5

Eric fue andando despacho hasta la larga galería, muy consciente de la pequeña mano enguantada que descansaba ligeramente sobre su manga; muy consciente de la mujer menuda que iba caminando a su lado.

“Ha despertado mi interés, lord Wesley”

“Del mismo modo que usted el mío, señorita Briggeham”

El contacto de la delicada mano de la joven irradiaba un tibio hormigueo que le subía y bajaba por el brazo. No estaba seguro del motivo por el cual ella le provocaba semejante reacción, pero no había duda de que así era.

Se detuvieron frente al primer lienzo. Con el rabillo del ojo, Eric observó cómo examinaba la pintura con la cabeza ladeada, primero a la derecha y luego a la izquierda.

– Es muy… interesante -comentó Sammie por fin.

Eric contempló la mezcolanza de colores oscuros.

– Es sencillamente horroroso -dictaminó.

Un ruido que sonó sospechosamente a una risita salió de la garganta de Sammie, que se apresuró a toser. Luego miró al conde, que quedó sobrecogido al ver sus ojos…, unos ojos en los que brillaba una aguda inteligencia y que parecían agrandados por las gruesas lentes de las gafas. Le recordaban a dos aguamarinas… llameantes, luminosos y de una claridad perfecta.

Estudió con detenimiento el rostro de la muchacha. La pequeña nariz se veía salpicada de una franja de pálidas pecas. Su mirada se desvió hacia la boca y le llamó la atención un lunar cerca de la comisura del labio superior…, aquel labio superior carnoso y pecaminoso que, al igual que el otro, parecería demasiado grande para aquel rostro en forma de corazón. El cabello, tupido y castaño, estaba recogido en un moño con artísticos bucles que enmarcaban la cara. Varios mechones brillantes escapados de las horquillas le daban a su dueña un aire ligeramente desaliñado. Eric sintió el súbito impulso de pasar los dedos por aquellos bucles desordenados y arrugó la frente al pensarlo.

Sammie se acercó más a él.

– Usted es el experto en arte, milord. ¿Qué representa este cuadro?

Él inspiró y un tentador aroma a miel le cosquilleó los sentidos, junto con un leve olor a… ¿tierra fresca?

Contuvo una sonrisa; aquella mujer llamaba mascotas a un sapo, un ratón y una culebra de jardín, y su “perfume” revelaba que había pasado un rato escarbando en el barro antes de asistir a la fiesta de la señora Nordfield. Sin embargo, aquel esquivo resto de miel olía lo bastante bien como para comérselo. Qué combinación tan interesante.

Hizo un esfuerzo para centrarse en la horrenda pintura y dijo en tono serio.

– Representa un granero durante una violenta tormenta -Señaló una mancha informa de color pardo-. Aquí se ve un caballo que regresa a toda prisa a su establo. -Miró a la joven-. ¿No está de acuerdo?

Ella le ofreció una sonrisa, y a él se le detuvo la respiración igual que le había sucedido en la casa de campo. Sonreír la transformaba, iluminaba sus facciones otorgándoles un aire de malicia y travesura.

– Hum -dijo ella tocándose la barbilla con los dedos-. A mí me parece más bien el fondo de un lago.

– ¿En serio? ¿Y qué iba a hacer un caballo en el fondo de un lago?

– Pero es que esa mancha no es en absoluto un caballo, milord, sino un pez enorme con la boca abierta.

– ¡Oh! Veo que están admirando mi retrato de la querida tía Libby -dijo en ese momento Lydia Nordfield, que se reunió con ellos frente al cuadro y se fijó en que la señorita Briggeham tenía una mano apoyada en el brazo del conde.

– Un trabajo maravilloso -murmuró éste gobernando su semblante para adoptar una expresión convenientemente seria-. En realidad, cuyo la señorita Briggeham y yo hayamos terminado el recorrido de la galería, deseo hablar con usted acerca de su talento, señora Nordfield.

La mujer abrió de golpe su abanico y comenzó a agitarlo con un vigor que puso en movimiento sus perfectos tirabuzones.

