Margaret levantó la vista del libro y observó a su hermano, que se paseaba arriba y abajo por la biblioteca. Con una copa de coñac en la mano, iba de la chimenea a las estanterías repletas de libros hasta el techo, sus pasos amortiguados por la gruesa alfombra persa. Ida y vuelta, una y otra vez, deteniéndose a cada poco junto a la repisa de la chimenea para contemplar fijamente las llamas con expresión pensativa, y después continuar paseando.
Al cabo de un rato de observarlo, dejó el libro sobre el diván de cretona en que estaba sentada. Aquella tarde lo había examinado detenidamente y le parecía saber exactamente qué le tenía preocupado. La siguiente vez que se detuvo junto al fuego, le preguntó:
– ¿Te encuentras bien, Eric?
Él se volvió y parpadeó con sorpresa; se veía a las claras que se había olvidado de su presencia. Una tímida sonrisa curvó la comisura de sus labios.
– Perdóname, estoy siendo un auténtico fastidio.
Margaret se levantó y fue hasta la chimenea para recibir el calor que despedían las suaves llamas. Aun grande y llena de corrientes, de algún modo la biblioteca era un ambiente acogedor y siempre había sido su habitación favorita, mucho más que la salita en la que colgaba el retrato de su padre sobre la chimenea. Había sentido un escalofrío al ver su semblante y sus ojos fríos mirándola desde el lienzo. Pero como su marido, su padre estaba muerto. Ninguno de los dos podría ya hacerla sufrir.
Miró a Eric y le apoyó una mano en el brazo, maravillada por la agradable sensación que producía poder tocar a alguien.
– Hay algo que te preocupa -le dijo con suavidad-. ¿Quieres hablar de ello?
Los ojos de Eric reflejaron ternura y cansancio.
– Estoy bien, Margaret.
No era verdad, pero obviamente no deseaba agobiarla, un gesto bondadoso pero innecesario por su parte que provocó en ella una chispa de indignación.
Eric volvió a fijar la vista en las llamas, con lo cual daba por terminada la conversación. Se estaba portando como un necio.
Entonces, adoptando un tono informal, ella señaló:
– Ayer disfruté de la visita a tus amigos. El joven Hubert es muy ingenioso, y la señorita Briggeham es…
La mirada de Eric se clavó en la suya a tal velocidad que le pareció oír contraerse sus músculos.
– ¿Qué?
Cualquier duda que pudiera haber albergado acerca de la fuente de la preocupación de su hermano se desvaneció.
– Pues bastante interesante
– ¿En serio? ¿En qué sentido?
– Admiré su talante al defender sus opiniones sobre el Ladrón de Novias frente al señor Straton. Y también me di cuenta de que siente una gran devoción por su hermano, sentimiento que comprendo muy bien.
Eric recompensó su comentario con una sonrisa.
– Hubert y ella están muy unidos
– No es el tipo de mujer que suele despertar tu interés.
Eric se quedó inmóvil unos momentos. Después, con un aire de naturalidad que podía confundir a cualquiera salvo a ella, preguntó:
– ¿Qué quieres decir?
– No merece la pena que lo niegues, Eric. Te conozco demasiado bien. He visto cómo la mirabas.
– ¿Y cómo la mirabas?
Margaret le apretó suavemente la mano.
– De la manera en que toda mujer sueña que la miren.
Eric no contestó, sólo se quedó allí, contemplándola con una expresión indescifrable. Margaret temió haberlo presionado demasiado y tal vez hubiera sido así, pero no soportaba verlo tan preocupado.
– Ella siente lo mismo por ti ¿sabes? -dijo con suavidad- Lo vi claramente, incluso en los breves instantes en que estuvimos juntos.
Un sonido torturado escapó de la garganta de Eric, que cerró los ojos con fuerza.
