CAPÍTULO 19

El camino a Butlersbridge era todo lo que Jack recordaba. Los árboles, los pájaros, los exactos matices de verde cuando el viento agitaba la hierba. Esas eran las vistas y los sonidos de su infancia. Nada había cambiado. Debería ser consolador.

No lo era.

Cuando abrió los ojos esa mañana, Grace ya no estaba en su cama, había vuelto a su habitación. Se sintió decepcionado, lógicamente. Lo había despertado su amor y su deseo de ella, y no deseaba otra cosa que volver a cogerla en sus brazos.

Pero lo entendió. La vida no era tan libre y despreocupada para las mujeres como para los hombres, ni siquiera para una mujer independiente, adinerada. Grace tenía que pensar en su reputación. Thomas y Amelia nunca dirían nada en contra de ella, pero a lord Crowland no lo conocía lo bastante bien como para imaginar qué podría hacer si la sorprendían en su cama. En cuanto a la viuda…

Bueno, no hacía falta decir que la destrozaría alegremente si se le daba la oportunidad.

Los viajeros se reunieron en el comedor de la posada a tomar el desayuno, a excepción de la viuda, para gran alivio de todos. Él sabía que no fue capaz de no reflejar el corazón en los ojos cuando vio entrar a Grace en el comedor. ¿Siempre sería así?, pensó. ¿Con sólo verla sentiría esa indescriptible, avasalladora, oleada de sentimiento?

Ni siquiera era deseo, era mucho más.

Era amor.

Amor, Amor con mayúsculas, letras bonitas, perfiladas, con florituras, rodeadas de corazones, flores y lo que fuera que los ángeles y, sí, esos molestos cupidos, desearan usar para adornar la palabra.

Amor. No podía ser ninguna otra cosa. Veía a Grace y sentía dicha, alegría. No sólo la alegría de él, sino la de todos. La de los desconocidos que estaban sentados detrás de él, los conocidos que estaban sentados enfrente. Lo veía todo, lo sentía todo.

Era asombroso, lo hacía humilde. Grace lo miraba y él era un hombre mejor.

Y ella creía que él permitiría que alguien los separara.

Eso no ocurriría. Él no permitiría que ocurriera.

No podía decir que durante el desayuno ella lo evitó; hubo entre ellos muchas miradas y sonrisas secretas; pero tuvo buen cuidado de no buscarlo y, en realidad, no había tenido ni una sola oportunidad de hablar con ella. Aunque de todos modos no habría podido hablarle, aun si ella no se hubiera mostrado tan circunspecta; tan pronto como terminó el desayuno, Amelia se cogió de su brazo y no la soltó.

Seguridad en la cantidad, concluyó. Las dos damas estaban atrapadas en el coche con la viuda y lo estarían todo el día. Él buscaría a ciegas una mano de la cual cogerse si se viera obligado a soportar lo mismo.

Los tres caballeros iban a caballo, aprovechando el buen tiempo. A la primera parada para dar de beber a los caballos, lord Crowland decidió tomar asiento en el coche, pero treinta minutos después bajó resueltamente, declarando que cabalgar era mucho menos agotador que estar con la viuda.

– ¿Y abandona a su hija a la malignidad de la viuda? -le preguntó él, amablemente.

Crowland ni siquiera intentó disculparse.

– No he dicho que me sienta orgulloso de mí mismo.

– Las Hébridas Exteriores -dijo Thomas, acercándose al trote-. Te digo, Audley, que esa es la clave para tu felicidad. Las Hébridas Exteriores.

– ¿Las Hébridas Exteriores? -repitió lord Crowland, mirando del uno al otro, pidiendo explicación.

– Están casi tan lejos como las Órcadas -dijo Thomas muy animado-. Y es mucho más divertido decir el nombre.

– ¿Tienes propiedades ahí? -preguntó Crowland.

