6

La mañana siguientes a la fiesta de la señora Nordfield, Sammie estaba sentada frente a su escritorio, hojeando las páginas color marfil de su diario íntimo, el lugar donde vivían todas sus fantasías secretas. Se detuvo en una entrada que llevaba fecha de tres meses antes.


Era el hombre más guapo que había visto nunca, aunque su belleza tenía poco que ver con sus apuestos rasgos y su físico varonil. Había en sus ojos una amabilidad, una generosidad de espíritu que me atraían, junto con el hecho de que él pasaba por alto defectos que otros no perdonaban. Y en efecto, afirmaba que aquellos rasgos que los demás consideraban peculiares a él le resultaban entrañables. Me miraba como si fuera la mujer más bella que hubiera visto nunca. Sus ojos resplandecían de amor, un amor que me reconfortaba, pero en su mirada había algo más…, un oscuro deseo que me provocó un escalofrío.

Me tocó el rostro con delicadez y al hacerlo le temblaron las manos, igual que las mías. Entonces fue bajando la cabeza lentamente hasta que su boca quedó a escasos centímetros de la mía.

– Eres todo lo que siempre he querido -susurró contra mis labios, y sentí su suave aliento en mi piel. Sin duda estaba oyendo el retumbar de mi corazón, porque parecía a punto de estallarme en el pecho.

Su boca rozó levemente mis labios, y mi pulso se disparó como si tuviera alas. Después me estrechó entre sus fuertes brazos y apoyó mi cabeza bajo su barbilla.

– Te amo, Samantha. Quiero que viajemos por el mundo y compartamos emocionantes aventuras juntos.

Aspiré su maravilloso aroma y asentí con la cabeza. Había encontrado al hombre de mi vida.


Sammie exhaló un profundo suspiro y cerró el diario con suavidad. ¿De verdad era tan ingenua sólo tres meses atrás? Naturalmente, tres meses antes nunca se había interesado por ella un caballero. Sin embargo, ahora comprendía cuán tontas y profundamente irreales eran sus fantasías.

Por lo que había podido ver hasta el momento, un hombre así, como el que ella había creado en las páginas de su diario, simplemente no existía. Si bien eran sumamente corteses, al menos en apariencia, ninguno de los caballeros que ahora le concedían sus atenciones le resultaba atractivo; ninguno deseaba hablar de temas con contenido, y no pasaba inadvertida la mirada vidriosa de sus ojos cuando ella intentaba hacerlo. Y aunque le trajeran ponche y conversaran con ella, parecía como si les resultara transparente, hasta que desviaban la conversación hacia el tema del Ladrón de Novias; entonces su atención se centraba en ella como si fuera un espécimen colocado bajo un microscopio.

Pero ninguno de ellos se interesaba por su persona, por lo que pensaba o sentía; ninguno parecía compartir su pasión por la ventura ni su sed de conocimientos. Y si las compartían, desde luego no deseaban hablar de tales temas con ella. Su mente siempre le decía eso, aunque en lo más recóndito de su corazón albergaba una chispa de esperanza…

Sólo en aquellas páginas de vitela se atrevía a desvelar sus anhelos secretos; sueños necios y tontos que jamás se harían realidad, pero aun así no podía impedir que acudieran a su mente. Y a su corazón. De manera que en lugar de combatir dichos anhelos, los ponía por escrito y desahogaba todos sus sueños incumplidos de amor y aventura, y los leía una y otra vez en las noches solitarias en que el sueño la eludía.

Su madre y sus hermanas se quedarían estupefactas si superan que su mente lógica y práctica fantaseaba de semejante modo, y ponía cuidado en que no se enterasen. No podría soportar ver pintado en sus bellos rostros un bienintencionado pero no deseado sentimiento de lástima al saber que la “pobre Sammie” jamás llegaría a ver cumplidos sus queridos sueños, y que nunca encontraría a un hombre que abarcara todas sus fantasías femeninas…, un hombre que amase la aventura, la naturaleza, los animales, la ciencia.

Que la amase a ella.

Sí, habiendo crecido al lado de tres hermanas bellísimas sabía muy bien cuán fútiles eran sus anhelos. Los hombres admiraban la belleza por encima de todo. Y si una mujer no había sido agraciada con un rostro encantador, por lo menos debía poseer algún talento femenino como la conversación, sentido de la moda, capacidad para la música y el baile o una voz bonita al cantar.

No, no existía ningún hombre en el mundo que pudiese pasar por alto sus evidentes defectos. Pero sí existía en su mente, y en su diario, y continuaría escribiendo sobre él en aquellas páginas. Y soñando…

Todavía con aquellos pensamientos vagando por su mente, por un instante tuvo una visión del Ladrón de Novias que le causó un tibio hormigueo. Aquél sí era un hombre capaz de inspirar fantasía de aventura. Por primera vez en su vida, leyó con avidez las páginas de sociedad del Times en busca de comentarios sobre él. Resultaba bastante inquietante el que un grupo de hombres hubiera formado la Brigada contra el Ladrón de Novias. Ahora que se ofrecía por él una auténtica fortuna, el peligro que corría el Ladrón había aumentado de manera significativa. ¿Habría rescatado a alguna mujer más? ¿Se encontraría a salvo? Todas las noches, antes de acostarse, rezaba por su seguridad y suplicaba a Dios que cuidara de él.

Había sido discreta en las respuestas que daba a las preguntas que le formuló todo el mundo, desde el magistrado hasta los vecinos, en parte porque no quería decir nada que pudiera poner en peligro al Ladrón, pero también porque su corazón no podía compartir con nadie los maravillosos y fascinantes detalles del breve rato que habían pasado juntos.

El Ladrón de Novias. Sí, no había duda de que él personificaba muchas de las cualidades que poseía el hombre de sus fantasías. No olvidaría jamás el escaso tiempo que había pasado con él, la alegría y la emoción de atravesar velozmente el bosque a oscuras con un hombre que parecía más mítico que real.

