Diez minutos después, Grace iba viajando en el coche de Wyndham sola con la duquesa viuda, tratando de recordar por qué le dijo a Thomas que no enviara a su abuela a un asilo. En los últimos cinco minutos, había ordenado, tajantemente, al cochero que virara el coche para regresar a la casa.
La había empujado fuera del coche, y hecho saltar al suelo cayendo violentamente sobre el tobillo derecho.
Ordenó a las hermanas Willoughby que hicieran solas el trayecto a su casa, sin darles ni la más mínima explicación.
Había hecho volver el coche de Wyndham que iba siguiendo al otro.
Ordenó subir al sudodicho coche a seis fornidos lacayos.
Ordenó a uno que la arrojara a ella dentro del coche (el lacayo al que le tocó la tarea le pidió disculpas, pero de todos modos…).
– ¿Señora? -preguntó, vacilante; la velocidad a la que iban sólo se podía considerar peligrosa, pero la viuda no paraba de golpear la pared con su bastón gritándole al cochero que fuera más rápido-. ¿Señora? ¿Adónde vamos?
– Lo sabe muy bien.
Grace esperó un momento, por cautela, y entonces dijo:
– Lo siento, señora, no lo sé.
La viuda clavó en ella una mirada furiosa.
– No sabemos dónde está -señaló ella.
– Lo encontraremos.
– Pero, señora…
– ¡Basta! -gruñó la viuda.
No lo dijo en voz alta, pero sí con tanta furia que Grace guardó silencio al instante. Pasado un momento, la miró disimuladamente. La anciana iba sentada con la espalda recta como una vara, en realidad demasiado recta para un trayecto en coche, y llevaba la mano derecha doblada como una garra, sosteniendo abierta la cortina para poder mirar fuera.
Árboles.
Eso era todo lo que se podía ver. Grace no lograba imaginarse qué miraba la viuda con tanta atención.
– Si usted lo vio -dijo esta en voz baja, interrumpiendo sus pensamientos-, quiere decir que continúa en el distrito.
Grace no dijo nada. En todo caso, la viuda no la estaba mirando.
– Lo cual significa -continuó esta con voz glacial-, que sólo hay tres lugares donde podría estar. Tres posadas de postas de las cercanías. Sólo hay tres.
Grace apoyó la frente en la mano; eso era señal de debilidad, debilidad que normalmente procuraba no dejar ver delante de la viuda, pero ya no había manera de mantener una fachada de fría tranquilidad. Lo iban a secuestrar. Ella, Grace Catriona Eversleigh, que jamás había robado ni siquiera una cinta de un penique en una feria, iba a tomar parte en algo que tenía que ser, con toda seguridad, un delito grave.
– Santo Dios -susurró.
– Calle y hágase útil -ladró la viuda.
Grace apretó los dientes. ¿Cómo diablos pensaba la viuda que ella podría ser útil? Sin duda, cualquier trabajo físico que fuera necesario lo harían los lacayos, cada uno de los cuales medía, por norma en Belgrave, sólo una pulgada menos de seis pies [2]. Y no, no dudaba de cuál era la finalidad de llevarlos en el coche; cuando miró interrogante a la viuda, la respuesta de esta fue contundente: «Podría ser necesario convencer a mi nieto».
– Mire por la ventanilla -gruñó la viuda, en un tono que daba a entender que creía que ella se había vuelto idiota de la noche a la mañana-. Usted fue la que lo vio mejor.
Buen Dios, agradecida perdería cinco años de su vida sólo para estar en cualquier lugar menos dentro de ese coche.
– Señora, como dije… estaba al final del camino de entrada. No lo vi en realidad.
– Lo vio anoche.
Grace había intentado no mirarla, pero ante eso no pudo evitar hacerlo.
– La vi besándolo -siseó la viuda-. Y se lo advierto ahora. No intente elevarse por encima de su posición.
– Señora, él me besó.
– Es mi nieto -ladró la viuda-, y muy bien podría ser el verdadero duque de Wyndham, así que no se haga ninguna ilusión. Usted es valorada como mi acompañante, pero nada más.
