Del London Times:
El baile anual de máscaras celebrado en la casa de campo en Devon de la condesa de Ringshire constituyó, como siempre, un evento memorable. Varios caballeros se disfrazaron del infame Ladrón de Novias, lo cual llevó a muchos invitados a especular, entre risas, con la idea de que tal vez se encontrara entre ellos el auténtico Ladrón de Novias, ¿Sería posible que fuera tan osado? Muchos invitados señalaron, además, que el Ladrón de Novias llevaba varias semanas sin ser noticia. Uno no puede por menos de preguntarse dónde y cuándo atacará de nuevo. Sin embargo, dado que todos los hombres no imposibilitados del país se hallan deseosos de cobrar la recompensa de siete mil libras que han puesto como precio a su cabeza, es seguro que el próximo secuestro del Ladrón de Novias será el último de su infame carrera.
Eric arrojó el periódico sobre la mesa de cerezo de la salita y lanzó un suspiro.
Toda aquella especulación e interés por sus actividades constituía un arma de doble filo. Si bien llamaba la atención sobre el calvario de las mujeres que eran canjeadas mediante un matrimonio como si fueran posesiones de la familia, hacía que sus esfuerzos por rescatarlas fueran todavía más peligrosos. ¿Una recompensa de siete mil libras? Nadie resistiría a semejante suma. Si cometía el menor error, era hombre muerto.
¿Cómo iría la investigación? ¿Se habría descubierto alguna pista más acerca de la identidad del Ladrón de Novias? Arthur no le había comunicado nada, pero quizás fuera ya hora de acudir directamente a las fuentes. Sí, tal vez fuera una acertada idea tener una charla informal con el magistrado; Adam Straton y él eran conocidos desde hacía mucho tiempo. Tal vez aquel mismo día o al siguiente se acercase hasta el pueblo, y de vuelta a casa…
Su mirada voló hasta la jarra de miel que descansaba sobre la mesa, al lado del periódico arrojado con descuido. La señorita Briggeham la había olvidado la noche anterior, en su prisa por marcharse. Había pensado en la posibilidad de recordárselo, pero luego descartó la idea; devolverle la jarra era la excusa perfecta para verla una vez más, y por mucho que él deseara lo contrario, por alguna razón le era necesario hacerlo.
Se levantó y comenzó a pasear por el parqué con expresión ceñuda. Maldición ¿cómo podía un simple beso, que había durando sólo unos instantes, haberlo afectado tan profundamente? Se acordaba de cada segundo vivido, de cada uno de los matices de aquella boca, de la huella del cuerpo de Samantha apretado contra el suyo, del modo en que aquellas suaves curvas encajaban en sus manos. Maldición, a lo largo de los años había pasado incontables horas disfrutando de los sensuales encantos de otras mujeres. Y siempre, una vez saciada la pasión y completado el acto, simplemente las había… olvidado. Sin embargo, el beso que había compartido con Samantha, aquel encuentro ardiente y sin aliento de dos bocas, había quedado en su memoria como una marca grabada a fuego.
La noche anterior apenas había dormido. Acostado en su cama y dolorosamente excitado, revivió aquel beso una y otra vez. Después se torturó aún más imaginando lo que podría haber sucedido si ella no se hubiera marchado. Con un gemido, aferró la repisa de la chimenea con ambas manos y bajó la cabeza para perder su mirada en las alegres llamas. Lo estaban bombardeando las imágenes que había intentado apartar durante toda la noche, y cerró los ojos con fuerza para hacerlas desaparecer. Pero en lugar de eso, se vio a sí mismo quitándole el vestido a Samantha y desnudándola centímetro a centímetro, sus bellos ojos al principio agrandados por la sorpresa, luego cerrados mientras él la besaba larga y profundamente. Acto seguido la llevaba hasta el sofá y abría la jarra de miel para introducir el dedo en ella. Luego, muy despacio, dibujaba un círculo dorado alrededor de su pezón erecto. Oyendo los roncos gemidos que le evocaban sensaciones habituales para sus oídos, lamía la delicia que acababa de crear. Cuando por fin levantaba la cabeza y volvía a introducir el dedo en la jarra, ella lo miraba con un brillo especial en sus ojos nublados por el deseo. “¿Qué piensa saborear a continuación, milord?” “Todo tu cuerpo. Y luego…”
En ese instante unos golpes en la puerta lo sacaron de su fantasía erótica. Se pasó las manos por la cara, que le ardía. Bajó la vista y sacudió la cabeza al ver la protuberancia que mostraban sus pantalones. Diablos. Se trataba de la, por lo visto, nunca calmada erección que le provocaba la señorita Briggeham. Se ajustó los estrechos pantalones con una mueca y regresó casi cojeando al sofá. Se deslizó hasta sentarse sobre el cojín, cogió el periódico y lo situó estratégicamente sobre su regazo.
