CAPÍTULO 13

Aspar regresó a Villa Mare a última hora de la noche siguiente y se llevó a Cailin a la cama de inmediato. Al amanecer, cuando hubieron saciado su deseo, se relajaron y él le contó el resultado de su misión.

– Llegué a Constantinopla ayer por la tarde -le dijo- e inmediatamente me presenté ante León. Las dificultades en Adrianópolis han sido superadas. En esa ciudad vuelve a reinar la paz, aunque no sé por cuánto tiempo. Tengo poca paciencia con los que discuten sobre el credo y el clan. ¡Qué tontos son!

– Son la mayoría -señaló Cailin, -pero estoy de acuerdo contigo, mi amor. La gente cree que la vida es un rompecabezas profundo y difícil, pero no lo es. Nos une un hilo: nuestra humanidad. Si dejáramos a un lado nuestras diferencias y tejiéramos nuestro destino con ese hilo, no existirían más enfrentamientos.

– Eres demasiado joven para ser tan sensata -bromeó él, besándola levemente. -¿Te gustaría saber cuál es mi recompensa por este reciente servicio a Bizancio?

Sonrió y la miró con un destello malicioso en los ojos.

El corazón de Cailin se desbocó. Pero no se atrevió a formular la pregunta y se limitó a asentir.

– El uno de noviembre te bautizará el propio patriarca, en la capilla privada del palacio imperial -anunció Aspar. -Luego nos casará. León y Verina serán nuestros testigos formales. Tendrás que adoptar un nombre bizantino, por supuesto.

Cailin ahogó un grito. Así pues, era cierto.

– Ana María -logró decir. -Ana en recuerdo de tu buena esposa, la madre de tus hijos, y María por la madre de Jesús.

– Has elegido bien -dijo él. -Todo el mundo lo aprobará, pero yo no dejaré de llamarte Cailin, mi amor. Para el mundo serás Ana María, la esposa de Flavio Aspar, pero yo me enamoré de Cailin y seguiré amándola toda la vida.

– Me cuesta creer que el emperador y el patriarca al fin hayan dado su consentimiento -dijo Cailin con lágrimas en los ojos.

– Ninguno de los dos es tonto, mi amor -señaló Aspar. -Tu presentación a la sociedad bizantina no fue lo que se dice convencional -sonrió, -y sin embargo León y la Iglesia saben que tu conducta desde que te compré y liberé ha sido mucho más circunspecta que la de la mayoría de mujeres de la corte, en especial a la luz del actual escándalo que rodea a la esposa de Basilico, Eudoxia. En cuanto a mí, he dado la vida por Bizancio, y si en mis últimos años no puedo tener lo que deseo, ¿de qué serviré al Imperio?

– ¿Les dijiste eso a ellos? -preguntó Cailin, sorprendida de que hubiera hablado con tanta franqueza ante el emperador y el patriarca.

– Sí, se lo dije -contestó Aspar, y luego rió entre dientes. -Sólo hice una insinuación, mi amor. Mi gran ventaja sobre el emperador es que no hay otro soldado de mi capacidad que pueda acaudillar los ejércitos del Imperio. Si me retirara de la vida pública… -Volvió a sonreír. -Lo he dejado a su imaginación. León no ha tardado en decidirse y ha convencido al patriarca. El emperador ha aprendido recientemente el valor de una esposa leal y virtuosa.

«Entonces, al haber conseguido lo que mi corazón deseaba, me vi obligado a asistir a un banquete, por eso llegué tarde anoche. ¿Me has echado de menos, mi amor?

– Terriblemente de menos -respondió ella, -pero no estuve sola. Arcadio terminó la estatua. Ya está instalada en el jardín: es mi regalo de boda para ti. También me dio algunos consejos sobre la corte. No me decantaré por ninguna facción, te lo prometo.

– ¿Quieres ir a la corte? -preguntó él, sorprendido.

– En realidad no -respondió Cailin. -Arcadio dijo que tendré la obligación de ir cuando sea la esposa del primer patricio del Imperio, pero preferiría más seguir aquí en el campo.

– Entonces seguirás aquí -le aseguró él. -Arcadio no es más que un viejo chismoso. Por supuesto, tendrás que aparecer en ocasiones solemnes, cuando yo me vea obligado a asistir, pero si quieres llevar una vida tranquila, sin duda podrás hacerlo. Te daré hijos para que los eduques, y ocuparte de mí será la primera de tus obligaciones, naturalmente. Tendrás los días muy atareados -bromeó él, pasándole la mano sobre el hombro.

– Quiero criar caballos para las carreras de carros -anunció ella. -Ya lo hemos hablado.

– ¡Te ofrezco hijos que criar y pides caballos!

Fingió estar ofendido, pero Cailin sabía que no lo estaba. Le empujó sobre las almohadas y le besó, acariciándole el pecho.

– Soy una mujer inteligente, mi señor. Puedo hacer las dos cosas: educar a tus hijos y criar a tus caballos. Los celtas tienen buena mano para los caballos.

– Eres una desvergonzada que siempre se sale con la suya -dijo él, y la puso de espaldas, se colocó encima y la frotó con el miembro. -¿Cuántos sementales necesitarás? -preguntó, restregándose lentamente sobre ella, complacido al ver que la pasión empezaba a encenderse en su mujer. ¡Cuánto la había echado de menos!

– Sólo necesito este semental, mi dulce señor -dijo ella, acoplando su cuerpo al de Aspar mientras él la acariciaba, -pero dos campeones irían bien para la manada de yeguas que reuniremos. ¡Oooohhh…! -suspiró cuando él la penetró suavemente. ¡Por todos los dioses! ¡Le había echado mucho más en falta de lo que creía!

Él cesó sus movimientos y se quedó inmóvil dentro de ella, acariciándole los pequeños senos con las manos. Quería prolongar aquel interludio. Desde el primer momento en que la había poseído, se había sentido joven otra vez. Esa sensación no había disminuido en los meses que hacía que estaban juntos. Con Ana existía respeto. Con Flacila no había existido nada. Pero Cailin… ¡con Cailin lo había encontrado todo! Jamás había soñado que fuera posible semejante amor entre dos personas.

