Del London Times:
La Brigada contra el Ladrón de Novias cuenta ya casi con quinientos miembros, y el precio que ponen a la cabeza del bandido ha aumentado a diez mil libras. A estas alturas, no existe un solo lugar de Inglaterra donde pueda esconderse. Ciertamente, sus días están contados.
A la mañana siguientes, antes de reunirse con sus padres y con Hubert en la salita del desayuno, Sammie se miró en el espejo de cuerpo entero de su dormitorio.
¿Cómo era posible que tuviera el mismo aspecto cuando todo había cambiado completa e irrevocablemente? ¿Cómo podía ser que todas las cosas extraordinarias que estaba sintiendo no se reflejaran en el exterior, salvo quizás el color que le teñía las mejillas?
Se rodeó con los brazos y cerró los ojos para permitir que acudieran a ella los recuerdos de la noche anterior. Ni en sus sueños más audaces hubiese imaginado las intimidades que habían compartido Eric y ella, primero en el lago y luego en la cabaña. La sensación indescriptible de yacer desnuda frente a un hombre que exploraba lentamente su cuerpo con las manos y los labios, despertándole una pasión que jamás se había sentido capaz de experimentar.
Y luego la increíble belleza de explorar a su vez el cuerpo desnudo de él, reclinado delante del fuego, cuyo resplandor iluminaba un fascinante despliegue de planos y músculos masculinos. Caricias sin fin y susurros mientras él le enseñaba cómo darle placer y descubría lo que le daba placer a ella. Besos largos, profundos y lentos, que le llegaban al alma. Ciertamente había sido la aventura de su vida… y mucho más.
Abrió los ojos y contempló a la mujer anodina que reflejaba el espejo ¿Qué había visto Eric en ella? La noche anterior la había adorado como si fuera una reina y sin embargo era innegable que un hombre como él podía tener la mujer que quisiese. Pero, por increíble que fuera, la deseaba a ella.
¿Durante cuánto tiempo?
“No pienses en eso”, le advirtió el corazón, pero su cerebro rehusó escuchar. Sería una necedad creer que podría mantener interesado a Eric durante mucho tiempo. ¿Cuánto tardaría en cansarse de ella? ¿Una semana? ¿Un mes? Sintió una aguda punzada al pensar en la posibilidad de separarse de él, de no volver a verlo nunca. O peor: de verlo y tener que fingir que entre ellos no había ocurrido nada; saber que él disfrutaba con otra mujer de las intimidades que había compartido con ella.
Le invadió una oleada de celos impotentes ante la idea de que él acariciara a otra mujer… o de que alguien más lo tocase, lo excitase, le diese placer. Se sujetó el estómago y luchó por reprimir las lágrimas que le quemaban los ojos, en un valiente intento de disipar aquel pensamiento antes de que el corazón se le partiera en dos. “Eres una tonta. Se suponía que esto iba a ser una aventura, y mira lo que has hecho: te has enamorado de él”.
¿Por qué no había reparado antes en algo tan desastroso? ¿Por qué no se había preparado? ¿Por qué no se le había ocurrido que podría perder el corazón por él? No sólo poseía cada uno de los rasgos que ella admiraba en una persona, sino que además llenaba todos los rincones de su mente de fantasías románticas que ella debería desechar por ridículas e ilógicas, pero en cambio la inundaban de… amor.
Un extraño sonido surgió de su garganta, y cubrió los escasos metros que la separaban de su escritorio con paso inseguro antes de dejarse caer en la dura silla de madera. Intentó desoír su voz interior, pero fue en vano: lo amaba. Lo amaba sin remedio, sin esperanza. Había una palabra que describía cómo quedaría ella cuando terminara la relación entre ambos: destrozada.
Él pasaría a la mujer siguiente, y ella se quedaría sin nada excepto los recuerdos, porque no concebía tomar jamás otro amante; su alma y su corazón pertenecían a Eric.
Se incorporó y comenzó a pasear por la habitación. Cuanto más tiempo permitiera que continuase su relación con Eric, más intenso sería su sufrimiento cuando ésta terminara. Sabía con dolorosa certeza que lo único que haría sería enamorarse más de él y no podría ocultarlo porque no era buena actriz.
