3

– ¿Qué quiere decir con que no va a casarse con mi hija?

Cordelia Briggeham, de pie en su salita, contemplaba al mayor Wilshire con su actitud más imperiosa, en cierto modo resistiéndose al impulso de azotar con su abanico de encaje a aquel arrogante militar.

El mayor permanecía rígido como una estaca junto a la chimenea y con su larga nariz apuntada hacia Cordelia.

– Como he dicho, la señorita Briggeham y yo hemos acordado esta misma tarde que la boda proyectada no resulta aconsejable. Tenía la certeza de que a estas alturas su hija ya la habría informado.

– Mi hija no me ha informado de nada parecido.

El rostro rubicundo del mayor perdió todo el color.

– Por el cielo, ¡esa muchacha no afirmará que aún estamos comprometidos!

A Cordelia le pareció detectar un estremecimiento que sacudió la corpulencia del mayor. Acto seguido, éste bajó la vista hacia sus botas y arrugó la nariz. Qué extraño comportamiento. Tal vez era tonto.

– Mi hija no ha hecho ningún tipo de afirmación, mayor. No la he visto ni he hablado con ella desde el almuerzo. -Se volvió hacia su esposo, que estaba sentado en su sillón favorito, situado en el rincón-. Charles, ¿has hablado tú con Samantha esta tarde?

Tras ver que su pregunta era respondida con un silencio, Cordelia apretó los labios y, por segunda vez en el lapso de unos minutos, pensó en la posibilidad de aporrear a un hombre. Hombres, iban a terminar matándola.

– ¡Charles!

Charles Briggeham alzó la cabeza de repente como si ella lo hubiera pinchado con un palo. Sus ojos nublados indicaron a las claras que estaba echando una cabezadita.

– ¿Si, querida?

– ¿Ha hablado Samantha contigo esta tarde acerca de su compromiso?

– Ya no existe compromiso alguno…

La voz del mayor se desvaneció poco a poco cuando Cordelia le clavó una mirada glacial.

– No he visto a Sammie desde el almuerzo -dijo Charles. Se volvió hacia el mayor-: Un asado excelente, mayor. Debería haber…

– ¿Qué tienes que decir de la insolente afirmación del mayor, Charles? -lo apremió Cordelia.

Su marido parpadeó velozmente.

– ¿Qué afirmación?

– ¡Que Samantha y él ya no están comprometidos!

– Tonterías. No he oído nada de eso. -Y se volvió hacia el mayor, ceñudo-. ¿Qué sucede? Ya están en marcha todos los preparativos.

– Sí, bueno, eso era antes de que la señorita Briggeham me hiciera una visita esta tarde.

– Ella no ha hecho semejante cosa -afirmó Cordelia, rezando por estar en lo cierto. Señor, ¿qué embrollo habría creado Sammie esta vez?

– Por supuesto que sí. Me dijo que no creía que fuéramos a hacer buena pareja. Después de… eh… hablarlo un poco, coincidí con ella en su valoración de la situación y tomé las medidas apropiadas. -El mayor se aclaró la garganta-. Para decirlo sin rodeos, la boda ha sido anulada.

Cordelia miró el sofá y llegó a la conclusión de que se encontraba demasiado lejos para que ella se desmayara como las circunstancias exigían. Maldición.

¿Qué no habría boda? Vaya, aquello suponía un problema espinoso. No sólo podía producirse un escándalo dependiendo de lo que hubiera hecho Sammie para disuadir al mayor, sino que ya le parecía estar oyendo a la odiosa Lydia Nordfield cuando se enterase de aquella debacle: “Pero, Cordelia -diría Lydia agitando las pestañas como una vaca en medio de una granizada-, es una verdadera tragedia que Sammie ya no esté comprometida. El vizconde de Carsdale ha mostrado interés por mi Daphne, sabes. Y Daphne es realmente encantadora. ¡Por lo visto, voy a casar a todas mis hijas antes que tú!”.

Cordelia cerró los ojos con fuerza para borrar aquella horrible e hipotética situación. Sammie valía diez veces más que la insípida de Daphne, y casi le hirvió la sangre ante tamaña injusticia. Daphne, cuyo único talento consistía en agitar un abanico y reír tontamente, iba a cazar a un vizconde simplemente porque poseía un rostro atractivo. Mientras tanto, Sammie se quedaría para vestir santos, lo cual la obligaría a ella a pasarse los próximos veinte años escuchando la cháchara presuntuosa de Lydia. ¡Oh, aquello resultaba simplemente insoportable!

Lo había arreglado todo para que Sammie se casara con un caballero de lo más respetable, ¿y ahora el mayor Wilshire pretendía desbaratar todos sus planes? “Hum. Eso estaba aún por ver”.

Con la mandíbula apretada, Cordelia se fue acercando al sofá por si acaso necesitaba hacer uso de él, y luego volvió su atención hacia el mayor.

– ¿Cómo es posible que un hombre que se considera honorable deshonre a mi hija de esta manera?

Charles se levantó y se estiró el chaleco.

– Ciertamente, mayor. Esto es de lo más irregular. Exijo una explicación.

– Ya se lo he explicado, Briggeham. No habrá boda. -Clavó una mirada de acero en Cordelia-. Usted, señora, me llevó a confusión al describirme a su hija.

