A la diez de aquella noche, Eric cruzó a grandes zancadas el oscuro pasillo que llevaba a su estudio, con el único deseo de un poco de intimidad y un buen trago de coñac.
Aunque había disfrutado de la compañía de Margaret en el viaje a Londres, sintió alivio al regresar a casa, donde podía estar a solas con sus pensamientos.
Sus pensamientos. Maldición, los había tenido el día entero ocupados por Samantha: durante los trayectos de ida y vuelta en el carruaje, mientras esperaba a Margaret en el salón de costura, mientras compraba pasajes para dos personas en el Doncella del Mar, que partía para el continente la noche siguiente, de nuevo durante la reunión con su abogado, también cuando actualizó su testamento para incluir ciertas cláusulas para ella y para los hijos que nacieran del matrimonio… matrimonio que no estaba seguro de que fuera a celebrarse.
Entró en el estudio y cerró la puerta. Luego se dirigió hacia las bebidas, pero se detuvo a medio camino al ver a Arthur sentado en su sillón de costumbre y con un vaso de whisky entre sus curtidas manos.
– Tenemos que hablar -dijo Arthur en un tono que puso a Eric en estado de alerta. Señaló con la cabeza las licoreras y agregó-: Sírvase un buen trago. Va a necesitarlo.
Veinte minutos después, mientras todavía resonaba en su cabeza la inquietante información sobre la visita de Adam Straton, Eric se sirvió otra copa. De pie frente al fuego, la levantó en un brindis irónico.
– En fin, no es una noticia precisamente halagüeña.
Los ojos del hombre brillaron de preocupación.
– Es más bien todo lo contrario. Ese hombre sospecha de usted. Es como un maldito perro con un hueso, no va a dejar de husmear y presionar hasta que lo vea con la soga al cuello. Opino que debería embarcarse en un viaje largo, a algún sitio lejano.
– De hecho, ya lo he dispuesto todo a tal efecto. Con la excusa de la luna de miel, he comprado pasajes para abandonar Inglaterra después de la boda… si es que Samantha se presenta en la iglesia.
Arthur asintió despacio.
– Un plan inteligente. No es inusual que las personas de su clase social se vayan de luna de miel durante meses. Años, incluso.
– Exacto. Ya he hecho todos los preparativos necesarios, pero quisiera pedirte que vigilaras a Margaret por mí. Asegúrate de que se adapte a esta casa y de que se sienta… feliz. A no ser, por supuesto, que yo siga aquí.
– Puede contar con ello. Pero debe marcharse sea como fuere… incluso aunque la señorita Sammie lo deje plantado ante el altar. Diga que se marcha de Inglaterra para curarse el mal de amores. El motivo no importa, lo importante es que se vaya.
– No puedo hacer eso. No podría dejar que Samantha se enfrentase sola al escándalo. Si no viene a la iglesia, yo… -Se mesó el pelo y dejó escapar un profundo suspiro-. Maldita sea, no sé qué voy a hacer. Tendré que idear otro plan.
– Si no se marcha, acabará muerto -En los ojos de Arthur brillaron las lágrimas-. Y yo jamás me perdonaré por haber sido tan descuidado de pasear a Campeón de ese modo. Todo este maldito embrollo es por mi culpa.
Eric depositó la copa sobre la repisa de la chimenea y se acercó a Arthur. Se agachó en cuclillas para situarse a la altura de sus ojos y le dirigió una mirada firme al tiempo que daba un apretón en el hombro a su angustiado amigo.
– Deja de culparte. No tenías modo de saber que Straton te estaba vigilando. Yo conozco y he aceptado desde el principio las consecuencias de mis actos, y eso es lo que son: mis actos. Y pienso asumir la responsabilidad de ellos. En cuanto a Straton, puede albergar todas las sospechas que quiera, pero no puede hacer nada si no tiene pruebas. Aunque consiguiera dar con el establo de Campeón, eso no demuestra que sea yo el hombre que está buscando.
– No, pero ese cabrón podría hacerle la vida imposible. Tenemos que cerciorarnos de que no encuentre pruebas contra usted y eso quiere decir que no puede arriesgarse a efectuar otro rescate. Nunca más.
