CAPÍTULO 03

A cinco millas de distancia, en una pequeña posada de postas, estaba un hombre sentado solo en su habitación, con una botella de caro coñac francés, una copa vacía, una pequeña maleta con ropa y el anillo de una mujer.

Su nombre era Jack Audley; ex capitán John Audley del ejército de Su Majestad; ex Jack Audley de Butlersbridge, del condado Cavan de Irlanda; antes de eso había sido Jack Cavendish-Audley, del mismo condado, y antes, retrocediendo todo lo que se puede retroceder, hasta el día de su bautizo, fue John Augustus Cavendish.

El retrato en miniatura no significó nada para él. Casi no lo vio en la oscuridad de la noche y, en todo caso, aun estaba por descubrir al retratista que fuera capaz de captar la esencia de un hombre en un retrato en miniatura.

Pero el anillo…

Con la mano algo temblorosa, se volvió a llenar la copa.

Cuando cogió el anillo de manos de la anciana no lo miró detenidamente, pero ahí, en esa habitación de la posada, sí lo miró. Y lo que vio lo estremeció hasta el fondo del alma.

Conocía ese anillo. Lo veía en su dedo.

El suyo era una versión masculina, pero el dibujo grabado era idéntico: una flor con el tallo curvado y una diminuta «de» muy elaborada, con florituras. No se enteró de qué significaba la de cuando le dijeron que su padre se llamaba John Augustus Cavendish, pues no había una de por ninguna parte.

Seguía sin saber qué representaba la de, pero sabía que la anciana sí lo sabía. Y por mucho que intentara convencerse de que sólo era una coincidencia, sabía que esa noche, en un camino desierto de Lincolnshire, había conocido a su abuela.

Buen Dios.

Volvió a mirar el anillo. Lo había puesto vertical sobre la mesa, y la figura le hacía guiños a la luz de la vela. De pronto giró su anillo en el dedo y se lo quitó. No recordaba la última vez que se vio el dedo sin el anillo. Su tía siempre le insistía en que lo llevara con él; era el único recuerdo que tenían de su padre.

Según le contaron, su madre lo tenía aferrado en su temblorosa mano cuando la sacaron de las gélidas aguas del Mar de Irlanda.

Sostuvo el anillo ante él un momento, contemplándolo, y luego lo colocó junto al otro. Se le estiraron levemente los labios al mirarlos. ¿Qué había creído? ¿Que cuando los pusiera juntos vería que eran totalmente distintos?

Sabía muy poco de su padre. Su nombre, claro, y que era el hijo mediano de una familia inglesa acomodada. Su tía sólo había estado con él dos veces, y la impresión que tenía de él era que estaba algo distanciado de sus familiares. Sólo hablaba de ellos riendo, de esa manera como hablan las personas cuando no desean decir nada importante.

No tenía mucho dinero, o al menos eso suponía su tía. Vestía ropa fina, pero muy usada, y, por lo que todos sabían, había estado varios meses recorriendo el campo irlandés. Su explicación fue que había ido a la boda de un amigo del colegio, y le gustó tanto el país que se quedó. Su tía no veía ningún motivo para dudar de eso.

En resumen, lo único que sabía él era que John Augustus Cavendish era un caballero inglés de buena cuna que viajó a Irlanda, se enamoró de Louise Galbraith, se casó con ella, y murió cuando el barco que los llevaba a Inglaterra naufragó muy cerca de la costa de Irlanda. Louise fue arrastrada a la orilla, con el cuerpo todo magullado y tiritando, pero viva. Ya había pasado más de un mes cuando se dieron cuenta de que estaba embarazada.

Pero estaba débil, y destrozada por la aflicción, y su hermana (la tía que lo crió como si fuera su hijo), decía que era más sorprendente que hubiera sobrevivido al embarazo que el que hubiera muerto en el parto.

Y eso resumía todos sus conocimientos acerca de su legado paterno. De vez en cuando pensaba en sus padres, con la curiosidad por saber quiénes eran y de cual de los dos había heredado su sonrisa pronta, pero en realidad nunca había deseado saber nada más. Cuando tenía dos días de edad, fue entregado a William y Mary Audley, y si ellos querían a sus hijos más que a él, jamás permitieron que él lo supiera. Se había criado de hecho como hijo de un terrateniente rural, con dos hermanos, una hermana y veinte acres de ondulante pradera, perfecta para cabalgar, correr y saltar: todo lo que un niño puede desear.

Su infancia había sido maravillosa. Casi perfecta. Si no llevaba la vida que había esperado, si a veces cuando estaba en la cama pensaba qué diablos hacía asaltando coches en la oscuridad de la noche, por lo menos sabía que el camino que lo llevó a eso había estado pavimentado con sus propias decisiones, sus propios defectos.

