CAPÍTULO 13

Grace se dejó llevar. Amelia impuso el paso, y tan pronto como estuvieron al otro lado del salón, esta comenzó a contarle en susurros lo ocurrido esa mañana: su encuentro con Thomas; cómo vio que este necesitaba su ayuda, y luego algo acerca de su madre.

Grace se limitaba a asentir, mirando de tanto en tanto hacia la puerta. Thomas llegaría en cualquier momento y aunque no tenía idea de qué podía hacer para impedir un encuentro que sin duda sería desastroso, no podía pensar en otra cosa.

Y Amelia continuaba hablándole en susurros. Tuvo la suficiente presencia de ánimo para captar el final, cuando Amelia dijo:

– Te ruego que no lo contradigas.

– Por supuesto que no -se apresuró a decir, porque sin duda Amelia le había hecho la misma petición que le hiciera Thomas. De lo contrario, no tenía ni idea de a qué se estaba comprometiendo al añadir-: Tienes mi palabra.

Pero en ese momento no sabía si le importaba.

Continuaron caminando, guardaron silencio cuando pasaron cerca del señor Audley, que las miró sonriendo y les hizo un gesto de comprensivo asentimiento.

– Señorita Eversleigh -musitó-, lady Amelia.

– Señor Audley -respondió Amelia.

Grace consiguió decir lo mismo, pero la voz le salió desagradable, como un graznido.

Cuando ya se habían alejado lo suficiente del señor Audley, Amelia reanudó la conversación en susurros.

Justo entonces se oyeron fuertes pasos en el corredor. Grace se giró a mirar, pero sólo era un lacayo que pasó llevando un baúl.

Tragó saliva. Buen Dios, la viuda ya había comenzado a preparar su equipaje para el viaje a Irlanda y Thomas ni siquiera sabía de sus planes. ¿Cómo pudo olvidar decírselo durante la entrevista?

Y entonces se acordó de Amelia, a la que había olvidado aun cuando iban cogidas del brazo.

– Lo siento -se apresuró a decir, pues supuso que le tocaba a ella hablar-. ¿Has dicho algo?

– No -repuso Amelia, negando con la cabeza.

Grace se dio cuenta de que mentía, pero de ninguna manera se lo iba a discutir.

Entonces se oyeron otros pasos en el corredor.

Grace no pudo soportar el suspenso ni un momento más.

– Discúlpame -dijo, y soltándose del brazo fue a toda prisa hasta la puerta. Eran más criados que iban pasando, todos ocupados en los preparativos del inminente viaje a Irlanda. Volvió al lado de Amelia y se cogió de su brazo otra vez-. No era el duque.

– ¿Alguien va a ir a alguna parte? -preguntó Amelia, mirando a los dos lacayos que pasaron al otro lado de la puerta, uno llevando un baúl y el otro una sombrerera.

– No -dijo Grace. Pero detestaba mentir, y lo hacía fatal, además, así que añadió-: Bueno, supongo que alguien podría, pero no lo sé.

Y eso era mentira también. Fabuloso. Miró a Amelia y trató de sonreír alegremente.

– Grace -dijo Amelia en voz baja, mirándola muy preocupada-. ¿Estás bien?

– No, o sea, sí. Estoy muy bien.

Volvió a sonreír alegremente, pero le pareció que la sonrisa le salió peor que la anterior.

– Grace -susurró entonces Amelia, en un tono inquietantemente astuto-, ¿estás enamorada del señor Audley?

– ¡No!

Santo cielo, la exclamación le salió demasiado fuerte. Miró al señor Audley, y no porque quisiera mirarlo, sino porque acababan de dar la vuelta en el rincón y estaban de cara a él otra vez y no pudo evitarlo. Él tenía la cabeza ligeramente inclinada, pero vio que la estaba mirando, bastante desconcertado.

– Señor Audley -dijo, porque puesto que él la estaba mirando le pareció correcto darse por aludida, aun cuando él estuviera muy lejos para oírla.

Y tan pronto como tuvo la oportunidad, giró la cara hacia Amelia y susurró enérgicamente:

– Acabo de conocerlo. Ayer. No, anteayer. -Bueno, sí que era boba. Movió la cabeza y resueltamente dirigió la vista al frente-. No me acuerdo.

– Has conocido a caballeros interesantes estos últimos días -comentó Amelia.

Tuvo que volver a mirarla.

– ¿Qué quieres decir?

– El señor Audley -bromeó Amelia-, el bandolero italiano.

– ¡Amelia!

