CAPÍTULO 16

Jack no durmió bien esa noche, por lo que estaba irritable, malhumorado, así que pasó de largo por la sala de desayuno, donde se encontraría con personas con las que se esperaría que conversara, y salió a hacer su cabalgada matutina acostumbrada.

Eso era una de las mejores cosas de los caballos: jamás esperaban conversación.

No sabía qué debía decirle a Grace cuando volviera a verla. «Me encantó besarte. Ojalá lo hiciéramos más.»

Esa era la verdad, aun cuando fue él quien interrumpió el encuentro. Había ardido por ella toda la noche.

Podría tener que casarse con ella.

Detuvo bruscamente al caballo. ¿De dónde le salió eso?

«De tu conciencia», le dijo una molesta vocecita, tal vez su conciencia.

Condenación. Realmente necesitaba una buena noche de sueño; su conciencia nunca le hablaba tan fuerte.

Pero ¿podría? ¿Casarse con ella? Sería la única manera en que podría llevarla a la cama. Grace no era el tipo de mujer con la que se tiene una aventura. Y eso no era por su cuna, aunque era un factor, por supuesto. Simplemente era… «ella». Su manera de ser, su dignidad, tan poco común, su humor callado y travieso.

Matrimonio. Curiosa idea.

No lo había evitado, no. Sencillamente nunca se le había ocurrido casarse. Rara vez estaba en un lugar el tiempo suficiente para formar una relación duradera. Y, dada la naturaleza de su profesión, sus ingresos eran esporádicos. No habría ni soñado con pedirle a una mujer que compartiera la vida con un bandolero.

Aunque no era bandolero. Ya no lo era. La viuda se había encargado de eso.

– Simpática Lucy -musitó cuando entró en el establo, dándole unas palmaditas en el cuello al castrado, antes de desmontar.

Tendría que ponerle un nombre masculino al pobre animal; sería lo lógico. Pero era mucho el tiempo que llevaban juntos; sería difícil hacer el cambio.

– Mi relación más duradera -se dijo en voz baja cuando iba caminando de vuelta a la casa-. Ahora bien, eso es patético.

Lucy era un príncipe en lo que a caballos se refería, pero era un caballo.

¿Qué tenía para ofrecerle a Grace? Miró el castillo, imponente, enorme, como un monstruo de piedra. Casi se rió. Un ducado, posiblemente. Buen Dios, pero no deseaba el ducado; era demasiado.

¿Y si no era el duque? Pero claro, sabía que lo era. Sus padres estaban casados, de eso estaba absolutamente seguro. Pero ¿y si no había ninguna prueba? ¿Si la iglesia se había incendiado? ¿Si había habido una inundación? ¿O había ratones? Los ratones roen el papel, ¿no? ¿Y si un ratón, no, una legión de ratones, se habían comido todo el libro de registro de la parroquia?

Eso podía ocurrir.

Entonces, ¿qué tenía para ofrecerle si no era el duque?

Nada. Absolutamente nada. Un caballo llamado Lucy y una abuela que, estaba cada vez más convencido, era un engendro de Satán. No tenía ninguna habilidad ni conocimientos dignos de mención; le resultaba difícil imaginarse aplicando su talento para robar en las carreteras en algún tipo de ocupación honrada. Y no quería volver al ejército. Si bien era una profesión respetable, lo separaría de su mujer y ¿para qué casarse, entonces?

Suponía que Wyndham le daría una pensión con una simpática propiedad rural pequeña lo más lejos posible de Belgrave. La aceptaría, lógicamente; nunca había tenido un orgullo desproporcionado. Pero ¿qué sabía de simpáticas propiedades rurales? Se había criado en una, pero jamás se molestó en prestar atención a la manera de administrarla y llevarla. Sabía limpiar un corral y coquetear con las criadas, pero estaba seguro de que se necesitaba mucho más que eso para hacer de la propiedad algo decente.