– Adelante
Entró un criado que le tendió una bandeja de planta en la que descansaba un sobre sellado.
– Acaba de llegar esto, excelencia. El mensajero ha indicado que es urgente y que debía aguardar respuesta.
Eric tomó la carta y se quedó de una pieza al reconocer su nombre escrito con la inconfundible y elegante caligrafía de Margaret. Despidió al criado con un gesto.
– Llamará cuando tenga lista mi contestación.
En el instante en que se cerró la puerta, Eric rompió el sello de lacre. Le temblaban las manos de miedo cuando desplegó la gruesa vitela ¿Habría vuelto a hacerle daño aquel bastardo de Darvin? “En ese caso, ya puede darse por muerto”.
Con el corazón desbocado, leyó rápidamente la carta.
Mi queridísimo Eric:
Te escribo para informarte de que Darvin ha muerto. Falleció el miércoles pasado, con ocasión de un duelo. Su hermano menor Charles se trasladará a Darvin Manor tan pronto se lo permitan sus asuntos. Me ha indicado que puedo continuar viviendo aquí, pero yo desearía partir lo antes posible. Abrigo la esperanza de que la oferta que me hiciste siga aún en pie y que pueda quedarme en Wesley, al menos hasta encontrar otro alojamiento.
Quedo ansiosa a la espera de tu respuesta.
Tuya,
Margaret.
La tensión fue abandonando lentamente los hombros de Eric, que dejó escapar un largo suspiro. A continuación, fue hasta el escritorio, extrajo papel con el membrete de Wesley y escribió con todo cuidado tres palabras a su hermana: “Ven a casa”.
Sammie estaba sentada en su roca plana favorita, con la barbilla apoyada en las rodillas levantadas y asomando los pies por debajo de su viejo y cómo vestido verde oscuro. Contempló las tranquilas aguas del lago y después lanzó un puñado de guijarros a la superficie espejada. Surgieron decenas de anillos que comenzaron a dispersarse, a unirse con aquella quietud añil, a entrecruzarse unos con otros a modo de eco de la miríada de emociones que la inundaban.
Por su mente pasaron de nuevo las vívidas imágenes de la noche anterior, que le provocaban una mezcla contradictoria de alegría, desilusión y vergüenza, ingredientes emocionales que se combinaban para dar lugar a una dolorosa confusión.
Cerró los ojos con fuerza e intentó borrar al conde de su memoria… borrar el momento en que la tocó, la miró, la besó, la hizo sentirse más viva de lo que se había sentido nunca, mientras en su interior bullían sensaciones desconocidas que enardecían su cuerpo de una manera tan maravillosa que la dejaba sin respiración. Que la dejaba dolorida. Febril. Con ganas de más.
Y entonces le sobrevino la decepción.
Lanzó un gemido y volvió la cabeza para apoyar la mejilla contra el lado que iluminaba el sol. “Tal vez fuera mejor utilizar palabras con e. Yo estaba pensando en “exquisita”… y “encantadora”.”
La había halagado, de forma muy parecida a los falsos admiradores que últimamente no cesaban de reclamar su compañía con uno u otro pretexto, con tal de interrogarla acerca del Ladrón de Novias. Casi todos la habían atiborrado de cumplidos, desde adorable hasta maravillosa, y ella los había soportado arreglándoselas de algún modo para no poner los ojos en blanco.
“Encantadora”. Dios, ¿por qué le habría dicho el conde que era encantadora? Era una descarada falsedad. ¿Acaso pensaba que ella no sabía que era más anodina que una pared? Por alguna razón, el oírle pronunciar aquella palabra había surtido el efecto de un cubo de agua que le hubiera caído encima y la hubiera devuelto brusca y cruelmente a sus cabales.
