Jamás habría una celebración de Beltane sin que Cailin recordara la tragedia sobrevenida a su familia. La alegría del festival siempre estaría teñida de tristeza. Cuando ella y Wulf regresaron a Britania el año anterior, la fiesta había quedado aplazada para ellos debido a que estaban demasiado ocupados reconstruyendo sus vidas. Este año, sin embargo, era diferente. Los campos ya exhibían el verdor de la nueva cosecha. Había un aire de nueva esperanza que ella no recordaba haber sentido en toda su vida.
El tiempo era perfecto, y a pesar del inminente nacimiento de su hijo, Cailin se levantó temprano para recoger ramas floridas para decorar la casa. Se llevó a Aurora y, a su regreso, observó a Nellwyn y a Aelfa holgazanear cerca de las puertas de la casa y coquetear con los hombres que estaban de guardia. Llamó con aspereza a Nellwyn para que se llevara a Aurora y regañó a Aelfa por su ociosidad. Luego entró presurosa en la casa y oyó risas a sus espaldas; pensó que probablemente habían sido provocadas por alguna grosería dicha por Aelfa.
Cailin no comprendía por qué la muchacha no había recuperado la memoria. No estaba tan malherida cuando la encontraron. En realidad, ni la cabeza ni la cara habían recibido ningún golpe. La habían tratado con gran bondad durante las semanas que llevaba viviendo con ellos. Cailin sospechaba que la joven sabía muy bien quién era su gente y de dónde procedía, pero no quería revelarlo por miedo a que la echaran de su cómodo lugar en Caddawic, pues obviamente ésta era mejor que todas las demás moradas. Cailin se dio cuenta de que no quería que Aelfa permaneciera mucho tiempo en Caddawic. Si la chica no podía o no quería recordar, habría que encontrarle un marido en una de las aldeas antes de que el verano terminara. Cailin estaba dispuesta a entregarle la dote, pero Aelfa tenía que marcharse.
– ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Fuego!
Aurora, acurrucada en brazos de su madre, señaló con sus deditos las hogueras de Beltane que elevaban sus llamas al otro lado de las colinas.
– Sí, Aurora, ya lo veo -respondió Cailin.
– Qué bonito. ¡Mira a papá!
Cailin sonrió mientras Wulf saltaba el fuego, riendo, y luego otros hombres y mujeres le siguieron.
– ¡Salta, mamá! -pidió Aurora.
– No, preciosa, este año no -sonrió Cailin. -Estoy demasiado gorda. El año que viene -prometió.
Aelfa saltó las llamas y Cailin tuvo que admitir, aunque de mala gana, que era hermosa. Los hombres se arremolinaban alrededor como abejas en un bote de miel. Corio había venido de la aldea Braleah sólo para verla, pero Aelfa no parecía atraída hacia él, para decepción del joven. Los dos favoritos de Aelfa eran soldados, Alberto y Branhard, que competían por su atención. A Cailin le dolía ver la expresión de dolor en Corio, pero también sabía que podía tener a alguien mejor que Aelfa si realmente deseaba una esposa. Observó, medio divertida y medio molesta, que Aelfa desaparecía en la oscuridad con uno de sus admiradores y poco después regresaba para volver a marcharse con el otro.
– Tiene la moral de un pájaro -dijo Cailin a Wulf. -Antes de que termine la noche hará que esos dos se peleen.
– Es joven y estamos en Beltane -respondió él sin darle importancia.
– Por lo que he visto esta noche, tenemos que encontrarle un marido, y cuanto antes mejor -repuso Cailin con seriedad. ¡Por todos los dioses! ¡Hablaba como una anciana! ¿Qué le ocurría?
– Sospecho que tienes razón, ovejita -respondió él, para sorpresa de ella. -Es una doncella demasiado encantadora para dejarla correr libremente mucho tiempo. No puedo discutir con mis hombres por una muchacha bonita. La discordia es una debilidad que no podemos permitirnos. Ragnar ha seguido el consejo que le di y está expandiendo su territorio hacia el sur. Su hermano Gunnar se ha unido a él. No me cabe duda de que, incitado por Antonia, será lo bastante necio para volver sus ojos a nuestras tierras en algún momento. Debemos permanecer fuertes.
Aurora, medio dormida, le pesaba en los brazos a Cailin.
– Nellwyn -llamó a la niñera, -llévate a Aurora y acuéstala. -Luego se volvió hacia su esposo. -Pregunta a Orrford si hay algún joven que busque esposa. Si haces elegir a Aelfa entre Albert y Branhard, se pelearán por ella. No está enamorada de ninguno de los dos, más bien juega con ellos. Corio está enamorado de ella, pero no es la mujer que le conviene. Es mejor que la enviemos lejos de Caddawic y Braleah. De ese modo, ninguno de sus admiradores de aquí podrá verla mucho tiempo, si es que la ve alguna vez. Cuando termine el verano, Aelfa tiene que estar casada.
– Recorreré todas las aldeas -dijo Wulf. -Pero esperaré a que nazca el hijo que me has prometido, ovejita. Iré personalmente a buscar al joven adecuado para que Aelfa se case en Orrford.
– Bien -asintió Cailin, pero a pesar de estar de acuerdo su voz interior no callaba. Siguió estando en guardia sin saber por qué.
Royse Hijo de Wulf nació el decimonoveno día de mayo. A diferencia de su hermana, su entrada en este mundo fue rápida y fácil. Cailin despertó antes del alba y comprobó que había roto aguas. Al cabo de pocos minutos sintió los primeros dolores de parto, y cuando el cielo empezaba a iluminarse con el nuevo día, el bebé nació, llorando, el rostro enrojecido y agitando los bracitos. Nellwyn asistió a su ama durante el parto, pero Aelfa se desmayó al ver la sangre y tuvo que ser retirada de la estancia.
El hijo de Cailin y Wulf fue fuerte y sano desde el primer momento. Chupaba ávidamente los pechos de su madre y siempre parecía hambriento. Como le había sido negada la primera infancia de su hija, Cailin disfrutaba con su maternidad. Sin embargo, sensible a los sentimientos de Aurora, hacía participar a la niña en el cuidado de su hermano para que no se sintiera abandonada. Como hermana mayor, Aurora, que cumpliría cuatro años el verano siguiente, lo hacía admirablemente, yendo a buscar a su madre al menor llanto de su hermano, ayudando a vestirle, vigilándole con Nellwyn.
– Tiene mucha paciencia con él -observó Cailin. -Será un niño mimado, me temo. Ya la conoce.
– ¿Has visto lo fuerte que es? -observó Wulf con orgullo. -Algún día será un hombre muy corpulento. Quizá incluso más que yo.
Cuando Royse tenía seis semanas y Cailin se había recuperado completamente del parto, Wulf partió para visitar sus aldeas. Antes de marcharse, llamó a Aelfa a su presencia y a la de Cailin. Ella se acercó con aire sumiso, particularmente bonita con una túnica de color azul pálido que se había confeccionado con una tela que Cailin le había regalado por Beltane.
– ¿En qué puedo serviros, señor? -preguntó.
– ¿Todavía no te ha vuelto la memoria, muchacha? -le preguntó.
Los ojos verde pálido de Aelfa se nublaron.
– Ay, mi señor, no… He intentado recordar, pero no puedo. Oh, ¿qué será de mí?
– Es hora de que te cases -le respondió Wulf.
– ¿Casarme? -Aelfa pareció sobresaltarse. Evidentemente era algo en lo que ni siquiera había pensado. -¿Os casaríais conmigo?
Cailin siseó furiosa. ¡Qué caradura tenía aquella zorra!
– Yo no -respondió él, algo desconcertado también por la pregunta. -Mañana iré a visitar las aldeas que me pertenecen. Como no recuerdas nada de ti misma, y no nos hemos enterado de que se hubiera perdido ninguna muchacha mientras has estado con nosotros, hemos decidido que es hora de que inicies una nueva vida. Como señor de estas tierras, tu bienestar es responsabilidad mía… Por lo tanto, te buscaré un buen esposo y te casarás lo antes posible. Espero que antes de que termine el verano.
