Grace Eversleigh era dama de compañía de la duquesa de Wyndham viuda desde hacía cinco años, y en ese tiempo se había percatado de varias cosas acerca de su empleadora, de las cuales la más importante era la siguiente:
Bajo el exterior severo, exigente y altivo de su excelencia no latía un corazón de oro.
Eso no significaba que el susodicho órgano fuera negro, no. A su excelencia, la duquesa de Wyndham viuda, no se la podría considerar malvada del todo. Tampoco era cruel, rencorosa y ni siquiera absolutamente mezquina. Pero Augusta Elizabeth Candida Debenham Cavendish era hija de duque, se había casado con un duque y luego dado a luz a otro. Su hermana ya era miembro de una familia real de poca importancia de un país del centro de Europa cuyo nombre Grace nunca lograba pronunciar bien, y su hermano poseía gran parte de East Anglia. Por lo que a ella se refería, el mundo era un lugar estratificado, con una jerarquía tan definida como rígida.
Los Wyndham, y en especial los que también llevaban el apellido Debenham, estaban firmemente instalados en la cumbre.
Y como tal, la duquesa viuda esperaba una cierta conducta y una especial deferencia hacia ella. Rara vez era amable, no toleraba la estupidez, y jamás hacía falsos cumplidos (algunas personas podrían decir que no hacía jamás ningún cumplido, pero Grace había sido receptora, dos veces, de un seco pero sincero «bien hecho», aunque, claro, nadie se lo creyó cuando lo contó después).
Pero la viuda la había salvado de una situación desesperada, y por eso contaría siempre con su gratitud, respeto y, más que nada, su lealtad. De todos modos, no había manera de soslayar la realidad de que la viuda no era una persona animosa ni alegre, por lo tanto, no pudo evitar sentir alivio al ver que esta se quedaba profundamente dormida en el elegante coche cuyas buenas ballestas lo hacían deslizarse sin saltos ni zarandeos por el oscuro camino cuando volvían del baile en el salón de fiestas de Lincolnshire a medianoche.
Lo había pasado maravillosamente bien esa noche, de verdad, por lo que era consciente de que no debía ser tan poco caritativa. Tan pronto como llegaron, la duquesa viuda se fue a instalar en su asiento de honor a conversar con sus amigas, y no le fue necesario atenderla. Así pues, había bailado y reído con todas sus viejas amigas, había bebido tres copas de ponche, había embromado a Thomas, lo que siempre era una buena diversión; él era el duque, y sin duda necesitaba muchísimo que lo trataran con menos servilismo. Pero, lo principal, había sonreído; había sonreído con tanta frecuencia y tan bien, que le dolían las mejillas.
Esa dicha tan pura e inesperada de la fiesta le había dejado el cuerpo vibrante de energía, y en esos momentos se sentía muy feliz sonriendo de oreja a oreja en la oscuridad, escuchando los suaves ronquidos de la viuda.
Cerró los ojos, aun cuando le parecía que no tenía sueño; el movimiento del coche tenía algo que la adormecía. Para ella el movimiento era hacia atrás, como siempre, y el rítmico clop-clop de los cascos de los caballos empezaba a adormilarla. Era extraño; sentía cansados los ojos, aunque el resto del cuerpo no. Pero tal vez no le iría mal echar una cabezada, pues tan pronto como llegaran a Belgrave tendría que ayudar a la viuda a…
¡Crac!
Enderezó la espalda y echó una mirada a su empleadora, que, milagrosamente, no se había despertado. ¿Qué fue ese ruido? ¿Alguien habría…?
¡Crac!
Entonces el coche dio un salto y se detuvo tan bruscamente que a la duquesa viuda, sentada como siempre en el asiento que miraba hacia delante, se le fue el cuerpo y casi se cayó de él.
Al instante Grace se arrodilló a su lado e instintivamente la rodeó con los brazos.
– ¿Qué diablos? -ladró la viuda, pero se quedó callada al verle la expresión.
– Disparos -susurró Grace.
La viuda frunció los labios y enseguida se quitó el collar de esmeraldas y se lo puso en las manos.
– Esconda esto -ordenó.
– ¿Yo? -exclamó Grace, casi en un chillido, pero metió la joya debajo de un cojín.
Y lo único que se le ocurrió pensar fue que le encantaría meterle sensatez de un puñetazo a la estimada Augusta Wyndham, porque si iba a ser tan tacaña que no entregaría las joyas y a causa de eso la mataban…
Se abrió bruscamente la portezuela.
