CAPÍTULO 18

Tres minutos -dijo Jack tan pronto como cerró la puerta.

No se creía capaz de aguantarse más de ese tiempo, sobre todo estando ella en camisón. Era una prenda francamente horrible, de tela áspera y abotonada desde el cuello a los pies, pero de todos modos era un camisón de dormir.

Y ella era Grace.

– No se va a creer lo que ha ocurrido -dijo ella.

– Normalmente ese es un comienzo excelente, pero después de todo lo que ha ocurrido en las dos últimas semanas, estoy dispuesto a creer cualquier cosa.

Sonrió y se encogió de hombros. Dos pintas de cerveza irlandesa lo habían relajado.

Entonces ella le contó una historia de lo más sorprendente; Thomas le había regalado una casita de campo y fondos para que tuviera ingresos. Ya era una mujer independiente. Estaba libre de la viuda.

Mientras la oía hablar entusiasmada encendió la lámpara. Sintió una punzada de celos, aunque no porque pensara que ella no debía recibir regalos de otro hombre; en realidad, se había ganado lo que fuera que el duque decidiera darle. ¡Cinco años con la viuda! Buen Dios, deberían entregarle un título como penitencia por eso. Nadie había hecho más por Inglaterra.

No, sus celos eran de naturaleza más básica. Oía alegría en su voz, y cuando la luz ahuyentó la oscuridad, vio alegría en sus ojos. Y, sinceramente, encontraba muy mal que otra persona le hubiera dado eso.

Deseaba dárselo él. Deseaba iluminarle los ojos de dicha. Deseaba ser la causa de su sonrisa.

– De todos modos tengo que ir con ustedes al condado de Cavan -estaba diciendo ella-. No puedo quedarme aquí sola, y no quiero dejar sola a Amelia. Esto es terriblemente difícil para ella, ¿sabe?

Lo miró y entonces él asintió. Dicha fuera la verdad, no había pensado mucho en Amelia, por egoísta que fuera eso.

– Seguro que la situación va a ser violenta con la viuda -continuó ella-. Estaba furiosa.

– Me lo imagino.

Ella agrandó los ojos.

– Ah, no. Esto ha sido extraordinario, incluso para ella.

Él lo pensó.

– No sé si lamentar o alegrarme de habérmelo perdido.

– Tal vez fue mejor que usted no hubiera estado presente -repuso ella, haciendo un gesto de pena-. Fue bastante cruel.

Él estaba a punto de decir que le resultaba difícil imaginársela agradable cuando a ella se le alegró la cara y dijo:

– Pero ¿sabe? ¡No me importa!

Entonces se echó a reír, emitiendo el embriagador sonido de una persona que no puede creerse su buena suerte.

Sonrió por ella. Era contagiosa su felicidad. Él no tenía la menor intención de que ella viviera separada de él, y creía acertada su suposición de que Thomas no le regaló la casita de campo con la intención de que ella viviera ahí como la señora de Jack Audley, pero comprendía su dicha. Porque por primera vez, después de muchos años, Grace tenía algo propio.

– Lo siento -dijo ella, aunque sin poder disimular su sonrisa-. No debería estar aquí. No tenía la intención de esperar que usted llegara, pero estaba tan feliz, tan emocionada que deseé contárselo porque sabía que lo entendería.

Y mientras ella lo miraba con los ojos brillantes, se marcharon sus demonios, uno a uno, hasta que sólo quedó el hombre, ante la mujer a la que amaba. En esa habitación, en ese momento, no le importó estar de vuelta en Irlanda, ni tener tantos malditos motivos para salir corriendo a comprar un pasaje en el próximo barco a cualquier parte.

En esa habitación, en ese momento, ella lo era todo para él.

– Grace -dijo, acariciándole la mejilla.

Ella apretó la mejilla a su palma y en ese instante comprendió que estaba perdido. Toda la fuerza que creía tener, toda la voluntad para hacer lo correcto…

Habían desaparecido.

– Bésame -musitó.

Ella agrandó los ojos.

– Bésame.

Ella deseaba besarlo; lo veía en sus ojos, lo sentía en el aire.

Se le acercó y bajó levemente la cabeza, no tanto como para que se tocaran sus labios.

– Bésame -repitió.

