CAPÍTULO 01

CAILIN

Britania, 452-454


– ¡Oh, Gayo, cómo has podido! -exclamó irritada Kyna Benigna a su esposo. Era una mujer alta y hermosa, de pura ascendencia céltica. Llevaba su oscuro cabello pelirrojo peinado en una serie de complicadas trenzas en torno a la cabeza. -No puedo creer que hayas enviado a Roma a buscar marido para Cailin. Se pondrá furiosa contigo cuando lo descubra.

La larga y suave túnica de lana amarilla de Kyna Benigna oscilaba con elegancia mientras la mujer se paseaba por la estancia.

– Ya es hora de que se case -se defendió Gayo Druso Corinio, -y aquí no parece haber nadie que le convenga.

– Cailin no cumplirá más que catorce años el mes que viene, Gayo -le recordó su esposa. -No estamos en la época de los Julianos, cuando las niñas se casaban en cuanto les empezaba los ciclos lunares. Y en cuanto a no encontrar a ningún joven que le convenga, no me sorprende. Adoras a tu hija y ella te adora a ti. La has mantenido tan cerca de ti que realmente no ha tenido ocasión de conocer a jóvenes que puedan convenirle. Y aunque lo hiciera, ninguno sería del agrado de su querido padre. Cailin tiene que relacionarse como una chica normal, y ya verás cómo encuentra al hombre de sus sueños.

– Eso ahora es imposible y lo sabes -repuso Gayo Druso Corinio. -Vivimos en un mundo peligroso Kyna. ¿Cuándo fue la última vez que nos atrevimos a por la carretera de Corinio? Hay bandidos por todas partes. Sólo permaneciendo en nuestras tierras estamos relativamente a salvo. Además, la ciudad no es lo que era. Creo que si alguien quiere comprarla, venderé nuestra casa. No hemos vivido allí desde el primer año de casados, y ha estado cerrada desde que mis padres murieron hace tres años.

– Quizá tengas razón, Gayo. Sí, creo que deberíamos vender la casa. Quienquiera que se case con Cailin algún día, ella querrá seguir viviendo aquí, en el campo. Nunca le ha gustado la ciudad. Ahora dime quién es este joven que vendrá de Roma. ¿Se quedará en Britania o querrá regresar a su patria? ¿Has pensado en eso, esposo mío?

– Es un hijo menor de nuestra familia de Roma, querida.

Kyna Benigna volvió a menear la cabeza.

– Tu familia no ha estado en Roma en los dos últimos siglos, Gayo. Acepto que las dos ramas de la familia nunca han perdido contacto, pero vuestras relaciones siempre han sido por cuestiones de negocios, no de tipo personal. No sabemos nada de esa gente a quien te propones entregar a nuestra hija, Gayo. ¿Cómo has podido siquiera pensar en una cosa así? A Cailin no le gustará, te lo aseguro. No la convencerás. j

– La rama romana de nuestra familia siempre nos ha tratado honrosamente, Kyna -dijo Gayo. -Son gente de buen carácter. He decidido dar a ese hijo menor una oportunidad porque, igual que el hijo menor que era mi antepasado, tiene más que ganar quedándose en Britania que regresando a Roma. Cailin recibirá como dote la casa de la colina y sus tierras para que pueda seguir cerca de nosotros. Resultará bien. He hecho lo que debía, Kyna, créeme -concluyó.

– ¿Cómo se llama ese joven? -preguntó ella, no muy segura de que su marido tuviera razón.

– Quinto Druso -respondió él. -Es el hijo menor de mi primo Manió Druso, jefe de la familia Druso en Roma. Manió tuvo cuatro hijos y dos hijas con su primera esposa. Este chico es uno de los dos hijos y la hija que tuvo con su segunda esposa. Según escribe Manió, la madre le adora, pero está dispuesta a dejarle marchar porque aquí en Britania será un hombre respetado con tierras de su propiedad.

– ¿Y si a Cailin no le gusta? -preguntó Kyna Benigna. -No has pensado en eso, ¿verdad? ¿No se ofenderán tus primos de Roma si les devuelves a su hijo después de haberlo enviado aquí con tantas esperanzas?