– Pero yo no quiero un esposo -protestó Aelfa. -A lo mejor ya tengo uno, mi señor. ¿Y si es así?
– ¿Lo es, Aelfa? ¿Tienes esposo? -La fulminó con la mirada. -Quizá huiste de un esposo que te pilló con un amante y te dio una paliza por tu infidelidad.
– No lo recuerdo, mi señor -insistió ella con terquedad.
– Entonces -dijo Wulf sonriendo con aire bondadoso, -creo que lo mejor es que te encontremos un buen hombre y comiences una nueva vida. ¿De acuerdo?
Aelfa permaneció callada un largo momento, y por fin dijo:
– Sí, mi señor, pero ¿no podríais casaros vos conmigo?
– Con una esposa tengo suficiente -respondió él conteniendo la risa, -¿verdad, ovejita? Miró a Cailin con ternura.
– Nunca necesitarás otra -señaló ella con calma. Cuando Nellwyn se enteró del destino de la otra muchacha, se quejó a su ama:
– ¿Por qué Aelfa tendrá esposo y yo no? ¿No os he servido bien, mi ama?
– Más que bien, Nellwyn -la tranquilizó Cailin. -Puedes tener un esposo en cuanto lo elijas, a menos, claro, que prefieras que mi señor y yo escojamos un buen hombre para ti. Aelfa está sola en el mundo y necesita nuestra ayuda; pero tú, Nellwyn, siempre me has tenido a mí, y cualquier cosa razonable que desees te la daré por tu leal servicio.
– Cuando Aelfa llegó -repuso Nellwyn, -pensé que era agradable, pero no lo es, mi señora. Bromea con los hombres para que se distraigan.
– Lo sé -declaró Cailin. -Por eso sugerí a mi señor que le encontrara un esposo en Orrford.
– ¿Orrford? -Nellwyn rió entre dientes. -Está lejos, mi señora, y no es muy grande. Hay muchas vacas. Más que personas, creo.
– ¿De veras? -Cailin alzó una ceja.
– Tendrá que trabajar mucho -prosiguió Nellwyn. -La vida es dura en Orrford, y cuando esté casada no podrá coquetear con otros.
– Tienes razón. Los esposos se ofenden si una esposa coquetea con otros hombres, Nellwyn. Aelfa tendrá que ser una esposa muy buena y digna, ¿no te parece? -Sonrió a su sirvienta.
Nellwyn emitió una risita y dijo:
– No creo que a Aelfa le guste eso ni Orrford, mi señora. Finge ser sumisa y modesta ante vos y mi señor, pero tiene la lengua afilada y a veces sucia. Me parece que no es lo que pretende. Sin embargo nunca me ha hablado de su pasado. Ni siquiera habla en sueños.
– Pronto Aelfa dejará de preocuparnos -dijo Cailin para tranquilizarla. -A finales del verano se habrá marchado de aquí para reunirse con un esposo.
– ¡Buen viaje! -exclamó Nellwyn. -No lamentaré verla marchar, mi señora.
De pronto Cailin intuyó algo.
– ¿Te gusta Alberto o Branhard? -preguntó a la muchacha.
Nellwyn enrojeció intensamente.
– ¡Oh, mi señora! ¿Cómo lo habéis sabido? Es Alberto, pero el muy necio no se fija en mí porque sólo tiene ojos para Aelfa, aunque ella juega con él. Los dos están confusos por su perversa conducta, pero es a Alberto al que amo.
– Hacia Samain la habrá olvidado, te lo prometo -dijo Cailin. -Entonces veremos si acepta casarse contigo.
Los ojos azules de Nellwyn se llenaron de lágrimas.
– ¡Oh, mi señora, gracias! Sería una buena esposa para Alberto. Lo sería. ¡El muy tonto!
Sí, pensó Cailin después de su conversación con Nellwyn, cuanto antes se marchara de Caddawic, mejor. Aun así, su conciencia no la dejaba en paz. ¿Estaba siendo justa, arrojando a aquella zorra a los brazos de algún pobre muchacho inocente? Pero Wulf conocía los defectos de Aelfa y elegiría al hombre adecuado. Corregir la conducta de Aelfa sería tarea del novio. Cailin esperaba que fuera lo bastante fuerte para ello.
Hacía una semana que Wulf había partido cuando, una tarde, Aelfa desapareció. «¿Se habrá escapado?», se preguntó Cailin.
Sin embargo, Aelfa reapareció antes de que se cerraran las puertas aquella noche. Cuando fue interrogada acerca de su paradero, dijo que había estado recogiendo bayas.
– Pero no has traído ninguna -observó Cailin con aspereza.
– No las he encontrado, mi señora.
– Miente -dijo Nellwyn cuando ella y su ama hicieron su ronda para cerciorarse de que se habían tapado todos los fuegos y atrancado la puerta y de que todo estaba en orden. -No se ha llevado ninguna cesta, mi señora. ¿Cómo podía recoger bayas sin una cesta donde echarlas?
– No podía -coincidió Cailin. -Es más que probable que haya ido a reunirse con un amante en la colina, la muy descarada.
– Alberto y Branhard se miraban con bastante rabia a la hora de la cena, mi señora -informó Nellwyn.
– Ahí está la respuesta. Esa chica está enfrentando a los dos, pero no sé con qué fin.
Cailin subió a la buhardilla donde Aurora y Royse ya dormían. Sacó al bebé de la cuna y le alimentó antes de acostarse. No podía imaginar una vida mejor que la que tenía. Wulf, sus hijos, Caddawic… A veces miraba el viejo suelo de mármol de lo que había sido el hogar de su infancia y los recuerdos afloraban a su mente. Últimamente había sucedido con frecuencia, y descubrió que ya no le resultaba doloroso. La mayoría de sus recuerdos eran buenos, y a pesar de todo lo sucedido esos recuerdos no podían serle arrebatados. Siempre los poseería, y de esa manera siempre tendría a su familia con ella.
Cailin se durmió y no oyó que la tranca de la puerta era retirada con sigilo. Aelfa abrió y luego la cerró en absoluto silencio. Se quedó en el umbral un largo minuto, escuchando los ruidos de la noche, y luego echó a correr descalza por el patio hasta la casa del vigilante. La luna menguante confería un resplandor plateado a su figura. Llevaba un pequeño odre de vino en la mano. Al llegar, Aelfa entró deprisa en la casita, cerrando la puerta sin hacer ruido. Una sonrisa burlona le cruzó el rostro al ver al hombre que dormitaba en la silla del rincón. Qué débil era, y sin duda carecía del sentido del deber.
Aelfa se arrodilló a su lado y besó a Banhard en la boca, despertándolo con un sobresalto.
– ¿No querías verme? -murmuró con aire seductor, y los ojos de él se abrieron de par en par al ver la desnudez de la muchacha. -He traído un poco de vino del barril del amo. No lo echarán de menos -le tranquilizó, y le entregó el odre lleno. -Bebe.
Le besó por segunda vez.
– Aelfa… -dijo él con voz ahogada. -No deberías estar aquí. ¿Dónde está tu ropa? ¿Y si viene alguien?
– Alberto no haría tantos melindres -le pinchó Aelfa. -Hoy se ha encontrado conmigo en la colina y ha intentado poseerme. Yo he forcejeado y me he negado, pues eres tú, Branhard, a quien realmente deseo. Que Alberto se quede con Nellwyn, que está loca por él. -Sus pequeñas manos hurgaron bajo la túnica del hombre. -¡Tú sí eres un hombre de verdad! ¡Sé que lo eres! -Lo besó con fuerza. -¿No me deseas, Branhard, mi fuerte guerrero?
Aelfa le pasó la lengua por los labios seductoramente.