Grace no logró encontrar la indignación para reaccionar a ese insulto. Lo único que pudo hacer fue mirarla horrorizada, sin poder creer que hubiera dicho esas palabras: «El verdadero duque de Wyndham».
La sola sugerencia era escandalosa. ¿Abandonaría con tanta facilidad a Thomas, despojándolo de su patrimonio, de su identidad? Wyndham no sólo era el título de Thomas, era también lo que era él.
Pero si la viuda defendía públicamente al bandolero como al verdadero heredero, buen Dios, no lograba ni imaginarse las proporciones del escándalo que se armaría. Claro que se demostraría que el bandolero era hijo ilegítimo, un impostor, pues no podía ser de otra manera, pero el daño ya estaría hecho. Siempre habría personas que murmurarían que «posiblemente» Thomas no era el verdadero duque, que no debería ser tan presumido y orgulloso, porque realmente no tenía el derecho de serlo, ¿no?
No lograba imaginarse qué le haría eso a él. A todos.
– Señora -dijo, y la voz le salió algo temblorosa-, no puede creer que este hombre pueda ser legítimo.
– Por supuesto que puedo. Sus modales fueron impecables.
– ¡Es un bandolero!
– Uno de muy buen porte y pronunciación absolutamente perfecta -replicó la viuda-. Sea cual sea su rango actual, tuvo buena crianza y recibió la educación de un caballero.
– Pero eso no significa…
– Mi hijo murió en un barco -interrumpió la viuda en tono duro-, después de pasar ocho meses en Irlanda. Ocho malditos meses que deberían haber sido cuatro semanas. Fue para asistir a una boda. Una boda. -Se le puso rígido el cuerpo y rechinó los dientes por el recuerdo-. Y no la boda de alguien digno de mencionar; sólo un amigo del colegio cuyos padres compraron un título y con este forzaron la entrada del chico en Eton, como si eso los fuera a hacer mejor de lo que eran.
Grace agrandó los ojos. La voz de la viuda había bajado a un siseo maligno, venenoso; sin siquiera tener la intención, se deslizó hacia la ventanilla; le resultó insoportable estar tan cerca de ella.
– Y entonces -continuó la viuda-. ¡Y entonces!, sólo recibí una nota, con tres frases, escritas por otra persona, diciendo que lo estaba pasando tan bien que creía que se quedaría ahí.
Grace pestañeó.
– ¿No la escribió él? -preguntó, sin saber por qué encontraba tan curioso ese detalle.
– La firmó -dijo bruscamente la viuda-. Y la selló con su anillo. Sabía que yo no descifraría su letra. -Se apoyó en el respaldo, con la cara contorsionada por décadas de ira y resentimiento-. Ocho meses. Ocho estúpidos meses inútiles. ¿Quién podría decir que no se casó con una ramera que conoció ahí? Tuvo tiempo de sobra.
Grace la observó un buen rato. Tenía la nariz levantada en gesto altivo, y todo indicaba que estaba furiosa, pero algo no andaba bien. Tenía los labios apretados en un rictus y los ojos le brillaban de modo sospechoso.
– Señora -dijo, amablemente.
– No -dijo la viuda, y su voz sonó cascada.
Grace pensó si tal vez no sería prudente hablar, pero llegó a la conclusión que había demasiadas cosas en juego y no podía guardar silencio.
– Excelencia, sencillamente no puede ser -dijo, aferrándose al valor a pesar de la furiosa expresión que vio en la cara de la viuda-. Esta no es una humilde propiedad rural. Esto no es Sillsby -añadió, tragándose el bulto que se le formó en la garganta al hablar del hogar de su infancia-. Esto es Belgrave, un ducado. Los posibles herederos no desaparecen en la niebla. Si su hijo hubiera tenido un hijo, lo habríamos sabido.
La viuda la miró fijamente durante un incómodo momento y luego dijo:
– Probaremos en la Happy Hare en primer lugar. Es la menos desmañada de las posadas de la localidad. -Se acomodó en el asiento, mirando al frente y continuó-: Si él se parece en algo a su padre, le gustarán tanto las comodidades que no se conformará con nada inferior.