– Todavía no -repuso Thomas, y miró a Jack-. Tal vez puedas restablecer un convento de monjas. Algo con muros muy altos, inexpugnables.

Jack descubrió que le gustaba la imagen que apareció en su mente.

– ¿Cómo has podido vivir tanto tiempo con ella? -preguntó.

– No tengo ni idea -contestó Thomas, moviendo la cabeza.

Hablaban como si el asunto ya estuviera decidido, comprendió Jack. Hablaban como si él ya hubiera sido nombrado duque. Y parecía que a Thomas no le importaba. Más bien daba la impresión de estar esperando con ilusión su inminente desposesión.

Miró hacia el coche. Grace había insistido en que no podía casarse con él si era el duque. Y él no lograba imaginarse siendo el duque sin ella. No estaba preparado para los deberes anejos al título. Asombrosamente no preparado. Pero ella sabía qué hacer, ¿no? Había vivido cinco años en Belgrave. Tenía que saber cómo se llevaba la casa. Sabía los nombres de todos los criados y, por lo que él sabía, el día de sus cumpleaños también.

Era buena, amable, cortés. Era justa por naturaleza, de criterio y juicio excelentes, y mucho más inteligente que él.

No lograba imaginarse una duquesa más perfecta.

Pero no deseaba ser el duque.

De verdad no lo deseaba.

Le había dado vueltas y vueltas en la cabeza incontables veces, enumerando todos los motivos que lo harían un muy mal duque de Wyndham, pero ¿alguna vez lo había dicho así, claramente?

No deseaba ser el duque.

Miró a Thomas, que estaba mirando al sol, haciéndose visera con una mano.

– Debe de ser pasado el mediodía -dijo lord Crowland-. ¿Paramos parar almorzar?

Jack se encogió de hombros. A él no le importaba.

– Por las damas -añadió Crowland.

Como si fueran uno, los tres giraron la cabeza a mirar el coche por encima de los hombros.

A Jack le pareció que Crowland se encogía.

– No es agradable estar ahí -dijo este en voz baja.

Jack arqueó una ceja.

– La viuda -dijo Crowland, estremeciéndose-. Amelia me rogó que la dejara cabalgar después que le diéramos de beber a los caballos.

– Habría sido muy cruel para Grace -dijo Jack.

– Eso fue lo que le dije a Amelia.

– Cuando saliste huyendo del coche -musitó Thomas, sonriendo levemente.

Crowland ladeó la cabeza.

– Jamás diría lo contrario.

– Y yo nunca te regañaría por huir.

Jack los escuchaba con poco interés. Según sus cálculos, estaban a medio camino de Butlersbridge, y le resultaba cada vez más difícil encontrar humor en las necedades.

– Hay un claro a una milla más o menos -dijo-. He parado ahí alguna vez. Es un buen lugar para hacer una merienda.

Los otros dos asintieron, manifestando su acuerdo, y cinco minutos después encontraron el lugar. Jack desmontó y al instante se dirigió al coche. Un mozo estaba ayudando a bajar a las damas, pero puesto que Grace sería la última en hacerlo, él consiguió situarse de manera que pudiera cogerle la mano cuando apareciera.

– Señor Audley -dijo ella.

Su tono fue muy cortés y formal, pero le brillaron los ojos de simpatía secreta.

– Señorita Eversleigh.

Le miró la boca; las comisuras se le movieron muy, muy levemente; deseaba sonreír. Lo vio.

Lo sintió también.

– Yo comeré en el coche -declaró la viuda, hoscamente-. Sólo los paganos comen en el suelo.

Jack se dio unos golpecitos en el pecho, sonriendo de oreja a oreja.

– Me siento orgulloso de ser pagano. -Movió la cabeza hacia Grace-. ¿Y usted?

– Muy orgullosa.

La viuda bajó a dar una vuelta por la orilla del prado, para estirar las piernas, dijo, y después desapareció en el interior del coche.

