19

Sammie contempló con horror a su madre hábilmente desvanecida. La humillación y la vergüenza se abatieron sobre ella como piedras caídas del cielo y la aplastaron hasta dejarla casi sin respiración. Sintió el impulso de negar a gritos, de afirmar que había un malentendido, pero no había manera de refutar la evidencia. Aunque Eric y ella no hubieran sido sorprendidos en un abrazo apasionado, ninguno de los dos podía disimular su cabello y sus ropas desaliñados.

– Charles, mis sales -pidió Cordelia, agitando débilmente la mano

Eric se acercó a ella

– Me temo que su esposo no está aquí para oírla, señora, y a mí se me han acabado las sales -le dijo con sequedad-. ¿Puedo ayudarla? ¿O quizás deberíamos llamar a un médico?

Cordelia parpadeó y se incorporó a medias

– ¿Un médico? Oh, no, eso no es necesario. Me recuperaré en un momento. Ha sido un instante de debilidad por la buena noticia.

La señora Nordfield avanzó un paso y lanzó un resoplido de burla.

– ¿Buena noticia? Por Dios, Cordelia, te has vuelto loca -Dedicó a Eric y a Sammie una mirada fulminante de la cabeza a los pies-. Esto es escandaloso. Horroroso. Insultante. Completamente inadmisible.

Cordelia se puso de pie con una agilidad asombrosa para una persona que acababa de desmayarse.

– Es una buena noticia -repitió con firmeza. Acto seguido se volvió hacia Eric y le obsequió con una sonrisa tan angelical, que a Sammie casi le pareció ver un halo alrededor de su cabeza-. No tenía idea de que había decidido declararse tan pronto, milord. -Extrajo del bolsillo de su vestido un pañuelito de encaje y se lo pasó por los ojos-. Me siento muy feliz por los dos.

Siguió un minuto entero del silencio más ensordecedor que Sammie había oído jamás. Se vio invadida por una profunda mortificación y rezó para que se la tragara la tierra. Cerró los ojos con fuerza, con la esperanza de que al abrirlos aquella escena no fuera más que una horrible pesadilla. Suplicó que le cayera un rayo encima.

Una sonrisa irónica curvó los labios de la señora Nordfield.

– Se ve a las claras que has interpretado mal la situación, Cordelia.

– Por supuesto que no -replicó la aludida con un gesto airoso del pañuelo-. El conde es un hombre honorable, y no se le habría ocurrido besar a Samantha de una forma tan… vigorosa a no ser que antes se le hubiera declarado. -Sacudió el dedo índice en dirección a Eric, a modo de fingida regañina-. Desde luego ha sido una travesura por su parte no haber pedido antes la mano de Samantha a su padre, milord, pero naturalmente cuanta con nuestras bendiciones.

– No creo en absoluto que haya habido ninguna declaración -insistió la señora Nordfield al tiempo que les dirigía una mirada colectiva de desdén-. No, es obvio, que en nuestro afán de encontrar plantas que florecen de noche, sin darnos cuenta hemos topado con una cita amorosa ilícita. ¿Por qué iba el conde a declararse a estas horas de la noche? Los caballeros se declaran durante el día, convenientemente acompañados y en un lugar apropiado, como el salón. -Sus ojos adoptaron una expresión taimada-. Pero no temas, Cordelia, que salga de mí una sola palabra acerca de este escándalo.

Cordelia alzó la barbilla en un gesto de lo más regio.

– No es en absoluto un escándalo. Es una declaración. Y, por supuesto, eso será lo que contarás a todo el mundo. -Posó su mirada imperiosa en Eric-. ¿Y bien, lord Wesley? ¿Qué tiene usted que decir?

Sammie lo miró con el rabillo del ojo. Eric permanecía erguido, al parecer tranquilo, pero un músculo le vibraba en la mejilla y estaba pálido.

– La señorita Briggeham y yo vamos a casarnos -articuló con un tono que sonó a cristales rotos.

