Habían transcurrido varias horas y Grace estaba sentada en una silla en el corredor, fuera del dormitorio de la viuda. Estaba absolutamente cansada y no deseaba otra cosa que ir a meterse en su cama, aun sabiendo que, a pesar de su agotamiento, se pasaría el resto de la noche dándose vueltas y vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño. Pero la viuda estaba tan perturbada, y la había llamado tantas veces, que finalmente renunció a la idea de ir a acostarse y llevó la silla a ese lugar. En la última hora le había llevado a la viuda (que no se movía de la cama) un fajo de cartas que había tenido guardadas en el fondo de un cajón con llave; un vaso de leche caliente; una copa de coñac; otro retrato en miniatura de su hijo John, fallecido tanto tiempo atrás; un pañuelo que sin duda tenía un valor sentimental; otra copa de coñac, para reemplazar a la primera, que se bebió mientras le ordenaba que fuera a buscar el pañuelo.
Habían pasado unos diez minutos desde la última llamada, diez minutos en que no había podido hacer nada aparte de estar sentada esperando, pensando, pensando…
En el bandolero.
En su beso.
En Thomas, el actual duque de Wyndham, al que consideraba un amigo.
En el difunto hijo mediano de la viuda, y en el hombre que al parecer era igual a él. Y en su apellido.
Hizo una larga inspiración. Su apellido. Su apellido.
Buen Dios.
Eso no se lo había dicho a la viuda. Se había quedado inmóvil en el camino, observando alejarse al bandolero a la luz de la media luna. Y, finalmente, cuando le pareció que le funcionarían las piernas, comenzó a actuar para volver a la casa. Tuvo que ir a desatar al lacayo, luego atender al cochero, y en cuanto a la viuda, estaba tan trastornada que ni siquiera emitió un susurro de protesta cuando colocó al cochero herido dentro del coche con ella.
Hecho todo eso subió al pescante, donde ya estaba el lacayo, y cogió las riendas para llevar el coche de vuelta a la casa. No tenía mucha experiencia en llevar las riendas, pero se las arregló.
Tuvo que arreglárselas. No había nadie más que lo hiciera. Pero eso era algo para lo que era buena.
Para arreglárselas. Para hacer las cosas.
Cuando llegaron a la casa, buscó a una persona para que atendiera al cochero y luego fue a atender a la viuda, todo ese tiempo sin parar de pensar:
¿Quién era él?
El bandolero. Había dicho que en otro tiempo su apellido era Cavendish. ¿Podría ser el nieto de la duquesa viuda? Le habían dicho que John Cavendish murió sin descendencia, pero no sería el primer noble joven que dejaba el campo sembrado de hijos ilegítimos.
Aunque él dijo que su apellido era Cavendish, o, mejor dicho, que había sido Cavendish. Lo cual significaba…
Movió la cabeza, agotada. Estaba tan cansada que no era capaz de pensar, y sin embargo parecía que lo único que podía hacer era pensar. ¿Qué significaba que el apellido del bandolero fuera Cavendish? ¿Podía un hijo ilegítimo llevar el apellido de su padre?
No tenía la menor idea. Jamás en su vida había conocido a un hijo bastardo, al menos no a uno de origen noble. Pero sabía de hombres que se habían cambiado el apellido. El hijo del párroco se había ido a vivir con unos parientes cuando era pequeño, y la última vez que vino de visita se presentó con otro apellido. Al parecer, entonces, un hijo ilegítimo podía ponerse el apellido que quisiera. Y aunque no fuera legal hacerlo, un bandolero no se iba a preocupar por esos tecnicismos, ¿no?
Se tocó la boca, intentando simular que no le gustaban los estremecimientos de excitación que pasaron por toda ella al recordar. Él la había besado. Ese había sido su primer beso, y no sabía quién era él.
Conocía su olor, conocía el calor de su piel y la aterciopelada suavidad de sus labios, pero no conocía su nombre.
No entero, al menos.
– ¡Grace! ¡Grace!