– Esto tiene que haber sido muy difícil para ella -comentó Jack, observándola.

– ¿Difícil? -preguntó Grace, apartando la vista del contenido de una cesta que había estado examinando.

– No hay nadie a quien hostigar en el coche.

– Yo creo que piensa que nos hemos agrupado en contra de ella.

– Es cierto.

Ella lo miró apenada.

– Sí, pero…

Ah, no, no iba a permitir que inventara disculpas para la viuda.

– No me digas que sientes compasión por ella.

Ella negó con la cabeza.

– No, no diría eso, pero…

– Tienes el corazón demasiado blando.

Entonces ella sonrió, tímidamente.

– Tal vez.

Cuando ya estaban extendidas las mantas, Jack maniobró hasta conseguir que los dos quedaran sentados algo separados de los demás. No le resultó muy difícil, ni se notó mucho. Amelia se había sentado al lado de su padre y Thomas se había alejado, tal vez en busca de un árbol que necesitara un poco de riego.

– ¿Este es el camino que hacías cuando ibas al colegio de Dublín? -le preguntó Grace, cogiendo un trozo de pan con queso.

– Sí.

Procuró que la voz le saliera normal, pero tal vez no lo consiguió, porque cuando la miró vio que ella lo estaba mirando con esa inquietante mirada.

– ¿Por qué no deseas ir a tu casa?

Estuvo a punto de decirle que tenía demasiado activa la imaginación, o, puesto que debería volver a ser como solía ser, decir algo ingenioso y grandioso, algo sobre la luz del sol, los pájaros canoros y la bondad humana.

Comentarios de ese tipo lo habían sacado de situaciones más delicadas que esa.

Pero en ese momento no tenía la energía ni la voluntad.

Y, en todo caso, Grace ya lo conocía mejor. Podía ser su yo frívolo y divertido y la mayor parte del tiempo ella lo amaba por eso, era de esperar, pero no cuando intentaba ocultar la verdad.

O se ocultaba de la verdad.

– Es complicado -dijo, porque al menos eso no era mentira.

Ella asintió y volvió la atención a su comida. Él esperó por si le hacía otra pregunta, pero puesto que no le hizo ninguna, cogió una manzana.

La miró; estaba cortando una tajada de pollo asado, con la mirada fija en sus utensilios. Abrió la boca para hablar y, decidiendo no decir nada, se llevó la manzana a la boca.

Pero no le hincó el diente.

– Han pasado más de cinco años -soltó.

Ella lo miró.

– ¿Desde la última vez que estuviste en casa?

Él asintió.

– Eso es mucho tiempo.

– Muchísimo.

– ¿Demasiado?

Él apretó con más fuerza la manzana.

– No.

Ella tomó varios bocados de su comida y después lo miró.

– ¿Quieres que te parta en rodajas esa manzana?

Él se la pasó, principalmente porque había olvidado que la tenía en la mano.

– Tenía un primo, ¿sabes?

Condenación, ¿de dónde le salió eso? Su intención había sido no decir nada sobre Arthur. Esos cinco años los había pasado intentando no pensar en él, haciendo lo que fuera para evitar que la cara de Arthur fuera lo último que veía antes de quedarse dormido por las noches.

– Creí oírte decir que tenías tres primos -dijo ella.

No lo estaba mirando; daba la impresión de tener toda su atención puesta en la manzana y el cuchillo con que la estaba cortando.

– Ahora sólo tengo dos.

Ella levantó la vista y lo miró, con profunda compasión en sus grandes ojos.

– Lo siento.

– Arthur murió en Francia.

Las palabras le salieron rasposas. Cayó en la cuenta de que hacía mucho tiempo que no nombraba a Arthur en voz alta. Cinco años, probablemente.

– ¿Estaba contigo? -preguntó ella, en voz baja.

Él asintió.

Ella miró las rodajas de manzana, ya bien dispuestas en un plato; parecía no saber qué hacer con ellas.

