Cailin siempre había considerado lujoso el hogar en que había crecido, pero la vida en Villa Máxima fue toda una revelación para ella. En las paredes exteriores del edificio que daba a la calle no había ventanas. Se entraba por unas puertas de bronce que conducían por un estrecho pasillo a un patio grande y soleado. El suelo del patio era un diseño de bloques cuadrados de mármol blanco y negro. Había grandes tiestos colocados alrededor del patio. También había plantados pequeños árboles y rosales. Siempre había atractivas esclavas trabajando en el patio para dar la bienvenida a los visitantes y para acompañarles por las dos grandes escalinatas de mármol blanco hasta el pórtico con columnas y, a través de éste, al atrio de la villa.
El atrio era magnífico. El techo era alto y abovedado y estaba dividido en paneles hundidos tallados y adornados en tonos rojos, azules y dorados. Las paredes estaban decoradas con paneles de mármol blanco y rodapiés revestidos de plata. La entrada al atrio tenía dos columnas cuadradas y cuatro pilares redondos en mármol rojo y blanco, todo ello coronado con cornisas. Sobre la entrada había tres ventanas largas y estrechas con rejas.
Las puertas del atrio eran de bronce y los marcos estaban revestidos de mármol verde, tallado y decorado con marfil y oro. El suelo era de baldosas de mármol de diversos tonos de verde y blanco que formaban dibujos geométricos. En los nichos de la pared se exhibían maravillosas esculturas de hombres y mujeres desnudos, en solitario o en parejas o grupos, todos ellos en posturas eróticas calculadas para excitar al espectador. Había tinas de mármol llenas de flores de brillantes colores y varios bancos de mármol donde los clientes esperaban a que se comprobara su identidad antes de ser admitidos.
Lo poco del resto de la villa que Cailin vio en sus primeras semanas en Constantinopla era igualmente magnífico. Todas las paredes estaban paneladas y adornadas con cuadros enmarcados. El tema de casi todos los cuadros era de naturaleza erótica. Los lechos también estaban panelados y decorados con relieves dorados o trabajos en marfil. Las puertas eran o de mármol de diversos tonos o de pinturas en mosaico confeccionadas con piezas tan pequeñas que parecían pintadas. El suelo de la cámara principal, donde tenían lugar los encuentros eróticos, tenía la historia de Leda y Júpiter ilustrada en piezas de mosaico de exquisitos colores refulgentes.
El mobiliario de Villa Máxima era típico de un hogar acaudalado. Había divanes por todas partes, de estilo ornamental. Para las patas y los brazos, que a menudo estaban tallados, se utilizaban maderas de magnífica fibra. Para decorarlos se empleaba carey, marfil, ébano, joyas y metales preciosos. Las cubiertas de los divanes eran de los mejores tejidos, bordados en oro y plata y adornados con joyas.
Las mesas eran igualmente bellas, siendo las mejores de cedro africano. Algunas tenían la base de mármol, otras de oro o plata y otras de madera recubierta con oro. Había arcas para guardar cosas, algunas sencillas y otras de elegante diseño. Los candelabros eran de bronce, plata y oro, así como las lámparas, tanto las que se hallaban sobre las mesas como las que colgaban. No había nada que pudiera calificarse de carente de elegancia o belleza en la villa y su mobiliario.
A Cailin le habían asignado una bonita habitación pequeña con un suelo de mosaico cuya decoración central era Júpiter seduciendo a Europa. En las paredes se exhibían frescos de jóvenes amantes alentados y acosados por una multitud de graciosos Cupidos alados. Había una sola cama, una deliciosa y pequeña arca de madera decorada y una pequeña mesa redonda; sólo había una ventana, que daba a las colinas de la ciudad y más allá el mar. La habitación recibía sol casi todo el día, y la luz le proporcionaba un aspecto alegre que hacía que Cailin se sintiera cómoda por primera vez en casi un año. No. era un mal lugar donde comenzar su nueva vida.
Durante casi dos semanas esa vida transcurrió sin complicaciones y con mimos. Le daban más comida de la que jamás había recibido. La bañaban y le daban masaje tres veces al día. También le cuidaban los pies y las manos, le limaban las uñas y le aplicaban crema para suavizar la piel. La hacían descansar continuamente, hasta que creyó que se moriría de aburrimiento pues no estaba acostumbrada a la vida ociosa. No veía a nadie más que a Joviano y a los pocos siervos que se ocupaban de ella. Por las noches oía risas, música y alegría en otra parte de Villa Máxima, pero su cámara se hallaba muy aislada del resto de la casa.
Un día Joviano fue a buscarla y la llevó en una litera muy decorada y extravagante a dar un paseo por la ciudad. Él fue una fuente de datos fascinantes e información general. Cailin se enteró de que mil años atrás los griegos habían fundado una ciudad en aquel lugar. Situada en la unión de las rutas comerciales entre el este y el oeste, la ciudad siempre había florecido, aunque no era particularmente distinguida. Hasta que, unos cien años atrás, el emperador Constantino el Grande decidió abandonar Roma y eligió como nueva capital la ciudad de Bizancio. Constantino, el primer emperador que abrazó el cristianismo, consagró la ciudad el 4 de noviembre del año 328. La ciudad, rebautizada con el nombre de Constantinopla en su honor, fue consagrada formalmente el 11 de mayo de 330, con gran pompa y ceremonia. A la sazón ya estaban en marcha la construcción y la renovación de la ciudad.
Constantino y sus sucesores siempre estaban construyendo, y poco quedaba ya de la ciudad griega original. Constantinopla ahora tenía una universidad de estudios superiores, su propio circo, ocho baños públicos y ciento cincuenta privados, cincuenta pórticos, cinco graneros, cuatro grandes salas públicas para el gobierno, el senado y las cortes de justicia, ocho acueductos que conducían el agua de la ciudad, catorce iglesias -incluida la magnífica Santa Sofía, -y catorce palacios para la nobleza. Había cerca de cinco mil hogares adinerados y de clase media alta, por no mencionar los varios miles de casas que alojaban a las clases plebeyas, los tenderos, los artesanos y los humildes.
La ciudad había sido construida a partir del comercio, y el comercio prosperaba allí. Como estaba ubicada donde se unen las rutas por tierra de Asia y Europa, los mercados de Constantinopla estaban llenos de artículos de todas clases. Había porcelana de Catai, marfil de África, ámbar del Báltico, piedras preciosas de todo tipo; sedas, damascos, áloes, bálsamos, canela y jengibre, azúcar, almizcle, sal, aceite, granos, cera, pieles de animales, madera, vinos y, por supuesto, esclavos.
