Eric se paseaba por el habitáculo igual que un animal enjaulado, con el corazón cada vez más pesaroso.
Samantha se retraba ya diez minutos.
No podía soportar mirar de nuevo el reloj, no podía soportar contemplar aquella esfera burlona.
En ese momento se abrieron las cortinas de terciopelo y se volvió bruscamente. Era el vicario, que acudía nervioso a verlo.
– ¿Ha llegado ya? -quiso saber Eric
– No, milord -El hombre extrajo un pañuelo de los pliegues de sus voluminosas vestiduras y se secó la frente sudorosa.
Eric enarcó una ceja.
– En ese caso -dijo en un tono cuidadosamente controlado-, sugiero que se mantenga atento y me avise en cuanto llegue.
El vicario asintió con un gesto que le sacudió la papada.
– Sí, milord -dijo antes de salir por la cortina.
Nuevamente a solar, Eric cerró los ojos, derrotado por la desolación. Samantha no iba a venir. No quería. Prefería el escándalo antes que casarse con él.
Maldición, aquello le dolía profundamente, como nunca antes le había dolido anda. Y también le enfurecía, porque ella ni siquiera había tenido la cortesía de comunicarle su decisión. Si no pensaba casarse con él, bien podía habérselo dicho a la cara. Y si no quería acudir allí a decírselo, entonces él iría a buscarla y la obligaría a que lo dijera.
Se volvió para salir, pero antes de que pudiera hacerlo, la pesada cortina de terciopelo se abrió y apareció el rostro del vicario.
– Ha llegado la señorita Briggeham, milord. Sin embargo, insiste en hablar con usted en privado… antes de la ceremonia. Es de lo más irregular. -El vicario apretó los labios en un gesto reprobatorio-. Le está esperando en mi despacho.
Sammie estaba paseándose por la gastada alfombra del pequeño despacho del vicario, situado junto al vestíbulo. Cuando llamaron a la puerta, dijo:
– Adelante
Eric entró y cerró la puerta con suavidad. Los ojos de ambos se encontraron y Sammie se quedó sin respiración. Vestido para la boda, desde la corbata de lazo perfectamente anudada, la camisa de un blanco níveo, el chaleco color crema, hasta la chaqueta Devonshire marrón y los pantalones beige, era sencillamente el hombre más apuesto que había visto nunca. Y durante un breve e increíble instante le había pertenecido a ella.
– Gracias por venir -le dijo-. Tenemos que hablar
Él se recostó contra la puerta y la contempló con los ojos entornados.
– Te has retrasado
– Lo siento. Hay muchos detalles que atender cuando una ésta punto de irse de cada para siempre.
Eric cerró los ojos musitando algo parecido a “gracias a Dios”.
– Tenía que despedirme de Hubert -prosiguió Sammie con un toque de emoción al pronunciar el nombre-. No podía marcharme sin explicarle las cosas.
Eric se acercó a ella y la recorrió lentamente con la mirada de la cabeza a los pies. Luego la miró a los ojos con una expresión que acaloró a Sammie.
– Estás preciosa
Ella se ruborizó y bajó la mirada hacia el traje de novia
– Gracias a ti. El vestido es maravilloso
Eric le levantó el rostro con los dedos
– Sí, pero me refería a la novia que lo lleva puesto.
La sinceridad en su voz y en sus ojos le provocó el impulso de rodearlo con los brazos y fingir que no existía ningún obstáculo entre ellos; pero le quedaba poco tiempo y con tantas cosas que tenía que decirle no podía perder ni un minuto más.
De modo que respiró hondo con decisión y le dijo:
– No estoy aquí para convertirme en una novia, Eric. En realidad he venido para liberarte de tu obligación de casarte conmigo. Lo tengo todo preparado para marcharse al extranjero, a vivir mi propia vida. Ya no tienes necesidad de preocuparte por mi bienestar.
La mano de Eric resbaló despacio de su barbilla y sus ojos se vaciaron de toda expresión.
– Entiendo
Sammie le agarró el brazo y le dio una sacudida.
– No, no lo entiendes. Quise haber hablado contigo ayer, pero no me atreví. Eric, Adam Straton sabe quién eres. Ayer vino a mi casa y me interrogó. -Le refirió a toda prisa su conversación con el magistrado- Lo sabe, Eric. Va a detenerte y a encargase de que te ahorquen. -Se le quebró la voz y las lágrimas afloraron a sus ojos-. Debes aprovechar esta oportunidad para escapar, ahora mismo, inmediatamente. Yo distraeré todo lo que pueda al vicario y a los invitados para que les lleves una buena ventaja. Tengo el terrible presentimiento de que no hay tiempo que perder.
Eric la sujetó por los hombros.
– Samantha, no puedo abandonarte aquí.
– Sí que puedes. Cuentas con mi bendición.
– Entonces déjame que lo exprese de otra forma: no pienso abandonarte aquí.
Desesperada, Sammie lo aferró por la chaqueta.