– ¿No vas a preguntarme si murió por culpa mía?

Detestó el sonido de su voz; una voz hueca, apenada, sarcástica y desesperada, y no pudo creer que hubiera dicho eso.

– Yo no estaba ahí -dijo ella.

Él la miró a la cara.

– No logro imaginarme cómo pudo haber sido culpa tuya, pero yo no estaba ahí. -Alargó la mano por encima de la comida y la puso sobre la de él-. Lo siento. ¿Estabais muy unidos?

Él asintió y desvió la cara, fingiendo que miraba hacia los árboles.

– No tanto cuando éramos niños. Pero después, cuando nos marchamos al colegio… -se apretó el puente de la nariz, pensando cómo podría explicar lo que Arthur había hecho por él-, descubrimos que teníamos mucho en común.

Ella le apretó suavemente la mano y se la soltó.

– Es difícil perder a un ser querido.

Él volvió a mirarla cuando estuvo seguro de que sus ojos continuarían secos.

– ¿Cuando perdiste a tus padres…?

– Fue horrible -repuso ella. Se le movieron las comisuras de los labios, pero no en una sonrisa; fue uno de esos movimientos reflejos, apenas un indicio de emoción, que se le escapaba sin que se diera cuenta-. No pensé que yo también debía morir -añadió en voz baja-, pero no sabía cómo viviría.

– Ojalá yo…

Se interrumpió, porque no sabía qué deseaba. ¿Haber podido estar ahí para apoyarla? ¿De qué utilidad habría sido? En ese tiempo él estaba destrozado también.

– La viuda me salvó -dijo ella, y sonrió irónica-. ¿No es curioso eso?

Él arqueó las cejas.

– Ah, vamos, la viuda no hace nada por la pura bondad de su corazón.

– No he dicho por qué lo hizo, sino simplemente que lo hizo. Me habrían obligado a casarme con mi primo si no me hubiera llevado con ella.

Él le cogió la mano y se la llevó a los labios.

– Me alegra que no tuvieras que casarte con él.

– Yo también -dijo ella sin el menor asomo de ternura-. Es horrendo.

Él se rió.

– Y yo que pensaba que te sentías contenta por haberme esperado a mí.

Ella lo miró sarcástica y retiró la mano.

– No has conocido a mi primo.

Finalmente, él cogió una rodaja de manzana y tomó un bocado.

– Tenemos sobreabundancia de parientes odiosos, tú y yo.

Ella curvó los labios, pensativa, y después giró el cuerpo para mirar lo que se podía ver del coche.

– Debo ir a acompañarla -dijo.

– No -le espetó él, firmemente.

Grace exhaló un suspiro. No quería sentir compasión por la viuda, sobre todo después de lo que le dijo esa noche. Pero la conversación con Jack le había traído recuerdos, y le recordó lo mucho que estaba en deuda con ella.

Se giró a mirarlo.

– Está muy sola.

– Se merece estar sola -dijo él, con mucha convicción, y un tanto sorprendido, como si pensara que eso estaba tan claro que no era necesario decirlo.

– Nadie se merece estar solo.

– ¿De verdad crees eso?

Ella no lo creía, pero…

– Deseo creerlo.

Él la miró dudoso.

Ella comenzó a incorporarse. Miró hacia uno y otro lado, para asegurarse de que nadie podía oírla y dijo:

– Por cierto, no deberías haberme besado la mano habiendo personas que pueden verlo.

Entonces se levantó y se alejó rápidamente, antes que él pudiera contestar.

– ¿Ya has terminado tu almuerzo? -preguntó Amelia cuando pasó cerca de ella.

Grace asintió.

– Sí, voy a ir al coche a ver si a la viuda se le ofrece algo.

Amelia la miró como si creyera que se había vuelto loca.

Grace se encogió levemente de hombros.