Además, la mayor parte del tiempo era feliz. Era bastante alegre por naturaleza y, en realidad, podría estar haciendo algo peor que jugar a Robin Hood por los caminos rurales de Gran Bretaña. Al menos hacer eso le daba la impresión de que su vida tenía una cierta finalidad. Después que se retiró del ejército, no sabía qué hacer. No tenía el menor deseo de volver a la vida de soldado, pero ¿para qué otra cosa estaba cualificado? Al parecer, sólo tenía dos habilidades; era capaz de montar un caballo como si hubiera nacido en esa postura, y tenía el don de desviar una conversación con un ingenio y una elegancia capaces de hechizar hasta a las personas más ariscas. Tomado todo eso en cuenta, asaltar coches le pareció la opción más lógica.

Su primer robo lo hizo en Liverpool, cuando vio a un joven dandi darle un puntapié a un ex soldado manco que tuvo la temeridad de mendigarle un penique. Animado por una pinta de cerveza bastante potente, siguió al joven hasta un rincón oscuro, lo apuntó al corazón con una pistola y se alejó con su billetero.

Entonces repartió el contenido del billetero entre los mendigos de Queens Way, la mayoría de los cuales habían luchado por la buena gente de Inglaterra y luego fueron olvidados.

Bueno, repartió el noventa por ciento del contenido del billetero; él tenía que comer también.

Después de eso le fue fácil dar el paso a robar en las carreteras; era mucho más elegante que la vida de un ladrón de a pie; y no se podía negar que es mucho más fácil alejarse a caballo.

Y esa era su vida. Eso era lo que hacía. Si hubiera vuelto a Irlanda, posiblemente ya estaría casado, dormiría con una mujer, en una cama, en una casa. Su vida sería el condado Cavan y su mundo sería un lugar muchísimo más pequeño que el que era en la actualidad.

La suya era un alma errante. Por eso no volvía a Irlanda.

Se echó otro poco de coñac en la copa. Había cien motivos para no volver a Irlanda. Cincuenta, por lo menos.

Bebió un trago, luego otro y otro, y continuó bebiendo hasta que estuvo tan borracho que no pudo continuar mintiéndose.

Había un solo motivo para no volver a Irlanda. Un motivo, y cuatro personas a las que creía que no podría volver a mirar a la cara.

Se levantó y fue a asomarse a la ventana. No era mucho lo que se veía; un pequeño establo para los caballos, un frondoso árbol al otro lado del camino. La luz de la luna hacía el aire translúcido, reluciente, espeso, como si un hombre pudiera dar un paso fuera y perderse.

Sonrió tristemente. Era tentador. Siempre era tentador.

Sabía dónde estaba el castillo Belgrave. Llevaba una semana en el condado; no se puede estar todo ese tiempo en Lincolnshire sin enterarse de dónde están las casas grandiosas, aun cuando uno no sea un ladrón que pretenda entrar a robar a sus moradores. Podía ir a echarle una mirada, pensó. Tal vez debería echarle una mirada. Se lo debía a alguien; tal vez se lo debía a sí mismo.

Nunca le había interesado mucho su padre, aunque siempre le había tentado un poco la curiosidad.

Además, estaba ahí.

¿Quién sabía cuándo volvería a estar en Lincolnshire? Le tenía demasiado cariño a su cabeza como para quedarse en un mismo lugar mucho tiempo.

No deseaba hablar con la anciana. No deseaba presentarse a dar explicaciones ni simular que era una persona distinta de lo que era.

Un veterano de la guerra.

Un bandolero.

Un pícaro.

Un idiota.

Un tonto sentimental, de vez en cuando, que sabía que las damas de buen corazón que habían atendido a los heridos estaban equivocadas; a veces, uno, simplemente, «no puede» volver a casa.

Pero, santo Dios, qué no daría por ir a echarle una mirada.

Cerró los ojos. Su familia lo recibiría con los brazos abiertos. Eso era lo peor. Su tía le daría un fuerte abrazo; le diría que no fue culpa de él. Sería muy comprensiva.

Pero no comprendería.

Ese fue su último pensamiento antes de quedarse dormido.

Y soñó con Irlanda.


El día siguiente amaneció luminoso, con el cielo despejado. Como una burla, pensó Jack. Si estuviera lloviendo no se tomaría la molestia de ir a echarle una mirada a Belgrave. Viajaba a caballo, y había pasado buena parte de su vida simulando que no le importaba mojarse hasta los huesos. No cabalgaba bajo la lluvia si no tenía necesidad. Había aprendido eso, por lo menos.

Pero no se encontraría con sus compañeros hasta la caída de la noche, así que no tenía ningún pretexto para no ir. Además, sólo iba a «mirar». Tal vez ver si encontraba la manera de hacerle llegar el anillo a la anciana. Para ella tenía que significar muchísimo, y aunque sin duda podría sacarle una buena suma, sabía que no sería capaz de venderlo.

Así pues, tomó un desayuno abundante, acompañado por un asqueroso brebaje que, según le juró el posadero, le despejaría la cabeza, aun cuando él sólo alcanzó a decir «Huevos» cuando el hombre le dijo «Le traeré lo que necesita». Sorprendentemente, el brebaje tuvo su efecto (de ahí su capacidad para digerir el abundante desayuno), así que montó en su caballo y emprendió la marcha hacia el castillo Belgrave a paso reposado.