Ella se puso de puntillas; sólo eso; no levantó las manos para acariciarlo, no acercó el cuerpo para apoyarlo en el de él. Simplemente se puso de puntillas y le rozó los labios con los suyos.

Y entonces retrocedió.

– ¿Jack? -susurró.

– Te…

Casi lo dijo; tenía las palabras en la punta de la lengua: «Te amo».

Pero sabía, no sabía cómo, que si lo decía en ese momento, si ponía voz a lo que seguro ella sabía en su corazón, la asustaría y se marcharía.

– Quédate conmigo -susurró.

Había renunciado a ser noble; el actual duque de Wyndham podía pasarse la vida haciendo solamente lo correcto, pero él no podía ser tan desinteresado.

Le besó la mano.

– No debo -musitó ella.

Él le besó la otra mano.

– Oh, Jack.

Él le levantó las dos manos hasta sus labios y las sostuvo ahí, aspirando su aroma.

Ella miró hacia la puerta.

– Quédate conmigo -repitió él. Le puso un dedo bajo el mentón, le levantó la cara y le dio un suave beso en los labios-. Quédate.

Le miró la cara, vio contradicciones en sus ojos; le temblaban los labios.

Entonces ella se giró, dándole la espalda.

– Si me quedo -dijo, en un tembloroso susurro, indecisa-. Si me quedo…

Él le tocó el mentón, pero no la instó a girarse para mirarlo. Esperó a que ella estuviera dispuesta y se girara por voluntad propia.

– Si me quedo… -Tragó saliva y cerró los ojos, como para reunir el valor-. ¿Puedes…? ¿Conoces algún sistema para asegurarte de que no haya un bebé?

Él no pudo hablar inmediatamente. Pasado un momento asintió, porque sí, sabía la manera de evitar engendrar un bebé. Había pasado su vida adulta asegurándose de no engendrar bebés.

Pero eso lo había hecho con mujeres a las que no amaba, mujeres a las que no tenía la menor intención de adorar y venerar el resto de su vida juntos. Pero ella era Grace, y de pronto se encendió en él la idea de engendrar un bebé con ella, brillante como un sueño mágico. Se vio formando una familia con ella, riendo, embromándose. Su infancia había sido así, bulliciosa, animada, corriendo por los campos con sus primos, yendo a pescar en riachuelos sin pescar jamás nada. Las comidas nunca eran formales; las heladas reuniones para comer en Belgrave le eran tan desconocidas como un banquete chino.

Deseaba todo eso, y lo deseaba con Grace, sólo que hasta ese momento no había comprendido cuánto lo deseaba.

– Grace -dijo, apretándole las manos-. No importa. Me casaré contigo. Deseo casarme contigo.

Ella negó con la cabeza, un movimiento rápido, brusco, casi frenético.

– No -dijo-. No puedes. No puedes si eres el duque.

– Me casaré. -Entonces lo dijo, maldita sea; algunas cosas son demasiado grandes, demasiado ciertas, para guardarlas dentro-: Te amo, te quiero. Nunca le he dicho esto a otra mujer y nunca lo diré. Te amo a ti, Grace Eversleigh, y deseo casarme contigo.

Ella cerró los ojos, con una expresión casi de sufrimiento.

– Jack, no puedes…

– Puedo y quiero.

– Jack…

– Estoy harto de que me digan lo que no puedo hacer -explotó él, y soltándole las manos se alejó con paso airado-. ¿Entiendes que no me importa? No me importa el maldito ducado y no me importa un rábano la viuda. Me importas tú, Grace, tú.

– Jack, si eres el duque deberás casarte con una mujer de alcurnia.

Él soltó una palabrota en voz baja.

– Hablas de ti como si fueras una puta del puerto.

– No -dijo ella, en tono paciente-. No. Sé exactamente qué soy. Soy una damita pobre de cuna respetable pero no distinguida. Mi padre era un caballero del campo y mi madre la hija de un caballero del campo. No tenemos ningún parentesco con aristócratas. Mi madre era prima de segundo grado de un baronet, pero eso es todo.

Él la miró como si no hubiera oído ni una sola palabra. O como si las hubiera oído pero no escuchado.

