25

Eric estaba frente al altar, contemplando cómo Samantha avanzaba despacio por el pasillo con una mano apoyada en el brazo de su padre. El quedo murmullo de la multitud llenaba la iglesia. La mirada de Samantha estaba fija en la de Eric, sus gafas magnificaban el amor que resplandecía en sus ojos.

Eric sintió una punzada en el corazón que se irradió en forma de calor por todo su cuerpo. Samantha se colocó junto a él ante el altar con una sonrisa tímida y trémula en los labios y los ojos rebosantes de las mismas emociones que lo embargaban a él.

Quince minutos más tarde, cuando pronunciaron los votos que habrían de unirlos para toda la vida, el vicario les dio su bendición con su rechoncho rostro resplandeciente de orgullo. Eric se volvió hacia su esposa -su esposa- y sintió una oleada de felicidad que estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio. Depositó un casto beso en los labios de ella y sus sentidos se vieron abrumados por el deseo. Tenía que tocarla, besarla intensamente. Ahora mismo. Lejos de miradas curiosas. Pasó la mano de Samantha por su brazo y la guió pasillo adelante. Llegó al vestíbulo prácticamente corriendo, y continuó hasta salir al exterior, para llevarse a Samantha al otro lado del edificio, a una zona de sombras.

– Cielo santo, Eric -dijo ella sin aliento-. Yo…

Él la estrechó entre sus brazos y le cubrió la boca con la suya. Sammie emitió un minúsculo gemido de placer cuando abrió los labios. Él deslizó la lengua al interior de aquel calor con sabor a miel que le aguardaba, al tiempo que todo su cuerpo ronroneaba de satisfacción y de una felicidad casi inconcebible.

Sammie le rodeó la cintura con los brazos y aceptó con avidez aquel fogoso beso… un beso lleno de amor, promesas y honda pasión. Cuando Eric levantó la cabeza por fin, ella se abandonó contra su cuerpo y se preguntó entre nubes dónde estarían las rodillas que no sentía. Entonces fue abriendo los ojos lentamente y no vio nada más que blanco; parpadeó rápidamente para enfocar la vista y notó que le quitaban las gafas. En cuanto Eric se las retiró del todo, lo vio. Su marido. Y el calor que despedía su amorosa mirada la traspasó de parte a parte. Transcurrieron unos momentos de silencio, hasta que la boca de él se torció en una sonrisa irónica.

– Me temo que hemos empañado tus gafas

– Creía estar viendo nubes. Como si me hubiera muerto y hubiera ascendido al cielo.

– El cielo. Sí, ésa es la sensación que tú me provocas. -Eric le resiguió el contorno del labio inferior con el dedo, una sensación cosquilleante que Sammie percibió hasta en los pies. Oyeron las voces de los invitados que salían de la iglesia. Eric esbozó una sonrisa cálida como la luz del sol-. Ven, mi encantadora condesa. Vamos a recibir las felicitaciones y los parabienes de nuestros invitados.

– Sí, antes de que nos sorprendan besándonos a hurtadillas

Inclinó la cabeza en lo que esperaba fuera un gesto propio de una condesa y deslizó la mano por el brazo de Eric. Éste rompió a reír y ambos se encaminaron al portal de la iglesias, preparados para atender a los invitados.


Adam salió de la iglesia y parpadeó al sentir el fuerte brillo del sol. Observó a la multitud que se apiñaba en torno a los novios y estiró un poco más el cuello en busca de Margaret. Como si el mero hecho de pensar en ella la hubiera hecho materializarse, la descubrió de pie a la sombra de un enorme roble que había en el jardín de la iglesia. Estaba sola, con la cabeza gacha y las manos entrelazadas. Atraído hacia ella como por un imán, Adam se apartó del grupo de los presentes y se acercó.

– Buenos días, lady Darvin -le dijo situándose bajo la protectora sombra del roble.

Ella se volvió, y Adam se quedó perplejo al ver su semblante de profunda tristeza y su mirada atormentada. Acicateado por una honda preocupación, dejó a un lado toda cortesía: alzó una mano y la tomó suavemente del brazo, y a continuación se colocó de modo que su espalda obstaculizase las posibles miradas de curiosos.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó

Margaret parecía no verlo; al parecer sus pensamientos estaban muy lejos de allí.

