CAPÍTULO 05

Hermosa casa -dijo Jack, cuando lo llevaban, todavía maniatado, por el magnífico vestíbulo de Belgrave. Giró la cara hacia la viuda-: ¿La decoró usted? Tiene ese toque femenino.

La señorita Eversleigh caminaba detrás de ellos, pero la oyó tragarse un borboteo de risa.

– Vamos, déjela salir, señorita Eversleigh -le dijo por encima del hombro-. Es mucho mejor para su organismo.

– Por aquí -ordenó la viuda, indicándole que la siguiera por un corredor.

– ¿Debo obedecerle, señorita Eversleigh?

Ella no contestó, lista que era. Pero estaba tan furioso que no podía ser prudente por compasión, así que llevó más lejos la insolencia:

– ¡Yuju! ¿Señorita Eversleigh? ¿Me ha oído?

– Pues claro que te ha oído -ladró la viuda, furiosa.

Él se detuvo, ladeó la cabeza y la miró.

– Creía que estaba contentísima de haberme conocido.

– Lo estoy -le espetó ella.

– Mmm. -Se giró hacia la señorita Eversleigh, que les había dado alcance mientras hablaban-. Me parece que no está contentísima, señorita Eversleigh. ¿Qué le parece a usted?

La señorita Eversleigh miró de él a su empleadora y luego nuevamente a él, y entonces dijo:

– La duquesa viuda está muy deseosa de aceptarle en su familia.

– Bien dicho, señorita Eversleigh -la elogió él-. Perspicaz y sin embargo circunspecta. -Se volvió hacia la viuda-. Espero que le pague bien.

En las mejillas de la duquesa aparecieron dos manchas rojas, tan en contraste con la blancura de su piel que él habría jurado que llevaba colorete si no hubiera visto aparecer las manchas de furia con sus propios ojos.

– Puede retirarse -dijo ella en tono de orden, sin mirar a la señorita Eversleigh.

– ¿Yo? -dijo él-. Estupendo. -Le enseñó las manos atadas-. ¿Le importaría?

– No tú, ella -dijo su abuela, y apretó las mandíbulas-. Como bien sabes.

Pero él no estaba en vena para ser complaciente, y en ese momento ni siquiera le interesaba mantener su fachada jocosa normal. Por lo tanto, la miró a los ojos, clavando los suyos verdes en los azules hielo puro de ella, y al hablar sintió un hormigueo como de algo ya visto, casi como si estuviera de vuelta en el Continente, de vuelta en la batalla, con los hombros derechos y los ojos entrecerrados, mirando al enemigo:

– Se queda.

Los tres se quedaron inmóviles, y él no desvió la mirada de los ojos de la viuda al continuar:

– Usted la metió en esto. Se quedará hasta el final.

Medio suponía que la señorita Eversleigh protestaría. Diantres, cualquier persona cuerda huiría lo más lejos posible del inminente enfrentamiento. Pero ella continuó absolutamente inmóvil, con los brazos rectos como varas a los costados, y lo único que se le movió fue la garganta al tragar saliva.

– Si me desea a mí -dijo tranquilamente-, la aceptará a ella también.

La viuda hizo una larga y fuerte inspiración por la nariz y giró la cabeza.

– Grace -ladró-, el salón carmesí. Inmediatamente.

Grace era su nombre, pensó él. Se giró a mirarla. Tenía la piel muy blanca y los ojos grandes y evaluadores.

Grace. Le gustaba. Le sentaba bien.

– ¿No quiere saber mi nombre? -le gritó a la viuda, que ya iba caminando por el corredor.

Ella se detuvo y se giró, como él sabía que haría.

– Es John -declaró, encantado al ver cómo la sangre le abandonaba la cara-. Jack para los amigos. -Miró a Grace, con seducción en sus ojos semientornados-. Y para las amigas.

Habría jurado que la sintió estremecerse, lo que le encantó.

– ¿Lo somos? -musitó.

Ella entreabrió los labios y los mantuvo así todo un segundo, hasta que logró sacar un sonido:

– ¿Somos qué?

– Amigos, por supuesto.

– Esto… yo…

– ¡¿Vas a dejar en paz a mi acompañante?! -ladró la viuda.

Él suspiró y movió la cabeza mirando a la señorita Eversleigh.

– Es terriblemente dominante, ¿no le parece?

La señorita Eversleigh se ruborizó. Francamente, era el color rosa más bonito que había visto en su vida.