Se levantó cansinamente. Había dejado entreabierta la puerta para oírla si la llamaba, y no se había equivocado: volvía a llamarla. La viuda debía seguir muy trastornada; rara vez la llamaba por su nombre de pila; era más difícil decirlo de manera autoritaria que «señorita Eversleigh».
Entró a toda prisa en el dormitorio.
– ¿Se le ofrece algo? -preguntó, procurando que la voz no le saliera cansada ni resentida.
La viuda estaba sentada en la cama, bueno, no del todo sentada, más bien reclinada, solamente la cabeza levantada sobre las almohadas. Parecía estar tremendamente incómoda, pero la última vez que intentó acomodarla mejor casi le arrancó la cabeza.
– ¿Dónde estaba?
Le pareció que esa pregunta no necesitaba respuesta, pero de todos modos contestó:
– Aquí, al otro lado de la puerta, señora.
– Necesito que me traiga una cosa -dijo la viuda, y parecía más agitada que imperiosa.
– ¿Qué desea que le traiga, excelencia?
– Necesito el retrato de John.
Grace la miró sin comprender.
– ¡No se quede ahí detenida! -exclamó la viuda, o más bien gritó.
– Pero, señora -protestó Grace, retrocediendo de un salto-. Le he traído los tres retratos en miniatura y…
– No, no, no -exclamó la viuda, moviendo la cabeza de un lado a otro sobre las almohadas-. Necesito el retrato. El de la galería.
– El retrato -repitió Grace.
Eran las tres y media de la madrugada, y tal vez estuviera atontada por el agotamiento, pero creía que le acababan de ordenar que descolgara un retrato de cuerpo entero de una pared y lo subiera dos tramos de escalera hasta ese dormitorio.
– Sabe cuál es -dijo la viuda-. Él está de pie junto al árbol y hay destellos en sus ojos.
Grace pestañeó, tratando de asimilar eso.
– Sólo está ese, creo.
– Sí -dijo la viuda, con la voz bastante chillona por su urgencia-. Hay destellos en sus ojos.
– Quiere que lo traiga aquí.
– No tengo otro dormitorio -ladró la viuda.
– Muy bien. -Tragó saliva; buen Dios, ¿cómo se las iba a arreglar para hacer eso?-. Me llevará un poco de tiempo.
– Simplemente súbase en una silla y saque el maldito cuadro. No es necesario que…
Le vino un acceso de tos y se le dobló el cuerpo. Grace corrió hasta la cama.
– ¡Señora, señora! -exclamó, rodeándole la espalda con el brazo para enderezarla-. Por favor, señora. Debe intentar tranquilizarse. Se va a hacer daño.
La viuda tosió unas cuantas veces más, bebió un largo trago de leche caliente, después soltó una maldición y cogió la copa de coñac. La apuró de un trago.
– Le haré daño a usted -resolló, dejando la copa en la mesilla de noche, con un golpe-, si no me trae ese retrato.
Grace tragó saliva y asintió.
– Como quiera, señora.
Salió a toda prisa y cuando ya estaba fuera de la vista de la viuda se apoyó en la pared del corredor.
Qué bien había comenzado esa noche. Y ahora había que verla. Había tenido una pistola apuntada al corazón, la besó un hombre cuya próxima cita era sin duda con la horca y ahora la viuda quería que sacara un enorme retrato de cuerpo entero de la galería y se lo subiera.
A las tres y media de la madrugada.
– De ninguna manera me paga bastante -masculló en voz baja mientras iba bajando la escalera-. No existe cantidad de dinero suficiente que…
– ¿Grace?
Se detuvo en seco y con el impulso se saltó el último peldaño. Al instante unas manos grandes le cogieron los brazos para afirmarla. Levantó la vista, aunque ya sabía quién tenía que ser. Thomas Cavendish era el nieto de la duquesa viuda; también era el duque de Wyndham y por lo tanto sin duda el hombre más poderoso del distrito. Estaba en Londres casi con la misma frecuencia con que estaba en Belgrave, pero ella había llegado a conocerlo bastante bien en los cinco años que llevaba trabajando de dama de compañía de la viuda.
Eran amigos. La situación era extraña y totalmente inesperada, dada la diferencia de rango entre ellos, pero eran amigos.
