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Del London Times:

Dado que la Brigada contra el Ladrón de Novias crece y amplía su extensiva búsqueda cada día, y que la recompensa por su cabeza ya asciende a quince mil libras, el bandido bien puede darse por muerto.


Adam Straton caminaba a paso vivo por un sendero apenas utilizado que discurría a lo largo del perímetro oeste del pueblo y que conducía al tupido bosque que marcaba el límite posterior de las vastas tierras de lord Wesley. Trataba de disfrutar del aire fresco de la mañana, pero tenía los nervios demasiado alterados por la misión que lo acuciaba.

Antes de adentrarse en el bosque, hizo una pausa para intentar acallar su conciencia.

En realidad no debería atravesar las tierras de lord Wesley, pero… Miró el ramillete de flores que aferraba en la mano e hizo una mueca; si no tomaba aquel atajo, las flores que había comprado para lady Darvin se marchitarían, por no decir que acabaría espachurrándolas. Tragó saliva y su prudencia y su sentido común se enzarzaron un poco más en la batalla que venía librando desde media hora antes, cuando compró las flores en el pueblo. De modo que respiró hondo y se internó en la espesura.

“No hay ningún motivo para visitar a lady Darvin”, exclamó su sensatez; pero su sentido común le replico: “Naturalmente que lo hay”. Eran amigos, conocidos desde hacía mucho tiempo. No existía ninguna razón para no visitarla, sobre todo después de la conversación en que ella le había revelado su profunda infelicidad. Él era sólo un amigo preocupado, deseoso de que ella se encontrase bien.

Su prudencia dio un respingo. Con que sólo un amigo preocupado. Entonces ¿por qué le palpitaba el corazón y tenía un nudo en el estómago ante la perspectiva de verla? ¿Por qué se había gastado el presupuesto para la colada semanal en rosas? ¿Y por qué la idea de que ella no fuera feliz le provocaba una necesidad abrumadora de hacerla sonreír?

“Porque, pedazo de alcornoque -le instruyó el sentido común-, estás perdidamente enamorado de ella”.

Adam hizo un alto y se mesó el pelo. Estaba muy claro que no debía hacerle ninguna visita, pero tenía que saber si se encontraba bien. Asintió con decisión; sí, su deber era visitarla. De hecho…

En ese momento un ligero movimiento le hizo volverse. Espió entre los árboles y vio a un hombre que conducía un caballo negro en dirección a los establos de lord Wesley. Se acercó un poco más para tener mejor vista y entonces lo reconoció: era Arthur Timstone, el mozo de cuadras del conde.

Sin embargo, no reconoció el caballo. Podría tratarse de un castrado pero, a juzgar por su altura y su andar fogoso, seguramente era un semental. De hecho, al observar cómo Arthur lo calmaba y lo guiaba dentro del establo, ya no le cupo duda.

El ceño le arrugó la frente. Que él supiera, lord Wesley no tenía un animal así. Por supuesto, podía haberlo adquirido recientemente.

Dio un respingo. ¿Podía ser que lord Wesley hubiera encontrado aquel animal en su afán de colaborar en el caso del Ladrón de Novias? Ciertamente, aquel caballo coincidía con la descripción de la montura del Ladrón. Sintió una oleada de emoción y se encaminó a los establos, decidido a hablar con Arthur.

Cuando llegó, ligeramente sin resuello, a la gran estructura de madera, traspuso el umbral. Su vista tardó unos momentos en adaptarse a la penumbra del interior. Los establos de Wesley eran enormes y estaban inmaculados.

– ¿Hola? -llamó, al tiempo que penetraba un poco más-. ¿Está usted ahí, Timstone?

Como respuesta sólo recibió silencio. Arthur se había ido después de dejar el caballo negro en su establo, sin duda en dirección a las cocinas en busca de algo de comer. Bueno, sólo echaría un vistazo al semental antes de proseguir hasta la casa para ver a lady Darvin. Con suerte también se encontraría allí con el conde, y él podría preguntarle por ese corcel negro.