No, pensó Grace, sintiéndose fatal. Había escuchado pero no oído. Y dicho y hecho, las primeras palabras que salieron de la boca de él fueron:

– No me importa.

– Pero a todos los demás les importa. Y si eres el duque, ya habrá bastante alboroto. El escándalo será increíble.

– No me importa.

– Pues debería importarte.

Se obligó a hacer una respiración para poder continuar. Deseó cogerse la cabeza y apretársela enterrando los dedos en el cuero cabelludo. Deseó apretar las manos en puños hasta que las uñas se le enterraran en la piel. Cualquier cosa, lo que fuera que le aliviara la terrible frustración que la tironeaba desde dentro. ¿Por qué él no escuchaba? ¿Por qué no era capaz de oír que…?

– Grace…

– ¡No! -lo interrumpió, tal vez en voz más alta de lo que debía, pero tenía que decirlo-: Te va a ser necesario andar con pies de plomo si deseas ser aceptado en la sociedad. Tu esposa no tiene por qué ser Amelia, pero tiene que ser alguien como ella, con formación similar. Si no…

– ¿No me has escuchado? -interrumpió él. La cogió por los hombros y la mantuvo quieta hasta que ella levantó la vista y lo miró a los ojos-. No me importa el «si no». No necesito que me acepte la sociedad. Lo único que necesito es a ti, ya sea que viva en un castillo, en un tugurio o en cualquier cosa entre medio.

– Jack…

Era un ingenuo. Lo amaba por eso, la hacía casi llorar de dicha que él la amara tanto que se desentendiera del todo de las convenciones sociales. Pero él no sabía; no había vivido cinco años en Belgrave. No había viajado a Londres con la viuda ni visto personalmente lo que significaba ser miembro de esa familia. Ella sí. Había visto, había observado y sabía exactamente qué se esperaba del duque de Wyndham. Su duquesa no podía ser una mujer cualquiera del vecindario; no podía serlo si esperaba que lo tomaran en serio.

– Jack -repitió, buscando las palabras apropiadas-. Ojalá…

– ¿Me amas? -interrumpió él.

Ella se quedó inmóvil. La estaba mirando con una intensidad que le cortaba el aliento, le impedía moverse.

– ¿Me amas?

– No tiene nad…

– ¿Me… a… mas?

Ella cerró los ojos. No le convenía decírselo. Si se lo decía estaría perdida. No podría resistirse jamás a él, a sus palabras, a sus labios. Si le decía eso, perdería su última defensa.

– Grace -dijo él, enmarcándole la cara entre las manos; entonces se inclinó y la besó, una vez, con dolorosa ternura-. ¿Me amas?

– Sí -musitó ella-. Sí.

– Entonces eso es lo único que importa.

Ella abrió la boca para intentar una vez más devolverle la sensatez, pero él ya la estaba besando, su boca ardiente y apasionada.

– Te amo -dijo, besándole las mejillas, las cejas, las orejas-. Te amo.

– Jack -susurró ella.

Pero el cuerpo ya le había comenzado a hervir de deseo. Lo deseaba. Deseaba eso. No sabía qué traería el mañana, pero en ese momento estaba dispuesta a simular que no le importaba. Siempre que…

– Prométeme -dijo, cogiéndole la cara y apartándosela-. Prométeme, por favor, que no habrá un bebé.

Él cerró y abrió los ojos, y finalmente dijo:

– Te prometo que lo intentaré.

– ¿Que lo intentarás?

Él no le mentiría en eso. No haría caso omiso de su petición y después simularía que lo había «intentado».

– Haré lo que sé hacer. No es totalmente infalible.

Ella aflojó la presión con que le sujetaba la cara y manisfestó su aceptación acariciándole las mejillas con las yemas de los dedos.

– Gracias -musitó, acercando la cara para besarlo.

– Pero te prometo esto -dijo él entonces, levantándola en los brazos-. Tendrás nuestro bebé. Me casaré contigo. Sea quien sea, o sea cual sea mi apellido, me casaré contigo.

Pero ella ya no tenía la voluntad para discutir, pues él la estaba llevando a la cama. La depositó encima de la colcha, se apartó y rápidamente se desabotonó la camisa hasta que pudo sacársela por la cabeza.