Esos días había cabalgado con frecuencia por la zona, pero esa era la primera vez que sentía curiosidad por ver el entorno. Por algún motivo, los árboles le parecían más interesantes, la forma de las hojas, su manera de enseñar los dorsos cuando soplaba el viento. Las flores también. Algunas le eran conocidas, idénticas a las que florecían en Irlanda. Pero otras eran nuevas para él, tal vez autóctonas de los valles y zonas pantanosas de la región.

Era curioso. No sabía muy bien en qué cosas debería pensar. Tal vez en que ese paisaje era el que veía su padre cuando cabalgaba por ese mismo camino; o tal vez que si no hubiera sido por esa terrible tempestad que azotó el Mar de Irlanda, esos podrían ser los árboles y flores que habría visto en su infancia. No sabía si sus padres se habrían establecido en Inglaterra o en Irlanda. Al parecer, iban a Inglaterra para presentar a su madre a la familia Cavendish cuando se hundió el barco. La tía Mary decía que tenían pensado decidir dónde irse a vivir después que Louise hubiera tenido la oportunidad de ver un poco de Inglaterra.

Se detuvo a arrancar una hoja de un árbol, por ningún motivo aparte del capricho. No era tan verde como las de Irlanda, concluyó. Lógicamente, eso no tenía ninguna importancia, aunque, de una manera extraña, sí importaba.

Emitiendo un bufido de impaciencia arrojó la hoja al suelo, y aumentó la velocidad. Era ridículo que sintiera un ramalazo de culpabilidad por ir a ver el castillo. Buen Dios, si no iba ahí a presentarse. No deseaba encontrar una nueva familia. Les debía mucho más que eso a los Audley.

Sólo deseaba verlo. Desde lejos. Ver lo que podría haber sido, lo que lo alegraba que no hubiera sido.

Pero que tal vez debería haber sido.

Puso el caballo al galope para que el viento se llevara sus recuerdos. La velocidad lo limpiaba, casi lo perdonaba, y de pronto se encontró al comienzo del camino de entrada de la propiedad. Y lo único que se le ocurrió pensar fue:

Buen Dios.


Grace estaba agotada.

Esa noche había dormido, aunque no mucho ni bien. Y aunque la duquesa decidió pasar la mañana en la cama, a ella no le estuvo permitido ese lujo.

La viuda era tremendamente exigente, ya estuviera en posición vertical, horizontal u oblicua, si alguna vez lograba descubrir cómo sostenerse en ella.

Y aunque se daba vueltas y vueltas en la cama, sin molestarse en levantar la cabeza de la almohada, siguió arreglándoselas para llamarla seis veces.

La primera hora.

Finalmente, se quedó absorta leyendo un montón de cartas que le envió a buscar en el cajón de abajo del escritorio de su difunto marido, guardadas en una caja con la etiqueta «JOHN, ETON».

Salvada por las cartas de un colegial. ¿Quién se lo habría imaginado?

De todos modos, sólo veinte minutos después fue interrumpido su descanso por la llegada de lady Elizabeth y lady Amelia Willoughby, las guapas hijas rubias del conde de Crowland, vecinas de mucho tiempo y (siempre era un placer recordar) amigas suyas.

Elizabeth especialmente. Eran de la misma edad y antes que su posición en el mundo cayera en picado con la muerte de sus padres, se la consideraba una buena compañía para ellas. Ah, claro que todos sabían que ella no haría un matrimonio como el de las chicas Willoughby; al fin y al cabo nunca gozaría de una temporada en Londres. Pero cuando vivía en la casa de sus padres, se las consideraba, si no iguales, por lo menos de un mismo nivel social. La gente no era muy etiquetera en las funciones sociales y bailes.

Y cuando estaban solas, nunca se fijaban en sus respectivos rangos.

Amelia era la hermana menor de Elizabeth; sólo se llevaban un año, pero cuando eran niñas la diferencia de edad les parecía inmensa, así que no la conocía tan bien. Aunque eso cambiaría pronto, suponía. Amelia estaba comprometida en matrimonio con Thomas, y lo estaba desde la cuna. El honor le habría correspondido a Elizabeth, pero esta ya estaba comprometida con otro noble (también desde que nació; lord Crowland no era un hombre que dejara las cosas al azar). Pero el prometido murió muy joven. Lady Crowland (que no era muy dada a la discreción o tacto), declaró que el asunto era muy molesto, pero los documentos que comprometían a Amelia con Thomas ya estaban firmados, así que se consideró mejor dejar las cosas como estaban.

Grace nunca había hablado del compromiso con Thomas; eran amigos, pero él nunca hablaría con ella de algo tan personal. De todos modos, desde hacía tiempo sospechaba que él encontraba bastante cómoda la situación. Una novia mantenía a raya a las señoritas interesadas en casarse (y a sus madres). Hasta cierto punto. Era muy evidente que las damas de Inglaterra eran partidarias de proteger sus apuestas, y el pobre Thomas no podía ir a ninguna parte sin que las mujeres intentaran destacar sus encantos para captar su atención, sólo por si acaso, por si Amelia, ooh, desaparecía.