Branhard se dio cuenta, para su sorpresa, de que estaba conteniendo el aliento. Lo soltó con un lento siseo cuando las manos de la joven aferraron su miembro viril y se pusieron a juguetear con él. Ella era más hábil de lo que jamás habría creído. Cerró los ojos y un intenso placer como jamás había sentido inundó su ser. Los dedos menudos de Aelfa le acariciaban lentamente, entreteniéndose. Luego apartó la túnica que le cubría el miembro y empezó a frotárselo con rapidez. Él empezó a sentir una urgente necesidad.
– Aelfa… -gimió, metiéndole la mano en el pelo y atrayéndola hacia sí. -¡Te deseo, Aelfa!
Reprimiendo la risa, ella le quitó la capa y la extendió en el suelo de la casita. Se tumbó sobre ella, abrió las piernas y dijo con voz ronca:
– ¡Ven, lléname con esa gran verga tuya, Branhard! ¡Me deseas tanto como yo a ti! Nadie nos verá. Todos están acostados y podemos satisfacer nuestro placer. ¡Tanto como deseemos!
Él no habría podido detenerse aunque lo hubiera querido. Aelfa era hermosa y estaba loca por él. Ningún hombre en su sano juicio rechazaría el ofrecimiento de Aelfa. Con un leve grito cayó sobre ella, empujando su enorme órgano en el húmedo y caliente conducto de ella; la embistió casi con violencia mientras la joven le alentaba murmurándole unas suaves retahílas de obscenidades extraordinariamente excitantes. Él estaba asombrado de que aquella joven conociera aquellas palabras, pero eso le hacía sentirse menos culpable por poseerla con tanto frenesí.
Ella le excitaba más y más, y su lujuria no conocía límites. Él no paraba de embestirla mientras Aelfa se retorcía y gemía debajo de él. Por fin no pudo contenerse más y su pasión estalló violentamente dentro del cuerpo palpitante de la muchacha. Se desplomó sobre ella con un gruñido de satisfacción.
– ¡Por Odín, muchacha, eres la mejor! ¡Jamás he visto nada mejor, lo juro!
Su aliento a cebolla la invadió.
– Apártate, bruto -dijo, -me estás aplastando.
Él rodó sobre sí.
– ¿Dónde está el vino que has traído? -pidió, sintiéndose relajado y controlando más la situación. -Bebamos juntos y después te follaré otra vez si estás de humor. Lo estarás, ¿verdad? -dijo con una sonrisa impúdica. -Jamás he conocido a una mujer como tú, Aelfa. Eres una de esas que nunca tienen bastante, ¿verdad?
Se recostó en la silla y se recompuso la vestimenta. Luego atrajo a la joven hacia sí y le pellizcó los pezones. La ropa que siempre llevaba nunca había insinuado que tuviera senos tan bellos.
«Estúpido asno en celo», pensó Aelfa mientras le sonreía. Levantó el odre de vino y fingió beber antes de entregárselo.
– Mmm, está bueno -dijo.
Él bebió y un poco de líquido le resbaló por la espesa barba rubia.
Branhard dejó que el dulce y fresco vino le bajara por la garganta. Era la mejor bebida que jamás había probado. Wulf Puño de Hierro vivía bien. Devolvió el odre a Aelfa y se puso a juguetear con sus grandes pechos.
– Eres la mejor folladora que jamás he conocido, zorra -le dijo a modo de cumplido, -y tu coño es el mejor que jamás he embestido. ¡Te lo juro! Sabes realmente cómo dar placer a un hombre, Aelfa. Apenas puedo creerlo, pero estoy listo para poseerte otra vez. Por detrás, muchacha -dijo, sacándose el miembro de debajo de la ropa y empujando a la joven al suelo.
Lo que le faltaba en sutileza lo compensaba con resistencia y fuerza bruta, pensó Aelfa mientras fingía estar arrebatada por la pasión. Había obtenido placer con él la primera vez, pero ahora no podía permitirse ese lujo. Cuando la lujuria del hombre volvió a explotar y él se apartó exhausto, ella le ofreció una vez más el odre, sonriéndole para alentarle mientras él bebía largos sorbos de vino. Esta vez, en pocos instantes Branhard quedó inconsciente. Aelfa suspiró de alivio. En realidad las entusiastas atenciones de aquel hombre la habían dejado dolorida. Un tercer encuentro con él sin duda la habría dejado en carne viva.
Se incorporó y, tras mucho esfuerzo, consiguió arrastrar el cuerpo inerte hasta la silla. La cabeza de Branhard le cayó sobre el pecho. Tenía aspecto de estar dormitando. Aelfa se marchó de la casita y regresó corriendo a la casa. Al entrar, se apresuró a ir a acostarse. La casa se hallaba en silencio y los únicos sonidos que se oían eran los ronquidos de sus moradores.
Aelfa se vistió y volvió a la casita del vigilante, donde Branhard seguía inconsciente. Se sentó en el suelo, donde nadie la vería, y esperó al amanecer. Entonces se puso de pie, se desperezó y se dirigió directamente a las puertas del muro de Caddawic. Lentamente y con dificultad empujó la robusta barra que atrancaba las puertas. En lo alto, el cielo se iba iluminando con rapidez. El sudor, debido en parte al ejercicio y en parte al temor a ser descubierta, le resbalaba por la espalda. Cuando por fin logró retirar la tranca, la puerta se abrió a un nutrido grupo de hombres armados.
– Tío -dijo Aelfa con aire pícaro, -bienvenido a Caddawic.
– Lo has hecho muy bien, sobrina -dijo Ragnar Lanza Potente, y cuando entró con sigilo, seguido de sus hombres, en el patio, preguntó: -¿Dónde está el ama de la casa? ¿Y cuánto falta para que Wulf Puño de Hierro regrese?
– Cailin duerme en la buhardilla con los niños -respondió Aelfa. -En cuanto a su esposo, regresará dentro de unos días.
– Asegura este lugar -indicó Ragnar a su segundo en el mando, Haraldo, y luego se volvió hacia Aelfa. -Ve a buscar a Cailin y a los niños, muchacha. Y también quiero comida.
– Muy bien, tío Ragnar.
Entró presurosa en la casa y entonces se dio cuenta, demasiado tarde, de que Cailin siempre retiraba la escalera de acceso a la buhardilla por la noche. No había otro modo de entrar en la estancia. Cuando Ragnar entró en la casa, ella le explicó el problema.
– No importa -dijo él. -A una hora u otra tiene que bajar, y yo estaré esperándola. Cailin es una mujer de lo más apetitosa.
– ¿La deseas? -preguntó Aelfa con sorpresa. A ella le parecía que Cailin era demasiado estirada y virtuosa para su lujurioso tío. También era demasiado vieja, pues tenía más de veinte años.
– No te dejes engañar por su aire digno y sus modales, muchacha -repuso él. -Debajo de todo eso hay una mujer, y una mujer apasionada, te lo aseguro.
Los adormilados y sorprendidos habitantes de Caddawic fueron despertados y llevados a presencia de Ragnar. Fuera, los hombres armados fueron rodeados, maniatados y obligados a entrar en la casa, incluido el semiconsciente Branhard.
– Ahora este lugar es mío por derecho de conquista -anunció Ragnar con voz potente. -No se os hará ningún daño si obedecéis mis deseos. Si intentáis rebelaros, moriréis. Ahora, comenzad el día como lo haríais normalmente, y que alguien me traiga comida. ¡Estoy muerto de hambre!
Por un momento le miraron, medio dormidos y sin saber qué hacer. ¿Cómo había sucedido? ¿Cómo había entrado Ragnar a Caddawic?, pensaban todos.
– De momento obedeceréis a Ragnar -dijo Cailin. -No quiero que nadie sufra daño. -Estaba preciosa en su túnica verde oscura adornada con hilos de oro. Se volvió hacia Ragnar y preguntó con tono altivo: -¿Cómo has entrado?