Jack ya se sentía un idiota cuando le arrojaron un saco sobre la cabeza.
Había ocurrido, pues. Era consciente de que se había quedado demasiado tiempo. Durante todo el trayecto de vuelta se había regañado por lo tonto que era. Debería haberse marchado después del desayuno. Debería haberse marchado al alba. Pero no, esa noche se emborrachó y luego fue a mirar el maldito castillo. Y entonces la vio.
Si no la hubiera visto, no se habría quedado tanto tiempo en ese extremo del camino de entrada. Y no se habría tenido que marchar a tanta velocidad, y no habría tenido que parar para dejar descansar a su caballo.
Y no habría estado ahí junto al abrevadero como sirviendo de blanco cuando alguien lo atacó por detrás.
– Atadlo -dijo una voz bronca.
Eso bastó para poner todos los poros de su cuerpo en modalidad lucha. Un hombre no pasa su vida tan cerca del dogal del verdugo sin estar preparado para esa palabra.
Qué más daba que no viera nada; qué más daba que no supiera quiénes eran ni por qué habían ido a buscarlo. Luchó. Y sabía luchar, de manera limpia y de manera sucia. Pero eran tres, por lo menos, posiblemente más, y sólo consiguió dar dos puñetazos antes de quedar tendido boca abajo en el suelo, con las manos cogidas a la espalda y atadas con…
Bueno, no era una cuerda. Por el tacto le pareció que era una cinta de seda, dicha fuera la verdad.
– Perdón -masculló uno de sus captores.
Y eso era muy extraño. A los hombres encargados de atar o otros hombres rara vez se les ocurre pedir disculpas.
– No hay de qué -dijo, y al instante se maldijo por su insolencia.
Lo único que consiguió con su broma fue que se le llenara la boca con el polvo del saco de arpillera.
– Por aquí -dijo uno de los hombres, ayudándolo a ponerse de pie.
Y él no pudo hacer otra cosa que obedecer.
– Esto…, si me hace el favor -dijo la primera voz, la del hombre que ordenó que lo ataran.
– ¿Seríais tan amables de decirme adónde vamos? -consiguió preguntar.
Entonces lo rodearon y le dieron unos suaves empujones. Secuaces. Esos eran sólo unos mandados. Exhaló un suspiro. Los secuaces nunca saben las cosas importantes.
– Esto…, ¿puede subir?
Y antes que él pudiera complacerlos o por lo menos decir «Perdón, ¿qué ha dicho?», lo levantaron bruscamente y lo metieron dentro de algo que tenía que ser un coche.
– Colocadlo en el asiento -ladró una voz.
Esa voz sí que la conocía. Era la de la anciana. Su abuela.
Bueno, al menos no lo iban a llevar a la horca para colgarlo.
– ¿Nadie se va a ocupar de mi caballo? -preguntó.
– Ocuparos de su caballo -ladró la anciana.
Jack se dejó instalar en un asiento, maniobra no particularmente fácil, maniatado como estaba y cegado por el saco en la cabeza.
– Supongo que no me vais a desatar las manos -dijo.
– No soy estúpida -contestó la anciana.
– No -dijo él, exhalando un falso suspiro-. Ya me imaginé que no lo era. La belleza y la estupidez nunca van tan de la mano como uno podría desear.
– Lamento haber tenido que cogerte de esta manera -dijo la anciana-, pero no me dejaste ninguna otra opción.
– Ninguna otra opción -musitó él-. Sí, claro, hasta ahora he hecho mucho para escapar de sus garras.
– Si hubieras tenido la intención de visitarme -dijo la anciana, secamente-, no te habrías alejado a caballo.
A él se le curvaron los labios en una sonrisa burlona.
– Ella se chivó, entonces -dijo, pensando en por qué se había imaginado que no lo diría.
– ¿La señorita Eversleigh?
Así que ese era su apellido.
– No tuvo otra opción -añadió la anciana, despectiva, como si los deseos de la señorita Eversleigh fueran algo que rara vez tomaba en cuenta.
