17

A medida que Sammie y el magistrado se aproximaban a la cámara, ella trataba de disimular su desasosiego. La inesperada visita de Straton con el fin de volver a interrogarla sobre su secuestro por parte del Ladrón de Novias la había puesto muy nerviosa. Aunque sus preguntas no indicaban con claridad que sospechara que ella hubiese hecho algo malo, no podía evitar preguntarse si habría descubierto de algún modo su participación en el rescate de la señorita Barrow. Se sintió aliviada cuando él anunció que se marchaba, pero cuando lo acompañaba a los establos en busca de su montura, acertaron a ver a lord Wesley y a Hubert saliendo de la cámara.

El corazón le dio un vuelvo al ver a Eric, y para consternación suya, Straton cambió de dirección al momento y se encaminó hacia la cámara murmurando que le gustaría hablar un instante con el conde. Mientras se esforzaba por caminar al paso de las largas zancadas del magistrado, se fijó en una mujer que por el sendero del jardín se acercaba a Eric. Advirtió el parecido que había entre ambos, y la reconoció al instante gracias al retrato que había visto en Wesley Manor. Iba vestida de negro y Sammie experimentó afecto por ella; justo aquella misma mañana su madre había mencionado que la hermana de lord Wesley había enviudado recientemente.

Cuando Straton y ella se unieron al trío frente a la cámara, el grupo entero permaneció inmóvil unos segundos, una escena muda formada por un quinteto de diversas expresiones.

Samantha intentaba ocultar su incomodidad, pero no estaba segura de conseguirlo. Hubert miraba fijamente a Straton como si fuera un fantasma. El semblante de Eric, que también miraba al magistrado, se veía totalmente inexpresivo. Al igual que Hubert y Eric, la hermana tenía la vista clavada en el mismo hombre, con los ojos muy abiertos y la cara pálida. Sammie miró al señor Straton, cuya atención estaba centrada en la hermana de Eric. Por algún motivo, el aire que rodeaba al grupo estaba cargado de tensión… o quizá sólo se lo parecía a ella debido a la ansiedad que sufría.

Eric rompió el silencio. Inclinó la cabeza hacia ella y el magistrado y les dijo:

– Buenas tardes. Permítanme que les presente a mi hermana, lady Darvin. Ésta es Samantha Briggeham y el señor Straton, el magistrado.

Sammie realizó una reverencia y dirigió una sonrisa a la mujer.

– Es un placer conocerla.

La tristeza se adivinaba en la media sonrisa que le dedicó lady Darvin, lo cual provocó un sentimiento de compasión en Samantha, no sólo por la pérdida de su esposo sino también porque su matrimonio no había sido feliz.

– También es un placer para mí, señorita Briggeham -contestó lady Darvin-, aunque yo diría que nos habíamos visto hace años, en alguna velada.

Straton se adelantó y ejecutó una rígida reverencia.

– Es un honor verla de nuevo, lady Darvin.

Las pálidas mejillas de la aludida se tiñeron de color y bajó la mirada al suelo.

– A usted también, señor Straton.

– Mis condolencias por la pérdida de su esposo

– Gracias.

Siguió otro incómodo silencio y Samantha se preguntó por qué Eric no le había mencionado la visita de su hermana.

Por fin habló Eric

– ¿Qué le trae a la casa de los Briggeham, Straton?

– Deseaba formular a la señorita Briggeham unas preguntas más sobre su desgraciado encuentro con el Ladrón de Novias.

Sammie se mordió el interior de la mejilla y rogó que no la delatasen sus sentimientos. No le convenía que precisamente el magistrado sospechara de ella.

– ¿Le han sido de alguna utilidad esas pistas que andaba siguiendo? -inquirió Eric

– No han servido para nada. Pero he recibido cierta información que parece ciertamente alentadora.

Eric alzó las cejas.

– ¿De veras? ¿Algo que pueda contarnos?