– La ceremonia… me ha hecho recordar. He intentado no hacerlo, pero al estar sentada dentro de la iglesia… -Le recorrió un estremecimiento-. No había vuelto desde el día en que me casé.

Adam recordó aquel día con vívido detalle. Él estaba tumbado en su cama, enfermo de pena, mirando el reloj, sabiendo que a cada minuto que pasaba la mujer que amaba estaba intercambiando sus votos con otro hombre. Cuando oyó a los lejos el tañido de las campanas de la iglesia, que marcaban el final de la ceremonia, abrió una botella de whisky y por primera vez en su vida procedió a emborracharse deliberadamente. Permaneció dos días ebrio, y otros dos días sufriendo la peor resaca de la historia. Luego, simplemente… continuó viviendo, creyendo que ella era feliz.

Pero una sola mirada a su rostro desencajado lo desengañó de aquella idea. Margaret parecía tan… acosada y angustiada. Brillaban lágrimas en sus ojos, pero no las lágrimas de alegría que las mujeres solían derramar en las bodas.

¿Habría en aquella infelicidad algo más de lo que él había supuesto? ¿Algo más que la pérdida de su hogar y de su hermano? ¿Más que el hecho de que no hubiera tenido hijos? Le soltó el brazo para sacarse el pañuelo del bolsillo y ofrecérselo.

Margaret se secó los ojos y le dijo:

– Gracias. Y perdóneme. Éste es un día feliz, y sin embargo yo me echo a llorar. Me temo que he permitido que mis recuerdos me entristezcan.

Aquellas palabras preocuparon a Adam, que experimentó una intensa sensación de malestar.

– Su esposo… -titubeó, inseguro de cómo expresarlo-, ¿no fue bueno con usted?

Ella dejó escapar una risita carente de humor y desvió la mirada. Aún cuando su mente le decía que no lo hiciera, Adam le cogió la mano enguantada y le apretó los dedos suavemente.

Ella se volvió, sobrecogiendo a Adam por el fuego que había en sus ojos.

– ¿Si no fue bueno? -repitió Margaret con una voz horrible, que no reconoció-. No, no fue bueno.

La ira se desvaneció tan repentinamente como había aparecido, igual que si la hubieran apagado con agua fría, para ser sustituída por una expresión de pérdida y derrota. Comenzó a temblar y cerró los ojos. Una lágrima solitaria resbaló por su mejilla y fue a aterrizar sobre el puño blanco de la camisa de Adam, el cual observó cómo era absorbida por la tela.

Maldición, aquel canalla la había hecho sufrir. En su mente y en su espíritu. Dios todopoderoso, ¿la habría maltratado también físicamente? Una niebla roja le nubló la vista y le embargó una rabia que nunca había experimentado.

El matrimonio de Margaret con Darvin había estado a punto de acabar con él, pero aceptó lo inevitable con estoica resignación. Por mucho que la quisiera, sabía que jamás podría cortejarla y mucho menos casarse con ella. Él no tenía nada que ofrecer a la hija de un conde.

Excepto amor. Y bondad. Por un instante resonaron en su mente las palabras de Margaret: “Pasaba el tiempo en los acantilados, contemplando el mar, preguntándome cómo sería saltar…”.

Sintió nauseas al pensar que Darvin pudiera haberla maltratado hasta el punto de hacerla pensar en la posibilidad de suicidarse. Dios de los cielos. Si lo hubiera sabido… “¿Qué habrías hecho?” Pero conocía la respuesta; en el fondo de su alma sabía que él, un hombre que había dedicado su vida a la defensa de la ley, habría matado a aquel bastardo. ¿Y por qué diablos no lo había hecho el hermano de Margaret?

Ella abrió los ojos y lo miró. Sus sentimientos debieron de delatarlo, porque la mirada de Margaret se llenó de una ternura que lo dejó sin respiración.

– Agradezco que se indigne por mí. Usted siempre ha sido un amigo leal. Pero no había nada que hubiera podido hacer.

“¡Un amigo leal! ¿Tendría idea Margaret de que él habría dado cualquier cosa por ser algo más?

– Su hermano… -atinó a decir a pesar del nudo en la garganta-, ¿estaba enterado?