– ¿Estás segura de que eso es lo que quieres? -le preguntó él. -Solamente has visto carreras de carros una vez.

Palpitó dentro de ella, con lo que a Cailin le resultaba casi imposible pensar en nada más.

– Me sorprende que nadie lo haya pensado… -logró articular. -¡Ooohhh, amor mío, me vuelves loca!

– No más de lo que tú me vuelves a mí -gimió él, y luego, incapaz de contenerse por más tiempo, se inclinó, la besó y la embistió con deliberada ferocidad hasta que ambos alcanzaron la cima del placer.

Cuando Aspar fue capaz de hablar de nuevo, dijo:

– Mañana asistiremos a los juegos de otoño. Vuelve a observar las carreras, y luego, si aún lo deseas, haremos los preparativos para criar caballos de carreras.

– Pero esos juegos los patrocina el nuevo marido de Flacila -observó Cailin, sorprendida. -¿Estará bien que nos vean allí?

– Asistirá toda Constantinopla -dijo Aspar, -incluidos todos los ex amantes de Flacila, puedes estar segura. Flacila y Justino Gabras se sentarán en el palco imperial con León y Verina. Al menos no estaremos junto a ellos, amor mío.

– ¿Puedo invitar a Casia? Se sintió decepcionada cuando le dije que no iba a asistir a esos juegos, y dijo que se vería obligada a sentarse en las gradas con la plebe. No pienso dejar de relacionarme con ella.

– Me decepcionarías si no lo hicieras -respondió él. -Sí, puedes invitar a Casia. La gente murmurará, pero no me importa.

– No quiero ver las luchas de gladiadores -dijo Cailin. -Casia me dijo que serán a muerte. No soportaría ver morir a un pobre hombre sólo porque no ha sido tan rápido o hábil como su oponente. Me parece cruel por parte del esposo de Flacila pedir sangre.

– La sangre agrada a la plebe -declaró Aspar. -Tienes que ver un combate, Cailin. A lo mejor no te horroriza tanto como crees. Si verdaderamente te desagrada, te marcharás con discreción. No podemos desairar a nuestro despreciable anfitrión.

Cailin envió un mensajero a Casia aquella misma mañana, invitándola a unirse a ellos en su palco al día siguiente, cuando se iniciaban oficialmente los juegos. La respuesta de Casia fue una aceptación encantada.

Al día siguiente Cailin se levantó temprano, pues los juegos comenzaban a las nueve y las carreras durarían hasta mediodía. Había preparado su vestido con gran esmero. Su estola, con el escote bajo y mangas ceñidas, era de suave hilo blanco. La parte baja de las mangas y el amplio borde inferior, así como la ancha franja que cubría la mitad superior de la falda, estaban tejidos en hilos de oro puro y seda verde esmeralda. La estola se ceñía a la cintura con un ancho cinturón de piel con una capa de polvo de oro y esmeraldas que hacían juego con el collar y los complicados pendientes. Debido a la época del año, Cailin necesitaría alguna prenda de abrigo, pero no quería tapar su vestido. Tenía una capa semicircular de seda verde brillante, que se abrochaba en el hombro derecho con un broche de oro con una esmeralda ovalada. Sandalias de piel doradas cubrían sus pies y el vestido se completaba con una banda de seda adornada con joyas alrededor de la cabeza, de la que colgaba un velo dorado.

Aspar, ataviado con traje de ceremonia color púrpura con bordados de oro llamado «túnica palmata», que vestía con una toga de lana púrpura con bordados de oro, asintió satisfecho cuando la vio.

– Provocarás muchas habladurías hoy, amor mío. Estás magnífica.

– Tú también, mi señor-respondió ella. -¿Estás seguro de que no despertaremos los celos imperiales? He visto al emperador y tú, mi señor, tienes un aspecto bastante más regio que él.

– Esa opinión no la compartirás con nadie más -advirtió Aspar. -León es un buen administrador, precisamente el emperador que Bizancio necesita.

– León es el emperador de Bizancio -dijo, -pero tú eres el que gobierna mi corazón, Flavio Aspar. Esto es lo único que me importa, mi amado señor.

Y le besó en la boca con ternura, sonriéndole a los ojos.

Él se echó a reír.

– Oh, Cailin, tú no sólo gobiernas mi corazón, me temo, sino también mi alma. ¡Eres dulce y picaruela, mi amor!

Casia y Basilico ya les esperaban en el Hipódromo. Al verle entrar en el palco con el primer patricio del Imperio, la multitud empezó a corear su nombre:

– ¡Aspar! ¡Aspar! ¡Aspar!

Él se adelantó y saludó con la mano, agradeciendo MIS aclamaciones con una sonrisa. Luego se retiró a la parte posterior del palco para que el público se calma1.1. A la derecha del palco imperial el patriarca y su séquito le observaban.

– Él no les incita -observó el secretario del patriarca.

– Todavía no -respondió el patriarca. -Algún día creo que lo hará. Aun así, es un hombre extraño y es posible que me equivoque.

De pronto el Hipódromo estalló en un frenesí de vítores cuando el emperador y la emperatriz, junto con el patrocinador de los juegos y sus invitados, entraron en el palco imperial. León y Verina recibieron el homenaje de la multitud con sonriente elegancia, y luego presentaron a Justino Gabras, que fue aclamado ruidosamente mientras saludaba con una mano lánguida.

Al oír las trompetas, León se adelantó y ejecutó el ritual que abría los juegos. Cuando el pañuelo cayó de sus dedos, las puertas del establo se abrieron para dejar salir los carros de la primera carrera. La multitud alentaba fervorosamente a los cuatro equipos.

– Mira eso -dijo Flacila con indignación. -¿Cómo se atreven Aspar y Basilico a traer a sus prostitutas a nuestros juegos?

– Los juegos son para todos, querida -replicó Justino Gabras, mirando a Cailin ávidamente.

«Qué magnífica criatura -pensó. -Cuánto me gustaría disponer de ella aunque sólo fueran unos minutos.»