– Una de las víctimas que fueron raptadas el año pasado ha escrito a su familia. Esta mañana me ha traído la carta su padre. En ella tranquiliza a su familia y les dice que se encuentra bien. No revela su paradero, aparte de decir que está viviendo en América y que recientemente ha contraído matrimonio. El dato más interesante es que viajó a América con un pasaje y dinero que le proporcionó el Ladrón de Novias la noche en que la raptó. -Straton se acarició el mentón-. He de decir que me siento aliviado. Esta nueva prueba por lo menos demuestra que el Ladrón de Novias no asesinó a esa muchacha.

De los labios de Sammie brotó una exclamación de impaciencia.

– Por el amor de Dios, señor Straton, no creerá usted que el Ladrón de Novias causa algún daño a las mujeres a quienes socorre, ¿verdad? Siempre deja una nota en la que lo explica.

Straton le dirigió una mirada penetrante.

– Así es. Pero hasta esta carta no había ningún rastro de sus víctimas. No tengo ninguna prueba de que alguna de ellas siga con vida, excepto un puñado de notas de un delincuente buscado por la justicia.

Ella levantó la barbilla.

– Yo diría que esa prueba soy yo, señor Straton. Como puede ver, el Ladrón de Novias no me causó daño alguno; de hecho, tomó toda clase de precauciones respecto de mi seguridad.

– Salvo por el detalle de raptarla, claro.

Sammie experimentó una punzada de irritación. Abrió la boca para continuar discutiendo, pero Eric se le adelantó:

– Seguro que podrá servirse de esa nota para localizar a esa mujer e interrogarla.

Sammie clavó su mirada en el conde, consternada.

El semblante del magistrado se endureció.

– Ya he tomado medidas a tal efecto. Hasta ahora el Ladrón de Novias ha logrado escapar, pero pronto lo atraparemos. Peinaré el país de arriba abajo hasta dar con él.

En ese momento se oyó un sonido apenas audible pero familiar que atrajo la atención de Sammie hacia Hubert. El muchacho tenía el rostro extrañamente pálido y permanecía inmóvil, recto como un palo, excepto por la rítmica flexión de sus dedos, que producía un débil chasquido. Era algo que hacía sólo cuando algo lo angustiaba sobremanera. Estaba claro que las palabras de Straton lo habían alterado, un sentimiento que ella compartía plenamente.

– ¿El país? -repitió Eric-. Hubiera creído que un criminal como él se ocultaría en Londres. Allí hay literalmente miles de edificios y callejuelas donde esconderse. Sin duda ese rufián se oculta entre las chabolas o junto a los muelles.

Sammie apretó los labios y rogó que no se le notaran la decepción y la angustia que le causaron las palabras de Eric. ¿Por qué tenía que considerar un delincuente al Ladrón de Novias y hacer sugerencias que podían conducir a su captura? Aunque ansiaba hacer oír su opinión, no se atrevió a pronunciar palabra por miedo a hablar de más y empeorar la situación.

– Antes yo también creía que el Ladrón de Novias se encontraría en Londres -dijo Straton-, pero empiezo a sospechar que prefiere el campo. Es un hombre que posee medios económicos y contactos para comprarles a esas mujeres un pasaje para otro país y entregarles fondos para comenzar una vida nueva. Según todas las descripciones, su montura, un magnífico semental negro, vale el rescate de un rey y a pesar del alto precio que han puesto a su cabeza, no ha aparecido nadie que afirme mantener un animal así. Ello me induce a pensar que tiene un establo propio.

Eric se acarició el mentón y asintió lentamente.

– Una teoría interesante. -Esbozó una leve sonrisa-. No le envidio el trabajo que le va a costar meter las narices en todos los establos de Inglaterra.

– Espero que eso no sea necesario. Basándome en los lugares donde se ha llevado a cabo la mayoría de los secuestros, considero muy posible que ese bandido actúe desde algún punto de las inmediaciones, probablemente dentro de un radio de cincuenta millas. Con la ayuda de la brigada, que cada día es más numerosa, no debería resultar difícil rastrear esta zona.