Ragnar la devoraba con los ojos. Era una belleza, y ¡aquella noche la tendría debajo!
– Gracias a un caballo de Troya -respondió él. -¿Conoces la historia? Antonia me la contó.
Cailin asintió.
– La conozco bien -declaró ella, y entonces comprendió. Su mirada recorrió la habitación y encontró lo que buscaba. -Aelfa -dijo. -Aelfa ha sido tu caballo de Troya, ¿verdad? ¿Quién es?
– La hija mayor de mi hermano Gunnar. Tiene quince años y es muy astuta -respondió él, riendo.
– Aelfa nos ha traicionado -explicó Cailin a su gente. -Es sobrina de Ragnar Lanza Potente.
Branhard soltó un potente rugido.
– ¡Zorra! -gritó, y se arrojó ante Cailin. -¡Señora, debéis perdonarme! La deseaba y ella lo sabía. Anoche acudió a mí, cuando hacía guardia, y me ofreció su cuerpo. Luego me dio de beber vino con alguna sustancia narcótica. ¡Por mi culpa han tomado la casa! ¡Perdonadme!
– Eres un necio, Branhard, pero levántate y ocúpate de tus deberes. Lo hecho, hecho está, aunque no es probable que escapes a algún castigo cuando mi esposo regrese.
Branhard se puso en pie. Su tez había palidecido. Parecía a punto de marearse.
– Gracias, señora -logró decir.
Cailin comprendió ahora por qué Aelfa había puesto su atención en el pobre Branhard y el desventurado Alberto: se trataba de los dos hombres asignados a la caseta de guardia. Se turnaban para la vigilancia por la noche. A Aelfa no le importaba ninguno de los dos, y el pobre Alberto habría podido ser su víctima si aquella noche hubiera estado de guardia. Sólo fue la mala suerte lo que hizo que le tocara a Branhard.
– ¿Cómo se comunicó Aelfa contigo? -preguntó Cailin a Ragnar cuando se sentaron a la mesa y la casa recuperó algo parecido a la normalidad. -Notaba que había algo extraño, pero no sabía qué era.
Él miró ansioso hacia donde los criados aparecerían con la comida. Ragnar recordaba muy bien la buena mesa de Cailin.
– Tenía un hombre en la colina, observando, desde el día en que hallasteis a la chica a la puerta -explicó a Cailin, y bebió un buen trago de la espesa cerveza negra que le habían servido. -Jamás he probado nada mejor -masculló con una sonrisa.
– Entonces fue ayer -dijo Cailin lentamente. -Ayer por la tarde se puso en contacto con tu hombre, cuando salió, aparentemente para recoger bayas, pero no se llevó ninguna cesta. Supe que mentía, pero no podía saber el motivo de su mentira.
La comida empezó a llegar. Ragnar sacó su cuchillo del cinturón y cortó dos gruesas lonchas de jamón. Se sirvió varios huevos duros y una hogaza de pan.
– ¡Más cerveza! -ordenó al criado que le servía, y luego preguntó a Cailin: -¿Dónde están tus hijos? He oído decir que tuviste un varón hace pocas semanas. La zorra de Antonia perdió a mi hijo después del solsticio. También era un varón. Es mala criadora, pero tú lo serás para mí. ¿Sabías que voy a hacerte mi esposa, Cailin? Te he deseado desde la primera vez que te vi. Mis mujeres sajonas son buenas criaturas, leales y trabajadoras, como vacas lecheras. Antonia es una víbora, pero a veces un poco de veneno resulta agradable. Sin embargo, tú, mi zorrita de rizos castaños, me darás más placer que todas ellas.
– Tengo esposo -repuso ella con calma. No tenía miedo de aquel fanfarrón. No habría podido apoderarse de Caddawic de no ser con traición, y sería expulsado de allí.
– Mataré a Wulf Puño de Hierro -fanfarroneó Ragnar.
– Creo que antes él te matará a ti -replicó Cailin. -¿Y tus hijos? -preguntó de nuevo. -¿Dónde están?
– Se han ido.
– ¡No puede ser! -rugió furioso, pues los niños eran el arma que tenía intención de emplear contra ella. -¿Cómo es posible que se hayan ido? -Las venas del cuello le palpitaban.
– Tú has entrado en Caddawic mediante una vil estratagema, Ragnar -dijo. -Y estaba despierta cuando has entrado en la casa. Al principio creí que era mi esposo que regresaba. Abrí la puerta para mirar abajo y te vi. Acababa de amamantar a mi hijo y desperté a mi hija. Les vestí a los dos y, mientras tú fanfarroneabas y rugías tratando de infundir miedo a mi gente, yo bajé a mis hijos, les entregué al cuidado de mi sirvienta Nellwyn y les vi cruzar las puertas. Tus hombres estaban tan ocupados tratando de intimidar a los míos que ni se han dado cuenta de que Nellwyn pasaba junto a ellos. Ahora se encuentran a salvo camino de Braleah. No creo que puedas alcanzarles -concluyó Cailin, riendo levemente.
– ¿Braleah? ¿Qué es eso? -gruñó. -Una de las aldeas que pertenecen a Caddawic -contestó ella. -No pensarías que estábamos solos, ¿verdad? Caddawic tiene cuatro aldeas que le pertenecen. No podrás apoderarte de ellas, aun en caso de que las encontraras. Nellwyn dará la señal de alarma y Wulf acudirá con muchos hombres para echarte de aquí. Yo de ti terminaría de comer y regresaría a casa enseguida.
– ¡Qué mujer! -respondió él, sonriendo. -Aunque siguiera tu consejo, debería llevarte conmigo, Cailin. No sólo eres guapa y fuerte sino que piensas como un guerrero. No creo que me gustara semejante rasgo en ninguna otra mujer, pero a ti te sienta bien, zorrita. ¡Por Odín, te sienta muy bien!
Cailin bebió un sorbo de vino y comió pan, jamón y queso. No tenía nada más que decir a Ragnar. Por fin se levantó y salió de la estancia.
– ¿La detengo, señor? -preguntó Haraldo, nervioso.
– ¿Las puertas están vigiladas? -preguntó Ragnar. -¡Sí, señor!
– Entonces déjala, estúpido. ¿Adónde irá que no pueda encontrarla? Supongo que se ocupará de sus tareas diarias y nada más.
Así fue, pero Cailin también efectuó la ronda de Caddawic para tranquilizar a cada miembro de la casa e infundirles ánimos.
– ¿Qué haremos, mi señora? -preguntó Alberto con nerviosismo. Era consciente de lo próximo al desastre que él mismo había estado.
– No te resistas -aconsejó ella, como había dicho a los demás, -a menos que tu vida se vea amenazada. Cumple con tus obligaciones diarias como harías normalmente. Wulf pronto llegará y echará de aquí a ese estúpido de Ragnar. No temas. Nellwyn dará la alarma y Ragnar ya no disfruta de su única ventaja, la sorpresa.
Cailin prosiguió su camino. A primera hora de la tarde reunió a las mujeres y les dijo:
– No permitiré que nadie cometa abusos con vosotras. Escondeos en el sótano, debajo del granero mayor. Hacedlo en cuanto podáis, y no olvidéis llevaros odres con agua. No salgáis hasta que sea de mañana, cuando yo vaya a buscaros. ¡Daos prisa!
– Pero ¿y vos, señora? -preguntó una de las servidoras.
– No me pasará nada -la tranquilizó Cailin.
Ésta ya había decidido lo que haría. Si no podía impedir que Ragnar llevara a cabo su lasciva intención, debía matarle.
Los senos empezaban a dolerle e hizo una mueca de irritación. La leche empezaba a rezumar por los pezones y a mancharle la túnica. Royse había mamado por última vez a primera hora de la mañana. Nellwyn habría encontrado una ama de cría para él en Braleah, y Cailin sabía que tendría que hacer algo para deshacerse de su leche.