Entonces Jack la sintió. Un leve roce de aire a su lado, un leve frufrú de movimiento.
Estaba ahí, la elusiva señorita Eversleigh. La silenciosa señorita Eversleigh.
La deliciosa señorita Eversleigh.
– Quitadle la capucha -oyó ordenar a su abuela-, lo vais a ahogar.
Esperó pacientemente fijándose una indolente sonrisa en la cara; al fin y al cabo esa no era una expresión que esperarían ver, y por lo tanto, era la que más deseaba exhibir. La oyó emitir un sonido, es decir, a la señorita Eversleigh. No fue exactamente un suspiro, y tampoco un gemido. Fue algo que no logró discernir. Cansina resignación, tal vez, o tal vez…
Salió la capucha y se tomó un momento para saborear el aire fresco en la cara.
Después la miró.
Era sufrimiento. Eso había sido. La pobre señorita Eversleigh parecía sentirse desgraciada. Un caballero más cortés habría desviado la vista, pero él no se sentía muy caritativo en ese momento, así que se regaló los ojos con un largo examen de su cara. Era hermosa, aunque no de un modo previsible; no era una rosa inglesa, con ese glorioso pelo moreno, unos brillantes ojos azules ligeramente sesgados hacia arriba en las comisuras. Sus pestañas eran negras, negras, en fuerte contraste con la blanca perfección de su piel.
Claro que la blancura podría ser palidez debida a su muy extremo malestar. La pobre chica parecía a punto de arrojar el contenido de su estómago en cualquier momento.
– ¿Tan horrible fue besarme? -musitó.
Ella se puso roja.
– Al parecer sí. -Miró a su abuela y dijo en su tono más cordial-: Supongo que sabe que esto que está haciendo es un delito castigado con la horca.
– Soy la duquesa de Wyndham -repuso ella, arqueando altivamente una ceja-. Nada es un delito castigado con la horca.
– Ah, las injusticias de la vida -dijo él, suspirando-. ¿No está de acuerdo, señorita Eversleigh?
Ella dio la impresión de que deseaba hablar. De hecho, la pobre chica se estaba mordiendo la lengua.
– Ahora bien, si fuera usted la que comete este pequeño delito -continuó él, bajando insolentemente la mirada desde su cara a los pechos y subiéndola hasta su cara otra vez-, todo esto sería muy distinto.
Ella apretó las mandíbulas.
– Sería -musitó él, fijando la mirada en sus labios- bastante encantador, creo. Imagínese, usted y yo solos en este coche tan grandiosamente lujoso. -Suspiró satisfecho y se reclinó en el respaldo-. La imaginación se desmadra.
Esperó por si la anciana la defendía. Esta no dijo nada.
– ¿Le importaría hacerme partícipe de sus planes? -le preguntó, poniendo un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna, bien reclinado en el asiento.
No era una postura fácil, con las manos atadas a la espalda, pero que lo colgaran si enderezaba la espalda para ser más educado.
La anciana lo miró con los labios fruncidos.
– La mayoría de los hombres no se quejarían.
Él se encogió de hombros.
– No soy la mayoría de los hombres. -La obsequió con una sonrisa sesgada y giró la cara hacia la señorita Eversleigh-. Qué comentario más banal de mi parte, ¿no le parece? Tan evidente. A un novato se le habría ocurrido. -Movió la cabeza como si estuviera decepcionado-. De verdad, espero no estar perdiendo facultades.
Ella agrandó los ojos.
Él sonrió de oreja a oreja.
– Cree que estoy loco.
– Ah, sí -dijo ella.
A él le gustó oír su voz otra vez, bañándolo cálidamente.
– Eso es algo que hay que tener en cuenta. -Volvió a mirar a la anciana-. ¿La locura viene de familia?
– Por supuesto que no -ladró ella.
– Bueno, eso es un alivio. Y no es que yo reconozca un parentesco. Creo que no deseo estar emparentado con una delincuente de su clase. Ni siquiera yo he recurrido jamás al secuestro. -Se inclinó hacia la señorita Eversleigh como para hacerle una seria confidencia-. Está muy mal visto, ¿sabe?
