contestó él, ladeando levemente la cabeza.

Se quedaron en silencio y pasado un momento él dijo:

– Hay una novela entera en este cuadro. Sólo hay que tomarse el tiempo para leerla.

Tenía razón, comprendió Grace, y era inquietante porque él no tendría que ser tan perceptivo. Él no, no el bandolero elocuente y desenfadado que no se molestaba en encontrar una buena profesión.

– Está dentro de mi habitación -dijo él entonces.

Ella retrocedió bruscamente.

Él alargó el brazo como un rayo y le cogió el codo.

– No se vaya a caer ahora.

Ella no pudo regañarlo, porque se habría caído.

– Gracias -dijo en voz baja.

Él no le soltó el codo.

Había recuperado el equilibrio; estaba erguida.

Pero él no la soltó.

Y ella no retiró el brazo.

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