– ¡La bolsa o la vida!
Grace se quedó inmóvil, todavía arrodillada al lado de la viuda; lentamente levantó la cabeza y miró, pero lo único que logró ver fue el extremo plateado del cañón de una pistola, redondo y amenazador, y apuntado a su frente.
– Señoras -dijo la voz, aunque esta vez sonó distinta, casi amable. Entonces el hombre avanzó, saliendo de la oscuridad y con un elegante gesto movió el brazo en arco, invitándolas a bajar-. El placer de vuestra compañía, si me hacéis el favor -musitó.
Grace miró hacia uno y otro lado, ejercicio inútil de los ojos, pues, evidentemente, no había manera de escapar. Se giró hacia la viuda, suponiendo que estaría farfullando de furia, y vio que se había puesto pálida como un papel. Y entonces vio que estaba temblando.
La viuda estaba temblando.
Las dos estaban temblando.
El bandolero se acercó otro poco y apoyó el hombro en el marco de la portezuela. Entonces sonrió, una sonrisa indolente, con todo el encanto de un pícaro. Cómo pudo ver todo eso si llevaba un antifaz que le cubría la mitad de la cara. Grace no lo supo, pero le quedaron muy claras tres cosas de él.
Era joven.
Era fuerte.
Y era peligrosamente letal.
– Señora -dijo a la viuda, dándole un codazo-. Creo que debemos hacer lo que dice.
– Ah, me encanta una mujer sensata -dijo él, y volvió a sonreír.
Fue una sonrisa muy breve, que sólo le levantó una comisura de la boca. Pero continuaba apuntándolas con su pistola, y su encanto no contribuyó mucho a calmarle el miedo a Grace.
Y entonces él extendió el otro brazo. ¡Extendió el brazo!, como ofreciéndolo para entrar en una fiesta; como si fuera un caballero del campo a punto de preguntar acerca del tiempo.
– ¿Me permitís que os ayude? -musitó.
Grace negó enérgicamente con la cabeza. No debía tocarlo. No sabía exactamente por qué, pero sabía en el fondo de su ser que sería un absoluto desastre si ponía la mano en la de él.
– Muy bien -dijo él, exhalando un suave suspiro-. Las damas de hoy en día son muy capaces. Me parte el corazón, en realidad. -Acercó otro poco la cabeza, casi como para confiar un secreto-. A nadie le gusta sentirse de sobra.
Grace se limitó a mirarlo.
– Las dejo mudas con mi cortesía y encanto -continuó él, retrocediendo para dejarles espacio para salir-. Ocurre siempre. De verdad, no deberían permitirme acercarme a las damas. Tengo un efecto muy molesto en vosotras.
Estaba loco, concluyó Grace; esa era la única explicación. Por encantadores que fueran sus modales, tenía que estar loco. Y sostenía una pistola.
– Aunque sin duda hay quienes dirían -musitó él, con su arma firme mientras sus palabras parecían serpentear por el aire-, que una mujer muda es la menos molesta de todas.
Thomas diría eso, pensó Grace. El duque de Wyndham no soportaba ningún tipo de cháchara. Lo llamaba Thomas porque hacía años que él había insistido en que lo llamara por su nombre de pila, para evitar el enredo que se armaba con el nombre de ella y el tratamiento que debían darle a él [1].
– Señora -susurró, tironeándole el brazo a la viuda.
Esta no dijo ni una sola palabra ni hizo ningún gesto de asentimiento, pero le cogió la mano y le permitió que la ayudara a bajar del coche.
– Ah, esto está mucho mejor -dijo el bandolero, sonriendo de oreja a oreja-. Qué buena suerte la mía al haberme encontrado con dos damas tan divinas. Y yo que pensé que me encontraría con un arisco caballero anciano.
Grace dio un paso a un lado, sin dejar de mirarle la cara. No parecía un delincuente, o, mejor dicho, no calzaba con su idea de delincuente. Su pronunciación hablaba a gritos de educación y buena crianza, y si no se había lavado sólo un rato antes, no olía mal.
– O tal vez uno de esos dandis jóvenes metidos en un chaleco dos tallas más pequeño -musitó él, frotándose pensativo el mentón con la mano libre-. Conoce el tipo, ¿verdad? -le dijo a Grace-. Cara roja, bebe demasiado, piensa muy poco.
Y ante su gran sorpresa, Grace se pilló asintiendo.
– Me lo parecía -dijo él-. Los hay a patadas.
