En los cinco años que Grace llevaba en Belgrave, si bien no se había acostumbrado, por lo menos se había dado cuenta de todo lo que se puede hacer teniendo un poco de prestigio y muchísimo dinero. No obstante, incluso a ella la sorprendió la rapidez con que se pusieron en marcha los planes para el viaje. Antes de tres días ya tenían reservado un barco que los llevaría de Liverpool a Dublín y esperaría ahí en el puerto todo el tiempo que fuera necesario, hasta que ellos estuvieran listos para volver a Inglaterra.
A uno de los secretarios de Thomas lo enviaron a Irlanda a organizarles la estancia. Grace no pudo dejar de compadecer al pobre hombre mientras la viuda lo obligaba a escuchar, y luego repetir dos veces sus copiosas y muy detalladas instrucciones. Ella estaba acostumbrada a los estilos de la viuda, pero el secretario, acostumbrado a tratar con un empleador mucho más razonable, parecía casi a punto de echarse a llorar.
En un viaje como ese sólo irían bien las mejores posadas y, lógicamente, en cada una de ellas esperarían tener las mejores habitaciones.
En el caso de que esas habitaciones ya estuvieran reservadas, los posaderos tendrían que tomar medidas para colocar en otra parte a esos clientes. La viuda le comentó a Grace que en casos como este le gustaba enviar a alguien por delante, porque era de buena educación avisar a los posaderos con bastante antelación para que pudieran encontrar alojamiento para sus otros clientes.
Grace pensó que sería más educado no exigir que les quitaran las habitaciones a personas cuyo único delito era haber reservado habitaciones antes que la duquesa, pero lo único que pudo hacer fue sonreírle compasiva al pobre secretario. La viuda no iba a cambiar su manera de ser y, además, ya estaba lanzada en la siguiente serie de instrucciones, las pertinentes a la limpieza, la comida y las dimensiones preferidas de las toallas de mano.
Esos días los pasó yendo de un lado a otro por el castillo, sumida en los preparativos del viaje y llevando mensajes, puesto que los otros tres residentes parecían resueltos a evitarse mutuamente.
La viuda estaba hosca y maleducada como siempre, pero bajo su mal humor ella comenzaba a notar una especie de atolondramiento que encontraba desconcertante. La viuda estaba «entusiasmada» por el inminente viaje, y eso era como para inquietar a la más experimentada de las damas de compañía, porque jamás se entusiasmaba por nada. Complacida, sí; satisfecha, con frecuencia (aunque insatisfecha era era mucho más frecuente). Pero ¿entusiasmada? Jamás la había visto entusiasmada.
Era extraño, porque daba la impresión de que a la viuda no le caía muy bien el señor Audley, y estaba claro que no le tenía el menor respeto. Y en cuanto al señor Audley, le correspondía esos sentimientos a paladas. En ese aspecto era muy similar a Thomas. Ella tenía la impresión de que los dos hombres podrían haberse hecho muy buenos amigos si no se hubieran conocido en circunstancias tan difíciles, de tanta tensión.
Pero mientras Thomas era franco en su trato con la viuda, el señor Audley era mucho más ladino. Siempre la provocaba cuando estaba en su compañía; siempre tenía listo un comentario tan sutil que ella sólo podía adivinar su significado cuando captaba su sonrisa secreta.
Siempre había una sonrisa secreta, y siempre la dirigía a ella.
Incluso en ese momento, sólo pensándolo, se sorprendió rodeándose con los brazos, como para guardar esa sonrisa en su corazón. Cuando él le sonreía, ella sentía la sonrisa, como si fuera más que algo que sólo se ve. Y le llegaba como un beso, y su cuerpo reaccionaba en conformidad, un ligero revuelo en el estómago, rubor en las mejillas. Mantenía la expresión serena, porque eso estaba en su formación, e incluso conseguía hacer una especie de respuesta: curvar muy tenuemente las comisuras de la boca, tal vez un cambio en la manera de mirar. Sabía que él veía eso también. Lo veía todo; le gustaba hacerse el tonto, pero era la persona de ojos más perspicaces que había conocido.