– Yo no hice nada de eso -replicó Cordelia con su gestó más elegante-. Le informé de lo inteligente que es Samantha, y usted sabía muy bien que no acababa de salir de la escuela.

– Descuidó mencionar su afición por los sapos viscosos y otras alimañas, su predilección por arrastrarse por el suelo, su aterradora falta de talento musical y su costumbre de montar laboratorios y provocar incendios.

Cordelia salió disparada hacia el sofá. Tras emitir dos suspiros jadeantes parecidos a un gorjeo, se desplomó con un grácil movimiento.

– ¡Qué cosas más terribles dice! ¡Charles, mis sales!

Mientras aguardaba las sales, la mente de Cordelia funcionaba a pleno rendimiento. Cielo santo, el mayor debía de haber conocido a Isidro, Cuthbert y Warfinkle. ¡Qué mala suerte! “Oh, Sammie, ¿por qué no podías haber llevado contigo simplemente un libro?” ¿Y qué era aquello de arrastrarse por el suelo? Por supuesto, sabía que la falta de talento musical y el bendito laboratorio podían resultar un problema, pero ¿a qué se refería con lo de provocar incendios? Por Dios, ¿qué historias truculentas le habría contado Sammie a aquel hombre?

Exhaló un suspiro a la vez que se preguntaba por qué tardaba tanto Charles en traerle las salas. Había mucho que hacer para remediar aquella catástrofe, y no podía quedarse toda la noche tendida en el sofá.

– Aquí tienes, querida. -Charles agitó el frasco de sales debajo de la nariz de su esposa con tanto entusiasmo que la hizo llorar.

Cordelia se incorporó y le apartó la mano.

– Ya es suficiente, Charles. Se trata de revivirme, no de llevarme a la tumba. -Compuso una mueca lo más severa posible y miró ceñuda al mayor-. Vamos a ver, mayor. Usted no puede…

En ese momento se abrió de golpe la puerta del estudio e irrumpió en la habitación Cyril, con expresión desencajada.

– ¡Señora Briggeham! ¡Señor Briggeham! Ha ocurrido algo espantoso.

– Por Dios santo, ya lo creo que sí -repuso Charles fijándose en el aspecto desaliñado del cochero-. Lleva la corbata completamente deshecha y tiene manchas de hierba en los pantalones. Y qué es eso que tiene en el pelo ¿ramitas? En fin, está usted hecho una pena. ¿Qué le ha sucedido para dejarlo en semejante estado?

Cyril intentó recuperar el resuello y se secó la frente con el dorso de la mano.

– Es la señorita Sammie, señor. -Tragó saliva, y al hacerlo se le movió la nuez-. Ha… ha desaparecido.

– ¿Qué ha desaparecido? -repitió Charles con desconcierto-. ¿Quiere decir de la casa?

– Sí señor. Cuando regresaba de la visita que hizo al mayor…

– ¡Ooh! ¡Ooh! Entonces era verdad -gorjeó Cordelia volviendo a caer desmayada sobre el sofá- ¡Mi pequeña! ¡La han deshonrado!

– No, señora Briggeham. La han secuestrado -corrigió Cyril inclinando la cabeza.

Cordelia se puso en pie de un brinco.

– ¿Secuestrado? Oh, es usted un idiota ¿Por qué se le ha ocurrido algo tan ridículo? ¿Quién demonios iba a querer secuestras a Sammie? ¿Y por qué razón?

Como respuesta, Cyril le tendió un ramo de flores.

Cordelia luchó contra el impulso de poner los ojos en blanco.

– Muy amable de su parte, Cyril, pero no es momento para cortesías.

– No, señora Briggeham. Esto es lo que me entregó el secuestrador. Me lo lanzó tras arrancar del suelo a la señorita Sammie como su fiera un hierbajo mientras ella recogía insectos para el señorito Hubert, y se la llevó en un gran caballo negro. -Le tendió las flores-. Llevan una nota.

Cordelia se quedó mirando el ramillete, completamente sin habla por primera vez en su vida, que ella recordara.

Charles retiró la nota de las flores y rompió el sello de lacre. Su semblante perdió todo el color, y Cordelia se preguntó si tendría que pasarle las sales a él, pero de algún modo consiguió mantenerse en pie sobre sus piernas inseguras.

– ¿Qué dice Charles? ¿La han secuestrado de verdad? ¿Exigen un rescate?

Mirándola por encima de la vitela de color marfil, Charles no pudo ocultar su perplejidad.

– En efecto, la han secuestrado, Cordelia.

También por primera vez en su vida, a Cordelia se le doblaron las rodillas sin haber previsto dónde iba a caer. Por suerte se derrumbó sobre el sofá.

– Dios santo, Charles, ¿Qué canalla se ha llevado a nuestra Sammie? ¿Cuánto dinero pide?

– Nada. Léelo tú misma.

Cordelia tomó la nota de los dedos temblorosos de su marido y la sostuvo lejos de ella como si fuera una serpiente. Lo que leyó la hizo tambalearse.