– Sabía que yo no era feliz, pero no hasta qué punto llegaba mi infelicidad, y yo no me atrevía a contárselo. Vino a verme al regresar de la guerra, y vio que tenía hematomas en los brazos. Le dijo que me había caído, pero por lo visto él había oído hablar de las costumbres de Darvin y no me creyó.

Adam apretó los dientes para controlar la cólera que lo iba cegando.

– ¿Por qué razón protegía usted a semejante monstruo?

– Yo no protegía a Darvin. Era a mi hermano a quien pretendía proteger. De haberlo sabido, habría matado a Darvin y luego lo habrían ahorcado a él. De hecho, golpeó a Darvin hasta dejarlo casi inconsciente y lo amenazó con acabar con él si se atrevía a maltratarme otra vez.

– ¿Y la maltrató?

Los ojos de Margaret perdieron toda expresión.

– Sí. Pero no con tanta frecuencia. Yo… yo nunca se lo conté a Eric. Al final Darvin fue perdiendo interés en mí y se centró en otras mujeres. Eric sólo sabe que Darvin me era infiel, no lo… lo demás.

Adam sintió que cada centímetro de su cuerpo clamaba de furia e impotencia ante el sufrimiento de Margaret y el hombre que se lo había infligido. Que la había maltratado, humillado. Que le había sido infiel… a aquella criatura dulce y encantadora, a la que él amaba desde el instante mismo en que posó los ojos en ella cuando ambos no eran más que unos chiquillos. Sentía el corazón destrozado, por ella y también por sí mismo. Notó un sabor a bilis y apretó los labios tratando de calmarse.

Apretó la mano de Margaret resistiéndose al impulso abrumador de atraerla a sus brazos, de protegerla, de hacerle saber que jamás permitiría que nadie volviera a causarle daño.

– ¿Por qué no lo abandonó?

– Lo hice, un mes después de casarnos. Pero dio conmigo en una posada cerca de Cornualles. Me dijo que si volvía a dejarlo mataría a mi hermano. -La mirada de Margaret, atormentada y confusa, buscó la suya-. Yo… no tenía la intención de contarle todo esto. Perdone, no sé por qué lo he hecho.

Adam se sintió consumido por un torbellino de sentimientos, y no pudo apartar de su mente la imagen de Margaret maltratada y llorosa. Miró sus ojos acosados, ensombrecidos por siniestros recuerdos de sufrimientos inimaginables y en su interior estalló un acceso de ira que luchó por reprimir. Darvin estaba muerto y sin embargo no sentía otro deseo que sacar a aquel canalla de su tumba y matarlo de nuevo. ¿Cómo diablos había conseguido frenarse su hermano para no estrangular a Darvin con sus propias manos?

Su hermano. Experimentó un tumulto interior, y de pronto una profunda calma al comprenderlo todo. No, su hermano no había matado a Darvin; en lugar de eso, había encauzado de otro modo su rabia, y había arriesgado la vida para salvar a otras mujeres de una vida similar de desgracia.

Se humedeció los labios resecos.

– Dígame… Si hubiera tenido la oportunidad de huir, aunque ello hubiera supuesto no volver a ver a su familia y a sus amigos, ¿habría huido para evitar casarse con él?

Margaret no dudó

– Sí

Aquella única palabra, apenas más que un susurro, hizo tambalear todos sus cimientos. Había dedicado los cinco últimos años de su vida a capturar al Ladrón de Novias. Aquel hombre era un delincuente, un secuestrador. Había destrozado familias y desbaratado planes de boda. Y sin embargo, Margaret habría aceptado su ayuda para salvarse de Darvin. “Y se habría ahorro estos años de horros y desesperación”

La confusión lo abrumó. No había manera de dejar a un lado la ley. Él se enorgullecía de su honestidad y su integridad. El castigo para los secuestradores era la horca. Si no se ocupaba de que se hiciera justicia ¿cómo iba a poder llamarse a sí mismo hombre de ley?

Tragó saliva para desalojar el corazón de la garganta.

– Ha dicho que no tenía intención de contarme todo esto. ¿Por qué no?

Ella miró el suelo

– No… no quería que se formase una mala opinión de mí.

Adam habría jurado que el corazón se le partía en dos. Le tembló la mano al levantarla para tomar la barbilla de Margaret entre los dedos.

– Yo jamás podría tener mala opinión de usted. Del hombre que la maltrató sí, pero no de usted. -Dios, ansiaba decirle que le sería imposible tener mejor opinión de ella, pero no se atrevía-. Lamento mucho lo que ha sufrido.