Y mientras ocurría todo esto, la viuda continuaba tenaz en su resolución de quitarle el título a Thomas para dárselo al señor Audley; cuando hablaba del inminente viaje nunca decía «si» encontraban la prueba, sino «cuando» la encontraran. Ya había comenzado a pensar en cuál sería la mejor manera de anunciar el cambio al resto de la sociedad.
Y tampoco era particularmente discreta al respecto. ¿Qué fue lo que dijo sólo hacía unos días delante de Thomas? Algo así como que habría que reescribir incontables contratos para que llevaran el nombre ducal correcto; incluso se giró hacia él y le preguntó si creía que algo que él hubiera firmado mientras era el duque era legalmente vinculante.
Ella pensó que Thomas era un maestro en autodominio porque no la estranguló ahí mismo. De hecho, lo único que dijo fue: «No será problema mío si ocurre eso». Y entonces, haciendo una burlona venia en dirección a la viuda, salió de la sala.
La verdad, no sabía por qué la sorprendía tanto que la viuda no moderara sus palabras delante de Thomas; jamás le habían importado los sentimientos de nadie; pero esas eran circunstancias extraordinarias, ¿no? Seguro que incluso Augusta Cavendish era capaz de entender que era hiriente estar delante de Thomas y hablar de sus planes para humillarlo públicamente.
En cuanto a Thomas, no era él mismo. Bebía demasiado, y cuando no estaba encerrado en su despacho, vagaba por la casa como un león malhumorado. Ella intentaba evitarlo, en parte por ese malhumor, pero principalmente porque se sentía culpable de todo y desleal con él porque le caía tan bien el señor Audley.
Y luego estaba él, el señor Audley. Pasaba demasiado tiempo con él; lo sabía, pero no podía evitarlo. Y en realidad no era culpa de ella. La viuda se pasaba el día enviándola a hacer recados que la ponían en presencia de él.
¿De cuál puerto, Liverpool o Holyhead, era más lógico partir? Seguro que Jack lo sabría (la viuda seguía negándose a llamarlo señor Audley, y él no respondía si lo llamaba Cavendish).
¿Qué podían esperar del tiempo atmosférico? Busque a Jack y pregúntele su opinión.
¿Es posible obtener una tetera de té decente en Irlanda? ¿Y una vez que se hubieran marchado de Dublín? Y después, cuando volvió con las respuestas, un «Sí» y un «Por el amor de Dios» (corregido para eliminar la palabrota), volvió a enviarla a preguntarle si sabía siquiera juzgar la calidad de un té.
Era casi vergonzoso hacerle esa pregunta. Y debería haberle dado vergüenza, pero cuando le tocó hacérsela ya se echaban a reír con solo verse. Y eso ya les ocurría siempre. Él sonreía; entonces ella sonreía. Y eso le recordaba lo mucho más que se gustaba cuando tenía un motivo para sonreír.
Y en ese momento lo andaba buscando por orden de la viuda, que quería que le hiciera una evaluación completa de la ruta propuesta para viajar por Irlanda, lo cual ella encontró raro, porque había supuesto que la viuda ya tenía resuelto eso. Pero no se iba a quejar, lógicamente, cuando la tarea la sacaba de la presencia de ella para ponerla ante la del señor Audley.
– Jack -susurró para sí misma.
Era Jack. Su nombre le sentaba a la perfección, gallardo y alegremente despreocupado. John era demasiado serio y señor Audley demasiado formal. Deseaba que fuera Jack para ella, aunque no se permitía llamarlo así en voz alta, desde ese beso.