– Una lástima estas ataduras -continuó-. Parece que estamos atrapados en un momento romántico, dejando de lado la ácida presencia de su empleadora, y sería mucho más fácil depositarle un beso en el dorso de la mano si pudiera levantársela con una de las mías.

Esta vez tuvo la certeza de que ella se estremeció.

– O en su boca -susurró-. Podría besarla en la boca.

A eso siguió un exquisito silencio, que fue interrumpido de un modo algo brusco por:

– ¡¿Qué diantres?!

La señorita Eversleigh retrocedió de un salto, tal vez un palmo o más, y él se giró a mirar a un hombre furiosísimo que venía caminando hacia él.

– ¿Este hombre te está molestando, Grace? -preguntó.

Ella se apresuró a negar con la cabeza.

– Noo, no, pero…

El recién llegado lo miró con unos furiosos ojos azules. Furiosos ojos azules que se parecían bastante a los de la viuda, salvo por las bolsas y las arrugas.

– ¿Quién es usted?

– ¿Quién es «usted»? -preguntó Jack a su vez, tomándole aversión instantánea.

– Soy Wyndham, y usted está en mi casa.

Jack pestañeó. Un primo. Su nueva familia iba aumentando en encanto por segundos.

– Ah, bueno, en ese caso, soy Jack Audley, antes del estimado ejército de Su Majestad, y más recientemente del polvoriento camino.

– ¿Quiénes son estos Audley? -preguntó la viuda, volviéndose-. No eres un Audley. Eso se ve en tu cara. En tu nariz, en tu barbilla y en todos los malditos rasgos, excepto en los ojos, que son del color incorrecto.

– ¿Color incorrecto? -preguntó él, simulando sentirse herido-. ¿De veras? -Miró a la señorita Eversleigh-. Siempre me han dicho que a las damas les gustan los ojos verdes. ¿Me han informado mal?

– ¡Eres un Cavendish! -rugió la viuda-. Eres un Cavendish y exijo saber por qué no se me informó de tu existencia.

– ¿Qué diablos pasa? -preguntó Wyndham.

Jack pensó que no le correspondía a él contestar, así que guardó silencio feliz.

– ¿Grace? -dijo Wyndham, mirando a la señorita Eversleigh.

Jack los observó con interés. Eran amigos, pero ¿eran «amigos»? No podía saberlo.

La señorita Eversleigh tragó saliva con visible incomodidad.

– ¿Tal vez lo hablamos mejor en privado?

– ¿Y estropearlo para los demás? -terció Jack, porque después del trato al que lo habían sometido, opinaba que nadie se merecía un momento para hablar en privado. Entonces, para conseguir la máxima irritación, añadió-: Después de lo que he pasado…

– Él es tu primo -declaró la viuda rotundamente.

– Él es el bandolero -dijo la señorita Eversleigh.

– No estoy aquí por propia voluntad -añadió Jack, enseñando las manos atadas-, se lo aseguro.

– Su abuela creyó reconocerlo anoche -explicó la señorita Eversleigh al duque.

– No creí, lo reconocí -ladró la viuda, moviendo la mano hacia él, y él tuvo que resistir el impulso de agacharse-. Simplemente míralo.

– Yo llevaba antifaz -explicó Jack al duque, porque, francamente, no quería cargar con la culpa del asunto.

Sonrió alegremente, observando con interés al duque.

El duque se puso una mano en la frente y se presionó las sienes con una fuerza como para romperse el cráneo. Y entonces, sencillamente, bajó la mano y gritó:

– ¡Cecil!

Jack estaba a punto de hacer una broma acerca de otro primo desconocido cuando apareció un lacayo patinando por el corredor, el tal Cecil, supuso.

– El retrato -le espetó Wyndham-. El de mi tío.

– ¿El que acabamos de subir a…?

– Sí. Bajadlo al salón. ¡De inmediato!

Incluso Jack agrandó los ojos ante la potente energía de su voz.

Entonces vio a la señorita Eversleigh poner la mano en el brazo del duque; y sintió como ácido en el vientre.

– Thomas -dijo ella en voz baja, sorprendiéndolo al llamarlo por su nombre de pila-, permíteme que lo explique, por favor.

– ¿Lo sabías? -preguntó Wyndham.

– Sí, pero…

– Anoche -dijo él, con voz glacial-. ¿Lo sabías anoche?

¿Anoche?

– Sí, pero, Thomas…

– Basta -le espetó él-. Al salón. Todos al salón.