Se detuvo y ocultó la cara entre las manos. Santo Dios, qué humillante sería que él supiera… que la compadeciera por aquellos sentimientos sin esperanza. Pero ¿qué otra cosa podía hacer salvo compadecerla? No había posibilidad de que él correspondiera aquellos sentimientos; tal vez la tratara con amabilidad o le profesara cierto afecto, pero nunca se enamoraría de ella, nunca querría desposarla y pasar el resto de su vida a su lado. Recordó lo que él había dicho: “No tengo intención de casarme nunca”.
Ella tampoco sentía deseos de casarse, una decisión que hasta entonces le había resultado muy fácil mantener. ¿Por qué iba a querer pasar toda la vida con un hombre que no respetara su dedicación al estudio científico? Abrigaba la esperanza de hacer algún día una aportación importante a la medicina con su crema de miel, cosa que Eric sí respetaba. Ahora, por primera vez, caía en la cuentea de que no tenía que renunciar a sus sueños para satisfacer a un hombre.
Pero el hombre al que ella quería había dejado bien clara su aversión al matrimonio. ¿Por qué tenía una opinión tan terca al respecto? Sacudió la cabeza. Aunque sentía curiosidad, al final los motivos de él no importaban. No deseaba casarse y ya está. Y aun cuando algún día cambiara de idea, por supuesto escogería una esposa joven y bonita perteneciente a la aristocracia.
Su sentido común le decía que pusiera fin a la relación. De inmediato. Antes de arriesgar más el corazón. Pero éste se rebelaba y la instaba a aferrarse con uñas y dientes al tiempo que pudiera conservar a Eric consigo, y disfrutarlo mientras durase. Tenía una vida entera para remendar su corazón.
Quizás. Con todo, sospechaba que el corazón no se le curaría nunca. Y que nunca podría soportar que Eric la compadeciese. Y que nunca lograría esconder lo que sentía por él. Por su propio bien, para evitar enamorarse de él de un modo del que no podría recuperarse jamás, tenía que poner fin a la relación.
Aún así, se le hacía imposible la idea de no verlo más. Necesitaba abrazarlo, tocarlo, al menos una vez más, para acumular los recuerdos que tendrían que durarle todas las noches vacías y solitarias que la esperaban. Habían acordado reunirse aquella noche, a las once, en la verja del jardín, para después dirigirse a la cabaña de él. Lo abrazaría una vez más y luego rezaría para encontrar las fuerzas necesarias para dejarlo marchar.
Eric estaba de pie frente a las ventanas de su estudio privado, tomando su café matinal. Su mirada vagó hasta el reloj situado en la chimenea y una sonrisa irónica curvó sus labios. Habían pasado exactamente tres minutos desde la última vez que había consultado la hora.
Catorce horas para volver a Samantha de nuevo. No, en realidad eran catorce horas y treinta y siete minutos. ¿Cómo demonios iba a hacer para ocupar el tiempo? Echó un vistazo a su escritorio; había una docena de cartas que requerían su atención, al igual que las cuentas de su propiedad de Norfolk.
Lanzó un largo suspiro de frustración. Por mucho que intentara enfrascarse en el trabajo, nada lograría borrar los recuerdos de la noche anterior: la sensación de tener a Samantha debajo de él, encima de él, enroscada alrededor de él; su nombre pronunciado por ella en el momento de alcanzar el clímax entre sus brazos, descubrir los fascinantes secretos de su cuerpo, el asombro con que ella exploraba el suyo, aquella candente intensidad aplacada por las risas.
Ninguno de sus encuentros sexuales anteriores le había preparado para lo experimentado con Samantha. Jamás había sentido aquel abrumador impulso de proteger a una mujer, aquella ternura que le dolía en el pecho, aquel afilado deseo de saberlo todo de ella, tanto de su cuerpo como de su mente; aquella acuciante necesidad de complacerla en todos los sentidos, de estrecharla contra sí y simplemente no soltarla más.