Avanzó lentamente por el establo, fisgoneando en cada compartimiento. Al llegar al último, se detuvo. Lord Wesley poseía algunos caballos de excepcional calidad, pero entre ellos no había ningún semental negro.


El austero mayordomo de lord Wesley abrió una hoja de la doble puerta de roble macizo de Wesley Manor para atender a la llamada del magistrado.

– ¿En qué puedo servirle, señor? -le preguntó

Adam le entregó su tarjeta.

– Quisiera hablar con lord Wesley o con su hermana, por favor. Con los dos, si es posible.

– Me temo que será imposible, señor Straton, ya que han partido esta misma mañana para pasar el día en Londres.

– Entiendo. ¿Tiene idea de cuándo piensan regresar?

– No. Sin embargo, dado que el conde ha de casarse mañana a las diez, yo diría que regresarán antes de esa hora.

– Eh… sí, por supuesto. ¿Conoce usted el motivo de su viaje?

El mayordomo hizo una mueca reprobatoria ante aquella pregunta.

– Su señoría no suele dar explicaciones de sus idas y venidas a la servidumbre.

Dicho de otro modo, el sirviente no lo sabía. O no quería decirlo. Adam le entregó ramo de rosas diciendo:

– He traído estas flores para lady Darvin. Para contribuír a animarla.

El severo semblante del mayordomo se relajó por un momento al coger las rosas.

– Muy atento de su parte, señor. Me encargaré de que las reciba.

– Gracias, señor…

– Eversley, señor

– Dígame, Eversley ¿ha visto a Arthur Timstone por ahí? No estaba en las caballerizas y me gustaría hablar un momento con él.

– Si no se encuentra en las caballerizas, lo más probable es que esté comiendo en la cocina. ¿Quiere que vaya a buscarlo?

– ¿Suele regresar a las cuadras después del desayuno?

– Sí, señor

– En ese caso, no lo moleste. Volveré a los establos y le aguardaré allí.

– Muy bien, señor

Adam hizo además de marcharse, pero se detuvo.

– Una cosa más, Eversely ¿Por casualidad sabe usted si el conde posee un semental negro?

Eversley pareció sobresaltarse por aquella pregunta.

– El tema de los caballos corresponde a Timstone, señor, pero no puedo decir que recuerde haber visto nunca un animal así ni que el conde lo haya mencionado.

– Gracias, Eversley

El mayordomo asintió y cerró la puerta. Adam, ceñudo, cruzó nuevamente el cuidado prado de vuelta a los establos, decidido a esperar a Arthur Timstone. Allí pasaba algo muy extraño, y no pensaba marcharse hasta que…

De pronto oyó una voz hosca que le llamaba por su nombre. Se volvió y vio a Arthur caminando hacia él. Excelente. Iba a obtener sus respuestas antes de lo previsto.

– Buenos días, señor Straton -saludó Arthur al alcanzarlo- ¿Qué le trae por Wesley Manor?

– Tenía la intención de hacer una visita de pésame a lady Darvin, pero acaban de informarme de que ella y el conde se han ido a pasar el día en Londres

– Así es

– ¿Sabe usted cuál era el motivo del viaje? ¿O cuándo se espera que estén de vuelta?

– No lo sé con seguridad, pero supongo que el conde deseaba comprar algún obsequio para su prometida y ha pedido a lady Darvin que le ayudara. Es probable que estén en casa para la hora de la cena.

– Entiendo. También esperaba preguntar al conde si había tenido éxito en las indagaciones que está realizando para mí respecto de un semental negro -Dirigió a Arthur un sonrisa amistosa-. ¿Ha localizado ese caballo?

– No, que él haya mencionado

– ¿De veras? ¿Tal vez posee un animal de esas características?

El rostro de Arthur se contrajo en un ceño de perplejidad y se rascó la cabeza.

– ¿Un semental negro? No, señor. Lord Wesley no posee un caballo así

– ¿Un castrado negro, entonces?