Jack lo siguió, y cuando ya se había cerrado la puerta, le enseñó las manos atadas.

– ¿Cree que podría…? -preguntó, en tono amistoso, como si estuviera hablando consigo mismo.

– Por el amor de Cristo -masculló Wyndham.

Fue hasta el escritorio que estaba cerca de la pared y volvió con algo. Era un abrecartas de oro. Con un solo y violento tajo cortó las cuerdas.

Jack se miró las manos para comprobar que no estuvieran sangrando. No tenía ni un solo rasguño.

– Bien hecho -musitó.

– Thomas -estaba diciendo la señorita Eversleigh-. De verdad creo que deberías permitirme hablar contigo un momento antes de que…

– ¿Antes de qué? -ladró Wyndham, volviéndose hacia ella con una furia que en opinión de Jack era bastante indecorosa-. ¿Antes de que se me informe de que tengo un primo cuya existencia se desconocía y que podría o no podría estar buscado por la Corona?

– No por la Corona, creo -dijo Jack, mansamente-, aunque sí por unos cuantos magistrados. Y uno o dos párrocos. -Se volvió hacia la viuda-: Por lo general, robar en las carreteras no se considera la de menor riesgo de todas las ocupaciones posibles.

Nadie valoró su frivolidad, ni siquiera la pobre señorita Eversleigh, que se las había arreglado para echarse encima la furia de los dos Wyndham. Bastante inmerecidamente, en su opinión. Detestaba a los matones.

– Thomas -suplicó la señorita Eversleigh, y su tono volvió a hacer pensar a Jack qué existía entre esos dos-. Excelencia -enmendó, echando una nerviosa mirada a la viuda-, hay una cosa que necesita saber.

– Desde luego -dijo Wyndham, mordaz-, las identidades de mis verdaderos amigos y confidentes, para empezar.

La señorita Eversleigh retrocedió como si la hubiera golpeado, y en ese instante Jack decidió que hasta ahí podía aguantar.

– Le recomiendo que le hable con más respeto a la señorita Eversleigh -dijo, en tono alegre, pero con la voz firme.

El duque se volvió hacia él, mirándolo pasmado, y descendió el silencio sobre la sala.

– Con su perdón, ¿qué ha dicho?

Jack lo odió en ese momento, hasta su última mota de orgullo aristocrático.

– No está acostumbrado a que le hablen como a un hombre, ¿eh? -se mofó.

El aire pareció electrizarse. Jack comprendió que debería haber previsto lo que ocurriría. Vio que el duque tenía la cara contorsionada por la furia, y, por lo que fuera, él no fue capaz de hacerse a un lado cuando se abalanzó y lo cogió por el cuello con las dos manos, y los dos cayeron sobre la alfombra.

Maldiciendo su estupidez, intentó coger impulso cuando Wyndham le asestó el primer puñetazo en la mandíbula. Por puro instinto de supervivencia tensó el vientre, endureciéndolo, y con un movimiento rápido como un rayo, levantó el tórax empleando la cabeza como arma. Sintió el satisfactorio crujido cuando le enterró la cabeza bajo la mandíbula, y aprovechó su aturdimiento para hacerlo rodar y rodar, e invertir las posiciones.

– No… vuelvas a… golpearme… nunca más -gruñó.

Había peleado en los barrios bajos y en campos de batalla, por su país y por su vida, y jamás toleraba a los hombres que daban el primer puñetazo.

Wyndham le enterró el codo en el vientre, y él estaba a punto de devolverle el favor, enterrándole la rodilla en la ingle, cuando la señorita Eversleigh saltó a la refriega metiéndose entre los dos, sin pensar ni en el decoro ni en su seguridad.

– ¡Basta! ¡Los dos!

Jack consiguió cogerle el brazo a Wyndham justo antes que su puño golpeara la mejilla de ella. Habría sido un accidente, claro, pero entonces habría tenido que matarlo, y eso sí habría sido un delito castigado con la horca.

– Debería darles vergüenza -les regañó la señorita Eversleigh, mirando al duque.

Él simplemente arqueó una ceja y dijo:

– Tal vez podría convenirte levantarte de mi… esto…

Se miró la cintura, que era donde ella estaba sentada.

– ¡Oh! -exclamó entonces, levantándose de un salto.

Jack habría defendido su honor, aunque tenía que reconocer que él habría dicho lo mismo si ella hubiera estado sentada encima de él. Por no decir que seguía sujetándole el brazo.

