20

Del London Times:

Se está intensificando la búsqueda del Ladrón de Novias, ya que la recompensa por su captura ha ascendido a once mil libras. La Brigada contra el Ladrón de Novias cuenta casi con seiscientos miembros, y según los informes vuelan las apuestas acerca de la probabilidad de que este bandido sea apresado antes de que finalice la semana en curso, incluso antes si intentase llevar a cabo otro rescate.


Dos días después, Sammie estaba de pie, inmóvil como una estatua, en su dormitorio iluminado por el sol mientras la costurera ponía y quitaba alfileres realizando los últimos ajustes a su vestido de novia. Llegaba hasta ella el rumor de voces femeninas, que correspondían a su madre y a sus hermanas, sentadas a lo largo del borde de su cama como su fueran un cuarteto de palomitas de colores pastel.

Hablaban de los planes para la boda, señalaban puntos donde el borde del vestido parecía desigual -lo cual les costaba miradas reprobatorias de la costurera- y sonreían a Sammie con un orgullo que indicaba que había hecho algo maravilloso, cuando en realidad había cazado a un conde y lo había obligado a casarse.

Sammie hacía oídos sordos a la animada charla, una artimaña que había perfeccionado tiempo atrás, y reprimió un suspiro. Volvió la vista al espejo de cuerpo entero y se le hizo un nudo en la garganta. El vestido era precioso, una sencilla creación en seda de color crema con mangas cortas y abullonadas. Llevaba una delicada cinta de satén marfil atada bajo el busto que descendía por la falda sin adornos. Su madre había querido un vestido mucho más espectacular, repleto de encajes y volantes, pero Sammie se negó de plano.

Se preguntó si a Eric le gustaría el vestido, y de inmediato se le sonrojaron las mejillas. Dentro de dos días iba a ser su esposa. Sintió una profunda tristeza al pensar en lo diferente y dichosa que sería aquella ocasión si él la amara y de verdad quisiera casarse con ella, en lugar de verse obligado a ello.

Pero en los dos últimos días, desde la última conversación mantenida en la salita, había comprendido que, aunque la situación no fuera una bendición del cielo, tampoco era un infierno total. Ella lo amaba. Eran amigos y compartían intereses comunes. Eric era amable y generoso, paciente e inteligente. Seguro que muchos matrimonios se basaban en mucho menos. Y el modo en que la besaba y la acariciaba…

Dejó escapar un suspiro de ensueño. Cielos, compartir su cama no iba a suponer ninguna prueba. Él no la amaba, pero ella haría todo lo posible para ser una buena esposa.

Por supuesto, ser una buena esposa conllevaba convertirse en condesa, y se le hizo un nudo en el estómago ante semejante perspectiva. Tratar de encajar en su esfera social sería como intentar meter una llave redonda en una cerradura cuadrada.

Se encogió al pensar en todas las meteduras de pata que le aguardaban, y elevó una plegaria para no avergonzar demasiado al conde. Con suerte, su madre y sus hermanas podrían instruírla un poco para evitar el desastre total. Eric se merecía ser feliz y tener una esposa de la que sentirse orgulloso, pero ella cuestionaba seriamente su capacidad para encarnar a dicha mujer. Con todo, lo intentaría. Por él. Y tal vez, con el tiempo y un milagro, la amistad que él sentía por ella florecería en algo más profundo.

Estrechó aquella esperanza contra su corazón y volvió la vista hacia el escritorio. El corazón le dio un brinco al acordarse de la nota que había ocultado en el cajón superior. La misiva había llegado aquella misma mañana y contenía una única frase escrita con una letra elegante pero obviamente masculina: “Por favor, ven al lago esta noche, a las doce”.

Se le aceleró el pulso al pensar en ver a Eric, y posó la mirada en el reloj de la repisa de la chimenea; sólo había que esperar diez horas. Pero al mirar su cama y toparse con cuatro sonrisas radiantes y orgullosas, supo que iban a ser diez horas muy largas.