Grace pestañeó y continuó inmóvil donde estaba, mirándole la boca. Era lo único que se le veía, pues el antifaz le cubría toda la parte superior de la cara. Pero sus labios eran tan móviles, tan perfectamente formados y expresivos que casi le parecía que le veía toda la cara. Era algo raro. Fascinante, y bastante inquietante también.
– Ah, bueno -dijo él, con el mismo engañoso suspiro de tedio que ella había oído a Thomas cuando deseaba cambiar de tema-. No me cabe duda, señoras, de que comprendéis que esto no es una visita social. -Desvió los ojos hacia Grace y esbozó una sonrisa traviesa-. No del todo.
A ella se le entreabrieron los labios.
Entonces vio que él entornaba seductoramente los párpados, que se le veían por los agujeros del antifaz.
– Me encanta combinar trabajo con placer -musitó él-. No suele ser una opción, con todos esos corpulentos caballeros que viajan por los caminos.
Ella comprendió que debía emitir una exclamación o incluso una protesta, pero la voz del bandolero era tan agradable como el buen coñac que a veces le ofrecían en Belgrave. Hablaba con una entonación algo cantarina también, lo que indicaba que había pasado su infancia muy lejos de Lincolnshire. Entonces notó que se le mecía el cuerpo, como si se le fuera hacia delante y fuera a caer ligera y suavemente en otra parte. Lejos, muy lejos de ahí.
Rápida como un rayo la mano de él le cogió el codo, afirmándola.
– No se va a desmayar, ¿verdad? -le dijo, presionándole el codo justo lo suficiente para mantenerla de pie.
Sin soltarla.
Ella negó con la cabeza.
– No -contestó en voz baja.
– Tiene mi más sincera gratitud -dijo él-. Me encantaría levantarla en brazos, pero tendría que soltar la pistola y eso no nos lo podemos permitir, ¿verdad? -Miró a la viuda y dijo riendo-. Y a usted ni se le ocurra la idea de desmayarse. Me gustaría muchísimo levantarla en brazos también, pero creo que a ninguna de las dos les gustaría que dejara a mis socios a cargo de las armas de fuego.
Sólo entonces Grace cayó en la cuenta de que había otros tres hombres. Claro que tenía que haberlos; él no podría haber orquestado eso solo. Pero los hombres habían estado muy callados, manteniéndose en la oscuridad.
Y ella no había sido capaz de desviar la mirada del jefe.
– ¿Ha resultado herido nuestro cochero? -preguntó, avergonzada por no haber pensado antes en él.
Ni él ni el lacayo que cabalgaba como escolta se veían por ningún lado.
– Nada que no pueda curar un poquito de amor y ternura -le aseguró el bandolero-. ¿Está casado?
¿De qué estaba hablando?
– Esto… creo que no -contestó.
– Envíelo a la taberna, entonces. Hay ahí una camarera bastante pechugona que… Vaya, pero ¿en qué estoy pensando? Estoy entre damas. -Se rió-. Un caldo caliente entonces, y tal vez una compresa fría. Y después de eso, un día libre para encontrar ese poquito de amor y ternura. Por cierto, el otro tío está ahí. -Movió la cabeza hacia un grupo de árboles cercano-. Absolutamente ileso, se lo aseguro, aunque tal vez podría encontrar las ataduras más apretadas de lo que preferiría.
Grace se ruborizó y se giró hacia la viuda, sorprendida de que no le estuviera dando un sermón al bandolero por esa manera de hablar tan irrespetuosa. Pero la duquesa seguía tan blanca como una sábana y miraba al ladrón como si estuviera viendo un fantasma.
– ¿Señora? -dijo, cogiéndole la mano; estaba fría y pegajosa. Y flácida, absolutamente flácida-. ¿Señora?
– ¿Cómo te llamas? -susurró la viuda.
– ¿Cómo me llamo? -repitió Grace horrorizada.
¿Habría sufrido una apoplejía? ¿Perdido la memoria?
– Cómo te llamas tú -dijo la viuda con más fuerza, y quedó claro que se dirigía al bandolero.
Él simplemente se rió.
– Me deleitan las atenciones de una dama tan encantadora, pero supongo que no creerá que voy a revelar mi nombre durante un acto que es casi sin duda un delito castigado con la horca.
– Necesito saber tu nombre -dijo la viuda.
– Y yo necesito sus objetos de valor -replicó él. Hizo un gesto hacia la mano de la viuda con un respetuoso ladeo de la cabeza-. Ese anillo, si es tan amable.
– Por favor -susurró la viuda.