Aquella tarde recorrieron la ciudad hasta la puerta Dorada y luego regresaron por la Mese pasando por delante de los foros de Constantino y de Teodosio. Bordearon el Hipódromo y pasaron por delante del Gran Palacio. Cuando eran transportados junto a la gran iglesia de Santa Irene, Joviano dijo:
– Todavía no he elegido a ningún sacerdote para ti, Cailin. Tengo que acordarme de hacerlo.
– No te preocupes -dijo ella. -No creo que pudiera ser cristiana. Parece una fe difícil, me temo.
– ¿Por qué lo dices? -preguntó él.
– Tus siervos me han dicho que para ser cristiano has de perdonar a tus enemigos. No creo que yo pueda perdonar al mío, Joviano. Mi enemigo me ha costado mi familia, mi esposo y mi hijo. Ni siquiera sé si ese hijo era niño o niña. Me han hecho marchar a la fuerza de mi tierra, me han hecho esclava y me han aterrorizado. Los britanos somos una raza fuerte, lo cual explica probablemente por qué he sobrevivido a todo esto, pero estoy furiosa y amargada. Si tuviera oportunidad de vengarme de Antonia Porcio, lo haría con gusto. No puedo perdonarle lo que me ha hecho ni lo que me ha quitado.
– Tu destino ahora está aquí -declaró Joviano con calma, y le cogió la mano para consolarla.
Los ojos violáceos de Cailin le observaron con serenidad.
– He aprendido a no confiar en nadie, mi señor. Es más prudente, así no recibiré decepciones.
«Qué fría es», pensó él, preguntándose si su esposo alguna vez había sido capaz de encender la pasión en ella. Sin embargo, era exactamente lo que él necesitaba para su nuevo espectáculo: una perfecta Venus: hermosa, intocable, fría y despiadada. Causaría sensación y su actuación rendiría a toda Constantinopla a sus pies.
– Mañana empezarás a aprender -dijo. -Te enseñarán a hacer ciertas cosas que al principio te pueden asustar o parecer repugnantes, pero créeme, Cailin, cuando te digo que no permitiré que nadie te haga daño de ninguna forma. Puedes confiar en mí. He invertido demasiado en tu persona para permitir que resultes dañada, querida. Sí, puedes confiar en Joviano Máxima, pero en nadie más.
– Habéis invertido cuatro folies, mi señor -rió Cailin. -No es precisamente una fortuna, según vos mismos me explicasteis.
– Sí, pero recuerda que después de bañarte te dije que tu valor había aumentado a diez solidi. Una vez hayas aprendido, tu valor será un centenar de veces más elevado.
Ella estaba fascinada por las palabras de Joviano. No tenía la menor idea de qué era lo que tendría que aprender, ni qué ocurría exactamente en Villa Máxima durante aquellas largas veladas en que los curiosos ruidos procedentes de la parte principal de la villa importunaban su reposo. Lo único que sabía de los burdeles era que en ellos se vendían cuerpos para el placer de una noche, pero al parecer había mucho más, si su intuición no se equivocaba.
A la mañana siguiente la esclava llamada Isis la acompañó a una habitación interior donde Joviano la esperaba con otras personas. Todos salvo Joviano, espléndido con una dalmática roja y plateada, estaban desnudos. Había una hermosa mujer de pelo oscuro de la estatura de Cailin y tres hombres altos y jóvenes con rizos dorados. Por un momento, cuando les vio, el corazón le dio un vuelco a Cailin. Aunque nada en el aspecto de aquel trío, salvo su tamaño y tez, le recordaba a Wulf, fue más que suficiente. Se sintió furiosa unos instantes contra Joviano, pero enseguida comprendió que él no podía saberlo, así que se preparó para lo que tuviera que ocurrir a continuación, ya que significaba el primer paso hacia la libertad.
El día anterior, al hablar con Joviano de su rabia, Cailin había comprobado que anhelaba desesperadamente volver a Britania, por lejos que estuviera y difícil que resultara el viaje. Ver realizado este sueño era imposible sin oro y poder. No sabía si Wulf estaba vivo o muerto. Y aunque viviera, era posible que ya no la quisiera. Pero las tierras de su padre eran de ella y también estaba aquel hijo sin rostro, sin sexo, que le pertenecía. Quería recuperarlos y quería vengarse de Antonia Porcio. Sólo haciéndose famosa en Constantinopla tendría una remota posibilidad de regresar a Britania y frustrar el perverso plan de Antonia. En su inocencia, Cailin juró que haría cualquier cosa que fuera necesaria para alcanzar su meta.
– Ésta es Casia -dijo Joviano, presentando a la mujer de cabello oscuro. -Hace dos años que está con nosotros y es muy popular entre los caballeros. Le he pedido que esté presente porque demostrará lo que tengo pensado para ti. Quítale la túnica a Cailin, Isis, y luego puedes marcharte.
Cailin tragó saliva con aprensión al verse desnuda delante de extraños. Nadie más parecía turbado. Era, evidentemente, algo normal en circunstancias como aquéllas. La evidente admiración por ella que reflejaron los ojos azules del trío masculino le resultó turbadora.
– ¿Quiénes son? -preguntó a Joviano.
– Tus compañeros de juegos -respondió él con suavidad, y le preguntó: -¿Cómo hacíais el amor tú y tu esposo, querida? Quiero decir, qué posturas empleabais -explicó. -¿Tú te tumbabas de espaldas y él te montaba?
Cailin asintió, tragando saliva en silencio. De pronto sintió frío.
Casia la rodeó con el brazo.
– No tengas miedo -la tranquilizó con tono gentil. -Nadie va a hacerte daño, Cailin. En realidad, tienes mucha suerte de que Joviano te haya elegido para esta diversión.
– ¿Seguro que no tienes miedo? -insistió Joviano. -Te dije que podías confiar en mí. Lo que te inquieta es simplemente lo desconocido. Bueno, vamos a desmitificar tus temores. Tus compañeros de juego no pueden hablar, pero sí oír. He decidido llamarles Apolo, Castor y Pólux. El médico me ha dicho que están sanos en todos los aspectos y más que dispuestos a recibir homenaje como hombres. Ellos serán tus amantes.
– Son esclavos como yo -dijo Cailin. -¿Dónde está el beneficio en esto, mi señor? ¿Cómo puedo ganar mi libertad yaciendo con esclavos?
Joviano contuvo la risa. Tal vez tuviera miedo, pero la joven no había olvidado ni una palabra de lo que él le había dicho.
– Haréis el amor para distraer a nuestros clientes, Cailin. Dos veces a la semana actuaréis en una obra que he creado yo. -Entonces pasó a explicar qué tendría que hacer ella. -Supongo que nunca te ha penetrado un hombre por tu templo de Sodoma. Por eso está aquí Casia. Es su especialidad. Si ves cómo hace el amor de ese modo, verás que no hay nada que temer. Casia, ocupa tu lugar. Pólux y Castor, ayudadla. Ahora observa con atención, Cailin. Tú tendrás que hacer lo mismo que Casia.