– ¿Va a curar mis heridas? -le preguntó.

La miró agrandando los ojos, muy verdes y a rebosar de la expresión seductora más eficaz del mundo. Esta decía, por supuesto: «Te necesito. Te necesito, y si me quisieras yo renunciaría a todas las demás mujeres, me derretiría a tus pies y muy posiblemente me haría asquerosamente rico, y si te gustara, incluso me haría miembro de la realeza, todo en un sólo golpe de sueño».

Nunca fallaba.

Aunque, al parecer, en ese momento sí.

– No tiene ninguna herida -le espetó ella, apartándolo de un empujón. Entonces miró a Wyndham, que se había puesto de pie y estaba a su lado-. Y usted tampoco.

Jack estaba a punto de hacer un comentario sobre la amabilidad humana, cuando la viuda avanzó y golpeó en el hombro a su nieto, ese nieto de cuyo linaje estaban muy seguros.

– ¡Pide disculpas inmediatamente! -ladró-. Él es un huésped en nuestra casa.

Un huésped, pensó Jack. Eso lo conmovió.

– «Mi» casa -replicó el duque.

Jack observó a la anciana con interés; eso no se lo tomó bien.

– Es tu primo en primer grado -dijo secamente-. Cualquiera diría que dada la falta de parientes próximos en la familia, estarías deseoso de darle la bienvenida en el redil.

Ah, sí. El duque estaba sencillamente «a rebosar» de alegría.

– ¿Alguien me haría el servicio de explicarme cómo este hombre ha llegado hasta mi salón? -preguntó Wyndham, mordaz.

Jack esperó que alguien diera alguna explicación, pero en vista de que eso no ocurría, decidió dar su propia versión:

– Ella me secuestró -dijo, haciendo un gesto hacia la viuda.

Wyndham se giró lentamente hacia su abuela.

– Lo secuestraste -dijo, con voz insípida, curiosamente no incrédula.

– Por supuesto -contestó ella, adelantando altivamente el mentón-. Y lo volvería a hacer.

– Es cierto -dijo la señorita Eversleigh, y entonces lo deleitó volviéndose hacia él y diciendo-: Lo siento.

– Aceptada la disculpa, por supuesto -contestó él, cortésmente.

Pero eso no divirtió al duque. Tan enfadado parecía estar que la señorita Eversleigh sintió la necesidad de defenderse.

– ¡Lo secuestró!

Wyndham no le hizo caso.

De verdad, ese hombre comenzaba a caerle francamente mal.

– Y me obligó a participar -masculló la señorita Eversleigh.

Ella, en cambio, se estaba convirtiendo rápidamente en una de sus personas favoritas.

– Anoche lo reconocí -declaró la viuda.

Wyndham la miró incrédulo.

– ¿A oscuras?

– Y con la cara cubierta por un antifaz -contestó ella con orgullo-. Es la imagen misma de su padre. Su voz, su risa, todo de todo.

Jack no había encontrado particularmente convincente ese argumento, así que tenía curiosidad por ver la reacción del duque.

– Abuela -dijo este, en un tono que Jack tuvo que reconocer era de una paciencia extraordinaria-, comprendo que siga lamentando la muerte de tu hijo…

– Tu tío -terció ella.

– Mi tío. -Se aclaró la garganta-. Pero han pasado treinta años desde su muerte.

– Veintinueve -corrigió ella.

– Eso es muchísimo tiempo. Los recuerdos se desvanecen.

– Los míos no -repuso ella, altivamente-, y mucho menos los que tengo de John. A tu padre me ha complacido bastante olvidarlo totalmente…

– En eso estamos de acuerdo -interrumpió Wyndham, dejando a Jack con la curiosidad de saber sobre «esa» historia.

Y entonces, como si sintiera un enorme deseo de estrangular a alguien (Jack habría apostado todo su dinero por la viuda, puesto que con él ya había tenido el placer), Wyndham se giró hacia la puerta y gritó:

– ¡Cecil!

– ¡Excelencia! -contestó una voz desde el corredor.

El duque fue a abrir la puerta y Jack observó mientras dos lacayos viraban penosamente con un inmenso cuadro y entraban en el salón.

– Ponedlo en cualquier parte -ordenó el duque.

Emitiendo unos pocos gruñidos, y pasado un precario momento en que pareció que el cuadro iba a caer sobre un, al parecer, carísimo jarrón chino, los lacayos lograron encontrar un lugar desocupado y pusieron el cuadro en el suelo, vertical, y lo apoyaron suavemente contra la pared.