– Oh, se lo agradezco, milord. Naturalmente, estaré encantada de acompañarlo…

– No osaría monopolizar su tiempo -replicó Eric-. Yo mismo la buscaré tan pronto me haya formado una impresión de su colección.

– Esperaré ansiosa ese momento, milord -repuso la anfitriona en un tono que dejaba claro que nada que no fuera la muerte iba a impedirle hablar de arte con él. Se excusó con evidente mala gana.

– Cielos, ¿qué va a decirle? -preguntó la señorita Briggeham en tono confidencial- ¡Pero si ha comparado a la querida tía Libby con un caballo!

– Por lo menos no la he comparado con un pez con la boca abierta -bromeó él, y fue recompensado con un favorecedor arrebol de color melocotón-. A decir verdad, lo más probable es que no necesite decir nada, porque sin duda la señora Nordfield se encargará de llevar el peso dela conversación.

Sammie asintió lentamente y su expresión se tornó seria.

– Tiene razón. Veo que comparte usted el talento de mi madre para…

– ¿La manipulación? -aventuró Eric con una sonrisa.

– ¡No! -El color de las mejillas de Sammie se intensificó-. Me refería a los actos sociales, la conversación cortés, la charla ociosa.

– Me temo que eso es inevitable, dado el gran número de actos a que he asistido.

Pasearon hasta el cuadro siguiente.

– Supongo que es usted muy popular

Él enarcó las cejas.

– Recibo muchas invitaciones, si se refiere a eso. Pero, por lo visto, a usted le sucede lo mismo.

Ella dejó escapar una sonrisa desangelada.

– Sí, creo que sí. Por lo menos últimamente.

– Parece… desilusionada.

– Me temo que, a pesar de los bienintencionados intentos de mis hermanas por enseñarme, soy una bailarina horrible. Y, como estoy segura de que se habrá percatado, no se me da bien conversar sobre temas banales.

– Al contrario, señorita Briggeham, aún no me he aburrido con usted.

Sus ojos mostraron sorpresa. Se detuvieron delante de la siguiente pintura y Eric se obligó a mirarla. Tras examinar detenidamente aquellos trazos irreconocibles, aventuró:

– Estoy perdido. ¿Qué opina usted?

– Puede que sea el huerto de la querida tía Libby

Eric la miró

– ¿O tal vez su esposo?

Sammie rió, y su rostro volvió a iluminarse con aquella sonrisa que él sólo podía describir como encantadora. No obstante, al cabo de pocos segundos aquella alegría se esfumó; Sammie abrió la boca y la cerró, luego arrugó la frente. Por fin dijo:

– No se me da bien fingir, milord. Si desea información sobre mi encuentro con… él, prefiero que sencillamente me pregunte y terminemos de una vez, en lugar de desperdiciar su tiempo acompañándome por toda la sala para conducirme poco a poco hacia el tema.

– ¿Quién es “él”?

– El Ladrón de Novias -Deslizó la mano del brazo del conde, que de inmediato echó de menos su calor-. Sé perfectamente que mi fallido secuestro es el único motivo por el que todo el mundo busca mi compañía.

– No creerá usted que su popularidad se basa exclusivamente en su encuentro con ese tal Ladrón.

– Estoy segunda de que así es. Y jamás me había encontrado en una situación tan engorrosa.

Reanudó el paseo, y Eric se puso a su lado resistiendo el impulso de recuperar su mano y envolverla alrededor de su brazo. Le dolía el corazón tras las palabras de la joven y su mirada recorrió rápidamente los invitados que paseaban por la galería. ¿Qué demonios le ocurría a aquella gente? ¿Es que no venían que la señorita Briggeham era divertida e inteligente? Pero claro, su intelecto actuaba en contra de ella; no era coqueta, ni frívola, y por lo tanto no atraería precisamente mucha atención masculina.

– Hubiera creído que la mayoría de las jóvenes disfrutaba siendo el centro de atención -comentó cuando se detuvieron ante otra pintura horrenda.