– No me parece correcto que el primer patricio del Imperio exhiba a su amante públicamente -insistió Flacila.

– Oh, Flacila -dijo Verina con una risita, -tus celos me sorprenden, en especial dado que ni tú ni Aspar os soportabais cuando estabais casados.

– No se trata de eso -replicó Flacila. -Aspar no debería exhibirse en público con una mujer de moral tan reprobable.

– ¿Por eso nunca se le vio contigo, querida? -preguntó su esposo, burlón, y para mortificación de Flacila, León y Verina se echaron a reír.

Ella prorrumpió en llanto.

– ¡Dios mío! -exclamó Justino Gabras. -No soporto las emociones desbordadas de las mujeres que están en época de crianza. -Sacó un trozo de seda blanco de la túnica y se lo entregó a su esposa. -Sécate los ojos, Flacila, y no hagas el ridículo.

– ¿Estás esperando un hijo? -preguntó Verina sorprendida, pero entonces pensó que eso explicaba la gordura que últimamente Flacila exhibía.

Ésta hizo un gesto de asentimiento y sorbió por la nariz.

– Dentro de cuatro meses -admitió.

Todos felicitaron a Justino Gabras.

– Podría ser peor -señaló éste. -Si la chica fuera la esposa de Aspar, tendría preferencia ante ti en la corte. En su actual situación es inofensiva.

Verina no pudo resistir la tentación que se le ponía al alcance de la mano. Sonrió con falsa dulzura.

– Me temo que es exactamente lo que va a ocurrir, mi señor. El emperador y el patriarca han autorizado a Aspar a que se case con Cailin Druso.

Flacila palideció.

– ¡No puedes permitirlo! -exclamó. -¡Esa joven no es más que una prostituta!

– Flacila -repuso Verina con calma, -te inquietas por nada. Admito que la presentación en sociedad de esa muchacha no fue nada convencional, pero pasó muy poco tiempo en Villa Máxima. Sus antecedentes son mejores que los de todas nosotras. Se comporta con una modestia que se ha ganado incluso el encomio de tu primo, el patriarca. Será una esposa excelente para Aspar y, créeme, con el tiempo todo lo demás quedará olvidado, en especial si tú sigues provocando escándalos como el de la primavera pasada. Tú eres mucho más puta, y también la mitad de las mujeres de la corte, que la pequeña Cailin Druso.

La emperatriz sonrió y cogió la copa de vino que le o I recia un criado.

Antes de que Flacila pudiera responder, su esposo la pellizcó en el brazo.

– Cierra la boca -le susurró. -No importa. -¡A ti no te importa! -espetó Flacila enojada. -Jamás daré preferencia a esa zorra presuntuosa. ¡Jamás!

– Oh, Flacila -dijo la emperatriz, -no te preocupes. ¡Mira! Los Verdes han ganado dos carreras seguidas esta mañana. -Se volvió hacia su esposo. -Me debes un nuevo collar de oro, mi señor, y un brazalete.

– ¡Oh, la odio! -masculló Flacila. -Cuánto me gustaría vengarme de ella.

– Bueno, ahora no puedes hacerlo, querida -le susurró su esposo. -Como amante de Aspar tenía cierta vulnerabilidad, pero como esposa, Flacila, es inviolable. ¡Mírala! Modesta y hermosa. Pronto será famosa por sus buenas obras. Y será una madre modelo, no me cabe duda. No le veo ningún defecto. Si lo tuviera, podríamos encontrar una manera de estropear la felicidad de Aspar, pero no es así. Tendrás que aprender a convivir con esta situación. No quiero que te preocupes innecesariamente o perderás a mi hijo. Si eso ocurre, Flacila, te mataré con mis propias manos. ¿Me entiendes?

– ¿Tanto significa para ti el niño, mi señor?

– ¡Sí! Nunca he tenido un hijo legítimo.

– ¿Y yo, mi señor? ¿No significo nada para ti, aparte de ser la hembra que te dará tu heredero?

– Eres la única mujer para mí, Flacila. Te lo he dicho muchas veces, pero si te complace oírlo decir de nuevo, bien. Nunca había pedido a una mujer que se casara conmigo. Es a ti a quien quiero, pero también quiero tener un hijo, querida. Ten cuidado de que tu mal genio no estropee una relación perfecta.

Ella volvió los ojos hacia la pista, sabiendo que Justino tenía razón y odiándole por ello. No se atrevió a volver a mirar hacia el palco de Aspar, pues no podía soportar ver a su ex marido y a Cailin juntos.

Las carreras de carros por fin terminaron. El intermedio entre las carreras y los juegos duraría una hora. En los tres palcos, los criados sirvieron un ligero almuerzo a sus amos. Cuando casi habían terminado de comer, apareció un guardia imperial en el palco de Aspar.

– El emperador y la emperatriz recibirán ahora vuestros leales respetos, señor, y también los de la señora -dijo, inclinando la cabeza en leve reverencia.

– No me lo habías dicho -reprochó Cailin a Aspar, indicando a Zeno que le acercara una palangana de agua perfumada para lavarse las manos. Se las secó deprisa con la toalla de hilo que el anciano le entregó.

– No sabía que nos recibiría hoy -respondió él. -Es un gran honor, mi amor. ¡Éste es el reconocimiento de nuestra relación! ¡No pueden echarse atrás, Cailin!

– Estás hermosísima -susurró Casia a su amiga. -He estado observando a Flacila. Los celos la consumen. Es una gran victoria para ti, amiga mía. ¡Saboréala!

Aspar y Cailin siguieron al guardia hasta el palco imperial donde se arrodillaron ante el emperador y la emperatriz. «Forman una pareja perfecta -pensó Verina mientras su esposo los saludaba. -Nunca había visto a un hombre mayor y a una mujer joven que encajaran tan bien. Casi estoy celosa del amor que se profesan.» La voz de León la sacó de sus elucubraciones.

– Y mi esposa también os da la bienvenida, mi señora, ¿verdad, Verina?

– Claro que sí, mi señor -respondió la emperatriz. -Aportaréis lustre a nuestra corte, señora. Me han dicho que sois de la ex provincia de Britania. Es una tierra brumosa, o eso me han informado.