– Toda persona se merece una segunda oportunidad. -Caminando hacia el coche pensó en lo que acababa de decir y añadió, más para sí misma-: Eso es cierto.

El piso del coche le quedaba demasiado alto para subir sola, y no había ningún mozo a la vista, así que exclamó:

– ¡Excelencia! ¡Excelencia! -Al no oír respuesta, exclamó en voz más alta-. ¡Señora!

Apareció la airada cara de la viuda en la puerta.

– ¿Qué quiere?

Grace se dijo que no había pasado toda una vida yendo a la iglesia las mañanas de los domingos para nada.

– Deseaba preguntarle si se le ofrece algo, excelencia.

– ¿Por qué?

Buen Dios, desconfiaba de ella.

– Porque soy una buena persona -dijo, algo impaciente, y se cruzó de brazos esperando para ver la reacción.

La viuda la miró en silencio un buen rato y finalmente dijo:

– Según mi experiencia, las personas buenas no necesitan anunciarse como tales.

Grace deseó preguntarle qué tipo de experiencias tenía con personas buenas, puesto que según la experiencia de ella, la mayoría de las personas buenas huían de su presencia.

Pero eso le pareció muy mordaz.

Hizo una lenta respiración. No tenía por qué hacerlo; no tenía por qué asistir a la viuda de ninguna manera. Ya era una mujer independiente y no necesitaba preocuparse de su seguridad.

Pero, como había dicho, era una persona buena, y estaba resuelta a seguir siéndolo, por muy mejoradas que estuvieran sus circunstancias. Había atendido a la viuda durante cinco años porque tenía que hacerlo, no porque lo deseara. Y ahora…

Bueno, seguía sin desearlo, pero lo haría. Fueran cuales fueren los motivos de la viuda hacía cinco años, la había salvado de toda una vida de infelicidad. Por eso, podía pasar una hora atendiéndola. Pero más que eso, podía «decidir» pasar una hora atendiéndola.

Increíble la diferencia entre lo uno y lo otro.

– ¿Señora? -dijo.

Y nada más. Con eso bastaba; lo demás dependía de la viuda.

– Ah, muy bien -dijo esta, irritada-. Si le parece que debe.

Con la cara absolutamente serena, Grace aceptó la mano que le ofreció lord Crowland (que oyó la última parte de la conversación y le dijo que estaba loca), subió al coche y ocupó el asiento prescrito, de espaldas al cochero, lo más lejos posible de la viuda, y juntó las manos en la falda. No sabía cuánto tiempo estaría ahí; al parecer, los demás no se decidían a poner fin al almuerzo.

La viuda estaba mirando por la ventanilla; ella se miraba las manos. De tanto en tanto, levantaba la vista y, cada vez, la viuda casi le daba la espalda, su postura rígida, los labios bien apretados.

Entonces, tal vez la quinta vez que miró, se encontró con que la la estaba mirando.

– Me decepciona -dijo, en voz baja, no exactamente un siseo pero muy parecido.

Grace guardó silencio. No cambió de postura, simplemente retuvo el aliento; no sabía qué decir, aparte de que no se iba a disculpar. No iba a pedir disculpas por haber alargado la mano para coger su felicidad.

– No debería marcharse.

– Para seguir siendo una criada, señora.

– No debería marcharse -repitió la viuda, pero esta vez dio la impresión de que se le estremecía algo dentro; no el cuerpo, tampoco la voz.

El corazón, comprendió Grace, sorprendida; a la viuda se le estremeció el corazón.

– Él no es lo que yo esperaba -añadió la viuda.

Grace pestañeó, tratando de entender.

– ¿El señor Audley?

– Cavendish -enmendó la viuda, rotundamente.

– Usted no sabía que existía -dijo Grace, con la mayor amabilidad posible-. ¿Cómo podría haber esperado algo?

Sin contestar la pregunta, la viuda preguntó a su vez:

– ¿Sabe por qué la llevé a mi casa?