Y luego estaba Belgrave, todavía gigantesco ante él, todavía tapando el sol. Buen Dios, si no se creía capaz de administrar una propiedad rural pequeña, ¿qué diablos haría con «esta»? Por no hablar de las muchas otras propiedades que poseían los Wyndham; la viuda las ennumeró durante la cena una noche. No lograba ni imaginarse la cantidad de documentos que había que revisar en el trabajo administrativo: montones de contratos, libros de contabilidad, propuestas, cartas; le dolía el cerebro de sólo pensarlo.

Sin embargo, si no aceptaba el ducado, si como fuera encontraba la manera de pararlo todo antes que se lo tragara, ¿qué tendría para ofrecerle a Grace?

El estómago se le estaba quejando de que se hubiera saltado el desayuno, así que subió deprisa la escalinata hasta la puerta y entró. En el vestíbulo había muchísimo ajetreo, criados yendo y viniendo ocupados en su miríada de tareas, así que su entrada pasó bastante desapercibida, lo que no le importó. Se quitó los guantes, y se estaba frotando las manos para calentárselas, cuando divisó a Grace en el otro extremo del vestíbulo.

Le pareció que ella no lo había visto; echó a caminar en dirección hacia ella, pero al pasar por delante de la puerta de uno de los salones oyó un extraño conjunto de voces y no pudo resistir su curiosidad. Se detuvo y se asomó.

– Lady Amelia -dijo, sorprendido.

Estaba de pie, bastante rígida, con las manos fuertemente cogidas delante. No podía dejar de comprenderla; no le cabía duda de que él estaría tenso y afligido si estuviera comprometido en matrimonio con Wyndham.

Entró en el salón a saludarla.

– No sabía que nos hubiera honrado con su encantadora presencia.

Entonces vio a Wyndham; en realidad era imposible no verlo. El duque estaba emitiendo un sonido bastante macabro, casi parecido a una risa.

A su lado estaba un caballero mayor de estatura media y tripudo. Era un aristócrata de la cabeza a los pies, pero su piel bronceada y curtida indicaba que pasaba mucho tiempo al aire libre.

Lady Amelia tragó saliva y tosió, y tenía el aspecto de sentirse mareada.

– Padre -le dijo al hombre mayor-, ¿me permites que te presente al señor Audley? Es un huésped aquí en Belgrave. Le conocí el otro día cuando vine a ver a Grace.

– ¿Dónde está Grace? -preguntó Wyndham.

Jack detectó algo raro, fuera de lugar, en su tono, pero de todos modos contestó:

– Está al final del vestíbulo. Yo iba caminando…

– No me cabe duda -le espetó Wyndham, sin siquiera mirarlo-. Muy bien -dijo a lord Crowland-, querías saber mis intenciones.

¿Intenciones?, pensó Jack, avanzando unos cuantos pasos. Eso no podía ser otra cosa que interesante.

– Este podría no ser el mejor momento -dijo lady Amelia.

– No, este podría ser nuestro único momento -dijo Wyndham en un tono solemne, extraño en él.

Jack estaba pensando en cómo debía interpretar eso cuando llegó Grace.

– ¿Deseaba verme, excelencia? -preguntó.

Wyndham la miró un momento, perplejo.

– ¿Tan fuerte he hablado?

Grace hizo un gesto hacia el vestíbulo.

– El lacayo le oyó.

Ah, sí, en Belgrave abundaban los lacayos. Y eso facilitaba mucho mantener en secreto lo del viaje a Irlanda.

Pero si a Wyndham le importó, no lo demostró.

– Entre, señorita Eversleigh -dijo, moviendo el brazo en gesto de bienvenida-. Bien podría tener un sitio en esta farsa.

Jack comenzó a sentir inquietud. No conocía bien a su primo, pero ese no era su comportamiento habitual. Estaba demasiado teatral, demasiado solemne; era un hombre empujado hasta el borde del abismo y ahí se estaba balanceando. Él reconocía las señales: había pasado por eso.

¿Debía intervenir? Podría hacer algún comentario tonto para romper la tensión. Eso podría ser útil y confirmaría lo que Wyndham ya pensaba de él: que era un payaso desarraigado al que no había que tomar en serio.