– Es una tierra verde y fértil, majestad, pero quizá no tan soleada y luminosa como Bizancio. La primavera aquí llega antes y el otoño más tarde que en Britania.

– ¿Y echáis de menos vuestra verde y fértil tierra, señora? -preguntó la emperatriz. -¿Tenéis familia allí?

– Sí -respondió Cailin. -A veces echo de menos Liritania, majestad. Allí era feliz, pero -añadió con una dulce sonrisa- también soy feliz aquí con mi amado señor, Aspar. Dondequiera que él esté será mi hogar.

– ¡Bien dicho! -aprobó el emperador, sonriendo a Cailin.

Cuando la pareja hubo regresado a su palco, León comentó:

– Es encantadora. Creo que Aspar es un hombre muy afortunado.

Justino Gabras estrechó la mano de su esposa como advertencia, pues se dio cuenta de que estaba a punto de estallar.

– Respira hondo, Flacila -le sugirió con suavidad- y controla tu mal genio. Si somos apartados de la corte por culpa de tu comportamiento, lo lamentarás mientras vivas, ¡te lo juro!

La rabia poco a poco desapareció del rostro y el cuello de Flacila, que tragó saliva y asintió.

– Jamás volveré a ser feliz hasta que consiga vengarme de Aspar -susurró.

– Déjalo, querida -le aconsejó él. -No hay manera.

– Esa vaca gorda tendrá una apoplejía -se burló Casia maliciosamente en el palco de Aspar. -Está roja de ira. ¿Qué os han dicho el emperador y la emperatriz para que se haya enfadado tanto?

– No tiene motivo para estar enfadada con nosotros -respondió Cailin, y le contó la conversación que habían mantenido con la pareja real.

De pronto se oyó un resonar de trompetas y Casia exclamó con excitación.

– ¡Oh, los juegos están a punto de empezar! Ayer fui a visitar a mi amiga Mará en Villa Máxima y vi a los gladiadores. Justino Gabras ha alquilado la villa para todo el tiempo que dure su estancia. No está permitida la entrada al público. Dijo que quería que sus gladiadores disfrutaran de lo mejor mientras estuvieran en Constantinopla. Joviano está en la gloria con todos esos guapos jóvenes alrededor, y Focas, según me han dicho, está realmente satisfecho, tan elevado es el precio que Gabras le pagó. Espera a ver el campeón al que llaman el Sajón. Jamás he visto a un hombre más guapo. Castor, Pólux y Apolo palidecen a su lado. ¡Ooooh! -exclamó. -¡Ahí están!

Los gladiadores entraron en la arena y desfilaron hasta llegar al palco imperial, donde se detuvieron. Con las armas levantadas, saludaron al emperador y a su generoso patrón con una exclamación lanzada al unísono:

– ¡Los que van a morir te saludan!

– Ése es el Sajón -indicó Casia señalando al más alto del grupo. -¿No te parece muy apuesto?

– ¿Cómo puedes saberlo? -bromeó Cailin. -Ese casco con visera prácticamente les oculta las facciones.

– Es cierto -admitió Casia, -pero tendrás que creerme. Tiene el pelo como el oro y los ojos azules.

– Muchos sajones son así -observó Cailin.

Aspar se inclinó hacia ellas y dijo:

– Los primeros combates se librarán con armas romas, mi amor. De momento no habrá derramamiento de sangre y podrás hacerte una idea de la habilidad que requiere.

– Me parece que lo preferiré a lo que viene después -respondió Cailin. -¿Todos tienen que luchar hasta que sólo uno de ellos sobreviva?

– No -respondió él. -Sólo se disputarán seis combates a muerte. Eso es lo que Gabras acordó. Hoy se celebrarán dos, mañana otros dos y otros dos el último día de los juegos. El Sajón, que es el campeón imbuido, peleará hoy y el último día. Su principal rival es un hombre llamado el Huno, que combatirá los tres días. Si sobrevive los dos primeros días, probablemente se enfrentará al Sajón el último día. Será un buen espectáculo.

– Me parece horrendo que alguien deba morir -insistió Cailin. -Son hombres jóvenes. Va contra las enseñanzas de la Iglesia permitir esta barbaridad, y sin embargo allí están el patriarca y todos sus sacerdotes, en su palco al otro lado del emperador, disfrutando del espectáculo.

Aspar le cogió una mano.

– Calla, amor mío, te van a oír -le advirtió. -La muerte forma parte de la vida.

La batalla había comenzado en la arena. Hombres jóvenes con pequeños escudos y espadas cortas peleaban encarnizadamente. La multitud se entusiasmaba con la exhibición, pero al final empezaron a cansarse.

– ¡Que venga el Sajón! ¡Que venga el Huno! -gritaba el gentío.

Luego sonaron las trompetas y los luchadores abandonaron corriendo la arena. Entraron los cuidadores y alisaron el terreno. El silencio envolvió el Hipódromo durante varios minutos. De pronto se abrió la puerta de los Gladiadores y aparecieron dos hombres. La multitud prorrumpió en gritos de excitación.

– Es el Huno -informó Aspar. -Peleará con un tracio.

– No lleva armadura -dijo Cailin.

– No necesita más que hombreras de piel, mi amor. Lucha con red, daga y lanza; los que luchan con red son los gladiadores más peligrosos.

El tracio, con casco y espinilleras en ambas piernas, llevaba un pequeño escudo y una espada de hoja curva. A Cailin le pareció injusto, hasta que los dos hombres empezaron a pelear. El Huno lanzó su red pero el tracio la esquivó, saltó detrás de su oponente e intentó clavarle el cuchillo. El Huno, se apartó a tiempo y sólo recibió un arañazo. Los hombres pelearon varios minutos mientras la multitud les alentaba a gritos. Por fin, cuando Cailin había empezado a pensar que exageraban la ferocidad de esos combates, el Huno dio un salto y, con un hábil movimiento de la muñeca, extendió su red. El tracio quedó atrapado en la telaraña. Desesperado, intentó cortarla con la espada mientras la multitud gritaba cada vez más fuerte, sedienta de sangre. El Huno clavó su lanza en el suelo, sacó su daga y se lanzó sobre el otro hombre. Fue tan rápido que Cailin ni siquiera estaba segura de haberlo visto, pero el suelo arenoso se manchó de sangre cuando el Huno cortó la garganta a su oponente y luego se alzó victorioso, agradeciendo los vítores de la multitud.