– No, señor. El único caballo negro que tiene su señorío es la yegua Medianoche

Adam meneó la cabeza. El caballo que había visto no era una yegua

– ¿Puede ser que el conde esté cuidando de un semental propiedad de otra persona? Hablo del caballo que le vi a usted conducir a los establos hace media hora.

Arthur se relajó y rió suavemente.

– El conde no cuida caballos ajenos, así que debe usted de referirse a Emperador. Antes de desayunar lo he llevado a que diera un paseo. Pero le falla la vista, señor Straton; el pelaje de Emperador no es negro, sino marrón oscuro. Es fácil de confundir. El sol y las sombras han debido de jugarle una mala pasada.

– Supongo que sí

– Bien, si me disculpa, tengo mucho trabajo que hacer

El magistrado sonrió

– Por supuesto. Que tenga un buen día, Timstone

– Lo mismo le deseo, señor

Arthur se alejó en dirección a los establos

Adam entrecerró los ojos y lo observó. Aunque Timstone había estado convincente, no cabía duda de que había mentido, Pero ¿por qué? Él había visto el animal con toda claridad y ningún truco de la luz había hecho que el pelaje le cambiara de negro a marrón. Además, aquel misterioso semental negro que lord Wesley al parecer no poseía había desaparecido dentro de las caballerizas. ¿Era posible que él no lo hubiese visto? No; había sido bastante concienzudo… a no ser que hubiera un compartimiento oculto. Un compartimiento que nadie debía ver.

El corazón comenzó a palpitarle mientras todo iba encajando en su sitio. ¿Por qué iba a mentir Timstone a no ser que tuviera algo que esconder… por ejemplo, la montura del Ladrón de Novias? Pero si en efecto aquel semental negro pertenecía al Ladrón de Novias, no era posible que Arthur fuera el hombre que se ocultaba tras la máscara. No, el Ladrón de Novias era mucho más joven y fuerte…

De repente se quedó paralizado. Dios santo, ¿podía ser lord Wesley el Ladrón de Novias? Trató de descartar aquella posibilidad por ridícula, pero no pudo; casi oía como iban encajando en su mente todas las piezas del rompecabezas. Efectivamente, Wesley poseía los recursos financieros necesarios, su propiedad le proporcionaba privacidad; era un jinete experto ¿y quién iba a sospechar de él?

Recordó lo dispuesto que se había mostrado a ayudar en la investigación. ¿Era ayuda… o sabotaje? Lanzó un profundo suspiro y procuró serenarse. ¿Sería posible que el hombre que andaba buscando hubiera estado todo el tiempo prácticamente delante de sus narices? ¿Estaría tocando a su fin la investigación?

Apretó la mandíbula. Maldición, siempre le había caído bien lord Wesley. Por supuesto, le cayera bien o mal, si era el Ladrón de Novias lo llevaría ante la justicia. Apretó los puños a los costados al pensar en que Margaret iba a sufrir la pérdida de su hermano, y en que su nombre resultaría perjudicado por el escándalo. “Si su hermano terminara en la horca y su apellido quedara mancillado, yo podría consolarla, podría…”

Pero se apresuró a apartar aquel pensamiento, horrorizado de sí mismo. Jamás se valdría de su cargo de juez para perseguir sus intereses personales. Además, sin duda Margaret lo odiaría por haber detenido a su hermano. Pero había que servir a la justicia, y por tanto detener al Ladrón de Novias. Lo que necesitaba ahora era una prueba.

Volvió a mirar los establos. Vio a Timstone en la puerta, observándolo, y alzó la mano en gesto amistoso. Timstone le devolvió el saludo, y Adam se obligó a regresar por el sendero que conducía al pueblo.

Necesitaba entrar de nuevo en los establos del conde, pero bajo la mirada atenta de Timstone no podría realizar el registro que necesitaba. “Esta noche. Volveré cuando Timstone ya se haya retirado y veré si puedo encontrar ese caballo”.