Moría.

Decidió que no deseaba ser duquesa.

Desde luego, pensó irónica, como si Amelia tuviera alguna opción en el asunto.

Pero aun cuando una esposa sería un elemento disuasorio más eficaz que una novia, Thomas continuaba dando largas, lo que ella encontraba tremendamente insensible por su parte. Amelia ya tenía veintiún años, por el amor de Dios. Y, según lady Crowland, por lo menos cuatro hombres le habrían propuesto matrimonio en Londres si no estuviera señalada como la futura duquesa de Wyndham.

(Elizabeth, como hermana, decía que el número de hombres se acercaba más a tres, pero de todos modos la pobre chica llevaba años suspendida como una cuerda.)

– ¡Los libros! -anunció Elizabeth cuando entraron en el vestíbulo-. Como lo prometí.

A petición de su madre, Elizabeth se había llevado varios libros de la viuda prestados. En realidad, lady Crowland no leía libros; leía muy poco aparte de las páginas de chismes de los diarios, pero devolverlos era un buen pretexto para visitar Belgrave, y siempre estaba a favor de cualquier cosa que pusiera a Amelia en la cercanía de Thomas.

Nadie tenía el valor de decirle que Amelia veía rara vez a Thomas cuando iba de visita a Belgrave. La mayoría de las veces se veía obligada a soportar la compañía de la viuda, aunque tal vez «compañía» es una palabra muy generosa para definir a Augusta Cavendish delante de la damita que estaba destinada a continuar el linaje Wyndham.

La duquesa viuda era muy aficionada a encontrar defectos. Incluso se podría decir que ese era su principal talento.

Y Amelia era su tema favorito.

Pero ese día se había librado, por el momento. La viuda seguía arriba en su dormitorio, leyendo las conjugaciones de los verbos latinos de su difunto hijo, y, por lo tanto, Amelia tuvo la suerte de tomar el té mientras Grace y Elizabeth charlaban.

O, mejor dicho, mientras Elizabeth charlaba. Grace hacía inauditos esfuerzos por hacer gestos de asentimiento o emitir un murmullo en los momentos oportunos. Cualquiera diría que tendría en blanco su cansada cabeza, pero en realidad le ocurría lo contrario. No podía dejar de pensar en el bandolero. Y en su beso. Y en su identidad. Y en su beso. Y en si volvería a verlo alguna vez. Y que la había besado. Y…

Y tenía que dejar de pensar en él. Era una locura. Miró hacia la bandeja del té pensando si sería de mala educación comerse la última galleta.

– ¿Estás segura de que te sientes bien, Grace? -dijo Elizabeth, cogiéndole la mano-. Te veo muy cansada.

Grace pestañeó, tratando de enfocar la cara de su amiga.

– Lo siento -dijo automáticamente-, estoy bastante cansada, pero eso no es disculpa para mi falta de atención.

Elizabeth hizo un gesto de pena; conocía a la viuda. Todos la conocían.

– ¿Te tuvo en pie hasta tarde anoche?

Grace asintió.

– Sí, aunque en realidad no fue culpa suya.

Elizabeth miró hacia la puerta para asegurarse de que no había nadie oyendo, y entonces contestó:

– Siempre es culpa suya.

Grace sonrió irónica.

– No, esta vez no, de verdad. Nos… -Bueno, ¿había algún motivo para no contárselo a Elizabeth? Thomas ya lo sabía, y al caer la noche ya lo sabrían en todas partes de la región-. Nos asaltaron unos bandoleros.

– ¡Uy, santo cielo! ¡Grace! -Dejó la taza en la mesilla-. No me extraña que estés tan distraída.

– ¿Mmm? -musitó Amelia.

Había estado mirando hacia el espacio, como solía hacer mientras ellas conversaban, pero eso le captó la atención.

– Estoy bastante recuperada -la tranquilizó Grace-. Me parece que sólo estoy un poco cansada. Es que no dormí bien.

– ¿Qué pasó? -preguntó Amelia.

Elizabeth le dio un empujón.

– ¡A Grace y a la viuda la asaltaron unos bandoleros!

– No me digas.

Grace asintió.

– Anoche, cuando volvíamos del baile.

Entonces le pasó por la cabeza el pensamiento: «Buen Dios, si el bandolero es el nieto de la viuda y es legítimo, ¿qué le ocurrirá a Amelia?»

Pero no era legítimo, no podía serlo. Bien podía ser Cavendish por su sangre, pero no por derecho de nacimiento. Los hijos de duques no van dejando hijos legítimos repartidos por el campo. Eso simplemente no ocurre.

– ¿Se llevaron algo? -preguntó Amelia.

– ¿Cómo puedes hablar con tanta tranquilidad? -exclamó Elizabeth-. La apuntaron con una pistola -miró a Grace-, ¿verdad?

Grace volvió a ver la pistola en la mente; el frío extremo redondo, la seductora mirada del bandolero. No le habría disparado; eso ya lo sabía. De todos modos, contestó:

– Sí.