Sin embargo era de carne y hueso, y sugería preguntas que la intrigaban. ¿Cómo sería debajo de aquella máscara? ¿Dónde vivía? Su imaginación evocó una fortaleza escondida, y a punto estuvo de echarse a reír ante ideas tan extravagantes. Por supuesto que no lo sabría nunca, pero lo que sí sabía era que se trataba de un hombre admirable, un hombre de sólidas convicciones y fibra moral. Desde luego no era un “bandido” como tantas personas pretendían, personas como lord Wesley.

Juntó las cejas en un marcado ceño. Por razones que no podía explicar, sus pensamientos habían vuelto a girar en torno a aquel hombre irritante una docena de veces desde su encuentro la noche anterior. Se había desembarazado con facilitad de todos los petimetres con que se había topado: ¿por qué no se había olvidado de éste?

Quizás porque éste no hablaba de temas como la moda y el tiempo. O porque la había hecho reír. Tal vez se debiera a que en realidad había disfrutado con su compañía antes de su brusca separación, antes de que él demostrara que no era distinto de cualquiera de sus falsos admiradores.

Pero no tenía importancia; lo más seguro era que no volviera a estar nunca más con lord Wesley. Al fin y al cabo, salvo por la noche anterior, llevaba años sin verlo. A pesar de que su familia gozaba de cierta prominencia en Tunbridge Wells, el mundo social del conde orbitaba muy por encima del suyo. Sabía por su madre que Wesley pasaba la mayor parte del tiempo en Londres, sin duda entregado a toda clase de libertinaje, como era habitual en la nobleza.

Con todo, mientras que muchos otros la miraban con especulación y descaro, en los ojos de lord Wesley había visto algo -un calor inesperado, una amabilidad sorprendente- que la había reconfortado. Y atraído.

Respiró hondo. ¿Atraído? ¡Cielos, no! ¡Por supuesto que no se sentía atraída hacia aquel hombre! Era natural que toda mujer lo encontrase físicamente… agradable, pero un bello rostro no significa nada cuando uno era arrogante y presuntuoso y calificaba de “grotesco” el deseo que tenía ella de ayudar a un hombre noble. No, ciertamente no lo encontraba atractivo en absoluto. La única razón por la que no lo había apartado de su mente era porque había conseguido ponerla furiosa… y recordar el modo en que se separaron la enfadaba aún más. Sí, eso era todo.

Satisfecha, ató cuidadosamente su diario con una cinta de satén y guardó el manoseado librito de tapas de cuero en el compartimiento secreto que tenía en su escritorio.

Se levantó y fue hasta la ventana del dormitorio. Brillaba el sol de última hora de la tarde, derramando un cálido haz de luz sobre la alfombra de vivos colores.

Apartó la cortina de terciopelo verde oscuro y abrió la ventana para contemplar la campiña. Percibió el aroma de las rosas de su madre, que florecían en una desatada profusión de rojos y rosados. Nadie en el pueblo tenía rosas más bellas que Cordelia Briggeham, y a Sammie le encontraba pasear por los senderos del jardín respirando aquel aroma maravilloso y embriagador.

En ese momento llamó su atención un ruido en el patrio. Miró hacia abajo y vio a Hubert cruzando el suelo de losetas con paso desmañado, casi tambaleándose bajo el peso de una enorme caja.

– ¿Qué llevas ahí, Hubert? -lo llamó.

El joven volvió la vista hacia arriba, y su rostro se transformó en una amplia sonrisa al verla. Un mechón castaño le caía sobre la frente y le daba un aire infantil que resultaba chocante para sus catorce años.

– ¡Hola! -exclamó el chico- ¡Por fin ha llegado el telescopio nuevo! Voy al laboratorio. ¿Te gustaría acompañarme?

– Claro que sí. Me reuniré contigo en un par de minutos. -Se despidió con la mano y vio cómo Hubert se encaminaba hacia el viejo granero que había convertido en laboratorio varios años antes.

Sammie salió del dormitorio y fue hasta la escalera, emocionada por la perspectiva de ver el nuevo telescopio. Cuando se aproximaba al rellano, oyó la voz de su madre:

– ¡Qué amable por su parte venir a visitarnos, milord! ¡Y qué flores tan preciosas! Chester, por favor, acompañe a su señoría a la salita. Voy a encargarme de este ramo y a informar a Samantha de que tiene una visita.

– Sí, señora Briggeham -entonó Chester con su profunda voz de mayordomo.

¡Maldita sea! No le cupo duda de que el “milord” que en aquel momento se dirigía a la salita era el irritante vizconde de Carsdale, que seguramente venía a hablar del tiempo. Se apoyó en la pared y luchó contra el impulso de huir corriendo otra vez a su habitación y esconderse en el ropero. Y lo habría hecho si hubiera creído que tenía alguna posibilidad, pero el rumor de las faldas de su madre y sus pasos en la escalera le indicaron que estaba atrapada. Lanzó un suspiro para reunir fuerzas y salió al encuentro de su madre en lo alto de la escalera. Traía un gran ramo de flores de verano y lucía una radiante sonrisa.

– ¡Samantha! -dijo en tono bajo, pero emocionado-. Tienes un pretendiente, cariño. ¡Y no vas a adivinar de quién se trata!

– ¿El vizconde de Carsdale?

Cordelia abrió mucho los ojos.

– Cielos, ¿también él piensa hacerte una visita? Has de contarme estas cosas, cariño.

– ¿A qué te refieres con “también”? ¿A quién ha conducido Chester a la salita?

Su madre se inclinó con el semblante iluminado de placer.

– A lord Wesley -Susurró su nombre con la reverencia que normalmente reservaba para los santos y los monarcas.