– Gracias. Pero ahora ya soy libre. Y he vuelto al hogar que amo, con mi hermano.

Adam sintió una punzada de culpabilidad. En el plazo de una hora esperaba tener a su hermano bajo arresto.

Una sonrisa fugaz tocó los labios de Margaret

– Y hoy mismo he ganado una hermana, así que hay mucho de lo que alegrarse. -Retiró la mano suavemente- Será mejor que vaya a darles la enhorabuena. ¿Quiere acompañarme?

Antes de que él pudiera contestar, oyó una tos discreta a su espalda.

– Le ruego me disculpe, señor Straton, pero necesito hablar con usted.

A Adam se le tensaron todos los músculos al reconocer la voz de Farnsworth. Dedicó una breve reverencia a lady Darvin y dijo:

– Me reuniré con usted dentro de un momento

Ella inclinó la cabeza y a continuación se encaminó hacia la multitud de invitados. Una vez que estuvo seguro de que ya no podía oírlo, Adam se volvió hacia Farnsworth.

– ¿Y bien? -inquirió

Farnsworth extrajo de su bolsillo un pedazo de tela negra y se la entregó

– He encontrado esto en el dormitorio de lord Wesley, señor. En un compartimiento secreto de su escritorio. Sin duda es la máscara del Ladrón de Novias.

Adam se quedó mirando la máscara de seda negra, la prueba que llevaba cinco años buscando. Ya tenía todo lo que necesitaba para detener al Ladrón de Novias.


Cuando Sammie y Eric regresaron, después de su apasionado beso a escondidas, cayó sobre ellos Cordelia Briggeham.

– ¡Estás aquí, querida! -Engulló a Sammie en un abrazo asfixiante que hizo disfrutar a su hija, como si aquélla fuera la última vez que fuera a sentir los brazos de su madre- Me siento inmensamente feliz por ti -le dijo Cordelia y sorbió por la nariz. Acto seguido le susurró al oído-: Siento mucho que no hayamos tenido tiempo de hablar de… ya sabes qué, pero estoy segura de que el conde sabrá lo que hay que hacer.

Se apartó y se secó los ojos con un pañuelo de encaje, y emitió un trino de gorjeos. Miró rápidamente a un lado y otro, pero como no había bancos lo bastante cerca como para desmayarse, dejó escapar un profundo suspiro y se recobró enseguida. En realidad se iluminó como una docena de velas cuando se le acercaron Lydia Nordfield y su hija Daphne, ambas luciendo similares expresiones de desagrado.

– ¡Lydia! -exclamó Cordelia. Y abrazó a su rival con un entusiasmo que arrancó una mueca a las facciones ya contraídas de la señora Nordfield. Cordelia compuso un gesto que era la viva personificación de la preocupación-. No te preocupes, Lydia. Estoy completamente segura de que Daphne encontrará un caballero magnífico. Algún día.

La señora Nordfield emitió un sonido ahogado y le dirigió una sonrisa glacial. A continuación, Daphne y ella ofrecieron sus mejores deseos a Sammie de manera un tanto artificial. La mirada entornada de la señora Nordfield saltaba alternativamente entre Sammie y su propia hija; Sammie se mordió las mejillas para disimular su diversión, porque casi le pareció oír decir: “Si Samantha Briggeham puede convertirse en condesa, sin duda mi Daphne puede ser marquesa o duquesa”.

– Tal vez si llevaras gafas, querida Daphne -murmuró la señora Nordfield al tiempo que se llevaba a su hija, que tenía un gesto adusto-. En realidad poseen cierto encanto…

A continuación les tocó el turno a Hermione, Lucille y Emily, y Sammie las abrazó de una en una, grabando en la memoria sus caras radiantes. ¿Cómo era posible sentir tanta tristeza y alegría a la vez, tanta pena por el tiempo que iban a dejar de compartir y tanta emoción por el futuro?

Después vino el padre, que la besó en ambas mejillas

– Siempre supe que algún tipo con suerte te encontraría, Sammie. Ya se lo dije a tu madre -La acarició en la cabeza como si fuera su perro favorito y se alejó.