Una vez tomada la decisión, sus pensamientos volaron a Samantha Briggeham ¿Tendría ella idea de que el hombre con quien estaba a punto de casarse quizás fuese el bandido más buscado de Inglaterra? Al fin y al cabo, ella había sido secuestrada por dicho hombre ¿Lo habría reconocido?

No lo sabía, pero por el cielo que iba a averiguarlo. Cuando llegó al punto donde se bifurcaba el sendero, tomó el que conducía a Briggeham Manor.


Sammie estaba sentada en su sitio acostumbrado del comedor, haciendo el esfuerzo de llevarse un tenedor a la boca. Tal vez fueran huevos lo que estaba masticando, pero no estaba segura. Su mirada se posaba alternativamente en su madre, su padre y Hubert, y lo único en que podía pensar era que a partir del día siguiente no sabía cuándo los vería de nuevo, si es que volvía a verlos.

Se le atascó un bocado en la garganta y las lágrimas asomaron a sus ojos, pero se apresuró a levantar la taza de té para ocultar su angustia. Su madre parloteaba sin parar de la boda, toda sonrisas. En ocasiones podía resultar exasperante, pero iba a echarla muchísimo de menos. Su risa, sus comentarios, sus gorjeos y sus desmayos.

A continuación posó la mirada en su padre y la inundó el afecto. Su padre, que la quería aunque a menudo no la entendiera, y que poseía más paciencia que una docena de hombres, aunque era capaz de imponerse a mamá cuando la ocasión lo requería. De niña le encantaba acurrucarse en su regazo con un libro y escucharlo leer con su voz profunda. Cuando fue un poco mayor, su padre y ella se sentaban juntos en la salita, en los mullidos cojines del diván y aplaudían con entusiasmo las canciones que interpretaban Lucille, Hermione y Emily en sus muchos conciertos familiares improvisados.

Su mente fue hacia sus hermanas, y entonces le temblaron los labios. Habían compartido tantos momentos felices, tantas risas cuando se aliaban para combatir las ideas más peregrinas de su madre, o cuando las tres bellezas intentaban bondadosamente transformar a Sammie en el cisne que no sería jamás. Y la defendían con vehemencia cuando alguien se burlaba de ella. Sintió una profunda tristeza al pensar que no iba a estar presente cuando naciera el niño de Lucille, que quizá no conocería nunca a su sobrino.

En ese momento Hubert preguntó algo a su madre y Sammie fijó la vista en su rostro serio y con gafas. La embargó un dolor desgarrador. Cielo santo, ¿cómo iba a soportar abandonar a Hubert? Lo quería desde el momento mismo en que nació y había disfrutado cada una de las etapas de su vida como una madre orgullosa. Y ahora no había más que fijarse en él: era un chico inteligente y prometedor. Le rompía el corazón pensar que no iba a poder verlo convertirse en el hombre maravilloso que estaba destinado a ser.

Por lo menos de Hubert se despediría como Dios manda. Había pensado en no confiarle sus planes, pero simplemente no pudo asumir el hecho de marcharse por las buenas. Se lo contaría todo una vez que lo tuviera todo dispuesto. Había demostrado ser capaz de guardar un secreto y confiaba en él sin reservas.

A continuación se centró precisamente en aquellos preparativos y en lo que necesitaba hacer nada más terminar de desayunar. Un viaje a Londres para adquirir el pasaje a… no estaba segura de adónde; dependía de qué barcos zarparan a la mañana siguiente. Pero antes de partir para Londres pensaba hacer una parada en Wesley Manor, pues necesitaba informar de su decisión a Eric.

Sintió una pena enorme al pensar en ver a Eric. Iba a necesitar hasta la última gota de sus fuerzas para pronunciar las palabras que lo dejarían libre… y después marcharse.

Y cuando regresara de Londres, debía reunir las pertenencias que se llevaría consigo. Una gran parte de su guardarropa estaba ya embalada para lo que todo el mundo creía iba a ser su viaje de novios, pero debía recoger sus libros, sus diarios y ciertos objetos personales inestimables.

