CAPÍTULO 17

Cinco días después, en el mar…


No era la primera vez que cruzaba el Mar de Irlanda. Ni siquiera era la segunda ni la tercera. Pensó si alguna vez dejaría de sentir ese desasosiego, si algún día podría mirar las aguas oscuras y revueltas sin pensar en su padre deslizándose bajo la superficie y encontrando la muerte.

Ya antes de conocer a los Cavendish, cuando su padre sólo era una tenue imagen en sus pensamientos, le desagradaba cruzar en barco el mar.

Pero ahí estaba. Apoyado en la baranda. Al parecer no podía evitarlo; no podía ir navegando y no mirar, hacia la lejanía y luego el mar.

Esta vez era un viaje tranquilo, con el mar en calma, aunque eso no lo tranquilizaba mucho. No temía por su seguridad, simplemente encontraba muy morboso estar navegando por encima de la tumba de su padre. Deseaba que acabara; deseaba estar de vuelta en tierra, aun cuando esa tierra fuera Irlanda, suponía.

La última vez que estuvo en casa…

Apretó los labios y cerró los ojos. La última vez que estuvo en casa fue cuando llevó el cadáver de Arthur.

Eso fue lo más difícil que había hecho en toda su vida. No sólo porque tenía el corazón destrozado, sino sobre todo porque lo aterraba su llegada a casa. ¿Cómo podría mirar a la cara a sus tíos y entregarles a su hijo muerto?

Y por si todo eso fuera poco, era condenadamente difícil trasladar un cadáver de Francia a Inglaterra y luego a Irlanda. Tuvo que encontrar un ataúd, lo que era asombrosamente difícil en medio de la guerra. La «oferta y la demanda», le explicó uno de sus amigos cuando fracasaron en el primer intento de conseguir un ataúd; había muchísimos cadáveres esparcidos por ahí; los ataúdes eran el lujo definitivo en un campo de batalla.

Pero perseveró hasta encontrar uno, y siguió al pie de la letra las instrucciones que le diera el empleado de la funeraria, llenando el ataúd de madera con serrín y sellándolo con brea. Incluso así, finalmente el olor comenzó a salir, y cuando llegó a Irlanda, ningún cochero aceptó llevarlo. Tuvo que comprar un carro para llevar a casa el cadáver de su primo.

Ese viaje le trastocó la vida también. El ejército rechazó su petición de permiso para trasladar el cadáver, y se vio obligado a vender su comisión. No fue elevado el precio de poder hacer ese último servicio a su familia; pero significó que tuvo que dejar un puesto para el que, por fin, era absolutamente apto. El colegio había sido un sufrimiento, fracaso tras fracaso. Se las fue arreglando para pasar de curso principalmente con la ayuda de Arthur, que al ver su problema se ofreció discretamente a ayudarlo.

Pero la universidad, buen Dios, todavía le costaba creer que lo hubieran animado a ir. Sabía que sería un desastre, pero los alumnos de Portora Royal iban a la universidad; era así de sencillo. Pero Arthur estaba dos cursos más atrás y sin él no hubiera tenido ni la menor posibilidad. El fracaso habría sido demasiado humillante, así que consiguió que lo expulsaran por mala conducta. No hacía falta mucha imaginación para encontrar maneras de comportarse impropias de un alumno del Trinity College.

Entonces volvió a su casa, supuestamente castigado, y se decidió que podría irle bien en el ejército. Así que se alistó. El oficio perfecto. Por fin había encontrado un lugar en el que podía tener éxito y prosperar sin libros, redacciones ni plumas. Y no era que no fuera inteligente; simplemente detestaba los libros, las redacciones y las plumas. Le producían dolor de cabeza.

Pero todo eso ya estaba en el pasado, y en esos momentos iba de vuelta a Irlanda por primera vez desde el funeral de Arthur, y podría ser el duque de Wyndham, lo que le aseguraría toda una maldita vida de libros, escritos y plumas.

Y dolores de cabeza.

Miró a la izquierda y vio a Thomas, también junto a la baranda de proa con Amelia. Estaba apuntando hacia algo, tal vez un pájaro, puesto que él no veía ninguna otra cosa de interés. Amelia estaba sonriendo; no era una sonrisa muy ancha, pero vérsela le alivió algo por lo menos el sentimiento de culpa por aquella escena en Belgrave cuando se negó a casarse con ella. Y no podría haber hecho otra cosa; ¿de veras creían que él iba a hacer una voltereta y decir «Ah, sí, denme a cualquiera. Yo me presentaré en la iglesia y estaré agradecido»?