Apuró el último sorbo de café y dejó la taza de porcelana sobre el escritorio. Después se presionó las sienes en un vano intento de aliviar los turbadores sentimientos que lo asaltaban. Maldición, se sentía nervioso y, al mismo tiempo, extrañamente vulnerable. Y eso no le gustaba nada. ¿Cómo se las había arreglado Samantha -ingenua en los caminos del amor- para excitarlo y cautivarlo como jamás lo había conseguido ninguna mujer experimentada? ¿Por qué la noche anterior no estaba resultando como todas las noches que había pasado en brazos de una amante: placentera mientras duró, pero totalmente olvidable una vez consumado el acto?
Se le ocurrieron una docena de palabras para describir la noche anterior, pero “olvidable” no era ninguna de ellas. Soltó una amarga risita al recordar que menos de dos semanas antes había imaginado que podría ver a Samantha Briggeham una vez más y luego olvidarse de ella. ¡Qué broma tan cruel! Ya antes de hacerle el amor no había podido apartarla de sus pensamientos y ahora ocupaba todos los rincones de su mente.
¿Olvidarse de ella? ¿Cómo abrigar semejante esperanza cuando tenía su tacto, su olor, grabados de manera indeleble en el cerebro? Y temía que en más lugares también; era como si le hubiera escrito su nombre a fuego en el corazón, y en el alma. Resultaba inquietante.
Aquel deseo, aquella necesidad de tenerla suponía una prueba dolorosa para su autocontrol, una faceta de sí mismo de la que siempre se había enorgullecido. La noche anterior había hecho un esfuerzo hercúleo para no derramar su simiente en ella. A decir verdad, apenas había conseguido retirarse a tiempo.
Sintió que se le retorcían las entrañas y se maldijo mentalmente. ¿Cómo había permitido que la relación llegase a aquel punto? ¿Por qué había perseguido algo que era totalmente imposible? “Porque eres un maldito egoísta y no podías quitarle las manos de encima”. Por mucho que aquello lo avergonzara, no podía negar la verdad que le anunciaba su vocecilla interior. Y sólo existía un modo de reparar lo que su egoísmo había dañado.
Tendría que poner fin a la relación.
Todo su ser elevó un grito de protesta, y juraría que su corazón había clamado: “¡No!”. Pero, maldita sea, todos aquellos… sentimientos, aquellas sensaciones dulces y tiernas que Samantha generaba en él lo inquietaban sobremanera. Lo asustaban. No podía ofrecerle el futuro que ella merecía. Ciertamente, era posible que una relación a largo plazo con él supusiera un peligro para Samantha.
Su relación tarde o temprano tendría que terminar. Por el bien de los dos, necesitaba que fuera más bien temprano.
Pero Dios, todavía no.
Tenía que verla de nuevo, una vez más, para memorizar cada una de sus miradas, su contacto, cada centímetro de ella; porque sabía, en su imprevisto agitado fuero interno, que nunca conocería a otra mujer como Samantha Briggeham.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por unos golpes en la puerta del estudio.
– Adelante.
Entró Eversley, con su rostro de mayordomo, por lo general impasible, iluminado por una animación inusual.
– Tiene una visita, milord.
El corazón le dio un brinco. ¿Había venido a verlo Samantha? Hizo un esfuerzo por conservar un tono sin inflexiones y preguntó:
– ¿De quién se trata?
En los ojos de Eversley destelló un brillo inconfundible.
– Es lady Darvin, milord.
En ese momento apareció detrás de Eversley su hermana Margaret, el rostro enmarcado por su hermoso cabello negro perfectamente peinado. Mostraba signos de fatiga y tensión, y las lágrimas afloraban a sus ojos oscuros, unos ojos exactamente iguales a los de él. Eric clavó la mirada en ellos y sintió alivio al no encontrar sufrimiento, aunque resultaba dolorosamente obvio que su hermana continua sufriendo una sensación de acoso y una penosa inseguridad en sí misma.