Estimados señor y señora Briggeham:

Escribo esta nota con el fin de sosegar sus temores respecto de su hija Samantha. Pueden tener la seguridad de que se encuentra perfectamente a salvo y que no sufrirá daño alguno por mi mano. Simplemente le he ofrecido la oportunidad de ser libre, de tener una vida propia, sin la perspectiva de tener que casarse con un hombre con quien no desea desposarse. Abrigo la esperanza de que ambos encontrarán en sus corazones el deseo de que ella obtenga la felicidad que se merece.


EL LADRÓN DE NOVIAS.


Cordelia tenía la mirada fija en la firma y la mente convertida en un torbellino.

El Ladrón de Novias.

El hombre más famoso y más buscado de toda Inglaterra había raptado a su niña.

– Santo cielo, Charles. Hemos de llamar al magistrado.


Estalló un relámpago, seguido de un profundo trueno que retumbó en las ventanas de la casa. Segundos más tarde se oyó el repiqueteo de la lluvia contra el tejado. Eric reprimió un juramento. Lo último que necesitaba era que una tormenta retrasara el momento de irse de la cabaña junto con la señorita Briggeham.

Bajó la mano y susurró con su voz de Ladrón de Novias.

– Le ruego me permita ayudarla a levantarse.

Ella le lanzó una mirada hosca.

– Puedo arreglármelas sola, gracias. -Y sin quitarle el ojo de encima, se puso de pie.

Eric la observó mientras se limpiaba el polvo de su sencillo vestido y a continuación se ajustaba el sombrero recogiéndose varios mechones de pelo sueltos debajo del mismo. Era menuda, su cabeza apenas le llegaba a la altura del hombro.

Lo poco que alcanzaba a ver de su cabello enmarañado bajo el sombrero parecía denso y brillante. Como la estancia estaba iluminado sólo por el mortecino fuego, resultaba imposible distinguir el color exacto de sus ojos, pero era muy claros -azules, diría él- y muy grandes en comparación con sus pequeñas facciones. Excepto los labios, que, al igual que los ojos, parecían demasiado grandes para su cara. Si bien no se la podía describir como hermosa, aquel rostro de ojos demasiado grandes y labios llenos le resultaba interesante.

Recorrió con la mirada las formas de su cuerpo, y alzó las cejas bajo la máscara; pero si era toda curvas, la tal señorita Briggeham. Ni siquiera aquel vestido mojigato conseguía ocultar la generosa curvatura de sus senos. Su mirada bajó más, y Eric se preguntó si las caderas de la joven tendrían la misma madurez que su busto. Aquel pensamiento lo hizo reaccionar como si le hubieran lanzado un cubo de agua a la cara. “Maldita sea, compórtate. Tienes que llevar a esta muchacha a su casa sin que te ahorquen por haberte tomado la molestia”.

Volvió a fijar la vista en el rostro de Samantha y vio que ella lo estaba observando con suspicacia.

– Exijo saber qué piensa hacer conmigo.

Tuvo que admirar aquella demostración de valor. Lo único que la estropeó fue el rápido subir y bajar del pecho de la joven.

– No tema. La devolverá a su caso, al seno de su familia.

Los ojos de Samantha perdieron parte del recelo que mostraban.

– Perfecto. Quisiera partir de inmediato, si no tiene inconveniente. No me cabe duda de que mi familia estará preocupada.

Eric miró hacia la ventana.

– Está lloviendo. Esperaremos a que amaine.

– Preferiría salir ya.

– Yo también, pero quiero dejarla intacta en su casa. -Para aliviar la tensión que percibía en la postura de ella, añadió-: Voy a proponerle un trato. Nos quedaremos aquí un cuarto de hora más. Si para entonces no ha cesado de llover, nos iremos de todos modos.

– ¿Y cómo sé yo que está diciéndome la verdad?

– Le doy mi palabra de honor.

Samantha lanzó un resoplido muy poco femenino.

– Viniendo de un hombre al que llaman “Ladrón”, no estoy muy segura de que eso sea un consuelo.

– Ah, pero sin duda sabrá que existe el honor incluso entre los ladrones, señorita Briggeham. -Flexionó las rodillas y se acomodó en el suelo, echándose hacia atrás hasta quedar recostado contra la pared-. Venga a sentarse conmigo y charlaremos un poco -la invitó con su ronco acento al tiempo que palmeaba el suelo a su lado-. Prometo que no la morderé. Mientras estemos aquí retenidos, no está de más que nos pongamos cómodos.

Al ver que ella vacilaba, Eric se levantó y se acerco a la chimenea. Acto seguido sacó el atizador de su soporte de bronce y se lo tendió a Samantha.

– Tenga. Cójalo, si así se siente más segura.

Ella observó el atizador y luego al hombre.

– ¿Por qué iba a darme usted un arma?

– Como muestra de confianza. La he secuestrado por equivocación y la llevaré de vuelta a su casa. Con sinceridad, ¿le he causado algún daño?

– No, pero casi me ha matado del susto.

– Lo siento de veras

– Y además, durante la refriega he perdido las gafas y se me ha caído la bolsa.

– Una vez más, le ofrezco mis sinceras disculpas. – Señaló el atizador con un gesto de la cabeza-. Cójalo. Le doy permiso para propinarme un porrazo si trato de hacerle daño.

