13

Sammie se hallaba escondida tras un grupo de arbustos que se alzaban a un lado del camino, acariciando suavemente el pescuezo de Azúcar para tranquilizarlo. Hasta el momento todo iba transcurriendo conforme a su plan.

El corazón le palpitaba con tal mezcla de turbación y euforia, que se maravilló de que no le saltara del pecho y le cayera a los pies. Unas nubes oscurecían la luna, lo cual convenía a sus fines. Los grillos cantaban en las inmediaciones y una suave brisa con olor a tierra refrescaba su piel acalorada.

De un modo u otro, en los próximos minutos la señorita Barrow iría de camino a la libertad. Inspiró aire varias veces y experimentó una emoción atemperada por una serena determinación. Estaba obrando correctamente. Estaba en juego la vida de una joven. Bailarina estaba atada a un árbol a escasos metros de allí, completamente oculta a la vista. Desde su posición detrás de los arbustos, Sammie podía ver el camino pero sería casi imposible que la vieran a ella.

Aferrando su bolsa, que contenía el alfiler y todo lo que iba a necesitar la señorita Barrow, se asomó por encima de los arbustos y escrutó los alrededores.

¿Aparecería el Ladrón de Novias? Notó un hormigueo al pensar en ver de nuevo a aquel heroico aventurero. Por el bien de la señorita Barrow, rezó para que así fuera. Pero si no se presentaba, ella haría todo lo que estuviera en su mano para ayudar a la muchacha.

De momento, lo único que podía hacer era esperar. Y rezar para que todo saliera bien.


Ataviado con su máscara, capa y guantes de Ladrón de Novias, Eric esperaba a lomos de Campeón, oculto tras unos tupidos matorrales, con todos sus sentidos aguzados y alerta. La mezcla de euforia y precaución que acompañaba todas sus misiones de rescate le animaba y le hacía muy consciente de su entorno. Y aquella noche iba a haber un rescate. De acuerdo con la información que había recogido Arthur, la historia de la señorita Barrow era totalmente verídica.

Escrutó la zona en busca de algún ruido o movimiento y aunque no detectó nada extraño, su instinto le advirtió de que algo no encajaba. Había algo fuera de lugar. Y antes de que pudiera averiguar qué era, oyó el ruido del carruaje.

Apartó a un lado su aprensión e hizo avanzar a Campeón entre las sombras para quedar en la posición perfecta, junto al camino, para salir al paso del carruaje cuando éste doblara el recodo… si es que efectivamente llevaba la insignia de la familia Barrow. El ruido se fue acercando, y Eric acarició el pescuezo de Campeón.

– Prepárate, amigo -susurró. El caballo respondió echando las orejas hacia atrás.

Eric se inclinó hacia delante, con todos los músculos alerta y la vista fija en el recodo del camino. Entonces surgió un carruaje tirado por dos caballos bayos. Se fijó en el escudo de armas que llevaba en la portezuela, coincidía con la descripción que le había proporcionado Arthur. Respiró hondo y puso en movimiento a Campeón calculando su velocidad con precisión. Cuando el carruaje pasó por su lado, extendió un brazo y arrebató las riendas al atónito cochero y acto seguido detuvo el vehículo.

Introdujo una mano bajo la capa y sacó el ramo de flores y la nota adjunta que constituían su firma y los lanzó al asiento de cuero, al lado del cochero.

– Por todos los santos -exclamó el hombre-, usted es el maldito Ladrón de Novias.

– Silencio -ordenó Eric con la voz rasposa del Ladrón de Novias-. Colabore y no le pasará nada. Ahora voy a…

Pero se interrumpió bruscamente al percibir un movimiento al otro lado del camino. Se volvió y escudriñó los alrededores. Árboles. Espesura. Más árboles. Arbustos silvestres. Y Samantha Briggeham, que lo observaba, oculta entre la maleza.

Apretó los puños. ¡Maldición, así que efectivamente esta implicada en aquel asunto! Pero ¿cómo? No lo sabía, pero por el cielo que iba a averiguarlo. Aunque antes tenía que encargarse del cochero.

Se volvió hacia aquel hombre y al instante maldijo su grave error; en los pocos segundos en que había estado distraído, el cochero había empuñado una recia estaca de madera y su rostro mostraba una expresión de ferocidad. Eric intentó desviar el golpe que se le venía encima, pero fue demasiado tarde.