– ¿Por qué no eres feliz? Deberías dar gracias a Dios de que, por ser hombre, no te has visto atrapado por los dictados de tu destino, como me sucedió a mí. Tú tienes libertad para seguir los designios de tu corazón, para casarte con quien tú elijas.
Eric abrió los ojos y la perforó con una mirada que le hizo preguntarse si no habría cometido un error al valorar la situación.
– Ya sabes lo que opino al respecto. No tengo intención de casarme, jamás.
Su dura réplica la dejó atónita.
– Suponía que con los años habías ido cambiando de opinión sobre ello, y por supuesto a estas alturas, ya que es obvio que sientes algo por la señorita Briggeham -Al ver que él guardaba silencio, añadió-: Ella es la clase de mujer con la que se casan los hombres, Eric.
Un músculo se contrajo en su mejilla
– Me doy cuenta de ello
– Supongo que querrás tener un hijo que herede el título
– La verdad es que no me importa en absoluto perpetuar mi título -Eric hizo un ademán con la mano que abarcaba toda la estancia-. Si bien no puedo negar que prefiero vivir aquí en lugar en las chabolas de Londres, mi título no me ha dado ninguna felicidad. -Lanzó a su hermana una mirada penetrante-. Como tampoco te la ha dado a ti.
Aquellas palabras la hirieron como la hoja de un cuchillo
– Pero seguro que una esposa, una familia, te harían feliz
Él dejó escapar una risa breve y carente de humor.
– Me sorprende que precisamente tú me recomiendes que me case -Apuró su coñac y dejó la copa vacía sobre la repisa de la chimenea con un golpe seco-. El matrimonio de nuestros padres fue un verdadero infierno, igual que el tuyo con ese canalla de Darvin. ¿Por qué me deseas a mí la misma desgracia?
– Yo sólo deseo tu felicidad. Y he aprendido que el matrimonio puede ser una fuente de felicidad si es entre dos personas que se aman, como parece ocurrir entre la señorita Briggeham y tú. En Cornualles conocía a una mujer llamada Sally. Vivía en el pueblo y trabajaba en las cocinas de Darvin Hall. Era de la misma edad que yo y estaba casada con un tendero local. Oh, Eric, estaban tan enamorados… -Fijó la mirada en el fuego-. Y eran increíblemente felices, de un modo que me llenaba de alegría por ellos, pero también de envidia, porque yo deseaba con desesperación lo que ellos compartían. -Alzó la mirada hacia su hermano y dijo en un susurro-: En cierta ocasión yo estuve así de enamorada. Si me hubieran permitido escoger al hombre que deseaba, tal vez hubiera conocido la misma satisfacción que conocía Sally.
En los oscuros ojos de Eric brilló la confusión.
– No sabía que te hubieras enamorado de nadie
– Fue después de que tú partieras para incorporarte al ejército
– ¿Por qué no te pidió en matrimonio ese hombre?
Margaret sintió el fuerte escozor de las lágrimas y levantó la vista al techo para no derramarlas.
– Por muchas razones. Nunca me hizo ninguna indicación de que sintiera por mí algo más que amistad. Y aunque me la hubiera hecho, nuestro padre jamás lo habría consentido. -Clavó la mirada en los ojos interrogantes de su hermano-. No poseía título, ni riquezas, pero era el dueño de mi corazón. -Su voz disminuyó hasta convertirse en un susurro-: Y todavía lo s.
Eric la miró fijamente, aturdido por aquella revelación. Acto seguido sintió una oleada de furia. Maldición, no sólo la habían vendido para casarla, sino que además le habían arrebatado al hombre que amaba. Una lágrima solitaria resbaló por la pálida mejilla de Margaret y Eric se sintió de nuevo abrumado por la culpa por haberle fallado.
“Ojalá lo hubiera sabido. Ojalá no hubiese estado en el ejército en aquellos momentos” Pero, según había dicho ella misma, todavía estaba enamorada de aquel hombre. “Por Dios que no volveré a fallarle. Tendrá al hombre que ama”.