– Claro que le gustará a Cailin -insistió Gayo, quizá con más seguridad de la que sentía.

– No permitiré que la obligues a casarse si su pareja no le satisface -declaró Kyna Benigna con convicción.

Gayo Druso Corinio recordó de pronto por qué se había enamorado de la hija de un jefe dobunio en lugar de elegir a otra chica de una familia britano romana. Kyna era tan fuerte como hermosa, y su hija era como ella.

– Si verdaderamente no puede ser feliz con él, Kyna, no obligaré a Cailin -prometió. -Sabes que la adoro. Si Quinto le desagrada, le daré al muchacho algunas tierras y le buscaré una esposa adecuada. Seguirá estando mejor de lo que estaría en Roma con su familia. ¿Satisfecha ahora? -Sonrió a su esposa.

– Sí -murmuró ella con voz suave.

Qué sonrisa más encantadora tenía, pensó él, recordando la primera vez que la había visto. Ella tenía catorce años, la edad de Cailin. Él había acudido con su padre a la aldea del padre de ella para hacer trueques con los finos broches que su gente confeccionaba. Ella se enamoró al instante. Pronto se enteró de que era un viudo sin hijos y al parecer sin prisa por volver a casarse. Su padre, sin embargo, ansiaba que su hijo volviese a tomar mujer.

Gayo Druso Corinio era el último de una larga familia de britanos romanos. Su hermano mayor Flavio había muerto en Galia con las legiones cuando tenía dieciocho años. Su hermana Drusilla había fallecido de parto a los dieciséis años. Su primera esposa había muerto después de media docena de abortos espontáneos.

Kyna, la hija de Berikos, sabía que había encontrado al único hombre con quien podría ser feliz. Descaradamente, se dispuso a conquistarle. Para su sorpresa, le costó poco. Gayo Druso Corinio era tan apasionado como ella misma. Su primera esposa le había aburrido, así como todas las mujeres y chicas solteras a quienes había intentado atraer tras la trágica muerte de Albinia. Una vez Kyna hubo conseguido que se fijara en ella, él apenas si podía dejar de mirarla. Era una joven alta y delgada como un arbolito, pero sus jóvenes senos firmes y turgentes prometían delicias que ni siquiera se atrevía a imaginar. Ella le provocaba en silencio con sus ojos azul zafiro y haciendo movimientos bruscos con su larga cabellera pelirroja, coqueteando maliciosamente con él hasta que Gayo Druso Corinio no pudo soportarlo más. La deseaba como jamás había deseado nada en su vida, y eso dijo al padre de Kyna.

Kyna era hermosa, fuerte, sana e inteligente. La sangre de ambos mezclada no haría sino reforzar a su familia. Tito Druso Corinio se sintió aliviado y encantado.

Berikos, jefe de los dobunios de la colina, no.

– Jamás hemos mezclado nuestra sangre con la de los romanos como han hecho otras tribus -dijo con aire triste. -Te venderé lo que quieras, Tito Druso Corinio, pero no mi hija a tu hijo como esposa. -Sus ojos azules eran fríos como la piedra.

– Soy tan britano como tú -replicó Tito indignado. -Mi familia lleva tres siglos viviendo en esta tierra. Nuestra sangre se ha mezclado con la de los catuvellaunios y los icenios, igual que tu familia ha mezclado su sangre con la de estas y otras tribus.

– Pero jamás con los romanos -fue la terca respuesta.

– Las legiones se marcharon hace mucho tiempo, Berikos. Ahora vivimos como un solo pueblo. Deja que mi hijo Gayo tenga a tu hija Kyna por esposa. Ella le quiere tanto como él a ella.

– ¿Es eso cierto? -le espetó Berikos a su hija, temblándole el largo bigote. Ella era la niña de sus ojos. Su traición a su gloriosa herencia resultaba dolorosa.

– Así es, -respondió ella desafiante. -Gayo Druso Corinio será mi esposo o no lo será nadie.