Samantha sintió una oleada de náuseas y su cerebro profirió un largo y agónico ¡NO! En sus sueños más profundos y más secretos había ansiado una propuesta así, pero no de aquella manera, por Dios, atrapada contra su voluntad. Recordó las palabras de Eric, que la quemaron como el ácido: “No me encuentro en situación de ofrecerte matrimonio. No tengo intención de casarme nunca… Jamás quisiera verme obligado a casarme”.

La sonrisa de Cordelia podría haber alumbrado el reino entero.

– Mi esposo y yo esperamos tener mañana noticias suyas respecto de los planes de la boda. -Dirigió una mirada de soslayo a la señora Nordfield-. Lydia, tú puedes ser la primera en dar la enhorabuena y desear lo mejor a su señoría y a mi hija.

El semblante desencajado de la señora Nordfield indicaba que antes preferiría tumbarse sobre un lecho de carbones encendidos. La mandíbula se le abrió y cerró varias veces, hasta que por fin dijo:

– Mi enhorabuena a los dos -Luego masculló algo para sus adentros que sonó a “por todos los diablos, maldita sea”.

Todavía sonriendo, Cordelia se volvió hacia Sammie y la agarró firmemente del brazo.

– Vámonos, Samantha.

Demasiado aturdida para discutir, Sammie permitió que su madre tirara de ella por el sendero que conducía a la casa, con la señora Nordfield a la zaga.


Eric llegó a sus establos con necesidad de dos cosas: un milagro y una botella de coñac. Por experiencia sabía que los milagros eran imposibles; por suerte, de coñac disponía en abundancia.

Cuando desmontaba, Arthur salió por la doble puerta de los establos.

– Tenemos que hablar -dijo Eric entregándole las riendas de Emperador-. Reúnete conmigo en mi estudio dentro de treinta minutos.

Cuando llegó Arthur, Eric iba ya por el segundo coñac. Después de que el criado se acomodase en su sillón favorito con un vaso de whisky, el amo le relató sucintamente la conversación de aquella tarde con el magistrado Adam Straton. Al terminar, Arthur meneó la cabeza.

– Me parece a mí que se han terminado para siempre los rescates -dijo-. Ya sabíamos que algún día tendría que dejarlo, y ahora se ha vuelto demasiado peligroso continuar. Aunque el establo de Campeón se halle oculto detrás de esas puertas falsas, un tipo agudo de verdad como Straton que esté investigando podría dar con él.

Arthur se levantó y cubrió los pocos pasos que lo separaban de Eric, que estaba apoyado contra el borde de su escritorio. Le puso en el hombro una mano curtida por el trabajo y añadió:

– Lady Margaret ya no está casada. Ha salvado a muchas mujeres y debe sentirse orgulloso de sí mismo, como lo estoy yo. Ya ha pagado su deuda. Es hora de desprenderse de ese sentimiento de culpa y dejarlo. Ahora mismo -Apretó con más fuerza-. No tengo ningún deseo de verlo ahorcado.

Eric dejó escapar una risa sin humor

– Yo tampoco quiero verme ahorcado

– Entonces está decidido -Arthur alzó su vaso a modo de brindis-. Por su retiro. Que sea próspero y duradero.

Eric no levantó su copa

– Tengo otra noticia más, aunque entre tus contactos en la familia Briggeham y la velocidad con que se desplazan los chismorreos, es posible que ya estés enterado. Samantha Briggeham va a casarse.

Arthur arrugó la frente con desconcierto

– ¿Cómo es eso? ¿La señorita Briggeham va a casarse? Bah, debe de ser otra equivocación. Me habría llegado el rumor.

– Créeme, no es ninguna equivocación

Arthur se agitó indignado

– ¿Y quién es el pelmazo que le ha propuesto ahora su padre?

Esta vez Eric sí alzó la copa

– Ese pelmazo voy a ser yo

Si la situación no fuera tan apurada, Eric se habría reído de la expresión de aturdimiento y estupefacción de Arthur.

– ¡Usted! Pero… pero… ¿cómo? ¿Por qué?

– Esta misma noche, su madre y Lydia Nordfield nos han descubierto en una postura comprometedora.

Si los ojos de Arthur se hubieran abierto más, sin duda se le habrían salido de las órbitas.

– ¿Usted se ha comprometido con la señorita Sammie?