La tomó por los hombros y le preguntó con suavidad:
– ¿Quién es?
– Eso no importa
– Dímelo. Por favor
Margaret apretó los labios y respondió con un hilo de voz
– El señor Straton
A Eric le pareció que la tierra se abría bajo sus pies.
– ¿Adam Straton? ¿el magistrado?
Ella asintió bruscamente con la cabeza. Dejó escapar un sollozo y Eric la envolvió en sus brazos. Sus lágrimas le humedecieron la camisa y sus hombros se agitaban mientras él, impotente, le acariciaba la espalda y le permitía desahogar toda su angustia.
El magistrado. Dios santo. Si no estuviera tan atónito, se habría reído por lo irónico de la situación. ¡De todos los hombres de Inglaterra, Margaret tenía que enamorarse del único que estaba empeñado en ahorcarlo a él!
Echó la cabeza atrás y cerró los ojos. No le costó imaginarse la desesperación de su hermana por su situación. ¿Estaría enamorado Adam de ella? No lo sabía, pero estaba claro que eso no había tenido importancia; su padre jamás habría permitido que un plebeyo cortejara a Margaret. Y no podía imaginarse a Adam Straton, estricto cumplidor de la ley, dejando a un lado las normas sociales y declarándose a la hija de un conde.
Bueno, aquél sí que era un embrollo de mil demonios. El cielo sabía que él deseaba la felicidad de Margaret, pero ¿cómo iba a alentarla a iniciar una relación que no haría sino involucrar a Straton más estrechamente en su vida?
Los sollozos de Margaret fueron cediendo, hasta que por fin se apartó. Sus ojos, rodeados de largas y húmedas pestañas, lo miraron suplicantes.
– Te lo ruego, Eric, ya es demasiado tarde para mí, pero para ti no. Tú has encontrado a alguien a quien amar, que te corresponde a su vez. No lo desperdicies. El amor es algo muy preciado y raro. No permitas que la infelicidad y la amargura que dominaron la vida de nuestros padres destruyan tu oportunidad de tener un futuro feliz. -Respiró hondo y prosiguió-: A pesar de la tristeza que conocimos aquí por obra de nuestro padre, tú y yo nos las arreglamos para labrarnos una existencia dichosa por nosotros mismos. Imagina lo maravilloso que podría ser Wesley Manor si estuviera lleno de amor y risas, y de niños nacidos de una relación basada en el cariño. Tú serías un padre increíble, Eric; bueno, paciente, cariñoso. No como él. Y yo estaría encantada y orgullosa de llamar hermana a la mujer que tú amases y de ser la tía de tus hijos. -Se alzó de puntillas y le depositó un beso en la mejilla-. Me temo que debo retirarme ya, porque estoy completamente exhausta. Por favor, piensa en lo que te he dicho.
Salió de la habitación y, tan pronto cerró la puerta, Eric se pasó las manos por la cara y dejó escapar un prolongado suspiro.
“Tú has encontrado a alguien a quien amar”.
Sí, eso parecía. Una mujer que lo estimulaba en todos los sentidos. Adoraba su apariencia, su contacto, su aroma y su sabor, adoraba su manera de reír y su inteligencia, su ingenio y su carácter afectuoso, adoraba su lealtad y…
La amaba.
Un gemido surgió de su garganta y se derrumbó en un sillón con un golpe sordo. Apoyó los codos en las rodillas y hundió el rostro entre sus manos temblorosas. Que Dios lo ayudase, estaba enamorado de Samantha.
¿Cómo había permitido que sucediera algo así? Siempre había protegido su corazón, pero la verdad era que ninguna mujer se había acercado a tocarlo. No resultaba difícil proteger una ciudadela que nunca ha sido acosada. Pero Samantha había logrado de algún modo llegar hasta su interior, escalar sus murallas y agarrarle el corazón en un puño.