– Vamos, no pasa nada, dijiste que era escocés, o irlandés. No estabas segura. -Frunció el ceño, pensativa-. ¿De dónde es el señor Audley, por cierto? Tiene un tono algo cantarín también.

– No lo sé -dijo Grace, entre dientes.

¿Dónde estaba Thomas? Temía su llegada, pero esperar era peor.

Y entonces Amelia, santo cielo, ¿por qué?, exclamó:

– Señor Audley.

Grace se giró a mirar hacia una pared.

– Estábamos preguntándonos de dónde es usted -continuó Amelia-. Su acento no me es conocido.

– De Irlanda, lady Amelia. De un poco al norte de Dublín.

– ¡Irlanda! -exclamó Amelia-. Ah, caramba, es de muy lejos.

Habían acabado de dar la vuelta al salón, así que Amelia se soltó el brazo y fue a sentarse, pero Grace continuó de pie. Entonces comenzó a avanzar hacia la puerta de la manera más disimulada posible.

– ¿Cómo lo está pasando en Lincolnshire, señor Audley? -oyó preguntar a Amelia.

– Lo encuentro de lo más sorprendente.

– ¿Sorprendente?

Grace asomó la cabeza al corredor, medio escuchando la conversación.

– Mi visita no ha sido como esperaba -dijo él, y Grace se imaginó su sonrisa traviesa al decir eso.

– ¿No? ¿Qué esperaba? -preguntó Amelia-. Le aseguro que somos bastante civilizados en este rincón de Inglaterra.

– Muchísimo -musitó él-. Más de lo que yo prefiero, en realidad.

– Vamos, señor Audley, ¿qué puede significar eso?

Si él contestó, Grace no lo oyó, porque justo en ese instante vio a Thomas avanzando por el corredor, muy bien arreglado y con aspecto de duque otra vez.

– Ah -se le escapó-. Discúlpenme.

Salió al corredor agitando las manos como una loca hacia Thomas, en silencio, para evitar que Amelia y el señor Audley se dieran cuenta de su inquietud.

– Grace -dijo él, avanzando con mucha resolución-. ¿Qué significa esto? Penrith me dijo que Amelia ha venido a verme. ¿Es cierto?

No aminoró el paso al acercarse y ella comprendió que su intención era que ella caminara a su lado.

– Thomas, espera -susurró y, cogiéndole el brazo, lo detuvo.

Él se giró a mirarla con una ceja arqueada, altivo.

– El señor Audley -dijo ella, alejándolo más de la puerta-. Está en el salón.

Thomas miró hacia la puerta del salón y luego a ella, sin comprender.

– Con Amelia -siseó ella.

En él desapareció hasta la última traza de su imperturbable exterior.

– ¿Qué diantres? -Volvió a mirar hacia el salón, aun cuando desde donde estaba no podía ver nada-. ¿Por qué?

– No lo sé -dijo ella, y la voz le salió brusca, por la irritación. ¿Cómo iba a saber ella el por qué?-. Estaba ahí cuando yo llegué. Amelia dijo que lo vio pasar por el corredor y creyó que eras tú.

Él se estremeció, visiblemente.

– ¿Qué le ha dicho?

– No lo sé. Yo no estaba ahí. Y después no he podido interrogarla en presencia de él.

– No, claro que no.

Ella esperó en silencio a que él dijera algo más. Se estaba apretando el puente de la nariz y daba la impresión de que le dolía la cabeza. Con el fin de decirle algo que no fuera desagradable, añadió:

– Estoy segura de que él no le reveló su… -vamos, santo cielo, ¿cómo podía decirlo?-, su identidad. -Terminó, haciendo un mal gesto.

Thomas le dirigió una mirada absolutamente horrible.

– No es culpa mía, Thomas -replicó.

– No he dicho que lo fuera.

Su voz sonó abrupta, y, sin añadir una palabra más, reanudó la marcha hacia el salón.


Desde el instante en que Grace salió del salón, ni él ni lady Amelia habían dicho ni una palabra; fue como si hubieran llegado a un acuerdo tácito; y el silencio continuó mientras los dos intentaban oír lo que se decía en el corredor.

Él siempre se había considerado mejor que muchos para escuchar conversaciones ajenas, pero no lograba ni siquiera captar el sonido de los susurros. De todos modos, tenía bastante buena idea de lo que decían. Grace le advertía a Wyndham que el malvado señor Audley le había enterrado las garras a la hermosa e inocente lady Amelia. Entonces Wyndham soltaría una maldición, en voz baja, lógicamente, pues jamás sería tan grosero como para maldecir en voz alta delante de una dama, y querría saber qué se había dicho.