– ¿Te aterraste? -preguntó Elizabeth, en un resuello-. Yo me habría aterrado. Me habría desmayado.

– Yo no me habría desmayado -dijo Amelia.

– Bueno, tú no, claro -repuso Elizabeth, irritada-. Ni siquiera emitiste una exclamación cuando Grace lo contó.

– La verdad es que lo encuentro bastante emocionante -dijo Amelia, mirando a Grace con mucho interés-. ¿Lo fue?

Y Grace, santo cielo, sintió subir el rubor a la cara.

Amelia se inclinó hacia ella con los ojos brillantes.

– ¿Era guapo, entonces?

Elizabeth miró a su hermana como si se hubiera vuelto loca.

– ¿Quién?

– El bandolero, lógicamente.

Grace tartamudeó algo y se llevó la taza de té a los labios, simulando beber.

– Lo era -dijo Amelia, triunfante.

– Llevaba un anfifaz -señaló Grace.

– Pero de todos modos viste que era guapo.

– ¡No!

– Pues entonces su acento era terriblemente romántico -insistió Amelia-. ¿Francés? ¿Italiano? -Agrandó más los ojos-. Español.

– Te has vuelto loca -dijo Elizabeth.

– No hablaba con acento -replicó Grace. Entonces recordó esa entonación cantarina, esa traviesa elevación de la voz que no lograba localizar-. Bueno, no con mucho acento. ¿Escocés, tal vez? ¿Irlandés? No sabría decirlo.

Amelia se apoyó en el respaldo, suspirando feliz.

– Un bandolero. Qué romántico.

– ¡Amelia Willoughby! -la regañó Elizabeth-. A Grace la asaltaron a punta de pistola ¿y lo encuentras romántico?

Amelia abrió la boca para contestar, pero justo entonces se oyeron pasos en el corredor.

– ¿La viuda? -susurró Elizabeth, con una expresión que decía que le gustaría muchísimo estar equivocada.

– No creo -contestó Grace-. Cuando bajé seguía en la cama. Estaba algo… esto… alterada.

– Me lo imagino -comentó Elizabeth, y entonces exclamó-: ¿Se llevaron sus esmeraldas?

Grace negó con la cabeza.

– Las escondimos. Debajo del cojín del asiento.

– ¡Ah, qué ingenioso! -exclamó Elizabeth, aprobadora-. ¿No te parece, Amelia? -Sin esperar respuesta, miró a Grace y añadió-: Fue idea tuya, ¿verdad?

Grace abrió la boca para decir que habría entregado alegremente el collar, pero justo entonces pasó Thomas por delante de la puerta abierta de la sala de estar.

Paró la conversación. Elizabeth miró a Grace, Grace miró a Amelia, y esta simplemente continuó mirando la puerta. Pasado un momento de silencio, Elizabeth soltó el aliento retenido y dijo a Amelia:

– Creo que no sabe que estamos aquí.

– No me importa -declaró Amelia, y Grace le creyó.

– Me gustaría saber adónde iba -musitó Grace.

Pero le pareció que no la oyeron; las dos hermanas seguían mirando hacia la puerta, para ver si él volvía.

Entonces se oyeron gruñidos y luego un golpe. Grace se levantó, pensando si debería ir a investigar.

– ¡Maldita sea! -oyó exclamar a Thomas.

Hizo un mal gesto y miró a sus amigas, que también se habían levantado.

– Cuidado ahí -oyeron decir a Thomas.

Y entonces, mientras las tres miraban en silencio, pasó el retrato de John Cavendish por delante de la puerta, llevado por dos lacayos, con muchas dificultades para mantenerlo derecho y equilibrado.

– ¿De quién es ese retrato? -preguntó Amelia, después que lo vieran pasar.

– Del hijo mediano de la viuda -explicó Grace-. Murió hace veintinueve años.

– ¿Por qué lo trasladan?

– La viuda desea tenerlo en su habitación -contestó Grace, pensando que esa respuesta debería bastar; ¿quién sabía por qué hacía las cosas la viuda?

Al parecer Amelia quedó satisfecha con esa respuesta, porque no hizo más preguntas. O tal vez eso se debió a que Thomas eligió ese momento para reaparecer en la puerta.

– Señoras -dijo.

Las tres hicieron sus reverencias.

Él hizo un gesto de asentimiento, de esa manera tan suya, cuando era evidente que sólo quería ser educado.

– Perdón -dijo, y se alejó.

– Bueno -dijo Elizabeth.

Grace no supo si con eso quería expresar su agravio por la grosería o simplemente llenar el silencio. Si era lo último, no le resultó, porque nadie dijo nada más. Finalmente, Elizabeth añadió:

– Tal vez deberíamos marcharnos.

– No, no podéis -dijo Grace, sintiéndose fatal por ser la portadora de la mala noticia-. Todavía no. La viuda desea ver a Amelia.

Amelia emitió un gemido.

– Lo siento -dijo Grace, y lo dijo en serio.

Amelia se sentó, miró la bandeja del té y declaró:

– Me voy a comer la última galleta.

