Jack siempre se había enorgullecido de su capacidad para ver la ironía en cualquier situación, pero ahí en el salón de Belgrave, enmienda, en «uno» de los salones de Belgrave, sin duda había docenas, no lograba ver nada aparte de la cruda y fría realidad.
Durante seis años había sido oficial del ejército de Su Majestad, y si había aprendido algo en esos años en los campos de batalla, era que la vida puede dar un giro inesperado en cualquier momento, y que eso es lo que ocurre con frecuencia. Una mala decisión, un paso mal dado, una pista no vista, y podía perder a todo un regimiento de hombres. Pero cuando volvió a Gran Bretaña, por lo que fuera, perdió de vista eso. Su vida era una serie de decisiones sin importancia y encuentros insignificantes. Era cierto que llevaba una vida de delincuencia, lo que significaba que siempre estaba brincando a pocos pasos del dogal del verdugo, pero eso no era lo mismo. De sus actos no dependía la vida de nadie; ni siquiera dependía el sustento de nadie.
No había nada grave en robar a los pasajeros de los coches. Era un simple juego, jugado por hombres con mucha educación y muy poca dirección. ¿Quién habría pensado que una de sus decisiones insignificantes, tomar el camino del norte de Lincoln y no el del sur lo iba a llevar a esta situación? Porque una cosa era segura: su despreocupada vida en los caminos había llegado a su fin. Suponía que Wyndham se sentiría más que feliz si él se marchaba sin decir una palabra, pero la viuda no sería tan complaciente. Pese a lo que dijera la señorita Eversleigh, estaba muy seguro de que la vieja bruja llegaría a extremos para mantenerlo atado; tal vez no lo entregaría a las autoridades, pero sin duda comunicaría al mundo que su nieto recién encontrado recorría los caminos asaltando coches. Y eso le haría condenadamente difícil continuar con su profesión.
Y si realmente era el duque de Wyndham…
Que Dios los amparara a todos.
Comenzaba a tener la esperanza de que su tía hubiera mentido, porque nadie lo querría en un puesto de tanta autoridad, y mucho menos él.
– Por favor, ¿alguien podría explicarme…? -Se interrumpió para hacer una honda inspiración y se presionó las sienes; se sentía como si todo un batallón hubiera pasado marchando por su frente-. ¿Podría alguien explicarme el árbol familiar?
Porque, ¿no debería alguien haber sabido que su padre era el heredero de un ducado? ¿Su tía? ¿Su madre? ¿Él?
– Tuve tres hijos -dijo la viuda, con voz enérgica-. Charles era el mayor, John el mediano y Reginald el menor. Tu padre se marchó a Irlanda justo después que Reginald se casó con -en su cara apareció una expresión de disgusto e hizo un gesto con la cabeza hacia Wyndham- su madre.
– Ella era de Londres, plebeya -dijo Wyndham, con la cara absolutamente sin expresión-. Su padre tenía fábricas. Muchas, muchas fábricas. -Arqueó levemente una ceja-. Ahora son nuestras.
La viuda estiró los labios, pero no hizo ningún comentario a esa interrupción.
– Nos comunicaron la muerte de tu padre en julio de mil setecientos noventa.
Jack asintió. A él le habían dicho lo mismo.
– Un año después de eso, mi marido y mi hijo mayor murieron de una fiebre. Yo no contraje la enfermedad. Mi hijo menor ya no vivía en Belgrave, así que él también se libró. Charles aún no se había casado, y creímos que John había muerto sin descendencia. Por lo tanto, Reginald se convirtió en el duque. -Hizo una pausa, pero aparte de eso no expresó ninguna emoción-. No se esperaba que fuera él.
Todos miraron a Wyndham. Este guardó silencio.
– Me quedaré -dijo Jack en voz baja, porque no veía ninguna otra alternativa.
Además, tal vez no le haría ningún daño enterarse de una o dos cosas acerca de su padre. Un hombre debe saber de dónde procede; eso era lo que decía siempre su tío. Comenzaba a pensar si su tío no le habría ofrecido el perdón por adelantado; por si algún día él decidía que deseaba ser Cavendish.
Claro que el tío William no había conocido a «estos» Cavendish; si los hubiera conocido podría haber revisado esa opinión.
– Muy juicioso de tu parte -dijo la viuda, juntando las manos-. Entonces, vamos a…
– Pero antes -interrumpió Jack-, debo volver a la posada a recoger mis cosas. -Paseó la mirada por el salón, casi riéndose de la opulencia-. Por pobres que sean.