La estaca golpeó un lado de su cabeza y lo derribó del caballo. Eric aterrizó en el camino con un golpe seco que le produjo un dolor desgarrador en todo el cuerpo.

– ¡Ya te tengo, maldito! -oyó gritar a una voz que parecía llegar de muy lejos.

Y entonces se lo tragó la oscuridad y ya no oyó nada más.


Sammie permaneció detrás de los arbustos y contemplo horrorizada cómo el cochero esgrimía un palo y derribaba al Ladrón de Novias de su caballo dejándolo sin sentido.

– ¡Ya te tengo, maldito! -exclamó el hombre-. Intentabas robarme a la hija de mi patrón, ¿eh?

Entonces se oyeron golpes en la portezuela del carruaje y una voz amortiguada de mujer que procedía del interior.

– No se preocupe, señorita Barrow -voceó el cochero-. Está usted a salvo, bien encerrada con llave ahí dentro. Órdenes de su padre. -Acto seguido metió la mano bajo el pescante y extrajo una cuerda. Saltó al suelo y se acercó al Ladrón de Novias-. Me imaginaba que quizás intentases raptar a la señorita Barrow, ladrón endemoniado, y he venido preparado. Ahora voy a atarte bien atado y a entregarte al juez, y así cobraré la bonita recompensa que ofrecen por ti.

Sammie se tapó la boca con una mano para contener una exclamación. Si no actuaba con rapidez, aquel hombre horrendo iba a entregar al Ladrón de Novias a las autoridades. La embargó una firme determinación. No podía permitir que sucediera tal cosa. Pero viendo que el cochero ya estaba maniatando al inconsciente Ladrón de Novias, sólo había un modo de detenerlo.

Abrió su redecilla y extrajo con cuidado el alfiler que había preparado Hubert. Se cubrió un poco más con la capucha para ocultar el rostro lo más posible y, sosteniendo el largo alfiler como si fuera una espada, se agachó y comenzó a avanzar. El cochero estaba musitando para sí, absorto en su tarea de maniatar al Ladrón de Novias con una gruesa cuerda.

Sigilosamente, Samantha se colocó detrás del hombre. Entonces, rogando que la poción de Hubert diera resultado, le hincó el alfiler en las posaderas.

– ¡Ay!

El cochero soltó la cuerda y se llevó una mano al lugar del pinchazo al tiempo que se daba la vuelta.

Sammie se puso en pie de un salto y retrocedió hasta que chocó contra la portezuela del carruaje. El hombre clavó la mirada en ella y dio dos pasos amenazantes.

– ¿Quién diablos es usted?

Con el corazón desbocado, Sammie se apresuró a esconder el alfiler entre los pliegues de su vestido oscuro mientras su mente gritaba. “¡Duérmete!”

Como si hubiera oído aquella silenciosa orden, el cochero puso los ojos en blanco, dobló las rodillas y se desmoronó en el suelo, cayendo de espaldas junto al Ladrón de Novias. Sammie se le quedó mirando por varios segundos, con el corazón en la garganta. Luego se inclinó sobre él. De sus labios relajados salían unos ronquidos suaves. ¡Por Júpiter, Hubert era ciertamente un genio!

Moviéndose a toda prisa, se arrodilló junto al Ladrón de Novias y le comprobó el pulso en el cuello. Al notar el fuerte latido estuvo a punto de desmayarse de puro alivio. Pero antes de que pudiera atenderlo, volvieron a golpear la portezuela del carruaje.

– Por favor, déjeme salir -suplicó alguien desde dentro.

Sammie se acercó al cochero y hurgó en el bolsillo de su chaleco. Topó con la frialdad del metal y rápidamente sacó lo que esperaba fuera la llave correcta. Segundos después, abría de un tirón la portezuela del vehículo, del cual salió a trompicones una joven agitada y con los ojos muy abiertos.

– ¿Quién es…?

– Samantha Briggeham. Su cochero ha herido al Ladrón de Novias. Yo lo he dejado temporalmente fuera de combate, pero hemos de darnos prisa.

La mirada de la señorita Barrow voló hasta los dos hombres caídos.

– Cielo santo ¿Qué podemos hacer?