Sammie no hizo caso de la chispa de diversión que contenía su voz y le arrebató el atizador de las manos. Retrocedió rápidamente y lo empuñó con fuerza, dispuesta a dejar a su captor inconsciente si no cumplía su palabra. Pero en lugar de saltar sobre ella, él se limitó a sentarse en el suelo, recostar la espalda contra la pared y ponerse a observarla.

Sammie, con el atizador en la mano, pensó qué hacer a continuación. La lluvia golpeaba los cristales, y tuvo que admitir que no era buena idea internarse en el bosque en medio de la oscuridad y el agua. Pero ¿cómo podía fíarse de aquel hombre? Cierto, le había dado el atizador, pero seguro que creía poder desarmarla si ella decidía atacarlo. Aspiró profundamente y obligó a sus pensamientos a alinearse en orden lógico.

El Ladrón de Novias. Rebuscó en su memoria y se dio cuenta de que quizá lo hubiera oído mencionar, pero como casi siempre hacía oídos sordos a los chismorreos en que se recreaban su madre y sus hermanas, no estaba segura. No obstante, ahora que lo pensaba, el apodo le sonaba vagamente.

Lo mejor era entablar una conversación con aquel hombre; tal vez pudiera extraerle alguna información que la ayudar a decidir si podía fíarse de él, o bien alguna pista que fuera de utilidad a las autoridades.

Todavía empuñando el atizador, se sentó en el suelo en el extremo opuesto de la habitación vacía y contempló con los ojos entornados la mancha negra y borrosa que era su secuestrador. Manteniendo un tono ligero, preguntó:

– Dígame, señor… eh… Ladrón, ¿ha raptado a muchas novias reacias?

Una risa profunda emanó de la mancha negra.

– Es un verdadero golpe a mi orgullo que usted nunca haya oído hablar de mí. He socorrido a más de una docena de novias. Mujeres desgraciadas, todas ellas a punto de ser obligadas a casarse en contra de su voluntad.

– Si no le importa que lo pregunta, ¿cómo las “socorre”, exactamente?

– Les proporcione un pasaje al continente o a América, junto con fondos suficientes para que puedan establecerse en su nueva vida.

– Eso ha de resultar bastante oneroso

Le pareció que él se encogía de hombros

– Dispongo de fondos suficientes

– Entiendo. ¿Acaso los roba también?

Él rió de nuevo

– Es usted muy suspicaz, ¿no cree? No, no tengo necesidad de robar chucherías ni soberanos de oro. El dinero que doy es mío.

Sammie no pudo ocultar su sorpresa. Vaya, ¿qué clase de hombre era aquél? Tras dedicar unos instantes a asimilar aquellas palabras, asintió lentamente.

– Creo que empiezo a entenderlo. Es usted como Robin Hood, sólo que en lugar de robar joyas roba novias. Y en lugar de entregar el dinero a los pobres ofrece como regalo la liberta.

– Nunca lo había pensado de ese modo, pero así es.

Sammie comprendió de pronto, y soltó un resoplido.

– Y se disponía a ofrecerme a mí esa libertad…, salvarme de mi casamiento con el mayor Wilshire.

– Así es. Pero es evidente que usted es una joven de sólidas convicciones y que ha arreglado el problema sola. -Murmuró algo que sonó sospechosamente a “si lo hubiera sabido, me habría ahorrado muchos problemas”, pero Sammie no estaba segura-. Dígame, señorita, ¿por qué no desea casarse con el mayor?

Cielos, una explicación completa podría llevar horas. Sammie se aclaró la garganta y contestó:

– Tenemos muy poco en común y no haríamos buena pareja. Pero, la verdad, no me interesa casarme con nadie. Estoy muy contenta con mi vida, y la soltería me permite tener libertad para dedicarme a mis intereses científicos. Temo que la mayoría de los hombres, incluído el mayor, intentaría frustrar mis estudios. -Agitó la mano en un gesto que pretendía quitar importancia al asunto-. Pero basta de hablar de mí. Por favor, cuénteme algo más sobre eso de raptar novias. Es posible que usted lo vea como una manera de ayudarlas, pero seguro que las familiar de esas jóvenes consideran que sus actos son delictivos.

– En efecto, así es.

– E imagino que al magistrado le gustaría encontrarlo.

– Cierto, le gustaría verme con la soga al cuello

Sammie se inclinó hacia delante, fascinada a pesar de sí misma.

– Entonces ¿por qué hace esto? ¿qué puede ganar corriendo semejante peligro?

Su pregunta sólo encontró silencio por varios segundos, hasta que la voz ronca de él sonó más dura que antes.

– Una persona a la que yo quería fue obligada a casarse con un hombre al que aborrecía y no pude salvarla. Por eso intento ayudar a otras como ella. Una mujer ha de tener derecho a elegir no casarse con un hombre que no le agrade. -Hizo una pausa y a continuación tan suavemente que Sammie tuvo que aguzar el oído, añadió-: Lo que gano es la gratitud que veo brillar en los ojos de esas mujeres. Cada una de ellas afloja, un poco más, el nudo de culpabilidad que me atenaza por no haber podido ayudar a quien yo quería.