Entonces le llegó el turno a Hubert. Ya se habían despedido por la mañana y, aun así, las lágrimas le enturbiaron la visión. Le revolvió el caballo rebelde, y sus ojos se calvaron en los del chico. Él tragó saliva, y Sammie sintió un doloroso nudo en la garganta.

Hubert la miraba con tristeza en los ojos, pero sus labios se curvaron en una sonrisa ladeada. A continuación dio a su hermana un abrazo torpe y las gafas de ambos entrechocaron. Los dos se separaron riendo.

– Un bonito espectáculo, Sammie -le dijo ajustándose las gafas-. Eres la condesa más guapa que he visto.

Ella se tragó su melancolía y se rió.

– Soy la única condesa que has visto

– Bueno, yo sí he visto muchas condesas -terció Eric- y debo decir que coincido con Hubert. Estás preciosa -Le cogió la mano, se la llevó a los labios y le envió un mensaje con los ojos que le provocó una oleada de placer.

Hubert continuó adelante, y siguió lo que parecía una fila interminable de gente que quería darle la enhorabuena. Por fin tuvo delante a Margaret, que le tendió ambas manos.

– Oficialmente ya somos hermanas -le dijo con lágrimas en los ojos-. Y tú ya eres oficialmente una condesa.

Sammie le dio un apretón con las manos y sonrió para ocultar su tristeza por no haber tenido la oportunidad de conocerla mejor.

– Es cierto que somos hermanas. Y, cielos, yo son condesa… Es una perspectiva que encuentro un poco… aterradora.

Margaret dirigió una mirada fugaz a su hermano y luego le ofreció a Sammie una ancha sonrisa.

– No tienes de qué preocuparte, ya has cumplido la tarea más importante de una condesa: has hecho al conde muy feliz.

Sammie notó la mano de Eric en la espalda

– Así es

Observó cómo Eric abrazaba a su hermana y se le encogió el corazón cuando él cerró los ojos para sentir lo que iba a ser su último abrazo. Después se volvió hacia la siguiente persona que aguardaba para darles la enhorabuena.

Adam Straton. Le acompañaba otro hombre que ella no conocía. Aparentaba más de treinta años, era de buena constitución, de cabello rubio oscuro y exhibía un aire serio y un gesto severo en la boca. Los dos hombres parecían tensos, con una mirada que no indicaba el deseo de dar ninguna enhorabuena. Su atención estaba fija en Eric, que en ese momento sonreía a su hermana.

A Sammie el corazón comenzó a palpitarle, a medida que el miedo iba invadiéndola y el estómago parecía hundírsele como un peso muerto. Se esforzó por esbozar una sonrisa cordial y abrió la boca para hablar, pero antes de que pudiera pronunciar palabra Straton se dirigió a Eric:

– ¿Le importaría acompañarme un momento, lord Wesley? Mi ayudante Farnsworth y yo necesitamos hablar con usted. En privado.

Eric y el magistrado intercambiaron una larga mirada y a continuación el conde asintió lentamente.

– Desde luego -Rodeó con un brazo la cintura de Sammie y le dio lo que ella interpretó como un apretón alentador. Luego se inclinó a besarla en la mejilla- No olvides nunca -le susurró al oído- lo mucho que te quiero.

La soltó y ella apretó los labios para reprimir el agónico “¡No!” que amenazaba con escapar de su garganta.

Sintió miedo cuando los tres hombres penetraron en el sombrío interior de la iglesia y desaparecieron de la vista.

– Me gustaría saber qué es lo que está sucediendo aquí -murmuró Margaret

Sammie tenía el estómago encogido por el pánico.

Creía saber lo que estaba sucediendo.


Con el corazón desbocado, Eric entró en el despacho del vicario y miró a Straton y a Farnsworth con fingida indiferencia. Tras unos segundos de incómodo silencio, cruzó los brazos y enarcó las cejas.

– ¿De qué querían hablar conmigo? -preguntó, inyectando una pizca de impaciencia en su voz.

Straton sacó lentamente del bolsillo un trozo de tela negra y se la entregó. Aquella seda familiar tenía un tacto frío, en contraste con la sensación de calor que le producía el miedo que lo atenazaba. Mantuvo una expresión serena y preguntó:

– ¿Qué es esto?

Farnsworth se aclaró la garganta.

– Es la máscara del Ladrón de Novias. La encontré oculta en el escritorio de su habitación, milord.