Decidió callar.

Observó a Grace, que entró en la sala y fue a situarse cerca de la ventana; logró captar su mirada pero muy brevemente. Parecía tan perpleja como él, y muchísimo más preocupada.

– Exijo saber lo que ocurre -dijo lord Crowland.

– Por supuesto -repuso Wyndham-. Qué mala educación la mía. ¿Dónde están mis modales?

Jack miró hacia Grace. Se había cubierto la boca con una mano.

– Hemos tenido una semana muy emocionante en Belgrave -continuó Wyndham-. Sobrepasa con mucho mis más locas imaginaciones.

– ¿Y con eso quieres decir?

– Ah, sí, probablemente deberías saberlo. Este hombre -agitó la muñeca en dirección a Jack- es mi primo. Podría incluso ser el duque. -Miró a lord Crowland y se encogió de hombros-. No lo sabemos de cierto.

Silencio.

– Oh, Dios mío -exclamó lady Amelia pasado un momento.

Jack la miró. Había palidecido; no logró discernir qué podría estar pensando.

– Entonces el viaje a Irlanda… -dijo su padre.

– Es para determinar su legitimidad -confirmó Wyndham, y con una expresión morbosamente guasona continuó-: Va a ser un buen grupo. Va a ir incluso mi abuela.

Jack controló la expresión de su cara para que no demostrara su horror. Entonces miró a Grace; estaba mirando al duque horrorizada.

En cambio la expresión de lord Crowland sólo se podía calificar de lúgubre.

– Iremos con vosotros -dijo.

– ¿Padre? -dijo lady Amelia, avanzando hacia él casi de un salto.

– No te metas en esto, Amelia -le espetó su padre, sin siquiera volverse a mirarla.

– Pero…

– Te aseguro que nos daremos la mayor prisa posible en determinar esto y te informaremos inmediatamente -dijo Wyndham.

– De esto depende el futuro de mi hija -replicó Crowland acalorado-. Quiero estar ahí para examinar los papeles.

La expresión de Wyndham pasó a letal.

– ¿Crees que pretendemos engañarte? -preguntó en voz peligrosamente baja.

– Sólo velo por los derechos de mi hija.

– Padre, por favor -suplicó Amelia, poniendo la mano en su brazo-. Por favor, sólo un momento.

– ¡He dicho que no te metas en esto! -gritó él, sacudiendo el brazo con tanta fuerza que ella se tambaleó.

Jack avanzó a sostenerla, pero Wyndham ya estaba junto a ellos antes que él pudiera pestañear.

– Pídele disculpas a tu hija -dijo.

– ¿Qué diablos dices? -farfulló Crowland, confuso.

– ¡Pídele disculpas! -rugió Wyndham.

– Excelencia -dijo Amelia, intentando meterse entre ellos-. No juzgue a mi padre con tanta dureza, por favor. Estas son circunstancias excepcionales.

– Nadie sabe eso mejor que yo -dijo Wyndham, aunque sin mirarla, pues estaba mirando la cara de su padre, y no desvió la mirada al decir-: Le pides disculpas a Amelia o te hago expulsar de la propiedad.

Y Jack lo admiró, por primera vez. Ya se había dado cuenta de que lo respetaba, pero eso no era lo mismo. Wyndham era un pelma, en su humilde opinión, pero todo lo que hacía, todas sus decisiones y actos, eran por los demás. Todo lo hacía por Wyndham, el patrimonio, no por su persona. Era imposible no respetar a un hombre así.

Pero esto era diferente. El duque no estaba defendiendo a su gente, sino a una persona. Eso era algo mucho más difícil.

Sin embargo, mientras lo miraba en ese momento, diría que eso se le daba con la misma naturalidad con que respiraba.

– Lo siento -dijo Crowland finalmente, con cara de no saber muy bien qué acababa de ocurrir-. Amelia, sabes que yo…

– Lo sé -interrumpió ella.