Y al instante se metió en la cama, a su lado, medio encima de ella, besándola como si de eso dependiera su vida. «Dios mío, esto es horrible», gruñó, y ella no pudo evitar reírse cuando intentó hacer su magia con los botones. Volvió a gruñir frustrado porque estos no se soltaron, y cogió los dos lados del camisón, con la clara intención de hacerlos saltar de un tirón.

– ¡No, Jack, no lo rompas! -dijo riendo.

No sabía por qué lo encontraba tan divertido; sin duda la desfloración tenía que ser un asunto serio, puesto que cambia la vida. Pero era tanta la alegría que burbujeaba dentro de ella que le era difícil contenerla. Sobre todo al verlo esforzarse tanto en hacer una tarea tan sencilla y fracasar tan horrorosamente.

– ¿Estás segura? -preguntó él, y su cara frustrada era casi cómica-. Porque estoy muy seguro de que le haría un servicio a toda la humanidad rompiendo esto.

Ella intentó no reírse.

– Es mi único camisón.

Al parecer, él encontró interesante eso.

– ¿Quieres decir que si lo rompo tendrás que dormir desnuda durante todo nuestro viaje?

Ella se apresuró a apartarle las manos de la tela.

– No.

– Pero es muy tentador.

– Jack…

Él se sentó en los talones, mirándola con una mezcla de deseo y diversión que la hizo estremecerse.

– Muy bien -dijo-, desabotónalo tú.

Y eso era lo que intentaba hacer ella, pero en ese momento, al estar él observándola tan intensamente, con los párpados entornados de deseo, se sintió casi paralizada. ¿Como podría ser tan descarada y desvestirse delante de él? ¿Quitarse la ropa, «ella»? Había una diferencia, comprendió, entre quitarse la ropa y dejarse seducir.

Con la mano temblorosa, comenzó por el botón de más arriba; no lo veía, estaba casi debajo del mentón; pero sus dedos conocían los movimientos y casi sin pensarlo lo soltó.

Jack hizo una brusca inspiración.

– Otro.

Ella soltó el siguiente.

– Otro.

Y así fue avanzando hasta que llegó al que quedaba entre sus pechos. Entonces él alargó sus enormes manos y abrió esa parte. Aun no podía ver nada, para eso faltaba soltar más botones, pero sintió el aire fresco en la piel, sintió la suave caricia de su aliento cuando él se inclinó a depositarle un beso sobre la parte plana del pecho.

– Qué hermosa eres -musitó.

Entonces comenzó a soltarle los demás botones con dedos ágiles y no tuvo ninguna dificultad. Cogiéndole la mano le dio un suave tirón, para indicarle que se sentara. Ella se sentó y cerró los ojos cuando sintió caer el camisón.

Al no ver nada, sentía más, y la tela, que sólo era de simple algodón liso, sin ningún adorno, le produjo estremecimientos al rozarle la piel.

O tal vez sólo se debía a que sabía que él la estaba mirando.

¿Sería eso lo que sintió esa mujer? ¿La del cuadro? Tenía que haber sido una mujer experimentada cuando posó para monsieur Boucher, pero tuvo que haber habido una primera vez para ella. ¿Habría cerrado los ojos también, para poder «sentir» la mirada de un hombre sobre ella?

Sintió la mano de Jack acariciándole la cara, sintió bajar las yemas de sus dedos por el cuello hasta el hueco del hombro; ahí él detuvo la mano, aunque sólo un momento, y ella retuvo el aliento, esperando la caricia más íntima que la aguardaba.

– ¿Por qué tienes cerrados los ojos? -preguntó él.

– No lo sé.

– ¿Tienes miedo?

– No.

Esperó. Hizo una brusca inspiración; incluso pegó un salto, muy leve, cuando él deslizó la mano por la curva exterior de su pecho.

Involuntariamente se arqueó. Era curioso; jamás había pensado en eso, jamás había pensado cómo sería sentir la mano de un hombre acariciándola de esa manera, pero en ese momento, en que lo estaba experimentando, sabía exactamente qué deseaba que él hiciera.

Deseaba que ahuecara las manos en sus pechos, abarcándolos enteros en sus palmas.

Deseaba que sus manos le rozaran los pezones.