Eric se terminó el coña de golpe

– Del todo

Arthur retrocedió hasta que sus corvas chocaron contra el sillón. A continuación se le doblaron las piernas y se desplomó con un ruido sordo, mirando fijamente a Eric con un asombro que al punto se transformó en furia.

– El diablo me lleve, ya habíamos hablado de esto mismo -gruñó-. ¿En qué demonios estaba pensando? ¿Por qué no se ha buscado una de sus viuditas o sus actrices?

– Estoy enamorado de ella

Si imaginaba que aquella declaración, pronunciada en tono calmo, iba a valerle la comprensión de Arthur, se equivocaba.

– En ese caso, debería haberse comportado de manera honorable y haberse casado primero.

Eric dejó la copia vacía sobre el escritorio con brusquedad

– ¿Y condenarla a una vida de peligros con un marido que en cualquier momento podría verse arrastrado a la horca? ¿A una vida en la que podrían considerarla sospechosa de conspiración simplemente por su relación conmigo?

– Entonces no debería haberle puesto las manos encima. Pero ya que lo ha hecho, ahora ha de hacer lo correcto y casarse con ella.

Eric clavó los ojos en el indignado Arthur y se pasó las manos por la cara con gesto de cansancio.

– Eso es lo que quiero. Más que ninguna otra cosa. Si mi situación fuera distinta, con gusto me casaría con ella y pasaría las próximas décadas fabricando herederos -Soltó una risa carente de humor-. Aunque eso ni siquiera importaría, dado que la dama no desea casarse conmigo.

– Diablos ¿Y por qué no va a querer? Cualquier mujer vendería hasta los dientes con tal de casarse con usted.

– Creo que ambos estamos de acuerdo en que Samantha no encaja precisamente en la categoría de “cualquier mujer”. Justo antes de que nos descubriera su madre, dejó bien claro que no deseaba verme más. En ningún sentido. Quiere dedicarse a sus estudios científicos y a viajar al extranjero.

– Ya no importa lo que quiera esa muchacha. Tiene que casarse con usted o será su perdición.

– Maldita sea, sí que importa lo que quiera ella. Más que nada. No debe ser obligada a contraer un matrimonio que no desea, al igual que cualquier otra mujer… -Dejó la frase sin terminar y se quedó absorto.

Arthur entrecerró los ojos

– Estoy viendo esa expresión característica que me produce escalofríos. ¿En qué está pensando?

– En que va a haber otro rescate antes de que me retire -respondió Eric muy despacio, con la mente hecha un torbellino.

Arthur se rascó la cabeza con expresión de no entender nada.

– ¿Otro rescate? Maldición, es demasiado peligroso, teniendo a Straton y a esa condenada brigada husmeando por ahí. ¿Para qué arriesgarse?

– Porque Samantha Briggeham bien vale ese riesgo

Arthur lo comprendió de repente y sus cejas desaparecieron bajo la línea de su cabello

– ¿Está loco? Limítese a casarse con ella

Eric se apartó del escritorio y comenzó a pasearse frente a Arthur.

– Piénsalo. Lo fácil, lo egoísta, sería simplemente casarse con ella, forzarla a una unión que no desea. Amarla y gozarla hasta que mi pasado me pase factura y después ir a la horca y abandonarla, a ella y quizás a algunos hijos, al desprecio de la sociedad. No puedo correr ese riesgo.

Se paró un momento delante de las ventanas y contempló la oscuridad. Apoyó la frente contra el frío cristal y cerró los ojos tratando de no pensar en los días tristes y sombríos que le aguardaban lejos de ella.

– La amo lo suficiente para dejarla marchar. El Ladrón de Novias la rescatará -El dolor lo perforó como un millar de agujas de acero y su voz descendió hasta convertirse en un ronco susurro-: la liberará de un matrimonio que no desea y le proporcionará la aventura que ella busca.

Se apartó de la ventana y se encaró con Arthur, clavando la mirada en los ojos preocupados de su viejo amigo.