“Encantadora”. Sí, lord Wesley había escogido la misma palabra que había empleado uno de sus nuevos admiradores, un tal señor Martin, justo al comienzo de su reciente popularidad. Por un momento de locura, sorpresa y placer, creyó a aquel joven… hasta que lo oyó una hora más tarde riendo con otro caballero junto a las ventanas francesas, por las que había salido ella para tomar un poco de ansiado aire fresco.
– Es más fea que un saco de arpillera, esa señorita Briggeham -comentó el señor Martin.
– Pero si le he oído a usted llamarla “encantadora” -replicó su compañero con una risita.
– Jamás han pronunciado mis labios una mentira más evidente -repuso el señor Martin-. Casi me ahogué al proferirla.
Y ahora resulta que el conde también la había llamado encantadora.
Una lágrima resbaló por su mejilla y se la limpió con un gesto de impaciencia. No había esperado semejante falsedad en él…, en el hombre que había hecho latir su tonto corazón casi desde el principio. Había creído que él era diferente, pero estaba claro que de su boca fluían palabras huecas tan fácilmente como de la de los demás.
Por primera vez en mucho tiempo, se recreó en el inútil ejercicio de desear ser encantadora de veras, una de aquellas mujeres que atraían la atención de un hombre como él. Hacía años que había enterrado sin miramientos sueños tan fútiles, no era lógico perder el tiempo queriendo un imposible.
El ceño le arrugó la frente ante una repentina idea. Si bien cuestionaba la sinceridad de aquel cumplido, no cabía duda de que el conde había sentido deseo hacia ella. Estaba científicamente al tanto de cómo funcionaba el cuerpo humano, y no se podía dudar de las pruebas físicas de su excitación. Encantadora o no, él la había deseado. Y el cielo sabía que ella lo había deseado a él.
Se irguió y procedió a aplicar la lógica a los hechos, apretando los labios. Sí, él había musitado afirmaciones falsas en relación con su aspecto, pero ¿debía censurarlo por ser amable? ¿Por ser educado? Cielos ¿qué quería que dijera el pobre? ¿Que ella le recordaba a un sapo?
Hasta la noche anterior, ningún hombre había dado muestras de desearla, de querer besarla y tocarla. Pero él sí. Y, que Dios la ayudase, ella quería que la deseara de nuevo. Jamás se había atrevido a abrigar esperanzas de ser destinataria de la pasión de un hombre; era muy posible que aquélla fuera su única oportunidad de vivir una aventura que su corazón anhelaba: conocer a un hombre. En todos los sentidos en que podía conocerlo una mujer.
¿Podría pensar de verdad en la posibilidad de convertirse en la amante de lord Wesley? El corazón le dio un vuelco y sintió un intenso arrebol en el rostro. “Sí, ésta es mi oportunidad de experimentar algo con lo que siempre he soñado: pasión. Con un hombre capaz de hacer que corra fuego por mis venas”.
Por supuesto, el matrimonio quedaba descartado. Lord Wesley jamás se plantearía casarse con alguien como ella. Él desposaría a un diamante de primera, una dama joven, fresca y maleable de la aristocracia, que poseyera una cara bonita y una dote a su altura. Pero su reacción física de la noche anterior indicaba claramente que no rechazaba hacer el amor con ella.
Hacer el amor. La aventura de toda una vida. Cerró lentamente los ojos y dejó escapar un largo suspiro. Siempre había soñado vivir aventuras, pero desde su fallido secuestro era como si se hubieran abierto todas las compuertas. Sus antiguos y vagos anhelos se habían transformado en un deseo profundo y dolorido. Sí, el trabajo que realizaba en el laboratorio la llenaba, pero a medida que iba haciéndose mayor reconocía que, aunque su mente se encontraba satisfecha, algo dentro de ella quería más. Y sabía perfectamente qué era.
Lord Wesley.
Se sujetó el estómago para calmar los nervios que lo agitaban. La amante de lord Wesley. Santo Dios ¿se atrevería? Todos sus antiguos deseos reprimidos le contestaron a gritos: ¡Sí!