– Muy bien -gruñó Berikos, -pero has de saber que si tomas a ese hombre por compañero, lo harás sin mi bendición. Jamás volveré a posar mis ojos sobre ti. Será como si hubieras muerto -declaró con aspereza, esperando que sus palabras intimidaran a la joven y le hicieran cambiar de parecer.

– Que así sea, padre -repuso Kyna con igual firmeza.

Aquel día abandonó su aldea dobunia y jamás miró atrás. Aunque echaba de menos la libertad de su aldea en la colina, sus parientes eran buenos y amables con ella. Julia, su suegra, insistió sensatamente en que la boda se retrasara seis meses para que Kyna aprendiese modales más civilizados. Luego, un año después del matrimonio, ella y Gayo dejaron la casa de Corinio y se trasladaron a una villa familiar a unos veinticuatro kilómetros de la ciudad. Aún no había quedado embarazada, y creyeron que la paz del campo ayudaría a la joven pareja en sus intentos. Cuando Kyna tenía diecisiete años nacieron sus gemelos, Tito y Flavio. Cailin llegó dos años más tarde. Después no hubo más hijos, pero a Kyna y Gayo no les importaba. Los tres con que los dioses les habían bendecido eran sanos, fuertes, hermosos e inteligentes, igual que su madre.

Berikos, sin embargo, jamás había perdonado a Kyna su matrimonio. Ella le hizo saber el nacimiento de sus hijos y otro mensaje cuando nació Cailin, pero, tal como había prometido, el jefe dobunio se comportó como si su hija no existiera. La madre de Kyna, por el contrario, acudió tras el nacimiento de Cailin y anunció que se quedaría con su hija y yerno. Se llamaba Brenna y era la tercera esposa de Berikos. Kyna era su única hija.

– Él no me necesita. Tiene a las otras -se justificó Brenna.

De modo que se quedó con ellos, apreciando quizá aún más que su hija los modales civilizados de los britanos romanizados.

La villa donde ahora vivía Brenna con su hija, yerno y nietos era pequeña pero confortable. Su entrada porticada con cuatro columnas de mármol blancas era impresionante y contrastaba con el bonito atrio informal al que conducía. Estaba decorado con rosas de Damasco que tenían una temporada de floración más prolongada que la mayoría, debido a su colocación al abrigo. En el centro había un pequeño estanque en el que crecían nenúfares y vivían pequeños peces de colores durante todo el año. La villa disponía de cinco dormitorios, una biblioteca para Gayo Druso, una cocina y un comedor redondo con bellas paredes de yeso decoradas con pinturas de las aventuras de los dioses entre los mortales. Lo mejor de la casa, para Brenna, eran los baños con baldosas y el sistema hipocausto que calentaba la villa en los días húmedos y fríos. Tras la entrada la casa no poseía nada grandioso, estaba construida principalmente con madera y el tejado era de tejas rojas, pero era una morada cálida y acogedora y todos vivían felices.

Eran una familia unida, y Kyna sólo lamentaba que sus parientes políticos insistieran en permanecer en Corinio. A ellos les gustaba el bullicio de la ciudad, y Tito ocupaba su lugar en el consejo. Para ellos la vida en la villa era aburrida. A medida que transcurrieron los años, y los viajes por carretera se fueron haciendo más peligrosos, sus visitas se hicieron menos frecuentes.

Aunque ni Kyna ni su esposo recordaban los días en que las legiones poblaban su patria, manteniendo las cuatro provincias de Britania y sus caminos inviolados, sus mayores sí los recordaban. Julia lamentaba la partida de las legiones, pues sin ellas la autoridad civil fuera de las ciudades era difícil de mantener. Una petición a Roma varios años después de la retirada había recibido una lacónica respuesta por parte del emperador: los britanos tendrían que defenderse solos. Roma tenía sus propios problemas.