Cailin cogió pan y un trozo de queso. Los criados habrían colocado varios jarros de agua en la buhardilla, como era habitual. Al entrar en la casa, Cailin observó que Ragnar no se hallaba allí. Conteniendo una risita subió a la buhardilla, recogió la escalera y aseguró la trampilla. No había ninguna otra escalera que llevara hasta allí. Estaría a salvo durante un tiempo. Se quitó la túnica y suspiró al ver su empapada camisa. También se la quitó y exprimió la leche de sus hinchados senos en un recipiente. Inmediatamente se sintió mejor; luego se lavó y se puso ropa limpia.
Empezó a oír ruido de actividad en el piso de abajo. Había dado órdenes a sus criados de que sirvieran la comida de la noche como de costumbre, y que no negaran a los intrusos nada relativo a comida y bebida. Tenían que mantener a Ragnar y sus hombres lo más satisfechos posible hasta que Wulf regresara. Cailin no tenía duda de que su esposo llegaría, y entonces recuperaría Caddawic. Nadie iba a robarle sus tierras. Ella había nacido allí, como antes lo habían hecho diez generaciones de su familia. Y sus hijos seguirían viviendo allí. ¡Nadie volvería a arrebatarle lo que era suyo! Ni Ragnar Lanza Potente ni Antonia Porcio. ¡Nadie!
– ¿Señora? ¿Estás en la buhardilla? -oyó preguntar a Ragnar. -Me gustaría que te reunieras conmigo a la mesa. Baja.
– Me encuentro mal -respondió Cailin. -La excitación del día ha sido demasiado para mí. Debo descansar. Hace poco que di a luz y todavía estoy muy débil.
– Te sentirás mejor si comes. Eso te ayudará a recuperar las fuerzas. Baja, mi querida zorrita. Te daré trocitos de carne de mi propio plato y vino dulce para calmar tu inquietud -le dijo con tono dulce.
Cailin reprimió la risa.
– No lo creo, Ragnar. Estoy mejor sola -respondió, y a continuación efectuó una serie de ruidos bastante convincentes para dar la impresión de que tenía arcadas y estaba a punto de vomitar. -Ooohhh… -gimió.
– Quizá tengas razón y estés mejor sola -coincidió él, nervioso, y ella le oyó apartarse de la trampilla. -Te veré mañana.
Nada desviaba más de sus intenciones a un hombre lujurioso que una mujer a punto de descargar el contenido de su estómago en su regazo, pensó Cailin con una sonrisa de malicia. Cogió un trozo de pan y cortó un poco de queso. Luego se lavó con agua fría y se sentó a tejer.
Cuando la luz hubo desaparecido del cielo y ya no veía lo que hacía, permaneció sentada en silencio escuchando los ruidos del piso de abajo. Los hombres se estaban emborrachando. Lo sabía por la hilaridad, las exclamaciones y los cantos que se oían. De vez en cuando oía romperse algún objeto, y se enfadaba. En aquellos tiempos resultaba difícil obtener buenas piezas de vajilla. Sin embargo, al cabo de un rato el alboroto disminuyó y por fin la casa quedó en silencio.
Satisfecha de que los intrusos durmieran la borrachera, Cailin se levantó y se desperezó. Estaba agotada a causa de la tensión del día. Con las últimas fuerzas que le quedaban, empujó dos baúles hasta la trampilla para sentirse más protegida. Las ventanas eran demasiado estrechas para que alguien entrara por ellas. Se preguntó qué había sucedido con Aelfa. Aquella zorra había sido la única mujer a la vista aquella noche. Cailin se quitó la túnica y se acostó en su espacio para dormir. ¿Cuánto tardaría Wulf en regresar?, se preguntó, y luego cayó en un sueño inquieto.
Se despertó automáticamente, como siempre, y se acercó a la ventana para mirar fuera. El cielo ya empezaba a iluminarse y vio humo procedente de la panadería. Volvía a tener los senos llenos y de nuevo exprimió su leche. Se pasó agua por la cara, orinó y se vistió rápidamente. Apartó los baúles, abrió la trampilla y colocó la escalera para descender.
Observó a Ragnar y sus hombres yacer esparcidos por el suelo en un profundo sueño inducido por el alcohol. No había ni rastro de Aelfa, pero aquella zorra ya no le preocupaba. La casa era un revoltijo de bancos y mesas volcados, vajilla rota y vómitos. Cailin frunció la nariz con repugnancia. Habría que cambiar las esteras de inmediato. La puerta de la casa no estaba atrancada y salió al patio. Aunque las puertas del muro estaban cerradas, no vio a nadie de guardia.
Se dirigió a las cocinas, entró y preguntó al panadero:
– ¿Dónde están los hombres? En el patio no hay nadie.
– No lo sé, señora -respondió nervioso. -No he salido de aquí desde que llegaron los intrusos. Aquí me siento más seguro.
– Sí-coincidió Cailin, -así es. No temas, Wulf regresará pronto y echará a esos hombres de Caddawic.
Cailin salió de las cocinas y se dirigió a toda prisa al granero.
– Salid -indicó a las criadas. -Los invasores yacen borrachos en la casa. Ahora no hay peligro.
Las mujeres salieron del sótano y se quedaron ante su ama. Ellas las examinó con atención. Dos eran jóvenes y muy bonitas. Todavía se hallaban en peligro, pero las otras, viejas y más feas, no lo estarían a menos que los hombres estuvieran muy borrachos y excitados. Envió a las dos doncellas más bonitas a las cocinas.
– Decidle al panadero que os quedaréis con él. Allí estaréis a salvo. Si algún hombre de Ragnar entra, mantened la cabeza gacha y los ojos bajos, y si tenéis que mirar de frente, haced alguna mueca para parecer feas. Puede ser vuestra única protección. Ahora marchad. El patio está vacío y no hay peligro. Al parecer nuestros hombres han desaparecido.
Las dos muchachas se alejaron corriendo y Cailin instruyó a las restantes mujeres:
– Realizad vuestras tareas con normalidad. Si Wulf no viene hoy, esta noche tendréis que volver a esconderos aquí. Yo no podré venir a buscaros cuando sea el momento oportuno. Tendréis que espabilaros. Es todo lo que puedo hacer para manteneros lejos de las garras de Ragnar.
Los intrusos por fin despertaron y salieron de la casa tambaleándose para hacer sus necesidades. Cailin y sus mujeres barrieron la casa para eliminar los restos de porquería y vómitos. Colocaron esteras nuevas, mezcladas con hierbas aromáticas. Sirvieron la comida de la mañana, pero pocos la comieron antes de que les fuera retirada.
Ragnar se sentó a la mesa con una gran copa de vino en la mano.
– ¿Dónde están tus hombres? -preguntó a Cailin.
– No lo sé. Creí que tú les habías encerrado en alguna parte. Si conocían la manera de escapar, estoy enfadada por no haberme llevado con ellos -concluyó, y su tono irritado le convenció más que sus palabras de que decía la verdad.
Ragnar asintió.
– Muy bien. Veo que tus mujeres han vuelto. -Las envié a pasar la noche a un lugar seguro -respondió Cailin con aspereza. -No quiero que nadie viole a las mujeres que están a mi cargo. ¿Dónde está Aelfa? No la he visto en toda la mañana.
– Va a casarse con Haraldo en Lug. Probablemente están en algún lugar desfogándose. Aelfa es una muchacha muy apasionada.
– Tiene la moral de un pájaro -observó Cailin.
– Sí, así es -coincidió Ragnar con una risotada. -He advertido a Haraldo que será mala esposa para él, pero está decidido a poseerla, ¿y qué puedo hacer yo? Mi hermano ha dado su permiso para que se casen.