Pero había varias cosas a tener en cuenta. Desde luego, haría falta mucha discreción para evitar que cayera un escándalo tanto sobre ella como sobre su familia. ¿Y qué pasaría si se quedaba encinta? Aun cuando su aventura pudiera permanecer en secreto, no iba a poder ocultar un bebé. Por descontado, había maneras de evitar el embarazo, y aunque ella no sabía cuáles eran, seguro que sus hermanas sí. Pero lo mejor sería preguntar sólo a una de ellas; cuantas menos personas estuvieran al corriente de su plan, mejor. Quizá la más adecuada fuese Lucille, pues siempre estaba al corriente de los chismorreos de Londres y parecían fascinarla de modo particular las aventuras ilícitas. Diré que deseo saberlo meramente a efectos de investigación científica. Seguro que a Lucille no se le ocurrirá sospechar que tengo la intención de tener un amante”.
Sintió una punzada de emoción ante la perspectiva de vivir semejante aventura. Quería descubrir cómo era la pasión, y de primera mano. Cielos, aquel beso había estado a punto de derretirle las rodillas. ¿Cómo sería compartir otras intimidades con el conde, acariciarse mutuamente… unir sus cuerpos? No lo sabía, pero estaba desesperada por averiguarlo.
La sobresaltó el chasquido de una ramita al quebrarse. Volvió la cabeza y el corazón le dio un vuelco.
A su espalda se erguía lord Wesley.
Eric la miró y se quedó inmóvil al ver su expresión. Venía con la esperanza de que ella no lo mirase con el mismo gesto de desilusión que la noche anterior. Y no lo miró. Pero no estaba preparado para el espectáculo que encontró.
Diablos, parecía estar… excitada. Las mejillas arreboladas, la respiración agitada, un brillo inconfundible de deseo detrás de las gafas. ¿Qué demonios estaría cavilando?
Ella cogió sus gastados zapatos y se los calzó. Eric acertó a ver brevemente un tobillo esbelto, que afectó a su pulso mucho más de lo que debería.
Tendió una mano para ayudarla a levantarse y le dijo:
– Buenas tardes, señorita Briggeha
– Lord Wesley
Aceptó la mano del conde, y en el instante en que se juntaron sus palmas él experimentó un calor que le ascendió por el brazo.
La ayudó a incorporarse. La tenía a no más de treinta centímetros de sí, sus rizos castaños mostraban un encantador desaliño, su aroma a miel lo envolvía igual que una fragante red. El deseo de besarla, de sentirla, lo golpeó con la violencia de un puñetazo. Aunque su cerebro le decía que le soltase la mano, movió los dedos de modo que las palmas de ambos tuviesen un contacto más íntimo.
– Pensé que talvez la encontraría aquí -dijo con suavidad
– ¿Deseaba hablar conmigo?
“No. Deseo arrancar ese vestido de tu exuberante cuerpo y recorrerte entera con la lengua. Y cuando haya terminado de saborearte, quiero…” Eric sacudió la cabeza para despejarse.
– ¿Hablar con usted? Eh… sí
– ¿Sobre lo de anoche?
– Pues sí.
Demonios, estaba hablando como un imbécil, pero no esperaba un tono tan directo. Con todo, debería haberlo esperando de ella.
La señorita Briggeham asintió rápidamente.
– Estupendo, porque yo también deseo hablarle de eso. No debería haberme marchado de una manera tan brusca. Usted fue sumamente generoso con Hubert y conmigo, y le pido disculpas.
– No es necesario que…
– He reflexionado mucho sobre este asunto, y entiendo perfectamente por qué dijo lo que dijo.
– ¿Ah, si?
– Sí. Al fin y al cabo, no podía decirme la verdad. No obstante, agradezco su esfuerzo por…
– ¿A qué se refiere con “la verdad”? ¿Está sugiriendo que le he mentido?
Ella frunció el entrecejo y los labios, sopesando la pregunta.
– Considero que la palabra “mentir” resulta demasiado fuerte. Tal vez sea mejor decir que “disfrazó” las cosas. Comprendo que sólo intentaba ser cortés, pero en el futuro preferiría que no dijera esa clase de bobadas.
Eric comprendió a qué se refería. ¿Cómo era posible que aquella singular e increíble mujer no tuviera idea de su propio atractivo?
– No le mentí. Ni disfracé nada. -Se llevó la mano a los labios y depositó un beso en los dedos. A continuación, la rodeó con el otro brazo y la acercó hasta que los senos de ella le rozaron la camisa-. Es cierto que es encantadora -dijo con suavidad al tiempo que la miraba fijamente para que ella viera la sinceridad que había en su mirada. Los ojos de ella reflejaban desconcierto, como si quisiera creerlo pero no pudiera y Eric deseo demostrárselo, decírselo, hacérselo saber-. No lo digo por cortesía, sino porque es verdad.