Casia se puso de rodillas. Castor, de pie delante de ella, frotó el miembro contra sus labios. Ella abrió la boca y lo absorbió ante los ojos atónitos de Cailin, succionándolo con avidez.
– Le está excitando chupándole y acariciándole con la lengua -explicó Joviano. -¿Lo ves?, ya está lleno de lujuria. Es un joven ansioso.
Casia ya no podía contener al hombre dentro de su boca. Se puso a cuatro patas. Castor se colocó detrás de ella y se arrodilló. Utilizando la mano para orientarse, empujó entre las nalgas de la muchacha. Casia gimió suavemente y, cuando lo hizo, Polux le levantó un poco la cabeza con una mano mientras con la otra ofrecía a la muchacha su miembro para que se lo metiera en la boca. Castor le cogió las caderas con sus grandes manos y muy despacio la penetró. Entonces empezó a embestirla con deslizamientos lentos y largos de su miembro.
– Yo no puedo hacer eso -dijo Cailin, estupefacta.
– Claro que sí, y no sólo harás eso sino más, querida -la tranquilizó Joviano. -Observarás el cuidado con que él la trata. A pesar de lo excitado que está, se muestra tierno. Debe serlo para no hacerle daño. Perdería la vida si lo hiciera, y lo sabe. -Joviano pasó un brazo por los hombros de Cailin, la atrajo hacia sí y le puso una mano en la entrepierna, para sorpresa de Cailin. -Bien, ya estás húmeda de deseo, a pesar de esas pueriles protestas. Apolo, ven y calma a nuestra pequeña novicia. Túmbala de espaldas y fóllala bien.
Curiosamente, la tierna piedad en los ojos de Apolo endureció el corazón de Cailin, que comprendió que si no se hacía dueña de la situación, los tres hermanos la intimidarían en cada actuación. Se tumbó sobre una mullida alfombra colocada en el suelo de mármol, separó las piernas y observó a Joviano. Luego dijo:
– Él está listo como yo para copular, mi señor. Su miembro está bien, pero los he visto mayores. Ven, Apolo, y cumple la orden de nuestro amo.
Cailin no sintió absolutamente nada mientras él la follaba con vigor. Se mostraba fría como el hielo. Por fin, Casia, finalizada su actuación, se arrodilló junto a la cabeza de Cailin y le indicó en voz baja:
– Siempre tienes que hacer creer al hombre que sientes una pasión como nunca has sentido, aunque no sea verdad. Echa la cabeza hacia atrás y hacia adelante. ¡Bien! Ahora gime y clávale las uñas en la espalda. -Miró a Joviano y éste sonrió al ver que Cailin hacía lo que le había indicado. -Es una buena alumna, mi señor.
«Estoy muerta -pensó Cailin- y esto es el Hades.» Pero no lo era. Durante varias semanas fue instruida en las artes eróticas, y, para su sorpresa, resultó una alumna aventajada. Por fin llegó el día en que Cailin y el trío de jóvenes norteños dieron vida a la obra de Joviano ante los ojos encantados de éste. Dos días después realizaron un ensayo con disfraces ante todos los residentes de Villa Máxima. Al terminar, Cailin y Joviano recibieron las felicitaciones de todos: Joviano por sus habilidades creativas y Cailin por su actuación sencillamente acrobática.
– La semana que viene empezaremos las actuaciones -anunció Joviano con entusiasmo. -Hay tiempo suficiente para que nuestros clientes especiales sepan que ocurrirá algo extraordinario. ¡Oh, hermano mío, vamos a ser ricos!
«La virgen y los bárbaros» fue un éxito inmediato. Jamás en la historia de Constantinopla se había visto nada igual. Todo salía exactamente como Joviano había vaticinado. Focas, en una rara muestra de excitación, apenas podía contener su alegría ante los miles de solidi que se amontonaban en su caja de caudales. La obra se representaba dos veces a la semana ante varios cientos de espectadores, cada uno de los cuales pagaba cinco solidi de oro. Una noche, Joviano buscó a su hermano mayor y le dijo con excitación:
– ¡Ha venido la emperatriz y el general Aspar! Me he sentado con ellos en la primera fila para ver mejor la representación. ¡Por todos los dioses! ¡Sabía que tenía razón! Voy a empezar a idear otra obra, Focas.
– Me pregunto si es tan fascinante como dicen los rumores -murmuró el príncipe Basilico a su compañero.
Era un hombre elegante y de piel clara, pelo negro y ojos castaño oscuro. Culto y educado, era inusual encontrarle en un ambiente como aquél, en particular dada su piedad pública y su círculo de amigos religiosos.
– Lamentaré haber permitido que me arrastraras hasta aquí esta noche, Aspar.
El general rió.
– Eres demasiado serio, Basilico.
– ¿Y debería ser más como tú? ¿Un aficionado a los juegos y espectáculos públicos, Aspar? Si no fueras el mejor general que el imperio ha conocido, la corte no te toleraría.
– Si no fuera el mejor general que el imperio ha conocido -repuso Aspar con calma, -tu hermana Verina no sería emperatriz.
El príncipe rió.
– Es cierto -admitió. -Tú hiciste emperador a Leo aunque elegiste a Marciano ante él. Tú mismo serías emperador de no ser por mis amigos de la Iglesia. Ellos te temen, Aspar.
– Entonces son unos necios. Da gracias a Dios de que carezco de ortodoxia, Basilico. Prefiero hacer emperadores que ser emperador. Por eso tus amigos me temen. No comprenden por qué quiero ser como soy. Además, los tiempos han cambiado. Bizancio necesita un gran general más que un gran emperador; y hace tiempo que pasaron los tiempos en que un solo hombre podía ser ambas cosas.
– Tu modestia me conmueve -dijo con ironía el príncipe. -¡Dios mío! ¿No es la esposa del senador romano esa que va con ese tipo musculoso? ¡Claro que lo es!
Aspar contuvo la risa.
– Probablemente conocemos a la mitad de la gente que ha venido, Basilico. Mira allí. Es el obispo Andrónico, y observa con quién está. Es Casia, una de las mejores cortesanas que Villa Máxima puede ofrecer. He disfrutado de su compañía varias veladas. Es encantadora y tiene mucho talento. ¿Te gustaría conocerla? Pero no creo que esta noche me atreva a entrometerme con el obispo.
La sala estaba abarrotada. Jóvenes de ambos sexos desnudos empezaron a ir de un lado a otro, apagando las lámparas hasta que el recinto quedó en total oscuridad. Aspar sonrió al oír los gemidos bajos y respiraciones fuertes alrededor. Algunos de entre el público ya aprovechaban la oscuridad para hacer el amor. Entonces el grueso telón que ocultaba el escenario fue retirado y dejó al descubierto un segundo telón transparente. El escenario estaba muy bien iluminado, con lámparas colocadas a lo largo del suelo y otras colgadas de las vigas del escenario.