Aquellas palabras reverberaron en su mente, y cerró la mandíbula con fuerza para contener el rugido de angustia que deseaba lanzar. “¡Ahora no!” Ahora que acababan de entregarle la felicidad en bandeja de oro, ahora que Samantha y él estaban tan cerca de escapar.

Ahora que tenía tanto por lo que vivir.

Posó su mirada en Straton esperando encontrar una expresión dura, pero el magistrado miraba por la ventana con un gesto que Eric sólo pudo describir como atormentado. Siguió su mirada y se dio cuenta de que la atención de Straton estaba fija en Margaret, que estaba no muy lejos de allí, a la sombra de un roble enorme.

Con los puños apretados, en uno de ellos la tela arrugada, Eric permaneció inmóvil como una estatua, con todos los músculos en tensión, aguardando a que lo detuvieran. No había manera de refutar la prueba que sostenía en la mano y además no podía por menos de respetar a Straton y Farnsworth por su ingenio.

Sus pensamientos volaron a Samantha y se le contrajo un músculo en la mejilla. Maldición, sin duda estaría frenética. Experimentó un profundo pesar por lo que iba a tener que afrontar ella a consecuencia de su arresto y posterior ejecución. Pesar por no tener ya la oportunidad de ser su esposo, de reír y amar con ella. Pero al menos había asegurado económicamente su futuro: la condena de Wesley era una mujer sumamente rica. Rezó para que se fuera de Inglaterra, dejase atrás el escándalo y comenzase una nueva vida.

Su atención se centró nuevamente en el magistrado. Straton continuaba con la vista fija en la ventana. Estaba pálido y sus manos formaban dos puños a los costados, con los nudillos blancos. Transcurrió casi un minuto entero de un silencio ensordecedor.

Por fin Straton se volvió hacia su subordinado.

– Un trabajo excelente, Farnsworth -le dijo-. Ha aprobado usted el examen de forma verdaderamente admirable.

Eric sintió el mismo desconcierto que dejó en blando el semblante de Farnsworth.

– ¿El examen, señor? -repitió el ayudante, rascándose la cabeza.

– Sí. Hace ya algún tiempo que había puesto el ojo en usted para una posible promoción, pero me resultaba necesario poner a prueba su destreza; seguro que lo comprenderá.

– Pues… en realidad no…

– Lord Wesley, que ha mostrado un gran civismo al ofrecer su ayuda durante esta investigación, ha sido tan amable de permitirme hacer uso de su casa. -Straton juntó las manos a la espalda y prosiguió-: Siguiendo mis instrucciones, el conde escondió esa máscara, que es una réplica de la del Ladrón de Novias confeccionada por mí a partir de descripciones de testigos, en Wesley Manor. Yo sabía que si sus capacidades deductivas eran lo bastante agudas para encontrar la máscara, Farnsworth, merecía usted esa promoción. -Se volvió hacia Eric- ¿Así que un compartimiento secreto bajo su escritorio, milord? Un escondrijo diabólicamente ingenioso. Le agradezco mucho su ayuda.

Eric no salía de su asombro. Sólo una vida entera acostumbrado a dominar sus emociones le impidió mostrar la misma reacción estupefacta que Farnsworth. Seguro que no había oído bien ¿de qué demonios estaba hablando Straton?

Adam se volvió hacia su ayudante y le tendió la mano.

– Felicitaciones, Farnsworth. Su promoción conlleva que se encargue de un nuevo caso, unos presuntos contrabandistas. Mañana por la mañana le informaré debidamente de su misión.

Con el semblante ahora sonrojado en una mezcla de perplejidad y orgullo, Farnsworth estrechó la mano de su jefe.

– ¡Gracias, señor! Me siento abrumado -Su sonrisa se desvaneció-. Naturalmente, la mala noticia es que aún seguimos sin apresar al Ladrón de Novias. -Miró a Eric con gesto contrito-. Creía que usted era nuestro hombre, lord Wesley. Le ruego que acepte mis excusas.

Sin confiar en su propia voz, Eric se limitó a inclinar la cabeza por toda respuesta.

– Sí, por desgracia el Ladrón de Novias sigue en libertad -confirmó Straton. Se volvió hacia Eric y le dirigió una mirada absolutamente seria-. No obstante, juro que no toleraré más secuestros. Si el Ladrón de Novias comete el error de actuar de nuevo, me encargaré de que lo ahorquen.