Se llevó al pecho las dos manos de Sammie y le apretó las palmas contra su corazón, que latía acelerado. Después, deslizó muy despacho un dedo por su mejilla, mientras murmuraba:
– Fíjese en su piel, por ejemplo. Es muy suave, sin un solo defecto. Como la seda más fina.
– Tengo pecas en la nariz
Una sonrisa afloró a los labios del conde
– Ya lo sé. Y son de lo más seductoras -Tomó un mechón de pelo suelto entre los dedos-. Y su cabello es…
– Rebelde
– Brillante. Suave -Se acercó el mechón a la cara y aspiró.- Fragante -Acto seguido, procedió a quitarle las gafas despacho y se las guardó en el bolsillo de la chaqueta- Y luego están sus ojos. Son extraordinarios. Grandes y expresivos, cálidos e inteligentes. ¿Sabía que cuando sonríe brillan como aguamarinas? ¿Sabía que su sonrisa sería capaz de alumbrar una habitación a oscuras?
Ella lo miraba fijamente. Parpadeó dos veces y luego se limitó a negar con la cabeza.
La mirada de Eric se posó en su boca y el pulso le dio un brinco. Recorrió lentamente el contorno de los labios con la yema del dedo y susurró:
– Su boca es… fascinante. Exuberante. Para ser besada.
Se inclinó y le rozó los labios con los suyos una vez, dos, para continuar después a lo largo del mentón. Cuando llegó a la oreja, atrapó el lóbulo entre los dientes con suavidad y disfrutó del estremecimiento que la sacudió. Inhaló profundamente para llenarse de su fragancia, como si fuera un elixir.
– Su olor -susurró junto a su suave cuello- es mucho más que encantador. Aunque viva cien años, jamás volveré a oler la miel sin que usted me venga a la memoria. Resulta torturante, tentador -Le tocó la piel con la lengua y se le escapó un gemido- Un tormento. Hay muchas palabras con t para describir a una mujer.
Un gemido tembloroso subió a la garganta de ella y Eric retrocedió para contemplar su rostro sonrojado.
– Encantadora -reiteró firmemente- En todos los sentidos. Por dentro y por fuera. Nunca permita que nadie le diga lo contrario. Y no se lo crea jamás.
Ella lo contemplaba sin pestañear, con los ojos como platos. Tenía las manos apoyadas en su camisa, irradiando calor sobre su pecho, un calor que se le extendía por el abdomen y le llegaba a la ingle. Teniendo su blando cuerpo presionado contra el suyo desde el pecho hasta las rodillas, sabía que Sammie notaba su erección, y quería que así fuera; quería que ella apreciara la evidencia innegable de su deseo, la prueba física de la sinceridad de sus palabras.
En ese momento Sammie se humedeció los labios con la lengua.
– Nadie me ha dicho nunca cosas como ésas
– Eso me resulta imposible de creer. Pero recuerdo que anoche coincidíamos en que la mayoría de las personas son necias.
Sammie tardó varios segundos en reaccionar, mientras una lenta sonrisa se le extendía por toda la cara. Para Eric fue como si el sol lo inundase con su dorado resplandor.
– Yo también creo que usted es encantador -susurró ella al fin.
Aquel sencillo cumplido lo conmovió como ninguna otra frase pronunciada jamás por mujer alguna. Sintió la corriente del deseo vibrando en sus venas, anulando su sentido común, apartando a un lado su raciocinio. En su mente comenzó a sonar una única palabra, un mantra que manifestaba su deseo.
Mía. Mía. Mía.
Incapaz de detenerse, hundió los dedos en el cabello de ella, tirando horquillas al suelo, hasta que su melena castaña se derramó suelta sobre sus hombros. Lo envolvió su aroma, inundó sus sentidos, ahogó su razón. Inclinó la cabeza y la besó muy despacho, muy hondo, deslizando la lengua en su boca para retirarla a continuación, en una sensual danza que su cuerpo ansiaba practicar con ella. Sammie respondió a cada uno de sus movimientos moviendo su lengua contra la de él, hundiendo los dedos en su cabello, apretándose contra su cuerpo.