A Sammie se le hizo un nudo en el estómago. Parecía como si el círculo se fuera estrechando. Si pudiera advertir de algún modo al Ladrón de Novias… pero no podía faltar a la promesa que le había hecho. Y por supuesto él no necesitaba que ella le advirtiera de los peligros que corría. Los conocía de sobra.

– Estoy pensando en solicitar varios voluntarios que me ayuden personalmente a realizar el peinado de la zona -continuó Straton, al tiempo que dirigía una mirada especulativa a Eric-. ¿Le interesaría lord Wesley?

– Será un placer para mí ayudar en lo que pueda -respondió Eric sin dudarlo-. Poseo contactos en varios establos de las cercanías y en muchos de aquí a Brighton. Con gusto haré averiguaciones para usted.

A Sammie se le cayó el alma a los pies. ¡Eric estaba desempeñando un papel activo en la captura del Ladrón de Novias! Estaba ofreciendo sugerencias lógicas, la ventaja de los contactos que él poseía, además de mostrarse dispuesto a presentarse voluntario. ¡Gracias a Dios ella nunca le había confesado sus encuentros con el Ladrón de Novias!

Sintió angustia y alarma, y además se dio cuenta de que había cometido un error terrible. ¿Cómo podía haberse enamorado de un hombre que tenía opiniones tan distintas de las suyas, un hombre tan deseoso de acabar con el Ladrón de Novias? ¿Y por qué, a pesar de su disparidad de criterios sobre aquella cuestión, seguía amándolo? “Porque en todos los demás aspectos es maravilloso. Él nunca ha visto al Ladrón de Novias, no lo conoce tan bien como tú. Si lo conociera, también lo vería como un héroe”.

Pero una sola mirada a su tranquilo perfil bastó para marchitar esa esperanza.

Santo Dios, jamás en su vida se había visto en semejante disyuntiva. La investigación para descubrir a su héroe iba estrechando su cerco igual que un nudo corredizo, y el hombre al que amaba ayudaba a la ejecución. Visualizó una imagen del Ladrón de Novias caminando hacia la horca y tuvo un fuerte presentimiento.

Hubert se aclaró la garganta y atrajo su atención.

– Si me disculpan, he prometido a mi padre jugar una partida de ajedrez y ya se me hace tarde.

Todos se despidieron de él y el chico se fue hacia la casa, caminando al doble de su velocidad habitual. Sammie se lo quedó mirando con preocupación; se veía a las claras que estaba alterado y sabiendo que él consideraba al Ladrón de Novias un hombre noble que luchaba por una causa justa, era evidente que se sentía ansioso de huir de aquella conversación. No pudo reprochárselo; ella ansiaba hacer lo mismo. Pero antes tenía un par de cosas que decirle a Eric.

Se volvió hacia él… y lo encontró mirándola fijamente, con una concentración que le cortó la respiración, la misma intensidad candente con que la había mirado mientras exploraba su cuerpo. Al instante le vino a la memoria el recuerdo de él desnudo, totalmente excitado, arrodillado entre las piernas de ella. Sintió un calor repentino, como si una cerilla le hubiera prendido fuego al vestido. Miró a hurtadillas a lady Darvin y a Straton y sintió alivio al ver que estaban entretenidos en admirar uno de los rosales de su madre. De modo que se inclinó hacia Eric y le susurró:

– Necesito hablar contigo. En privado.

Luego se irguió y contuvo un suspiro de frustración. Por más que deseara hablar con Eric de inmediato, la cortesía dictaba que ofreciera unos refrigerios. Así pues. Tendría que llevarse a Eric a un aparte antes de que se fuera.

– ¿Les apetece entrar en la casa a tomar un té?

– Gracias, señorita Briggeham -dijo lady Darvin- pero me temo que el cansancio del largo viaje ha hecho mella en mí. Creo que me iré a casa, pero con gusto vendré a verla otro día. -Al momento surgió la preocupación en los ojos de su hermano, y ella le apoyó una mano enguantada en la manga-. Me encuentro bien, sólo fatigada. Conozco el camino de regreso a Wesley Manor. Por favor, disfruta de la visita -Se volvió hacia Sammie-. Ha sido un placer verla de nuevo, señorita Briggeham y también conocer a su hermano.