La cortina transparente fue corrida lentamente y tras ella apareció una hermosa joven sentada ante un telar. Su rostro era sereno, pero lo que Aspar encontró delicioso fueron sus largos rizos castaño rojizos. La muchacha iba vestida con una modesta túnica blanca; sus esbeltos pies estaban desnudos. Trabajaba expertamente en el telar. Su actitud era de pureza e inocencia.
Se oía una música suave de fondo procedente de unos músicos invisibles. El general miró alrededor. Entre el público, los amantes empezaban a entrelazarse. La esposa del senador romano estaba sentada frente al escenario, encima del regazo de su amante. Tenía el vestido recogido igual que la túnica del joven sobre el que se sentaba. Lo que hacían era obvio. Aspar sonrió, divertido, y se volvió hacia el escenario. La muchacha levantó la mirada y Aspar vio que sus ojos eran absolutamente inexpresivos. Por un momento se preguntó si era ciega. Aquella mirada vacía le conmovió de una forma extraña y le hizo sentir lástima por aquella hermosa joven.
Entonces, de pronto, la puerta que daba al pequeño escenario se abrió. El público ahogó una exclamación al ver a tres guerreros desnudos, untados de aceite, entrar a grandes pasos. Los tres tenían idénticos rasgos faciales. Vestían casco con coleta y llevaban una espada y un escudo decorado; pero sus grandes órganos masculinos era lo que más llamaba la atención del público.
– ¡Dios de los cielos! -exclamó Basilico en voz baja. -¿De dónde vienen ésos? Supongo que no… ¡ah, sí, sí lo van a hacer!
Se inclinó hacia adelante, fascinado, mientras los tres bárbaros empezaron a violar a la indefensa virgen.
La pequeña prenda de vestir transparente que llevaba Cailin le fue arrancada con violencia de su voluptuoso cuerpo. Ella levantó el brazo derecho y se llevó la mano a la frente mientras bajaba el izquierdo y lo colocaba ligeramente hacia atrás. Esta postura ensayada permitió al público contemplar con claridad su hermoso cuerpo desnudo. Por un instante los tres bárbaros permanecieron inmóviles, como si también ellos admiraran a su víctima. Entonces, de pronto, uno de ellos cogió a la muchacha y la besó con fiereza, acariciando con sus grandes manos aquel apetecible cuerpo. Un segundo bárbaro cogió a la doncella y empezó a explorar sus labios, mientras el tercer hombre exigía su parte también. Durante unos minutos, los tres bárbaros besaron y acariciaron a Cailin ante el suspirante público.
– ¡Oh, por todos los dioses! -casi gimió una voz femenina sin rostro en la oscuridad cuando los tres dorados bárbaros de pronto se volvieron hacia el público, exhibiendo sus miembros viriles erectos al máximo.
Se oyeron más suspiros de lujuria y gemidos mientras proseguía la obra. Los tres bárbaros agarraron a la muchacha para impedir que escapara y se jugaron a los dados quién se llevaría la virginidad contenida en su templo de Venus. El público no lo sabía, pero esta parte era la única que quedaba al azar en cada representación.
Joviano creía que si los actores masculinos interpretaban siempre exactamente el mismo papel acabarían aburridos.
Apolo ganó la primera vez y sonrió con placer. En las tres últimas representaciones había quedado relegado al papel que su hermano Castor interpretaría aquella noche. Gimió de auténtico placer cuando se tendió debajo de Cailin, que fue obligada a dejarse penetrar por la vagina. Por su parte, Pólux se arrodilló detrás de la muchacha, la sujetó con fuerza por las caderas mientras ella guardaba el equilibrio apoyándose en las manos, y lentamente penetró en el templo de Sodoma de Cailin. La audiencia estalló en risas cuando Castor, aparentemente descartado de la diversión, se mostró abatido. Entonces una sonrisa perversa le cruzó el rostro. Se acercó al grupo, apoyó un pie a cada lado de Apolo y obligó a Cailin a levantar la cabeza. Se frotó contra los labios de ella hasta que, con aparente recato, ella abrió la boca y atrapó el miembro viril, al principio con timidez y luego chupando con avidez. Con cuidado los otros dos hombres empezaron a moverse también dentro de la chica. Los violadores aullaban de placer.
Era hábil, pensó el general. La muchacha parecía inocente como un corderito. Sin embargo, sus ojos inexpresivos le indicaban que hacía aquello para sobrevivir. Era evidente que no disfrutaba con aquellos tres hombres que la habían penetrado por tres orificios de su adorable cuerpo. Aspar vio alrededor de él hombres y mujeres boquiabiertos y con los ojos desorbitados de lujuria. Varias parejas, unidas físicamente, gemían de placer mientras los actores llevaban a término aquella pequeña pieza de depravación. Cuando el cuarteto se desplomó formando un montón de miembros entrelazados, se corrió el telón.
Joviano apareció, ante los vítores y gritos de aprobación del público.
– ¿Habéis disfrutado con nuestro pequeño entretenimiento? -preguntó con un brillo pícaro en los ojos.
El público rugió de aprobación y él se sintió radiante.
– ¿Hay alguna dama presente que quisiera disfrutar de las atenciones especiales de alguno de nuestros jóvenes y bellos bárbaros? -preguntó Joviano con cierto recato.
De inmediato fue bombardeado con ávidas peticiones. Los tres hermanos salieron rápidamente de detrás del telón para reunirse con sus felices compañeras de aquella noche. Para asombro de Basilico, la lasciva esposa del senador romano se apoderó de uno de los actores y desapareció con él y su joven amante.
– ¿Y la chica? -preguntó alguien a gritos.
– ¡Ah, no! -respondió Joviano con una sonrisa. -Nuestra virgen no es para nadie… de momento… Quizá algún día, caballeros, pero no ahora. Mi hermano y yo nos alegramos de que os hayáis divertido con nuestra obra. Habrá otra representación dentro de tres noches. Decidlo a vuestros amigos.
Y acto seguido desapareció tras el telón como una pequeña zorra saltando a su madriguera.
Aspar se puso en pie.
– Tengo que ocuparme de cierto asunto -dijo a su compañero. -¿Me esperas, Basilico?
– Creo que sí -respondió el príncipe. -Al fin y al cabo, ya estoy aquí.
Sonriendo para sí, Flavio Aspar salió del pequeño teatro. Llevaba varios años buscando diversión en Villa Máxima y sabía muy bien a dónde iba. Encontró a los dos hermanos Máxima en una pequeña habitación interior, contento con satisfacción los ingresos de aquella noche.