Mía. Mía. Mía.
Sin interrumpir el beso, fue retrocediendo hasta que se apoyó contra el grueso tronco de un árbol. Atrajo a Sammie hacia sí para deslizar las manos hasta sus redondos glúteos. Luego la izó contra su tensa erección y empezó a frotarse lentamente contra ella, un movimiento que le provocó una llamarada que le incendió todo el cuerpo. Con un gruñido grave y gutural, fue subiendo las manos hasta la cintura de Sammie y después hasta sus pechos. Las manos se le llenaron de la muselina que los recubría y sus pezones endurecidos se le hincaron en las palmas.
Apartó sus labios de los de ella y comenzó a recorrerle el cuello con besos húmedos y febriles. Sammie dejó escapar largos y femeninos gemidos de placer al tiempo que se arqueaba contra él, enardeciéndolo. Eric deslizó los dedos dentro de su corpiño y le acarició los pezones. Su gemido se confundió con el de ella y entonces levantó la cabeza para devorarle la boca en otro beso ardoroso. Sammie se agitó contra su cuerpo y su erección reaccionó con una sacudida. Que Dios lo ayudase: la deseaba, la necesitaba. Mía. Mía. Mía.
Bajó una mano para buscar el borde del vestido y comenzó a levantarlo muy despacio. Introdujo la mano por debajo de la tela y pasó los dedos por el muslo desnudo, suave como la seda. Ella contuvo una exclamación y Eric se irguió ligeramente para mirarla con ojos nublados por el deseo.
Santo cielo, era una mujer increíble. Ruborizada, excitada, los labios hinchados por sus ardientes besos, los pezones duros bajo el delgado vestido, el pecho subiendo y bajando por la excitación. Era todo lo que podía desear un hombre y la tenía allí, lista para él. Si movía la mano sólo unos centímetros podría acariciar su parte más íntima… aquellos pliegues inflamados que él sabía que estaban suaves y húmedos. Preparados para él. Y luego…
“Y luego ¿qué? -le gritó la voz de la conciencia rompiendo la niebla de sensualidad que lo envolvía- ¿Piensas tomarla así, contra el árbol? ¿A una virgen? Y si lo haces ¿qué harás después con ella? ¿Desposarla?” Y a continuación de la voz irritada de su conciencia le llegaron las palabras de Arthur: “Es inocente, justo la clase de mujer que podría ver en sus intenciones más de lo que usted pretende”.
Entonces se abatió sobre él la realidad, como un manto frío y húmedo. Sacó la mano de debajo del vestido, sujetó a Sammie por la muñecas y la apartó de él.
Ella respiró hondo para llenarse los pulmones. Sentía un vívido deseo en todo el cuerpo, sobre todo en la ingle. Notaba su feminidad húmeda y tensa, dolorida de un modo que no había experimentado jamás; un dolor maravilloso, del que aún no estaba saciada.
Pero como ya no sentía la excitante presión de la entrepierna de Eric, hizo un esfuerzo de abrir los ojos. Lo vio reclinado contra el árbol, sujetándola a un brazo de distancia por la cintura. Entrecerró los ojos para mirarlo, y aunque estaba borroso, distinguió con facilidad su respiración trabajosa y su expresión intensa.
Gracias a Dios todavía la sujetaba, pues de lo contrario se habría derrumbado en el suelo fláccidamente. Aspiró aire varias veces e intentó calmar su frenético pulso y recuperar el dominio de sí misma.
Cuando por fin encontró la voz, preguntó:
– ¿Por qué no continúa?
Las manos de él, le ciñeron la cintura aún más.
– Porque no habría podido parar -Soltó una risita carente de humor- Créame, este esfuerzo ha estado a punto de matarme. ¿Tiene idea de lo cerca que ha estado de hacerle el amor?
Sammie sintió un profundo júbilo. Hizo acopio de todo su valor para decir:
– ¿Y tiene usted idea de lo mucho que yo deseaba que me lo hiciera?
Eric se quedó patidifuso.
– No podemos hacerlo – graznó cuando consiguió recuperarse.
Ella alzó apenas la barbilla y pronunció las palabras que esperaba de todo corazón que le hicieran emprender la mayor aventura de su vida.
– ¿Por qué no?