Y no le encontraba nada malo a lady Amelia. En realidad, cualquiera lo podría tener mucho peor (posiblemente lo tendría) si lo obligaban a casarse.

Y si no hubiera conocido a Grace…, podría haber estado bien dispuesto.

Oyó pasos de alguien acercándose y cuando se giró a mirar, ahí estaba ella, como si sus pensamientos la hubieran llamado. Se había quitado la papalina y la brisa le agitaba el pelo.

– Está muy agradable aquí fuera -dijo ella, apoyándose en la baranda a su lado.

Él asintió. No la había visto mucho durante el viaje; la viuda había preferido permanecer en su camarote y Grace tenía que atenderla. Pero no se quejaba; jamás se quejaba, y él suponía que, en realidad, no tenía motivos para quejarse. Ese era su trabajo después de todo, acompañar a la viuda. De todos modos, no lograba imaginarse un puesto menos agradable. Si fuera él, no habría durado tanto tiempo trabajando en eso.

Pronto, pensó. Pronto ella estaría libre. Se casarían y ella no tendría que ver nunca más a la viuda, si eso era lo que deseaba. A él no le importaba que la vieja bruja fuera su abuela; era cruel, egoísta y antipática, y no tenía la menor intención de volver a hablar ni una palabra con ella una vez que hubiera acabado todo. Si resultaba que era el duque, compraría esa granja en las Hébridas Exteriores y la enviaría ahí. Y si no lo era, pensaba coger a Grace de la mano y llevársela de Belgrave sin volver la vista atrás.

Era un sueño muy feliz, dicha fuera la verdad.

Grace estaba inclinada mirando el agua.

– Es curioso, ¿verdad? lo rápido que parece avanzar.

Él miró hacia la vela.

– Hay buen viento.

– Lo sé. Tiene mucha lógica, por supuesto. -Levantó la vista y sonrió-. Lo que pasa es que nunca había estado en un barco.

– ¿Nunca? -Era difícil imaginárselo.

Ella negó con la cabeza.

– No en un barco como este. Mis padres me llevaron a navegar en un lago una vez, en una barca de remos. -Volvió a mirar el agua-. Nunca había visto correr así el agua. Me dan deseos de inclinarme a meter los dedos.

– Está fría.

– Bueno, sí, claro. -Se inclinó otro poco hacia fuera, con el cuello arqueado como para sentir la brisa en la cara-. Pero de todos modos me gustaría tocarla.

Él se encogió de hombros. Debería mostrarse más locuaz, pero creía ver los primeros indicios de tierra en el horizonte, y sentía el vientre oprimido y un nudo en el estómago.

– ¿Se siente mal? -le preguntó ella.

– Estoy muy bien.

– Está un poco verde. ¿Está mareado?

Ojalá, pensó él. Jamás se mareaba en el mar. Se mareaba en la tierra. No deseaba volver. Esa noche había despertado metido en su pequeña litera pegajoso de sudor.

Tenía que volver. Tenía. Pero eso no significaba que una parte de él muy grande no deseara comportarse como un cobarde y huir.

La oyó inspirar fuerte y retener el aliento, y cuando la miró estaba apuntando, con la cara iluminada por el entusiasmo.

Su cara así era posiblemente lo más hermoso que había visto en su vida.

– ¿Eso es Dublín? -preguntó ella-. ¿Ahí?

Él asintió.

– El puerto. La ciudad propiamente dicha está un poco más al interior.

Ella alargó el cuello, lo que lo habría divertido si no estuviera con el ánimo tan bajo. A la distancia en que estaban no podría ver nada.

– Me han dicho que es una ciudad encantadora -dijo ella.

– Hay mucho para ver.

– Es una lástima. Supongo que no pasaremos mucho tiempo ahí.

– No. La viuda está impaciente por ponerse en camino.

– ¿Usted no?

Él tuvo que hacer una inspiración profunda, y se frotó los ojos. Estaba cansado, estaba nervioso y se sentía como si lo llevaran a su perdición.

– No -dijo-. Para ser franco, estaría muy feliz si me quedara aquí, en este barco, junto a esta baranda, el resto de mi vida.

Ella se giró a mirarlo con ojos sombríos.

– Con usted -añadió él en voz baja-. Aquí junto a esta baranda con usted.

Volvió a mirar hacia tierra. El puerto de Dublín ya era más que un punto en el horizonte. Pronto podría distinguir edificios y barcos. A la izquierda oía las voces de Thomas y Amelia conversando. Estaban apuntando también, mirando el puerto que parecía ir creciendo.