– Me temo que no soy como la mayoría de las jóvenes. -Lanzó un suspiro-. Antes de mi encuentro con el Ladrón de Novias me gustaba asistir de vez en cuando a una fiesta. Me acomodaba entre las matronas y las solteronas, veía bailar a mis hermanas y a mi madre y charlaba con una de mis mejores amigas, la señorita Waynesboro-Paxton.

– No creo conocerla

– Vive en las afueras del pueblo. Por desgracia no ha podido asistir a esta velada debido a su mala salud. Le está fallando la vista, y también sufre graves ataques de dolor en las articulaciones, la pobrecilla. -Se acercaron hasta el cuadro siguiente, y Sammie continuó en tono exasperado-: Sin embargo, ahora tengo una fiesta a la que asistir casi todas las noches. A pesar de que no dejo de propinar pisotones, los caballeros insisten en sacarme a bailar. -Señaló su vestido de muselina con además impaciente-. Estoy ridícula con estos vestidos llenos de volantes. No sé nada de moda, y aun así las damas solicitan mi opinión sobre este tema. Los caballeros se me acercan para hablarme del tiempo; lord Carsdale entabló conmigo una conversación sobre el último aguacero durante casi un cuarto de hora. Y todo ello no es más que parloteo cortés para llegar a las preguntas sobre mi secuestro.

Eric apenas consiguió reprimir el impulso de informarla de que mientras Carsdale le soltaba un discurso sobre el tiempo, también aprovechó para mirarle el escote. Él mismo bajó la vista y apretó los labios al ver aquellas generosas curvas. Maldición, no le extrañaba que Carsdale no hubiera podido quitarle los ojos de encima.

– ¿Le ha preguntado lord Carsdale por el Ladrón de Novias?

– Lo ha hecho todo el mundo

– ¿Y qué les dice usted?

– La verdad. Que se mostró muy amable conmigo, sobre todo cuando comprendió su error. Y que sólo desea ayudar a las mujeres que rapta.

– ¿Y cómo reacciona la gente a eso?

– Los hombres preguntas por su caballo y si iba armado o no. Y esos dos zopenc…, quiero decir los señores Babcock y Whitmore, querían saber los detalles de cómo se anudaba la pajarita.

Conteniendo una sonrisa, Eric inquirió:

– ¿Y las damas?

– Lanzan suspiros y hacen preguntas tontas como “¿era apuesto?”, “¿era muy fuerte?”, “¿de qué color tenía los ojos?”.

– Entiendo. ¿Y qué les contesta usted?

– Que la máscara le ocultaba las facciones por completo. Y que era muy fuerte. Me levantó del suelo como si yo no pesara más que un saco de harina.

“Ni siquiera eso, querida”

– ¿Y qué contesta respecto de sus ojos?

– Les digo que estaba demasiado oscuro para distinguirlos. Pero que eran intensos y con un brillo de inteligencia y de compromiso con su causa.

– Por lo visto, ese bandido la ha dejado bastante impresionada.

Sammie calló un instante y se volvió para mirarlo, con un fulgor azul en los ojos.

– No es un bandido, lord Wesley; es un hombre empeñado en ayudar a mujeres necesitadas, a pesar del riesgo que ello implica para él mismo. No tiene nada que ganar y todo que perder con su forma altruista de obrar. Y me atrevo a decir que si hubiera más personas como él, sin duda el mundo sería un lugar mucho mejor.

La indignación, al igual que las sonrisas, obraba maravillas en la señorita Briggeham.

Sus mejillas se tiñeron de un color que la favorecía mucho, y el pecho le subía y bajaba con rápidas y profundas inspiraciones. Sus ojos agrandados llameaban como carbones azules y provocaban en Eric el deseo de quitarle las gafas para observar aquel fuego directamente.

– De hecho -prosiguió ella con acaloramiento-, me encantaría poder ayudar a ese hombre en su noble causa.

A Eric le produjo una gran satisfacción el hecho de que ella considerara que su causa era noble, pero aquel sentimiento fue sustituído rápidamente por un presagio. ¿Ayudarlo? Por todos los diablos, pero ¿en qué estaba pensando aquella mujer? Fuera lo que fuese, tenía que quitarle esa idea de la cabeza. De inmediato.