Él la embromaba por el nombre, siempre la embromaba. La instaba, camelándola, diciéndole que debía llamarlo por su nombre de pila porque, si no, él no respondería, pero ella continuaba firme en su resolución. Porque una vez que lo tuteara, temía no poder dar marcha atrás, y ya estaba muy peligrosamente cerca de entregarle el corazón para siempre.
Podría ocurrirle. Ocurriría si lo permitía. Sólo tenía que dejarse llevar. Podía cerrar los ojos e imaginarse un futuro, con él, hijos y mucha risa.
Pero no ahí, no en Belgrave, con él como duque.
Deseaba volver a tener Sillsby, no la casa, pues eso no podría ser jamás, sino la sensación, la atmósfera; el agradable calor, la huerta que cuidaba su madre, que nunca se consideró tan importante que no pudiera hacer eso. Deseaba los anocheceres en la sala de estar, «la» sala de estar, se dijo, la única. Nada que se pudiera llamar por un color, una tela o un lugar de la casa. Deseaba leer junto al hogar con su marido, comentar las cosas que la divirtieran y reírse cuando él le comentara algo similar.
Eso era lo que deseaba, y cuando tenía el valor para ser sincera consigo misma, sabía que lo deseaba con él.
Pero no solía ser sincera consigo misma. ¿De qué le serviría? Él no sabía quién era; ¿cómo podía saber qué soñar?
Se estaba protegiendo, reteniendo el corazón dentro de una armadura, hasta que tuviera una respuesta. Porque si él era el duque de Wyndham, ella era una idiota.
Con lo hermosa y elegante que era la casa Belgrave, Jack prefería con mucho pasar su tiempo al aire libre, y ahora que habían trasladado a su caballo al establo de ahí (donde sin duda estaba muy feliz con las innumerables zanahorias y el calor de su corral), había tomado la costumbre de cabalgar todas las mañanas.
Aunque eso no era muy diferente de su costumbre anterior: normalmente se encontraba montado a caballo a última hora de la mañana. La diferencia estaba en que antes cabalgaba hacia alguna parte o, de vez en cuando, iba huyendo de alguna parte. Ahora salía a cabalgar por deporte, para hacer un ejercicio saludable. Curiosa la vida de un caballero; el ejercicio físico se hacía con actividades organizadas y no con un día de honrado trabajo, como el resto de la sociedad.
O trabajo no honrado, como podía darse el caso.
Su cuarto día en Belgrave volvió a la casa (le costaba llamarlo castillo, aunque era eso; siempre lo hacía desear poner los ojos en blanco), sintiéndose vigorizado por el suave frío del aire en los campos.
Cuando subía la escalinata de la puerta principal se sorprendió mirando hacia todos lados con la esperanza de ver a Grace, aun cuando era muy improbable que estuviera fuera. Siempre tenía la esperanza de ver un atisbo de ella, estuviera donde estuviera. Sólo verla le producía un revoloteo, una especie de efervescencia en el pecho. La mitad de las veces ella ni siquiera lo veía, y eso no le importaba. Pero si la miraba mucho rato (y siempre la miraba mucho rato, pues nunca tenía un buen motivo para mirar hacia otro lado) ella siempre lo sentía. Finalmente, ella sentía su presencia, aunque él estuviera en un ángulo raro o en la sombra, y se giraba hacia él.
Entonces sentía la tentación de hacer de seductor, mirándola con provocativa intensidad, para ver si ella se derretía y formaba un charco de gimiente deseo.
Pero nunca lo hacía. Porque lo único que podía hacer, siempre que ella lo miraba, era sonreír como un bobo enamorado. Y entonces se habría sentido fastidiado consigo mismo, pero ella siempre le correspondía la sonrisa, lo que nunca dejaba de transformar el revoloteo y la efervescencia en algo aun más burbujeante y dichoso.
Empujó la puerta, entró en el vestíbulo y se detuvo. Le llevó unos segundos adaptarse a la brusca falta de viento y le vino un tiritón no deseado, como si su cuerpo quisiera sacudirse el frío. Eso también le dio el tiempo para pasear la mirada por el vestíbulo y su diligencia fue recompensada.