Y creyó ver, ah, qué encantador, que ella curvaba los labios. La señorita Eversleigh tenía sentido del humor. Estaba más y más deliciosa por momentos.
Le sonrió. Sabía cómo sonreírle. Sabía exactamente cómo sonreírle a una mujer para hacerla sentir la sonrisa en lo más profundo.
Le sonrió, y ella se ruborizó.
Y eso lo hizo sonreír más aún.
– Basta -ladró la anciana.
Él fingió no entender.
– ¿De qué?
La miró, miró a esa mujer que muy probablemente era su abuela. Tenía la cara ajada y arrugada, con las comisuras de la boca curvadas hacia abajo por el peso de una expresión eternamente enfurruñada. Aunque sonriera se vería desgraciada; aun en el caso de que consiguiera curvar la boca para formar una media luna con los extremos hacia arriba.
No, concluyó. No resultaría; jamás lo conseguiría; igual expiraría por el esfuerzo.
– Deja en paz a mi acompañante -dijo ella secamente.
Él se inclinó hacia la señorita Eversleigh, obsequiándola con una sonrisa sesgada, aun cuando ella estaba resueltamente mirando hacia otro lado.
– ¿La he molestado?
– No -dijo ella, al instante-, claro que no.
Lo que no podía estar más lejos de la verdad, pero ¿quién era él para objetar? Volvió a mirar a la anciana.
– No ha contestado a mi pregunta.
Ella arqueó una ceja, imperiosa.
«Ah -pensó él, absolutamente sin humor- de ella heredé ese gesto».
– ¿Qué piensa hacer conmigo? -preguntó.
– Hacer contigo -repitió ella, con curiosidad, como si encontrara de lo más extraña la pregunta.
Él arqueó una ceja, pensado si ella reconocería el gesto.
– Hay muchísimas opciones -dijo.
– Mi querido niño -dijo ella, en tono solemne, condescendiente, como si él sólo necesitara eso para comprender que debía lamerle las botas-. Te voy a dar el mundo.
Grace acababa de conseguir recuperarse del azoramiento cuando el bandolero, después de estar un buen rato pensativo y ceñudo, miró a la viuda y dijo:
– Creo que no estoy interesado en su mundo.
Grace no pudo impedir que le saliera un borboteo de risa horrorizada. Santo cielo, la viuda parecía a punto de escupir. Se cubrió la boca con una mano y desvió la cara, tratando de no fijarse en que el bandolero le estaba sonriendo de oreja a oreja.
– Mis disculpas -dijo él a la viuda, muy tranquilo, en absoluto contrito-, pero ¿puedo tener el mundo «de ella» en lugar del suyo?
Grace giró la cabeza justo a tiempo para ver que él hacía un gesto hacia ella.
Él se encogió de hombros.
– Usted me cae mejor.
– ¿Nunca hablas en serio? -le espetó la viuda.
Entonces él cambió. No cambió su postura repantigado en el asiento, pero Grace percibió que el aire alrededor de él parecía enroscarse de tensión. Era un hombre peligroso. Lo ocultaba bien con su encanto indolente y su sonrisa insolente, pero era un hombre al que no convenía fastidiar. De eso estaba segura.
– Siempre hablo en serio -dijo él, sin dejar de mirar a la viuda a los ojos-. Hará bien en tener presente eso.
– Lo siento mucho -susurró Grace.
Las palabras le salieron antes de que tuviera tiempo para pensarlas. Sentía la gravedad de la situación con desagradable intensidad. Había estado muy preocupada por Thomas, y por lo que todo eso significaría para él, pero acababa de caer en la cuenta de que eran dos los hombres atrapados en esa red.
Y fuera quien fuera ese hombre, fuera lo que fuera, no se lo merecía. Tal vez desearía una vida como Cavendish, con sus riquezas y prestigio; la mayoría de los hombres la desearían. Pero se merecía poder elegir. Todo el mundo se merece poder elegir.