Grace asintió. Amelia necesitaba sustento para la horrible entrevista que la esperaba.

– ¿Tal vez debería ordenar que traigan más?

Pero justo en ese instante volvió Thomas.

– Casi lo rompemos en la escalera -le dijo a Grace, moviendo la cabeza-. Se inclinó hacia la derecha y casi se enterró en la baranda.

– Uy, caramba.

– Habría sido como clavarle una estaca en el corazón -dijo él, con macabro humor-. Habría valido la pena sólo por verle la cara.

Grace se dispuso a levantarse para subir. Si la viuda estaba levantada, quería decir que había acabado su reunión con las hermanas Willoughby.

– ¿Su abuela se levantó, entonces? -preguntó.

– Sólo para supervisar el traslado -repuso él-. Por el momento estás a salvo. -Movió la cabeza y puso los ojos en blanco-. No puedo creer que haya tenido la temeridad de pedirte que se lo llevaras anoche. O -añadió con mucha intención-, que tú hayas creído que podías llevarlo.

A Grace le pareció que debía explicar eso a Elizabeth y Amelia.

– Anoche la viuda me pidió que le llevara el cuadro -les dijo.

– ¡Pero si es enorme! -exclamó Elizabeth.

– Mi abuela siempre prefirió a su hijo mediano -dijo Thomas, curvando los labios de una manera que no se podía considerar una sonrisa. Entonces miró hacia el frente y, como si sólo en ese instante hubiera caído en la cuenta de la presencia de su futura esposa, dijo-: Lady Amelia.

– Excelencia -respondió ella.

Pero al parecer él no la oyó; se había sentado y ya estaba vuelto hacia Grace, diciendo:

– ¿Me vas a apoyar, supongo, si la encierro?

– Thom… -Se interrumpió; era de suponer que Elizabeth y Amelia sabían que tenía permiso para llamarlo por su nombre de pila cuando estaban en Belgrave, pero de todos modos le parecía una falta de respeto llamarlo así delante de otras personas-. Excelencia -dijo, pronunciando muy bien-. Hoy debe tener una paciencia extra con ella. Está muy alterada.

Elevó una oración pidiendo perdón por hacer creer a todos que el trastorno de la duquesa sólo se debía a un vulgar robo. No era exactamente mentirle a Thomas, pero suponía que en este caso un pecado de omisión podría resultar igualmente peligroso.

Se obligó a sonreír; lógicamente la sonrisa le salió forzada.

– ¿Amelia? ¿Te sientes mal? -preguntó Elizabeth.

Grace las miró y vio que Elizabeth estaba observando a su hermana con expresión preocupada.

– Estoy muy bien -le espetó Amelia, lo cual bastó para demostrar que no lo estaba.

Las hermanas discutieron un momento, en voz tan baja que Grace no logró oír lo que decían, y entonces Amelia se levantó diciendo que necesitaba tomar el aire.

Thomas se levantó, lógicamente, y Grace también. Amelia pasó por delante de ellos y ya casi había llegado a la puerta cuando Grace comprendió que Thomas no tenía la intención de seguirla.

Santo cielo, para ser un duque tenía unos modales abominables. Le dio un codazo en las costillas; alguien tenía que hacerlo, se dijo. Nadie se atrevía a hacerle frente jamás.

Thomas la miró enfadado, pero se dio cuenta de que tenía razón, porque se giró hacia Amelia, hizo un leve gesto de asentimiento y dijo:

– Permíteme que te acompañe.

Salieron. Grace volvió a sentarse y durante por lo menos un minuto reinó el silencio, hasta que Elizabeth dijo, resignada:

– No hacen una buena pareja, ¿verdad?

Grace miró hacia la puerta, aun cuando ya hacía un rato que habían salido, y negó con la cabeza.


Era inmenso, pensó Jack. Era un castillo, claro, y un castillo se construye para ser imponente, pero, francamente…

Lo estaba contemplando boquiabierto.

Era inmenso.

Extraño que nadie le hubiera dicho que su padre procedía de una familia ducal. ¿Lo sabría alguien? Siempre había supuesto que su padre era hijo de un alegre terrateniente rural, tal vez un baronet o incluso un barón. Siempre le habían dicho que era hijo de John Cavendish, no de lord John Cavendish, como deberían haberlo llamado.

Y en cuanto a la anciana… Esa mañana había caído en la cuenta de que ella no le dijo su nombre, pero sin duda era la duquesa. Era demasiado imperiosa para ser una tía solterona o una parienta viuda.

Buen Dios; era nieto de un duque. ¿Cómo era posible eso?

Continuó mirando el edificio. No era provinciano del todo. Había viajado muchísimo cuando estaba en el ejército y había asistido al colegio con los hijos de las familias más notables de Irlanda. La aristocracia no le era desconocida. No se sentía incómodo en medio de aristócratas.

Pero eso…

Eso era inmenso.