Ahí estaba Grace, al fondo del largo vestíbulo, sin duda de ida o de vuelta de uno de los ridículos recados de la viuda.
– ¡Señorita Eversleigh! -gritó, para hacerse oír a esa distancia.
– Señor Audley -dijo ella sonriendo y caminando hacia él.
Él se quitó la chaqueta (presumiblemente robada del ropero del duque) y se la pasó a un lacayo, maravillándose, como siempre, de que los criados se materializaran como salidos de ninguna parte, siempre en el momento exacto en que se los necesitaba.
Alguien los había enseñado bien. No habían transcurrido tantos años de su tiempo en el ejército como para no apreciar eso.
Grace llegó a su lado antes que terminara de quitarse los guantes.
– ¿Ha salido a cabalgar?
– Sí, es un día perfecto para eso.
– ¿Aun con el viento?
– Es mejor con viento.
– ¿Supongo que se ha reunido con su caballo?
– Ah, sí, Lucy y yo formamos un buen equipo.
– ¿Monta una yegua?
– Un castrado.
Ella pestañeó, con curiosidad, no con extrañeza ni sorpresa.
– ¿Le puso Lucy a su castrado?
Él se encogió de hombros con cierto estilo teatral.
– Es una de esas historias que van perdiendo detalles a medida que se cuentan.
En realidad la historia era de borrachera, tres apuestas distintas y una inclinación a contrariar de la que no sabía si se sentía orgulloso.
– Yo no soy muy buena jinete -dijo ella, no como disculpa sino simplemente como una declaración.
– ¿Por elección o circunstancias?
– Un poco por las dos cosas -repuso ella, y pareció curiosa, como si nunca se hubiera hecho esa pregunta.
– Tendrá que acompañarme alguna vez.
Ella sonrió pesarosa.
– No creo que eso entre en mis deberes para con la duquesa.
Jack lo dudaba. Continuaba desconfiando de los motivos de la viuda en cuanto a Grace; parecía lanzarla en dirección a él en todas las ocasiones posibles, como una fruta madura colgada delante de su nariz para incitarlo a no marcharse. Eso lo encontraba bastante terrible, pero no se iba a negar el placer de la compañía de Grace sólo por fastidiar a la vieja bruja.
– Bah -dijo-, todas las mejores damas de compañía salen a cabalgar con los huéspedes de la casa.
– Ah, ¿de veras? -dijo ella, muy dudosa.
– Bueno, al menos en mi imaginación.
Ella movió la cabeza sin siquiera intentar reprimir la sonrisa.
– Señor Audley…
Pero él estaba mirando aquí y allá de una manera subrepticia casi cómica.
– Creo que estamos solos -susurró.
Ella se le acercó, sintiéndose muy traviesa.
– ¿Y eso significa…?
– Que puede llamarme Jack.
Ella simuló pensarlo.
– No, creo que no.
– No se lo diré a nadie.
– Mmm… -Arrugó la nariz y añadió con la mayor naturalidad-: No.
– Una vez me llamó por mi nombre.
Ella apretó los labios, no para reprimir una sonrisa sino una carcajada.
– Eso fue un error.
– Desde luego -dijo una voz.
Grace inspiró bruscamente y se giró a mirar. Era Thomas.
– ¿De dónde diablos ha salido? -masculló el señor Audley.
De la salita de estar, pensó Grace, abatida; la puerta estaba justo detrás de ellos. Thomas solía pasar su tiempo ahí, leyendo u ocupándose de su correspondencia. Decía que le gustaba la luz de la tarde.
Pero no era la tarde; y olía a coñac.
– Simpática conversación -dijo Thomas, con voz arrastrada, burlona-. Una de muchas, supongo.
– ¿Estaba escuchando? -dijo el señor Audley, afablemente-. Qué vergonzoso.