Era un hombre de estatura media, complexión robusta y completamente calvo salvo por una coleta negra que llevaba sujeta con una trenza de cuero. Dio la vuelta al ruedo con grandes pasos, aceptando lo que consideraba su derecho. Mientras lo hacía salieron cuatro cuidadores y dos de ellos se llevaron a rastras el cuerpo sin vida del tracio por la puerta de la Muerte; los otros dos arrojaron arena nueva sobre la sangre y la alisaron.

Cailin estaba asombrada.

– Ha sido tan rápido… -murmuró. -El tracio ni siquiera ha tenido tiempo de gritar.

– Los gladiadores no suelen ser crueles entre ellos -observó Aspar. -Son amigos o conocidos, pues viven, comen, duermen y fornican juntos. Los combates a muerte hoy en día son raros, y Justino Gabras debe de haber pagado mucho. O quizá estos gladiadores son hombres desesperados a quienes nada importa.

– Quiero regresar a casa -dijo Cailin con voz suave.

– ¡Ahora no puedes irte! -exclamó Casia. -El último combate del día está a punto de empezar y es el del campeón. El Huno es un aficionado comparado con el Sajón. Si hay demasiada sangre, no mires, pero tienes que verle sin casco. ¡Es como un dios, te lo aseguro! -dijo Casia entusiasmada.

Aspar rió y, volviéndose hacia Basilico, dijo:

– Creo que si estuviera en tu lugar me preocuparía por Casia. Está fascinada por ese gladiador.

– Es un hombre muy bello -se defendió Casia antes de que el príncipe dijera nada, -pero sé que normalmente los hombres como el Sajón sólo pueden ofrecer un cuerpo y un rostro hermoso. No tienen nada más, ni ingenio ni cultura. Después de disfrutar de un buen revolcón, es agradable quedarse tumbado y charlar, ¿no es cierto, mi señor?

Basilico asintió en silencio, pero le brillaban los ojos.

– ¡Oh, mirad! -exclamó Casia. -Ahí están los combatientes. No me gustaría ser el pobre diablo que peleará con el Sajón. Sabe que no tiene ninguna posibilidad.

– Qué triste para él -dijo Cailin. -Qué terrible ha de ser saber que se está frente a la muerte en este día tan hermoso.

Casia pareció apesadumbrada pero enseguida se animó y dijo:

– Bueno, siempre cabe la posibilidad de que tenga suerte y venza al campeón. ¿No sería emocionante? De cualquier modo, será un buen espectáculo, de eso puedes estar segura.

El Sajón y su oponente iban armados al modo samnita: casco con visera, una gruesa manga en el brazo derecho y una espinillera en la pierna izquierda, un grueso cinturón, escudos largos y espadas cortas. Saludaron al emperador y a su amo y de inmediato empezaron a pelear. A su pesar, Cailin estaba fascinada, pues aquel combate parecía más igualado que el anterior.

Se oía el entrechocar de las armas y el fragor de la lucha cuerpo a cuerpo. Cailin se dio cuenta de que en realidad el combate no era tan igualado. El rival del Sajón no estaba a su altura en cuanto a habilidad. El campeón saltaba y efectuaba una serie de maniobras y movimientos espectaculares para complacer a la multitud. Por dos veces el otro hombre quedó al descubierto, pero el sajón prefirió hacer una finta para distraer la atención. Por fin la multitud empezó a darse cuenta y empezó a gritar con indignación, ávida de sangre.

– No es su estilo -observó Basilico. -Él intenta dar un buen espectáculo pero la gente quiere sangre. Bien, ahora la tendrán, creo. Deberían haber reservado al Sajón para el último día, en lugar de hacerle pelear dos días. Es evidente que Gabras quería amortizar el dinero invertido.

El combate dio un nuevo giro, pues el Sajón empezó a atacar a su oponente con vigor mientras éste luchaba desesperadamente para salvar la vida. Sin embargo, el campeón no quería alargarlo más. De forma implacable lo hizo retroceder hasta el otro lado de la arena, recibiendo pocos golpes y protegiéndose diestramente con su escudo. Él Sajón daba golpe tras golpe hasta que por fin el hombre cayó al suelo, exhausto.

Rápido e inmisericorde, el Sajón clavó su espada en el corazón del otro gladiador. Luego cruzó la arena, aclamado por la multitud, hasta situarse delante del palco del emperador, donde saludó a éste con el arma ensangrentada.

– Quítate el casco, Sajón -pidió Justino Gabras, -para que el emperador pueda verte la cara cuando te felicite por tu victoria.

El Sajón lo hizo y dijo:

– No existe la victoria cuando se lucha contra un hombre más débil, señor. Sin embargo, dentro de dos días pelearé con el Huno. Os traeré su cabeza en una bandeja de plata, y entonces aceptaré vuestras felicitaciones por un combate bien disputado.

– ¿No temes a la muerte? -preguntó con aire majestuoso el emperador.

– No, majestad -respondió el Sajón. -He perdido todo lo que resultaba querido para mí. ¿Qué es la muerte sino una huida? Sin embargo los dioses quieren que siga viviendo.

– ¿No eres cristiano, Sajón?

– No, majestad. Adoro a Odín y a Tor. Ellos son mis dioses. Pero los dioses no se preocupan por los hombres insignificantes como yo, de lo contrario se habría cumplido el deseo de mi corazón.

Cailin contemplaba al sajón como hipnotizada. No oía lo que decía pero sabía que estaba hablando. «No puede ser», pensó. Se parecía a Wulf, pero simplemente no podía ser. Wulf se encontraba en Britania, en sus tierras, con una nueva esposa e hijos. Ese hombre no podía ser Wulf Puño de Hierro, y sin embargo… Tenía que oír su voz, verle de cerca.