A primera hora de aquella larde, lady Darvin fue a ver a Sammie. Mientras tomaban asiento en la salita, Sammie rogó por que no se notara su nerviosismo. Aunque la hermana de Eric parecía una persona de lo más agradable, se preguntó acerca del propósito de su visita. ¿Sabría lady Darvin la verdad acerca de la proposición de Eric? ¿La acusaría de haberlo atrapado para obligarlo a casarse?

Una vez que estuvieron sentadas en el diván, lady Darvin le estrechó la mano.

– Ya sé que está usted muy ocupada con los preparativos de la boda, de modo que no voy a entretenerla mucho. He venido tan sólo a ofrecerle mis mejores deseos. Me doy cuenta de que apenas nos conocemos, pero espero que eso cambie. Yo siempre he deseado tener una hermana.

Sammie sintió un profundo alivio y respondió con una sonrisa.

– Gracias, lady Darvin.

– Por favor, llámame Margaret. ¿Me permites que te llame Samantha?

– Por supuesto. Para mí es un gran honor que vayamos a ser hermanas.

– Gracias. Aunque yo ignoro lo que significa una hermana, me temo. Pero como tú ya tienes tres, podrás enseñarme todo lo que necesite saber.

– Haré lo que esté en mi mano -Y, decidida a disipar todas las preocupaciones que pudiera abrigar Margaret, añadió-: Quiero que sepas que también voy a hacer todo lo que esté en mi mano para ser una buena esposa para Eric y para que se sienta feliz y orgulloso de mí.

Una dulce sonrisa curvó los labios de Margaret.

– Ya has conseguido hacerlo feliz, y sé que se siente orgulloso de ti. Me ha hablado en términos muy entusiastas de tus experimentos y tus esperanzas de conseguir un ungüento de propiedades medicinales. Yo opino que es una empresa fascinante. Y muy encomiable. -De pronto su expresión se vio nublada por un velo de tristeza-. Ojalá hubiera tenido yo algo útil en que ocupar el tiempo cuando vivía en Cornualles. Oh, atendía el jardín y bordé cientos de pañuelos, pero nada de importancia.

Sammie experimentó un sentimiento de afecto. Esperando no pasarse de la raya, tomó una de las manos de Margaret entre las suyas.

– ¿Te gustaría aprender a fabricar la crema de miel?

En los ojos de Margaret brilló una mezcla de desconcierto y agradable sorpresa.

– ¿Crees que puedo aprenderlo?

– Naturalmente que sí. Si tienes fortaleza suficiente para bordar, podrás dominar la técnica de fabricar crema de manos en un santiamén. Según mi experiencia, la ciencia no es tan complicada como trabajar con la aguja y el hilo.

Margaret le devolvió una media sonrisa de inconfundible gratitud.

– Estoy deseando empezar con la primera lección -Observó a Sammie unos instantes y dijo-: No te imaginas lo contenta que estoy de que Eric haya seguido mi consejo.

– ¿Qué consejo es ése?

Margaret titubeó y en lugar de contestar preguntó:

– ¿Te ha hablado Eric de nuestros padres?

– No. Lo único que sé es que vuestra madre murió cuando Eric tenía quince años.

– Sí. Era muy hermosa. Y desesperadamente infeliz. -Clavó la mirada en Sammie-. Nuestro padre era un hombre avaro y egoísta. Humilló a nuestra madre con sus indiscretas aventuras amorosas y sus deudas de juego. A Eric le fijaba metas imposibles de alcanzar, y sin embargo montaba en cólera cuando rebasaba sus expectativas. En cuanto a mí, era una niña inútil, y por lo tanto me ignoraba por completo… hasta que decidió casarme con el vizconde Darvin, otro hombre avaro y egoísta que aborrecí desde el momento mismo de conocerlo.

Sammie le dio un suave apretón de manos.