Para gran fastidio suyo, Sammie sintió en la espalda un hormigueo que se parecía mucho a la emoción. ¿Qué demonios pretendía aquel hombre? ¿Acaso continuar la conversación sobre el Ladrón de Novias? En tal caso, su visita sería breve, ciertamente, pues ella no tenía intención de contestar más preguntas ni de escuchar más palabras groseras sobre aquel héroe. ¿O tal vez había venido por otra razón? Si era así, no se le ocurría cuál podía ser ¿Y por qué le había traído flores?

Su madre le puso el ramo debajo de la nariz y dijo:

– Te ha traído esto. ¿No son espléndidas? Oh, flores de un conde… No puedo esperar a contárselo a Lydia. -Su mirada escrutó rápidamente el sencillo vestido gris de Samantha-. Querida, oh, querida, deberías ponerte uno de tus vestidos nuevos, pero supongo que éste tendrá que servir. No queremos hacer esperar a su señoría.

Y aferrando el brazo de su hija con una fuerza que desmentía sus menudas proporciones, casi la empujó escalera abajo y luego por el pasillo que conducía a la salita, al tiempo que le susurraba tajantes instrucciones.

– No olvides sonreír, cariño -le dijo-, y muéstrate de acuerdo con todo lo que diga el conde.

– Pero…

– Y pregúntale por su salud -continuó Cordelia-, pero por nada del mundo saques a colación esos temas tan poco femeninos, como las matemáticas y la ciencia, que tanto te gustan.

– Pero…

– Y, hagas lo que hagas, no menciones a Isidro, Cuthbert ni Warfinkle. No es necesario que el conde esté al corriente de tus mascotas tan… inusuales. -Le lanzó una mirada de soslayo y con los ojos entornados-. Están fuera dela casa, ¿verdad?

– Sí, pero…

– Perfecto. -Se detuvieron delante de la puerta de la salita y Cordelia le acarició la mejilla-. Me siento muy feliz por ti, cariño.

Antes de que Sammie pudiera pronunciar palabra, su madre abrió la puerta y traspuso el umbral.

– Aquí la tiene, lord Wesley -anunció, arrastrando a su hija casi en vilo-. Me reuniré con ustedes dentro de unos momentos, en cuanto me haya encargado de estas flores tan bonitas y haya pedido que nos sirvan un refrigerio. -Esbozó una sonrisa angelical y acto seguido se retiró dejando la puerta debidamente entreabierta.

Aunque estaba ansiosa por reunirse con Hubert y el telescopio nuevo, Sammie se sintió aguijoneada por una reacia curiosidad por saber a qué se debía la presencia del conde. Decidida a ser cortés, miró a su visitante.

Éste permanecía de pie en el centro de la alfombra de Axminster en forma de diamante, alto e imponente, perfectamente ataviado con sus botas negras y relucientes, unos pantalones de montar de color beige y una chaqueta azul noche que le sentaba a la perfección a su masculina figura. Por un instante, Sammie deseó, de modo inexplicable y nada propio de ella, llevar puesto uno de sus vestidos nuevos.

Los únicos detalles del atuendo del conde que no resultaban perfectos eran su corbata de lazo, que parecía anudada de un tirón, y su cabello oscuro, bastante alborotado. Sammie reconoció, aun de mala gana, que aquellos desajustes en su aspecto resultaban un tanto… entrañables.

Estuvo a punto de poner los ojos en blanco por haber elegido semejante adjetivo; aquel hombre no era entrañable en absoluto. Era fastidioso. Había cuestionado la idea que tenía ella del Ladrón de Novias de una manera que sólo podía calificarse de vulgar, y luego se había burlado de ella por desear ayudar a aquel hombre heroico, excusándose en que le preocupaba su bienestar. ¡Qué desfachatez! En fin, cuanto antes lo saludara y descubriera la razón de su visita, antes podría acompañarlo hasta la puerta.

– Buenas tarde, lord Wesley -dijo, tratando, en honor a su madre, de mostrarse amistosa.

– Lo mismo digo, señorita Briggeham

– Bien… gracias por las flores

– De nada. -Recorrió la habitación con la mirada y se fijó en la abundancia de ramos que adornaban toda superficie disponible-. Si hubiera sabido que ya poseía tantos tributos florales, le habría traído otra cosa.

La mirada de Sammie siguió la de él, y no pudo reprimir un suspiro.

– Mi madre dice que una mujer nunca tiene demasiadas flores, pero yo tiemblo al pensar en todas las pobres plantas que han sido decapitadas para formar estos ramos. -En el instante mismo de pronunciar aquellas palabras, se dio cuenta de la descortesía que suponían ante un hombre que acababa de regalarle flores. Para compensar su metedura de pata, le preguntó en su tomo más educado-: ¿Quiere tomar asiento, milord?

– No, gracias. -El conde se acercó y clavó su mirada en la de ella de un modo que le causó un extraño desasosiego. Cuando los separaban sólo un par de metros, dijo-: Prefiero quedarme de pie para expresarle mi pesar por habernos despedido anoche de manera tan abrupta. No fue mi intención turbarla.

El calor que irradiaban sus aterciopelados ojos castaños era señal de su sinceridad, pero Sammie había aprendido en las últimas semanas que de los labios de los hombres salían palabras aparentemente sinceras igual que las abejas de un panal.

– No me turbó, lord Wesley. -Al ver que él alzaba las cejas con escepticismo, explicó-: Sólo me fastidió.

En los ojos de él surgió algo que pareció mostrar que le divertía.

– Oh. En ese caso, le ruego me permita expresarle mi pesar por haberla “fastidiado”. Pese a lo que pudiera parecer, no intentaba sonsacarle información. Además, sólo pretendí señalarle el tremendo disparate que constituía su deseo de ayudar a un delincuente buscado por las autoridades.