Maldición, no debería haberle hecho el amor. En ese caso, quizás hubiera podido evitar esta catástrofe. Sin embargo, aunque aquella idea le entró en la mente, comprendió que no era verdad. No se había enamorado de ella a causa de lo sucedido la noche anterior, sino que lo sucedido la noche anterior se debía a que estaba enamorado de ella.
Aun así ¿cómo podía haberse enamorado y no haberse dado cuenta hasta ahora? ¿Cuándo había ocurrido? Trató de establecer el momento exacto en que cayó en aquel abismo emocional, pero no pudo. Se había sentido fascinado por Samantha desde el principio y había sido incapaz de olvidarla por más que se había empeñado.
“Ella siente lo mismo por ti”. La frase de Margaret reverberó por todo su ser. Se masajeó las sienes doloridas. Sabía que Samantha se preocupaba por él, pero, diablos, se preocupaba por todo el mundo. “Mas nunca ha hecho el amor con nadie más que contigo”. ¿Era posible que estuviera enamorada de él?
Caviló aquel punto seriamente, pero al final decidió que no. Ella deseaba una aventura, nada más. Y era mejor que no estuviera enamorada; él no quería destrozarle el corazón, como iba a sucederle a él. Porque si ella lo amaba, y por su bien rogó que no fuera así, era imposible soñar con un futuro en común.
Entre sus planes no entraba el matrimonio, pues había visto que no causaba más que desgracia. No obstante, si tenía que creer a Margaret, si dos personas se amaban la una a la otra el matrimonio podía ser maravilloso. Por un instante imposible se permitió pensar en lo impensable: Samantha como esposa suya, compartiendo su vida y su lecho todas las noches, dándole hijos.
Le abrumó un doloroso sentimiento de pérdida como no había sentido jamás, y por segunda vez aquella noche le abofeteó la ironía de la situación.
Maldición, lo quería todo: amor, hijos. Quería casarse con ella.
Pero la vida que había elegido como Ladrón de Novias lo hacía imposible. Aunque no volviera a rescatar a ninguna otra mujer, todavía podrían ahorcarlo por los secuestros anteriores y no podía convertir la vida de Samantha en un horror si tal cosa ocurría. Además, sus hijos no escaparían nunca de la vergüenza de haber tenido por padre a un criminal ajusticiado.
No, no podía casarse jamás. Cuanto más alejado se mantuviera de Samantha, mejor para ella. Pero Dios ¿cómo iba a soportar vivir sin ella el resto de su vida?
Levantó la cabeza y miró el reloj de la repisa. Faltaban dos horas para reunirse con ella en la verja del jardín.
Dos horas para decirle que su relación había terminado.
Dos horas para que su corazón quedara destrozado.
Sammie aspiró el aire fresco de l noche, dejando que las fragancias florales del jardín sosegasen sus agitados nervios a medida que avanzaba por el sendero que conducía a la entrada de atrás. Quedaban diez minutos para encontrarse con Eric, pero había tenido que escapar de los asfixiantes confines de su dormitorio. Poco después de la cena había llegado la señora Nordfield para echar una partida de cartas y cotillear un poco. Como no era habitual que Sammie participase en aquellas reuniones, a nadie le resultó extraño que se retirase temprano.
Ciertamente, en los ojos de su madre había detectado que ardía en deseos de informar a la señora Nordfield sobre el invitado que habían tenido aquel día a tomar el té. Sammie sólo pudo rezar para que su madre hiciera caso de su ruego y no mencionase que el conde la estaba cortejando. Por descontado, imaginaba que no diría abiertamente que se trataba de un pretendiente, pero sí lo insinuaría con una oportuna elevación de cejas. Y, naturalmente, no desengañaría a la señora Nordfield de las ideas incorrectas que ésta pudiera hacerse.