Una verdad increíble se abrió paso poco a poco entre la confusión que experimentaba Eric: Straton lo dejaba en libertad. Si bien no cabía duda respecto de la advertencia del magistrado en relación con futuros secuestros, era innegable que Straton le había salvado la vida.

Farnsworth apoyó una mano en el hombro de Straton a modo de consuelo.

– Así se habla, señor. Atrapará al Ladrón de Novias cuando vuelva a dejarse ver.

Straton y Eric intercambiaron una larga mirada. Después, el magistrado dijo:

– No deseamos entretenerlo más, excelencia. Nuestros mejores deseos para usted y su esposa.

Eric consiguió de algún modo encontrar la voz para decir:

– Gracias

Farnsworth abrió la puerta y salió del despacho. Cuando el magistrado hizo además de seguirlo, Eric lo detuvo:

– Quisiera hablar un instante con usted, Straton.

Adam se quedó en el umbral y a continuación volvió a entrar y cerró la puerta. Eric contempló al hombre que acababa de salvarlo de la horca y dijo simplemente:

– ¿Por qué?

Straton se recostó contra la puerta y Eric se dio cuenta de que de nuevo dirigía la mirada hacia la ventana, por la cual se veía a Margaret bajo el majestuoso roble. Miró a Eric una vez más y le respondió:

– He tenido una conversación muy instructiva con su hermana

Eric se tensó

– Margaret no sabe nada de esto

– Sí, lo sé. Pero ahora entiendo por qué usted hacía… lo que hacía. No pudo salvarla a ella, de modo que salvaba a otras. -Cruzó los brazos y sus ojos relampaguearon- Me ha dicho que si ella hubiera tenido la oportunidad de escapar de su matrimonio, la misma libertad que ofrece el Ladrón de Novias, la habría aprovechado sin vacilar. Y se habría ahorrado estos años de infelicidad.

– Y si usted cree que eso no me carcome cada día, está muy equivocado

– Ahora que sé que ella sufrió a manos de ese canalla, eso me va a carcomer a mí, cada día. -Straton apretó los puños a los costados y sus labios formaron una delgada línea-. Hasta esta mañana, creía que casarse con un miembro de la nobleza era lo mejor que podía sucederle a una mujer. Y si dicho matrimonio era arreglado, en fin, el padre se limitaba a hacer lo mejor para ella -Soltó una risa amarga- Pero para lady Darvin no fue lo mejor. Ahora lo entiendo, ahora veo que una mujer no debe ser obligada a casarse en contra de su voluntad, ni ser forzada a pasar su vida con un hombre al que aborrece, un hombre que podría maltratarla. No he podido imaginarlo a usted ahorcado por salvar a otras mujeres de un destino como ése. En realidad, aplaudo el autodominio que demostró no habiendo matado a ese bastardo de Darvin. Yo no puedo decir que hubiera tenido un autocontrol semejante al suyo.

Adam respiró hondo y prosiguió:

– Poco a poco irá disminuyendo el interés por el Ladrón de Novias cuando se deje de hablar de él. Dentro de unos meses, comunicaré al Times que en vista de que no se ha denunciado ningún secuestro más, me veo obligado a suponer que el Ladrón de Novias ha abandonado sus actividades delictivas. Y en ese momento también animaré a la Brigada contra el Ladrón de Novias a que se disuelva y devuelva los fondos de la recompensa a los hombres que los han aportado.

Señaló la máscara que Eric aún aferraba.

– Queme eso. Y ocúpese de que yo nunca más vuelva a oír hablar del Ladrón de Novias. Pero si decide continuar ayudando a las mujeres por medios legales, puede contar conmigo para lo que pueda servirle.

Eric se guardó en el bolsillo la máscara de seda.

– Considere desaparecido al Ladrón de Novias. En efecto, pienso continuar ayudando a esas mujeres por medios legales, pero aún no he perfilado todos los detalles. Cuando los tenga, se lo comunicaré.

Aspiró hondo. En su mente veía ya su futuro, y el de Samantha, extendido ante él como un festín.

– No sé como darle las gracias… -De pronto se detuvo. En realidad, sí sabía cómo- Dígame, Straton… ¿usted siente algo por mi hermana?