Sammie apretó los puños.

– Expresa usted su pesar por haberme fastidiado, milord, y sin embargo continua fastidiándome al ofrecerme una opinión que no le he solicitado.

– Le aseguro que yo…

– Hola, Sammie -interrumpió la voz de Hubert desde el otro lado de la puerta- ¿Por qué tardas tanto? -Ella se volvió y vio que Hubert entraba en la salita y se paraba en seco al ver al huésped-. Oh, lo lamento -dijo al tiempo que se sonrojaba-. No sabía que estabas con una visita.

– No hay motivo para excusarse -le aseguró Sammie con una sonrisa que esperaba no delatase su alivio por la interrupción-. El conde es un hombre muy ocupado. Estoy segura de que no desea que yo lo entretenga mucho más. -Con el rabillo del ojo advirtió la levísima sonrisa que cruzó los labios del conde.

Haciendo un esfuerzo para mantener un tono de voz calmo, Sammie realizó las necesarias presentaciones observando de cerca de Wesley, y con su instinto de protección alerta, a Hubert. La semana anterior, cuando acudió a visitarla el vizconde de Carsdale, le había presentado a su hermano, cuyo semblante se marchitó cuando la mirada del vizconde se posó en él con evidente desdén, lo cual había provocado en Sammie el impulso de abofetear a aquel arrogante. Estaba acostumbrada a los desaires sociales y había aprendido a no concederles importancia, pero Hubert aún era sensible a gestos como aquél. Si al conde se le ocurría actuar del mismo modo…

Pero quedó sorprendida cuando lord Wesley le tendió la mano de forma amistosa y sin afectación.

– Es un placer conocerte, muchacho -dijo.

– El placer es mío, milord -respondió Hubert ruborizándose todavía más. Volvió a centrar su atención en Sammie-: Siento interrumpirte, pero al ver que no te reunías conmigo en la cámara tal como habías prometido, empecé a preocuparme de que Grillo te hubiera entretenido. -Una ancha sonrisa se extendió por su rostro-. Pensé que a lo mejor necesitabas que te rescatara.

“Y así es, pero no de mamá”. Antes de que pudiera reaccionar, lord Wesley preguntó:

– ¿Qué cámara?

– Mi Cámara de los Experimentos -contestó Hubert-. He convertido el viejo granero en un laboratorio.

La mirada del conde se llenó de interés.

– ¿De veras? ¿Y qué haces allí?

– Toda clase de experimentos -Hubert lanzó una breve mirada cohibida a su hermana y prosiguió-: También lo utilizo para mis inventos y mis estudios de astronomía.

– Yo siento una gran curiosidad por la astronomía -comentó el conde-. Espero que esta noche el cielo esté despejado para poder ver las estrellas.

A Hubert se le iluminó el semblante.

– Yo también. Es una ciencia fascinante ¿a qué si? A Sammie… quiero decir, a Samantha también le gusta mucho.

La mirada de lord Wesley se posó en ella

– ¿Es cierto eso, señorita Briggeham?

– Sí -se apresuró a responder-. De hecho, estaba a punto de reunirme con Hubert en su cámara cuando llegó usted. -Seguro que el conde captaría la indirecta y se marcharía.

– Acaba de llegar de Londres mi nuevo telescopio -informó Hubert al conde-. A lo mejor le gustaría verlo.

Sammie contuvo a duras penas un chillido de horror.

– Estoy segura de que lord Wesley tiene asuntos importantes que lo esperan, Hubert.

Una chispa de diversión brilló en los ojos del conde.

– ¿Los tengo?

– ¿No los tiene?

– A decir verdad, me interesaría mucho ver el telescopio de Hubert

– Pero no querrá…

– Oh, es un telescopio muy bueno, milord -terció Hubert-. Sería un honor mostrárselo.

– Acepto tu amable invitación. Gracias -Lord Wesley dedicó a Sammie una sonrisa claramente presuntuosa, hecho que a ella le tensó los hombros. A continuación le extendió el brazo y le dijo-: ¿Vamos pues, señorita Briggeham?

Maldiciendo para sus adentros a su querido hermano por haber invitado a aquel hombre tan fastidioso, Sammie se obligó a sonreír. Estudió la posibilidad de rechazar su brazo, pero al final decidió no darle la satisfacción de comprobar que su presencia la turbaba. Además, estaba claro que Hubert se sentía emocionado por la perspectiva de exhibir su telescopio. Podría soportar la presencia del conde un poco más de tiempo… siempre que no volviera a hacer comentarios despectivos sobre el Ladrón de Novias. Si los hiciera, ella se limitaría a cambiar de tema y despedirlo sin más. Y después de aquel día, lo más seguro era que no volviera a verlo nunca.

Sí, era un plan de lo más sencillo, lógico y práctico. Apoyó la mano levemente en la manga de lord Wesley y ambos salieron de la salita y siguieron a Hubert.


Eric avanzaba por un tortuoso sendero del jardín flanqueado por una profusión de rosas e intentaba ocultar la sonrisa que tiraba de sus labios. Los dedos de la señorita Briggeham descansaban sobre su manga al parecer con todo el entusiasmo de alguien que está tocando un insecto enorme, peludo y potencialmente venenoso. Tenía que reconocer que la reacción de la joven hacía él suscitaba su interés y curiosidad. Las mujeres siempre se mostraban sumamente complacidas de recibir, así como de buscar, su compañía; tal vez también ocurriría si no fuera conde, pero no cabía duda de que poseer riquezas y un título le garantizaba atención femenina de sobra.

Excepto, naturalmente, con la señorita Samantha Briggeham, que parecía preferir arrojarlo a los setos de alheñas que pasar un minuto más con él. Cuando su hermano lo invitó a ver su telescopio, ella había compuesto una expresión como si se hubiera tragado la lengua, hecho que lo molestaba y divertía al mismo tiempo.