– Excelencia -dijo, aun cuando hacía mucho tiempo que él le había ordenado que lo tuteara y llamara por su nombre de pila cuando estaban en la casa.
Le agradeció con un gesto de asentimiento cuando él le soltó los brazos, retrocedió y bajó las manos a los costados; ya era demasiado tarde para pensar en títulos y maneras de tratarlo.
– ¿Qué diablos haces todavía en pie? -preguntó él-. Son pasadas las dos.
– Pasadas la tres, en realidad -enmendó ella, distraída.
Y entonces pensó, santo cielo, Thomas. Se despabiló del todo. ¿Qué debía decirle? ¿Debía contarle algo de lo ocurrido? No habría manera de ocultar que las había asaltado un bandolero, pero no sabía si debía revelar que podría haber un primo de primer grado recorriendo los caminos aligerando de sus objetos valiosos a los aristócratas de la localidad.
Porque, tomando todo en cuenta, podría no ser primo. Además, no tenía ningún sentido preocuparlo innecesariamente.
– ¿Grace?
Ella movió la cabeza.
– Perdón, ¿qué has dicho?
– ¿Por qué andas vagando por los corredores?
– Tu abuela no se siente bien -dijo y, desesperada por cambiar de tema, añadió-: Llegas tarde a casa.
– Tenía asuntos que atender en Stamford -repuso él secamente.
Su amante. Si fuera cualquier otra cosa su respuesta no habría sido esa. Pero era extraño que hubiera llegado a casa. Normalmente se quedaba a pasar la noche. A pesar de ser de cuna respetable, ella era una criada en Belgrave, y como tal se enteraba de casi todos los chismes. Si el duque se quedaba fuera toda la noche, por lo general ella se enteraba.
– Tuvimos una noche… algo agitada -dijo.
Él la miró expectante.
Ella titubeó un momento y luego, bueno, no había nada que hacer aparte de decir:
– Nos asaltaron unos bandoleros.
– Buen Dios -exclamó él al instante-. ¿Estás bien? ¿Está bien mi abuela?
– No sufrimos daño ninguna de las dos, aunque nuestro cochero tiene un feo chichón en la cabeza. Me tomé la libertad de darle tres días libres para que se recupere.
– Por supuesto. -Cerró los ojos con expresión apenada, y al abrirlos dijo-: Debo pedir disculpas. Debería haber insistido en que llevarais más de un jinete de escolta.
– No seas tonto. No es culpa tuya. ¿Quién habría pensado…? -Se interrumpió, porque no tenía sentido buscar a alguien a quien culpar-. No nos hicieron daño -repitió-. Eso es lo que importa.
Él exhaló un suspiro.
– ¿Qué os robaron?
Ella tragó saliva. No podía decirle que sólo les robaron un anillo. Thomas no era ningún idiota; le extrañaría. Esbozó una tensa sonrisa, decidiendo que era mejor la vaguedad.
– No mucho. A mí, nada. Me imagino que era evidente que no soy una mujer acaudalada.
– Mi abuela debe de estar loca de furia.
– Está algo perturbada -dijo ella, evasiva.
– Llevaba su collar de esmeraldas, ¿verdad? -Movió la cabeza-. La vieja bruja le tiene un cariño ridículo a esas piedras.
– En realidad salvó las esmeraldas. Las escondió debajo del cojín del asiento.
Él pareció impresionado.
– ¿Sí?
– Yo se las escondí -enmendó ella, nada deseosa de compartir la gloria-. Me las pasó a mí antes que abrieran la puerta del coche.
Él sonrió levemente y, pasado un momento de silencio algo incómodo, dijo:
– No me has dicho por qué estás levantada tan tarde. Sin duda te mereces un descanso también.
– Esto… -No había manera de evitar decírselo; además, seguro que él notaría el inmenso espacio vacío en la galería al día siguiente-. Tu abuela me ha hecho una extraña petición.
– Todas sus peticiones son extrañas -repuso él al instante.
– No, esta… bueno… -Pestañeó exasperada; ¿cómo había llegado a esto su vida?-. Supongo que no querrías ayudarme a sacar un cuadro de la galería.