– Qué tontería -exclamó la viuda-. Tus cosas se pueden reemplazar. -Por encima de la altiva nariz miró su ropa de viaje-. Con prendas de mucha mejor calidad, podría añadir.
– No le estoy pidiendo permiso -dijo Jack alegremente.
No quería que se revelara su rabia en la voz. Eso pone a un hombre en desventaja.
– De todos mo…
– Además -continuó él, simplemente porque no deseaba oír su voz más de lo necesario-, debo dar explicaciones a mis socios. -Miró a Wyndham-. Nada que se aproxime a la verdad -añadió, no fuera que el duque creyera que iba a propagar el rumor por todo el condado.
– No desaparezcas -ordenó la viuda-, porque te aseguro que lo lamentarás.
– No hay motivo para preocuparse por eso -dijo Wyndham afablemente-. ¿Quién desaparecería teniendo la promesa de recibir un ducado?
Jack apretó las mandíbulas, pero se obligó a dejar pasar el insulto. No hacía falta otra pelea esa tarde.
Entonces, condenación, el duque añadió abruptamente:
– Yo le acompañaré.
Vamos, válgame Dios. Eso era lo último que necesitaba. Lo miró dudoso, arqueando una ceja.
– ¿He de preocuparme por mi seguridad?
Wyndham se tensó visiblemente, y Jack, que había sido formado para notar hasta los más pequeños detalles, vio que tenía los puños fuertemente cerrados a los costados. O sea, que había insultado al duque. Tomando en cuenta los moretones que le adornarían el cuello, no le importó.
Miró a la señorita Eversleigh, obsequiándola con su más humilde sonrisa.
– Soy una amenaza para su identidad -dijo, haciendo un leve gesto hacia el duque-. Supongo que cualquier hombre juicioso pondría en duda su seguridad.
– ¡No, se equivoca! -exclamó ella-. Lo juzga mal. El duque… -Miró horrorizada a Wyndham, y todos se vieron obligados a sentirse incómodos cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir. Pero, chica resuelta que era, continuó, en voz baja y efusiva-: Es el hombre más honorable que he conocido. Usted nunca sufriría ningún daño en su compañía.
La efusión le había coloreado las mejillas, y por la cabeza de Jack pasó el pensamiento más ácido. ¿Habría algo entre la señorita Eversleigh y el duque? Residían en la misma casa, sólo con la compañía de la amargada duquesa viuda, y aunque esta distaba mucho de estar senil, era difícil imaginar que no hubiera oportunidades para llevar un romance ante sus propias narices.
Observó atentamente a la señorita Eversleigh, y sus ojos se posaron en sus labios. Esa noche se sorprendió cuando la besó; no había sido su intención besarla, y nunca había hecho nada semejante cuando asaltaba un coche. Pero le pareció lo más natural del mundo: acariciarle la mejilla, levantarle la cara y rozar sus labios con los suyos.
Había sido un beso suave, rápido, fugaz, y sólo en ese momento se daba cuenta de lo mucho que deseaba más.
Miró a Wyndham, y tal vez sus celos se reflejaron en su cara, porque su recién descubierto primo pareció fríamente divertido al decir:
– Le aseguro que sean cuales sean mis impulsos violentos, no actuaré según ellos.
– Qué terrible decir eso -comentó la señorita Eversleigh.
– Pero es sincero -dijo Jack, reconociendo eso con un gesto de asentimiento.
No le caía bien ese hombre, ese duque al que habían criado para considerar el mundo su dominio particular. Pero valoraba la sinceridad, viniera de quien viniera.
Y mientras lo miraba a los ojos, le pareció que llegaban a un acuerdo tácito. No tenían por qué ser amigos. Ni siquiera tenían que ser amistosos. Pero serían sinceros.
Y eso a él le venía muy bien.
Según los cálculos de Grace, los hombres deberían haber vuelto a los noventa minutos, o a las dos horas, como máximo. No había pasado mucho tiempo sobre una silla de montar, así que no era buena para juzgar la velocidad, pero estaba bastante segura de que dos hombres a caballo podían llegar a la posada de postas en menos de una hora; entonces el señor Audley tenía que ir a recoger sus pertenencias, lo que no le llevaría mucho tiempo. Y después…
– Apártese de la ventana -le ordenó la viuda.
Grace apretó los labios, irritada, pero consiguió devolver a su cara una expresión de placidez antes de girarse.