Y de pronto, tres años atrás, Gayo y Kyna recibieron el mensaje de que Julia se hallaba enferma. Gayo reunió a un grupo de hombres armados y se apresuró a viajar a Corinio. Su madre murió al día siguiente de su llegada. Para su sorpresa y profundo pesar, su padre, incapaz de hacer frente a la pérdida de la esposa que le había acompañado durante casi toda su vida adulta, languideció y falleció menos de una semana después. Gayo asistió a su entierro. Después regresó a casa y la familia se unió aún más.

Ahora Kyna Benigna dejó a su esposo con sus cosas y se apresuró a reunirse con su madre. Brenna se encontraba en el jardín trasplantando plantas jóvenes al cálido suelo primaveral.

– Gayo ha enviado a su familia a Roma a buscar marido para Cailin -dijo Kyna sin preámbulos.

Brenna se puso lentamente de pie, limpiándose el polvo de su túnica azul. Era una versión más anciana de su hija, pero sus trenzas prematuramente blancas contrastaban con sus brillantes ojos azules.

– ¿Qué, en nombre de los dioses, se ha apoderado de él para cometer semejante tontería? -dijo. -Cailin no aceptará ningún esposo que ella no haya elegido. Me sorprende que Gayo pueda ser tan necio. ¿Te consultó antes a ti, Kyna?

Kyna rió con tristeza.

– Gayo casi nunca me consulta cuando tiene intención de hacer algo que sabe que yo no aprobaré, madre.

Brenna sacudió la cabeza.

– Así son los hombres -exclamó. -Después, las mujeres tenemos que reparar el daño que ellos han hecho y limpiar el desorden. Los hombres, me temo, son peores que niños. Los niños no saben hacerlo mejor. Los hombres sí, y aun así actúan a su manera. ¿Para cuándo se espera a este «novio»?

Kyna se llevó una mano a la boca.

– La noticia me ha inquietado tanto que he olvidado preguntárselo. Supongo que será pronto, de lo contrario no habría dicho nada. Dentro de pocas semanas es el cumpleaños de Cailin. Quizá Quinto Druso llegue para entonces. Creo que Gayo ha estado ocupándose de esta perfidia desde el pasado verano. Conoce el nombre del joven e incluso su historia. -Sus ojos azules destellaron de contrariedad. -En realidad, estoy empezando a sospechar que esta intriga se tramó hace ya algún tiempo.

– Tenemos que decírselo a Cailin -dijo Brenna. -Debe conocer las maquinaciones de su padre. Sé que Gayo no la obligará a casarse con ese Quinto si no le gusta. No es su manera de actuar, Kyna. No es más que un hombre.

– Desde luego -admitió Kyna. -Ha prometido que si Cailin rechaza a Quinto Druso, le encontrará otra esposa y le dará algunas tierras. Aun así, madre, me pregunto si esos romanos aceptarán con agrado que su hijo se case con otra chica cuando se les ha prometido que lo hará con nuestra hija. No conocemos a muchas chicas jóvenes cuyas familias puedan igualar o ni siquiera acercarse a la dote de Cailin. Los tiempos son muy duros, madre. Sólo la prudencia de mi esposo ha permitido a Cailin las ventajas de ser una rica heredera.

Brenna cogió las manos de su hija y le dio unas palmaditas de consuelo.

– No nos busquemos dificultades ni las veamos donde todavía no existen -dijo con prudencia. -Quizá ese Quinto Druso será el esposo perfecto para Cailin.

– ¿Esposo? ¿Qué es eso de un esposo, abuela?

Las dos mujeres dieron un respingo de culpabilidad y, volviéndose, se vieron cara a cara con el principal objeto de su discusión, una jovencita alta y delgada, de grandes ojos color violeta y una rebelde cabellera rizada castaño rojiza.

– ¿Madre? ¿Abuela? ¿Quién es Quinto Druso? -preguntó Cailin. -No quiero que me escojan marido; y tampoco estoy preparada para casarme.

– En ese caso será mejor que se lo digas a tu padre, hija mía -repuso Kyna sin ambages. Aunque le preocupaba abordar este problema con Cailin, no era mujer que se anduviera con rodeos. Era mejor hablar claro, más en una situación delicada como aquélla. -Tu padre ha enviado a buscar un posible marido para ti en Roma. Cree que es hora de que te cases. El joven se llama Quinto Druso, y supongo que llegará en cualquier momento.