– Y yo soy, o más bien el Ladrón de Novias, el único hombre que puede liberarla. Me niego a obligarla, y no puedo soportar la idea de verla en peligro. Si Straton llegara a descubrir que ella me ayudó en el transcurso de mi último rescate, la acusaría de complicidad.

– Como esposo suyo, usted podría protegerla

– Como esposo suyo, podría destrozarla.

Arthur lanzó un profundo suspiro

– Una maldita ironía, eso es todo esto.

A Eric se le hizo un nudo en la garganta. Incapaz de hablar, se limitó a asentir con un gesto. Sabía lo que tenía que hacer. Por ella. Lo dispondría todo para que viajase por Italia entera, por todo el maldito continente, si así lo deseaba. Que estableciera un laboratorio donde más le gustase. Que viviera las aventuras que siempre había ansiado vivir. Y él se encargaría de que nunca le faltase nada.

Lo único que tenía que hacer era proporcionarle el pasaje y el dinero, una tarea sencilla. Pero por el cielo que no tenía ni idea de dónde iba a sacar las fuerzas necesarias para dejarla marchar.


A las diez de la mañana siguiente, Sammie bajaba la escalera profundamente agotada pero llena de decisión. Tras haber pasado la noche sin dormir, puntuada con varios ataques inútiles de llanto, había decidido por fin lo que iba a hacer. Aunque no sentía el menor apetito, se dirigió hacia el comedor pues sabía que iba a necesitar todas sus fuerzas para la batalla que estallaría cuando hablara con sus padres.

Hubert la saludó al entrar en el comedor.

– Buenos días, Sammie. Oye, ¿te encuentras bien? Estás muy pálida

Ella forzó una sonrisa

– Estoy bien. ¿Has visto a mamá y a papá?

– Sí, están en la salita con lord Wesley

El estómago le dio un vuelco

– ¿Está aquí lord Wesley? ¿Tan temprano?

– Llegó hace más de una hora. Lo vi desde la ventana de mi dormitorio. Y debo decir que parecía bastante serio.

¡Más de una hora! Cielo santo, aquello era un desastre. Salió disparada y echó a correr por el pasillo. Pero al ver que se abría la puerta de la salita, se detuvo en seco. Entonces salió su padre, con expresión satisfecha, seguido de cerca por su madre, que parecía un gato al que acabaran de regalar un cuenco de nata y una raspa de pescado.

A continuación salió Eric. Su mirada chocó con la de Sammie, y ésta sintió que el corazón se le hacía pedazos. Estaban tan guapo, tan atrapado, y tan claramente infeliz.

– Samantha, cariño -canturreó su madre al tiempo que enlazaba su brazo en el de ella-. Qué maravilla que estés despierta. Tenemos un montón de preparativos que hacer y muy poco tiempo. No sé cómo me las voy a arreglar para organizar una boda en menos de una semana, pero…

– Precisamente quería hablar de ese tema contigo y con papá -replicó Sammie-. Pero antes quisiera hablar un momento con lord Wesley.

Cordelia chasqueó la lengua.

– Bueno, supongo que podemos dedicar unos instantes a…

– En privado, mamá

Cordelia parpadeó varias veces y acto seguido inclinó la cabeza en un gesto de lo más elegante.

– Bien, supongo que no resultará demasiado inapropiado que pases unos momentos a solas con tu fiancé. -Se volvió hacia su esposo y dijo-: Vamos, Charles. Tomaremos una taza de té mientras el conde y la futura condesa celebran su primera conversación como una pareja comprometida.

Y se alejó pasillo abajo deslizándose como si flotara, con su sumiso marido a la zaga.

Sammie se apresuró a entrar en la salita y se situó en el centro de la misma. Fijó la vista al otro lado de la ventana, con las manos fuertemente entrelazadas a la altura de la cintura, aguardando hasta que oyó entrar a Eric y cerrar la puerta. Entonces respiró hondo varias veces y se volvió para mirarlo de frente, pero se sorprendió al descubrir que se encontraba apenas a un metro de ella.