– Ya te dije que el Sajón era una criatura gloriosa -murmuró Casia. -Incluso sudoroso y cubierto de polvo es hermoso, ¿verdad? ¡Cailin! ¡Cailin!

Casia tiró de la manga de su amiga.

– ¿Qué? ¿Qué dices, Casia? ¿Qué pasa? No te escuchaba, lo siento. Estaba distraída. Casia rió entre dientes.

– Ya lo veo, y sé el porqué.

Cailin sonrió.

– Sí, es muy guapo -dijo, recuperando el control de sí misma, -pero aun así no me gustan estos combates.

– General Aspar -les interrumpió un guardia que entró en el palco, -el emperador quiere hablar con vos un momento.

Aspar se apresuró a salir del palco. Cuando regresó varios minutos después, dijo a Cailin:

– Han llegado unos emisarios de Adrianópolis. Al parecer existe la amenaza de que vuelva a estallar la guerra entre las facciones religiosas. Voy a tratar de encontrar una solución aquí, en palacio, con León esta noche. ¿Te importa regresar sola a casa, mi amor?

Cailin hizo un gesto de negación. En realidad sintió alivio. Necesitaba tiempo para pensar. El parecido entre el Sajón y Wulf era asombroso, aunque el pelo del primero era más claro que los rizos de Wulf.

– Quédate la litera -dijo a Aspar. -A la hora de regresar necesitarás transporte. Yo iré con Casia a su casa y después su litera me llevará a Villa Mare.

– Claro que sí -accedió Casia. -Cailin siempre es práctica, mi señor. Basilico, ¿cenarás conmigo?

– No puedo -respondió apesadumbrado. -Mi hermana insiste en que esta noche le haga compañía, pues recibe en su casa al patriarca. Quizá me reuniré contigo más tarde, mi amor. ¿Te gustaría?

– No -dijo Casia. -Creo que no, mi señor. Si no puedes venir a cenar conmigo, me dedicaré a recuperar sueño. No duermo mucho cuando estás conmigo -añadió con aire sugerente, suavizando así su negativa. Se levantó y le dio un breve beso en la boca. -Vamos, Cailin. Será difícil abrirse paso entre la multitud ahora que todo el mundo se marcha.

– Buena suerte, mi señor -deseó Cailin a Aspar.

Él se inclinó, le cogió el rostro entre las manos y le rozó los labios con los suyos.

– Cuando te miro, mi amor -le dijo, -mi sentido del deber flaquea.

– No me engañes -dijo Cailin con una sonrisa. -El Imperio es tu primer amor, lo sé bien. Pero estoy dispuesta a compartirte con Bizancio, mi amadísimo esposo.

Él le sonrió.

– Eres la mejor de todas las mujeres que jamás he conocido, Cailin. Soy un hombre afortunado por tener tu amor.

– Tienes suerte de tener su amor -dijo Casia a Cailin cuando salieron del Hipódromo en su amplia y cómoda litera.

– ¿Por qué has rehusado que el príncipe fuera a tu casa más tarde? -preguntó Cailin a su amiga. -Me parece que te ama de verdad.

– No quiero pegarme a Basilico como una babosa -respondió Casia. -Y tampoco quiero que confíe siempre en mi amor por él. Soy su amante, no su esposa. No aceptaré sólo una parte de la velada. La quiero completa. Seguro que sabía de antemano que esta noche tendría que estar con su hermana, pero no me lo dijo. Supuso que estaría disponible para él, pero no lo estoy.

Al ver que Cailin no respondía, Casia dijo:

– ¿Has oído lo que te he dicho? ¿Qué te ocurre, Cailin? Llevas un buen rato distraída.

Cailin exhaló un suspiro. Necesitaba confiar en alguien y Casia era su única amiga.

– Es el Sajón -dijo.

– ¡Ah, sí, es una bestia espléndida! -exclamó Casia.

– No es eso.

– Entonces ¿qué es?

– Creo que el sajón es Wulf Puño de Hierro.

– ¿El que era tu esposo en Britania? ¿Estás segura? ¡Por todos los dioses!

– No estoy segura, Casia -repuso Cailin nerviosa, -pero he de saberlo. Nos casamos porque él estaba cansado de luchar y quería instalarse. Mis tierras le atrajeron a mí. Siempre he pensado que Wulf estaba en Britania, en esas tierras. Incluso supuse que había tomado otra esposa y tenía un hijo. Tengo que saber si el Sajón es él. ¡Tengo que averiguarlo como sea!

– Oh, Cailin, estás abriendo una caja de Pandora -advirtió Casia. -¿Y si es Wulf Puño de Hierro? ¿Qué harás? ¿Todavía le amas? ¿Y Aspar?

– No lo sé, Casia. No tengo respuestas. Sólo sé que tengo que averiguar si lo es o si mis ojos me han jugado una mala pasada. -Parecía tan intranquila que Casia sintió compasión por ella. -Oh, ¿qué voy a hacer? -musitó Cailin y se echó a llorar.

– Bueno -dijo Casia, -tendremos que satisfacer tu curiosidad, ¿no? -Abrió las cortinas de la litera, se asomó y llamó al porteador principal: -¡Ve a Villa Maxima, Pedro!

Cailin contuvo un grito.

– ¡Oh, no, Casia! ¡Es una locura! ¿Y si alguien me ve? Recuerda que voy a casarme con Aspar.

– ¿Quién nos verá? -replicó Casia. -Joviano y Focas han cerrado Villa Maxima a su clientela regular. Yo entraré y tú te quedas en la litera con las cortinas corridas. Buscaré a Joviano y él sabrá cómo enterarse de si el sajón es tu Wulf Puño de Hierro. Seremos discretos y tú estarás más a salvo que en tu propia casa -le aseguró Casia. -Luego podrás regresar a Villa Mare y sentirte como una tonta, pues es muy improbable que ese gladiador sea tu hombre.

– Pero ¿y si lo es? -insistió Cailin ansiosa.

Casia se puso seria.