El resto del día transcurrió más lentamente que nunca. Cuando empezó a ponerse el sol. Cailin vio con satisfacción que las mujeres habían vuelto a desaparecer. Y ella se apresuró a subir a la buhardilla antes de que Ragnar pudiera encontrarla. Tenía los senos a punto de explotar y la leche ya empezaba a empaparle la ropa. Recogió la escalerilla, cerró y puso los clavos en la trampilla. Arrastró los baúles como la noche anterior y suspiró, aliviada. Se desvistió, cogió la palangana y exprimió la leche que tanto dolor le provocaba. ¿Dónde estaba Wulf? Si no llegaba pronto su leche acabaría por secarse. Entonces tendría que entregar su precioso Royse a otra mujer para que lo amamantara.
– ¿Qué haces?
La voz de Ragnar la dejó helada de miedo. Sus ojos se desorbitaron cuando le vio salir del espacio para dormir.
– ¿Cómo has llegado aquí? -preguntó.
El corazón le latía con violencia.
– He encontrado la escalera -respondió él, y ella se maldijo en silencio por no haberla escondido. -¿Qué haces? -repitió él, repasando su cuerpo con mirada lasciva.
Entonces Cailin recordó que estaba desnuda ante aquel hombre, pero no podía hacer nada para evitarlo. -Tengo que exprimir la leche de mis senos -dijo, -ya que mi hijo no está aquí para nutrirse con ella. -Habló con voz fría y sin reflejar emoción alguna.
Una lenta sonrisa iluminó el rostro de Ragnar. Se acercó a Cailin y le rodeó la cintura con sus grandes manos. La levantó en vilo y la colocó de modo que sus senos le quedaban sobre la cara. Luego la bajó ligeramente y se puso a chuparle los pezones.
Para Cailin aquello era una violación de su intimidad tan grande como la que estaba segura se produciría a continuación.
– ¡No! -exclamó en vano. Se retorció desesperadamente, pero no pudo separar la boca que se aferraba a su pecho.
Cuando hubo vaciado un seno, Ragnar la miró con una sonrisa.
– Me gusta su sabor -dijo. -Dicen que si un hombre toma la leche de los senos de su amante, se vuelve más potente que ningún otro hombre. -Luego su ávida boca se cerró alrededor del otro pezón. Cuando hubo succionado hasta la última gota de leche, la llevó al espacio para dormir y la arrojó bruscamente sobre el lecho de plumas. Horrorizada, ella le vio desnudarse. -Nunca he poseído a ninguna mujer completamente desnuda.
Presa del pánico, Cailin trató de escapar. Ragnar rió al ver sus esfuerzos. La sujetó con una mano y la montó a horcajadas, sentándose sobre su pecho.
– Abre la boca -ordenó, y cuando ella negó con la cabeza, le apretó la nariz hasta que, como no podía respirar, Cailin abrió la boca para aspirar aire. Al hacerlo, él le metió el miembro. -Si me muerdes -le advirtió- haré que te arranquen todos y cada uno de tus dientes. -Y ella le creyó. -Chúpala, zorra, tan a gusto como yo te he chupado a ti -le ordenó.
Ella intentó menear la cabeza, pero él se limitó a sonreír, alargó el brazo hacia atrás, encontró la pequeña joya de Cailin con los dedos y la pellizcó cruelmente. Cailin lanzó un grito de dolor y, vencida, empezó a cumplir el deseo de Ragnar.
– Ah, sí… mi pequeña zorra -gimió él mientras ella le excitaba. -Eres más hábil de lo que imaginaba.
Cerró los ojos con placer.
Cailin llevó los brazos por encima de la cabeza sin dejar de lamer y chupar el miembro de Ragnar. Una mano empezó a palpar con sigilo la paja bajo el lecho de plumas. Se movía con cuidado, aterrada por si llamaba la atención de él. ¿Dónde estaba? ¿Lo habría encontrado él?
– ¡Basta! -rugió Ragnar, retirando su palpitante miembro de la boca de la joven. -¡Esta cosita quiere encontrar su sitio!
Empezó a resbalar hacia abajo para acoplarse con ella.
¡Cailin no lo encontraba! Sus dedos buscaban desesperadamente. ¡Tenía que estar allí! Debía hacer algo para retrasar las intenciones de aquel bruto.
– Oh, mi señor -dijo con fingida complacencia. -¿No me darás un poco del mismo placer que yo te he dado a ti? ¡Oh, por favor! ¡Lo necesito!
Una sonora carcajada resonó en la estancia.
– ¡Tendrás lo que deseas, zorrita mía! ¡No te decepcionaré!
Le separó las piernas con brusquedad y hundió la cabeza entre ellas.
Cailin trató de bloquear la sensación que le producía la repulsiva lengua de Ragnar. Frenética, hurgó en la paja y cuando encontró el puñal que buscaba la afilada hoja le produjo un corte en la mano. Sintiendo alivio, Cailin cogió el arma sin hacer caso de la herida.
– ¡Ooohhh! ¡Así…! -gimió, recordando que él sin duda esperaba de ella alguna reacción a sus obscenos esfuerzos. -¡Oh, me gusta…! ¡Estoy lista para ti, mi señor!
Sin decir palabra, Ragnar se situó encima de ella.
– ¡Oh, bésame! -pidió Cailin, y cuando él se inclinó para hacerlo, ella le clavó el puñal varias veces en la espalda.
Con un gruñido de sorpresa, el hombre cayó de lado. Estaba herido, pero no mortalmente.
– ¡Maldita zorra! -gruñó. -¡Pagarás por lo que has hecho!
Cailin se puso a horcajadas sobre él, le agarró la cabeza por el pelo y con un movimiento rápido le cortó el cuello. La expresión de asombro desapareció de sus ojos tan deprisa que Cailin ni siquiera estaba segura de haberla visto realmente. Bajó del espacio para dormir y se quedó de pie, temblorosa, contemplando al hombre muerto, sin saber con certeza si en verdad lo estaba. Durante un largo momento tuvo miedo de que él le saltara encima, pero no fue así. Estaba muerto. Muerto de veras. Había matado a Ragnar Lanza Potente. Había matado a un hombre.
Cailin se echó a sollozar quedamente de puro alivio. Cuando por fin se calmó, se dio cuenta de que estaba cubierta de la sangre de aquel hombre. Sintió un escalofrío de repugnancia y, obligándose a hacer algo, cruzó la buhardilla, echó agua en una palangana y se lavó con frenesí hasta que por fin se vio limpia de nuevo. Lavarse y ponerse ropa limpia contribuyeron a que se sintiera un poco mejor. Evitó mirar hacia donde Ragnar yacía muerto en un charco de sangre. Se sentó junto a su telar, quedándose dormida de vez en cuando debido al agotamiento, hasta que los pájaros empezaron a cantar a la luz del amanecer. Cailin despertó de golpe y recordó lo ocurrido la noche anterior.
¿Qué iba a hacer? Cuando los hombres de Ragnar descubrieran que había matado a su jefe, y sin duda lo descubrirían, la matarían. Jamás volvería a ver a Wulf y a sus hijos. Lágrimas de nerviosismo empezaron a resbalarle por las mejillas. ¡No! No permitiría que la mataran como a un conejillo asustado.
Quizá podría huir de Caddawic antes de que el cadáver de Ragnar fuera descubierto. Era muy temprano y no se oía a nadie en el piso de abajo. Podía bajar y esconder la escalera de la buhardilla. Todos supondrían que Ragnar estaba descansando de los excesos de la noche. Despertaría a las otras mujeres y juntas cruzarían las puertas con una excusa u otra.
¡No! Aquello no saldría bien. Eran demasiadas para no levantar sospechas. No podía dejar a las otras mujeres allí, pues serían el blanco de la ira de los hombres de Ragnar. Iría a buscar a las dos chicas que se habían escondido en las cocinas y se reunirían con las otras mujeres en el sótano del granero. ¡Sí! Aquel plan era mejor. Allí nadie las encontraría, y no le cabía duda de que Wulf llegaría pronto.