La humillación podía ser mayúscula. Ya le parecía estar oyendo los chismorreos: “Oh, qué tremendo y ridículo que es que la pobre y excéntrica Samantha Briggeham y su madre se hayan hecho ilusiones de que Wesley vaya a hacer la corte a una muchacha tan anodina”. Sin duda el rumor llegaría a oídos de Eric y Sammie sintió una profunda mortificación al pensar en su inevitable respuesta: “¿Hacer la corte a la señorita Briggeham? Qué tontería ¿Por qué iba yo a hacer algo así?” Oh, claro que procuraría disfrazar su rechazo con términos más amables, pero el resultado final sería el mismo.
Se sintió arder de vergüenza y apretó el paso por el sendero de flores. Unos minutos después llegó a la verja, sin resuello. Se acomodó en un banco de piedra flanqueado por fragantes rosales y cerró los ojos. Al instante visualizó una serie de imágenes de la noche anterior, y escondió su rostro ruborizado entre las manos.
“Cielo santo, ¿qué he hecho?”. Lo único que quería era compartir las maravillas de la pasión con el único hombre que se la había inspirado, un hombre al que respetaba y admiraba, un hombre que había sido su amigo. Pero también era un hombre, tal como había descubierto hoy, que sostenía unas opiniones diametralmente opuestas a las suyas. Una razón más para poner fin a la relación.
De sus labios escapó un sonido a medio camino del sollozo y la carcajada, al congratularse por lo afortunada que era de que nadie sospechase el verdadero alcance de dicha relación. Dios bendito, pero si Eric no había hecho más que tomar el té con su familia y ya su madre abrigaba la esperanza de casar a su hija amante de los libros con un conde. Si Eric fuera a visitarla de nuevo por algún motivo… en fin, no habría manera de detener a su madre. Tal como estaban las cosas, su desilusión iba a reverberar en todos los salones de Briggeham Manor, sin duda durante décadas.
¡Ojalá no se hubiera enamorado de él! Sí, tendría sus recuerdos, pero también se había condenado a sí misma al profundo dolor de un corazón destrozado. Bajó las manos y lanzó un suspiro tembloroso. Estaba claro que no podía arriesgarse a pasar otra noche con Eric; cuando llegara, tendría que decirle de inmediato que su relación había terminado… por el bien de los dos.
Le subió el corazón a la garganta y luchó por reprimir las lágrimas que le abrasaban los ojos. No habría una última noche de pasión en sus brazos, ninguna otra oportunidad de tocarlo de nuevo, de saborear sus besos, de demostrarle, con las palabras que no sabía decir, lo mucho que lo amaba. No habría más tiempo para formar los recuerdos que la sustentarían durante toda la vida. No tenían futuro. Él era el hombre inadecuado para ella en todos los sentidos.
Su apasionada aventura había terminado… e iba a pagarlo con todo su corazón.
En la salita, Cordelia Briggeham observaba a Lydia, que parecía bastante incómoda, y ocultó expertamente su sonrisa satisfecha detrás de la taza de té. La noche había ido todavía mejor de lo que esperaba. No sólo Lydia estaba que trinaba por la visita de lord Wesley y el interés de éste por Samantha, sino que además Cordelia le había propinado una buena paliza jugando al piquet. Contempló a Lydia por entre sus pestañas y se apresuró a tomar otro sorbito de té para tragarse su regocijo. Ciertamente, Lydia parecía un gato que acabara de recibir un desagradable baño.
Como su triunfo no le permitía permanecer quieta, Cordelia se levantó y fue hasta las ventanas francesas. Penetraba una frisa fresca y con olor a flores procedente de los jardines. En ese momento advirtió un destello de color que le hizo volver la vista hacia un sendero lateral que se internaba en el jardín. La taza de té se le detuvo a medio camino de la boca y el ceño le arrugó la frente. ¿Qué demonios estaba haciendo Samantha allí a aquellas horas de la noche? ¿Por qué no estaba durmiendo, si se había retirado varias horas antes?