Decidido a romper el silencio, comentó:

– Su hermano ha mencionado un grillo. ¿A qué o quién se refería?

Un leve rubor tiñó las mejillas de Sammie.

– No es más que un tonto apodo que usamos para nuestra madre. Suele gorjear cuando se ve asaltada por los desmayos.

– Entiendo -murmuró él, recordando divertido que, en efecto, la señora Briggeham había emitido un gorjeo la noche anterior cuando afirmó que iba a desmayarse, justo antes de llevarse a Babcock y Whitmore.

Caminaron durante un minuto entero en silencio y, por motivos que no pudo explicar, Eric se recreó perversamente en mantener a propósito un paso de tortuga para contrarrestar los intentos de la señorita Briggeham, no tan sutiles como ella creía, de acelerar la marcha. Al fijarse en que Hubert iba muy por delante de ellos, lo suficiente para no oír su conversación, el diablillo que llevaba dentro lo empujó a decir:

– Usted no quería que yo los acompañase. ¿Puedo preguntar por qué?

Ella se volvió rápidamente y lo escudriñó a través de las gruesas gafas antes de volver a fijar su atención una vez más en el sendero. Eric insistió:

– Dígamelo. No tema herir mis tiernos sentimientos, soy bastante impasible ante las pullas verbales, se lo aseguro.

– Muy bien, milord. Ya que insiste, seré totalmente directa. Creo que no es usted de mi agrado.

– Entiendo. Y por lo tanto, no le produce placer alguno la idea de estar en mi compañía.

– Exactamente.

– Debo decir, señorita Briggeham, que no recuerdo que nadie me haya dicho nunca algo así.

Ella le dirigió una mirada maliciosa y de soslayo.

– Eso me resulta muy difícil de creer, lord Wesley.

Tal vez hubiera debido sentirse abrumado por la temeridad de la joven, y por el inconfundible insulto que se vio levemente atemperado por el brillo travieso de sus ojos; pero, en cambio, aquello lo divirtió.

– Le cueste creerlo o no, me temo que es verdad -repuso-. De hecho, con frecuencia las personas se empeñan en decirme lo mucho que les agrado y cuánto disfrutan de mi compañía. A menudo recelo de sus motivos. Así pues, encuentro refrescante que usted me considere…

– ¿Fastidioso? -completó ella

– Exacto. Sin embargo, ya que la invitación de su hermano la obliga a soportar mi compañía un poco más de tiempo, le propongo que firmemos una tregua.

– ¿Qué quiere decir?

– Está claro que toda mención al Ladrón de Novias la pone furiosa, y, lo crea o no, me incomoda que se me considere un fastidio.

Sammie lo miró enarcando una ceja.

– Usted me ha pedido que diga la verdad, milord. Y no se me ocurre cómo podría afectarle mi opinión.

“Tiene razón. No debería afectarme. Pero, maldita sea, por alguna razón me afecta”. Antes de que pudiera contestar, Sammie continuó:

– Entonces ¿he de entender que esa tregua exigiría que usted no expresara sus opiniones acerca del Ladrón de Novias y que yo me abstuviera de llamarlo fastidioso?

– Por supuesto. No obstante, debe tener en cuenta que, al actuar de ese modo, me plantea un reto irresistible.

– ¿De veras? ¿Y cuál es?

– Pues la necesidad de demostrarle que está usted equivocada, naturalmente.

Sammie rió y miró al conde con ojos chispeantes.

– ¿Cree que existe alguna posibilidad?

Eric se llevó la mano al corazón.

– Me ha herido, señorita Briggeham. Le diré que rara vez me equivoco. De hecho, ahora que lo pienso, no creo que me haya equivocado jamás.

Ella chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.

– Por Dios. Fastidioso y además arrogante. Hay muchas palabras que empiezan por a para describir a un hombre, y eso es sólo el principio del alfabeto.

– Hay otras palabras que empiezan por a que podría utilizar, como…

– ¿Agobiante?

Eric fingió fruncir el entrecejo.

– Iba a decir “amigable”

Ella emitió un bufido.

– Si le sirve de consuelo, estoy segura de que la mayoría de la gente opina eso de usted, milord.

– Aun así, recuerdo que anoche usted me dijo que no era como la mayoría de la gente.

– Me temo que así es.

Una ancha sonrisa estiró los labios de Eric.

– Bien, en ese caso simplemente tengo que hacerle cambiar de idea y convencerla de que está en un error.

Ella rió, un sonido delicioso que le produjo a Eric un agradable calor en todo el cuerpo.

– Puede intentarlo si quiere.

– ¿Ve lo bien que está funcionando nuestra tregua? Ya me ha hecho una invitación. -Se detuvo y contempló fijamente a Sammie. El sol arrancaba destellos de rojo profundo y oro bruñido a su cabello y sus ojos chispeaban a causa de la risa.

Su mirada se posó más abajo, sobre aquella extraordinaria boca y aquel tentador lunar que adornaba la comisura del labio superior. La tibia sensación que le había inspirado su risa se transformó al instante en ardor.

– Por nuestra tregua -murmuró.

Se llevó una mano a los labios, besándole suavemente los dedos. Un aroma a miel inundó sus sentidos y apenas logró resistirse al deseo de tocarle la piel con la lengua para ver si sabía tan dulce como olía.

Sus miradas se encontraron y, sin dejar de sostener su mano a escasos centímetros de la boca, Eric observó cómo de los ojos de la joven desaparecía lentamente todo vestigio de humor.

En ese momento una expresión de sorpresa cruzó el semblante de Sammie, sorpresa convertida en confusión, que coloreó sus mejillas de un encantador tono rosa. Su piel era suave como los pétalos de una flor, y Eric sintió un súbito hormigueo en los dedos provocado por el ansia de palpar aquella suavidad. Levantó la mano libre muy despacio, como un hombre en trance, hacia aquella piel sonrosada por el rubor. Sammie abrió los ojos desmesuradamente y contuvo la respiración, un gesto muy femenino que cautivó a Eric.