La mirada de Eric se clavó en la suya, y sintió una profunda aflicción al darse cuenta de su expresión de cansancio. La luz del sol que entraba por la ventana lo bañaba en un resplandor dorado que destacaba las huellas de fatiga que enmarcaban sus ojos y su boca. Eric se acercó aún más, saliendo del haz de luz. Le pasó suavemente un dedo por la mejilla, un gesto de ternura que casi logró que se le saltaran las lágrimas.

– ¿Estás bien? -preguntó

– En realidad, no. Siendo no haber estado levantado cuando llegaste, pero es que no te esperaba hasta esta tarde.

– No hallé motivo alguno para retrasar la reunión con tu padre. Esta misma mañana he dispuesto lo necesario para obtener una licencia especial.

– Precisamente de esas gestiones es de lo que quiero hablarte -repuso Sammie, orgullosa de que su voz sonara tan firme-. Deseo que lo canceles todo.

Una sonrisa de cansancio tocó la comisura de los labios de Eric.

– Me temo que eso es imposible, porque vamos a necesitar la licencia especial para casarnos tan precipitadamente.

Santo Dios, ¿tendría idea de lo exhausto y resignado que se le veía?

– Lo siento -murmuró ella- Lo siento muchísimo…

Él le rozó los labios con dos dedos para acallar sus palabras.

– No tienes nada de que excusarte, Samantha

– Pero tú estás muy molesto, y con toda la razón

– No por culpa tuya -La tomó por los hombros y la miró a los ojos-. En absoluto

– Bueno, pues deberías. La culpable de toda esta catástrofe soy yo.

– Al contrario, la culpa es completamente mía. No debería haberte robado tu inocencia.

– Tú no has tomado nada que yo no haya entregado libremente, que no estuviera dispuesta a darte. Y ésa es la razón por la que no puedo aceptar tu proposición.

Una arruga se formó entre las cejas de Eric

– ¿Cómo dices?

Sammie cuadró los hombros y levantó la barbilla

– Te estoy liberando de tu obligación de casarte conmigo

Eric le soltó los hombros lentamente. Sus ojos aparecían privados de toda expresión.

– Entiendo. Ni siquiera enfrentándote al escándalo social quieres casarte conmigo ¿verdad?

Sammie sintió que el corazón se le quedaba insensible al oír aquella declaración pronunciada con rotundidad. Le quemaban la garganta las palabras que pugnaban por salir, para decirle que lo amaba y que deseaba ser su mujer más que nada en el mundo, pero se obligó a no hacerlo.

– Ya dejaste bien claro cuál era tu opinión respecto del matrimonio antes de que comenzara nuestra relación

– Tú también

– Y mi opinión no ha variado. Ninguno de los dos desea casarse, sobre todo en esas circunstancias.

– Sea como fuere, me temo que nuestros actos no nos dejan alternativa

– Por eso te eximo de tu obligación. No quiero forzarte a nada

– Tus padres y yo ya hemos acordado las condiciones

– Entonces no tienes más que desacordarlas

– ¿Desacordarlas? -En su garganta surgió un gruñido de incredulidad- ¿Has pensado que tu reputación resultará arruinada de manera irreparable?

– Pienso hacer un largo viaje al continente… el viaje que siempre he deseado. Para cuando regrese, los chismorreos ya habrán desaparecido.

– Los chismorreos no desaparecerán nunca. El escándalo te perseguirá toda tu vida y alcanzará a todos los miembros de tu familia. Es evidente que no has pensado en eso. Ni tampoco en la mancha que caerá sobre mi honor si no me caso contigo.

– No será una mancha para tu honor si soy yo la que se niega.

Eric avanzó un paso y Sammie se obligó a no retroceder.

– ¿Y cuánta gente -preguntó con suavidad, en total contraste con las ardientes emociones que brillaban en sus ojos- se creería que has rechazado la oportunidad de convertirte en mi condesa? -Antes de que ella pudiera contestar, añadió-: Yo te lo diré: nadie. Por mucho que tú afirmaras lo contrario, todo el mundo pensaría que yo te deshonré y después me negué a casarme contigo.

Sammie tragó saliva.

– No… no lo había pensado de ese modo, pero por supuesto que tienes razón. Nadie creería que una mujer como yo rechazase a un hombre como tú.