– Pues no voy a casarme con ese Quinto Druso -dijo Cailin con firmeza. -¿Cómo ha podido hacer padre una cosa así? ¿Por qué debo casarme antes que Flavio y Tito, o es que también ha enviado a buscar esposas para mis hermanos? Si es así, descubrirá que ellos no tienen más ganas que yo de casarse.

Brenna rió.

– Eres más celta que romana, mi niña -dijo sonriendo. -No te preocupes por Quinto Druso. Tu padre dice que si no te gusta, no te casarás con él; pero quizá resulte ser el hombre de tus sueños, Cailin. Todo es posible.

– No concibo por qué padre cree que necesito marido -gruñó Cailin. -Es demasiado ridículo incluso para pensar en ello. Prefiero quedarme en casa con mi familia. Si me caso, habré de ocuparme de una casa y tener hijos. No estoy preparada para todo eso. Se me da poca libertad para hacer las cosas que realmente encuentro interesante porque soy demasiado joven, y de repente soy lo bastante mayor para casarme. ¡Es absurdo! La pobre Antonia Porcio se casó hace dos años, cuando sólo tenía catorce. ¡Y miradla ahora! Tiene dos hijos, se ha puesto gorda y siempre parece cansada. ¿Eso cree padre que me hará feliz? Y el marido de Antonia… bueno. He oído decir que se ha llevado a una esclava egipcia muy bonita a la cama. Eso a mí no me sucederá, os lo aseguro. Cuando llegue el momento, elegiré a mi esposo y él no se apartará de mi lado… ¡o le mataré!

– ¡Cailin! -la reprendió Kyna. -¿Dónde has oído ese chisme salaz acerca de Antonia Porcio? Me sorprende que lo repitas.

– Oh, madre, todo el mundo lo sabe. Antonia se queja de su marido a cada momento. Se siente explotada, y quizá sea cierto, aunque creo que es por su culpa. La última vez que la vi, en las saturnalias, fue incapaz de dejar de hablar de todas sus aflicciones. Me retuvo en un rincón durante casi una hora, hablando sin parar.

»Todo es culpa de su padre. Le escogió el marido. ¡Cómo presumía entonces! Le encantaba presumir delante de las otras chicas cuando nos encontrábamos en los festivales. Sexto Escipión era tan guapo, alardeaba. Más guapo que ningún esposo que jamás pudiéramos tener nosotras. Y también era rico. Más rico que ningún esposo que jamás pudiéramos tener nosotras. ¡Por los dioses, cuántos aspavientos! Y todavía los hace, me temo, pero ahora canta otra canción. ¡Bueno, en mi caso no será así! Yo elegiré a mi esposo, y será un hombre con carácter y honor.

Brenda asintió.

– Entonces elegirás sabiamente cuando llegue el momento, mi niña.

– Igual que elegí yo -intervino Kyna con voz suave, y las otras mujeres asintieron sonriendo.


Cuando por la noche se reunieron para cenar, Cailin bromeó con su padre.

– Me han dicho que has enviado a Roma a buscar un regalo de cumpleaños muy especial para mí, padre.

Sus grandes ojos exhibían una chispa de humor. Había tenido toda la tarde para calmarse. Ahora le parecía divertido que su padre creyera que estaba preparada para casarse. Sólo hacía unos meses que habían comenzado sus ciclos lunares.

Gayo Druso enrojeció nervioso y miró a su hija.

– ¿No estás enfadada?

El genio fuerte de Cailin a veces le intimidaba. Su sangre celta era más vehemente que la de sus hermanos.

– No estoy preparada para el matrimonio -declaró Cailin, mirando a su padre a los ojos.

– ¿Matrimonio? ¿Cailin? -preguntó su hermano Flavio, y se echó a reír.

– Que los dioses se apiaden del pobre hombre -añadió su gemelo, Tito. -¿Quién será el que se ofrezca en sacrificio ante el altar?