– Gracias, lady Darvin. Espero que pronto nos veamos de nuevo.

Eric miró alternativamente a Sammie y a su hermana

– No quiero que te vayas a casa sola, Margaret.

– Será un honor para mí acompañar a lady Darvin a casa en mi carruaje -terció Straton.

– Eso no es necesario -rehusó ella con tono tenso.

Eric le sonrió

– Tal vez no sea necesario, pero me quedaría más tranquilo si supieran que te acompañan hasta la puerta. Yo te llevaré el caballo cuando me vaya.

Lady Darvin puso cara de querer negarse, pero de pronto aceptó con un gesto brusco de la cabeza. Tras despedirse, Straton le ofreció el codo. Lady Darvin posó la punta de los dedos en su brazo y ambos echaron a andar por el sendero que conducía a los establos.

En el momento mismo en que desaparecieron de la vista, Eric aferró a Sammie de la mano y la condujo hacia la cámara. Muy bien. Ella no quería que oyesen su conversación. Cuando entraron, Eric cerró la puerta y se apoyó contra la madera, contemplándola con los ojos entornados. Ella le devolvió la mirada sin hacer caso del calor que la invadía. ¿Cómo se las arreglaba para afectarla de aquel modo sólo con mirarla? Era absolutamente ilógico. Y de lo más irritante.

Eric se separó de la puerta y se acercó a ella despacio, hasta que quedaron a escasa distancia el uno del otro.

– ¿Querías hablar conmigo?

Obligándose a concentrarse a pesar de la perturbadora proximidad de él, Sammie asintió con la cabeza.

– Es en relación con lo que le has dicho al señor Straton sobre el Ladrón de Novias.

– Entiendo. ¿Y es del Ladrón de Novias de lo que habéis hablado el señor Straton y tú durante su visita?

– Sí. Me ha formulado la misma clase de preguntas que la noche en que fui secuestrada por error. Naturalmente, no he podido arrojar más luz sobre el tema. Pero en cuanto a lo que has dicho tú de ayudarlo a capturar a ese hombre, y eso de ofrecerte a hacer averiguaciones…

– ¿Si?

Sammie se llevó una mano al corazón.

– Te ruego que no lo hagas -En sus ojos llameó una fugaz emoción que no supo identificar-. No te lo pediría si no fuera importante para mí. Ya sé que la mayoría de la gente opina que el Ladrón de Novias es un criminal…

– Y en efecto lo es, Samantha. El secuestro es un delito.

– ¡Pero si él no secuestra a nadie! No obliga a las mujeres a que lo acompañen. No les hace ningún daño ni exige rescate alguno. A mí me devolvió a casa sana y salva cuando se dio cuenta de que había cometido un error, con gran riesgo para sí mismo, debería añadir. -Escrutó el rostro de Eric, consternada por su expresión tranquila-. Créeme cuando te digo que no es el tipo despreciable que la gente hace que parezca; es honorable, y sólo pretende ayudar a las mujeres que rapta. Les ofrece una alternativa. Ya sé que no tengo derecho a pedirte que no contribuyas a su captura, pero te lo pido de todas formas. Por favor.

Eric miró aquellos ojos suyos tan serios detrás de las gafas, y el miedo le heló el corazón. Maldición, ¿es que no se daba cuenta del peligro en que se ponía ella misma al hacerle semejante petición? ¿Qué pasaría si le pidiera lo mismo a otra persona y se enterase Adam Straton? ¿Y si Straton descubría su participación en el último rescate del Ladrón de Novias, y que había comprado un pasaje para América?

Las consecuencias eran demasiado horribles para tenerlas en cuenta siquiera. Su familia quedaría completamente destrozada. Ella misma resultaría destrozada. Y también él.

La sujetó por los hombros y la miró a los ojos, resistiéndose al impulso de sacudirla.

– Samantha, escúchame. Debes olvidarte de este asunto del Ladrón de Novias. Ese hombre es peligroso.