Cailin apartó los baúles que cubrían la trampilla, corrió el cerrojo y bajó. Cerró la trampilla con sigilo y, una vez abajo, retiró la escalera. ¿Dónde podía esconderla? ¡La arrojaría al pozo! Jamás podría volver a la buhardilla. No después de lo que le había sucedido allí aquella noche. Una mano le cogió con fuerza el hombro y Cailin lanzó un grito de terror.
– ¡Ovejita! ¡Soy yo!
Ella se volvió, con el corazón latiéndole con violencia, y vio a Wulf. Detrás, los hombres de Ragnar estaban encadenados y rodeados por los hombres de Caddawic.
– ¡Oh, Wulf! -exclamó con un sollozo, desplomándose en sus brazos. Al cabo de unos instantes se recuperó y preguntó: -¿Cómo habéis entrado en Caddawic? ¿Los muros no estaban vigilados por los hombres de Ragnar?
– Hemos entrado por el mismo sitio por el que nuestros hombres salieron la otra noche. Hay una pequeña trampilla en una caseta de vigilancia. Conduce a un estrecho túnel que hay bajo nuestras defensas. Envié a Corio por los hombres. La otra noche salieron por ese túnel. Entonces me explicaron con detalle las defensas de Ragnar. Hemos venido por ahí.
– ¿Cómo es que yo no conocía la existencia de ese túnel? -preguntó Cailin. -Tuve que esconder a las mujeres en el sótano bajo el granero para mantenerlas a salvo. ¿Por qué no me lo habéis dicho?
– Corio envió a Alberto en tu busca, ovejita, pero habías desaparecido. Alberto no pudo hacer otra cosa que ir con los demás -explicó Wulf, pero Cailin no quería zanjar el tema.
– Podría habérselo dicho a las mujeres -insistió, olvidando que ella misma las había ocultado. -Tuve que encerrarme en la buhardilla para escapar a las desagradables atenciones de Ragnar ¿Te habría gustado tenerme paseando por la casa y haciendo de amable anfitriona de ese cerdo salvaje? -Estaba furiosa.
– Pero anoche no escapaste a mi tío -dijo Aelfa mezquinamente, con una desagradable sonrisa en el rostro. -Tienes bastante buen aspecto, considerando la noche tan activa que has debido de pasar debajo de mi tío.
– ¡Le mataré si te ha tocado! -exclamó Wulf.
– Ya lo he hecho yo -declaró Cailin, y Aelfa palideció. -No me ha violado, mi señor, aunque lo ha intentado.
– ¿Cómo has podido matar a un hombre tan corpulento? -le preguntó su esposo. -¿Decía Cailin la verdad?, se preguntó.
– Le he cortado el cuello -respondió sin inflexión en la voz.
– ¿Con qué? -preguntó él. Por todos los dioses, estaba tan pálida…
– Mi voz interior no dejaba de hablarme -empezó. -No sé por qué lo hice, pero cuando partiste para visitar las aldeas puse un puñal debajo del lecho de plumas de nuestro espacio para dormir. Cuando él me montó a horcajadas, lo encontré y lo maté. ¡Había tanta sangre, Wulf! Jamás podré volver a dormir ahí arriba. ¡Jamás! -Prorrumpió en llanto.
Él la consoló con cariño y cuando ella se recuperó, le dijo:
– Tengo noticias, ovejita, y buenas. -Entonces vio la mancha que se extendía en su túnica y preguntó asustado: -¿Estás herida?
Cailin bajó la mirada y rió débilmente.
– Necesito a Royse -dijo. -Mis pechos rebosan de leche.
– Nellwyn le traerá enseguida -dijo él, y la rodeó con un brazo amoroso. -Y también a Aurora.
– Cuánto os queréis -observó Aelfa con una sonrisa burlona, -pero ¿qué será de nosotros? Me gustaría saberlo.
– Me parece que ha recuperado la memoria -dijo Wulf tratando de bromear.
Entraron en la casa y se sentaron a la mesa. Aelfa les siguió, pero se situó al lado de Haraldo.
– Nunca la perdió -dijo Cailin. -Déjame contarte una historia que aprendí de niña. En los tiempos antiguos, un rey griego llamado Menelao tenía una hermosa reina que se llamaba Helena. El rey era viejo pero amaba a su esposa. La reina, sin embargo, era joven y se enamoró de otro hombre, más joven y apuesto, Paris. Huyeron a la ciudad del padre de él, Troya. Estalló una guerra entre Troya y varios poderosos estados griegos por el agravio a Menelao y para recuperar a Helena.
»Sin embargo, Troya se consideraba inexpugnable. Unas murallas enormemente altas la rodeaban, y había buen suministro de agua y comida. Durante muchos años los griegos la sitiaron, pero no pudieron tomarla.
Por fin acordaron un armisticio y, en gesto de paz, al partir los ejércitos griegos dejaron un enorme caballo de madera sobre ruedas para los troyanos. Los ciudadanos de Troya abrieron las puertas de la ciudad y entraron el caballo. Todo el día celebraron su victoria sobre Menelao y sus aliados.
»En la oscuridad de la noche, cuando todos dormían, el ejército griego, que se había ocultado en el vientre del caballo troyano, salió y tomó la ciudad de Troya sin mostrar clemencia. Mataron a todos y destruyeron la ciudad.
»Aelfa fue el caballo de Troya de Ragnar. Se dejó pegar y fingió no recordar nada de sí misma, sólo su nombre, para ganarse nuestra simpatía. Luego se dedicó a seducir a nuestros dos vigilantes porque no sabía cuál de ellos estaría de guardia la noche que tenía planeado dejar entrar a su tío y a sus hombres en Caddawic.
– Alberto y Branhard me contaron lo sucedido -dijo Wulf. -Les he perdonado a los dos. Han aprendido una valiosa lección. -Miró hacia los hombres de Ragnar. -Ahora tengo que decidir qué hacer con estos hombres. ¿Los mato o muestro clemencia?
– ¡Clemencia, señor! -gritaron los hombres al unísono. -¡Clemencia!
Cailin se inclinó y susurró algo a su esposo. -El hermano de Ragnar, Gunnar, creerá que sacará provecho de la muerte de su hermano; pero creo que su hija Aelfa es ambiciosa. Querrá las tierras de su tío para Haraldo, que será su esposo. ¿No hay alguna manera de enfrentar a estos dos hombres? Si están ocupados peleando entre sí no tendrán tiempo para preocuparse por nosotros. Y no olvidemos a nuestra vieja amiga Antonia Porcio. Esas tierras eran suyas antes de que Ragnar se las arrebatara. No creo que Antonia esté dispuesta a abandonar sus sueños para su hijo Quinto, todavía.
Wulf sonrió.
– Verdaderamente Flavio Aspar y Bizancio perdieron a una valiosa estratega, ovejita. -Luego se volvió a sus prisioneros con expresión fiera. -Ragnar Lanza Potente ha muerto -les dijo. -Haraldo Espada Rápida, ¿me juras lealtad? Si lo haces, no me opondré a que te quedes con las tierras de Ragnar. Creo que eres el heredero natural de tu amo. Sus hijos son demasiado jóvenes.
– ¿Y mi padre? -preguntó Aelfa. -Él es hermano de Ragnar. ¿No debería heredar las tierras de mi tío?
– ¿Por qué quieres que tu padre tenga lo que podría tener tu esposo, Aelfa Hija de Gunnar? Si Haraldo no reclama las tierras de Ragnar para sí mismo, jamás tendrá nada de su propiedad. Si es lo bastante fuerte para protegerlas de tu padre, ¿por qué ha de importarte? ¿No deseas ser una gran señora?
– Soy lo bastante fuerte para conservar esas tierras -se jactó Haraldo con voz potente, y se volvió hacia los otros hombres. -¿Estáis conmigo? -preguntó, y todos gritaron su asentimiento. Haraldo se volvió de nuevo hacia Wulf y dijo: -Entonces te juraré lealtad, señor, y mantendré la paz entre nosotros. Aelfa, ¿qué dices?