Diablos, la joven y su conducta excéntrica iban a acabar con ella. Sin duda pescaría un resfriado y estaría enferma la próxima vez que viniese a visitar lord Wesley…
Mientras escrutaba la oscuridad que rodeaba a su hija, le dio un brinco el corazón. Había algo muy extraño -¿tal vez furtivo?- en aquel paseo nocturno. Cordelia entrecerró los ojos, pero se reprendió por aquellas sospechas. Seguro que Sammie jamás… y a lord Wesley no se le ocurriría…
No; estaba descartado que se tratase de una cita amorosa. ¿O no? Por supuesto, si hubieran acordado encontrarse, desde luego sería maravilloso… eh… preocupante.
Regresó a toda prisa al diván y depositó la taza sobre la mesa de caoba.
– Lydia, hace una noche estupenda. Vamos a dar un paseo.
Lydia se la quedó mirando como si le hubiera salido un tercer ojo en la frente.
– ¿Un paseo? ¡Pero si son casi las once!
– Hubert ha plantado un esqueje nuevo en mi jardín, algo que ha creado en su cámara. No recuerdo qué nombre tiene, pero se supone que florece sólo de noche. Ardo en deseos de ver si ha florecido.
– ¿Una planta que florece por la noche? -repitió Lydia con un destello de curiosidad en los ojos.
– Sí. Si ha florecido, te daré algunos injertos -Seguro que aquel aliciente convencía a Lydia; se moriría si Cordelia tuviera una flor que no tenía ella.
– Bueno, supongo que si llevamos una linterna para no torcernos un tobillo…
– No podemos llevar linternas. Ni hablar más alto que susurrando. Una luz o un ruido y ¡pff!… -chasqueó los dedos bajo las narices de Lydia-, las flores se cerrarían instantáneamente. -Al ver que su amiga titubeaba, Cordelia soltó un suspiro exagerado-. Claro que si estás demasiado cansada… es comprensible en una mujer de tu avanzada edad.
Lydia se puso en pie como si tuviera un muelle gigantesco debajo de las posaderas.
– Sólo tengo dos años más que tú, Cordelia. Te aseguro que estoy muy en forma.
– Por supuesto que sí, querida. ¿Por qué no te sientas otra vez antes de que te hagas daño en tu delicado persona? -Extendió una mano solícita hacia Lydia, la cual se colocó ágilmente a su lado y le dirigió una mirada asesina.
– Desde luego que no pienso sentarme. Tu sugerencia de dar un paseo no ha hecho sino estimularme. Ahora que lo pienso mejor, opino que un paseo en silencio y a oscuras por los jardines en busca de unas plantas que florecen por la noche es una idea excelente.
– Bien, si insistes, Lydia…
– Por supuesto que sí.
Lydia levantó la barbilla y se encaminó hacia la puerta como una reina dirigiéndose a su trono. Cordelia la siguió de cerca, mordiéndose las mejillas por dentro para contener su sonrisa de triunfo.
Exactamente a las once en punto, Eric desmontó de Emperador y lo ató a un árbol cercano a la verja de los Briggeham. Cuando se aproximaba a la entrada divisó a Samantha sentada en un banco de piedra y se detuvo. Parecía sumida en sus pensamientos. ¿Estaría pensando en la noche anterior? Contempló su perfil y dejó que acudieran a su mente los recuerdos de aquella apasionada velada; reprodujo en su mente cada caricia sensual, cada sabor exquisito, que le llenaron a un tiempo de anhelo y de una intensa sensación de pérdida.
Reanudó la marcha en dirección a Samantha. Casi la había alcanzado cuando una ramita crujió bajo su bota, y ella se puso en pie nerviosamente y se volvió hacia él. La bañaba la luz de la luna, y el corazón de Eric sufrió un extraño vuelco al recorrerla lentamente con la mirada, reparando en su moño ligeramente desaliñado y en su sencillo vestido de muselina. Luego volvió la mirada a su rostro. Samantha lo miraba a través de sus gruesas gafas con ojos serios. Sacó la lengua para humedecerse los labios y Eric imitó el gesto de forma involuntaria, imaginando su sabor a miel.