Y entonces Jack se encontró inesperadamente en el centro del escenario.

– ¿Quién es este hombre? -preguntó lord Crowland, apuntando hacia él con el brazo.

Jack miró a Wyndham con una ceja arqueada, cediéndole a él la respuesta.

– Es el hijo del hermano mayor de mi padre -contestó Wyndham.

– ¿Charles? -preguntó Amelia.

– John.

Lord Crowland asintió.

– ¿Estáis seguros de esto? -preguntó, dirigiendo la pregunta a Wyndham.

Thomas se encogió de hombros.

– Puedes mirar el retrato.

– Pero su apellido.

– Era Cavendish cuando nací -contestó Jack; si él era el tema de conversación bien podía participar en ella, maldita sea-. En el colegio tenía el apellido Cavendish-Audley. Puede mirar los archivos si lo desea.

– ¿Aquí? -preguntó Crowland.

– En Enniskillen. Sólo vine a Inglaterra después de servir en el ejército.

– Yo estoy convencido de que es pariente sanguíneo -dijo Wyndham tranquilamente-. Sólo falta por determinar si lo es también por la ley.

Jack lo miró sorprendido; era la primera vez que lo reconocía como pariente en público.

El conde no hizo ningún comentario; el menos no directo. Simplemente caminó hacia la ventana mascullando:

– Esto es un desastre.

Y no añadió nada más.

Del resto, tampoco nadie dijo nada.

Y entonces les llegó el comentario del conde, que estaba mirando hacia el parterre de césped.

– Yo firmé el contrato de buena fe -dijo, con voz ronca y airada-. Veinte años atrás, firmé el contrato.

Sólo le contestó el silencio.

Entonces se giró bruscamente.

– ¿Entiendes? -preguntó, mirando a Wyndham furioso-. Tu padre fue a verme con sus planes y yo los acepté, creyendo que tú eras el heredero legítimo del ducado. Ella iba a ser duquesa. ¡Duquesa! ¿Crees que habría entregado a mi hija si hubiera sabido que no eras sino… sino…?

«Sino uno como yo», deseó decir Jack, pero por una vez le pareció que no era ni el momento ni el lugar para hacer una broma frívola y traviesa.

Entonces Wyndham (de pronto deseó llamarlo Thomas) miró al conde hacia abajo, altivo, y dijo:

– Puedes llamarme señor Cavendish, si lo deseas; si crees que podría servirte para acostumbrarte a la idea.

Eso era exactamente lo que habría deseado decir él, pensó Jack, si hubiera estado en la piel de Thomas. Si se le hubiera ocurrido.

Pero ese sarcástico reproche no amilanó al conde. Miró a Thomas furibundo, casi temblando y siseó:

– No voy a permitir que defrauden a mi hija. Si resulta que no eres el legítimo duque de Wyndham, puedes considerar nulo e inválido el compromiso.

– Como quieras -dijo Thomas secamente.

No discutió ni dio ninguna señal de que podría desear luchar por su prometida.

Jack miró a Amelia y al instante desvió la mirada. Hay ciertas cosas, ciertas emociones, que un caballero no debe observar.

Y al girarse se encontró cara a cara con el conde, el padre de ella. Y el hombre apuntaba a su pecho con el dedo.

– Si es así -dijo-, si usted es el duque de Wyndham, usted se casará con mi hija.

Hacía falta muchísimas cosas para dejar sin habla a Jack Audley, pero con eso lo consiguió.

Cuando recuperó la voz, después de un desagradable sonido que supuso le salió de la garganta, logró decir:

– Ah, no.

– Ah, sí -le advirtió Crowland-. Se casará con ella aunque tenga que llevarlo al altar con mi trabuco a la espalda.

– Padre, no puedes hacer esto -exclamó Amelia.

Crowland no le hizo el menor caso.

– Mi hija está comprometida con el duque de Wyndham y con el duque de Wyndham se casará.

– No soy el duque de Wyndham -dijo Jack, recuperando un poco su aplomo.