– En ese caso, amiga mía, tendrás que decidir qué es lo que quieres: un bello y salvaje sajón que, como es obvio, no tiene una moneda y está dispuesto a arriesgar su vida en la arena, o un hombre rico y culto, el primer patricio del Imperio. Yo de ti, Cailin Druso, regresaría a Villa Mare al instante. Si un hombre como Flavio Aspar me amara, daría gracias a Dios cada mañana al despertar por el resto de mis días. Creo que estás loca al tentar así el Destino. Le diré a Pedro que dé la vuelta. Iré contigo y te haré compañía esta noche. Ese sajón no puede ser Wulf Puño de Hierro.

– Tengo que saberlo, Casia. Verle desde lejos me ha llenado de dudas. Si no las disipo, ¿cómo podré jurar lealtad a Aspar? ¿Y si el Sajón no es Wulf, pero algún día Wulf aparece en el umbral de mi puerta? ¿Y si todavía le amo?

– ¡Que los dioses no lo permitan, necia criatura! -exclamó Casia.

La litera avanzó por la Mese y luego por una serie de calles secundarías. Las dos mujeres guardaron silencio. Casia retorcía el tejido de su vestido con sus delgados dedos. Siempre lamentaba ser tan impulsiva. Cailin no era la única que abría la caja de Pandora. Respiró hondo. De aquello no iba a salir nada. Cailin, aquejada de una crisis prenupcial, veía fantasmas. El Sajón resultaría un perfecto desconocido. Aun así, Casia dio un brinco nervioso cuando la litera fue depositada en el suelo y Pedro, el porteador principal, apartó las cortinas para anunciar que estaban en el patio de Villa Máxima. Cailin dio un apretón a Casia en el brazo para darle ánimos. Ésta hizo un gesto de asentimiento.

– Iré a buscar a Joviano. Quédate aquí y no abras las cortinas para nada. Deja que piensen que la litera está vacía. -Bajó del elegante vehículo. -Pedro, no menciones a nadie que tengo compañía. No tardaré mucho.

– Muy bien, señora -respondió él. Casia cruzó presurosa el magnífico atrio de la villa. Un criado se adelantó y sus ojos se abrieron de par en par cuando reconoció a la joven.

– Buenas tardes, Miguel -saludó Casia. -Avisa al amo Joviano de mi presencia. Le esperaré aquí. ¿Has estado en los juegos? -preguntó en tono jovial. -¿No te ha parecido maravilloso el Sajón?

Miguel esbozó una leve sonrisa. Casia tenía buen ojo para los caballeros, y era evidente que no lo había perdido. Él inclinó la cabeza respetuosamente.

– Enseguida, señora. ¿Hago que os envíen un refresco mientras esperáis? Hace calor para ser otoño. ¿Un poco de vino frío, quizá?

– No, gracias -declinó Casia. -Sólo puedo quedarme el tiempo justo de hablar con el amo Joviano.

Se sentó en un banco de mármol, viendo marcharse al criado y rogando que Joviano no tardara en aparecer. ¡Por todos los dioses! ¿Por qué había sugerido ir allí?

Joviano salió al atrio al cabo de un minuto pero, para inquietud de Casia, no iba solo. Se maldijo a sí misma en silencio.

– ¡Casia, mi cielo! -La besó en ambas mejillas. -¿Qué te trae por aquí? Me sorprende verte.

– También yo estoy sorprendido -intervino Justino Gabras. -¿El príncipe Basilico ha venido contigo?

– No -respondió Casia con dulzura, recuperando la compostura. -Concedo ciertos favores al príncipe, señor, pero no soy de su propiedad. Tampoco él interfiere en mis amistades, muchas de las cuales son de muchos años. -Se volvió hacia Joviano. -¿Podemos hablar a solas?

Antes de que Joviano pudiera responder, Gabras dijo:

– ¿Secretos, cariño? Me sorprende. ¿Qué secretos puede tener una prostituta? Creí que todo lo relacionado contigo era ya de conocimiento público.

Casia sintió crecer la ira en su interior.

– Me pregunto cuánto tardaréis, mi señor, en morderos la lengua y morir envenenado -espetó. -Joviano, ¿dónde podemos hablar?

– No tan deprisa -terció Gabras, riendo. -Quiero conocer tus secretos. No te dejaré a solas con Joviano.

Joviano miró vacilante a Casia y ella se encogió de hombros.

– Muy bien. Si queréis saberlo, mi señor, he venido a echar un vistazo más de cerca a los gladiadores. ¿Satisfecho?

Justino Gabras soltó una carcajada.

– Todas las mujeres sois iguales -dijo. -¿Un vistazo, dices? ¿Eso es todo, Casia? Creo que lo que realmente quieres es probar sus espadas. ¿Cuál de ellos te gusta? ¿El Sajón? ¿El Huno? Si fueras residente de esta casa, esta noche podrías elegir entre ellos.

– Los hombres fornidos y sudorosos con grandes pollas y mentes infantiles no destacan precisamente como amantes -espetó Casia con rudeza. -Sin embargo, sus cuerpos son hermosos y a mí me gusta la belleza, mi señor. Desde nuestro palco en el Hipódromo no se veía bien, por eso he venido a Villa Máxima. Quizá he elegido un mal momento. Volveré mañana.

Joviano, asombrado por las palabras de Casia, por fin logró hablar.

– Sí, querida, será mucho mejor -coincidió. -Ha sido un día largo y están a punto de disfrutar de una buena comida y de la diversión que sólo Villa Máxima puede proporcionar. Vuelve mañana y te los presentaré a todos. Incluso podrás verles en los baños. -¿Qué pretendía Casia? Aquel comportamiento no era propio de ella. -Te acompañaré a la litera.

– Gracias, querido Joviano -dijo ella con una sonrisa.

– Y yo os acompañaré a ambos -declaró Justino Gabras.

– No es necesario, mi señor -repuso Casia.

– Insisto -dijo Justino Gabras sonriendo.

Cuando llegaron a la litera, Casia dijo:

– Volveré por la mañana, Joviano, para admirar esos hermosos cuerpos.