– ¡Mi señor, me alegro de veros! -Joviano se apresuró a saludarle mientras Focas levantaba la vista lo suficiente para hacer un gesto de asentimiento al general. -¿Os ha gustado la obrita? He visto que el príncipe Basilico estaba con vos.
– Nada escapa a tus agudos ojos, ¿verdad, Joviano? -dijo el general riendo. -La actuación ha sido brillante. Un poco dura para la chica, diría. ¿Eso es lo que limita sus apariciones a dos veces a la semana?
– Claro. Cailin es muy valiosa para nosotros. No queremos causarle ningún daño -dijo Joviano.
– Quiero comprarla -respondió Aspar con voz tranquila.
Joviano sintió que el corazón le daba un vuelco. Sus ojos se posaron en los de su hermano, nervioso. Sin duda no habían pensado en esa posibilidad.
– Mi señor -dijo despacio, -no está en venta. Al menos por ahora. Quizá más adelante…
Notó una gota de sudor resbalarle por la espalda. Aquél era el hombre más poderoso del imperio bizantino. Más que el propio emperador.
– Mil solidi de oro -ofreció Aspar, y sonrió para demostrar que la negativa de Joviano no le ofendía.
– Tres mil -respondió Focas.
Focas Máxima carecía de sentimientos. Joviano podría protestar, pero enseñarían a otra muchacha para que ocupara el lugar de Cailin. Además, la obra ya no era una auténtica novedad.
– Mil quinientos -replico el general sin vacilar.
– Dos mil -replicó a su vez Focas.
– Mil quinientos -insistió con firmeza el general, indicando que el regateo había terminado. -Que me entreguen a la chica en mi villa privada de la costa. Queda a sólo ocho kilómetros de la puerta Dorada. Cuando lleguéis mañana, el mayordomo os dará el oro. Confío en que lo consideraréis un trato satisfactorio, caballeros.
Ni por un instante creyó que pudiera serle negado.
– Preferiríamos, mi señor, que el oro nos fuera entregado aquí. No creo que a ninguno de los dos le gustara regresar de más allá de las murallas de la ciudad cargado con semejante tesoro -explicó Focas. -Cuando nos hayan traído el dinero, nos complacerá enviaros la chica.
Hizo una cortés inclinación de cabeza.
– Muy bien -respondió Flavio Aspar, y al ver la expresión abatida de Joviano, añadió: -No estés triste, mi viejo amigo. «La virgen y los bárbaros» se estaba volviendo muy popular. Pronto nadie creerá que tu pequeña protegida… ¿cómo la llamáis?… es virgen. Crea una nueva obra para tu público, Joviano. No perderás nada con ello. Los que no han visto ésta estarán doblemente ansiosos por ver la próxima, y los que la han visto estarán igualmente ansiosos por ver la siguiente.
– Cailin. Se llama Cailin. Es britana -respondió Joviano. -¿Seréis amable con ella, mi señor? Es una buena chica nacida en tiempos difíciles. Si le preguntáis, os contará su historia. Es de lo más fascinante.
– No la he comprado para hacerle daño, Joviano -espetó el general. Luego añadió: -Caballeros, no quiero habladurías respecto a esta transacción, ni siquiera con mi amigo Basilico. No quiero que nadie conozca mi compra.
– Lo comprendemos perfectamente, mi señor -dijo Joviano con suavidad, empezando a recuperar su aplomo. Conociendo la historia de Sexto Escipión, siempre se había sentido un poco culpable por convertirla en la protagonista de su obra. Comprendió que como amante del general Aspar estaría más a salvo y, posiblemente, incluso sería más feliz. -Supongo que ahora os veremos menos -dijo.
– Quizá -respondió Aspar.
Con un gesto de asentimiento a los dos hombres, abandonó la estancia y cerró la puerta tras de sí.
– ¡Por todos los dioses! -exclamó Focas. -Hemos tenido a esa chica en nuestro poder menos de tres meses, querido hermano. Sus actuaciones nos han hecho ganar mil quinientos solidi y su venta nos ha aportado otros mil quinientos. Un excelente beneficio con una esclava que sólo nos costó cuatro folies, aun considerando el coste de mantenerla, el cual realmente ha sido mínimo. Te felicito, Joviano. ¡Tenías razón!
Joviano esbozó una amplia sonrisa. Un cumplido de Focas era tan raro como encontrar una perla perfecta en una ostra.
– Gracias, hermano -dijo. -¿Se lo dirás a la chica?
– Hablaré con ella por la mañana. Las noches que tiene función se baña y se va a la cama inmediatamente después. Ahora debe de estar dormida, y siempre duerme como un tronco.
Dormir. Era la única manera que tenía Cailin de escapar. Creía que era una mujer fuerte. Casi se había convencido de que podría hacer todo lo que le pidieran. Pero no creía que pudiera soportarlo mucho más tiempo. No es que nadie la maltratara, ya que todos se esforzaban para que se sintiera cómoda. Todos en Villa Máxima la mimaban y complacían. Joviano se dedicaba casi por completo a ella. Apolo, Castor y Polux la adoraban abiertamente. Incluso habían llegado a mostrarle un león dibujado en un mosaico, señalándola a ella, para indicar, a su manera, que era valiente como un león. Eso la halagó, pero no era suficiente. Recientemente había oído a Joviano hablar de un nuevo espectáculo que estaba ideando para ella. Sin duda no podría ser peor del que ya estaba representando.
Para su sorpresa, Joviano se reunió con ella a la mañana siguiente para tomar la primera comida del día.
– No podía dormir -dijo él, -y por eso he ido temprano al mercado. Mira qué estupendo melón te he traído. Lo tomaremos juntos mientras te cuento la increíble suerte que has tenido, Cailin.
– La diosa Fortuna no ha sido muy buena conmigo últimamente -replicó ella, entregándole el melón a Isis para que lo partiera.
– Anoche te sonrió ampliamente, querida -dijo Joviano. -Flavio Aspar, el hombre más poderoso de Bizancio, se hallaba entre el público.
– Creía que el hombre más poderoso era el emperador -observó Cailin.
– Flavio Aspar es el general más afamado de Bizancio. Ha elegido personalmente a los dos últimos emperadores. Los dos, el difunto Marciano y el actual León, le deben su posición.
– ¿Y qué tiene que ver ese general conmigo, mi señor?
Cailin cogió la rodaja de melón que le ofrecía Isis. Era agradablemente dulce y el jugo le resbaló por la barbilla. Sacó la lengua para lamerlo.
– Te he vendido a él -respondió Joviano, dando un mordisco a su rodaja de fruta. -Ha pagado mil quinientos solidi de oro por ti, querida. ¿No te dije que tu valor aumentaría?
– También me dijisteis que podría comprar mi libertad -replicó Cailin con amargura. -¿No os dije que no debía confiar en nadie? Pero vos me jurasteis que podía confiar en vos, mi señor.