Jack avanzó a mirarlo. Todos avanzaron.

Y la señorita Eversleigh fue la primera en decir:

– Oh, Dios mío.


Es él, pensó Grace. Claro que no era él, porque era John Cavendish, que había muerto casi tres decenios atrás, pero, buen Dios, se veía exactamente igual al hombre que estaba a su lado.

Agrandó tanto los ojos que le dolieron, y miró del cuadro al bandolero y del bandolero al cuadro, y…

– Veo que ahora nadie está en desacuerdo conmigo -dijo la viuda, toda engreída.

Thomas se giró a mirar al señor Audley como si estuviera viendo un fantasma.

– ¿Quién es usted? -musitó.

Pero el señor Audley estaba mudo. Estaba mirando el retrato, mirándolo, mirándolo, con la cara pálida, los labios entreabiertos y todo el cuerpo flácido.

Grace retuvo el aliento. Finalmente le saldría la voz, y cuando lo hiciera, sin duda les diría lo que le dijo a ella esa noche:

«Mi apellido no es Cavendish.»

«Pero en otro tiempo lo fue.»

– Mi nombre -tartamudeó el señor Audley-, el nombre que me pusieron… -Se interrumpió, tragó saliva y continuó con la voz trémula-. Mi nombre completo es John Rollo Cavendish-Audley.

– ¿Quiénes fueron sus padres? -preguntó Thomas en un susurro.

El señor Audley, el señor Cavendish-Audley, no contestó.

– ¿Quién fue su padre? -preguntó entonces Thomas, en voz más alta, más insistente.

– ¿Quién diablos cree que fue? -ladró el señor Audley.

Grace sentía retumbar el corazón. Miró a Thomas. Estaba pálido, le temblaban las manos, y se sintió una terrible traidora. Podría habérselo dicho. Podría haberlo advertido.

Había sido una cobarde.

– Sus padres… ¿estaban casados? -preguntó Thomas.

– ¿Qué pretende insinuar? -preguntó el señor Audley.

Por un momento, Grace temió que volvieran a liarse a puñetazos. El señor Audley la hacía pensar en un animal enjaulado, al que pinchan y sacuden hasta que ya no lo puede soportar.

– Por favor -rogó, poniéndose entre ellos otra vez-. Él no sabe. -El señor Audley no podía saber lo que significaba si era en realidad legítimo; pero Thomas sí lo sabía, y estaba tan inmóvil que ella temió que se derrumbara. Lo miró, y luego miró a su abuela-. Es necesario que alguien le explique al señor Audley…

– Cavendish -ladró la viuda.

– Al señor Cavendish-Audley -se apresuró a decir, porque no sabía cómo llamarlo sin ofender a alguien ahí-. Es necesario que alguien le diga que… que…

Volvió a mirarlos, pidiendo ayuda, pidiendo orientación, pidiendo algo, porque sin duda ese no era un deber suyo. Ella era la única ahí que no tenía sangre Cavendish. ¿Por qué tenía que dar entonces todas las explicaciones?

Miró al señor Audley, tratando de no ver el retrato en su cara, y dijo:

– Su padre, el hombre del retrato, suponiendo que «sea» su padre, era… mayor que el padre de su excelencia.

Nadie dijo nada.

Grace se aclaró la garganta.

– Por lo tanto, si… si sus padres estaban legalmente casados…

– Lo estaban -dijo el señor Audley, casi ladrando.

– Sí, por supuesto. Quiero decir, no por supuesto, sino…

– Lo que quiere decir -interrumpió Thomas-, es que si de verdad es usted el hijo legítimo de John Cavendish, es usted el duque de Wyndham.

Y ahí estaba. La verdad. O, si no la verdad, la posibilidad de la verdad, y nadie, ni siquiera la viuda, supo qué decir. Los dos hombres, los dos duques, pensó Grace, sintiendo subir a la garganta un bortoteo de risa histérica, simplemente se estaban mirando, midiéndose, hasta que de pronto el señor Audley alargó la mano, al parecer hacia un sillón. La mano le temblaba tal como le temblaba a la viuda cuando intentaba afirmarse en algo, y, finalmente, la apoyó en el respaldo y apretó fuertemente los dedos. Con las piernas también temblorosas, dio la vuelta y se sentó.

– No -dijo-. No.

– Te quedarás aquí -ordenó la viuda-, hasta que este asunto se haya resuelto a mi satisfacción.