– No -contestó Grace, dulcemente.

La viuda apretó los labios y pasado un momento dijo:

– No era correcto. Una persona no debería estar sola en este mundo.

– No -repitió Grace. Y creía eso con todo su corazón.

– Fue por las dos. Cogí algo terrible y lo transformé en bueno. Por las dos. -La miró con los ojos entrecerrados, perforándole los ojos-. No debería marcharse.

Entonces, santo cielo, sin poderlo creer, Grace se oyó decir:

– Iré a visitarla, si lo desea.

La viuda tragó saliva y dijo, mirando recto al frente:

– Eso sería aceptable.

Grace se salvó de contestar algo por la llegada de Amelia, que las informó que partirían enseguida. Y dicho y hecho, apenas tuvo tiempo para acomodarse en el asiento cuando crujieron las ruedas y el coche se puso en marcha.

Nadie dijo nada.

Era mejor así.


Varias horas después Grace abrió los ojos.

Amelia la estaba mirando.

– Te quedaste dormida -dijo, y se llevó un dedo a los labios haciendo un gesto hacia la viuda, que también se había quedado dormida.

Grace se tapó la boca para ocultar un bostezo y preguntó:

– ¿Sabes cuánto tiempo nos falta para llegar ahí?

Amelia se encogió de hombros.

– No lo sé. ¿Tal vez una hora? ¿Dos horas?

Exhaló un suspiro y se reclinó en el respaldo. Se veía cansada, pensó Grace. Todos estaban cansados.

Y asustada.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó, sin detenerse a pensarlo dos veces.

Amelia no abrió los ojos.

– No lo sé.

Eso no tenía mucho de respuesta, pero claro, la pregunta no había sido justa.

– ¿Sabes cuál es la parte más divertida? -dijo Amelia de pronto.

Grace negó con la cabeza, y al recordar que Amelia estaba con los ojos cerrados, contestó:

– No.

– Vivo diciéndome «Esto no es justo. No deberían pasarme de uno a otro como si yo fuera un bien traspasable». Y entonces pienso «¿Qué cambiaría?». Me entregaron a Wyndham hace muchos años. Nunca me he quejado.

– Sólo eras un bebé.

Amelia continuó con los ojos cerrados y cuando habló su voz sonó recriminatoria:

– He tenido muchos años para presentar una queja.

– Amelia…

– Nadie tiene la culpa aparte de mí.

– Eso no es cierto.

Amelia abrió los ojos. Uno al menos.

– Lo dices pero no lo piensas.

– No. Podría -reconoció, porque era cierto-, pero ocurre que digo la verdad. No es culpa tuya. En realidad no es culpa de nadie. -Hizo una inspiración y dejó salir el aire-. Ojalá lo fuera, así sería mucho más fácil.

– ¿Tener a alguien a quien echarle la culpa?

– Sí.

– No quiero casarme con él -susurró Amelia entonces.

– ¿Con Thomas?

Amelia había sido novia de Thomas durante mucho tiempo, y no parecía que hubiera mucho afecto entre ellos.

Amelia la miró con curiosidad.

– No, con el señor Audley.

– ¿No?

– Pareces muy sorprendida.

– No, claro que no -se apresuró a decir Grace. ¿Qué podía decir, que estaba tan perdidamente enamorada de él que no lograba imaginarse que otra no lo deseara?-. Sólo que es muy guapo -improvisó.

Amelia se encogió levemente de hombros.

– Supongo.

¿Lo «suponía»? ¿No lo había visto «sonreír»?

– ¿No encuentras que es «demasiado» encantador? -preguntó Amelia entonces.

– No.

Inmediatamente se miró las manos, porque la voz no le salió en el tono que quería. Y claro, Amelia debió notarlo también, porque su siguiente pregunta fue:

– Grace Eversleigh, ¿te gusta el señor Audley?