– Querida niña -protestó Joviano, -no solicitamos tu venta. El acudió a nosotros después de la función de anoche y dijo que deseaba comprarte. Es el hombre más poderoso del imperio, Cailin. No era posible negarse y seguir prosperando. Negarle a Aspar lo que quería habría sido un suicidio. -Le dio una palmadita en el brazo. -No temas, querida. Será bueno contigo. No creo que el general haya tenido jamás una amante. Cuando quería tener una mujer que no fuera su esposa venía aquí, o iba a algún otro establecimiento respetable como el nuestro. Deberías sentirte honrada. Cailin le miró furiosa.
– ¿Cómo regresaré a Britania para vengarme de Antonia Porcio? -preguntó echando fuego por los ojos.
– Una mujer lista, Cailin (y creo que tú lo eres), comprendería que se le ofrece una gran oportunidad. Aspar te llenará de regalos si le satisfaces. Incluso es posible que algún día te libere.
– Yo carezco de las habilidades de una cortesana -repuso ella. -Esas lecciones tenían que venir más adelante. Lo único que soy capaz de hacer es… -Se sonrojó. -Bueno, ya sabéis lo que puedo hacer, mi señor, pues vos concebisteis el Hades en que he vivido durante las últimas semanas. ¿Vuestro poderoso general no creerá que ha sido engañado cuando descubra que la mujer que compró no posee ninguna habilidad en el arte del erotismo?
– No creo que quiera una cortesana con experiencia, Cailin -dijo Joviano. -Aspar es un hombre extraño. A pesar de todos sus conocimientos militares, es una persona muy buena en un mundo muy cruel. Sin embargo, no te equivoques con él. Es un hombre acostumbrado a que le obedezcan. Puede ser muy duro.
En ese momento entró Focas.
– Ha llegado el mensajero con el oro -dijo exultante. -Lo he contado y está todo, querido hermano. ¿Se lo has dicho a Cailin? ¿Está preparada para marcharse?
– Tengo que lavarme las manos y la cara -respondió Cailin por Joviano. -Luego estaré lista para partir, mi señor Focas.
No había nada más que decir. Isis le llevó una palangana con agua y Cailin se limpió los restos de melón. Entonces se despidió de Isis y fue acompañada por los dos hermanos al patio, donde le esperaba una litera. Vestía una sencilla túnica blanca anudada en la cintura con un cordón dorado. Las mangas de la prenda le caían con elegancia sobre los brazos. Iba descalza, pues en Villa Máxima no necesitaba sandalias y no le habían dado calzado.
Casia salió al patio y dijo:
– No podéis permitir que se marche sin esto. -Con una pequeña sonrisa colocó unos pendientes de amatista, perla y oro en las orejas de Cailin. -Todas las mujeres merecen alguna joya. Que los dioses te acompañen, amiga mía. No creo que comprendas cuan afortunada eres.
– Gracias, Casia -exclamó Cailin. -Nunca he tenido unos pendientes tan bonitos como éstos; y gracias por todo.
– Sé tú misma y tendrás éxito con él -le aconsejó Casia.
– Te visitaré pronto -dijo Joviano a Cailin, y la ayudó a subir a la litera. -Sigue el consejo de Casia. Ella conoce el oficio como ninguna.
Cailin sintió un momento de pánico cuando alzaron la litera y los porteadores cruzaron las puertas de Villa Máxima. Una vez más se enfrentaba a lo desconocido. ¡Parecía tan extraño, tras la vida apacible que había llevado en Britania, que en el espacio de dos años su destino hubiera dado tantos giros! Cailin se recostó y cerró los ojos mientras era transportada a través de la ciudad. En la puerta Dorada la litera se detuvo en la cola que esperaba cruzar. Oyó a una voz áspera preguntar:
– ¿Y qué tenemos aquí?
– Esta mujer pertenece al general Aspar y va a Villa Mare -fue la escueta respuesta.
– Echaré un vistazo -respondió la voz, y el velo diáfano de la litera fue apartado.
Cailin clavó la mirada fríamente al soldado que miró dentro. Éste soltó la cortina.
– ¿Pertenece al viejo Aspar? -preguntó el guardia, silbando con admiración. -¡Menuda belleza! ¡Adelante, moveos!
Volvieron a alzar la litera y a avanzar. Cailin atisbo entre las cortinas. El camino discurría a través de una llanura fértil con campos de trigos, huertos y olivares a ambos lados. Más allá se encontraba el mar. No lo veía pero percibía el aroma del aire salado. Empezó a sentirse mejor. El mar era un medio de escapar, y ahora que estaba fuera de Villa Máxima, jamás volvería a degradarse como había hecho en las últimas cinco semanas.
Avanzaron por un camino llano y luego notó que los porteadores reducían el paso y giraban. Volvió a atisbar y vio que habían cruzado una puerta de hierro y recorrían un sendero flanqueado por árboles. Se hallaba de nuevo en el campo, pensó, aliviada de verse libre del ruido y el hedor de Constantinopla. Los porteadores se detuvieron y dejaron la litera en el suelo. Apartaron las cortinas y le tendieron una mano. Cailin bajó y descubrió que la mano pertenecía a un anciano de cabello blanco y baja estatura.
– Buenos días, señora. Soy Zeno, el sirviente de Villa Mare. El general me ha encargado que os dé la bienvenida. Éste es vuestro hogar y todos estamos a vuestras órdenes.
Hizo una cortés reverencia con una sonrisa amistosa en el rostro.
– ¿Dónde está vuestro amo, Zeno? -preguntó ella.
– No veo al general desde hace varios meses, señora. Ha enviado un mensajero esta mañana temprano con sus órdenes para vos.
– ¿Se le espera pronto? -Qué extraño resultaba aquello.
– No me ha informado de ello, señora -dijo Zeno. -Entrad y tomad algún refresco. El día empieza a ser caluroso y el sol es muy fuerte a finales de junio. Pero imagino que la ciudad debía de ser un horno.
Cailin le siguió.
– No me gusta la ciudad -dijo. -El ruido y la suciedad son espantosos.
– Es cierto. Hace muchos años que sirvo al general, pero cuando me ofreció ser su sirviente en Villa Mare, le besé los pies agradecido. Cuanto más mayor me hago menos tolerancia parezco tener, señora. ¿Vos no sois ciudadana de Bizancio?
– Soy britana -respondió Cailin, y aceptó una copa de vino fresco de manos de un sonriente siervo.
– Me han dicho que es una tierra salvaje y bárbara -observó Zeno con seriedad. -Dicen que la gente es de color azul, pero vos no lo sois, señora. ¿Estoy confundido, pues?
Cailin no pudo reprimir la risa, pero al punto calmó al sirviente diciéndole:
– En la antigüedad los guerreros se pintaban de azul cuando acudían a la batalla, Zeno, pero no tenemos la piel azul.