– Un cuadro.
Ella asintió.
– De la galería.
Ella volvió a asentir.
– Supongo que no habrá pedido uno de esos cuadrados relativamente pequeños.
– ¿Los bodegones?
Él asintió.
– No. -Puesto que él no hacía ninguna pregunta, añadió-: Quiere el retrato de tu tío.
– ¿De cuál?
– John.
Él asintió, sonriendo levemente, aunque sin humor.
– Siempre fue su favorito.
– Pero tú no lo conociste -dijo Grace, por la forma como él dijo eso, casi como si hubiera sido testigo de ese favoritismo.
– No, claro que no. Murió antes que yo naciera. Pero mi padre hablaba de él.
Su expresión decía claramente que no deseaba hablar más de ese tema. Y a ella no se le ocurrió nada más que decir, así que continuó donde estaba, esperando que él ordenara sus pensamientos.
Y al parecer él los ordenó, porque volviendo a mirarla le preguntó:
– ¿No es de cuerpo entero ese retrato?
Ella se imaginó descolgándolo de la pared.
– Creo que sí.
Le dio la impresión de que se iba a girar en dirección a la galería, pero entonces apretó las mandíbulas y se transformó nuevamente en el imponente duque.
– No -dijo, rotundamente-. No le vas a llevar ese cuadro esta noche. Si desea el maldito retrato en su dormitorio, puede ordenarle a un lacayo que se lo lleve por la mañana.
Grace deseó sonreír ante esa actitud protectora, pero ya estaba demasiado cansada. Además de eso, tratándose de la viuda, hacía muchísimo tiempo que había aprendido a seguir el camino de la menor resistencia.
– Te aseguro que nada deseo más que irme a acostar en este mismo instante, pero es más fácil complacerla.
– De ninguna manera -dijo él imperioso.
Sin esperar respuesta, comenzó a subir la escalera. Grace se quedó un momento observándolo y luego, encogiéndose de hombros, se dirigió a la galería. No podía ser tan difícil sacar un cuadro de una pared, ¿verdad?
Sólo había dado diez pasos cuando oyó a Thomas ladrar su nombre.
Suspirando se detuvo. Debería haberlo sabido. El hombre era tan tozudo como su abuela, aunque él no agradecería esa comparación.
Desanduvo los pasos, y se apresuró cuando lo oyó llamarla otra vez.
– Estoy aquí -dijo, irritada-. Buen Dios, vas a despertar a toda la casa.
Él puso los ojos en blanco.
– No me digas que ibas a ir a la galería a sacar el cuadro tú sola.
– Si no se lo llevo, se pasará el resto de la noche tirando del cordón para llamarme y no podré dormir.
Él entrecerró los ojos.
– Obsérvame -dijo.
– ¿Que observe qué? -preguntó ella, perpleja.
– Arrancar su cordón para llamar -dijo él, continuando la subida con renovada resolución.
– Arrancar su… ¡Thomas! -Subió corriendo, pero, claro, no podía darle alcance-. ¡Thomas, no puedes!
Él se giró e incluso sonrió, lo que ella encontró bastante alarmante.
– Es mi casa -dijo-. Puedo hacer lo que quiera.
Y mientras ella asimilaba eso con su agotado cerebro, él avanzó por el corredor y entró en el dormitorio de su abuela.
– ¿Qué pretendes hacer? -lo oyó decir.
Soltando el aliento, corrió por el corredor y entró en la habitación, justo cuando él estaba diciendo:
– Santo cielo, ¿te sientes mal?
– ¿Dónde está la señorita Eversleigh? -preguntó la viuda, mirando nerviosa por toda la habitación.
– Aquí -dijo Grace, acercándose a toda prisa.
– ¿Lo tiene? ¿Dónde está el retrato? Necesito ver a mi hijo.
– Señora, es muy tarde -dijo Grace, tratando de explicárselo.
Se acercó otro poco, aunque no sabía para qué. Si la viuda comenzaba a hablar del bandolero y de su parecido con su hijo favorito, ella no podría impedírselo.
De todos modos, la proximidad le creaba al menos la ilusión de que podría impedir el desastre.