Sammie se arrodillo junto al Ladrón de Novias.

– Usted desátelo y yo intentaré que recupere el conocimiento.

Sin otra palabra, la joven se arrodilló junto al Ladrón y empezó a manipular los nudos que le sujetaban las muñecas. Sammie pasó con suavidad las manos por la máscara de seda que le cubría la cabeza y se detuvo al topar con un chichón del tamaño de un huevo de gallina justo encima de la oreja. Alternando los golpecitos en la mejilla con unas suaves sacudidas en el hombro, le dijo:

– ¿Puede oírme, señor? Por favor, despierte.

Eric percibió una voz como si le llegara a través de una densa niebla de dolor. Poco a poco fue tomando conciencia de unas manos suaves que le tocaban la cara. La cabeza. Los hombres, Inhaló y notó olor a miel.

– ¿Puede oírme, señor?

Eric se volvió despacio hacia la voz, con la respiración siseante entre los dientes debida a las punzadas de dolor que le atravesaban la cabeza. Obligó a sus ojos a abrirse y parpadeó varias veces, en un intento de alinear el trío de figuras que flotaban frente a sus ojos en una sola. Cuando por fin lo consiguió, se encontró mirando fijamente el rostro de ansiedad de Samantha Briggeham.

Cuando su mirada se clavó en ella, Sammie cerró los ojos y exhaló.

– Gracias a Dios que está usted bien -Le ofreció una sonrisa trémula y añadió-: No tiene nada que temer, señor. Soy yo, su amiga Samantha Briggeham.

Él trató de levantar la cabeza, pero un batallón de demonios armados de martillos inició un infame concierto en sus sienes. Dejó escapar un gemido.

Sammie le apoyó las palmas en el pecho.

– No intente moverse todavía. Descanse un poco más.

– Ya lo he desatado -dijo una voz femenina desconocida-. ¿Cómo está?

– Recobrando el sentido -respondió Samantha-. Aproveche esas cuerdas para atar al cochero, por si acaso se despierta.

– Será un placer -contentó la joven.

¿Qué cochero? ¿Habían salido a pasear?

– ¿Qué ha ocurrido? -susurró. Sentía la lengua como suela de zapato.

– Le ha golpeado el cochero de la señorita Barrow. -Sus ojos detrás de las gafas mostraban profunda preocupación- ¿No se acuerda? Estaba a punto de realizar un rescate.

¿Un rescate? Se llevó una mano a la cabeza, que le retumbaba. Al hacerlo su guante de cuero rozó la seda, y entonces recuperó la memoria como el rayo. Máscara. Ladrón de Novias. Rescate. Samantha al otro lado del camino. Distracción. El cochero golpeándolo con una estaca. Y ahora un tremendo dolor que le taladraba la cabeza.

Recordó que tenía que hablar con su ronco acento.

– Me acuerdo ¿Dónde está el cochero?

– Está inconsciente. La señorita Barrow lo está maniatando.

Experimentó una oleada de náuseas, y entonces cerró los ojos y respiró con inspiraciones cortas y superficiales. Ella le cogió la mano enguantada y continuó pasándole los dedos por el rostro enmascarado y por los hombros. Al cabo de un momento, el mareo cedió y recobró el raciocinio, junto con una horrible pesadez en las entrañas.

Menudo embrollo. Tenía que largarse de allí lo antes posible -y también las señoritas Briggeham y Barrow-, antes de que el cochero recuperase el sentido y decidiera entregarlo al magistrado, o antes de que pasara alguien más por el camino y se le ocurriera hacer lo mismo.

¿O su identidad ya habría quedado al descubierto?

Abrió los ojos y la miró directamente.

– ¿El cochero me quitó la máscara?

– No

Sintió una oleada de alivio

– ¿Y usted?

Ella abrió mucho los ojos y negó con la cabeza.

– No

Parte de su tensión se disipó. Ella aún no sabía quién era. Gracias a Dios. Samantha le apretó ligeramente la mano y él le devolvió el gesto.

– No tema, señor -susurró-. Yo me encargaré de que no le suceda nada malo. -Puso su mano libre sobre su mentón cubierto por la máscara y le obsequió con una gentil sonrisa.