– Lo siento mucho

– Yo también. Pero como los dos matrimonies que conoció Eric, el de nuestros padres y el mío, fueron tan desdichados, decidió que él no se casaría nunca. Incluso ya de niño la idea de casarse le resultaba desagradable, y cuando falleció nuestra madre juró que jamás contraería matrimonio. Aun así, cuando vi el modo en que te miraba, cuando vi lo que sentía por ti, le dije que no permitiera que aquellos dos matrimonios desgraciados destruyeran su felicidad futura. -Sus labios se curvaron en una sonrisa-. Ha seguido mi consejo, y me alegro mucho de ello. Eric aportó alegría a lo que de otro modo habría sido una infancia desgraciada para mí, y se merece toda la felicidad del mundo. Siempre ha sido un hermano maravilloso y afectuoso y estoy segura de que será el mismo tipo de marido. Y de padre.

Sammie hizo un esfuerzo por corresponder a la sonrisa de Margaret, pero las entrañas se le retorcieron con un sentimiento de culpabilidad. Se veía a todas luces que Margaret pensaba que Eric se había declarado porque de hecho deseaba tener una esposa. Qué terriblemente equivocada estaba. Y sólo ahora entendía Sammie exactamente hasta qué punto.

Dios Santo, ¡Eric había detestado la idea de casarse durante toda su vida! Iba a llevar hasta el altar su profundo sentido del honor, pero la idea de casarse tenía que resultarle una verdadera tortura.

Ahora más que nunca, Sammie aborreció la idea de haberlo atrapado.

Pero no había nada que pudiera hacer para liberarlo.


Ataviado para su último rescate con su capa y su máscara negras, Eric se encontraba a lomos de Campeón, oculto tras unos tupidos arbustos. A su alrededor cantaban los grillos y de vez en cuando se oía ulular un búho. Tenía la mirada fija en el camino, pues se negaba a mirar hacia el lago y revivir los recuerdos que le evocaba. Tenía el resto de su vida para rememorarlos… cuando Samantha se hubiera ido.

En ese instante apareció por el recodo una figura. No logró distinguir sus rasgos, pero era capaz de reconocer en cualquier parte aquella manera resuelta de andar. Conforme ella se iba acercando, se fijó en su insulso vestido de color oscuro y esbozó una media sonrisa; sólo a su Samantha se le ocurriría acudir a una cita amorosa ilícita vestida de modo tan anodino.

“Su Samantha”. Apretó los labios al tiempo que sentía un dolor sordo en el pecho. Después de aquella noche no volvería a ver a su Samantha. Por el momento, el hecho de que fuera a estar libre y a salvo le ofrecía escaso consuelo para el sufrimiento que le oprimía el corazón.

Samantha se detuvo junto al enorme sauce con la mirada fija en el agua y a la mente de Eric acudió la imagen de ella debajo de aquel mismo árbol la primera vez que la encontró en el lago. Aquel día ansiaba dolorosamente besarla, sólo una vez, convencido de que un único beso serviría para saciar su apetito. No recordaba ninguna ocasión en que hubiera estado más equivocado.

La observó durante unos segundos y se le encogieron las entrañas cuando ella ocultó brevemente la cara entre las manos. Maldición, le destrozaba verla tan infeliz. Había llegado el momento de liberarla.

Desmontó y se aproximó a ella a pie, sin hacer ruido. Samantha, sumida en sus pensamientos, no detectó su presencia hasta que lo tuvo casi a su espalda. Entonces tensó los hombros y pareció tomar aire para prepararse.

– Llega temprano, milord -dijo, y se dio la vuelta. Entonces dejó escapar una exclamación y dio un paso atrás llevándose una mano a la garganta.

Él la retuvo por el brazo.

– No tenga miedo, muchacha -susurró con su ronco acento escocés.

– No… no tengo miedo, señor. Simplemente me ha sobresaltado.

– Perdóneme. Estaba muy pensativa.

Ni siquiera la oscuridad lograba disimular la tristeza que cruzó por su semblante.