Tragó saliva. También le estaba creciendo el nudo en el estómago. Buen Dios, era casi divertido. Ahí estaba, de vuelta en Irlanda, obligado a ver a su familia, a la que le había fallado tantos años atrás. Y por si eso fuera poco, igual descubrían que era el duque de Wyndham, puesto para el cual estaba excepcionalmente incapacitado.

Y, además, dado que no hay herida sin insulto, tenía que hacerlo todo en compañía de la viuda.

Deseó reírse. Era divertido. Tenía que ser divertido; si no lo era, tendría que echarse a llorar.

Pero parecía incapaz de reírse.

Miró hacia Dublín, que ya se veía más grande en la distancia.

Demasiado tarde para reír.


Varias horas después, en la posada Queen’s Arms de Dublín.


– ¡No es demasiado tarde!

– Señora, ya son más de las siete -dijo Grace, empleando el tono más calmado y tranquilizador-. Todos estamos cansados y con hambre, los caminos están oscuros y nos son desconocidos.

– Para él no -ladró la viuda moviendo la cabeza hacia Jack.

– Yo estoy cansado y hambriento -le espetó él-, y gracias a usted ya no viajo por los caminos a la luz de la luna.

Grace se mordió el labio. Llevaban cuatro días de viaje y casi se podía representar el avance en el trayecto por el aumento del mal genio de él; cada milla que los acercaba a Irlanda había hecho una mella en su paciencia. Se había vuelto silencioso y retraído, absolutamente diferente al hombre que conocía.

Al hombre del que se había enamorado.

Habían llegado al puerto de Dublín a última hora de la tarde, pero con el tiempo que les ocupó recoger el equipaje y entrar en la ciudad, ya estaban cerca de la hora de la cena. Ella no había comido mucho en el trayecto por mar, y estando ya en tierra firme, sin zarandeos ni sacudidas, estaba muerta de hambre. Lo último que deseaba era continuar camino hacia Butlersbridge, el pequeño pueblo del condado de Cavan donde se crió Jack.

Pero, fiel a su naturaleza, la viuda insistía en continuar, así que ahí estaban, los seis, en la primera sala de la posada, oyéndola dictaminar la velocidad y la dirección del viaje.

– ¿No deseas tener resuelto esto de una vez por todas? -preguntó la viuda a Jack.

– En realidad, no -contestó él, insolente-. No tanto como deseo una buena tajada de pastel de carne con patatas y una jarra de cerveza.

Diciendo eso miró a los demás, y a Grace le dolió ver la expresión de sus ojos; estaba angustiado, pero no lograba imaginar por qué.

¿Qué demonios estaba esperando ahí? ¿Por qué había alargado tanto el tiempo entre visita y visita? Él le había dicho que tuvo una infancia maravillosa, que adoraba a su familia adoptiva y que no la cambiaría por nada del mundo. ¿No deseaban eso todos? ¿No deseaba él volver a su casa? ¿No entendía la suerte que tenía por tener una casa a la cual volver?

Ella daría cualquier cosa por eso.

– Señorita Eversleigh, lady Amelia -dijo él haciendo una cortés venia a cada una.

Las dos damas hicieron sus reverencias, y él se marchó.

– Creo que él tiene razón -dijo Thomas-. Una cena me parece infinitamente mejor que una noche por estos caminos.

La viuda giró la cabeza hacia él y lo miró furiosa.

– No es que quiera retrasar lo inevitable -dijo él, con una expresión muy sarcástica-. Incluso los duques que están a punto de ser desposeídos tienen hambre.

– Yo tomaré la cena en mi habitación -declaró la viuda, en tono desafiante, como si supusiera que alguien fuera a protestar, pero claro, nadie protestó-. Señorita Eversleigh -ladró-, puede venir a atenderme.

Grace exhaló un cansino suspiro y echó a andar detrás de ella.

– No -dijo Thomas.

La viuda se detuvo, inmóvil.

– ¿No? -repitió, su voz hielo puro.

Grace se giró a mirar a Thomas. ¿Qué podía querer decir? No había nada insólito en la orden de la viuda. Ella era su acompañante; justamente para eso la habían contratado.

Pero Thomas estaba mirando a su abuela con una leve sonrisa subversiva jugueteando en las comisuras de su boca.

– Grace va a cenar con nosotros -dijo-, en el comedor.

– Es mi dama de compañía -siseó la viuda.

– Ya no lo es.

Grace retuvo el aliento. Las conversaciones entre Thomas y su abuela nunca eran cordiales, pero esa sobrepasaba con mucho lo habitual; daba la impresión de que Thomas lo estaba disfrutando.

– Puesto que aún no he sido depuesto -dijo él, muy lentamente, como saboreando cada palabra-, me tomé la libertad de hacer ciertas provisiones de último momento.