Grace balbuceó, tartamudeó y finalmente logró graznar:

– Eeh… yo…

– Te gusta -interrumpió Amelia.

– Eso no tiene importancia -dijo Grace.

¿Qué otra cosa iba a decir? A Amelia, que igual estaba o no estaba comprometida en matrimonio con él.

– Pues sí que tiene importancia. ¿Tú le gustas?

Grace deseó derretirse y esfumarse dentro del asiento.

– No, no contestes -dijo Amelia, al parecer muy divertida-. En tu cara veo que le gustas. Bueno, ahora lo tengo claro. No me casaré con él.

Grace tragó saliva, tenía un mal sabor en la garganta.

– No debes rechazarlo por mí.

– ¿Qué has dicho?

– No puedo casarme con él si es el duque.

– ¿Por qué no?

Grace intentó sonreír, porque realmente Amelia era un encanto al no dar importancia a las diferencias entre ellas, pero no lo consiguió del todo.

– Si él es el duque tendrá que casarse con una mujer apropiada. De tu rango.

– Vamos, no seas tonta -bufó Amelia-. No es que te hayas criado en un orfanato.

– Ya habrá suficiente escándalo. No debe agravarlo con un matrimonio fuera de lugar.

– Con una actriz sería fuera de lugar. Tú simplemente vales una semana de chismes.

Sería más de una semana, pensó Grace, pero no tenía sentido discutir más.

– No sé qué piensa el señor Audley -dijo Amelia-, ni conozco sus intenciones, pero si está dispuesto a desafiarlo todo por amor, tu deberías estarlo también.

Grace la miró sin decir nada, sorprendida. ¿Cómo era que de repente Amelia era tan sabia? ¿Cuándo ocurrió? ¿En que momento dejó de ser la hermana pequeña de Elizabeth y se convirtió en… ella misma?

Amelia le cogió la mano y se la apretó.

– Sé una mujer valiente, Grace.

Entonces sonrió, musitó algo en voz muy baja y se puso a mirar por la ventanilla.

Grace continuó mirando al frente, pensando… pensando… ¿tenía razón Amelia? ¿O sólo era que sencillamente nunca había pasado apuros? Es fácil hablar de ser valiente cuando uno nunca se ha encontrado cara a cara con la desesperanza.

¿Qué ocurriría si una mujer de su posición se casara con un duque? La madre de Thomas no era aristócrata, pero cuando se casó con su padre este sólo era el tercero en la línea de sucesión al ducado, y nadie suponía que ella iba a ser la duquesa. Por lo que sabía, fue terriblemente desgraciada; incluso amargada.

Pero los padres de Thomas no se amaban; ni siquiera se caían bien, por lo que le habían contado.

Pero ella amaba a Jack.

Y él la amaba a ella.

De todos modos, todo sería mucho más sencillo si resultaba que él no era el hijo legítimo de John Cavendish.

Entonces, imprevisiblemente, Amelia dijo:

– Podríamos echarle la culpa a la viuda. -Al ver la mirada desconcertada de Grace, aclaró-. Pues, como dijiste tú, sería más fácil si tuviéramos a alguien a quien echarle la culpa.

Grace miró a la viuda, que estaba sentada enfrente de Amelia. Roncaba suavemente y tenía la cabeza en un ángulo que debía ser incómodo; por extraordinario que fuera, incluso dormida tenía los labios apretados en un rictus desagradable.

– Ciertamente es más culpa de ella que de cualquier otra persona -añadió Amelia, pero mirando nerviosa hacia la viuda.

– No puedo estar en desacuerdo contigo -dijo Grace, asintiendo.

Amelia se quedó en silencio mirando hacia el espacio, y justo cuando Grace ya estaba convencida de que no diría nada más, añadió:

– Pero eso no me ha hecho sentir mejor.

– ¿Echarle la culpa a la viuda?

Amelia encorvó un poco los hombros.

– Sí. Sigue siendo horrible. Todo.