– Sí. -De pronto Samantha miró alrededor. A continuación lo agarró de la mano y tiró de él hacia el sauce para ocultarse los dos detrás de sus frondosas ramas-. ¿Qué hace aquí, señor? Es peligroso que ande por ahí, el magistrado posee información nueva…

Él le puso un dedo enguantado en los labios.

– Estoy al corriente de esa información, muchacha. No tema. -Se acercó a ella un poco más y le susurró-. Pero ahora… estaba pensando en su próxima boda.

Ella lo miró ansiosa con los ojos brillantes como dos gotas de agua.

– ¿Está enterado de mi boda?

Antes de que él respondiera, ululó un búho que asustó a Samantha y la hizo mirar frenéticamente a un lado y otro.

– Debo encontrarme aquí con mi prometido y está tan empeñado en capturarlo a usted como el magistrado. Debe marcharse enseguida.

– Fui yo quien le escribió la nota -La expresión de Samantha se trocó en sorpresa y luego en confusión. Su mano seguía aferrando la de él, que flexionó los dedos para estrechar su contacto-. Su boda… Ésa es la razón por la que estoy aquí, muchacha. Para salvarla de ella.

– ¿Salvarme…? -Sus ojos se llenaron de desconcierto, seguido de un profundo asombro al comprender súbitamente- ¿Está aquí para ayudarme a escapar?

– Le ofrezco el regalo que he ofrecido a las otras mujeres, señorita Briggeham: liberarla de un matrimonio indeseado. -Su tono se hizo más ronco-. Podrá vivir todas esas aventuras de las que me habló.

Ella abrió unos ojos como platos.

– No… no sé qué decir. He de pensarlo de manera lógica -Le soltó la mano, se apretó los dedos contra las sienes y comenzó a pasearse con paso inseguro y nervioso-. Ésta es mi oportunidad de dejarlo libre, sí. No me gusta la idea de abandonar a mi familia… pero Dios santo, lo mejor para él sería que yo desapareciera. Es el mejor regalo que podría hacerle.

Bajo la máscara, Eric arrugó el entrecejo.

– Es a usted a quien pretendo liberar, muchacha.

Samantha se detuvo delante de él.

– Lo entiendo. Pero de hecho es a lord Wesley a quien va a dejar libre.

– ¿De qué está hablando?

Samantha bajó la vista y respondió:

– Wesley va a casarme conmigo sólo porque las normas sociales así lo exigen.

– Se ha comprometido con usted -replicó Eric con aspereza.

Samantha levantó el rostro.

– Él no ha hecho nada que yo no quisiera… nada que yo no le haya pedido que hiciese -dijo con firmeza-. Y no obstante va a cargar con todas las consecuencias viéndose obligado a contraer un matrimonio que no desea.

– Y que tampoco desea usted -replicó él y aguardó a que ella lo confirmara.

Pero en lugar de eso, vio brillar detrás de sus gafas algo que se parecía mucho a las lágrimas. Con los labios apretados, Samantha desvió la mirada.

– ¿Qué le hace pensar eso? En realidad no sé por qué está usted aquí. En ningún momento imaginé que intentaría rescatarme de nuevo, ya que usted sólo socorre a novias que no quieren casarse.

Eric se sintió aguijoneado por un extraño sentimiento que no supo definir. Le tocó la barbilla con los dedos enguantados y la obligó suavemente a mirarlo de nuevo a los ojos.

– Aquella primera noche, usted me dijo que no se casaría jamás. ¿Ha cambiado de opinión desde entonces?

Una lágrima solitaria resbaló por su mejilla

– Me temo que sí

Eric fue presa de la confusión.

– ¿Está diciendo que efectivamente desea casarse con el conde?

– Más que nada en el mundo

Diablos, tal vez había habido en su vida un momento de mayor sorpresa que éste, pero tendrían que torturarlo para que recordara cuál.