En los ojos de ella relampagueó un fuego azul.

– No lo es

– Sí lo es. Su propia vida corre peligro, de una forma que tú no comprendes. Hay un precio enorme puesto a su cabeza y todo el que esté a su alrededor, todo el que intente ayudarlo podría correr peligro también. Quiero que me prometas que no vas a intentar nada.

– No estoy intentando ayudarlo. Lo único que estoy haciendo es pedirte que no contribuyas a su captura.

– ¿No ves que eso es ayudarlo, aunque sea de forma indirecta? -La sujetó con más fuerza-. Prométeme que te olvidarás de ese asunto.

Sammie lo estudió con mirada seria y escrutadora.

– ¿Me prometes tú que no vas a ayudar al magistrado?

– No puedo prometerte eso.

El dolor y la decepción que vio en los ojos de Samantha casi acabaron con él.

– En ese caso, me temo que yo tampoco puedo prometerte nada.

A Eric lo impresionó la trémula determinación que había en su voz. Sammie trató de zafarse, pero él la retuvo por los hombros. No podía dejarla marchar así.

– ¿No ves -le dijo, luchando contra la desesperación que lo acosaba- que me preocupa tu seguridad? No soporto la idea de que corras peligro.

Antes de que ella pudiera replicar, fuera se oyó una voz que llamaba a lo lejos.

– Samantha ¿dónde estás?

Ella abrió los ojos como platos.

– Cielos, es mi madre. Vamos, deprisa.

Se dirigió rápidamente a la puerta. Él la siguió y cerró suavemente al salir. Samantha lo condujo hacia los jardines. Apenas habían puesto un pie en el sendero cuando los alcanzó Cordelia.

– ¡Estás aquí, querida! Y también lord Wesley -Hizo una reverencia hacia Eric-. En cuando Hubert mencionó que había venido usted acompañado de su hermana, he salido en su busca. Debe usted quedarse a tomar el té, sobre todo dado que la última vez que nos visitó tuvo que marcharse. -Estiró el cuello para mirar alrededor- ¿Dónde está lady Darvin?

– Me temo que acaba de escapársele -contestó Eric inyectando en su tono la cantidad justa de pesar- Estaba fatigada a causa del viaje y ha regresado a casa para descansar. -Sabiendo que no tenía otro remedio que quedarse, ordenó a su boca que sonriera y ofreció su brazo-. Sin embargo, yo tendré sumo placer en tomar el té con ustedes.

La aguda mirada de la señora Briggeham rebotó velozmente entre Samantha y él, y luego sonrió.

– Bien, eso sería maravilloso ¿no cree?

Si el dolor que pesaba sobre su corazón revelaba algo, Eric sospechaba que no era precisamente nada que pudiera describirse con aquel adjetivo.


El carruaje de Adam avanzaba lentamente por el sendero jalonado de árboles. La luz del sol se filtraba entre las copias formando sombras moteadas que mitigaban el calor de la tarde. Los únicos sonidos que rompían el silencio era el piar de los pájaros y el leve chirriar del asiento de cuero. Lanzó con el rabillo del ojo una mirada furtiva a su pasajera, buscando desesperadamente algo que decirle, pero seguía teniendo la lengua más atada que el nudo de una cuerda.

Dios, era encantadora. Llevaba cinco años sin poner los ojos en ella. “Cinco años, dos meses y dieciséis días”. No hubiera creído posible que pudiera ser más bella que la imagen que conservaba en su corazón, pero lo era. Sin embargo, observó que la muchacha despreocupada de la que él se había enamorado perdidamente había desaparecido. Era evidente que la pérdida de su esposo la había afligido mucho.

Respiró hondo y apretó con labios con fuerza. Cielos, aún olía a rosas. En su alocada juventud, cuando se torturaba con sueños inútiles de que un hombre como él, que carecía de títulos nobiliarios, pudiera cortejar a la hija de un conde, plantó una docena de rosales en un rincón del jardín de su madre. Todos los años aguardaba impaciente a que florecieran, y después se sentaba en el banco de piedra con los ojos cerrados a respirar su delicado aroma, imaginándose el rostro sonriente de Margaret. Cuando comprendió que ella iba a casarse con lord Darvin, no volvió a visitar aquella parte del jardín.