– Tienes que irte. Por favor. Puedo hacer frente al escándalo, al ridículo e incluso al desprecio, pero no puedo hacer frente al hecho de que te capturen. -Las lágrimas ya resbalaban por sus mejillas-. No podría soportar verte morir.
– Entonces cásate conmigo. Y nos iremos juntos. Ya está todo dispuesto -Le tomó la cara entre las manos y le clavó una mirada intensa-. No quiero vivir sin ti, Samantha. Quiero compartir mi vida, mi nueva vida conforme a la ley, contigo. Podemos continuar ofreciendo a las mujeres libertad para elegir, pero lo haremos juntos, legalmente, utilizando canales financieros. Crearemos un fondo de algún tipo, lo que decidamos. Juntos.
A Sammie la abandonó su capacidad de hablar, incluso de respirar, y simplemente se lo quedó mirando, tratando de asimilar aquello. “No quiero vivir sin ti”.
Eric inclinó la cabeza y apoyó la frente en la de ella.
– Te quiero, Samantha, te quiero tanto que me produce dolor. -Alzó la cabeza y le dirigió una mirada profunda-. Todas esas cosas que creía no desear… el matrimonio, una familia… cosas que creía que no podría tener nunca… El amor ha cambiado todo eso. Tú lo has cambiado todo. Quiero que seas mi esposa, mi amante, la madre de mis hijos. Sé que existe el riesgo de que me detengan, pero podemos salir de Inglaterra inmediatamente después de la ceremonia.
Sammie intentó humedecerse los labios resecos con una lengua igual de reseca, pero fracasó penosamente.
– Repítelo -logró articular
– Podemos salir de Inglaterra…
Le puso un dedo en los labios.
– Eso no. La parte de “te quiero, Samantha”.
Eric tomó la mano que lo había silenciado y depositó un beso en la palma al tiempo que perforaba a Sammie con la mirada.
– Te quiero -A continuación se llevó aquella mano al pecho y Sammie sintió el fuerte retumbar de su corazón-. ¿Lo notas? Está latiendo por ti. Si me aceptas, me harás el hombre más feliz del mundo. Si no… -apretó la mano con más fuerza- aquí quedará solamente un hueco vacío. Mi corazón te pertenece; puedes tomarlo… o romperlo. Toda mujer se merece elegir. La decisión es tuya.
Sammie lo miró fijamente. Su corazón latía con tanta fuerza que el pulso le martilleaba en las sienes. Él la amaba. Amaba la insulsa, rara y excéntrica Sammie. Imposible. Debía de estar trastornado. O ebrio. Olfateó discretamente, pero no notó olor a alcohol; tan sólo percibió su aroma limpio, masculino, cálida. Y no había duda de la sinceridad que se leía en su mirada, ni del amor que ardía en sus ojos oscuros.
Con todo, sólo por si acaso el pobre no estuviera en sus cabales, se sintió empujada a señalar:
– ¿Te das cuenta de que sería una condesa horrible?
– No. Serás una condena encantadora. Cautivadora, cariñosa, cuerda y comedida. Llena de coraje -Le acarició suavemente la mejilla con los dedos-. Cuántas palabras con c para describir a mi extraordinaria Samantha.
Ella tuvo que afianzar las rodillas para permanecer erguida y trató de pensar con claridad, pero el hecho de que Eric la amara desafiaba toda lógica. Antes de empezar siquiera a dominar sus dispersas emociones, sonó un golpe en la puerta.
Ambos se volvieron
– Entre -dijo Eric
Era el vicario, que alternó su mirada interrogante entre el uno y el otro
– ¿Podemos comenzar ya? -quiso saber
Eric se volvió hacia Samantha, y los dos se miraron a los ojos. No dijo nada, sólo se limitó a mirarla, aguardando, permitiéndole escoger, rezando para que lo aceptara.
Entonces, con sus ojos fijos en los de Eric, Sammie respondió al vicario:
– Sí, podemos comenzar
Eric experimentó una profunda sensación de alegría y euforia. Samantha y él iban a estar juntos… como marido y mujer
Todo iba a salir a la perfección.
Farnsworth, el hombre de más confianza del magistrado, se deslizó en el dormitorio del conde de Wesley y cerró la puerta sin hacer ruido. Paseó la mirada por la espaciosa y lujosa habitación y se dirigió a toda prisa al escritorio de cerezo situado junto a la ventana. Con suerte encontraría algo allí. El registro efectuado en el estudio privado del conde y en la biblioteca no había dado resultado y el tiempo se estaba acabando.
Examinó los cajones, pero no halló nada. Acto seguido se puso en cuclillas y pasó las manos ligeramente por la madera brillante. Entonces, detrás de una de las patas, sus dedos toparon con una manecilla redonda. Casi sin atreverse a respirar, la hizo girar. Sonó un leve chasquido y se abrió un compartimiento secreto. Algo blando le cayó en la palma de la mano.
Sacó la mano y se quedó mirando una máscara de seda negra.
Experimentó una abrumadora sensación de triunfo. Aquélla era justamente la prueba que necesitaba el magistrado.