– Pero ¿por qué?

– Porque lo amo

El tiempo pareció detenerse, así como su respiración y los latidos de su corazón. Aquellas palabras resonaron en su cerebro como el eco en el interior de una cueva. “Lo amo. Lo amo”.

Cielos, no creía poder sentir mayor sorpresa que cuando ella dijo que quería casarse con él, pero aquello… aquello lo golpeó como si le hubieran asestado un puñetazo. Maldición, de hecho sintió la apremiante necesidad de sentarse. Pero antes tenía que aclarar unas cuantas cosas.

La agarró por los hombros y la increpó:

– Usted ama al conde -Gracias a Dios se acordó de usar su ronco acento escocés.

– Completamente

– Y desea casarse con él

– Con desesperación

Eric sintió un estallido de alegría que lo sacudió de la cabeza a los pies

– Pero -apuntó ella- él no desea casarse conmigo. Va a hacerlo únicamente porque es su deber. Para salvar mi reputación. Es bueno, decente, honrado… -Sus labios se curvaron en una media sonrisa de tristeza-. Ésos son sólo algunos de los motivos que me hacen quererlo tanto. -Respiró hondo y después afirmó con un único pero decisivo gesto de cabeza- Yo habría hecho lo indecible para que fuese feliz, para ser una buena esposa, pero usted, inesperadamente, me ofrece la oportunidad de dejarlo libre. -Le recorrió un escalofrío y bajó la voz hasta convertirla en un pesaroso susurro-: Aunque se me rompa el corazón, lo amo lo suficiente como para dejarlo marchar.

Eric no pudo hacer otra cosa que mirarla sin pestañear mientras un sinfín de emociones lo asaeteaban por todas partes, como un pelotón de soldados armados con bayonetas tendiéndole una emboscada. La enormidad de aquellas palabras, de lo que Samantha estaba dispuesta a sacrificar por él -su familia, toda su existencia-, lo dejó tan anonadado que comenzó a temblar. Estaba abrumado.

– Samantha -susurró por encima del nudo que le atenazaba la garganta-. Dios, Samantha… -El nombre terminó en un gemido, y entonces la tomó entre sus brazos y la besó con toda la pasión y todo el deseo que laceraban su cuerpo.

Ella dejó escapar una exclamación ahogada cuando Eric abrió los labios y su lengua tomó posesión de aquella boca con exigencia y desesperación. La estrechó con fuerza y ella se fundió en su abrazo con un grave gemido, devolviendo sus besos con la misma urgencia y Eric sintió que se le aceleraba la sangre en las venas.

“Mía. Mía. Mía”

No existía nada excepto ella… la mujer que tenía entre sus brazos, la mujer a la que amaba tanto que temblaba de amor.

La mujer que lo amaba a él.

Se apartó y le acarició el rostro… aquel rostro singular e imperfecto que lo había cautivado y fascinado desde el principio.

Samantha abrió los ojos lentamente y de pronto sus miradas se encontraron. Ella parpadeó varias veces y frunció el entrecejo. Muy despacio, alzó una mano y le tocó el rostro. Aquel rostro enmascarado.

En ese instante Eric recobró la condura y se acordó de dónde estaba y de quién era.

¡Maldición! ¿En qué estaba pensando? Obviamente, no estaba pensando. Pero ¿en qué diablos estaría pensando ella, besando así a otro hombre, según después de haber confesado que lo amaba a él?

La soltó como si quemase y rápidamente retrocedió dos pasos.

– Perdóneme -dijo con voz grave- no sé qué me ha pasado.

Samantha se limitó a mirarlo fijamente, con los ojos agrandados por la impresión, pero de algún modo consiguió parecer inmóvil como una estatua y al mismo tiempo inerte y laxa.

Eric tomó aire, esperaba un estallido de ira, una andanada de improperios, pero ella sólo lo miraba mientras le resbalaban las lágrimas por las mejillas y susurró una única palabra.

– Eric.

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