De pronto, Justino Gabras se inclino y apartó las cortinas de la litera. Sus ojos se desorbitaron y cogió a Cailin por los hombros.

– ¡Vaya, vaya! ¿Qué tenemos aquí? ¿La futura esposa de Flavio Aspar viene a visitar su hogar? ¿También has venido a ver a los gladiadores, mi pequeña? ¿Te apetece revivir los viejos tiempos?

Cailin se liberó de él y le clavó una mirada helada.

– Te equivocas -dijo Casia. -Después de los juegos llamaron a Aspar a palacio y yo me ofrecí a llevar a Cailin a Villa Mare, pero antes quise ver de cerca a esos hombres maravillosos. Cailin no quería venir, y como veis, se ha quedado en la litera, prácticamente escondida. ¡Si Aspar se entera no nos dejará ser amigas!

– Si Aspar se entera lo más probable es que anule la boda -declaró Justino Gabras con aire divertido.

– No lo creo, mi señor -dijo Cailin. -No he hecho nada malo, y mi señor Aspar sabe que no miento. Si le cuento la verdad me creerá.

– Probablemente -admitió Justino Gabras, -pero ¿y la corte imperial? ¿Y el patriarca? Están ansiosos por creer lo peor de ti, Cailin. -Rió. -Hoy mismo le decía a mi esposa que ahora eres inviolable. Pero me parece que estaba equivocado.

– ¿Quién creerá que hoy hemos estado aquí? -preguntó Casia. -Teniendo en cuenta quién es vuestra esposa, mi señor, ¿suponéis que alguien creerá vuestras historias? -Le apartó y cogió la mano de Cailin. -Vamos, tengo que llevarte a Villa Mare antes de que anochezca. Me quedaré a pasar la noche contigo. -¡No os mováis!

Justino Gabras aferró el otro brazo de Cailin con fuerza. Ya había ideado un plan perverso para desacreditarla.

– ¡Joviano! -pidió ayuda Casia. -Joviano no puede ayudaros, queridas amigas -dijo Cabras. -¿Qué esperáis que haga por vosotras? Halléis venido por voluntad propia, yo no os he obligado. Pero ahora os quedaréis y divertiréis a mis invitados.

– Mi señor Gabras -suplicó Cailin, -¿por qué hacéis esto? ¿Qué os ha hecho para que odiéis tanto a mi señor Aspar?

– No conozco lo bastante bien a Flavio Aspar para odiarle -respondió él con frialdad, -pero estoy cansado de oír a mi esposa gemir que quiere vengarse por su matrimonio sin amor. No, no me digas que ella no le amaba. Ya se lo repite ella misma suficientes veces, pero su odio hacia Aspar es muy fuerte, es la otra cara del amor, Cailin Druso. Seguro que ya lo sabes. La cólera de Flacila es tanta que temo por mi hijo. ¡Y quiero tener ese hijo! Hasta este momento no he podido dar a mi esposa lo que afirma desear ardientemente. Tu estupidez al venir aquí me ha dado una oportunidad que jamás había esperado tener. -Sonrió con crueldad. -Mañana a esta hora, Flacila tendrá su venganza y podrá descansar tranquila.

– Dejadla ir a ella y yo entretendré a vuestros invitados como deseéis -propuso Casia. -¡Pero soltad a Cailin, os lo ruego, mi señor Gabras! Joviano, ¿no dices nada?

– No puedo ayudarte -respondió Joviano, y los ojos se le llenaron de lágrimas. -Me mataría si lo intentara, ¿verdad, mi señor? Aunque me atreviera a buscar ayuda, cuando Aspar llegara aquí sería demasiado tarde. No deberías haber venido esta noche, Casia, y sin duda no deberías haber traído a Cailin.

– ¡Miguel! -Justino Gabras llamó al criado, que acudió enseguida. -Ayúdame a encerrar a nuestras invitadas hasta que estemos listos para ellas.

Arrastró a Cailin al atrio mientras ella forcejeaba en vano para escapar de sus fuertes manos.

– ¡Dejadnos marchar! -gritó Casia mientras Miguel la arrastraba tras ellos.

– ¡Y encierra a los porteadores de esa puta! -ordenó Justino a gritos a Joviano.

– Señora, os pido disculpas por esto -dijo Miguel a Cailin cuando la introdujo en una habitación sin ventanas, escasamente amueblada, detrás de Casia. Cerró la puerta y ellas oyeron girar ruidosamente la llave.

– ¡Perdóname! -pidió Casia arrojándose a los brazos de Cailin. -¡Soy una idiota por haberte sugerido venir aquí! ¡Que los dioses nos ayuden a las dos!

– Yo tengo tanta culpa como tú -repuso Cailin. -Si hubiera dejado correr el asunto del Sajón en lugar de insistir, no nos hallaríamos en este apuro. ¿Qué crees que pretenden hacer?

– Es evidente. Gabras nos entregará a sus gladiadores. A mí no me importa. Soy una prostituta y estoy acostumbrada a acoger hombres entre mis muslos, ¡pero tú, mi pobre amiga!

Prorrumpió en llanto, para asombro de Cailin, pues Casia no era una mujer dada a las lágrimas.

– No llores -la consoló Cailin. Era extraño, pero no sentía nada, ni siquiera miedo.

– Gabras difundirá este incidente por toda Constantinopla -sollozó Casia. -¡Basilico jamás me perdonará!

– ¿Tú le amas? -preguntó Cailin, sorprendida de nuevo.

Casia asintió.

– ¡Ay, sí, que los dioses me ayuden! Él no lo sabe, por supuesto. No es la clase de hombre al que se pueda confiar un sentimiento así, por desgracia. Jamás aceptará verse avergonzado por mí. ¡No volveré a verle nunca más! ¡He arruinado no sólo tu vida, sino también la mía!

– Quizá podamos escapar -la consoló Cailin.

Casia, agotadas sus lágrimas, miró a su amiga y meneó la cabeza.

– ¿Cómo? Esta habitación no tiene ventanas, y sólo una puerta, que está cerrada con llave. Vendrán por nosotras y eso será el fin. No hay escapatoria, Cailin. Acéptalo.

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