– Da alegría volver a casa -dijo Margaret con una voz suave que irrumpió en los pensamientos de Adam.

Aliviado de que ella hubiera iniciado una conversación, le preguntó:

– ¿Cuánto tiempo tiene pensado quedarse?

– He venido para siempre

El corazón se le disparó al oír aquellas cuatro sencillas palabras y una súbita euforia lo recorrió de arriba abajo, sólo para ser sustituída al momento por el miedo. Se volvió hacia ella y ambos se miraron. Le inundaron como fuego líquido unos sentimientos que creía haber enterrado definitivamente: deseo, necesidad y un amor tan vehemente y desesperado que casi lo asfixió. No había logrado olvidarla, ni siquiera cuando se mudó a la propiedad de su marido en Cornualles. ¿Qué iba a hacer para comportarse con normalidad ahora que ella estaba aquí? La tendría lo bastante cerca para verla, para tocarla, y sin embargo no para reclamarla como algo suyo.

Apartó la mirada con esfuerzo y volvió a fijar su atención en el camino. El hecho de que hubiera regresado a Tunbridge Wells no iba a significar más que una tortura para él. Los años no habían cambiado nada, él seguía siendo un plebeyo y ella una dama, una vizcondesa. Se dio cuenta de que el silencio entre ambos se volvía opresivo y entonces preguntó:

– ¿Le gustaba vivir en Cornualles?

– Lo odiaba -contestó ella en un tono tan implacable que Adam se volvió otra vez, sorprendido, no muy seguro de cómo reaccionar. Margaret tenía la mirada fija al frente, el semblante pálido, las manos enguantadas apoyadas sobre el regazo-. Pasaba el tiempo en los acantilados, contemplando el mar, preguntándome…

– ¿Preguntándose qué?

Ella se volvió y lo miró a los ojos con una expresión de tristeza que le provocó un escalofrío.

– Cómo sería saltar desde el acantilado, caer en medio de aquellas aguas gélidas y agitadas.

Impresionado, Adam detuvo los caballos. Escrutó su rostro en busca de algún indicio de que estuviera bromeando, pero era obvio que sus palabras eran de una terrible sinceridad.

Tragó saliva:

– Lo siento -dijo, encogiéndose por dentro al percibir la insuficiencia de sus palabras- No tenía idea. Todos estos años… creía que era usted feliz.

– Lo único que me daba un poco de felicidad era el hecho de pensar en mi casa, en poder regresar aquí algún día.

Un montón de preguntas bullían en su cabeza. ¿Qué le habría ocurrido en Cornualles para ser tan infeliz? Estaba claro que la separación de su casa y de su hermano la habían afectado grandemente. Maldijo su propia estupidez por no haber tenido en cuenta dicha posibilidad, pero es que simplemente había dado por sentado que Margaret florecería en aquel entorno nuevo. Se la había imaginado presidiendo veladas elegantes, siendo festejada y admirada por todo el mundillo social. Y aun cuando se le hubiera ocurrido que tal vez no fuera feliz, ¿qué podría haber hecho él? Nada.

Aunque el matrimonio de Margaret le rompió el corazón, ella tuvo que casarse según los deseos de su madre. Y era correcto que lo hiciera así; su padre deseaba su bien y se quedaba tranquilo al saber que su hija iba a vivir mimada por un caballero noble y acaudalado que besaría el suelo que ella pisara. Y en cambio no había sido feliz ¿Tal vez no le había mostrado afecto lord Darvin? Parecía imposible creer tal cosa; ¿qué hombre podría no amarla hasta la locura? No, tenía que haber otro motivo…