Le tembló el labio inferior cuando dijo:
– Hola, Eric. Gracias por…
Él se acercó en tres grandes zancadas y la estrechó contra sí en un fuerte abrazo que ya no le permitió seguir hablando. Ella le pasó los brazos por la cintura y, con los puños apretados contra su espalda, hundió el rostro en su hombro. Bruscos estremecimientos sacudieron su cuerpo, y Eric la estrechó con más fuerza, preparado para pasar todo el día así y absorber sus lágrimas si eso era lo que necesitaba Margaret.
Se le hizo un nudo en la garganta y maldijo su incapacidad para absorber también su sufrimiento. Maldición, Margaret parecía pequeña y frágil en sus brazos, y sin embargo él sabía que poseía una sólida fortaleza interior.
Hizo una seña a Eversley, que se retiró con discreción. En el momento en que se cerró la puerta, Eric apoyó una mejilla contra el suave cabello de su hermana; entonces esbozó una sonrisa: todavía olía a rosas. Siempre había olido así, incluso cuando era pequeña. Incluso a la edad de diez años, en una ocasión en que se escapó del ojo atento de su institutriz y anduvo jugando en el barro hasta que regresó a casa terriblemente sucia y mojada, por Dios que seguía oliendo a rosas.
Al cabo, los estremecimientos fueron cediendo. Margaret alzó la cabeza y miró a su hermano a través de sus pestañas húmedas. La triste desolación que ensombrecía sus ojos oprimió el corazón de Eric, que juró hacer desaparecer aquella expresión.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó en voz queda.
Ella asintió lentamente.
– Lamento haberme derrumbado así. Es que he sentido una gran alegría al verte y por estar aquí.
Él le depositó un breve beso en la frente.
– No tienes idea de lo estupendo que es tenerte aquí. Éste es tu hogar, Margaret, puedes quedarte todo el tiempo que quieras -Le obsequió con una sonrisa-. Ha estado muy solitario sin ti.
Ella no le devolvió la sonrisa y Eric sintió un vuelco en el estómago: su hermana ya no era la niña risueña y de ojos luminosos que él había conocido en su juventud. Maldijo a su padre para sus adentros y también al hombre con el que la había obligado a casarse, por haberle robado la alegría y las risas. “Por Dios que voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que no vuelvas a estar triste nunca más”.
– Éste es tu hogar, Eric -repuso Margaret- y yo me siento agradecida por tu generosidad.
– No es ningún esfuerzo disfrutar de la compañía de mi hermana favorita.
Ella no sonrió, pero Eric creyó ver una tenue chispa de diversión en sus ojos.
– Soy tu única hermana
– Ah, pero si tuviera una docena seguirías siendo mi favorita.
En vez de la carcajada que esperaba oír, Margaret se apartó de sus brazos y fue hasta la ventana para contemplar el florido jardín.
– Se me había olvidado que esto es… precioso.
Eric apretó los puños. Su tono de voz le conmovió. Hizo un esfuerzo por sonar desenfadado y le propuso:
– ¿Te apetece dar un paseo por los jardines y así te pongo al día de todas las noticias de por aquí? Luego, por la tarde, a lo mejor quieres acompañarme a hacer una visita.
Ella se volvió a mirarlo.
– ¿A quién vas a visitar?
– A los Briggeham ¿Te acuerdas de ellos?
Margaret apretó los labios, reflexionó unos segundos y asintió con la cabeza.
– Sí. Tienen varias hijas y un hijo, creo recordar.
– Cuatro hijas, todas casadas excepto la mayor. Es al hijo, Hubert, a quien voy a visitar. Es un muchacho de una inteligencia increíble. Ha construído en el antiguo granero un laboratorio fascinante que él llama la cámara. Le prometí ir a ver un invento en el que está trabajando -Se acercó a ella y la tomó dulcemente de las manos- Te gustará conocer a Hubert, y también a su hermana y a sus padres, si están en casa. Estoy seguro de que te encantará la señorita Briggeham, las dos sois de edades parecidas y…
– Te lo agradezco, Eric, pero no me siento con fuerzas para responder preguntas sobre… -Dejó la frase sin terminar y miró el suelo.
Eric le puso un dedo bajo la barbilla y le levantó el rostro hasta que las miradas se encontraron.