El magistrado se ruborizó

– Lady Darvin es una dama encantadora y…

– No nos andemos con rodeos. Deme una respuesta sincera. ¿Siente algo por ella?

Straton apretó los labios

– Sí -admitió

– ¿La ama?

Eric observó cómo Straton hacía esfuerzos por decir algo, hasta que por fin afirmó bruscamente con la cabeza.

– Pero no tiene que preocuparse de que vaya a intentar nada a ese respecto -dijo con un hilo de voz-. Soy consciente de que no soy un candidato adecuado para una dama como su hermana.

Eric se acercó al juez

– Una dama como mi hermana se merece a un hombre que la ame, un hombre al que ella ame a su vez. No es eso lo que tuvo con su noble esposo. Por lo tanto, yo diría que ya es hora de que tenga a un hombre verdaderamente noble -Le tendió la mano-. Tiene usted mi bendición.

Straton titubeó y a continuación se la estrechó con fuerza.

– Jamás pensé que… No imaginaba que… -Una expresión de asombro se extendió por su rostro-. Ella es todo lo que he deseado siempre.

A Eric le vino a la cabeza una imagen de Samantha

– Sé exactamente lo que quiere decir.


Eric se detuvo en la puerta de la iglesia y observó cómo Adam Straton se acercaba a Margaret. Satisfecho de haber asegurado la felicidad de su hermana, fue a buscar la suya. Y la encontró de pie entre su madre y sus hermanas, que parloteaban sin cesar a su alrededor. Sin embargo, Samantha estaba mirando a Adam Straton. Como si hubiera intuído la mirada de Eric, de pronto se volvió hacia la puerta de la iglesia y clavó sus ojos en él.

Al momento se desembarazó de su familia y se dirigió a Eric con aquel paso decidido que él adoraba. La aguardó y cuando llegó a su lado la atrajo al interior y le explicó a toda prisa lo sucedido. Al terminar, en los ojos de Sammie brillaban las lágrimas.

– Nos ha dejado libres… -musitó, casi sin poder creérselo

– Así es, amor mío.

Resbaló por su mejilla una lágrima que dejó un rastro plateado.

– Me sentí morir cuando entraste con ellos en la iglesia. Creí que se disponían a detenerte.

– Debo reconocer que yo también pasé un mal rato. -Le tomó la cara entre las manos y le limpió una lágrima con el pulgar-. La idea de perderte antes de que tuviéramos la oportunidad de vivir como marido y mujer me produjo un dolor indescriptible.

– Yo deseaba venir aquí y escuchar detrás de la puerta, pero mi madre y mis hermanas me habrían seguido igual que una jauría de perros.

Toda la tensión y todo su miedo por el futuro de ambos se disiparon como una nube de vapor. Eric le deslizó las manos por los brazos, enlazó sus dedos con los de ella y se acercó más:

– Debo decirte que escuchar detrás de las puertas es algo totalmente impropio de una condesa -le dijo.

– Ya te advertí de que iba a ser una condesa horrible.

– En absoluto. Eres maravillosa. Milagrosa -Sonrió mirándola a sus bellos ojos-. Hay muchas palabras como m para describirte.

– Y tú eres sencillamente magnífico -Un vivo sonrojo tiñó sus mejillas y dejó escapar un suspiro soñador- Y también… masculino.

Eric emitió un sonido medio carcajada y medio gemido de deseo.

– Gracias. Y ahora, sugiero que nos vayamos. Nuestro barco zarpa al anochecer.

Los ojos de Sammie se iluminaron.

– ¿Adonde vamos?

– A Italia, Roma, Florencia, Venecia, Nápoles… y todas las ciudades que hay en medio. Visitaremos las ruinas de Pompeya, pasearon por el Coliseo, recorreremos los Uffizi, contemplaremos las obras de Bernini y Miguel Ángel, nadaremos en las cálidas aguas del Adriático… -Le apretó suavemente las manos-. Después regresaremos a Inglaterra y haremos planes para nuestra próxima aventura.

Sammie le dedicó una sonrisa que lo deslumbró y cautivó.

– Eso suena… mágico

– Ciertamente. Y ya sabes que, por supuesto, hay una palabra más con m para describirte a ti.

– ¿Cuál es?

Eric se llevó su mano a los labios y le dio un ferviente beso en los dedos.

– Mía -susurró-. Para siempre. Mía. Mía. Mía.

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