Sorprendida, Grace giró la cabeza para mirarla; la viuda rara vez decía «gracias» y jamás decía «por favor».
– Necesita sentarse -dijo al bandolero.
Estaba segura de que la viuda estaba enferma; tenía una salud excelente, pero ya pasaba de los setenta años y había sufrido una conmoción.
– No necesito sentarme -dijo la viuda secamente, apartándola de un empujón.
Volviendo la atención al bandolero, se quitó el anillo y se lo pasó. Él lo cogió, lo hizo girar entre los dedos y se lo metió en el bolsillo.
Grace guardó silencio, observando, esperando que él pidiera más. Pero ante su sorpresa, la viuda habló primero.
– Tengo otro ridículo en el coche -dijo, lentamente y con una deferencia extraña y absolutamente atípica en ella-. Permíteme, por favor, ir a buscarlo.
– No sabe cuánto me gustaría complacerla -dijo él lisa y llanamente-, pero no puedo. Igual tiene dos pistolas escondidas debajo del asiento.
Grace tragó saliva, pensando en el collar de esmeraldas.
– Además -añadió él, ya en un tono casi de coqueteo-, veo que es usted el tipo de mujer más enloquecedor. -Exhaló un teatral suspiro-. Capaz. Vamos, reconózcalo. -La obsequió con una sonrisita subversiva-. Es una jinete experta, tiene excelente puntería, y es capaz de recitar las obras completas de Shakespeare del derecho y del revés.
Si acaso, la viuda palideció más aún al oír eso.
– Ay, si fuera veinte años mayor -dijo él, suspirando-, no la dejaría escapar.
– Por favor -suplicó la viuda-. Hay una cosa que debo darte.
– Bueno, eso sí es una novedad -comentó él-. La gente rara vez desea dar cosas. Eso a uno lo hace sentirse no amado.
Grace alargó la mano hacia la viuda.
– Permítame que la asista -insistió.
No estaba bien la duquesa, no podía estar bien. Jamás era humilde, jamás suplicaba ni…
– ¡Cógela! -dijo de pronto la viuda, cogiéndole el brazo y lanzándola hacia el bandolero-. Puedes retenerla de rehén, con la pistola apuntada a su cabeza si quieres. Te prometo que volveré y sin arma.
Grace se tropezó, casi inconsciente por la conmoción, y fue a chocar de espaldas contra el cuerpo del bandolero, que al instante la rodeó con un brazo. Era una especie de abrazo raro, casi protector, y comprendió que él estaba tan pasmado como ella.
Los dos observaron a la viuda, que sin esperar el consentimiento de él, se apresuró a subir al coche.
Grace intentó continuar respirando; tenía la espalda apoyada en él, y él tenía la enorme mano apoyada en su abdomen, tocándole suavemente la cadera derecha con los dedos doblados. Él tenía el cuerpo cálido, ella se sentía acalorada y, santo cielo, jamás, jamás en su vida, había estado tan cerca de un hombre.
Sentía su olor, sentía su aliento en la nuca, cálido y suave. Entonces él hizo algo de lo más increíble; acercando los labios a su oreja, musitó:
– Ella no debería haber hecho esto.
Su voz sonó… amable, casi compasiva; y severa, como si no aprobara el modo de tratarla de la viuda.
– No estoy acostumbrado a sostener así a una mujer -continuó él, en su oído-. Por lo general prefiero otro tipo de intimidad, ¿usted no?
Grace guardó silencio, temerosa de hablar, temerosa de que si intentaba hablar no le saliera la voz.
– No le voy a hacer daño -musitó él, tocándole la oreja con los labios.
Ella bajó la mirada a la pistola, que él seguía teniendo en la mano derecha. La pistola se veía peligrosa y él la tenía apoyada en el muslo de ella.
– Todos tenemos nuestra armadura -musitó él.
Cambió de posición, situándose más a un lado de ella, y de pronto le cogió el mentón con la mano libre; le pasó un dedo por los labios y entonces se inclinó y la besó.
Grace lo miró sorprendida cuando él se apartó, sonriéndole amablemente.
– Ha sido demasiado corto, una lástima -dijo. Retrocedió, le cogió la mano y le besó el dorso-. En otra ocasión tal vez -musitó.
Pero no le soltó la mano. Aun cuando la viuda salió del coche, continuó reteniéndole la mano, acariciándole suavemente la piel con el pulgar.
La estaba seduciendo; casi no era capaz de pensar, casi no podía respirar, pero eso lo sabía. Dentro de unos minutos cada uno se iría por su lado; él no habría hecho nada más que besarla y ella habría quedado cambiada para siempre.