– No tengo intención de someterte a ningún sufrimiento, Margaret. Samantha… quiero decir, la señorita Briggeham no es amiga de chismorreos. Es amable y, al igual que te ocurre a ti, no le vendría mal una amiga.
De repente se quedó petrificado al comprender lo que había hecho: se había ofrecido a presentar su hermana a su amante. Había sugerido que ambas se hicieran amigas. ¡Por todos los diablos! Nunca en su vida se le habría ocurrido semejante ofensa al decoro de Margaret, pero es que no pensaba en Samantha en aquellos términos; maldición, ella era su… amiga.
La enormidad de lo que le había hecho a Samantha lo golpeó como una roca caída del cielo. La había convertido en su amante. En lo que a la sociedad concernía, el comportamiento de Samantha no la dejaba en mejor lugar que una ramera. Se enfureció al pensar que alguien pudiera considerarla de aquel modo. Samantha era una mujer cariñosa, inteligente, generosa y buena que merecía mucho más de lo que él le había dado.
Otra razón para poner fin a la relación. Aquella misma noche. Además, con el fin de conservar él mismo algo de su mancillado honor y no ofenderla más a ella, tenía que terminar con todo sin hacerle el amor otra vez. Un repentino malestar se instaló en su estómago, pues no tendría la oportunidad de tocarla de nuevo. Pero lo que le atravesaba el corazón como un cuchillo era el hecho de darse cuenta de que al tomarla como amante había destruído toda esperanza de que quedaran como amigos. No se imaginaba regresando a la natural camaradería de la que habían disfrutado anteriormente, cuando la deseaba con todas y cada una de las fibras de su ser.
La voz de Margaret lo sacó bruscamente de sus pensamientos.
– Está bien, te acompañaré a visitar a los Briggeham -Escrutó su mirada con ojos serios-. Eric, ya se que no quieres mi gratitud, pero he de darte las gracias; no sólo por permitirme vivir aquí, sino por no… presionarme para que te de detalles.
– No pienso hacerlo -dijo él-, pero estoy dispuesto a escuchar lo que tú desees contarme.
Por la mejilla de ella resbaló una lágrima solitaria, que a Eric le encogió el corazón.
– Gracias. Ha pasado tanto tiempo desde que… -Apretó los labios y tragó saliva-. No quiero hablar de… él. Ya no está -Alguna emoción profunda afloró a sus ojos-. No puedo llorar por él, su muerte me ha liberado.
Aquellas palabras, aquel tono vehemente, hicieron hervir la sangre a Eric, no sólo de rabia hacia Darvin sino también hacia sí mismo.
– Debería haber matado a ese canalla -espetó-. Ojalá hubiera…
Margaret silenció sus labios con los dedos.
– No. Entonces te habrían ahorcado por asesinato, y él no valía lo bastante como para perderte a ti. Yo hice mis votos matrimoniales ante Dios y era mi deber cumplirlos.
– Él no los cumplió. Yo debería haber…
– Pero no hiciste nada. Porque yo te pedí que no lo hicieras. Respetaste mi deseo por encima del tuyo y te estoy agradecida. -En sus ojos relampagueó la determinación-. He pasado los cinco últimos años en tinieblas, Eric. Quiero volver a disfrutar de la luz del sol.
Él le apretó las manos ligeramente.
– Entonces salgamos y gocemos del sol.
Por los labios de Margaret cruzó una sonrisa fugaz, y a Eric le dio un vuelco el corazón.
– Me parece -dijo ella- que es la mejor invitación que me han hecho en mucho tiempo.
Eric y Margaret se encontraban en la cámara de Hubert, escuchando con interés cómo el muchacho les explicaba su invento más reciente, un aparato denominado “cortadora de guillotina”.
– Hace unas semanas nuestra cocinera Sarah se lastimó cortando patatas -decía Hubert-. Se le resbaló el cuchillo de la mano y la hoja estuvo a punto de cortarle también un pie al caer al suelo. Con mi cortadora, esto deja de ser un problema. Observen.
Sacó un disco redondo y metálico tachonado de una docena de púas cortas y lo pinchó en el extremo de una patata. A continuación introdujo la mano por una correa de cuero unida al disco y colocó la patata sobre al artilugio, que en efecto parecía una guillotina horizontal apoyada en unas robustas patas de madera de quince centímetros de alto.