– Señora -repitió, amablemente, en voz baja, mirándola con cautela.
– Por la mañana puedes ordenarle a un lacayo que te lo traiga -dijo Thomas, en un tono algo menos imperioso-, pero no voy a permitir que la señorita Eversleigh haga ese pesado trabajo físico, y mucho menos a estas horas de la noche.
– Necesito el retrato, Thomas -dijo la viuda, y Grace casi se acercó a cogerle la mano. Su voz sonaba apenada, la voz de una anciana, y de ninguna manera parecía ella misma cuando añadió-: Por favor.
Grace miró a Thomas; él parecía inquieto.
– Mañana -dijo-. A primera hora si quieres.
– Pero…
– No. Lamento que te hayan asaltado esta noche, y por supuesto haré todo lo que sea necesario, dentro de lo razonable, para procurarte comodidad y velar por tu salud, pero esto no incluye exigencias caprichosas a horas intempestivas.
Se miraron fijamente tanto rato que Grace deseó encogerse. Entonces Thomas dijo:
– Grace, vete a acostar.
Pero no se giró para salir de la habitación.
Ella se quedó inmóvil un momento, esperando ¿qué?, no lo sabía. ¿Una contraorden de la viuda? ¿Que retumbara un trueno fuera de la ventana? Puesto que no llegó ninguna de las dos cosas, concluyó que no podía hacer nada más esa noche y salió de la habitación.
Mientras iba caminando lentamente por el corredor los oyó discutir, aunque sin ninguna palabra violenta, ninguna palabra acalorada. Los Cavendish tenían un temperamento frío, y era mucho más probable que se atacaran con un dardo de hielo que con un grito acalorado.
Hizo una larga y temblorosa espiración. Jamás se acostumbraría a esas cosas. Llevaba cinco años trabajando en Belgrave y todavía la sorprendía el resentimiento que había entre Thomas y su abuela.
Y lo peor era que ni siquiera había un motivo. Una vez se atrevió a preguntarle a Thomas a qué se debía ese desdén o aversión entre ellos; él se limitó a encogerse de hombros, diciendo que siempre había sido así. Que a ella no le caía bien su padre, que su padre lo odiaba a él y que lo habría pasado la mar de bien sin ninguno de los dos.
Eso la dejó pasmada. Había supuesto que en todas las familias había cariño mutuo. En la suya lo había habido. Su madre, su padre…
Cerró los ojos para contener las lágrimas. Se estaba volviendo sensiblera. O tal vez se debía a que estaba cansada. Ya no lloraba por ellos. Los echaba de menos, siempre los echaría de menos, pero el enorme agujero que dejó en ella la muerte de los dos ya había sanado.
Y ahora… bueno, había encontrado un nuevo lugar en el mundo. No era un lugar que hubiera esperado y no era el que sus padres deseaban para ella, pero llegó con comida y ropa y con la oportunidad de ver a sus amigas de vez en cuando.
Pero a veces, por la noche, cuando estaba acostada, se le hacía difícil. Era consciente de que no debía ser desagradecida: estaba viviendo en un «castillo», por el amor de Dios. Pero no la habían criado para esa vida. No la habían criado para la servidumbre ni para esos temperamentos agriados. Su padre era un caballero del campo y su madre un miembro muy querido en su comunidad. La habían criado con cariño y risas, y a veces, cuando estaban sentados junto al hogar al anochecer, su padre suspiraba y decía que tendría que quedarse solterona porque sin duda no había ningún hombre en el condado que valiera lo suficiente para su hija.
Y ella se reía y decía:
«¿Y en el resto de Inglaterra?»
«Tampoco.»
«¿Y en Francia?»
«Santo cielo, no.»
«¿Y en las Américas?»
«¿Es que quieres matar a tu madre, niña? Se marea sólo con ver la playa.»
Y todos sabían que ella se casaría con un hombre del condado, que viviría un poco más allá o al menos a una distancia corta en coche o a caballo, y que sería feliz. Que encontraría lo que habían encontrado sus padres, porque nadie esperaba que se casara por un motivo que no fuera el amor. Tendría bebés y su casa estaría llena de risas, y sería feliz.