Eric miró la expresión afligida de sus ojos tras las gafas y sintió que se inflamaba su cólera. “Maldita sea, un hombre como yo daría hasta el último de sus bienes por una mujer como tú. Incluído su corazón”. Sabía lo que Samantha estaba intentado hacer por él, y la amaba más por eso, pero la solución que proponía era imposible.

– Samantha, no tenemos más remedio que casarnos -Le cogió las manos y las apretó suavemente-. Ya se está extendiendo el rumor de nuestra conducta escandalosa y de nuestros próximos esponsales.

– No puede ser.

– Esta mañana me ha felicitado mi mayordomo por mi futura boda -replicó Eric con acritud.

Sammie hundió los hombros y miró el suelo

– Oh, cielos. Cuánto lo siento. En ningún momento fue mi intención que te sucediera algo así. Ni tampoco a mí. A ninguno de los dos.

Eric le alzó la barbilla hasta que ella lo miró a la cara. La derrota y la tristeza que advirtió en sus ojos casi hicieron que se le doblaran las rodillas. Le retiró de la mejilla un mechón de cabello castaño y después le tomó el rostro entre las manos.

– Samantha. Todo va a salir bien, te doy mi palabra. ¿Confías en mí?

Ella lo contempló con mirada solemne. En sus ojos brillaban las lágrimas.

– Sí, confiaré en ti.

– ¿Y aceptarás ser mi esposa?

La fugaz expresión reacia que pasó por los ojos de Samanta hirió su ego y lo abrumó un deseo inexplicable y urgente de reírse de su propia vanidad. Maldita sea, era cierto que jamás había pensado en casarse, pero tampoco había tenido en cuenta la posibilidad de que le resultase tan difícil conseguir que una mujer accediera a ser su condesa.

Por fin, Sammie asintió bruscamente con al cabeza.

– Me casaré contigo

Eric exhaló el aire que no sabía que esta conteniendo, la rodeó con los brazos y la besó con dulzura en el pelo.

– Te prometo -susurró contra su cabello suave y con aroma a miel- que todos tus sueños se harán realidad.


Eric casi había llegado a los establos de los Briggeham para recoger a Emperador y regresar a su casa cuando le hizo detenerse un Hubert sin resuello.

– Lord Wesley, ¿puedo hablar con usted, por favor?

Eric esperó a que el chico terminara de atravesar el prado a la carrera.

– ¿Qué sucede, Hubert? -le preguntó cuando el muchacho llegó jadeante.

– Acaba de decirme mi madre que Samantha y usted van a casarse. ¿Es cierto?

– Tu hermana ha accedido a ser mi esposa, efectivamente -respondió Eric con cuidado, pues no quería mentirle.

El delgado rostro de Hubert se arrugó con un ceño fruncido.

– ¿Lo sabe ella?

Eric no fingió no haber comprendido.

– No

– Debe decírselo, milord. Antes de la boda. Es justo que sepa la verdad

Tras estudiar detenidamente el semblante acalorado del chico, Eric le planteó:

– ¿Y qué pasa si, una vez que lo sepa, se niega a ser mi esposa?

Hubert reflexionó con seriedad.

– No creo que ocurra eso. Al principio se sentirá molesta, pero después de pensarlo un poco comprenderá por qué no se lo ha dicho usted antes y agradecerá que haya confíado en ella lo suficiente para revelarle su secreto antes de contraer matrimonio.

Eric sintió un escalofrío al imaginarse una Sammie de cuerpo entero aceptando su identidad como Ladrón de Novias. Dios santo, ella quería ayudarlo, compartir todas sus aventuras, seguro que desearía tener también una máscara y una capa.

Hubert se ajustó las gafas.

– Me haría feliz hablar bien de usted si surgiera la necesidad, milord. -Rascó la bota contra la hierba y añadió-: Usted sería un marido admirable para Sammie y, bueno, para mí sería un honor tenerlo como cuñado. Pero debe usted decírselo.

Eric sintió una oleada de afecto hacia aquel muchacho tan leal, y se le hizo un nudo en la garganta. Le dio una palmada en el hombro.

– No te preocupes, Hubert. Te prometo que me encargaré de todo.

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