– Se fija la cuchilla en su sitio -explicó Hubert-. Agarro el disco metálico para no cortarme los dedos y simplemente paso la patata por la cuchilla.
Sujetó la cortadora en su sitio con su mano libre e hizo la demostración. En unos segundos apareció un montón de trozos de patata uniformemente cortados en el plato que había debajo de la cortadora.
Luego señaló una manecilla situada a un lado del artilugio y agregó:
– Estoy trabajando en la posibilidad de añadir un elemento que permita ajustar el grosor del corte. Una vez que lo haya perfeccionado, espero desarrollar una versión de mayor tamaño basada en los mismos principios, para cortar carne.
– Muy impresionante -comentó Eric examinando un trozo perfectamente cortado.
Las mejillas de Hubert se ruborizaron de satisfacción. Eric puso una mano en el hombro del chico y le dijo:
– Me interesaría comprar una de estas máquinas para mi cocinera.
Los ojos de Hubert se agrandaron detrás de las gafas.
– Oh, con mucho gusto le regalaré una, lord Wesley
– Gracias, muchacho, pero insisto en pagarla. De hecho, me atrevo a decir que si esto se pusiera a la venta, acudirían hordas de interesados -Se volvió hacia Margaret-. ¿Qué opinas tú?
Su hermana se quedó atónita al ver que le pedían su opinión.
– Yo… pues… me parece un invento ingenioso que sería de gran utilidad en cualquier casa.
Eric le sonrió y se volvió hacia Hubert.
– Creo sinceramente que es una máquina que posee un gran potencial, Hubert. Si te decides a comercializarla…
– ¿Quiere decir como un negocio?
– Exacto. Poseo varios contactos en Londres a los que podría hablar en tu nombre. Y yo mismo estaría dispuesto a invertir dinero si decidieras lanzarte, con el permiso de tu padre, naturalmente.
La oferta de Eric dejó estupefacto al chico.
– Eso es muy amable por su parte, milord, pero aún no he terminado el diseño. Además, yo soy un científico, no un comerciante.
– En ese caso, podrías estudiar la posibilidad de vender tu idea a un tercero. Sea como fuere, mi oferta continúa en pie. Piénsalo, coméntalo con tu padre y comunícame lo que decidas. Si quieres, yo también hablaré con tu padre.
– Muy bien. Gracias -Hubert se ajustó las gafas y dijo con cierta timidez-: De hecho, hay otra cosa de la que quisiera hablar con usted, milord.
Dirigió una mirada incómoda a Margaret que, percibiendo que se trataba de algo privado, inclinó la cabeza y dijo:
– Gracias por enseñarme tu máquina, Hubert. Si me perdonas, quisiera dar un paseo por los jardines y disfrutar de este tiempo tan maravilloso… si no te importa.
– En absoluta, lady Darvin -Se sonrojó-. Espero no haberla aburrido. Mamá siempre me advierte que no suelte discursos a los invitados.
– Al contrario, he disfrutado mucho de la visita.
Una sonrisa trémula cruzó su semblante, como si hubiera olvidado que su rostro era capaz de hacer aquel gesto. Segundos más tarde, dedicó a Hubert una sonrisa plena y auténtica y Eric dejó escapar la respiración sin darse cuenta de que la había estado conteniendo. Dios, aquella muestra de felicidad era un bálsamo para su alma. Se sintió inundado de gratitud hacia Hubert por haberle dado a Margaret un motivo para sonreír.
Ella salió y cerró la puerta de la cámara a sus espaldas. Eric se volvió hacia el chico y se sorprendió al ver la turbación que mostraba su rostro.
– ¿Ocurre algo malo, muchacho?
– Necesito preguntarle una cosa, milord.
Eric lo escudriñó. El chico parecía estar soportando el peso del mundo sobre sus delgados hombros. Sintió un escalofrío de intranquilidad. ¿Tendría algo que ver con Samantha? Maldición ¿podría ser que el muchacho los hubiera visto la noche anterior en el lago?