Ella se consideraba la chica más afortunada del mundo.
Pero la fiebre que golpeó la casa Eversleigh fue cruel y cuando llegó ella quedó huérfana. A los diecisiete años no podía continuar viviendo sola en la casa, y en realidad nadie sabía qué sería de ella mientras no se aclararan los asuntos de su padre y se leyera el testamento.
Rió amargamente mientras se quitaba el arrugado vestido, preparándose para acostarse. Las disposiciones de su padre sólo empeoraron las cosas. Estaban endeudados, no terriblemente, pero lo bastante para convertirla a ella en una carga. Al parecer, sus padres siempre habían vivido ligeramente por encima de sus recursos, tal vez con la esperanza de que su amor y felicidad les serviría para superarlo todo.
Y eso ocurría, de verdad. El amor y la felicidad los había ayudado a superar todos los obstáculos con que se encontraron los Eversleigh.
A excepción de la muerte.
Sillsby, el único hogar que había conocido, era una propiedad vinculada. Ella sabía eso, pero no sabía con qué impaciencia su primo Miles se iría a vivir ahí; tampoco sabía que él continuaba soltero. Ni que cuando la aplastó contra una pared y le enterró los labios en los suyos debía permitírselo, agradecer en realidad a ese dandi su gentil y benévolo interés por ella.
Lo que hizo fue enterrarle el codo en las costillas y la rodilla en…
Bueno, después de eso él no le tenía mucho afecto. Esa era la única parte de todo el desastre que todavía la hacía sonreír.
Furioso por el rechazo, Miles la puso de patitas en la calle. Se quedó sin nada. Sin casa, sin dinero y sin parientes (a él no lo contaba como pariente).
Ahí entró la viuda.
La noticia de su apurada situación debió viajar rápido por el distrito. La viuda se apareció como una diosa de hielo y se la llevó. Claro que ella no se hacía ninguna ilusión de que la fueran a tratar como a una mimada huésped. La viuda se presentó con toda una comitiva, miró fijamente a Miles hasta hacerlo bajar los ojos y moverse inquieto (y, francamente, ese fue el momento que más disfrutó ella) y luego le anunció a ella:
«Va a ser mi dama de compañía.»
Antes que ella tuviera la oportunidad de aceptar o declinar el ofrecimiento, la viuda se dio media vuelta y salió de la sala. Lo cual sólo confirmó lo que todos ya sabían: que ella no tenía la menor opción en el asunto.
De eso hacía cinco años. Ahora vivía en un castillo, comía buena comida y su ropa era, si no lo último en moda, sí de buena confección y bonita. (Por lo menos la viuda tenía buen gusto y no era tacaña, aunque tal vez esas fueran sus únicas virtudes).
Vivía a sólo unas millas del lugar donde se crió, y la mayoría de sus amigas seguían viviendo en el condado, las veía con cierta periodicidad, en el pueblo, en la iglesia o en las visitas de la tarde. Y si no tenía su familia, al menos no la habían obligado a formar pareja con Miles.
Pero aunque agradecía muchísimo todo lo que había hecho por ella la viuda, deseaba algo más.
O tal vez ni siquiera más, tal vez simplemente algo diferente.
Muy improbable, pensó, metiéndose en la cama. Las únicas opciones para una mujer de su cuna eran o empleo o matrimonio; para ella, la única opción era el empleo. Los hombres de Lincolnshire le tenían demasiado miedo a la viuda como para hacerle alguna insinuación a ella. Era bien sabido que Augusta Cavendish no tenía el menor deseo de formar a otra dama de compañía.
Y era más sabido aún que Grace Eversleigh no tenía ni un cuarto de penique.
Cerró los ojos, intentando recordar que las sábanas entre las que estaba acostada eran de la mejor calidad, y que la vela que acababa de apagar era de cera de abeja pura. De verdad, tenía todas las comodidades físicas.
Pero lo que deseaba era…
En realidad no importaba lo que deseaba. Ese fue su último pensamiento antes de quedarse dormida.
Y soñó con un bandolero.