¿Cuántas habitaciones tendría? Tendrían que ser más de cien. ¿Y de qué época? No parecía del todo medieval, a pesar de las almenas, pero sin duda era pretudor. Algo importante debió ocurrir ahí. No se hacen casas tan grandes sin que haya ocurrido algún acontecimiento histórico. ¿Un tratado, tal vez? ¿Tal vez una visita de la realeza? Daba la impresión de ser alguna de las cosas que se mencionan en el colegio, y probablemente por eso no lo sabía.

Estudioso no era.

La vista del castillo había sido engañosa cuando se acercaba. En esa parte había muchísimos árboles y las torres y torreones aparecían y desaparecían por entre el follaje. Sólo cuando llegó al comienzo del camino de entrada quedó totalmente a la vista, imponente, impresionante. La piedra era de color gris con un ligero matiz amarillo y, aunque los ángulos eran principalmente cuadrados, la fachada no tenía nada aburrido. Había muchísimos salientes y entradas; esa no era una pared georgiana larga y lisa con ventanas.

No lograba ni imaginarse cuánto tiempo le llevaría orientarse en la casa a un recién llegado; ni cuánto tiempo tardarían en encontrar al pobre que se hubiera perdido.

Y así continuó contemplando, tratando de hacerse una idea. ¿Cómo habría sido criarse ahí? Su padre se había criado en esa casa, y por todo lo que decían de él, era un hombre bueno y simpático. Bueno, era la impresión de una persona; su tía Mary era la única que lo conoció lo bastante bien como para poder contar una o dos historias de él.

De todos modos, se le hacía difícil imaginarse a una familia viviendo ahí. Su casa en Irlanda no era pequeña bajo ningún criterio, pero aún así, habiendo cuatro hijos, normalmente vivían chocándose; no se podía caminar diez minutos o ni siquiera dar diez pasos sin encontrarse con alguien y entablar conversación, ya fuera un primo, un hermano, una tía o incluso un perro (era un buen perro, Dios tenga su almita peluda en paz; mejor que muchas personas).

Se «conocían» entre ellos los Audley, y eso, había concluido hacía mucho tiempo, era algo muy bueno y muy poco común.

Pasados unos minutos vio un revuelo de movimientos en la puerta principal y aparecieron tres mujeres. Dos de ellas eran rubias. A esa distancia no les veía las caras, pero por su forma de caminar o moverse calculó que eran jóvenes, y posiblemente muy guapas.

Las chicas guapas, había notado hacía tiempo, se mueven de modo distinto a las feas, sepan o no que son guapas; simplemente no tienen conciencia de «fealdad»; en cambio, las feas siempre lo saben.

Esbozó una media sonrisa satisfecha; tal vez era un estudioso de las mujeres, y ese tema, intentaba convencerse con frecuencia, era tan noble como cualquier otro.

Pero fue la tercera chica, la última que salió de la casa, la que lo hizo retener el aliento y quedarse muy quieto, sin poder apartar la vista de ella.

Era la chica del coche de la noche pasada. Estaba seguro. Su pelo era del mismo color, lustroso y moreno, pero ese no era un color tan único que no se pudiera encontrar en otra mujer. Sabía que era ella porque… porque…

Porque lo sabía.

La recordaba. Recordaba su manera de caminar, de moverse, lo que sintió cuando la tenía apretada a su cuerpo. Recordaba el suave movimiento del aire entre ellos cuando se apartó.

Le había caído bien. No eran frecuentes las oportunidades de que le cayeran bien o mal las personas a las que asaltaba en los caminos, pero justo estaba pensando que encontraba algo atractivo en el brillo de inteligencia de sus ojos cuando la anciana la empujó hacia él, dándole permiso para ponerle el cañón de la pistola en la cabeza.

Eso no lo aprobó, lógicamente, pero de todos modos lo agradeció, porque tocarla, rodearla con el brazo, fue un placer inesperado. Y cuando la anciana volvió con el retrato en miniatura, su único pensamiento fue que era una lástima que no hubiera tenido tiempo de besarla como es debido.

Se mantuvo inmóvil en su montura observándola. Ella avanzó por el camino de entrada, mirando atrás por encima del hombro, y entonces se acercó a las otras y les dijo algo. Una de las rubias se cogió de su brazo y la llevó hacia un lado. Eran amigas, comprendió, sorprendido, y pensó si la chica (su chica, la consideraba ya) sería algo más que una dama de compañía. ¿Una parienta pobre, tal vez? Era evidente que no era hija de la casa, pero al parecer no era una criada.

Ella (¿cómo se llamaría?, deseaba saber su nombre) se ató las cintas de la papalina y después apuntó hacia algo en la distancia. Él miró en esa dirección, pero eran tantos los árboles que bordeaban el largo camino de entrada que no vio lo que había captado su interés.

Entonces ella se giró.

Quedó de cara a él.

Lo vio.

No hizo ninguna exclamación, ningún gesto, pero él supo que lo había visto por su forma de…

Tal vez simplemente por su manera de «estar», porque no le veía la cara a esa distancia. Pero lo supo.

Sintió un hormigueo de percepción, y se le ocurrió que ella lo había reconocido también. Eso era ridículo, porque estaba en el otro extremo del camino de entrada y no llevaba su ropa de bandolero, pero supo que ella sabía que estaba mirando al hombre que la besó.