– ¿Vienes ya, Sammie? -se oyó la voz de Hubert al obro lado de los rosales.

Ella dejó escapar una exclamación ahogada y dio un paso atrás, al tiempo que retiraba la mano de la de Eric como si se hubiera quemado.

– Sí -exclamó casi sin aliento. Entrelazó las manos con fuerza y señaló el sendero con la cabeza-. ¿Quiere acompañarme, lord Wesley?

Eric la siguió. Su estatura le permitía igualar su paso presuroso sin demasiado esfuerzo. No hizo intento alguno de ofrecerle el brazo, pues intuía que ella no lo aceptaría, y además no estaba nada seguro de que debiera tocarla otra vez. Aquella mujer ejercía un extraño efecto en sus sentidos.

Diablos, el deseo de tocarla casi había anulado su sentido común. ¿Qué demonios le estaba pasando? No estaba allí para cortejar a Samantha Briggeham, sino para cerciorarse de que ella no tramaba ningún plan absurdo para ayudar al Ladrón de Novias. Aunque mostraba claramente su simpatía por aquel hombre, cosa que a él lo complacía, también resultaba obvio que era una joven inteligente y sensata. No había necesidad de preocuparse por su bienestar; de hecho, en cuanto terminara de ver el telescopio se marcharía de allí.


Sammie observó a lord Wesley mientras Hubert le enseñaba su Cámara de los Experimentos, esperando ver signos de aburrimiento o gestos despectivos dirigidos a su hermano.

Pero parecía fascinado por el laboratorio y por la amplia colección de vasos, frascos y experimentos en curso. Formulaba muchas preguntas (preguntas inteligentes, tuvo que admitir). Se veía a las claras que no sólo le interesaba la química, sino que también poseía conocimientos de ella. Y ni una sola vez miró despectivamente a Hubert ni le habló en un tono de superioridad o censura. De hecho, por mucho que lo mirara, se comportaba de un modo que sólo podía calificarse de…

Amigable.

Arrugó la frente. Maldita sea, no quería que aquel hombre le resultara amigable, prefería con mucho considerarlo fastidioso y arrogante. Pero al verlo inclinarse sobre el microscopio de Hubert y luego mirar al muchacho con una sonrisa en su apuesto rostro, no pudo negar que había otra palabra con a para describir a lord Wesley: atractivo.

– Sammie ¿por qué no le enseñar a lord Wesley tu sección, donde preparar las lociones de miel y cera de abeja?

La pregunta de Hubert la sacó bruscamente de sus inquietantes cavilaciones, y se sujetó el estómago para sosegar el nerviosismo que aleteaba en su cuerpo. Por más que su naturaleza de científica la instase a reunirse con los dos varones en el otro extremo de la habitación, sus instintos femeninos la advirtieron que se quedase donde estaba, tan alejada de lord Wesley como pudiera.

Esforzándose por sonreír, señaló la esquina más alejada del granero y dijo:

– No hay nada emocionante que ver, milord. Sólo quemadores, crisoles y moldes, y las pocas jarras de miel que me quedan.

– Está siendo modesta, lord Wesley -replicó Hubert-. Sammie es una científica de primer orden, y también una gran profesora. En realidad, ella despertó mi interés por la ciencia, y es mi mejor fuente de aliento e inspiración. Sus experimentos con cremas y lociones son fascinantes, y es posible que pronto lleve a cabo un descubrimiento importante.

Un intenso calor ascendió por las mejillas de Sammie, que sintió ganas de taparle la boca a Hubert. Si bien apreciaba su entusiasmo y sus amables palabras, no sentía ningún deseo de ver la reacción de lord Wesley: de consternación, horror, asco, aburrimiento, desdén o cualquier combinación de todo ello. De modo que lo miró, decidida a cambiar de tema, pero se sorprendió al ver que él la contemplaba con franca curiosidad.

– ¿Qué clase de experimentos está realizando, señorita Briggeham? -En su voz no había ni un ápice de sarcasmo, sólo genuino interés.

Ella titubeó unos segundos y a continuación lo condujo hasta su zona de trabajo.

– Anoche le mencioné a una de mis amigas, la señorita Waynesboro-Paxton…

– La dama que no pudo asistir a la velada por motivos de salud -recordó lord Wesley.

– Así es -repuso Sammie, sorprendida de que se acordara-. Padece graves dolores en las articulaciones, sobre todo en los dedos. He comprobado que hay dos cosas que le alivian el dolor: envolverle las manos en toallas calientes y húmedas y darle masajes con mi crema de miel. Estoy intentando descubrir un modo de hacer que mi crema se caliente por sí sola.

Lord Wesley se acarició la barbilla y asintió.

– Así incorporaría las propiedades del calor directamente a la crea. ¿Y está cerca de lograr el éxito?

– Recientemente he hecho ciertos progresos, pero me temo que aún me queda mucho trabajo. No obstante, estoy empeñada en conseguirlo.

Alzó levemente la barbilla, retándolo en silencio a que se burlara de ella, a que le quitara importancia tildándola de presumida, pero en sus ojos no percibió más que admiración.

– Ingeniosa idea -dijo él al tiempo que desviaba la mirada para examinar los materiales-. Deseo sinceramente que obtenga éxito. Dígame, ¿recoge usted misma la miel?

– Sí. Tengo media docena de colmenas detrás de la cámara.

– Atesora esas pocas jarras que le quedan como si fuera una avara -bromeó Hubert-. Pero cuando recoja la miel el mes próximo, podrá escamotearle una jarra sin que se dé cuenta. Tengo debilidad por la miel.