– Puedes preguntarme lo que sea -le aseguró Eric, rezando para que no fuera nada, pero aun así haciendo acopio de fuerzas.
Hubert abrió un cajón y extrajo una bolsita de cuero negro. Desató el cordón y esparció sobre su mano un poco de polvo.
– Esto es un polvo que tiene propiedades fosforescentes, inventado por mí -dijo en voz baja-. Que yo sepa, nadie más tiene algo así.
Eric sintió una punzada de alivio y confusión a un tiempo. Se acercó más para examinar la sustancia.
– ¿Y para qué sirve?
– Despide un ligero brillo y se adhiere a todo -Dejó la bolsita sobre la mesa y se limpió la mano en sus pantalones negros. Luego intentó sacudirse el polvo, pero no lo consiguió del todo-. En realidad es el brillo, más que el polvo en sí, lo que no se puede quitar del todo de la tela.
Eric se quedó mirando fijamente los pantalones de Hubert y de pronto comprendió. Se acordó de haber observado recientemente aquel mismo brillo extraño en sus botas.
Hubert se irguió y lo miró a los ojos.
– Hace dos noches esparcí este polvo sobre la silla, las riendas y los estribos de la montura de cierto caballero.
Había algo en la mirada firme de Hubert que provocó en Eric un gélido presentimiento.
– ¿De qué caballero?
– El Ladrón de Novias
El nombre quedó flotando en el aire por unos segundos. Después, con el semblante totalmente impávido, Eric preguntó:
– ¿Qué te hace pensar que aquel caballo pertenecía al Ladrón de Novias?
– Que yo lo vi. En el bosque. Vestido todo de negro, con una máscara que le cubría toda la cabeza. Rescató a la señorita Barrow.
Durante breves instantes todo quedó congelado en Eric: su respiración, su sangre, sus latidos. Al cabo, alzó las cejas y repuso con tono controlado:
– No hay duda de que estás en un error…
– No hay ningún error -lo interrumpió Hubert meneando la cabeza-. Lo ví con mi hermana y con la señorita Barrow. Esparcí los polvos sobre su silla, sus riendas y sus estribos. Al día siguiente… ayer… usted vino a ver a Sammie, y traía restos de esos polvos en las botas. Y también en la silla, las riendas y los estribos de su caballo.
– Mis botas y mis arreos simplemente venían sucios del polvo del camino.
– No era polvo, lord Wesley. Eran mis polvos. Los reconocería en cualquier parte. Pero, sólo para confirmar mis observaciones, limpié un poco de su silla. Y coincide perfectamente.
Dios santo. Eric logró tragarse una carcajada de incredulidad. Todas las autoridades de Inglaterra, junto con la Brigada contra el Ladrón de Novias y otros cientos de personas deseosas de cobrar la recompensa que pesaba sobre su cabeza, querían capturar al Ladrón de Novias, y he aquí que un muchacho de catorce años había triunfado donde todos fracasaban. Si no estuviera tan estupefacto y alarmado, habría felicitado a Hubert por un trabajo bien hecho. Por desgracia, la inteligencia del chico bien podía costarle a él la vida.
Se apresuró a estudiar varias coartadas que podía intentar hacer creer a Hubert, pero con la misma rapidez comprendió su futilidad; Hubert no sólo poseía una aguda inteligencia, sino también una gran tenacidad. Estaba claro que le resultaría más ventajoso confiar en él que intentar engañarlo, pero antes tenía varias observaciones que hacer.
– Estás preguntándome si el Ladrón de Novias soy yo.
Hubert asintió al tiempo que tragaba saliva.
– ¿Pretendes cobrar la recompensa por su captura?
Los ojos del muchacho se nublaron de sorpresa y angustia.
– Oh, no, milord. Siento el mayor respeto por la misión que usted… que él… que usted desempeña. Es usted la personificación de la valentía y el heroísmo. Quiero decir él… bueno… usted. -Se sonrojó intensamente-. Los dos lo son.
Eric entrecerró los ojos.
– ¿Te das cuenta de que si el Ladrón de Novias es apresado, lo ahorcarán?