Haciendo un esfuerzo para mantener un tono calmo, le preguntó:

– ¿Y cómo podría usted ayudarlo?

– No lo sé. Pero si hubiera algo que pudiera hacer, le aseguro que lo haría.

– No sea ridícula, señorita Briggeham -replicó Eric con más brusquedad de la que pretendía-. Ese hombre y sus escandalosas acciones son un peligro. Es grotesco que usted esté pensando en mezclarse con él.

La mirada glacial que ella le dirigió indicó bien a las claras que había dicho algo incorrecto y que la camaradería surgida entre ambos se había roto. Desapareció de sus ojos todo vestigio de calidez, y él se sintió abrumado por una aguda sensación de pérdida.

– Sólo estoy pensando en su bienestar -dijo.

– No se preocupe, milord. -Su tono gélido coincidía con la frialdad de su mirada-. Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma. Y permítame que lo felicite; su método para interrogarme ha sido más inteligente que el de la mayoría. -Realizó una torpe reverencia-. Le deseo buenas noches.

Eric se quedó boquiabierto, observando cómo se abría paso a toda prisa entre las parejas que paseaban por la galería. No recordaba haber sido despedido nunca de un modo tan sumario, y si lo había sido, desde luego no por una mujer. Y ciertamente no se acordaba de que nadie, salvo su padre, lo hubiera mirado con semejante desdén. Estaba claro que, en opinión de aquella joven, él no era mejor -aunque sí más listo- que las demás personas que se le acercaban para sonsacarle información acerca del Ladrón de Novias, un hecho que le causó una extraña sensación de dolor y vacío en el pecho.

La promesa de la joven de ayudar al Ladrón de Novias aún resonaba en su mente, y sus manos se cerraron en dos puños a los costados. Diablos, no podía estar pensando en serio en tratar de encontrar al Ladrón de Novias y ofrecerle su ayuda… ¿verdad? Si bien no tenía miedo de que diera resultado cualquier esfuerzo por su parte por localizar al Ladrón, sí le preocupaba que pudiera hacer algo potencialmente peligroso para ella. Conocía muy bien los peligros que entrañaba su cruzada.

Se mesó el pelo y lanzó un resoplido de frustración en un intento de calmar el malestar que lo embargaba. El lado bueno de aquello era que la señorita Briggeham no había sufrido menoscabo social a consecuencia de aquel intento de secuestro. Era verdad que estaba experimentando por primera vez lo que era la popularidad, la cual, aunque no fuera de su agrado, desde luego era preferible al ostracismo.

Sí, todo había salido bien la para señorita Briggeham, y él estaba preparado para dejar de preocuparse por ella… hasta que ésta manifestó sus ridículas intenciones. Eric se sacudió mentalmente ¿Qué podría llegar a hacer? Nada. Simplemente había hecho una afirmación, tal como hacían muchas mujeres. Sólo que en vez de declarar que le encantaría poseer un diamante de veinte quilates, la señorita Briggeham deseaba ayudar al Ladrón de Novias. No eran más que palabras pronunciadas en el calor del momento, y no significaban nada.

Exactamente. Ahora podía dejar de pensar en ella, en aquellos enormes ojos que reflejaban una fascinante mezcla de inteligencia, inocencia, seriedad, malicia y vulnerabilidad. El hecho de que aquellos ojos lo hubieran mirado con frío desdén en vez de calor lo inquietaba de un modo inexplicable… pero lo olvidaría.

Del mismo modo que olvidaría aquellos labios cautivadores y aquella figura llena de curvas, más propias de una espléndida cortesana que de una jovencita de campo.

Al salir de la galería, acertó a verla dirigiéndose hacia el vestíbulo, con su madre a la zaga.

Con todo, acaso viera una vez más a la señorita Briggeham, sólo para cerciorarse de que no había querido decir nada con aquel comentario. Sí, era una idea excelente. Tomaría nota de hacerle una visita la semana próxima.

Quizás incluso mañana mismo.

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