Lord Wesley volvió a centrar la mirada en Sammie y la escrutó con una expresión indescifrable que a ella le oprimió el estómago.

– Sí, me temo que a mí me ocurre lo mismo -musitó.

Acto seguido volvió a prestar atención a Hubert, y Sammie estuvo a punto de soltar un gemido de alivio.

Dios santo, aquel hombre ejercía un perturbador efecto sobre sus sentidos. Era como si su mutua proximidad les devolviera vivacidad y les pusiera en alerta todos los sentidos. La sensación de su fuerte brazo bajo la palma de su mano cuando la acompañó por el jardín, aquel olor suyo a bosque y a limpio que le había provocado el deseo de acercarse y respirarlo. Sensaciones turbadoras que había conseguido ignorar, hasta que él se detuvo y la miró con aquella intensidad que le hizo encoger los dedos de los pies y le causó un ardor abrasador.

Hasta que él le rozó la mano con sus labios.

Notó que le ardían las mejillas y se apresuró a acercarse al telescopio para fingir que lo inspeccionaba y disimular su confusión. No se podía negar que aquel hombre la confundía. Había empezado enfureciéndose con él, pero cuando le pidió disculpas, de algún modo había conseguido desarmarla y divertirla, igual que había hecho en la fiesta de la señora Nordfield. Disfrutó de aquel lance verbal, pero una vez que dejaron de hablar y él la miró de aquella forma… de repente se le quitaron las ganas de reír, de repente no deseó otra cosa que él la tocase la cara, tal como estuvo a punto de hacer.

Se sorprendió en el acto de exhalar un largo suspiro y se abofeteó mentalmente; cielos, ¿en qué estaba pensando? No era posible que estuviera albergando ideas románticas respecto a lord Wesley. Algo así sería como invitar a su casa a un rompecorazones. Necesitaba mantener sus fantasías románticas enfocadas en caballeros imaginarios que jamás pudieran tener su corazón en las manos, o incluso en un hombre como el Ladrón de Novias, que existía sólo en su recuerdo, más como figura heroica que como hombre de carne y hueso.

Un murmullo de voces atrajo su atención al otro lado del recinto, donde Hubert y lord Wesley conversaban. Su hermano tenía el semblante iluminado por aquel entusiasmo que siempre lo embargaba cuando hablaba de sus experimentos o inventos. Era una mirada que por lo general fijaba en ella. Experimentó una súbita punzada al ver que ahora su hermano la estaba dirigiendo a aquel hombre desconcertante…, un hombre que tal vez no fuera digno de la admiración que irradiaban los ojos de Hubert. O quizás el problema fuera la incómoda sensación de que pudiera llegar a gustarle, si se lo permitía a sí misma, y de que la admiración de Hubert no estuviera fuera de lugar.

Miró de nuevo a lord Wesley, que asentía con expresión seria y la vista fija en el vaso lleno de líquido que Hubert le enseñaba. Trató de desviar los ojos, pero se encontró admirando el perfil del conde, la curva de la frente, los pómulos altos, la nariz recta, los labios firmes y la fuente línea del mentón. Como si él hubiera percibido el peso de aquella mirada, se volvió y la miró a los ojos. Sammie sintió una oleada de calor y a punto estuvo de darse una palmada en la frente. ¡Santo cielo, la había sorprendido mirándolo! Tosió para disimular su vergüenza y se apresuró a aplicar el ojo al telescopio nuevo, rogando que sus mejillas no estuvieran tan coloradas como se temía.

Ajustó el enfoque de la lente más por la necesidad de recobrar la compostura que para ver nada. El jardín se volvió nítido y se maravilló de las posibilidades de aquel instrumento. Las rosas de su madre parecían tan cerca como para tocarlas y…

De pronto su campo visual fue atravesado por una ráfaga azul. Volvió a ajustar la lente y observó. Era su madre, con un vestido azul flotando tras ella, que se dirigía hacia el laboratorio a una velocidad de la que Sammie la creía incapaz. Dios del cielo, se había olvidado por completo de que su madre había ido a preparar un refrigerio para lord Wesley. Probablemente se había alarmado y se preguntaba dónde se habría medio el conde, rezando para que estuviera en cualquier sitio excepto en la cámara.

Sammie apenas se había incorporado cuando la puerta se abrió de golpe y su madre apareció en el umbral. Tuvo que morderse el labio para no echarse a reír al ver el aspecto desaliñado que ofrecía su siempre impecable madre. El pecho le subía y bajaba a causa de la carrera por el jardín, el echarpe le colgaba lacio del corpiño, a un costado, y su complicado moño, al que le faltaban varias horquillas, se sostenía torcido en lo alto de la cabeza.

– Está aquí, lord Wesley -consiguió decir entre una inspiración y otra-. Creía que se había escapado… eh… marchado antes de que tuviéramos la oportunidad de charlar. Lo he buscado por todo el jardín, hasta en los establos. -Lanzó a su hija una mirada de horror que decía a gritos: “Sea lo que fuera en lo que estabas pensando para traerlo aquí, ya hablaremos de eso más tarde”.

Lord Wesley movió la mano abarcando todo el recinto.

– Hubert se ofreció amablemente a enseñarme su telescopio nuevo. Es una pieza magnífica. Y su laboratorio no es menos que asombroso. Debe de estar muy orgullosa de él.

La mirada de Cordelia se clavó en Hubert, el cual parecía haber crecido cuatro centímetros tras los elogios del conde, y una sonrisa ablandó sus ojos. Amaba con pasión a su inteligente hijo, al que no comprendía en lo más mínimo.

– Muy orgullosa -convino. Se las arregló para sonreír y mirar ceñuda a Hubert a un mismo tiempo-. Aunque mi querido hijo tiende a olvidar que no debe aburrir a nuestros invitados con toda esa complicada charla científica.