– Horroroso -convino Grace.

Amelia se giró a mirarla a los ojos.

– Puñeteramente horrible.

– ¡Amelia!

Amelia arrugó la nariz, pensativa.

– ¿Lo he dicho bien?

– No sabría decirlo.

– Ah, vamos, no me digas que nunca has pensado en algo tan impropio de una dama.

– No lo «diría».

La mirada de Amelia fue un reto claro.

– Pero lo has pensado.

A Grace se le curvaron los labios.

– Es una condenada lástima.

– Un maldito fastidio, si quieres mi opinión -contestó Amelia, tan rápido que seguro que se había reservado esa.

– Yo tengo una ventaja, ¿sabes?

– ¿Ah, sí?

– Sí. Oigo hablar al personal.

– Vamos, no me vas a convencer de que las criadas de Belgrave hablan como pescaderas.

– No, pero a veces los lacayos sí.

– ¿Delante de ti?

– No a propósito, pero ocurre.

– Muy bien -dijo Amelia, mirándola con los labios curvados y humor en los ojos-. Dime lo peor que sabes.

Grace lo pensó y pasado un momento miró hacia la viuda para asegurarse de que seguía durmiendo y luego le susurró al oído. Cuando terminó, Amelia se apartó, la miró con los ojos agrandados, pestañeó tres veces y finalmente dijo:

– No sé qué quiere decir eso.

Grace frunció el ceño.

– Creo que yo tampoco.

– Pero suena mal.

– Puñeteramente mal -dijo Grace sonriendo y dándole una palmadita en la mano.

– Una maldita lástima -suspiró Amelia.

– Nos estamos repitiendo -observó Grace.

– Lo sé -repuso Amelia, con bastante sentimiento-. Pero ¿de quién es la culpa? No de nosotras. Nos han criado demasiado resguardadas.

– Eso sí es una puñetera lástima -dijo Grace.

– Un maldito fastidio, si me lo preguntas.

– ¿De qué diablos están hablando?

Grace tragó saliva y miró disimuladamente a Amelia, que estaba mirando a la viuda, esta ya muy despierta, y con una expresión de horror similar.

– ¿Y bien?

– De nada -gorjeó Grace.

La viuda la miró con una expresión muy desagradable y luego volvió su glacial atención a Amelia.

– Y «usted», lady Amelia, ¿dónde está su buena crianza?

Entonces Amelia, ay, santo cielo, se encogió de hombros y dijo:

– Que me cuelguen si lo sé, puñetas.

Grace intentó quedarse inmóvil, pero la sorpresa le salió en un borboteo de risa, y le pareció que había arrojado saliva sobre la viuda. Y era irónico que la primera vez que la escupía fuera por casualidad.

– Es usted asquerosa -siseó la viuda-. No puedo creer que haya pensado en la posibilidad de perdonarla.

– Deje de meterse con Grace -dijo Amelia, y con sorprendente energía.

Grace la miró sorprendida.

Pero la viuda estaba furiosa.

– ¿Qué ha dicho?

– He dicho que deje de meterse con Grace.

– ¿Y quién se cree que es para darme órdenes?

Grace habría jurado que Amelia se transformó ante sus ojos; había desaparecido la chica insegura y en su lugar estaba:

– La futura duquesa de Wyndham, o al menos eso me han dicho.

A Grace se le entreabrieron los labios ante la sorpresa. Y la admiración.

– Porque, francamente -añadió Amelia, desdeñosa-, si no lo soy, ¿qué diantres hago aquí, atravesando media Irlanda?

Grace miró de Amelia a la viuda, nuevamente a Amelia y luego a la viuda, y luego…

Bueno, baste decir que fue un momento monstruosamente largo.

– No vuelvan a hablar -dijo la viuda finalmente-. No tolero el sonido de sus voces.

Y, cómo no, guardaron silencio todo el resto del viaje.

Incluso la viuda.

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