– Hágase útil -dijo la viuda.
Grace miró aquí y allá, intentando descifrar la orden; la viuda siempre tenía pensado algo concreto, y a ella le fastidiaba que la obligara a adivinar.
– ¿Quiere que le lea? -preguntó.
Ese era el más agradable de sus deberes; estaban leyendo Orgullo y prejuicio, novela que a ella le gustaba muchísimo y la viuda simulaba que no le gustaba en absoluto.
La viuda gruñó; era un gruñido que decía «no». Ya era una experta en ese método de comunicación, y se enorgullecía especialmente de esa habilidad.
– Podría escribirle una carta -sugirió-. ¿No estaba pensando en contestar la misiva que recibió hace poco de su hermana?
– Yo puedo escribir mis cartas -dijo la viuda secamente, aun cuando las dos sabían que su letra y su ortografía eran horrendas.
Ella siempre acababa reescribiéndole las cartas antes que las llevaran al correo.
Hizo una honda inspiración y dejó salir lentamente el aire, sintiendo su vibración por toda ella; no tenía la energía para descifrar el funcionamiento de la mente de la viuda. Ese día no.
– Tengo calor -declaró la viuda.
Grace no contestó. No hacía falta respuesta, era de esperar. Entonces la viuda cogió algo de una mesa cercana. Un abanico, vio Grace, consternada, cuando lo desplegó.
Vamos, no, por favor. Ahora no.
La viuda contempló el abanico, uno azul bastante festivo, con pinturas chinas en blanco y dorado. Entonces lo cerró, evidentemente para que fuera más fácil sostenerlo ante ella como una batuta.
– Podría ponerme más cómoda -dijo.
Grace se quedó quieta. Sólo fue un instante, tal vez ni siquiera un segundo, pero era su única manera de rebelarse. No podía negarse, y no podía manifestar fastidio con su expresión, pero podía tardar un momento. Podía dejar quieto el cuerpo el tiempo suficiente para que la viuda se extrañara.
Y entonces, claro, avanzó.
– Encuentro muy agradable el aire -dijo, cuando ya había ocupado su puesto al lado de la viuda y comenzado a abanicarla.
– Eso porque lo mueve con el abanico.
Grace le miró la cara ajada. Algunas arrugas se debían a la edad, pero no las que tenía alrededor de la boca, que empujaban las comisuras hacia abajo en un gesto perpetuo de enfurruñamiento. ¿Qué le habría ocurrido a esa mujer para estar tan amargada? ¿Sería por la muerte de sus hijos? ¿Por la pérdida de su juventud? ¿O sencillamente nació con esa disposición agriada?
– ¿Qué opinión le merece mi nieto? -preguntó de pronto la viuda.
Grace se quedó paralizada. Rápidamente recuperó la serenidad y continuó moviendo el abanico.
– No lo conozco lo bastante bien para formarme una opinión -contestó, cautelosa.
– Eso es una tontería -dijo la viuda, sin dejar de mirar al frente-. Todas las mejores opiniones se forman en un instante. Eso lo sabe muy bien. Si no, se habría casado con ese repelente primito suyo, ¿no?
Grace pensó en Miles, cómodamente instalado en la que fuera su casa. Tuvo que reconocer que, en ese momento y entonces, la viuda tenía toda la razón.
– Seguro que tiene algo que decir, señorita Eversleigh.
Ella subió y bajó tres veces el abanico, intentando decidir.
– Me parece que tiene un sentido del humor boyante.
– Boyante -repitió la viuda, con cierta curiosidad en la voz, como si estuviera probando la palabra en la lengua-. Ese es un adjetivo apto. A mí no se me habría ocurrido, pero es apto.
Eso era lo más cercano a un cumplido que podía decir la viuda.
– Se parece bastante a su padre -continuó ella.
Grace cambió de mano el abanico, musitando:
– ¿Sí?
– Ciertamente. Aunque si su padre hubiera sido un poco más «boyante», no estaríamos en este lío, ¿verdad?
Grace se atragantó con el aire.
– Uy, lo siento, señora. Debería haber elegido con más cuidado mis palabras.
La viuda no se molestó en darse por aludida ante la disculpa.
– Su frivolidad es muy parecida a la de su padre. Mi John nunca permitía que pasara por él un momento serio. Tenía un ingenio muy mordaz.
– Yo no diría que el señor Audley es mordaz -dijo Grace; su humor era muy travieso.