– ¿De qué diablos hablas? -preguntó la viuda.

– Grace -dijo Thomas, mirándola a ella, amistosamente y con recuerdos reflejados en sus ojos-, estás oficialmente exonerada de tus deberes para con mi abuela. Cuando vuelvas a Inglaterra recibirás una casita de campo cuya escritura está a tu nombre, junto con los ingresos para el resto de tu vida.

– ¿Estás loco? -farfulló la viuda.

Grace simplemente lo miraba conmocionada.

– Esto debería haberlo hecho hace mucho tiempo -continuó él-, y no lo hacía por puro egoísmo. No soportaba la idea de vivir con ella -hizo un gesto con la cabeza hacia su abuela- sin ti para que actuaras de amortiguador.

– No sé qué decir -musitó ella.

– Normalmente te aconsejaría decir «gracias», pero puesto que soy yo quien te está agradecido, bastará un simple «eres un príncipe entre los hombres».

Grace consiguió esbozar una llorosa sonrisa y musitó:

– Eres un príncipe entre los hombres.

– Siempre es agradable oír eso -dijo él-. Ahora, ¿te apetecería ir a cenar con nosotros?

Grace miró hacia la viuda, que estaba roja de furia.

– Putilla codiciosa -ladró esta-. ¿Crees que no sé qué eres? ¿Crees que te admitiría nuevamente en mi casa?

Aunque conmocionada, Grace la miró tranquilamente y dijo:

– Iba a decirle que continuaría atendiéndola durante el resto del viaje, porque jamás soñaría con abandonar mi puesto sin dar el aviso con la debida antelación y cortesía, pero creo que lo he repensado. -Estaba temblando, no sabía si por la impresión o por la dicha, pero temblaba toda entera. Así pues, tratando de mantener firmes las manos a los costados, miró a Amelia y le preguntó-: ¿Me permites compartir tu habitación esta noche?

Porque de ninguna manera iba a continuar acompañando a la viuda.

– Por supuesto -contestó Amelia al instante y se cogió de su brazo-. Vamos a cenar.

Después, Grace llegaría a la conclusión de que el pastel de carne con patatas había sido el mejor que había probado en toda su vida.


Ya habían pasado varias horas y Grace estaba en camisón mirando por la ventana de la habitación mientras Amelia dormía.

Había intentado dormir pero le fue imposible, pues en la cabeza seguía dándole vueltas la asombrosa generosidad de Thomas. Además, no paraba de pensar en Jack: adónde habría ido. No estaba en el comedor cuando llegó ahí con Thomas y Amelia, y nadie sabía qué había sido de él.

Además, además, Amelia roncaba.

Le gustaba la vista de Dublín desde la ventana; no estaban en el centro de la ciudad, pero en la calle había bastante actividad, personas yendo y viniendo ocupadas en sus asuntos, y muchos viajeros de camino, al puerto o desde el puerto.

Se sentía rara con esa sensación de libertad. Todavía le costaba creer que estuviera ahí, compartiendo cama con Amelia y no acurrucada en un incómodo sillón junto a la cama de la viuda.

La cena fue muy alegre; Thomas estaba de un buen ánimo extraordinario, tomando en cuenta todo. No le dijo nada más acerca de su generoso regalo, pero ella sabía por qué lo había hecho. Si se descubría que Jack era el verdadero duque, y Thomas estaba convencido de que lo era, ella no podría continuar viviendo en Belgrave.

Que se le rompiera el corazón cada, cada día del resto de su vida, era algo que no podría soportar.

Thomas sabía que se había enamorado de Jack. Ella no lo había dicho, con palabras, pero él la conocía bien. Tenía que saberlo. Que hubiera actuado con esa generosidad sabiendo que ella estaba enamorada del hombre que muy bien podría ser la causa de su ruina era algo…

Se le llenaban los ojos de lágrimas cada vez que lo pensaba.

Y sí, ahora ya era independiente. ¡Una mujer independiente! Le gustaba el sonido de esas palabras. Dormiría hasta mediodía cada día. Leería. Se deleitaría en la pereza y ociosidad, al menos unos cuantos meses, y después buscaría actividades constructivas para ocupar el tiempo. Trabajar en una obra de caridad, tal vez. O aprender a pintar a la acuarela.

Lo encontraba hedonista, placentero. Perfecto.

Y solitario.

No, decidió firmemente; se buscaría amigas. Tenía muchas amigas en la región; la alegraba saber que continuaría viviendo en Lincolnshire, aun cuando eso significaba que de vez en cuando se cruzaría con Jack. Lincolnshire era su terruño, su hogar. Conocía a todo el mundo, la conocían y nadie pondría en duda su reputación, aun cuando estuviera establecida en su propia casa. Podría vivir en paz y respetabilidad.