El sonrojo huyó al instante de las mejillas de Hubert.
– Le juro por mi alma que nunca se lo diré a nadie. Jamás. Nunca haría algo que pudiese perjudicarlo, milord. Usted ha sido un buen amigo conmigo y también con Sammie.
Al oír el nombre de ella, Eric cerró los puños.
– ¿Has hablado con tu hermana de esto?
Hubert negó con la cabeza con tanta vehemencia que casi se le cayeron las gafas.
– No, milord. Y tiene usted mi palabra de honor de que no lo haré. -Se aclaró la garganta- Y le sugiero que usted tampoco lo haga.
– ¿Eres consciente de que si el magistrado descubre que Samantha ha ayudado al Ladrón de Novias en el rescate de la señorita Barrow, podrían acusarla de delito?
El rostro de Hubert se tornó blanco como el papel.
– El magistrado no se enterará de nada por mi boca. Pero insisto en que no debe usted decírselo a Sammie, porque creo que eso la pondría furiosa. Verá, me ha dicho que… -Dejó la frase sin terminar y frunció el entrecejo.
El corazón de Eric se desbocó.
– ¿Qué es lo que te ha dicho?
– Que la sinceridad es algo crucial y que la mentira destruye la confianza -Su voz fue transformándose en un susurro-. Y que sin confianza no hay nada.
Eric apretó los dientes ante el dolor que le produjeron aquellas palabras. Por supuesto, no había esperanza de que Samantha y él pudieran tener un futuro juntos algún día, debido a su cometido como Ladrón de Novias, y tampoco pensaba arriesgar la seguridad de ella revelándole su identidad. Aun así, si por un momento de locura pensara en revelársela, la perdería de manera irremisible por haberla engañado. “Sin confianza no hay nada”.
Hubert se enderezó y buscó su mirada resueltamente.
– No quiero que hieran a mi hermana, lord Wesley.
– Yo tampoco, Hubert. Te doy mi palabra de honor de que no permitiré que le pase nada.
Hubert alzó ligeramente la barbilla y agregó:
– Sammie lo aprecia a usted. No juegue con sus sentimientos.
Eric sintió admiración por aquel muchacho, aun cuando sus palabras lo abofetearon con la culpa.
“Sammie lo aprecia”. Que Dios lo ayudara, pero él también la apreciaba a ella… más bien demasiado.
– No pienso hacerle daño -aseguró a Hubert-. Entiendo perfectamente y respeto tu deseo de proteger a tu hermana; yo siento lo mismo por la mía. Ella es la razón por la que hago… lo que hago.
Hubert agrandó los ojos.
– Reconozco que me preguntaba cuál era el motivo.
– Nuestro padre la obligó a casarse. Yo no pude salvarla, así que desde entonces salvo a otras.
La expresión de Hubert decía a las claras que de pronto lo comprendía todo, y ambos intercambiaron una larga mirada ponderativa. A continuación Eric le tendió la mano.
– Me parece que nos entendemos el uno al otro.
Hubert le estrechó la mano con firmeza.
– Así es. Y permítame decirle que para mí es un honor conocerlo.
Los hombros de Eric se relajaron.
– Vaya. Yo estaba a punto de decir lo mismo -Soltó la mano del chico y acto seguido señaló la puerta con la cabeza-. Quisiera presentar a nuestras respectivas hermanas. ¿Está en casa la señorita Briggeham?
– Cuando yo vine a la cámara, estaba leyendo en la salita.
– Perfecto.
Y salieron del laboratorio, Eric delante. Parpadeó para adaptarse al resplandor del sol; vio a Margaret sentada en un banco de piedra del jardín y alzó una mano a modo de saludo. Ella le devolvió el gesto y se puso en pie. Había recorrido la mitad de la distancia que los separaba cuando de pronto su hermana se detuvo y pareció clavar la mirada en algo situado a la espalda de él.
Eric se volvió y quedó petrificado. Notó que Hubert llegaba a su lado y que aspiraba aire con fuerza.
Caminando hacia ellos, con expresión severa, se acercaba Samantha.
A su lado venía Adam Straton, el magistrado.