– No se llama señor Audley, y sí que lo es -dijo la viuda, secamente-. Usted está tan enamorada que no lo ve.
– No estoy enamorada.
– Pues claro que lo está. Cualquier chica lo estaría. Es muy guapo. Una lástima lo de los ojos, eso sí.
– Lo que estoy es cansada -dijo Grace, resistiendo el deseo de hacer notar que no había nada malo en tener los ojos verdes-. Este ha sido un día muy agotador. Y la noche -añadió pasado un momento.
La viuda se encogió de hombros.
– El ingenio de mi hijo era legendario -dijo, volviendo la conversación al tema que deseaba-. Usted no lo habría considerado mordaz tampoco. Es brillante el hombre que sabe decir un insulto sin que se dé cuenta la persona receptora.
Grace lo consideró bastante triste.
– ¿Cuál es la finalidad, entonces?
La viuda pestañeó varias veces, muy rápido.
– ¿La finalidad? ¿De qué?
Grace volvió a cambiar de mano el abanico y sacudió la que le quedó libre, pues se le había agarrotado.
– De insultar a alguien -contestó-. O, mejor dicho -enmendó, puesto que sin duda la viuda era muy capaz de encontrar muchos buenos motivos para criticarla-, ¿la finalidad de insultar a alguien con la intención de que no se dé cuenta?
La viuda seguía sin mirarla, pero la vio poner los ojos en blanco.
– Es una causa de orgullo, señorita Eversleigh. No esperaría que usted lo entendiera.
– No -dijo Grace.
– Usted no sabe lo que significa ser sobresaliente en algo. -Frunció los labios y movió ligeramente el cuello de un lado a otro, estirándolo-. No podría saberlo.
Ese tenía que ser un insulto tan mordaz como cualquier otro, aunque al parecer la viuda no tenía la menor conciencia de que la había insultado.
Había una ironía en eso, en alguna parte. Tenía que haberla.
– Vivimos tiempos muy interesantes, señorita Eversleigh -comentó la viuda.
Grace asintió en silencio, y desvió la cara hacia el otro lado, de forma que si la viuda decidía girar la cabeza para mirarla no le viera las lágrimas que le llenaron los ojos. Sus padres carecían de los fondos para viajar, pero tenían corazones errantes, y la casa Eversleigh abundaba en mapas y libros sobre lugares lejanos. Como si fuera ayer, recordó la ocasión en que estaban todos sentados junto al hogar y su padre levantó la vista del libro que estaba leyendo y dijo: «¿No es maravilloso? En China, si uno desea insultar a alguien, le dice: “Le deseo que viva tiempos interesantes”.»
De pronto no supo si las lágrimas que le llenaban los ojos eran de pena o de risa.
– Basta, señorita Eversleigh -dijo entonces la viuda-. Ya me he refrescado bastante.
Grace cerró el abanico y decidió dejarlo en la mesa cercana a la ventana, para tener un pretexto para atravesar la sala. Sólo estaba comenzando a oscurecer, así que no era difícil ver el camino de entrada. No sabía por qué estaba tan impaciente por ver llegar de vuelta a los hombres: tal vez solamente para tener la prueba de que no se habían matado el uno al otro en el trayecto. Aunque había defendido el honor de Thomas, no le gustó la expresión que vio en sus ojos. Cierto que nunca había oído decir que hubiera atacado a nadie, pero se comportó como un salvaje cuando se abalanzó a atacar al señor Audley. Si este hubiera sido menos experto en la lucha, no le cabía duda de que Thomas le habría causado una lesión permanente.
– ¿Cree que va a llover, señorita Eversleigh?
Grace se giró a mirarla.
– No.
– Se está levantando viento.
– Sí.
Esperó hasta que la viuda volvió la atención a una chuchería que tenía en la mesa a su lado, y entonces se giró hacia la ventana. Claro que en el mismo momento la oyó decir:
– Espero que llueva.
Se quedó inmóvil un momento. Entonces se giró:
– ¿Perdón?
– Espero que llueva -repitió la viuda, tranquilamente, como si fuera lo más natural del mundo desear que caiga un aguacero mientras dos caballeros están fuera a caballo.
– Se van a empapar -señaló.
– Se verán obligados a medirse. Eso lo tendrán que hacer tarde o temprano. Además, a mi John nunca le importó cabalgar bajo la lluvia. En realidad, le gustaba bastante.
– Eso no significa que el señor…
– Cavendish.