Eric entrecerró los ojos. Desde luego, esta siendo de lo más solícita con el Ladrón de Novias: le cogía la mano, lo tocaba. Sí, estaba mostrándose demasiado cariñosa con aquella persona, maldición.

– ¿Le duele en alguna otra parte? -inquirió con una ternura que lo puso furiosos.

Diablos, le dolía en todas partes, pero por nada del mundo se lo diría precisamente a ella. Seguro que se ofrecería a darle un reconfortante masaje al Ladrón de Novias.

– Estoy bien -dijo con aspereza-. Quiero sentarme.

Cuando se apoyó sobre los codos, ella lo sujetó de los antebrazos y lo ayudó a pasar muy despacio a la postura de sentado. Todo giró a su alrededor, y tuvo que sostenerse la cabeza entre las manos. Hizo una mueca de dolor cuando sus dedos encontraron el enorme chichón. El mareo pasó al cabo de unos momentos y entonces bajó las manos.

Tras humedecerse los labios, susurró con su rudo acento escocés:

– ¿Qué está haciendo usted aquí?

– Lo mismo que usted: ayudar a la señorita Barrow

– ¿Es que no se fiaba de mí?

Sammie se ajustó las gafas y lo miró con expresión seria.

– Yo le confiaría a usted mi vida, señor. Pero la señorita Barrow me pidió que la ayudara, y como yo no sabía si le llegaría a usted la noticia de su grave situación, tuve que prepararme para socorrerla yo misma.

– ¿Y cómo pensaba hacerlo?

Ella le describió de manera concisa un plan que a Eric lo llenó de admiración y furia a un tiempo. Desvió la mirada hacia el cochero dormido, al cual la señorita Barrow continuaba atando como si fuera un ganso. Diablos, ojalá hubiera estado despierto para ver cómo Samantha pinchaba en el trasero a aquel cabrón.

– Maldita sea, muchacha. ¿No se da cuenta del peligro al que se ha expuesto?

– No más que el peligro al que se expone usted, señor. Le aseguro que no me he lanzado a esta aventura sin haberlo reflexionado mucho, de manera lógica, y sin haber sopesado cuidadosamente los riesgos que entrañaba. Como sin duda usted comprenderá, no podía ignorar la petición de socorro de la señorita Barrow.

– Pero ¿y si la hubieran herido?

El hecho de imaginarla herida, tumbada en el bosque, a merced de aquel cochero o de cualquier otro tipejo, le provocó un estremecimiento de miedo y furia.

– Sabía que existían riesgos, por supuesto. Pero, como estoy segura de que usted coincidirá conmigo, el resultado deseado hace que merecieran la pena. -A continuación se incorporó y le tendió las manos-. Vamos a ponernos de pie. Muy despacio.

Eric se agarró a las manos de ella y se puso primero de rodillas, postura en la que permaneció unos instantes mientras mejoraba el mareo. Después, con la ayuda de ella, se puso de pie. Le flaquearon un poco las rodillas, pero apoyó las manos en los hombros de Samantha, cerró los ojos e hizo varias inspiraciones hasta recuperar el equilibrio.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó ella con preocupación.

Eric abrió los ojos y contempló su semblante tenso.

– Sí, pequeña

– Qué alivio. Casi me muero antes, cuando lo golpeó ese hombre horrendo. -Su tono adquirió una nota de timidez-. Para mí ha sido un honor ayudarlo, señor, y… y con gusto lo haría de nuevo.

A Eric se le heló la sangre al oír aquellas palabras. Santo Dios, si no tomaba medidas drásticas, ya se la imaginaba ataviado con una máscara y una capa y cabalgando por el bosque con un saco lleno de aquellos alfileres. Se aferró con más fuerza a sus hombros, y a duras penas logró evitar sacudirla.

– Su lealtad me deja anonadado, y puede contar con mi eterna gratitud por haberme rescatado. Pero a decir verdad, si no fuera por su interferencia, el rescate se habría llevado a cabo sin problema alguno.

Los ojos de Samantha adoptaron una expresión de sorpresa, y Eric adivinó que había dado en el blanco.

– No era mi intención…

– No importa. Su presencia me distrajo, lo cual le proporcionó al cochero la oportunidad de golpearme. Fue un error que bien podría haberme costado la vida.