Deseaba sentir sus caricias, santo cielo, deseaba terriblemente que la acariciara y el deseo se iba extendiendo por su cuerpo. Él había bajado las manos de los pechos al abdomen y continuado hasta el lugar escondido en su entrepierna. Se sentía excitada, estremecida, ardiendo de deseo.

De deseo… ahí.

Sin duda era la sensación más extraña e irresistible; no podía desentenderse de ella, y deseaba sentirla. Deseaba estimularla, entregarse a ella, y que él le enseñara a satisfacerla.

– Jack -gimió.

Él subió las manos hasta dejarlas ahuecadas en sus pechos. Y entonces se los besó.

Abrió los ojos.

Él ya le estaba succionando un pezón, y tuvo que taparse la boca con una mano, para sofocar el grito de placer. No se había imaginado… Creía saber lo que deseaba, pero eso…

No lo sabía.

Le cogió la cabeza, como si fuera su apoyo. Era tortura, era placer, y casi era incapaz de respirar cuando él retiró la boca de ahí y la besó en los labios.

– Grace, Grace -repetía él una y otra vez, deslizando la boca por su piel.

Sentía que la besaba por todas partes y tal vez eso era lo que hacía, un instante en la boca, luego en la oreja, luego en el cuello. Y sus manos, sus manos eran fabulosas, e imparables.

Él no paraba de moverlas, no paraba de acariciarla; le acariciaba los hombros, luego las caderas, y de pronto bajó una de ellas por su pierna, arrastrando el camisón hasta que se lo quitó del todo.

Debería sentirse avergonzada. Debería sentirse violenta, pero no se sentía. Con él no, no podía, cuando él la miraba con tanto amor y adoración.

La amaba. Él se lo dijo y ella le creyó, pero en ese momento lo sentía. El calor, el cariño, la pasión. Brillaban en sus ojos. Y comprendió cómo una mujer podía encontrarse deshonrada. ¿Cómo alguien podría resistirse a eso? ¿Cómo podría resistirse a él?

Entonces él se incorporó, se bajó de la cama, con la respiración agitada, y se desabotonó rápidamente la bragueta de los pantalones, con movimientos frenéticos. Ya tenía el pecho desnudo, y lo único que ella pudo pensar fue «Qué hermoso es. ¿Como puede ser tan hermoso un hombre?» No llevaba una vida de ocio, eso estaba claro. Su cuerpo era delgado y firme, su piel estropeada aquí y allá por partes callosas y cicatrices.

– ¿Te hirieron de bala? -preguntó al verle una arrugada cicatriz en el brazo.

Él se miró al tiempo que se quitaba los pantalones.

– Un francotirador francés. -Le sonrió, con una sonrisa algo sesgada-. Tuve la suerte de que no fuera mejor en su oficio.

No debió ser tan divertido. Pero su comentario era muy… él. Práctico, comedido y… sarcástico. Le sonrió.

– Yo también estuve a punto de morir -dijo.

– ¿Sí?

– De fiebre.

– Detesto las fiebres -dijo él, haciendo un mal gesto.

Ella asintió, apretando las comisuras de los labios para no sonreír.

– Yo detestaría que me dispararan.

Él la miró, con los ojos brillantes de humor.

– No lo recomiendo.

Entonces ella se rió, por lo ridícula que era la conversación; él estaba ahí de pie desnudo, visiblemente excitado, y estaban hablando de lo desagradables que eran las heridas de bala y las fiebres.

Él subió a la cama y se inclinó sobre ella con expresión predadora.

– ¿Grace? -musitó.

Ella lo miró y casi se derritió.

– ¿Sí?

– Ahora estoy mucho mejor.

Y ya no hubo más palabras. Él la besó con tal intensidad y pasión que ella comprendió que el beso los llevaría a la compleción. Ella también sentía ese mismo deseo, esa necesidad implacable, y cuando él intentó meter la pierna por entre las suyas, las abrió para él inmediatamente, sin reservas, sin miedo.

Cuánto tiempo estuvo besándola, no lo podría saber. Le pareció un instante; le pareció una eternidad. Se sentía como si hubiera nacido para ese momento, con ese hombre. Como si de alguna manera, el día en que nació se hubiera decretado que el 28 de octubre del año del Señor de 1819, ella estaría en la habitación catorce de la posada Queen’s Arms de Dublín y se entregaría a ese hombre: John Augustus Cavendish-Audley.