De pronto, la respuesta le golpeó como un puñetazo. Sin duda, la causa de su infelicidad era el hecho de que no había tenido un hijo. Recordó haberla oído decir en más de una ocasión lo mucho que anhelaba tener una gran familia y que él disimuló su profunda pena tras una sonrisa, sabedor de que jamás podría casarse con ella ni por lo tanto ser el primero en darle los hijos que quería. Le embargó la compasión y, sin pensarlo, cubrió sus manos entrelazadas con la suya. Ella abrió los ojos ligeramente, pero no hizo ningún ademán de rechazo. Con el corazón acelerado como si hubiera corrido una milla, Adam le dijo:

– Espero que el hecho de estar en su casa le traiga la felicidad que usted se merece, lady Darvin.

Ella lo estudió durante unos segundos con una expresión que él no supo descifrar y luego murmuró:

– Gracias -Y volvió a fijar la vista en el camino que se abría frente a ellos-. Ahora me gustaría ir a casa.

– Por supuesto

Retiró la mano de mala gana, pues sabía que no iba a tener otra oportunidad de tocarla de nuevo tan íntimamente. Sacudido por un torbellino de emociones contradictorias, asió las riendas con fuerza y puso en movimiento los caballos, en dirección a Wesley Manor.


Sammie creía que la hora que había pasado Eric tomando té en la salita con ella y con sus padres había transcurrido de forma bastante inocente, pero cuando el conde se marchó se dio cuenta de su ingenuidad.

– Oh, ¿te has fijado, Charles? -comentó Cordelia sin aliento

Su padre la miró por encima de sus lentes bifocales

– ¿En qué?

– En que lord Wesley está cortejando a nuestra hija.

Sammie casi se ahogó con un sorbo de té. Mientras intentaba recuperar el resuello, su padre frunció el entrecejo y dijo:

– Naturalmente que he visto a Wesley. Resultaba imposible no verlo, sobre todo teniendo en cuenta que lo tenía sentado justo enfrente de mí. Pero lo único que le he visto hacer es beber té y dar buena cuenta de estas galletas. A propósito, están muy buenas.

Cordelia agitó la mano con gesto impaciente.

– Lord Wesley no tomaría el té con nosotros, si no hubiera un motivo. Está cortejando a nuestra hija, te lo digo yo. Oh, estoy deseando contárselo a Lydia…

– ¡Mamá! -exclamó Sammie. Tosió varias veces y al cabo consiguió respirar con normalidad-. Lord Wesley no me está cortejando.

– Por supuesto que sí -Cordelia juntó las manos y su rostro adquirió una expresión de entusiasmo-. Oh, cielos, Charles, ¡nuestra querida Samantha va a ser condesa!

A Sammie la asaltó una sensación de alarma. Cielo santo, ¿cómo no había previsto una reacción así en su madre? Sin duda, la visita del magistrado, unida a su turbadora conversación con Eric en la cámara, había interrumpido su razonamiento lógico. Además, había descartado que alguien se creyera que Eric iba a cortejarla por considerarlo completamente ilógico, y sin embargo había ocurrido, delante de sus narices. Últimamente le estaba sucediendo algo horrible a su lógica, y el momento no podía haber sido peor.

En fin, tenía que poner fin a aquello enseguida, antes de que su madre comenzase a hacer planes para una boda que no iba a celebrarse nunca. De modo que se levantó del diván, se acercó su madre y le tomó las manos.

– Mamá, lord Wesley ha venido hoy por invitación de Hubert. A ver a Hubert. A ver el último invento de Hubert. ¿Lo entiendes?

Cordelia la miró exasperada

– Pues claro que lo entiendo, Samantha. Pero está claro que la visita a Hubert ha sido sencillamente una estratagema para verte a ti. -Un brillo ladino apareció en sus ojos-. Lo he observado detenidamente y lo he pillado mirándote en cierto momento con una expresión que sólo podría describirse como “interesada”.

– Estoy segura de que tenía una mota de polvo en el ojo -replicó Sammie, intentando contener la desesperación que se le quería colar en la voz.

– Tonterías -Cordelia le acarició la mejilla-. Créeme, querida. Una madre sabe de estas cosas.