– Oh, Dios -exclamó Samantha, y soltó un prolongado suspiro de emoción contenida-. Qué increíble… nobleza. Y qué romántico. Arriesgar su vida por una causa tan digna… -Un estremecimiento que no tenía nada que ver con el miedo le recorrió la espalda-. Dios sabe que yo le habría agradecido su ayuda, si de hecho la hubiera necesitado.

– Sin embargo, usted no necesitaba mi ayuda, lo cual me coloca en la extraña situación de tener que devolverla a su casa.

– Sí, supongo que así es.

Sammie lo miró fijamente desde el otro extremo de la habitación; el corazón le palpitaba tan fuerte que se preguntó si él podría oírlo. De pronto deseó poder verlo mejor, pues aquel hombre personificaba todas las cualidades de sus fantasías secretas, todos los sueños que llevaba ocultos en lo más hondo de su alma, aquella alma insípida, socialmente inepta, propia de un ratón de biblioteca. Él era grande y fuerte, y estaba segura de que su máscara escondía un rostro fascinante, lleno de seguridad y carácter. Era arrojado, valiente, gallardo y noble.

Un héroe.

Era como si se hubiera materializado desde su imaginación y salido de las páginas de su diario personal, el único sitio donde se atrevía a revelar sus deseos más íntimos y secretos, deseos alimentados por sueños imposibles de que un hombre así encontrase a una mujer como ella, digna de su atención, la tomara entre sus brazos y la llevara a lugares mágicos.

Dejó escapar un sentido suspiro, uno de aquellos suspiros femeninos y soñadores, inútiles, nada prácticos, que con tan poca frecuencia se permitía. Tenía que saber más… de él y de la vida emocionante y peligrosa que llevaba. Dejó el atizador en el suelo, se levantó, cruzó la habitación y se sentó a su lado.

Observó fijamente su máscara, y sus miradas se encontraron. Sammie sintió un hormigueo peculiar y ansió poder discernir el color de aquellos ojos. Al débil resplandor del fuego sólo lograba distinguir que eran oscuros. E insondables.

– ¿Alguna vez ha tenido miedo? -le preguntó, procurando no parecer ansiosa.

– Pues sí. Cada vez que me pongo este disfraz. -Se acercó un poco, y ella contuvo la respiración-. No tengo ningún deseo de morir, sobre todo a manos del verdugo.

Olía maravillosamente. A cuero y caballos, y a… aventura.

– ¿Lleva un arma? -quiso saber.

– Un cuchillo en la bota. Nada más. No me agrada el tacto de las pistolas.

A Sammie le pareció ver un destello de dolor en sus ojos.

– Dígame, ¿adónde pensaba envíarme? -preguntó-. ¿A América o al continente?

– ¿Adónde le habría gustado ir?

– Oh -suspiró ella cerrando los ojos ante la simple idea de poder escoger. Sintió un profundo anhelo, como un torrente impetuoso que abriera una grieta en el muro tras el cual ocultaba sus deseos más íntimos-. Hay tantos lugares que quisiera conocer…

– Si pudiera viajar a cualquier parte, ¿adónde iría?

– A Italia… No, a Grecia… No, a Austria. – Abrió los ojos y se echó a reír-. Me parece que es una suerte que no requiera sus servicios, señor, porque no sabría decidir adónde debería usted envíarme.

Los ojos de él parecieron perforar los suyos, y poco a poco dejó de reír. El peso de aquella intensa mirada la helaba y quemaba a un tiempo.

– ¿Ocurre algo? -inquirió.

– Debería hacer eso más a menudo, señorita Briggeham.

– ¿El qué? ¿Mostrarme horriblemente indecisa?

– No; reír como ha hecho ahora. Se ha… transformado.

Sammie no estaba segura de si era un cumplido, pero aún así, pronunciadas con aquella voz aterciopelada, las palabras la envolvieron como una confortable capa de miel.

– Dígame -susurró Eric-, si tuviera que escoger un solo sitio, ¿cuál sería?

Por alguna extraña razón, Sammie sintió que su corazón se asentaba.

– Italia -susurró-. Siempre he soñado con ver Roma, Florencia, Venecia, Nápoles… todas las ciudades. Explorar las ruinas de Pompeya, pasear por el Coliseo, visitar los Uffizi, contemplar las obras de Bernini y de Miguel Ángel, nadar en las cálidas aguas del Adriático… -Su voz se fue perdiendo en un vaporoso suspiro.

– ¿Explorar? -repitió él-. ¿Pasear? ¿Nadar?

Un repentino calor abrazó sus mejillas y experimentó una súbita vergüenza al darse cuenta de que, con aquellas imprudentes palabras, de manera inadvertida había revelado a aquel desconocido cosas que sólo había compartido con Hubert.

Sintió una punzada de humillación. ¿Se estaría riendo de ella? Lo miró entrecerrando los ojos, intentando ver los suyos, temiendo la burla segura que iba a encontrar en ellos; pero para su sorpresa, la mirada fija de él no revelaba diversión alguna, sólo una profunda intensidad que, extrañamente, la puso nerviosa y le suscitó cierta conmoción.

Deseosa de romper aquel incómodo silencio, apuntó:

– Supongo que nadie conoce su verdadera identidad.

Él titubeó unos instantes y luego dijo:

– Si alguien la conociera, me costaría la vida.