Caminó hacia ella despacio y sólo se detuvo cuando los separaban escasos centímetros. El puso le latía el doble de lo normal mientras la admiraba con ojos ávidos… la mujer que amaba, la mujer que no podía tener, la mujer que muy probablemente no volvería a ver nunca una vez que se separara de ella esa noche.
Que Dios lo ayudase, no deseaba otra cosa que llevársela consigo, repetir la pasión y el placer que habían compartido la noche anterior. La miró a los ojos y sintió que su fuerza de voluntad se le escapaba igual que los granos de arena a través de un cedazo. Tenía que decirle que su relación había terminado, ya, antes de que los deseos e impulsos de su corazón lo cegasen.
– Tengo algo que decirte -dijeron los dos al unísono.
Se miraron, sorprendidos, durante varios segundos. Después, aliviado por postergar unos momentos más lo inevitable, Eric inclinó la cabeza.
– Las damas primero
– Está bien -Samantha respiró hondo y lo miró con ojos llenos de sentimiento-. Llevo horas tratando de buscar la manera adecuada de decírtelo, pero no estoy segura de que exista, así que simplemente tendré que decirlo sin más. Deseo poner fin a nuestra… relación.
Eric tuvo la sensación de que el aire abandonaba sus pulmones. ¿Ella deseaba poner fin a la relación? Él había sufrido tanto, preocupado por la posibilidad de herirla, ¡y resultaba que ella ya no lo deseaba! Se le atascó en la garganta una exclamación de incredulidad; si hubiera podido, se habría echado a reír de su propia vanidad.
Ciertamente, debería sentirse aliviado por aquel inesperado giro de los acontecimientos que lo eximía de la responsabilidad de tomar la iniciativa. Lo único que tenía que hacer era asentir y marcharse. Se quedó inmóvil, aguardando a sentir la felicidad que debería estar sintiendo, pero era obvio que aquélla no era precisamente la palabra adecuada para definir las emociones que lo embargaban. Más bien se parecían a un intenso dolor que maldijo para sí.
– ¿Puedo preguntar por qué? -inquirió con rapidez.
Ella entrelazó las manos y se dio la vuelta hacia un seto alto y perfectamente recortado, dejando que Eric contemplara su espalda. Su nuca. La delicada curva de su cuello, que él sabía que tenía sabor a miel y tacto de seda.
– Por muchas razones. Temo que si prolongamos nuestra relación, nos arriesgaremos a que nos descubran y en cualquier caso no era más que algo temporal… -Hizo una pausa y cuadró los hombros-. Tu visita de hoy ha conseguido que mi madre conciba la falsa esperanza de que me estás cortejando. He hecho todo lo posible para convencerla de que se equivoca, pero es muy persistente en estos asuntos. Además, últimamente he descuidado mi trabajo en la cámara. Deseo dedicar mis energías a avanzar en mis experimentos y quizás incluso a planear un viaje al continente. Así pues, creo que lo más prudente, y lo más lógico, es que no nos veamos más. En ningún sentido.
Una furia irrazonable e injustificada atenazó a Eric igual que un grillete.
– Mírame -articuló con los dientes apretados.
Ella se volvió lentamente hacia él. Sus ojos relucían enormes, pero por lo demás parecía perfectamente serena, hecho que lo molestó todavía más.
– ¿De modo que quieres poner punto final a nuestra amistad y también a nuestra relación? -le preguntó.
A Samantha el corazón le dio un vuelco.
– Es lo mejor
Se abatió un silencio sobre ambos. Samantha tenía toda la razón, por supuesto. A Eric la cabeza le decía que le deseara buena suerte y se fuera, pero su voz y su cuerpo se negaron a colaborar.
Tras lo que le pareció una eternidad, en realidad menos de un minuto, ella preguntó:
– Y tú ¿qué querías decirme?