La voz de su madre la sacó de su ensoñación.

– ¿No estás de acuerdo, querida Sammie?

Miró el rostro sonriente de su madre y trató de sonreír, pero fracasó. En lugar de eso le temblaron los labios y, para mortificación suya, le cayó un grueso lagrimón justo en la taza de té.

Los ojos de su madre se nublaron de preocupación.

– Pero cariño, ¿qué te ocurre? Oh, cielos, son los nervios previos a la boda -Se levantó y con un murmullo de muselina corrió hacia la silla de Sammie. Le rodeó los hombros con un brazo y le dijo dulcemente-: No te preocupes, todas las novias se ponen nerviosas el día antes. Pero pasado mañana… -lanzó un suspiro de felicidad- tu vida entera será diferente.

Sammie cerró con fuerza los ojos para contener las lágrimas y se reclinó contra el abrazo consolador de su madre. Ciertamente, dos días después su vida entera habría cambiado.


Provista de su vestido y calzado más cómodo, Sammie cerró la puerta principal al salir y bajó los escalones de piedra del porche, iluminados por el sol. Cuanto antes terminara la visita a Eric, tanto mejor.

Sólo había dado media docena de pasos cuando vaciló al percatarse de la figura del magistrado, que se aproximaba a ella. Se detuvo, procurando aparentar serenidad, mientras el corazón le retumbaba lo bastante fuerte como para que lo oyera todo el mundo. ¿Qué estaría haciendo allí? ¿Tendría novedades de su investigación o más preguntas? Santo Dios, ¿habría descubierto la verdad?

Cuando Straton casi la había alcanzado, Sammie esbozó una sonrisa forzada.

– Buenos días, señor Straton

– Buenos días, señorita Briggeham. ¿se disponía a salir?

Decidió que era mejor que él no estuviera al tanto de sus planes y le contestó:

– Sí, me dirijo al pueblo. Si me disculpa -Rodeó a Straton, pero éste echó a andar a su lado.

– Tengo varias preguntas que hacerle ¿Me permite que la acompañe?

Como Sammie no tenía intención de ir andando hasta el pueblo y tampoco deseaba permanecer tanto tiempo en la compañía del magistrado, se detuvo y le dedicó una sonrisa pesarosa.

– Me temo que mi madre no aprobaría que recorriera a pie una distancia tan grande con un hombre sin ir debidamente acompañada.

– Por supuesto -Straton miró alrededor e indicó un banco de piedra a escasa distancia de allí, cerca de los senderos que conducían al jardín-. Sentémonos un momento. Le prometo que no la entretendré demasiado.

Sammie contuvo el impulso de negarse y asintió con la cabeza.

Una vez estuvieron sentados, Straton le sonrió y dijo:

– Confío en que todos los preparativos para la boda de mañana estén ya finalizados.

Sammie sintió un vuelco en el estómago, pero se las arregló para devolverle la sonrisa.

– Sí, por supuesto

– Magnífico. Me alivia saber que el viaje a Londres de lord Wesley no se debe a algún problema de última hora.

La expresión de Sammie traicionó su sorpresa y consternación por aquella noticia y el juez le preguntó:

– ¿No sabía que el conde ha ido a pasar el día a Londres?

¿El día? ¿Cómo iba a hablar con él?

– No, no lo sabía

– Según su mayordomo, el conde y su hermana han partido esta mañana temprano. Abrigaba la esperanza de que tal vez usted supiera el motivo de dicho viaje.

Sammie alzó la barbilla y sostuvo la mirada inquisitiva del magistrado.

– Desde luego que no lo sé. Quizá lady Darvin haya encargado un vestido para la ceremonia o puede que lord Wesley deseara comprarme un regalo de bodas.

– Sin duda se trata de eso -convino el juez-. Dígame, señorita Briggeham, ¿alguna vez ha visitado los establos de lord Wesley?