No podría haber ocurrido ninguna otra cosa; eso era lo que debía ser, su destino.

Le correspondió los besos con igual pasión y desenfado, apretándole los hombros, los brazos, acariciándolo por todos los lugares a los que podía llegar. Y entonces, justo cuando creía que ya no podía más, él le deslizó la mano por la entrepierna. La caricia fue suave, pero de todos modos pensó que podría gritar por la impresión y sensación de maravilla.

– Jack -resolló, no porque deseara que parara sino porque de ninguna manera podía continuar silenciosa en medio del asalto de sensaciones que le producía esa simple caricia.

Él le acarició y atormentó ahí, mientras ella se retorcía, jadeante. Y entonces notó que él ya no la estaba acariciando por fuera sino por dentro; había introducido los dedos y la estaba explorando de una manera tan íntima que se quedó sin habla.

Sintió cómo se contraían sus músculos internos apretándose a sus dedos, pidiendo más. No sabía qué hacer, no sabía nada aparte de que lo deseaba. Lo deseaba a él y algo que sólo él podía darle.

Él cambió de posición y retiró los dedos. Separó el cuerpo del de ella y cuando lo miró vio que parecía estar combatiendo una fuerza irresistible; tenía el cuerpo encima del suyo sin tocarla, afirmándose en los antebrazos. Movió la lengua para decir su nombre y justo entonces sintió su duro miembro en la entrada de la vagina, empujando suavemente.

Se encontraron sus ojos.

– Chss -musitó él-. Espera… Te prometo…

– No tengo miedo.

Él curvó la boca en una sonrisa sesgada.

– Yo sí.

Ella deseó preguntarle qué quería decir y por qué sonreía, pero él comenzó a penetrarla, abriéndola, estirándola y entonces cayó en la cuenta de lo más extraño e increíble; él estaba dentro de ella. Encontró lo más espectacular del mundo que una persona pudiera entrar en otra así. Estaban unidos. No se le ocurría ninguna otra manera de describirlo.

– ¿Te duele? -preguntó él en un susurro.

Ella negó con la cabeza.

– Me gusta.

Al oír eso él gimió y embistió, y el repentino movimiento le produjo una oleada de sensaciones y presión por toda ella. Exclamó su nombre, le cogió los hombros y se encontró siguiendo un antiguo ritmo, moviéndose con él, como si fueran uno. Moviéndose, vibrando, tensándose, una y otra vez.

Y de pronto… se deshizo en una especie de torbellino de placer; se arqueó, apretándose a él, gimiendo, y casi gritó. Cuando finalmente bajó el cuerpo y encontró la fuerza para respirar, no lograba imaginar cómo podía seguir estando viva. Una persona no podía sentir eso y continuar viviendo para repetirlo.

Entonces, él retiró bruscamente el miembro y se giró hacia el otro lado, gruñendo y gimiendo al encontrar su propia satisfacción. Ella le acarició el hombro, sintiendo los estremecimientos de su cuerpo. Y cuando él gritó, no sólo lo oyó, lo sintió a través de su piel, en su propio cuerpo.

En su corazón.

Él estuvo un momento sin moverse, simplemente tendido ahí, y poco a poco la respiración se le fue haciendo más lenta, hasta que se normalizó. Entonces volvió a girarse y la cogió en sus brazos. Susurró su nombre y le besó la coronilla de la cabeza.

Volvió a susurrar su nombre y a besarla en la cabeza.

Y otra vez.

Y cuando finalmente ella se quedó dormida, eso fue lo que oyó en sus sueños. La voz de Jack, susurrando dulcemente su nombre.


Jack supo el momento exacto en que ella se quedó dormida. No supo qué se lo advirtió; ella ya tenía la respiración suave y tranquila, incluso suspiró, y hacía rato que tenía el cuerpo quieto.

Pero cuando se quedó dormida lo supo.

La besó una última vez, en la sien. Y cuando le miró la apacible cara, susurró:

– Me casaré contigo, Grace Eversleigh.

Fuera quien fuera él, fuera o no el duque, no le permitiría separarse de él.

Загрузка...