Sammie abrió los ojos con expresión de horror y con un brillo que, maldita sea, se parecía mucho al de las lágrimas. Eric sintió el aguijón de la culpa por ser tan duro con ella e, incapaz de dominarse, le pasó los dedos enguantados por la mejilla.

– También podría haberle costado la vida a usted. Y yo jamás podría cargar con el sentimiento de culpa que me causaría el que usted sufriera algún daño. Quiero que me prometa que no volverá a intentar ayudarme en mi misión. Es demasiado peligroso.

– Pero…

– Prométalo, señorita Briggeham. No pienso marcharme hasta que obtenga su promesa.

Ella titubeó, y a continuación asintió rígidamente.

– Muy bien, lo prometo. Pero quiero que sepa… -alzó una mano lentamente y la posó sobre la mejilla enmascarada de él- que tiene usted toda mi admiración.

Eric sintió una oleada de calor y tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no besar ardorosamente aquella mano que olía a miel.

– Y mi más profundo afecto -agregó Samantha en voz baja.

Se quedó congelado, como si le hubieran echado un cubo de agua helada. ¿Afecto? Y no sólo un afecto cualquiera, sino el más profundo. Maldición, no quería que ella sintiera ningún profundo afecto por ningún otro hombre, ¡aunque resultara que aquel otro hombre era él!

En ese momento se reunió con ellos la señorita Barrow, y Eric hizo un esfuerzo para apartar a un lado su irracional e irritante ataque de celos.

– ¿Está bien atado su cochero? -le preguntó a la joven.

Ella lanzó una mirada de desprecio al aludido.

– Sí, señor.

– ¿Todavía desea que la ayude a escapar, señorita Barrow?

– Más que ninguna otra cosa, señor.

– En ese caso, hemos de irnos. Recoja las pertenencias que desee llevarse consigo. -Se volvió hacia Samanta-. Vaya por su montura y por el caballo que ha traído para la señorita Barrow.

Mientras ellas lo hacían, Eric fue hasta donde se encontraba Campeón, a unos metros de allí, y se cercioró de que el semental no había sufrido ningún daño. Acto seguido, regresó junto al cochero; se agachó con una mueca de dolor al notar una punzada en la cabeza y comprobó las ataduras que lo sujetaban. Una sonrisa sin humor tocó sus labios. Ciertamente, la señorita Barrow había maniatado a aquel cabrón a conciencia.

La señorita Barrow bajó del carruaje portando un maletín de viaje.

– No se mueva de ahí -le ordeno, y se volvió hacia Samantha, que en ese momento salía del follaje conduciendo dos caballos-. La señorita Barrow montará conmigo. Usted llevará el otro caballo y yo la acompañaré de vuelta al bosque, hasta cerca de su casa.

– No -protestó ella, al tiempo que aceptaba su mano para montar-. Usted debe desaparecer.

– Desapareceré en cuanto la vea a usted sana y salva de regreso en su caso. El trayecto dura más de una hora, demasiado para que lo haga usted sola, sobre todo a estas horas de la noche. No pienso discutir con usted, señorita.

Samantha lanzó un gruñido de malhumor.

– En ese caso, por lo menos llévese esto. -Le dio su redecilla-. Contiene el dinero y el pasaje para el Dama de los Mares que tenía preparados para la señorita Barrow. -Eric abrió la boca para protestar, pero ella insistió-. Por favor, cójalo. Significa mucho para mí poder ayudarla.

Él necesitó de todas sus fuerzas para no estrecharla entre sus brazos y besarla.

– Yo también había dispuesto lo necesario para la señorita Barrow. Ya que es su deseo, le entregaré el dinero, pero destruiré el pasaje; no quiero que queden pruebas que puedan conducir hasta usted. Y cuando vuelva a casa, debe asegurarse de destruir todo lo que pueda implicarla. ¿Lo ha entendido?

– Sí

– Entonces, vámonos.

Fue a grandes zancadas hasta Campeón y, después de ayudar a la señorita Barrow a montar, se subió a la silla detrás de ella. Acto seguido hizo girar el caballo y encabezó la marcha por el bosque, en dirección a la casa de Samantha.


Hubert se ajustó las gafas sobre la nariz y contuvo el impulso de propinar una patada de pura frustración a un árbol. Lo que había comenzado como una gran aventura, de algún modo se había transformado en un enorme fiasco. Basándose en la información que proporcionaba la señorita Barrow en su carta, sabía dónde se suponía que debía estar, pero no tenía ni idea de cómo llegar hasta allí.