– Excelencia -dijo Grace-, yo…
– Thomas -interrumpió él, despectivo-. ¿No lo recuerdas? Me has llamado por mi nombre muchísimo más de una vez.
Grace sintió subir calor a las mejillas. No sabía cuánto había oído él de la conversación. Al parecer, la mayor parte.
– ¿Sí? -terció el señor Audley-. En ese caso, insisto en que me llame Jack. -Miró a Thomas y se encogió de hombros-. Es justo.
Thomas no contestó nada, aunque su expresión furiosa decía muchísimo.
– La llamaré Grace -dijo entonces el señor Audley mirándola a ella.
– De ninguna manera -ladró Thomas.
El señor Audley continuó tan tranquilo como siempre.
– ¿Siempre toma él estas decisiones en su lugar?
– Esta es mi casa -replicó Thomas.
– Posiblemente no por mucho tiempo.
Grace prácticamente se abalanzó, segura de que Thomas lo iba a golpear. Pero al final este simplemente se rió.
Se rió, pero su risa sonó horrenda.
– Sólo para que lo sepa -dijo, mirando a los ojos al señor Audley-, ella no viene con la casa.
Grace lo miró horrorizada.
– ¿Y qué quiere decir con eso? -preguntó el señor Audley, con la voz tan suave, tan educada, que era imposible no captar el tono acerado que contenía.
– Creo que lo sabe.
– Thomas -dijo Grace, con el fin de desviarle la atención.
– Ah, volvemos al Thomas, ¿eh?
– Creo que usted le gusta, señorita Eversleigh -dijo el señor Audley, en tono casi alegre.
– No sea ridículo -repuso ella al instante.
Porque no era cierto. No podía ser. Si Thomas hubiera… bueno, había tenido años para hacérselo saber, aun cuando de eso no habría resultado nada.
Thomas se cruzó de brazos y dirigió una mirada al señor Audley, ese tipo de mirada que hacía escabullirse a la mayoría de los hombres en busca de un rincón.
El señor Audley se limitó a sonreír, y luego dijo:
– No querría impedirle que atienda a sus responsabilidades.
Era una manera de despacharlo, elegante en las palabras e innegablemente grosera. Grace no podía creerlo. Nadie le hablaba así a Thomas.
Pero Thomas sonrió:
– Ah, ahora son «mis» responsabilidades.
– Mientras la casa siga siendo suya.
– No es sólo una casa, Audley.
– ¿Cree que no lo sé?
Se hizo el silencio. La voz del señor Audley había sido un siseo, en voz muy baja.
Y asustada.
– Si me disculpan -dijo Thomas bruscamente, se dio media vuelta, entró en la salita de estar y cerró la puerta.
Grace se quedó mirándolo en silencio. Pasado un momento, que le pareció una eternidad, observando la puerta pintada de blanco, se volvió hacia el señor Audley.
– No debería haberlo provocado.
– ¿Que «yo» no debería haberlo provocado?
Ella hizo una espiración, tensa.
– Supongo que entiende lo difícil que es la situación en que se encuentra.
– La contraria de la mía -dijo él, en el tono más desagradable que ella le había oído-. Ah, cómo me encanta que me secuestren y me retengan en contra de mi voluntad.
– Nadie le ha puesto el cañón de una pistola en la cabeza.
– ¿Eso es lo que cree? -preguntó él, en tono burlón, mientras sus ojos le decían que no podía creer que fuera tan ingenua.
– Creo que ni siquiera lo desea -dijo ella.
¿Cómo no se le había ocurrido antes?, pensó. ¿Cómo no lo había visto?
– ¿Desear qué? -preguntó él, secamente.
– El título. No lo desea, ¿verdad?
– El título no me desea a mí -contestó él, glacialmente.
Ella sólo pudo mirarlo horrorizada cuando él giró sobre sus talones y se alejó.