– Sí, supongo que sí -Sintió solidaridad hacia él-. Ha escogido usted una vida solitaria, señor, al perseguir tan noble causa.

Él asintió despacio, como sopesando aquellas palabras.

– Sí que lo es. Pero es un precio pequeño a pagar.

– Oh, no. Yo… yo también suelo sentirme sola. Y conozco la sensación de vacío que eso conlleva.

– Sin duda tiene amigos

– Algunos. -Hizo un gesto carente de humor-. En realidad, muy pocos. Pero tengo a mi familia. Mi hermano pequeño y yo estamos muy unidos. Con todo, a veces sería agradable…

– ¿Si?

Se encogió de hombros, pues de pronto se sintió cohibida.

– Tener a tu lado a una persona que no sea un niño y que te entienda. -Fijo la mirada en su vestido arrugado, y a continuación volvió a clavarla en él-. Espero que algún día encuentre usted a alguien o algo que alivie su culpa y su soledad, señor.

Él la contempló y después, lentamente, alzó una mano y le pasó un dedo enguantado por la mejilla.

– Yo también lo espero

Sammie contuvo la respiración al sentir aquel breve contacto que rozó su piel como una suave brisa. Incapaz de moverse, simplemente se le quedó mirando, confusa por el insólito calor que palpitaba en su interior. Antes de que pudiera analizar aquella sensación, él se puso en pie con un movimiento fluído y le tendió una mano.

– Vamos. Ha dejado de llover. Es hora de volver a casa.

– ¿A casa? Sammie miró aquella mano extendida y se sacudió mentalmente el estupor de la ensoñación. Sí, por supuesto. A casa. Donde le correspondía estar, con su familia…

¡Santo cielo, su familia! Debían de estar desesperados. Seguro que a esas alturas Cyril ya había dado cuenta de su desaparición. El estómago le dio un vuelvo de culpabilidad cuando cayó en la cuenta de que había quedado tan cautivada por su secuestrador, que había olvidado lo preocupados que debían de estar sus padres y Hubert.

– Sí -contestó al tiempo que ponía una mano en la de Eric y le permitía que la ayudar a levantarse-. Debo irme a casa. -En realidad así lo deseaba. Entonces ¿a qué se debía la sorda sensación de pesar que la inundaba?

Sin una palabra más, ambos salieron de la cabaña. Eric la ayudó a montar y acto seguido hizo lo propio detrás de ella, sujetándola entre sus firmes muslos.

Su brazo musculoso la apretó contra su pecho. El calor que irradiaba su cuerpo se filtró en el suyo, pero no obstante una legión de escalofríos le bajó por la espalda.

– No se preocupe, no la dejaré caer.

Antes de que Sammie pudiera asegurarle que no estaba preocupada, partieron al galope atravesando el bosque. Esta vez, en lugar de miedo, no experimentó otra cosa que felicidad. Cerró los ojos y saboreó todas las sensaciones: el viento que le azotaba el rostro, el olor a tierra mojada, el rumor de las hojas. Se imaginó que era una hermosa princesa abrazada por su apuesto príncipe mientras cruzaban raudos el reino de camino a algún exótico paraje. Unas fantasías tontas, pueriles. Pero sabía que los momentos pasados con aquel héroe enmascarado constituirían un tesoro, y que jamás los viviría otra vez.

Demasiado pronto, Eric detuvo el caballo. Sammie abrió los ojos y parpadeó. Distinguió unos puntos de luz a lo lejos, que le recordaron las luciérnagas que había capturado.

– Briggeham Manor se encuentra detrás de esos árboles -susurró él-. Me temo que su ausencia ha provocado alarma.

– ¿Cómo lo sabe?

– Escuche

Sammie aguzó el oído y percibió el grave murmullo de unas voces.

– ¿Quiénes son?

– A juzgar por el número de faroles que se ven y por la multitud que se ha reunido en el prado, yo diría que ha venido media ciudad.

– Oh, cielos. Déjeme aquí e iré andando hasta la casa. No quisiera que se arriesgase a que lo capturaran.

Él calló unos instantes, y ella notó que estaba escudriñando la zona.

– No parece que nadie vaya armado -le dijo al oído-. Así que la llevaré con su familia. No quiero que se caiga en una zanja o que sufra una caída en medio de la oscuridad. Sin embargo, me despediré de usted aquí, ya que, lamentándolo mucho, necesitaré emprender una retirada precipitada.

– Gracias, señor

– No hace falta que me lo agradezca. Era mi deber traerla a su casa.

– No es por eso, aunque también se lo agradezco. -Lo miró fijamente y sintió un nudo de emoción en la garganta. Forzó una sonrisa y añadió-: Le doy las gracias por esta deliciosa velada que jamás olvidaré. Ha sido una aventura maravillosa. -Bajó los ojos-. Siempre había deseado vivir una.

Eric le tomó la barbilla con los dedos enguantados y le levantó el rostro.

– En ese caso, señorita Briggeham, me alegro de haber podido proporcionarle su maravillosa aventura.

– Le deseo que tenga buena fortuna en su empeño, señor. Lo que usted hace es algo muy noble y heroico.

Notó que él sonreía por debajo de la máscara.