El momento (que sólo pudo durar unos segundos) se alargó hasta la eternidad. Entonces graznó un pájaro detrás de él, sacándolo del trance, y por la cabeza le pasó rápido el pensamiento:

«Momento de marcharme.»

Nunca se quedaba mucho rato en un mismo sitio, y ese, sin duda, era el más peligroso.

Echó una última mirada; no una mirada de anhelo; no deseaba eso. Y en cuanto a la chica del coche, tragó saliva para pasar algo extraño y agrio que le quemó la garganta, tampoco la desearía a ella.

Algunas cosas son sencillamente insostenibles.


– ¿Quién era ese hombre? -preguntó Elizabeth.

Grace la oyó, pero simuló que no la había oído. Estaban sentadas en el cómodo coche de los Willoughby, pero al feliz grupo de tres se había añadido una cuarta persona.

Una vez que la viuda se levantó de la cama, le echó una sola mirada a las mejillas besadas por el sol de Amelia (que, en opinión de Grace, había dado un largo paseo con Thomas, tomado todo en cuenta) y soltó una parrafada apenas inteligible sobre el decoro que corresponde a una futura duquesa. No todos los días se oía un discurso que contuviera dinastía, procreación y manchas dejadas por el sol en una sola frase.

Pero la viuda lo consiguió, y ya todas se sentían fatal, principalmente Amelia. A la viuda se le metió en la cabeza que necesitaba hablar con lady Crowland (muy probablemente sobre las supuestas manchas en la piel de Amelia) y por lo tanto se invitó a acompañarlas en el trayecto, y envió la orden al establo de que prepararan un coche que las siguiera, para la vuelta.

Grace tuvo que acompañarlas también, porque, francamente, no tenía otra opción.

– ¿Grace? -dijo Elizabeth.

Grace frunció los labios y clavó la mirada en un punto del respaldo del asiento de enfrente, a la izquierda de la cabeza de la viuda.

– ¿Quién era? -insistió Elizabeth.

– Nadie -contestó Grace-. ¿Estamos listas para partir?

Miró por la ventanilla, haciendo como que estaba interesada en ver si había algún obstáculo en el camino de entrada que les impidiera pasar. En cualquier momento se pondrían en marcha hacia Burges Park, donde vivían los Willoughby.

Había estado temiendo el trayecto, aun cuando era corto; y entonces fue cuando lo vio.

Al bandolero. Cuyo apellido no era Cavendish.

Pero en otro tiempo lo fue.

Él se marchó antes que saliera la viuda del castillo, haciendo virar su caballo con una pericia que, aun cuando ella no era buena jinete, reconoció.

Pero él la vio. Y la reconoció. De eso estaba segura.

Lo sintió.

Impaciente tamborileó con los dedos en el costado de su muslo. Pensó en Thomas y en el enorme retrato que pasó por la puerta de la sala de estar. Pensó en Amelia, a la que desde que nació la criaron para ser la esposa de un duque. Y pensó en sí misma. Su mundo podía no ser el que deseaba, pero era su mundo, y era seguro.

Un hombre tenía el poder de destrozárselo.

Por eso, aun cuando vendería un trocito de su alma por un solo beso más de un hombre al que no conocía, cuando Elizabeth comentó que le había parecido que lo conocía, dijo secamente:

– No.

La viuda levantó la vista, con la cara arrugada de irritación.

– ¿De qué están hablando?

– Había un hombre al final del camino de entrada -dijo Elizabeth, antes que Grace pudiera decir nada.

La viuda giró bruscamente la cabeza hacia ella.

– ¿Quién era? -preguntó.

– No lo sé. No le vi la cara.

Lo cual no era mentira, al menos la segunda parte.

– ¿Quién era? -tronó la viuda, elevando la voz para hacerse oír por encima del ruido de las ruedas del coche que comenzaba la marcha por el camino.

– No lo sé -repitió Grace, aunque notó que la voz le salió rota.

– ¿Lo vio usted? -preguntó la viuda a Amelia.

Grace captó la mirada de Amelia y pasó algo de la una a la otra.

– No vi a nadie, señora -repuso Amelia.

La viuda la descartó con un bufido y dirigió todo el peso de su furia hacia Grace.

– ¿Era él?

Grace negó con la cabeza.

– No lo sé -tartamudeó-. No sabría decirlo.

– ¡Para el coche! -gritó la viuda, levantándose. Hizo a un lado a Grace de un empujón y golpeó fuerte la pared que separaba el chasis del pescante-. ¡Para, he dicho!

El coche se detuvo con una sacudida, y Amelia, que iba sentada al lado de la viuda, se fue hacia delante cayendo a los pies de Grace. Intentó levantarse, pero se lo impidió la viuda, que le había cogido el mentón a Grace, enterrándole cruelmente sus viejos y largos dedos en la piel.

– Le daré una oportunidad más, señorita Eversleigh -siseó-. ¿Era él?

«Perdóname», pensó Grace.

Y asintió.

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