Entonces lo miró, obligándose a dirigir los ojos hacia su cara. Había evitado su mirada todo lo posible, pero de pronto encontraba desagradable su cobardía.
Él debió notar que lo observaba porque giró la cara hacia ella. Sobre la frente le caían unos mechones de pelo moreno, y vio que sus ojos, de un espectacular color verde musgo, se volvían cálidos.
– Usted me gusta más -musitó.
Y ella creyó (¿deseó?) ver un destello de respeto en su mirada.
Entonces, con tanta rapidez como un abrir y cerrar de ojos, terminó el momento; él esbozó esa descarada sonrisa sesgada y soltó el aliento retenido.
– Es un cumplido -dijo.
Ella estuvo a punto de decir «Gracias», por ridículo que fuera, pero entonces él encogió un hombro, uno solo, como si no pudiera tomarse el trabajo de encoger los dos, y añadió:
– Claro que me imagino que la única persona que me gustaría «menos» que nuestra estimada condesa…
– Duquesa -le espetó la viuda.
Él se interrumpió para dirigirle una insulsa y altiva mirada, y volviéndose nuevamente hacia Grace, continuó:
– Como decía, la única persona que me gustaría menos que «ella» -hizo un gesto hacia la viuda-, sería el hombre que representa el peligro francés, así que supongo que eso no tiene mucho de cumplido, pero quería que supiera que lo he dicho con sinceridad.
Grace intentó no sonreír, pues parecía que él siempre la miraba como si estuvieran bromeando, los dos solos, y sabía que eso enfurecía cada vez más a la viuda. Una mirada al frente se lo confirmó: la viuda estaba más estirada y molesta de lo habitual.
Volvió a mirar al bandolero, más para protegerse que por otra cosa; la duquesa daba todas las señales de estar a punto de iniciar una diatriba, pero dada su actuación de la noche pasada, sabía que estaba tan enamorada de la idea de haber encontrado a su nieto que no lo convertiría en blanco de su ira.
– ¿Cómo se llama? -le preguntó, puesto que le pareció la pregunta más obvia.
– ¿Mi nombre?
Ella asintió.
Él miró a la viuda con una expresión de desaprobación.
– Es extraño que «usted» no me lo haya preguntado todavía. -Movió la cabeza-. Vergonzosos modales. Todos los secuestradores conocen los nombres de sus víctimas.
– ¡No te he secuestrado!
A eso siguió un incómodo silencio, y pasado un momento, sonó la voz de él, como seda:
– Entonces no entiendo las ataduras.
Grace miró a la viuda, recelosa; esta siempre había detestado el sarcasmo, a no ser que saliera de sus labios, y no le permitiría tener la última palabra. Dicho y hecho, cuando habló, pronunció las palabras en tono abrupto y seco, y coloreadas de azul con la sangre de una persona que estaba segura de su superioridad.
– Te voy a devolver a tu verdadero lugar en este mundo.
– Comprendo -dijo él, pasado un momento.
– Estupendo -dijo la viuda en tono enérgico-. Estamos de acuerdo, entonces. Lo único que nos queda por…
– Mi verdadero lugar -interrumpió él.
– Exactamente.
– En el mundo.
Grace cayó en la cuenta de que tenía retenido el aliento. No podía desviar la vista, no podía apartar la mirada de él.
– La presunción es extraordinaria -dijo él entonces.
Lo dijo en voz baja, casi pensativo, y tocaba en lo más vivo. La viuda se giró bruscamente hacia la ventanilla. Grace le observó el perfil de la cara, por si veía algo, cualquier cosa, que indicara que era humana, pero la anciana continuó rígida, con expresión dura, y en su voz no se detectó ninguna emoción cuando dijo:
– Ya casi hemos llegado a casa.
El coche estaba virando hacia el camino de entrada, pasando por el lugar donde Grace lo había visto antes.
– Usted -dijo el bandolero, mirando por la ventanilla.
– Llegarás a considerarla tu hogar -afirmó la viuda, en tono imperioso y exigente, y más que nada, decisivo.
Él no contestó. Pero no era necesario que respondiera. Las dos sabían lo que estaba pensando:
«Jamás».