– Ya lo veo, señora, pero ¿por qué se pintaban de azul?
– Nuestros guerreros creían que aunque el enemigo pudiera matarles y arrebatarles sus posesiones, si iban pintados de azul no podrían robarles su honor y su dignidad. Britania no es una tierra salvaje. Hemos formado parte del Imperio más de cuatrocientos años, Zeno. Mi propia familia descendía de un tribuno romano que fue allí con el emperador Claudio.
– Veo que tengo que aprender mucho acerca de los britanos, señora. Espero que compartiréis vuestros conocimientos conmigo. Valoro en gran medida el conocimiento -declaró Zeno.
Durante los siguientes días Cailin exploró su nuevo ambiente. Villa Mare se parecía mucho a su hogar de Britania; era una sencilla pero confortable villa en el campo. El atrio tenía un pequeño estanque cuadrado con peces y a ella le gustaba sentarse allí durante el calor del día, cuando en el exterior no se estaba demasiado bien. Su dormitorio era espacioso y aireado. No había más que una docena de sirvientes, todos ellos ya mayores. Era evidente que el general Aspar enviaba a Villa Mare a los esclavos que deseaba retirar, pues allí disfrutarían de una vida más sencilla y fácil. Parecía un acto de bondad, y con ello creció la curiosidad que sentía por el hombre que la había rescatado de Villa Máxima; pero, al parecer, no se le esperaba pronto. Era como si, deliberadamente, la dejara en soledad para que se recuperara de la difícil prueba que había afrontado en los últimos meses. Si era así, Cailin le estaba agradecida.
Zeno se quedaba fascinado con las historias que ella le contaba de Britania. Al parecer, nunca había estado en ninguna otra ciudad aparte de Constantinopla y sus aledaños. A Cailin le sorprendió descubrir que a pesar de su posición social era un hombre muy culto. Sabía leer y escribir latín y griego, y también llevar las cuentas. Le contó que había sido educado con el hijo de un noble de la corte de Teodosio II y había llegado al hogar del general Aspar cuando su amo había muerto lleno de deudas; entonces él, junto con los otros esclavos de la casa, fueron vendidos.
– Vos no nacisteis esclava, mi señora -le dijo Zeno un día.
– No -respondió ella. -Fui traicionada por una mujer a la que creía amiga. Hace un año yo estaba en Britania y era esposa y futura madre. Si me hubieran dicho que éste sería mi destino, jamás lo habría creído, Zeno. -Sonrió levemente, casi para sí. -Algún día regresare a casa y me vengare de esa mujer. ¡Lo juro!
Era evidente que aquella joven pertenecía a la clase alta, pero como Zeno había nacido esclavo, hijo y nieto de esclavos, no hizo más preguntas. Habría sido presuntuoso por su parte y no podía, a pesar de su curiosidad, cambiar los hábitos de toda una vida. No importaba que ella también fuera esclava. Era una esclava que había nacido patricia. Era superior a él, a pesar de su juventud.
– Háblame de tu amo -pidió Cailin.
– ¿No le conocéis? -dijo Zeno. -Qué curioso.
– Ni siquiera sé qué aspecto tiene -admitió ella con inocencia. -El amo de la casa en que servía vino a mí una mañana y me dijo que el general Aspar me había visto y admirado y me había comprado. Entonces me enviaron aquí. Todo me resulta muy extraño.
Zeno sonrió.
– No -dijo. -Es el tipo de cosa que él haría, señora. Los que estamos con él hace tantos años conocemos su buen corazón, aunque no tiene fama de ello. La tendría si fuera emperador de Bizancio, señora, pero en cambio colocó a León en el trono.
– ¿Por qué?
Indicó a Zeno que se sentara con ella junto al estanque del atrio, alentándole a proseguir.
– Desciende de los alanos, señora. En otro tiempo fueron un clan nómada dedicado al pastoreo que vivía más allá del mar Negro. Los alanos fueron expulsados de su tierra por los hunos, una fiera tribu guerrera que hasta hace poco era gobernada por un animal llamado Atila. Aunque el general es cristiano, es un cristiano ario. Mientras que los cristianos ortodoxos creen que su Santísima Trinidad (el Dios Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) son uno y trino, los arios creen que el Hijo es un ser diferente de Dios Padre y lo subordinan a él.
»Discuten una y otra vez la doctrina. Aunque algunos de nuestros emperadores se sienten atraídos pe los arios, la Iglesia ortodoxa se mantiene firme en Bizancio. No dejarán que un cristiano ario reconocido sea emperador. Sinceramente, no creo que él quiera serlo, señora. El emperador no es un hombre libre. Preferiría ser un hombre libre que monarca.
– ¿Tiene esposa? ¿O hijos? -preguntó Cailin.
– Durante muchos años el general estuvo casado con una buena mujer de Bizancio, Ana. En el primer año de su matrimonio tuvieron un hijo, Ardiburio, luego una hija, Sofía. Hace nueve años la señora Ana tras muchos años de esterilidad, dio a nuestro amo su segundo hijo varón, Patricio. El parto la debilitó y permaneció inválida hasta su muerte hace tres años. Villa Mare se compró para ella, porque se creyó que el aire del mar le resultaría saludable.
»Creíamos que el general seguiría sin pareja, pero el año pasado volvió a casarse. Sin embargo, se trata de una alianza política. La señora Flácida es viuda y tiene dos hijas casadas. Ni siquiera vive en la casa de nuestro amo en la ciudad, sino que sigue en el hogar que tuvo durante años. Es una mujer de la corte con poderosas conexiones, pero me temo que resulta una pobre compañía para el general. El está solo.
– El problema con los siervos viejos y valiosos, -dijo una voz profunda- es que saben demasiadas cosas de uno y son dados a la conversación ociosa.
Zeno se levantó al instante y se arrodilló ante el hombre que había entrado en el atrio, besándole el borde de la capa.
– Perdone a un viejo necio, mi señor -dijo, y añadió: -¿Por qué no enviasteis recado de que veníais?
– Porque esta casa siempre está en perfecto orden para recibirme, Zeno -respondió Aspar, ayudando al anciano a ponerse en pie. -Ahora ve y tráeme un poco de vino fresco, el vino chipriota, pues el viaje ha sido largo y caluroso. -Tras despedir al criado, se volvió a Cailin: -¿Has descansado bien?
– Gracias, mi señor -respondió ella tratando de no mirarle fijamente.
– ¿Zeno se ha ocupado de que estuvieras cómoda? -preguntó él.
«Qué hermosa es», pensó. La había comprado en un impulso, por piedad, pero ahora se daba cuenta de que quizá no había sido tan necio. Hacía mucho tiempo que ninguna mujer le había hecho latir el corazón con violencia y encenderle la entrepierna de puro deseo.