Sería agradable.

Pero solitario.

No, no solitario. Tendría fondos. Podría ir a visitar a Elizabeth, que se casaría con su conde y viviría en el sur. Podría entrar en uno de esos clubes femeninos que gustaban tanto a su madre; solían reunirse todos los martes por la tarde asegurando que hablarían de arte y literatura, y comentarían las noticias del día, pero cuando las reuniones se hacían en Sillsby, ella oía demasiadas risas, que indicaban que no hablaban de esos temas.

No sería una vida solitaria.

No aceptaría la soledad.

Se giró a mirar a Amelia, que seguía roncando. Pobre. Siempre les había envidiado a las chicas Willoughby sus lugares seguros en la sociedad. Eran hijas de un conde, de una familia de linaje inmejorable, y contaban con generosas dotes. En realidad, era extraño que ahora su futuro estuviera tan bien definido mientras el de Amelia estaba tan turbio.

Pero había llegado a comprender que Amelia no estaba más al mando de su destino de lo que estaba ella antes. Su padre le eligió marido antes que ella aprendiera a hablar, antes que supiera cómo era y cómo sería. ¿Cómo iba a poder saber su padre, mirando a una nenita de menos de un año, si sería apta para una vida como duquesa?

Amelia había estado atrapada toda su vida, esperando que Thomas se decidiera a casarse con ella. Y aun en el caso de que no acabara casándose con ninguno de los dos duques de Wyndham, seguiría obligada a acatar los dictámenes de su padre.

Se estaba girando hacia la ventana cuando oyó ruido en el corredor. Pasos. De hombre. Sin poder resistirse, corrió hasta la puerta, la abrió un pelín y miró.

Era Jack.

Se veía despeinado, cansado y muy apenado. Caminaba medio a tientas en la penumbra, con los ojos entrecerrados, sin duda buscando su habitación.

Grace, la dama de compañía, podría haber retrocedido y cerrado la puerta, pero Grace, la mujer independiente, era más osada, así que salió y susurró su nombre.

Él miró. Le relampagueron los ojos y demasiado tarde ella recordó que estaba en camisón de dormir, aunque este no era en absoluto indecente; de hecho, estaba más cubierta que si llevara un vestido de noche. De todos modos, se rodeó con los brazos al avanzar.

– ¿Dónde ha estado? -susurró.

Él se encogió de hombros.

– Por ahí. Visitando tabernas conocidas.

Ella notó algo inquietante en su voz.

– ¿Sí?

Él se frotó los ojos.

– No. Estuve al otro lado de la calle. Comiendo mi pastel de carne con patatas.

Ella sonrió.

– ¿Y bebiendo su pinta de cerveza?

– Dos, en realidad. -Entonces sonrió, una sonrisa tímida, infantil, con que intentó borrar el cansancio de su cara-. La echaba de menos.

– ¿La cerveza irlandesa?

– Comparada con ella la inglesa es bazofia.

Grace sintió un calorcillo por dentro. Veía humor en sus ojos, por primera vez esos últimos días. Y era curioso, había creído que sería un suplicio estar con él, oír su voz y ver su sonrisa, pero lo único que sentía era felicidad. Y alivio.

No soportaba verlo apenado, desgraciado. Necesitaba que volviera a ser «él». Aunque no pudiera ser suyo.

– No debería estar aquí así -dijo él entonces.

– No -contestó ella, negando con la cabeza.

Pero no se movió.

Él hizo un mal gesto mirando la llave que tenía en la mano.

– No logro encontrar mi habitación.

Grace cogió la llave y la miró.

– La catorce. -Levantó la vista-. La luz es muy tenue.

Él asintió.

– Está por ahí -dijo ella, apuntando-. Pasé junto a esa puerta cuando venía.

– ¿Es aceptable su habitación? -preguntó él-. ¿Lo bastante grande para usted y la viuda?

Grace ahogó una exclamación. Él no lo sabía. Se le había olvidado totalmente. Él ya se había marchado cuando Thomas dijo lo de la casa que le regalaba.

– No estoy con la viuda -dijo, sin poder ocultar del todo su emoción-. Estoy…

– Viene alguien -susurró él.

Entonces ella oyó pasos en la escalera. Él le cogió la mano y comenzó a llevarla al interior de la habitación. Ella se resistió.

– No, ahí no. Está Amelia.

– ¿Amelia? ¿Por qué…?

Masculló algo en voz baja y la llevó a toda prisa por el corredor. Y entraron en la habitación catorce.

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