– No se preocupe, mi querida señora -dijo el conde en tono suave-. Su hijo -su mirada se desvió brevemente hacia Sammie- y su hija constituyen una compañía deliciosa. He disfrutado inmensamente.

El desconcierto cruzó el semblante de Cordelia, como si intentase discernir qué palabras de las pronunciadas por el conde eran ciertas y cuáles mera cortesía. Por fin, decidió que lo mejor era hacerlo regresar a la casa. Le ofreció su mejor sonrisa de anfitriona antes de anunciar:

– Hay té y galletas en la salita

Él extrajo su reloj del chaleco y consultó la hora.

– Pese a lo mucho que me agradaría acompañarlas, me temo que debo marcharme.

El rostro de Cordelia se desencajó. Sabiendo que a continuación su madre invitaría al conde a que acudiera otro día a tomar el té, Sammie se dispuso a intervenir; no deseaba que su madre imaginase que lord Wesley iba a complacerlas con una segunda visita, ni que se sintiera decepcionada cuando éste rechazase la invitación. Apartó con firmeza la perturbadora idea de que ella también iba a sentirse decepcionada.

Pero antes de que pudiera decir palabra, lord Wesley se volvió hacia ella.

– Cuando llegué, un mozo de cuadras se hizo cargo de mi montura. Tal vez quiera usted acompañarme a los establos, señorita Briggeham.

– Oh, sí. Naturalmente…

– Te agradezco mucho que me has enseñado tu laboratorio -le dijo a Hubert antes de darse la vuelta para despedirse de Cordelia con una reverencia formal-. Gracias, señora Briggeham, por su amable hospitalidad.

– Oh, no tiene por qué darlas, milord -replicó Cordelia. De hecho…

– Acompáñeme, lord Wesley -se adelantó Sammie a su madre.

Y salió rápidamente del laboratorio resistiendo el impulso de tirar del brazo de lord Wesley.

Ambos atravesaron el prado a toda prisa en dirección a los establos. Al cabo de unos segundos, lo oyó reír suavemente.

– ¿Es esto una carrera, señorita Briggeham?

– ¿Cómo dice?

– Va usted corriendo como si la persiguiera el mismísimo diablo.

Sin aminorar la marcha, Sammie le dirigió una divertida mirada de reojo.

– Puede que así sea.

La risa acabó en carcajada.

– Soy más bien todo lo contrario, se lo aseguro.

– ¿Intenta convencerme de que se le podría describir como “angelical”?

– Bueno, ésa es otra palabra que empieza por a

Sus palabras terminaron en una risita, y por alguna razón Sammie aceleró aún más el paso. Cuanto antes se fuera, mejor. Aquel hombre la ponía nervioso, de un modo horrible que, estaba segura, o casi segura, no le gustaba nada.

Llegaron a los establos en menos de un minuto. Mientras Cyril iba a buscar el caballo del conde, Sammie intentó recuperar el resuello después de aquella carrera casi al galope por el prado. Cuando Cyril regresó con un corcel de color chocolate, no pudo reprimir una exclamación.

– Es magnífico, lord Wesley -dijo, tocando el brillante pescuezo del animal, que se volvió y le hociqueó los dedos emitiendo un suave relincho que le hormigueó en la palma-. ¿Cómo se llama?

Emperador

Montó con elegancia. Sammie se apartó y se protegió los ojos del sol para mirarlo. La cálida brisa le revolvía el cabello. Su mano sujetaba las riendas y sus musculosas piernas ceñían el caballo con la soltura de un jinete experto. Estaba increíblemente masculino a lomos de aquel hermoso corcel, y Sammie anheló poseer talento artístico para captarlo en un dibujo. Ya casi lo imaginaba a galope tendido por una pradera, saltando por encima de una valla, formando un solo ser con su montura.

– Gracias por su hospitalidad, señorita Briggeham -dijo él sacándola de su ensoñación.

– No tiene por qué darlas, milord.

Sintió una punzada de pesar al comprender que el tiempo que habían pasado juntos tocaba a su fin. El conde había demostrado poseer sentido del humor y ser educado y encantador, y el hecho de que hubiera mostrado tanta amabilidad hacia Hubert la había conmovido profundamente. Si las circunstancias fueran distintas… Si ella fuera una mujer que atrajese su atención durante algo más que un instante fugaz…

Pero, por supuesto, no lo era. Él era un conde y ella simplemente una… curiosidad pasajera. Alzó la barbilla y le dijo:

– Gracias por las flores.

Él la miró fijamente con una expresión indescifrable durante varios segundos, como si deseara decirle algo. Sammie sintió que el corazón se le aceleraba, esperando a que él hablara. Sin embargo, el conde se limitó a inclinar la cabeza y murmurar:

– De nada

Una inexplicable desilusión embargó a Sammie. Hizo un esfuerzo por sonreír y dijo:

– Le deseo un buen trayecto de regreso, lord Wesley. Adiós.

– Hasta pronto, señorita Briggeham -contestó él con tono grave y seductor.

Espoleó a Emperador y se alejó al trote por el sendero.

Sammie lo contempló hasta que desapareció por el recodo, mientras intentaba calmar su pulso errático.

“Hasta pronto”. Seguro que no había querido significar nada con aquella frase de despedida; no era más que una fórmula. Sería una idiota si pretendiera ver algo más, creer que él tenía la intención de visitarla otra vez. ¿Y por qué iba a querer ella eso? Aunque en ese momento no pudiera seguir pensando mal de él, ciertamente no guardaba ningún parecido con el caballero arrojado y valiente que siempre había imaginado que haría aletear su corazón. No, “aventurero”, no era una palabra con a que pudiese emplear para describir al conde de Wesley.

Por lo tanto, sería una estupidez desear que regresara.

Sin embargo, de pronto se sintió bastante estúpida.

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