Sammie aspiró profundamente para calmarse.

– Mamá, te aseguro que el conde no tiene el menor interés en convertirme en condesa. -Aquello, por lo menos, era verdad-. Te ruego que no malinterpretes lo que no es más que simple cortesía por su parte, porque en ese caso no me cabe duda de que interrumpirá su amistad con Hubert. Ya sé que tu intención es buena, pero seguro que comprendes lo embarazoso que resultaría tanto para lord Wesley como para mí que se sugiriera que él es un pretendiente.

– Yo no lo veo así en absoluto. Lo que veo es que uno de los solteros más codiciados de Inglaterra se ha encaprichado de mi hija. ¿No estás de acuerdo, Charles? -Al ver que él no contestaba, le lanzó una mirada de fastidio- ¿Charles?

El padre de Sammie, cómodamente arrellanado en su sillón favorito, despertó con un resoplido.

– ¿Eh? ¿Qué sucede?

– ¿No estás de acuerdo en que Samantha sería una condena digna de admirar?

– Mamá, sería una condena espantosa.

– Cielos, me he quedado dormido sólo un instante. ¿Me he perdido una propuesta de matrimonio? -preguntó su padre, parpadeando detrás de su bifocales.

– ¡No! -contestó Sammie casi gritando. Santo Dios, aquella situación se había desmandado totalmente, y la obligaba a reforzar su decisión de poner fin a la relación con Eric aquella misma noche, antes de que su madre mandara anunciar las amonestaciones- Entre lord Wesley y yo no hay nada. -“O no lo habrá a partir de esta noche”- Ni se te ocurra hacer correr el rumor de que ese hombre tiene algún interés en mí. No pienso tolerar que te entrometas.

Su madre la contempló con expresión atónita.

– No me estoy entrometiendo…

– Sí te entrometes. Y con ello no vas a conseguir nada, excepto hacer que me siente incómoda. ¿Es eso lo que quieres?

– Claro que no -replicó su madre, casi ofendida- Pero…

– Nada de peros, mamá. Y se ha terminado lo de hacer de casamentera. -Sammie dejó escapar un profundo suspiro-. Ahora, si me perdonas, tengo varias cartas que escribir. -Salió de la salita y cerró la puerta tras ella con un leve golpe.

Cordelia se quedó mirando la puerta cerrada y soltó un bufido de frustración. Después se volvió hacia su esposo y le clavó una mirada con los ojos entornados cuando él musitó algo sospechosamente parecido a “bien hecho, Sammie”.

¡Oh, qué situación tan irritante! Un conde, prácticamente caído en su puerta como un regalo del cielo y ella era la única que sabía ver aquella oportunidad de oro. Claro que el deber de una madre era ver dichas oportunidades, pero que tanto Sammie como Charles fueran tan obtusos le resultaba inconcebible.

En fin, ella sí que había visto aquella mirada ávida en los ojos de lord Wesley cuando creía que nadie lo estaba observando. Estaba enamorado de Samantha, apostaría cualquier cosa. Oh, el mero hecho de pensar en presumir delante de Lydia de la propuesta de un conde le provocó un gozoso estremecimiento. Lord Wesley era un caballero elegante que podría hacer muy feliz a Samantha. ¿Qué mujer en su sano juicio no encontraría atractivo a aquel noble tan gallardo? Y aunque no fuera muy atractivo, era terriblemente rico. Y provisto de buenos contactos.

¡Oh, era el sueño de una madre hecho realidad! Las posibilidades que se abrían eran embriagadoras. Desde luego, ahora que pensaba en ello se sentía un tanto mareada. Miró a Charles y apretó los labios; maldición. No merecía la pena desmayarse cuando el encargado de ir a buscar las sales estaba roncando.

En fin, no importaba. No había tiempo para entretenerse con los vapores cuando había tantos planes que hacer. Porque, a pesar de sus protestas, Samantha había pescado uno de los peces más gordos de Inglaterra.

Ahora, lo único que había que hacer era arrastrarlo hasta la playa.

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