¿Cómo era posible que hubiera perdido de vista a Sammie? La tenía a no más de diez metros de él, y al momento siguiente había desaparecido. Como si se hubiera esfumado.

Lo invadió la irritación. Maldita sea, ¿cómo iba a protegerla si no lograba dar con ella? ¿Y cómo podría abrigar esperanzas de poder descubrir la identidad del Ladrón de Novias? Tenía que encontrarla.

Continuó avanzando por aquel desconocido paraje en la dirección en que la había visto la última vez, deteniéndose a cada poco para aguzar el oído. Al cabo de casi un cuarto de hora, se detuvo en seco al oír unas débiles voces a lo lejos. Se agachó y avanzó con cautela. El corazón le dio un brinco de alivio cuando distinguió a Sammie a lomos de Azúcar. Y su alivio se convirtió en emoción cuando divisó la figura que le estaba hablando… un hombre enmascarado que sólo podía ser el célebre Ladrón de Novias.

¡Había acudido! Escrutó la zona. Junto a un carruaje vio a una mujer que seguramente era la señorita Barrow, sosteniendo un maletín de viaje. Al lado del camino se erguí un magnífico caballo negro. Basándose en lo que le había contado Sammie, dedujo que aquélla era la montura del Ladrón. Pero su euforia se transformó en consternación cuando se dio cuenta de que el grupo estaba a punto de partir. Tenía que actuar inmediatamente.

Con un ojo puesto en el Ladrón de Novias, se dirigió hacia el caballo negro. El corazón le palpitaba. Abrió la bolsa de cuero que llevaba aferrada en la mano y espolvoreó a toda prisa su contenido sobre la silla de montar, las riendas y los estribos, y acto seguido se retiró y se escondió detrás de unos tupidos arbustos.

Sintió una mezcla de frustración y euforia. ¡Ojalá tuviera un poco más de tiempo! Así habría podido vaciar los polvos en el interior de la alforja del Ladrón de Novias y abrir un pequeño orificio en el cuero para que fuera dejando un rastro que él pudiera seguir. Maldijo el fracaso de su plan original, pero por lo menos al esparcir el polvillo vería si daban resultado sus propiedades fosforescentes.

¡Y a lo mejor el Ladrón de Novias lo conducía hasta la cabaña donde había llevado a Sammie!

Segundos más tarde, el Ladrón de Novias ayudó a la señorita Barrow a montar, luego hizo lo propio detrás de ella y se internó en el bosque.

Tras cerciorarse de que no perdía de vista a Sammie, Hubert siguió al grupo. Pero se sintió desilusionado cuando al cabo de un rato se hizo evidente que se dirigían a Briggeham Manor, lo cual frustraba sus esperanzas de encontrar la cabaña del Ladrón de Novias. ¡Maldita sea! ¡Todo había salido mal! Justo antes de que el follaje diese paso al claro que conducía a su casa, el grupo hizo un alto. Hubert se acercó un poco más, sigilosamente.

– Aquí es donde nos separamos, señorita Briggeham -dijo el Ladrón de Novias con una voz grave y marcado acento-. Le doy nuevamente las gracias por su ayuda y le recuerdo la promesa que me ha hecho.

– Yo también le doy las gracias, señorita Briggeham -dijo la señorita Barrow.

– Buena suerte a los dos -contestó Sammie.

Sin pérdida de tiempo, el Ladrón de Novias hizo girar a su montura y regresó con la señorita Barrow al bosque. La oscuridad los engulló y desaparecieron de la vista.

Hubert observó que Sammie esbozaba una sonrisa, cerraba los ojos y lanzaba uno de aquellos suspiros tan largos que solían exhalar sus otras hermanas. A continuación la vio encaminarse hacia los establos.

En el instante en que ella desapareció de su campo visual, salió disparado y corrió por el prado hacia la casa. A pesar de que las cosas no estaban saliendo como había planeado, apenas podía contener su emoción por aquella aventura. ¡Realmente había visto al infame Ladrón de Novias! ¡Había oído su voz!

¿Conseguiría también, gracias a algún golpe de suerte, conocer su identidad?

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