– Todavía no. Tal vez nunca. Pero yo estaré presente cuando salga a la luz la verdad. Y me encargaré de que mi hija se case con el hombre que debe.

Jack lo evaluó. Lord Crowland no era un hombre débil, y aunque no rezumaba el mismo altivo poder de Wyndham, sin duda conocía su valía y su lugar en la sociedad. No permitiría que agraviaran a su hija.

Eso él lo respetaba. Si tuviera una hija, haría lo mismo, supuso, pero no a expensas de un hombre inocente.

Miró a Grace, sólo un instante, y alcanzó a captar la horrorizada y abatida expresión de sus ojos ante la escena que estaba presenciando.

No renunciaría a ella. Ni por un maldito título ni mucho menos para honrar un contrato de matrimonio de otra persona.

– Esto es de locos -dijo, mirándolos a todos, sin poder creer que fuera el único que hablara en su defensa-. Ni siquiera la conozco.

– Eso no tiene importancia -dijo Crowland bruscamente.

– Está loco -exclamó Jack-. No me voy a casar con ella. -Miró a Amelia y deseó no haberla mirado-. Mis disculpas milady -dijo, prácticamente balbuceando-. Esto no es de carácter personal.

Ella movió la cabeza, rápido, apenada. No fue un sí ni un no, sino más bien un afligido acuse de recibo, el tipo de movimiento que hace una persona cuando es lo único que es capaz de hacer.

A él le desgarró hasta las entrañas.

«No -se dijo-. Esto no es responsabilidad tuya. No tienes por qué arreglar el entuerto.»

Y nadie dijo nada en su defensa. A Grace la entendía, puesto que no estaba en posición para decir algo, pero, pardiez, ¿y Wyndham? ¿No le importaba que Crowland estuviera intentando darle su novia a otro?

Pero el duque simplemente estaba ahí, inmóvil como una piedra, y en sus ojos ardía algo que no supo identificar.

– Yo no acepté esto -dijo-. No firmé ningún contrato.

Eso tenía que significar algo.

– Él tampoco -dijo Crowland, haciendo un gesto con el hombro hacia Wyndham-. Lo firmó su padre.

– En su nombre -dijo Jack, casi a gritos.

– Ahí es donde se equivoca, señor Audley. En el contrato no se especificó su nombre. Mi hija, Amelia Honoria Rose, se casaría con el séptimo duque de Wyndham.

– ¿Sí? -preguntó Thomas, hablando por fin.

– ¿No ha mirado el documento? -le preguntó Jack.

– No, nunca vi la necesidad.

– Buen Dios -exclamó Jack-, he caído en un grupo de malditos idiotas.

Nadie lo contradijo, observó. Desesperado, miró a Grace, que tenía que ser el único miembro cuerdo de la humanidad que quedaba en esa casa. Pero ella no lo miró a los ojos.

Eso bastó. Tenía que poner fin al asunto. Se irguió en toda su estatura y miró a lord Crowland a la cara.

– Señor, no me casaré con su hija.

– Ah, te casarás.

Pero esto no lo dijo Crowland, sino Thomas, avanzando hacia él con los ojos relampagueantes de ira apenas contenida. No se detuvo hasta cuando estaban casi tocándose las narices.

– ¿Qué ha dicho? -le preguntó Jack, seguro de que había oído mal.

Por todo lo que había visto, que no era mucho en realidad, a Thomas le gustaba bastante su novia.

– Esta mujer -dijo Thomas, haciendo un gesto hacia Amelia, que estaba detrás- ha pasado toda su vida preparándose para ser la duquesa de Wyndham. No voy a permitir que le destroces la vida.

Todos los presentes se quedaron absolutamente inmóviles, a excepción de Amelia, que parecía a punto de caerse al suelo.

– ¿Me entiendes?

Y él, bueno, él era Jack, así que simplemente arqueó las cejas, y sonrió, no una sonrisa satisfecha, aunque no le cabía duda de que a su sonrisa le faltaba sinceridad. Miró a Thomas a los ojos.