– No -dijo el señor Audley, con muchísima más convicción-. No.

– Ah, sí que te quedarás -repuso ella-. Si no, te entregaré a las autoridades como el ladrón que eres.

– Usted no haría eso -soltó Grace, y miró al señor Audley-. Ella no haría eso jamás. No lo haría si cree que usted es su nieto.

– ¡Cierre la boca! -gruñó la viuda-. No sé qué pretende hacer, señorita Eversleigh, pero no es de la familia, y está fuera de lugar en este salón.

El señor Audley se levantó, su porte imponente, orgulloso. Por primera vez Grace vio en él al militar que había sido, según dijera. Y cuando habló lo hizo en tono medido, la voz abrupta, totalmente distinta a la voz arrastrada, guasona, que ya esperaba de él.

– No vuelva a hablarle nunca más de esa manera.

Ella sintió derretirse algo en su interior. Thomas la había defendido de su abuela; en realidad, hacía mucho tiempo que era su defensor. Pero no de esa manera. Él valoraba su amistad, eso lo sabía. Pero esto… esto… era diferente. No sólo oía las palabras.

Las sentía.

Y observando al señor Audley, su mirada se posó en su boca. Y recordó… el contacto de sus labios, su beso, su aliento, y la agridulce conmoción cuando puso fin al beso, porque ella no había deseado ese beso y luego no deseaba que acabara.

Se hizo un silencio perfecto, quietud incluso, aparte de los ojos de la viuda que se fueron agrandando, agrandando. Y entonces, justo cuando cayó en la cuenta de que empezaban a temblarle las manos, la duquesa dijo, mordaz:

– Soy tu abuela.

– Eso está por determinarse -contestó el señor Audley.

A Grace se le entreabrieron los labios por la sorpresa, porque nadie podía dudar de quién era su padre, estando la prueba ahí apoyada en la pared del salón.

– ¿Qué? -exclamó Thomas-. ¿Ahora quiere decir que cree que no es el hijo de John Cavendish?

El señor Audley se encogió de hombros y en un instante desapareció de sus ojos la acerada resolución. Nuevamente era el bandolero pícaro, temerario y despreocupado, sin una pizca de responsabilidad.

– Francamente -dijo-, no sé si deseo entrar en este encantador club vuestro.

– No tienes otra opción -dijo la viuda.

– Qué amorosa -suspiró el señor Audley-. Qué considerada. De verdad, una abuela para la eternidad.

Grace se tapó la boca, pero de todos modos le salió la risa ahogada. Era muy inapropiada, en muchos sentidos, pero le fue imposible contenerla. La cara de la viuda se había tornado morada, los labios tan fruncidos que las arrugas le subían por la nariz. Ni siquiera Thomas había provocado nunca una reacción así en ella, y Dios sabía que lo había intentado.

Miró a Thomas. De todos los presentes, él era el que tenía más en juego. Se veía agotado, desconcertado, furioso, y, sorprendentemente, como si estuviera a punto de echarse a reír.

– Excelencia -dijo, vacilante.

No sabía qué quería decirle; igual no había nada que decir, pero el silencio era simplemente espantoso.

Él no le hizo caso, pero ella percibió que la había oído, porque el cuerpo se le puso más rígido aún y luego se le estremeció al soltar el aliento. Y entonces la viuda, vamos, por el amor de Dios, ¿nunca aprendería a dejar las cosas en paz?, dijo su nombre como si estuviera llamando a un perro.

– Cállate -replicó él.

Grace deseó alargar la mano hacia él. Thomas era su amigo, pero estaba, como había estado siempre, muy por encima de ella. Y ahí se encontraba ella, odiándose porque no podía dejar de pensar en el otro hombre presente, que bien podría despojar a Thomas de su propia identidad.

Así pues, no dijo ni hizo nada. Y se odió más por eso.

– Debería quedarse -dijo Thomas al señor Audley-. Vamos a necesitar… -Se aclaró la garganta, y Grace esperó con el aliento retenido-. Vamos a tener que resolver esto.

Todos esperaron la respuesta del señor Audley. Él estaba observando a Thomas, como si estuviera evaluándolo, midiéndolo.

Grace rogó que él comprendiera lo difícil que había sido para Thomas hablarle con tanta educación. Sin duda respondería de la misma manera. Deseaba terriblemente que él fuera una buena persona. La había besado. La había defendido. ¿Era demasiado desear que fuera, por debajo de todo, un caballero honorable?

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