Todo el asunto sería enormemente divertido si no fuera por ella, y la mañana. Y el beso.

Grace.

Deseaba recuperarla. Deseaba a la mujer que había tenido en sus brazos, no a la que estuvo caminando muy rígida por el perímetro del salón con lady Amelia, mirándolo como si él fuera a robar la plata en cualquier momento.

Era divertido, en cierto modo. Y debía felicitarse, supuso. Lo que fuera que ella sentía por él no era desinterés, que podría haber sido la más cruel de las reacciones.

Pero estaba comprendiendo que, por primera vez, la conquista de una dama no era un juego para él. No le interesaba la emoción de la caza, ni mantenerse en un agradable y entretenido paso por adelante, ni planificar la seducción y luego llevarla a cabo con elegancia y florituras.

Sencillamente la deseaba.

Tal vez incluso para siempre.

Miró hacia lady Amelia. Estaba inclinada, con la cabeza ligeramente ladeada, como para poner el oído en el mejor ángulo posible.

– No podrá oírlos -dijo.

La mirada que le dirigió ella no tuvo precio; y fue absolutamente falsa.

– Vamos, no simule que no era eso lo que intentaba -la regañó-. Lo era.

– Muy bien -dijo ella, y pasado un momento preguntó-: ¿De qué cree que están hablando?

Ah, la curiosidad siempre ganaba con las chicas. Era más inteligente de lo que le pareció al conocerla. Se encogió de hombros, fingiendo ignorancia.

– Difícil saberlo. Jamás presumiría de conocer la mente femenina, ni la de nuestro estimado anfitrión.

Ella lo miró sorprendida.

– ¿No le cae bien el duque?

– No he dicho eso -contestó él, pero, claro, los dos sabían que había querido decir eso.

– ¿Cuánto tiempo va a estar en Belgrave?

Él sonrió.

– ¿Impaciente por librarse de mí, lady Amelia?

– Noo, no. Vi a los criados llevando baúles. Pensé que podrían ser suyos.

A él le costó no cambiar de expresión. No sabía por qué lo sorprendía que la viejecita ya hubiera comenzado a hacer su equipaje.

– Me imagino que pertenecen a la viuda -contestó.

– ¿Va a ir a alguna parte?

Él casi se rió al verle la esperanzada expresión.

– A Irlanda -dijo, distraído, y sólo entonces se le ocurrió que tal vez no había que informar de los planes a esa mujer en particular.

O tal vez era la persona a la que realmente había que decírselo. Se merecía saberlo, sin duda. Se merecía la santidad, en su opinión, si de verdad pensaba casarse con Wyndham. No lograba imaginarse nada menos agradable que pasar la vida con ese gazmoño arrogante.

Y entonces, como si su pensamiento lo hubiera llamado, apareció el gazmoño arrogante.

– Amelia.

Wyndham estaba en la puerta en todo su esplendor ducal; salvo por su hermoso ojo, pensó con cierta satisfacción. El moretón se veía peor que la noche pasada.

– Excelencia -repuso ella.

– Cuánto me alegra verte -dijo Wyndham cuando ya se había sentado-. Veo que has conocido a nuestro huésped.

– Sí, el señor Audley es muy ameno.

– Mucho -dijo Wyndham.

Lo dijo con cara de haberse comido un rábano picante, en opinión de Jack; él detestaba los rábanos picantes.

– Vine a ver a Grace -dijo lady Amelia.

– Sí, por supuesto -contestó Wyndham.

– Y yo la encontré primero, ay de mí -terció Jack, gozando con la incomodidad de la pareja.

La reacción de Wyndham fue un glacial desdén. Jack le sonrió, convencido de que eso lo irritaría más que cualquier cosa que pudiera decir.

– En realidad yo lo encontré a él -dijo lady Amelia-. Lo vi en el corredor, y pensé que era usted.

– Asombroso, ¿verdad? -musitó Jack, y miró a lady Amelia-. No nos parecemos en nada.

– No -dijo Wyndham, secamente.

– ¿Qué le parece a usted, señorita Eversleigh? -preguntó Jack, poniéndose de pie, al parecer el único que había notado que ella entró en el salón-. ¿Tenemos algún rasgo en común el duque y yo?

Grace entreabrió los labios y tardó un segundo entero en contestar:

– Creo que no le conozco lo bastante bien para emitir un juicio acertado.

– Bien dicho, señorita Eversleigh -dijo él, cumplimentándola con un gesto de asentimiento-. ¿Puedo deducir, entonces, que al duque lo conoce bastante bien?