– Gracias. Y yo espero que usted llegue a explorar algún día todos esos lugares con que sueña. Espero que todos sus sueños se hagan realidad.

Y espoleó su montura. Salieron de la línea de los árboles y atravesaron el prado a la carrera. Sammie entrecerró los ojos para protegerse del viento, mientras el corazón le latía con fuerza conforme iban acercándose al gentío.

Eric tiró de las riendas y el caballo se detuvo a menos de tres metros de los reunidos. Sammie se vio asaltada por un coro de exclamaciones seguido de ansiosos murmullos. Eric la depositó en el suelo y luego se volvió hacia el grupo de personas que los miraban boquiabiertas.

– Devuelvo a la señorita Briggeham junto con mis excusas.

Acto seguido, dio un tirón a las riendas y su magnífico semental se alzó sobre sus patas traseras altivamente. Sammie, al igual que todos los demás, contemplo azorada el asombroso espectáculo del jinete enmascarado cuya silueta se recortaba contra el resplandor de una docena de faroles. Miró a su padre y vio cómo el monóculo se le caía al suelo.

En el instante en que sus cascos tocaron el suelo, el caballo salió disparado al galope, la capa del jinete ondeando a su espalda. Al cabo d diez segundos los tragó la oscuridad.

– ¡Samantha! -La voz de su padre, enronquecida por la emoción, rompió el silencioso estupor.

– ¡Padre! -exclamó echando a correr, y él la estrechó entre sus brazos con tanta fuerza que apenas podía respirar.

– Sammie, mi querida niña. -Ella notó que tragaba y que dejaba escapar un profundo suspiro-. Gracias a Dios. -Aflojó el abrazo y la apartó un poco para recorrerla de arriba abajo con la mirada. -¿Estás bien?

– Estoy bien

Su padre bajó la voz y le preguntó:

– ¿Te ha hecho daño?

– No. Ha sido muy amable.

Él la examinó con detenimiento, tras lo cual, al parecer satisfecho de verla ilesa, asintió con un gesto. Volvió los ojos hacia el bosque y comentó:

– Supongo que no merece la pena perseguirlo. Está demasiado oscuro y nos lleva demasiada ventaja. Además, lo único que importa es que estás en casa sana y salva. -Introdujo la mano en el bolsillo de su chaleco-. Aquí tienes tus gafas querida. Cyril las encontró en el bosque.

Sammie, agradecida, se las puso. La multitud se cerró sobre ellos expresando su júbilo por verla sana y salva, al tiempo que lanzaban miradas expectantes en dirección al bosque. Cyril se secó las lágrimas con un pañuelo y estrujó a Sammie hasta que ésta creyó que se le iban a salir los ojos.

– Espero que nunca vuelva a darme otro susto como éste, señorita Sammie -le dijo, sonándose la nariz a fondo-. Me ha quitado diez años de vida, ya lo creo. Y mi corazón ya no es el de antes.

Hubert le dio un brusco abrazo, aplastándola contra su estrecho pecho y haciendo que la montura de sus gafas se le hincara en la cara.

– Oh, Sammie, nos has dado un susto de muerte.

Ella lo besó en la mejilla y le revolvió el pelo.

– Lo siento, cariño, yo…

En ese momento se abrieron de par en par las puertas principales de Briggeham Manor.

– ¡Mi niña! ¿Dónde está mi niña?

Cordelia Briggeham bajó presurosa los escalones y se abrió paso entre la multitud. Se abalanzó sobre Sammie con tanta energía que a punto estuvieron de caer ambas al suelo. Sólo la mano del padre consiguió mantenerlas en pie. La envolvió en un abrazo con aroma a flores que hizo crujir todos sus huesos y gimió:

– Oh, mi pobre niña. -Apartó a Sammie un paso hacia atrás y le escudriñó el rostro-. ¿Estás herida?

– No, mamá, estoy bien.

– Gracias a Dios. -Emitió un gorjeo y se llevó una mano a la frente.

El padre se adelantó y le advirtió con vehemencia:

– No se te ocurra desmayarte aquí, querida, o te dejaré tirada donde caigas. Ya está bien de tus histerias por esta noche.

Cordelia no podría haberse mostrado más sorprendida ni aunque él hubiera afirmado ser el rey Jorge en persona. Aprovechando su temporal privación del habla, el padre alzó la voz y dijo a los presentes:

– Como pueden ver, Samantha se encuentra bien. Gracias a todos por venir, pero ahora, si nos perdonan, desearíamos llevar a nuestra hija a acostarse en una cama confortable.

Expresando sus mejores deseos, los vecinos se marcharon y los sirvientes regresaron a sus alojamientos.

Cuando subían los peldaños de piedra que conducían a la puerta principal, llegó un hombre a caballo.

– ¡Señor Briggeham! -llamó.

Charles se detuvo.

– ¿Si?

– Me llamo Adam Straton. Soy el magistrado. Tengo entendido que su hija ha sido secuestrada por el Ladrón de Novias.

– Así es, señor. Pero tengo el placer de informarle de que nos ha sido devuelta, e ilesa. -Señaló a Sammie con un gesto de la cabeza.

El magistrado estudió a la joven con agudo interés.

– Es una feliz noticia, señor. No me consta que ese bandido haya devuelto nunca a ninguna de sus víctimas. Es usted un padre afortunado.