– ¡Acepto! Hace tiempo lo decidimos tú y yo, Haraldo, y si estaba dispuesta a aceptarte cuando no poseías tierra, sin duda no te rechazaré cuando estás a punto de convertirte en un gran señor con propiedades.
– Entonces -dijo Wulf, -¡os libero a todos!
Los hombres le aclamaron con estrépito.
Bebieron cerveza y brindaron por la paz entre Wulf Puño de Hierro y Haraldo Espada Rápida. Después empezaron a prepararse para marcharse. Wulf llamó a Haraldo y le dijo:
– Ten cuidado con Antonia. Las tierras que ahora reclamas pertenecieron a su familia durante muchas generaciones. Quizá podrías tomarla como segunda esposa para mantenerla lejos de otro hombre que pudiese intentar conseguir esas tierras a través de ella.
– Gracias por el consejo -dijo Haraldo. -Tal vez no sería mala idea. Ragnar siempre decía que tenía mal genio, pero que follaba mejor que nadie. Dadas las circunstancias, debo casarme con ella o matarla. Lo pensaré.
– Será mejor que te cases -le aconsejó Wulf. -Ella y Aelfa se pelearán constantemente y no se meterá en tus asuntos.
Haraldo rió.
– Quizá tengas razón -declaró. -¡Sí! ¡Seguro que la tienes!
Cuando hubieron partido y la mañana empezaba a recuperar la normalidad, Wulf cogió a su esposa de la mano y la hizo salir a la luz estival. Pasearon juntos entre el grano que maduraba.
– Este incidente me ha hecho comprender que no podemos quedarnos en Caddawic -le dijo. -Es demasiado fácil atacarla en este estrecho valle. Las colinas también nos constriñen. He encargado que construyan una nueva casa en Branddun. Está situada sobre una colina y el enemigo no podrá sorprendernos. Seguiremos cultivando estos campos y los huertos que en otro tiempo pertenecieron a tu familia, pero ya no viviremos aquí, ovejita. ¿Te importaría mucho?
Cailin negó con la cabeza.
– No -dijo. -Aunque tengo muchos recuerdos felices de ella, la casa en que crecí ya no existe. La tierra está empapada de la sangre de mi familia y ahora también de la de Ragnar. No creo que pudiera permanecer aquí aunque me lo pidieras, mi señor.
Él asintió, comprensivo, y Cailin prosiguió: -En mi infancia, los caminos que los romanos construyeron para unir las ciudades que habían erigido en Britania se volvieron inseguros. Hubo un tiempo, que no está en mi memoria pero sin duda sí estaba en la de mi padre, en que esos caminos eran seguros; pero cuando las legiones se marcharon, con ellos partió también el modo de vida que habíamos conocido durante siglos. Nadie se habría atrevido a atacar la propiedad de Gayo Druso Corinio o de Antonio Porcio en ese lejano pasado. Ahora los tiempos han cambiado, Wulf, y tu pueblo es un pueblo diferente. Para sobrevivir debemos cambiar, y creo que podemos hacerlo sin sacrificar los valores que apreciamos. Tú no eres como Ragnar o Haraldo. Eres un tipo de sajón diferente. Tus pies, como los míos, no están atados al pasado. También tú sueñas con un futuro que la mayoría ni siquiera puede imaginar. ¡Iré dichosa contigo a Branddun! En Caddawic no nos queda más que recuerdos. Borraré de mi mente los malos y los dejaré atrás. Los buenos los llevaré siempre en mi corazón. ¡Oh, Wulf! Estuvimos a punto de separarnos para siempre una vez, pero los dioses permitieron que nos reuniéramos y nos amáramos de nuevo. ¡Soy tan dichosa!
– ¡Mamá! -Aurora se acercaba corriendo por el campo hacia ellos, ondeando al viento su sedoso cabello dorado, rollizas sus piernecitas. -¡Mamá!
Detrás iba Nellwyn con Royse.
Cailin cogió a su hija en brazos y la cubrió de besos.
– Te he echado de menos, cariño -le dijo. -¿Tú echabas de menos a mamá?
– ¿Los hombres malos se han ido? -preguntó Aurora con nerviosismo.
– Se han ido para siempre y nunca volverán, te lo prometo -respondió Cailin abrazándola.
– ¿Cuándo partiremos para Branddun? -preguntó Wulf a su esposa, el corazón lleno de amor por aquella valiente mujer que era su compañera.
– ¡Hoy mismo! -exclamó Cailin. -Ordena que los hombres recojan nuestras cosas de la casa. Quemaremos todo lo que podamos y destruiremos el resto. Se acabó.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Nellwyn cuando llegó junto a ellos.
Cailin cogió a Royse de los brazos de su sirvienta alabando la valentía de ésta. Luego se sentó en el suelo y se colocó su hijo al pecho mientras Wulf explicaba a Nellwyn lo que habían decidido. Cuando terminó, y mientras Royse chupaba con ansiedad, Cailin dijo a Wulf:
– Nellwyn necesita un esposo. Quiere que sea Alberto. ¿Te ocuparás de ello, mi señor?
– Lo haré -respondió él, -¡y de buena gana! Tu lealtad salvó la vida de nuestros hijos, Nellwyn. No hay recompensa suficiente. Alberto es un hombre muy afortunado y así se lo diré.
Wulf dio la orden de vaciar la casa y, cuando empezaban a hacerlo, subió a la buhardilla. Ragnar yacía de espaldas, desnudo y blanco como la nieve. Había sangre por todas partes. Wulf volvió la cabeza del hombre. Sus ojos estaban abiertos de par en par y había en ellos una expresión de sorpresa. La herida le había sorprendido. Ragnar tenía el cuello rajado de oreja a oreja. ¿Cómo lo había hecho Cailin? Su delicada ovejita no parecía capaz de semejante acto salvaje, pero no podía negar la evidencia. Era sin duda una herida mortal, y no precisamente la clase de muerte que un hombre elegiría. En el mejor de los casos, un hombre moría en la batalla. En el peor, de viejo en su cama. Morir a manos de una frágil mujer era vergonzoso. No habría Valhalla para Ragnar. Probablemente vagaría por las afueras de ese lugar para toda la eternidad. Cailin tenía razón. Les resultaría difícil dormir y hacer el amor en el lugar donde Ragnar había intentado violarla y donde ella le había matado.
– ¿La casa ya está vacía? -preguntó a los de abajo.
– Sí, mi señor -respondió una voz. -Estamos listos para incendiarla.
– Pasadme una antorcha -pidió Wulf. -Empezaremos por aquí.
Cuando le fue entregada la antorcha, prendió fuego al espacio para dormir donde yacía Ragnar. Luego arrojó la antorcha a un lado y, una vez abajo, ordenó a sus hombres que prendieran fuego al resto del edificio.
Salió de la casa en llamas y encontró a Cailin esperándole, montada ya en su yegua. Aurora iba sentada delante de su madre y Nellwyn en el carro, con Royse en brazos. Wulf miró a su esposa y ambos intercambiaron una mirada de silenciosa comprensión. Entonces él miró a sus hijos y sonrió. Aurora y Royse y los hijos que vendrían después eran un futuro prometedor. Ya no tenía nada que temer. Sucediera lo que sucediese, los años venideros se verían colmados con su amor y la esperanza de un nuevo mundo.
Wulf montó su caballo y sonrió a su esposa, y Cailin le sonrió a su vez. Con el apoyo del amor de Wulf, pensó Cailin, podría hacer frente a cualquier obstáculo y vencerlo.
– Te quiero -le dijo con voz suave, y se emocionó cuando él respondió:
– Yo también te quiero, ovejita.
Juntos se alejaron del sombrío pasado y emprendieron el camino hacia un radiante porvenir.