Eric asintió lentamente y a continuación esbozó lo que esperaba que pasara por una sonrisa alentadora.
– De acuerdo
Pero en su corazón sospechaba que ya era demasiado tarde.
La mañana siguiente, Eric se encontraba en un discreto habitáculo a la derecha del altar de la iglesia, consultando su reloj de bolsillo. Faltaban treinta minutos para que diera comienzo la ceremonia.
¿Se presentaría Samantha?
Con el reloj en una mano, se paseó por el reducido espacio. ¿Se presentaría? Diablos, se había hecho aquella pregunta un millar de veces desde la última vez que la vio. El hecho de que no se hubiera puesto en contacto con él ¿significaba que tenía la intención de casarse? ¿O que lo había borrado totalmente de su vida, y al diablo con el escándalo?
Oyó el murmullo de unas voces amortiguadas y abrió las cortinas de terciopelo verde para observar, sin ser visto, a los invitados que iban llegando.
Al parecer, el pueblo entero se estaba congregando en la iglesia para ver cómo el conde de Wesley convertía a Samantha Briggeham en su condesa. Escudriñó a la creciente multitud y reparó en Lydia Nordfield, sentada en un largo banco de madera flanqueada por sus hijas y sus yernos. Arthur, Eversley y una docena de miembros de su servidumbre ocupaban un banco en la parte de atrás.
Su mirada reparó en caras y nombres, y luego se detuvo en Margaret. Estaba sentada en el primer banco, con la vista fija en sus manos enguantadas y apoyadas en el regazo. El corazón le dio un vuelco: sin duda estaba pensando en su propia boda con aquel canalla de Darvin. Pensó en acercarse a ella, pero decidió dejarla a solas con sus pensamientos. Quizás el hecho de estar allí, en aquella iglesia, fuera un buen modo de exorcizar los demonios que la acosaban.
Continuó observando a los invitados, esperanzado, pero en la iglesia aún no había entrado ningún miembro de la familia de Samantha. Soltó la cortina y consultó el reloj: veintitrés minutos para el inicio de la ceremonia.
¿Se presentaría Samantha?
Adam Straton se dirigía a pie hacia la iglesia, con el corazón inquieto debido a sentimientos contradictorios y la mente hecha un torbellino. La noche pasada, después de que Arthur Timstone se encaminase a la casa, registró los establos de Wesley. El edificio parecía más largo por fuera que por dentro, de modo que concentró sus esfuerzos en la parte posterior de la estructura. Al cabo de diez minutos localizó una puerta hábilmente camuflada. La abrió y se encontró en un espacioso pesebre dotado de un ventanuco practicado en el techo. Sostuvo su linterna en alto y experimentó una sensación de triunfo: en el rincón se hallaba el magnífico caballo negro.
Ya no le quedaba ninguna duda de que lord Wesley era el Ladrón de Novias, pero necesitaba más pruebas. No tenía la intención de detenerlo sólo para dejarlo en libertad debido a falta de pruebas. Con un poco de suerte, dichas pruebas aparecerían en muy poco tiempo. Extrajo su reloj de bolsillo del chaleco y lo consultó con expresión satisfecha; en aquel momento su hombre de más confianza, Farnsworth, se encontraba registrando la casa del conde. Con Wesley Manor casi desierta mientras la mayor parte de la servidumbre asistía a la boda, era de esperar que Farnsworth hallara las pruebas necesarias.
Volvió a guardarse el reloj y apretó el paso con la mirada puesta en los invitados que entraban en la iglesia. Sí, aquel día, muy probablemente, pondría fin al caso más sorprendente y frustrante de toda su carrera, una carrera que rebosaría de nuevas posibilidades una vez que apresar al famoso Ladrón de Novias. Sin embargo, aunque no debería sentir otra cosa que triunfo, su inminente victoria le pareció hueca: Wesley le caía bien. Y amaba a Margaret. Detestaba la idea de que ella perdiera a su hermano.
Pero su deber era hacer cumplir la ley.