La viuda ya estaba delante de ellos, y si le importó que el bandolero le estuviera acariciando la mano a su acompañante, no lo dijo. Simplemente alargó la suya hacia él con un pequeño objeto.
– Cógelo, por favor.
Él le soltó la mano a Grace, de mala gana, pasando una última vez los dedos por su piel. Cuando alargó la mano, ella vio que el objeto que le pasaba la viuda era un retrato en miniatura, el de su segundo hijo, muerto hacía muchísimo tiempo.
Conocía ese retrato; la duquesa lo llevaba con ella a todas partes.
– ¿Conoces a este hombre? -preguntó la duquesa en un susurro.
El bandolero miró el diminuto retrato y negó con la cabeza.
– Míralo con más atención.
Pero él volvió a negar con la cabeza, intentando devolvérselo.
– Podría valer algo -dijo uno de los hombres que lo acompañaban.
Él negó con la cabeza y miró fijamente a la viuda.
– Para mí nunca será tan valioso como lo es para usted.
– ¡No! ¡Míralo! -exclamó la viuda, sin coger el retrato-. Te lo ruego, míralo. Sus ojos, su barbilla, su boca. Son los tuyos.
Grace retuvo el aliento.
– Lo siento -dijo el bandolero amablemente-. Está equivocada.
Pero ella no se dejó disuadir.
– Tu voz es la de él -insistió-. Tu tono, tu humor son los de él. Lo sé. Lo sé tal como sé respirar. Era mi hijo. Mi hijo.
– Señora -intervino Grace, rodeándola con un brazo en gesto maternal; normalmente la viuda no habría permitido un contacto tan íntimo, pero esa noche no había nada normal en ella-. Señora, está oscuro. Él lleva máscara. No puede ser él.
– Por supuesto que no es él -ladró ella, apartándola de un violento empujón.
Avanzó hacia el bandolero y Grace casi se cayó de terror al ver que todos los hombres la apuntaron con sus pistolas.
– ¡No le hagáis daño! -gritó.
Pero su súplica era innecesaria. La viuda ya le había cogido la mano libre al bandolero y se la tenía cogida como si fuera su único medio de salvación.
– Este es mi hijo -dijo, sosteniendo el retrato en miniatura en su mano temblorosa-. Se llamaba John Cavendish y murió hace veintinueve años. Tenía el pelo castaño, ojos azules y una marca de nacimiento en el hombro. -Tragó saliva y bajó la voz a un susurro-. Le encantaba la música, y no podía comer fresas. Y era capaz… era capaz… -Se le cortó la voz, pero nadie habló; el silencio se hizo denso, todos los ojos clavados en ella, hasta que se recuperó y continuó en apenas un susurro-: Era capaz de hacer reír a cualquiera. -Entonces, haciendo un reconocimiento que Grace no se habría imaginado jamás, giró la cabeza hacia ella y añadió-: Incluso a mí.
El momento quedó suspendido en el tiempo, puro, silencioso, intenso. Nadie habló. Grace no sabía si alguien estaba respirando.
Miró al bandolero, le miró la boca, esa boca expresiva y traviesa, y comprendió que algo no andaba bien. Él tenía los labios entreabiertos y, más aún, quietos. Por primera vez le veía los labios sin movimiento, y a la plateada luz de la luna vio que había palidecido.
– Si esto significa algo para ti -continuó la viuda con tranquila resolución-, puedes encontrarme en el castillo Belgrave esperando tu visita.
Acto seguido, toda encorvada y temblorosa, como Grace no la había visto nunca, se giró, con la mano cerrada sobre la miniatura, y subió al coche.
Grace continuó inmóvil, sin saber qué hacer. Ya no se sentía en peligro, por extraño que pareciera, con tres pistolas todavía apuntadas a ella y una, la del bandolero, «su» bandolero, en su mano lacia al costado. Pero sólo le habían entregado un anillo, botín nada productivo para una banda de ladrones experimentada, así que no se sentía capaz de volver al coche sin permiso.
Se aclaró la garganta.
– ¿Señor? -dijo, sin saber cómo llamarlo.
– Mi apellido no es Cavendish -dijo él en voz baja, tan baja que sólo llegó a los oídos de ella-, pero lo fue en otro tiempo.
Grace ahogó una exclamación.
Y entonces, con un movimiento brusco y rápido, él saltó a su montura y exclamó:
– Hemos terminado aquí.
Y Grace se quedó donde estaba viéndolo alejarse.