Grace tragó saliva; eso le servía para armarse de paciencia.
– Como quiera que desee que lo llamen, creo que no podemos suponer que le guste cabalgar bajo la lluvia sólo porque a su padre le gustaba. A la mayoría de las personas no les gusta.
Al parecer la viuda no tenía el menor deseo de considerar eso, pero se dio por aludida contestando:
– No sé nada de la madre, cierto. Ella podría ser responsable de cualquier cantidad de adulteraciones.
– ¿Le apetecería tomar el té, señora? -preguntó Grace-. Yo podría llamar.
– ¿Qué sabemos de ella, después de todo? Casi seguro que era irlandesa, lo cual podría significar muchísimas cosas, todas horrendas.
– Se está levantando viento -dijo Grace-. No le conviene enfriarse.
– ¿Nos dijo su nombre siquiera?
– Creo que no -suspiró Grace, porque esas preguntas directas le hacían difícil simular que no participaba en la conversación.
– Buen Dios -exclamó la viuda, estremeciéndose, y en sus ojos apareció una expresión de absoluto horror-. Podría ser «católico».
– He conocido a varios católicos -dijo Grace, puesto que era evidente que fracasó en su intento de cambiar de tema-. Es curioso -musitó-, ninguno tenía cuernos.
– ¿Qué ha dicho?
– Sólo que sé muy poco sobre la fe católica -repuso alegremente.
Sí que había un motivo para dirigir sus comentarios a la ventana o a la pared.
La viuda emitió un sonido que no logró identificar. Pareció un suspiro, pero lo más probable es que fuera un bufido, porque las siguientes palabras que salieron de su boca fueron:
– Tendremos que encargarnos de eso. -Se inclinó y se apretó el puente de la nariz, con cara de estar muy molesta-. Supongo que tendré que contactar con el arzobispo.
– ¿Eso es un problema?
La viuda negó con la cabeza, disgustada.
– Es un hombre de ojillos pequeños que pasará años aprovechándose de esto.
Grace se acercó más a la ventana. ¿Fue un movimiento lo que vio en la distancia?
– A saber qué tipo de favores me va a pedir -masculló la viuda-. Supongo que tendré que alojarlo en el Dormitorio Real, sólo para que pueda decir que durmió entre las sábanas de la reina Isabel.
Grace estaba mirando cuando aparecieron los dos hombres a caballo por el camino de entrada.
– Están de vuelta -dijo.
Y pensó, no por primera vez esa tarde, qué papel le tocaba desempeñar a ella en ese drama. No era de la familia; en eso la viuda tenía toda la razón. Y pese a su posición relativamente elevada entre el personal, no la incluían en los asuntos relativos a la familia o el título. No lo esperaba y tampoco lo deseaba. La viuda mostraba su peor aspecto cuando surgían asuntos de dinastía, y Thomas el suyo cuando tenía que tratar con la viuda.
Debería disculparse para no estar presente, por mucho que el señor Audley hubiera insistido. Sabía cuál era su puesto, y cuál era su lugar, y no deseaba entrometerse en un asunto familiar.
Pero cada vez que se decía que debía salir de la sala, que era el momento de irse, que debía darle la espalda a la ventana e informar a la viuda de que se iría para que pudiera hablar con sus nietos en privado, no lograba obligarse a moverse. Seguía oyendo, no, sintiendo, la voz del señor Audley: «Se queda».
¿La necesitaba? Tal vez sí. Él no sabía nada de los Wyndham, no sabía nada de su historia ni de las tensiones que pululaban por la casa como horrendas telarañas imposibles de quitar. No se podía esperar que se las arreglara solo en su nueva vida, al menos no en esos momentos.
Se estremeció, y se rodeó el pecho con los brazos, observando desmontar a los hombres. Qué raro sentirse necesitada. A Thomas le gustaba decir que la necesitaba, pero los dos sabían que eso no era cierto. Podía contratar a cualquiera para que soportara a su abuela. Thomas no necesitaba a nadie. No necesitaba nada. Era maravillosamente autosuficiente. Seguro de sí mismo y orgulloso, lo único que necesitaba era un ocasional pinchazo para reventar la burbuja que lo rodeaba. Él lo sabía, y eso era lo que lo salvaba de ser absolutamente insufrible. Nunca decía mucho, pero ella sabía que a eso se debía que se hubieran hecho amigos. Posiblemente ella era la única persona de Lincolnshire que no se inclinaba sumisa y decía sólo lo que creía que él deseaba oír.