“Que te amor. Que quiero que seas mi mujer, mi amor, la madre de mis hijos. Quiero ver el mundo contigo y compartir todas esas aventuras con las que sueñas: explorar las ruinas de Pompeya, pasear por el Coliseo, visitar los Uffizi, contemplar las obras de Bernini y Miguel Ángel, nadar en las cálidas aguas del Adriático… Quiero decirte que no deseo que transcurra un solo día de mi vida sin ver tu sonrisa, oír tu risa ni tocar tu cuerpo y que muero por dentro al saber que jamás tendré esas cosas contigo”.
Intentó que sus facciones compusieran una expresión tímida, nada seguro de conseguirlo.
– Lo curioso es que yo tenía la intención de sugerirte lo mismo… por las mismas razones que has expuesto tú.
– En…tiendo -Samantha miró al suelo unos segundos, luego alzó el rostro y le obsequió con una débil sonrisa-. Bien, entonces, según parece estamos de acuerdo. Te deseo una vida larga y próspera. Para mí ha sido un… un gran placer conocerte.
Se movió como para decirle adiós y marcharse tranquilamente.
Antes de que su sano juicio pudiera evitarlo, Eric alargó una mano de pronto y la agarró del brazo.
Sintió un agudo dolor que lo abrasaba por dentro, arañándole las entrañas. ¿Cómo podía marcharse sin más?
Samantha miró la mano que la sujetaba y clavó sus ojos en los de él.
– ¿Hay algo más, milord?
Eric notó que algo saltaba en su interior al oír aquel tono inexpresivo y el uso formal de su título. Maldición, quería oírla pronunciar su nombre, tal como lo había susurrado la noche anterior, cargado de deseo, cuando él estaba en lo más profundo de su cuerpo, antes de que el mundo y sus leyes y sus responsabilidades conspirasen para robarle aquella mujer.
– Sí, Samantha, hay algo más.
Y entonces la atrajo hacia sí y le dio un beso abrasador, desesperado e indignado.
Ella permaneció inmóvil y sin reaccionar durante varios segundos, pero entonces gimió, se alzó de puntillas y le devolvió el beso. Toda cordura la abandonó cuando él la estrechó entre sus brazos, perdido en la sensación de sus blandas curvas pegadas a su cuerpo. Eric exploró su boca con una posesividad primitiva y una falta de delicadez que en otras circunstancias le habrían horrorizado. Su lengua acarició la de ella con rítmica ansia, a la par del mantra que se repetía en su cabeza: “mía, mía, mía”.
No tuvo noción del tiempo transcurrido hasta que el beso dejó de ser una confrontación salvaje de labios, lenguas y alientos y se transformó en un encuentro pausado, lánguido y profundo que hizo fluir un deseo turbio y candente por sus venas. Deslizó una mano hasta su nuca par hundirla en su caballo y soltar las horquillas, que cayeron al suelo en silencio. Los bucles suaves y fragantes se derramaron sobre sus dedos mientras su otra mano descendía para acariciar la femenina curva de sus nalgas. La garganta de Samantha emitió un gemido de placer. Se movió contra él y su erección respondió con una sacudida.
– Samantha -susurró contra sus labios-. Yo…
En ese momento se oyó una sonora exclamación que interrumpió lo que esta diciendo. Ambos se volvieron en dirección al sonido.
A menos de tres metros de ellos estaban Cordelia Briggeham y Lydia Nordfield, ambas con la boca abierta y los ojos como platos.
Samantha aspiró profundamente y se zafó con brusquedad de los brazos de Eric, como si le quemasen. Pero el daño ya estaba hecho.
Entonces, los labios de la señora Briggeham formaron una o perfecta por la cual salieron gorjeos entrecortados. Se llevó el dorso de la mano a la frente con gesto melodramático, dio unos pasos tambaleantes hasta el banco de piedra y a continuación se desplomó gorjeando en un elegante desmayo.