Sammie tuvo un terrible presentimiento.

– No, sin embargo, estoy segura de que están muy bien atendidos. Conozco al mozo de cuadras, el señor Timstone, un hombre muy experto.

– ¿Alguna vez ha visto a lord Wesley montando un semental negro?

El corazón le dio un brinco. Dios mío. Apretó los labios y fingió reflexionar sobre aquel punto, y acto seguido negó con la cabeza.

– Sólo lo he visto montar un castrado marrón, un corcel muy bonito y brioso que se llama Emperador -Curvó los labios en lo que esperaba que pasara por una sonrisa inocente- Espero que algún día me deje montarlo.

Straton se limitó a asentir mientras la perforaba con su mirada perspicaz. Transcurrieron diez segundos de tenso silencio. Incapaz de soportar más aquel escrutinio, Sammie se levantó con la intención de marcharse.

– Si eso es todo, señor Straton…

– Tengo ciertas noticias en relación con el Ladrón de Novias

Sammie volvió a sentarse lentamente, con un nudo en el estómago.

– ¿De veras?

– Sí. Han salido a la luz nuevas pruebas, y estoy seguro de que voy a llevar a cabo un arresto muy pronto; probablemente dentro de las próximas veinticuatro horas.

Sammie palideció como la cera.

Los ojos del magistrado se nublaron de preocupación

– Señorita Briggeham ¿se encuentra bien? Está usted pálida

– Eh… estoy bien. Es que la noticia me ha sorprendido -Se humedeció los labios secos-. ¿Así que ha descubierto la identidad del Ladrón de Novias?

– Estamos siguiendo varias pistas prometedoras. Cuando actúe nuevamente lo apresaremos, si no antes. -Y dicho aquello se puso en pie. Miró a Sammie y le hizo una reverencia-. Bien, no quiero entretenerla más, señorita Briggeham. Disfrute del resto del día. La veré mañana en la iglesia.

Paralizada por la impresión y entumecida por el miedo, Sammie permaneció sentada en el banco, observando cómo el magistrado se alejaba en dirección al pueblo con paso lento y tranquilo, con si no tuviera ninguna preocupación en el mundo.

Cuando desapareció de la vista, obligó a sus piernas reblandecidas a ponerse en pie y a moverse con estudiada calma de regreso a la casa. Tenía que mostrar un aspecto relajado y normal por si acaso el magistrado la estaba observando desde la espesura del bosque, aguardando ver su reacción. Le bajó un escalofrío por la columna vertebral, y en efecto tuvo la sensación de tener clavada en la espalda la mirada de Straton.

Estaba claro que sospechaba de Eric, y Sammie mucho se temía que su reacción involuntaria al anuncio del inminente arresto pudiera haber confirmado sus sospechas.

Tenía que advertir a Eric. Pero ¿cómo iba a hacerlo si estaba en Londres? Además, no le cabía duda de que Straton iba a vigilarla y también a Eric. Si le enviaba una nota podrían interceptarla.

Se sujetó el estómago. ¿Qué demonios iba a hacer?


Oculto detrás de un árbol, Adam observó a la señorita Briggeham que se dirigía lentamente hacia la puerta principal de la casa. Alzó las cejas. Por lo visto, se había olvidado de su visita al pueblo.

La joven había intentado fingir indiferencia ante sus preguntas, y ciertamente tenía que reconocerle el mérito de una representación magnífica, pero había advertido más de una chispa de miedo en sus ojos. Y cuando le anunció que esperaba llevar a cabo un arresto, palideció como un fantasma.

Sí, las reacciones de la señorita Briggeham no sólo reforzaban sus sospechas en relación con lord Wesley, sino que además lo llevaban a pensar que ella sabía, o al menos lo sospechaba, que su prometido era el Ladrón de Novias. Ahora, lo único que tenía que hacer era demostrarlo.

Y ya estaba tomando forma en su cabeza un plan encaminado precisamente a tal fin.

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