– Llevo cinco años trabajando para su abuela. Durante este tiempo he tenido la suerte de enterarme de algo de su carácter.

– Lady Amelia -dijo Wyndham, claramente impaciente por poner fin a la conversación-, ¿me permites que te acompañe a tu casa?

– Por supuesto.

– ¿Tan pronto? -musitó Jack, sólo por fastidiar.

– Mi familia me estará esperando -dijo lady Amelia, aun cuando antes que Wyndham se ofreciera a llevarla no había manifestado ni un indicio de urgencia por irse.

– Nos marcharemos inmediatamente, entonces -dijo Wyndham.

Su novia se cogió de su brazo y se levantó con él.

– Esto…, excelencia.

Jack se giró al instante, al oír la voz de Grace, que estaba cerca de la puerta.

– ¿Podríamos hablar un momento, eeh… antes que se marchen? Por favor.

Wyndham se disculpó y salió al corredor detrás de ella. Quedaron visibles, aunque era difícil, o más bien imposible, escuchar la conversación.

– ¿De qué podrían estar hablando? -dijo Jack a Amelia.

– No tengo la menor idea -repuso ella, mordaz.

– Yo tampoco -dijo él, en tono alegre y despreocupado, sólo para llevar la contraria; así la vida era infinitamente más entretenida.

Entonces oyeron:

– ¡Irlanda!

Fue la voz de Wyndham, y bastante fuerte. Jack se inclinó un poco para verlos mejor, pero el duque le cogió el brazo a Grace y la alejó de la puerta, dejándola fuera de la vista. Y de los oídos también.

– Tenemos nuestra respuesta -musitó.

– No puede estar molesto porque su abuela va a salir del país -dijo lady Amelia-. Yo diría que estaría pensando en una celebración.

– Yo creo más bien que la señorita Eversleigh lo ha informado de que su abuela pretende que él la acompañe.

– ¿A Irlanda? -exclamó lady Amelia, moviendo la cabeza-. Vamos, debe de estar equivocado.

Él se encogió de hombros, simulando indiferencia.

– Es posible. Soy un recién llegado aquí.

Entonces ella se lanzó en un discurso de lo más vehemente:

– Aparte de que no logro imaginarme por qué la viuda desearía ir a «Irlanda», y no es que a mí no me gustaría ver su hermoso país, pero lo encuentro muy inesperado en ella, pues la he oído hablar con desprecio de Northumberland, de la región de los lagos y de toda Escocia en realidad. -Se interrumpió, tal vez para respirar-. Irlanda me parece un poco lejos para ella.

Él asintió, pues eso era lo que se esperaba de él.

– Pero, francamente, no tiene lógica que ella desee que la acompañe su excelencia. No les agrada la mutua compañía.

– Qué amablemente expresado, lady Amelia -comentó Jack-. ¿A alguien le gusta estar en compañía de ellos?

Ella agrandó los ojos horrorizada, y entonces a él se le ocurrió que tal vez debería haber limitado el insulto a la viuda, pero justo entonces entró Wyndham en el salón, con aspecto furioso y arrogante. Y casi digno del insulto que tal vez le acababa de hacer.

– Amelia -dijo él, con voz enérgica e indiferente-. Creo que no podré acompañarte a tu casa. Te pido disculpas.

– Por supuesto -dijo ella, como si le fuera posible decir otra cosa.

– Lo dispondré todo para tu comodidad. ¿Tal vez te apetecería coger un libro de la biblioteca?

– ¿Puede leer en un coche? -preguntó Jack.

– ¿Usted no? -preguntó ella.

– Yo sí -repuso él con brío-. Puedo hacer casi cualquier cosa en un coche. O con un coche -añadió, sonriendo hacia Grace, que estaba en la puerta.

Wyndham lo miró furioso y cogió a su novia del brazo, levantándola sin mucha ceremonia.

– Ha sido un placer conocerle, señor Audley -dijo entonces lady Amelia.

– Sí, parece que se marcha -dijo él, alegremente.

– Amelia -dijo el duque, en tono más abrupto que antes.

Y acto seguido la sacó del salón.

Jack los siguió hasta la puerta, buscando a Grace, pero ella había desaparecido. Ah, bueno, tal vez eso era para mejor.

Miró hacia la ventana. El cielo se había oscurecido y una lluvia parecía inminente.

Momento para salir a caminar, decidió. La lluvia sería fría, y mojada, claro. Exactamente lo que necesitaba.

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