– No.

Thomas guardó silencio.

– No, no lo entiendo -dijo él. Se encogió de hombros-. Lo siento.

Thomas lo miró un momento.

– Creo que te mataré -dijo al fin.

Lady Amelia lanzó un grito y se abalanzó a coger a Thomas, unos segundos antes que pudiera atacar.

– Puedes robarme la vida -gruñó Thomas, apenas dejándose someter por ella-. Puedes robarme mi apellido, pero por Dios que no robarás el de ella.

– Ella tiene un apellido. Es Willoughby. Y, por el amor de Dios, es hija de un conde. Encontrará a otro hombre.

– Si tú eres el duque de Wyndham -dijo Wyndham enérgicamente-, honrarás tus compromisos.

– Si soy el duque de Wyndham no puede decirme qué debo hacer.

– Amelia, suéltame el brazo -dijo Thomas con una calma letal.

En lugar de soltarlo, ella lo tironeó hacia atrás.

– Creo que no es conveniente -dijo.

Lord Crowland eligió ese momento para situarse entre ellos.

– Esto…, señores, todo esto es hipotético en estos momentos. Tal vez deberíamos esperar a…

– En todo caso yo no sería el séptimo duque -dijo Jack, que acababa de ver su escapatoria.

– ¿Cómo ha dicho? -le preguntó Crowland, como si él fuera una molestia y no el hombre al que quería obligar a casarse con su hija.

– No sería el séptimo. -Pensó, pensó, intentando armar los detalles de la historia de la familia de que se había enterado esos días. Miró a Thomas-: ¿Verdad? Porque su padre fue el sexto duque. Y no lo hubiera sido si lo hubiera sido yo, ¿verdad?

– ¿De qué diablos habla? -preguntó Crowland.

Pero Jack vio que Thomas entendía exactamente su argumento. Y lo explicó:

– Tu padre murió antes que su propio padre. Si tus padres estaban casados habrías heredado a la muerte del quinto duque, eliminándonos totalmente a mi padre y a mí.

– Y eso me convertiría en el sexto duque -dijo Jack.

– Sí.

– Entonces no estaría obligado a honrar el contrato. Ningún tribunal del país me lo exigiría. Dudo que me lo exigieran aún en el caso de que fuera el séptimo duque.

– No es a un tribunal jurídico al que debes apelar -dijo Thomas-, sino al tribunal de tu responsabilidad moral.

– Yo no pedí esto.

– Yo tampoco -dijo Thomas en voz baja.

Jack no dijo nada. Sentía la voz atrapada en el pecho, martilleándoselo, haciendo un ruido sordo y exprimiéndole el aire. La sala estaba muy calurosa, sentía apretada la corbata, y en ese momento en que se le escapaba el control de su vida, sabía una sola cosa de cierto.

Tenía que salir.

Miró hacia Grace, pero ella se había cambiado de lugar; estaba al lado de Amelia y le tenía cogida la mano.

No renunciaría a ella. No podría. Por primera vez en su vida había encontrado a una mujer que le llenaba todos los espacios vacíos del corazón.

No sabía quién sería una vez que fueran a Irlanda y encontraran lo que fuera que creían que buscaban. Pero fuera quien fuera, duque, bandolero, soldado, pícaro, la deseaba a ella a su lado.

La amaba.

La «amaba».

No la merecía por millones de motivos, pero la amaba. Y era un cabrón egoísta, pero se iba a casar con ella. Encontraría la manera. Fuera quien fuera y poseyera lo que poseyera.

Tal vez estaba comprometido con Amelia. Tal vez no era lo bastante inteligente para entender los detalles legales del asunto, y mucho menos sin el contrato en la mano y alguien que le tradujera los términos técnicos.

Se casaría con Grace. Se casaría.

Pero primero tenía que ir a Irlanda.

No podía casarse con ella mientras no supiera qué era, pero más que eso, no podía casarse con ella mientras no hubiera expiado sus pecados.

Y eso sólo lo podía hacer en Irlanda.

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