– No me han tratado más que con amabilidad, mi señor -contestó Cailin con voz suave.
«Es un hombre muy atractivo», pensó, comprendiendo al ver su mirada el lugar que ocuparía en aquella casa.
– Dadme la capa -se ofreció, desabrochando el botón de diamante de la prenda y dejándola a un lado.
Él era cuatro o cinco centímetros más alto que ella; no tan alto como Wulf o el trío de hombres del norte, pero tenía un cuerpo sólido y robusto. Era evidentemente un general que se mantenía en tan buena forma como se exigía a sus hombres.
– ¿Qué perfume llevas? -preguntó él.
– No llevo ningún perfume, mi señor, pero me baño cada día -respondió Cailin, nerviosa, apartándose un paso de él. -Probablemente es el aroma del jabón lo que permanece en mi piel.
– Una vez haya tomado el vino nos bañaremos juntos. El viaje ha sido caluroso y en la ciudad aún hacía más calor. ¿Te gusta estar cerca del mar?
– Me crié en el campo, mi señor, y viví allí hasta que llegué a Constantinopla. Lo prefiero a la ciudad -respondió con calma, pero el corazón le latía con fuerza. «Nos bañaremos juntos.» Si antes había albergado alguna duda respecto a qué lugar iba a ocupar allí, ahora ya no le quedaba ninguna.
Zeno regresó con el vino y Aspar se sentó en el banco de mármol junto al estanque, bebiendo a sorbos la bebida fresca y apreciándola. Cailin permaneció callada a su lado, observándole. Tenía el pelo castaño oscuro, moteado de plata; lo llevaba corto y peinado a la manera militar. La mano que sujetaba la copa era grande y los dedos largos y de aspecto fuerte. Llevaba un gran anillo de oro en el dedo medio. El rubí que ostentaba estaba tallado en forma de águila de dos cabezas, el símbolo de Bizancio.
Él percibió su mirada y levantó los ojos. Cailin enrojeció. Él sonrió. Fue una sonrisa rápida y traviesa como la de un niño. Tenía los dientes blancos y regulares y los ojos mostraban un brillo gris plateado. Las arrugas alrededor de los ojos le indicaron que era un hombre que sonreía con facilidad.
– Creo que tengo la nariz demasiado grande, ¿qué opinas tú, Cailin?
Volvió a sonreír y ella sintió que las rodillas le flaqueaban. No era un hombre guapo, pero tenía algo.
– Creo que tenéis una nariz muy bonita, mi señor -respondió.
– Las ventanas son demasiado grandes -replicó él. -Pero mi boca está bien proporcionada, ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Nuestro amigo Joviano tiene una boca como el arco de Cupido, pero adecuada para un hombre, ¿no lo crees así? Probablemente de niño era encantador.
– Joviano todavía tiene algo de niño -observó Cailin.
Aspar emitió una risita.
– O sea que hay un ojo experto y, sospecho, un agudo intelecto bajo ese hermoso rostro y cuerpo. -No sabía que mi rostro fuera particularmente visible cuando me visteis, mi señor, y mi cuerpo estaba bastante contorsionado o así me lo parecía -dijo Cailin con sentido del humor. Luego se puso seria. -¿Por qué me comprasteis, señor? ¿Tenéis por costumbre comprar internas de burdeles?
– Cuando te vi me pareciste la mujer más valiente que jamás había conocido -dijo él. -Estabas luchando por sobrevivir en Villa Máxima. Lo vi en la mirada vacía con que obsequiaste al público y el modo estoico con que aceptabas la degradación a que te sometían en aquella obscena obra de Joviano.
»El imperio que gobierna el mundo, al menos gran parte de él, está regido por los mismos degenerados que encontraron divertida tu vergüenza. Yo soy miembro de esa clase gobernante, pero esa gente me asusta más que cualquier peligro que jamás haya arrostrado en la batalla. Cuando de manera impulsiva te compré a Joviano, quien por cierto no se habría atrevido a negarse a mi petición, lo hice porque me pareció que tu valentía debía ser recompensada liberándote del infierno que tan valientemente soportabas. Ahora, sin embargo, creo que quizá también había otra razón. Me excitas, al parecer.
Su franqueza sorprendió a Cailin. Ésta luchó por conservar la compostura.
– Debe de haber muchas mujeres hermosas en Bizancio, mi señor -dijo. -Según me han dicho, es una ciudad de mujeres bellas sin igual. Seguro que hay otras que merecen vuestra atención más que yo, una humilde esclava de Britania.
La carcajada que soltó Aspar sobresaltó a Cailin.
– Por Dios, no había pensado que la pusilanimidad formara parte de tu naturaleza, Cailin -dijo Aspar.
– ¡Nunca he sido pusilánime! -protestó ella indignada.
– Entonces no empieces a serlo ahora -la reprendió él. -Eres una mujer hermosa y te deseo. Puesto que te compré, poco puedes hacer excepto soportar el horrendo destino que te tengo reservado.
Dejó la copa y se levantó para colocarse frente a ella.
– Sí, vos me poseéis -dijo Cailin, y, para su vergüenza, las lágrimas acudieron a sus ojos y se vio incapaz de controlarlas. -Tengo que obedeceros, mi señor, pero jamás me tendréis por completo, pues hay una parte de mí que sólo yo puedo dar. ¡Ningún hombre puede cogerla!
Él le cogió la barbilla entre el pulgar y el índice, asombrado por las sinceras palabras de Cailin y conmovido por su apasionado reto. Las lágrimas resbalaban lentamente por las mejillas de la muchacha como pequeñas cuentas de cristal.
– Dios mío -exclamó él, -¿sabías que tus ojos brillan como amatistas cuando lloras? Me partes el corazón. ¡Cesa, te lo ruego, belleza mía! Me rindo humildemente a tus pies.
– ¡Detesto ser esclava! -exclamó ella desesperada. -¿Y cómo es que podéis atravesar las defensas que con tanto cuidado he construido a mi alrededor en estos últimos meses, cuando nadie más ha podido hacerlo?
– Utilizo mejor táctica que los otros -bromeó él. -Además, Cailin, aunque tientas mi naturaleza más primaria, te encuentro fascinante en otros aspectos. -Le enjugó las lágrimas con un dedo, suavemente. -Ya he terminado mi vino. Nos conoceremos mejor en el baño. Te prometo que procuraré no volver a hacerte llorar si no te muestras pusilánime. ¿Satisfecha, belleza mía? Creo que soy bastante generoso.
Cailin no podía enfadarse con él. Realmente se estaba comportando con mucha bondad, pero aun así tenía un poco de miedo.
– De acuerdo -dijo por fin.
– Vamos, pues -repuso él, y la cogió de la mano y salieron juntos del atrio.