Pero no la necesitaba.
Oyó pasos en el corredor y se giró, tensa por los nervios. Esperó a que la viuda le ordenara salir de la sala. Incluso la miró, arqueando las cejas levemente, como retándola a decírselo, pero la viuda estaba con la mirada fija en la puerta, ignorándola adrede.
Thomas fue el primero en entrar.
– Wyndham -dijo la viuda, enérgicamente; jamás lo llamaba de otra manera que por su título.
Él asintió.
– Ordené que llevaran las cosas del señor Audley al dormitorio de seda azul.
Grace miró cautelosa a la viuda para ver su reacción. El de seda azul era uno de los mejores dormitorios para huéspedes, pero no el más grande ni el más prestigioso. Pero estaba en el mismo corredor del de la viuda.
– Excelente elección -repuso esta-. Pero debo repetir. No lo llames señor Audley en mi presencia. No conozco a estos Audley y no me interesa conocerlos.
– No creo que a ellos les interese conocerla a usted tampoco -dijo el señor Audley entrando en la sala.
La viuda arqueó una ceja, como para dejar clara su propia magnificencia.
– Mary Audley es hermana de mi difunta madre -declaró el señor Audley-. Ella y su marido, William Audley, se hicieron cargo de mí cuando nací. Me criaron como a un hijo y, a petición mía, me dieron su apellido. No deseo renunciar a él.
Miró tranquilamente a la viuda, como retándola a decir algo.
Ella no dijo nada, lo que sorprendió muchísimo a Grace.
Entonces él se volvió hacia ella y le hizo una elegante venia.
– Puede llamarme señor Audley si lo desea, señorita Eversleigh.
Ella se inclinó en una reverencia. No sabía si eso era necesario, puesto que nadie sabía cuál era su rango, pero le pareció simplemente cortesía. Después de todo, él le había hecho una venia.
Miró a la viuda, y vio que la estaba mirando furiosa, y luego miró a Thomas, que se las arreglaba para parecer divertido y molesto al mismo tiempo.
– No te puede despedir por llamarlo por su apellido legal -dijo entonces Thomas, con su habitual deje de impaciencia-. Y si te despide, yo te retiraré con un buen legado y a ella la enviaré a alguna propiedad muy lejana.
El señor Audley miró a Thomas sorprendido y aprobador, y luego se volvió hacia Grace sonriendo.
– Es tentador -musitó-. ¿Adónde la puede enviar que esté bastante lejos?
– Estoy pensando en aumentar nuestras propiedades -contestó Thomas-. Las Hébridas Exteriores están preciosas en esta época del año.
– Eres despreciable -siseó la viuda.
– ¿Por qué sigo teniéndola aquí? -preguntó Thomas, como pensando en voz alta.
Diciendo eso fue hasta un armario y se sirvió una copa.
– Es su abuela -dijo Grace, puesto que alguien tenía que ser la voz de la razón.
– Ah, sí, la sangre -suspiró Thomas-. Me han dicho que es más espesa que el agua. Una lástima. -Miró al señor Audley-. Se enterará pronto.
Grace se imaginó que el señor Audley se erizaría por el tono de superioridad de Thomas, pero él continuó con expresión afable y despreocupada. Curioso. Daba la impresión de que habían acordado una especie de tregua.
– Y ahora -declaró Thomas, mirando fijamente a su abuela-, ha terminado mi trabajo aquí. He devuelto al hijo pródigo a tu amoroso seno, y todo está bien en el mundo. No en «mi» mundo, pero sí en el mundo de alguien, no me cabe duda.
– No en el mío -dijo el señor Audley, puesto que nadie hizo un comentario. Entonces esbozó una sonrisa, una sonrisa indolente, traviesa, que tenía la intención de pintarlo como al pícaro despreocupado que era-. Por si le interesaba.
Thomas lo miró, arrugando la nariz en un gesto de vaga indiferencia:
– No me interesaba.
Grace miró nuevamente al señor Audley. Continuaba sonriendo. Entonces miró a Thomas, esperando que dijera algo más.
Él inclinó la cabeza hacia ella, en una especie de irónico brindis, se bebió la copa de licor de un solo trago, escandalosamente largo.
– Voy a salir.
– ¿Adónde? -preguntó la viuda.
Thomas se detuvo en la puerta.
– Aún no lo he decidido.
Lo cual significaba, sin duda, «A cualquier parte, con tal de no estar aquí».