Sammie se ofendió al oír aquello pero, antes de que pudiera protestar, el hombre continuó:

– Me agradaría hablar con usted respecto a su secuestro, señorita Briggeham…, si es que tiene ánimos para ello.

– Por supuesto, señor Straton. -Sammie se alegró de tener una oportunidad de desengañarlo de sus falsas ideas. ¡Con que un bandido!

– ¿Por qué no acompañas al señor Straton hasta la salita, Charles? -sugirió la madre en un tono que no admitía discusión-. Samantha y yo nos reuniremos con vosotros dentro de un momento. Quisiera hablar un instante en privado con ella.

– Muy bien -convino el padre-. Adelante, señor Straton. -Entraron en la casa y cerraron la puerta tras ellos.

Cuando quedaron a solas, la madre se volvió hacia la hija.

– Ahora dime la verdad, cariño, ¿te ha hecho algún daño ese hombre? ¿De… alguna manera?

– No, mamá. Ha sido un perfecto caballero, y muy amable. Y además se ha excusado por haberme secuestrado.

– Y bien que debía hacerlo, aunque he de decir que la culpa de todo este episodio se la atribuyo al mayor Wilshire. Es un hombre de lo más antipático, querida, y me niego a permitir que te cases con él.

Sammie intentó replicar, pero su madre prosiguió:

– Ahora no intentes convencerme de lo contrario, Samantha. Estoy completamente decidida, y también lo está tu padre. Bajo ningún concepto te casarás con ese caradura del mayor Wilshire. ¿Lo has entendido?

Confundida, pero sabiendo que era mejor no discutir, sobre todo ahora que ya no iba a casarse con el mayor, Sammie respondió:

– Pues… sí, mamá, lo he entendido

– Perfecto. Tengo una pregunta más que hacerte. -Se acercó un poco y bajó la voz-: He leído todo sobre ese Ladrón de Novias en el Times. Dicen que va vestido de negro como un salteador de caminos, y que además usa una máscara que le cubre la cabeza. ¿Es verdad?

– En efecto

Un leve escalofrío sacudió los hombros de Cordelia.

– También dicen que es fuerte y despiadado.

– Es muy fuerte, pero no despiadado. -Se le escapó un suspiro-. Es gentil, atento y noble.

– Pero es un ladrón.

Sammie negó con la cabeza.

– No roba dinero, mamá, posee dinero propio en abundancia. Sólo quiere ayudar a mujeres que han sido obligadas a contraer un matrimonio no deseado, a ser libres para iniciar una nueva vida, porque una persona a la que él quería fue forzada a casarse con un hombre al que aborrecía.

La madre lanzó un profundo suspiro.

– Por muy noble que suene eso, la realidad sigue siendo que tú has pasado varias horas en compañía de un hombre. Y sin acompañante. Hemos de enfrentarnos al hecho de que eso podría acarrearte el fracaso social.

Sammie no supo qué decir, ya que no había pensado en que su aventura pudiera tener ese resultado. Aunque no le preocupaba especialmente lo que otros opinaran de ella, no sentía el menor deseo de atraer un escándalo sobre su familia. Cielos, realmente aquello podía suponer un problema.

Miró a su madre, y notó una sensación de pánico al fijarse en el severo gesto calculador de sus ojos. Sammie conocía demasiado bien aquella expresión: era el infame “ha de haber un modo de transformar esta catástrofe en una ventaja para mí” que invariablemente precedía a sus plantes más escabrosos. Ya casi le parecía estar oyendo el ir y venir de sus pensamientos en la bonita cabeza de su madre.

– Debes reunirte con tu padre y el señor Straton, Sammie. Yo iré dentro de un momento; necesito recuperarme.

– ¿Quieres que te traiga tus sales?

– No; me encuentro bien. -Acarició la mejilla de Sammie-. Es sólo que necesito un poco más de aire para centrar mis ideas. Ve tú, yo llegaré enseguida.

Sammie plantó un beso en su blanda mejilla y a continuación entró en la casa, rezando por que cualquiera que fuese el plan que urdiera su madre resultara menos desastroso que el del mayor Wilshire.

A solas en los escalones de piedra, Cordelia se paseaba nerviosa y rezaba por tener una inspiración. ¿Cómo demonios iba a impedir que aquel secuestro fallido se convirtiera en un escándalo que deshonrase a la familia? ¿Cómo podría arrojar una luz positiva sobre lo sucedido? ¿Su hija raptada por el bandido más famoso de Inglaterra? ¿En su compañía, sin carabina, por espacio de varias horas? Dios bendito, le dolía la cabeza sólo de imaginarlo. Y el hecho de pensar en la reacción de Lydia le causó un gélido estremecimiento. ¿Qué diablos debía hacer una madre en una encrucijada así?

Miró a lo lejos, allí donde la luna acariciaba la línea de árboles que formaba la linde del bosque, y se preguntó por el hombre que había secuestrado a Sammie.

Apretó los labios. Según Sammie, era gentil, atento y noble. Y poseía dinero en abundancia. Tal vez fuera un secuestrador, pero estaba claro que era un secuestrador decente. Y rico. Hum.

No pudo por menos de preguntarse si estaría casado.

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