– Es de Roma -les informó Cailin. -Un tal Quinto Druso. Creo que acompaña a las doncellas elegidas para ser vuestras esposas, queridos hermanos. Celebraremos una triple boda. Eso ahorrará una fortuna a nuestros padres, con los tiempos difíciles que corren. Bueno, ¿cómo ha dicho madre que se llamaban las novias? ¿Majesta y Octavia? No, creo que Horacia y Lavinia.

Los dos jóvenes de dieciséis años palidecieron y no cayeron en que se trataba de una broma hasta que toda la familia prorrumpió en risas. Sus expresiones de alivio fueron cómicas.

– ¿Lo ves, padre? -dijo Cailin. -La idea de que alguien elija a sus esposas es horrenda para mis hermanos. Para mí aún lo es más. ¿No hay forma de impedir que venga Quinto Druso? Su viaje no servirá para nada. No me casaré con él.

– Quinto Druso llegará en dos días -anunció Gayo con incomodidad.

– ¡Dos días! -exclamó Kyna mirando indignada a su marido. -¿No me avisas de que ese joven va a venir a casa hasta dos días antes de su llegada? ¡Oh, Gayo! Esto es intolerable. Todos los criados son necesarios en los campos para las plantaciones de primavera. No tengo tiempo para prepararme para recibir a un invitado que viene de Roma.

Miró furiosa a su marido.

– Es de la familia -replicó Gayo débilmente. -Además, nuestra casa siempre está impecable, Kyna. Bien lo sabes.

– Hay que limpiar y airear la cámara de invitados. Hace meses que no se utiliza. Los ratones siempre se instalan allí cuando está cerrada. La cama necesita un colchón nuevo. El viejo está lleno de bultos. ¿Sabes cuánto se tarda en hacer un colchón nuevo, Gayo? ¡No, claro que no lo sabes!

– Que duerma sobre el colchón viejo, madre -opinó Cailin. -Se irá antes si está incómodo.

– No se irá -replicó Gayo Druso, recuperando la compostura y la dignidad como cabeza de familia. -He prometido a su padre que Quinto tendrá un futuro en Britania. En Roma no hay nada para él. Mi primo Manió me rogó que le encontrara un lugar. Y le he dado mi palabra, Kyna.

– ¿Este estúpido plan de que se case con Cailin no fue lo primero que pensaste? -preguntó. Empezaba a ver el asunto bajo una luz diferente.

– No. Manió Druso me escribió hace dos años -explicó Gayo. -Quinto es el menor de sus hijos. Si hubiera sido chica habría sido más fácil, pues podían haberla casado con una dote modesta; pero no lo es. Y en Roma no hay lugar para Quinto. Los hijos del primer matrimonio de Manió están casados y tienen descendencia. Manió repartió sus tierras entre ellos a medida que se fueron casando. Y sus hijas tuvieron una buena dote e hicieron un buen matrimonio.

»Luego, después de varios años de viudedad, Manió se enamoró. Su nueva esposa, Livia, le dio primero una hija, y Manió era lo bastante rico para apartar su dote. Luego Livia le dio un hijo. Mi primo decidió que el chico heredaría su casa de Roma. Su esposa accedió a no tener más hijos, pero…

Kyna se echó a reír.

– El primo Manió fornicó por última vez, y de su imprudencia nació Quinto -terminó por su esposo. Él asintió.

– Sí. Mi primo esperaba reunir otra pequeña fortuna para este último hijo, pero ya sabes, Kyna, lo mal que ha estado la economía en Roma estos últimos años. El gobierno gasta constantemente más de lo que tiene. Hay que pagar a las legiones. Los impuestos han subido tres veces y la moneda casi no vale nada. Mi primo apenas podía mantener a su familia. No había nada para dar al joven Quinto. Por eso recurrió a mí para que le ayudara. Ofreció a Quinto como esposo para nuestra hija. En ese momento me pareció una buena idea.

– Pues no lo es -espetó su esposa con sequedad, -y deberías haberlo hablado conmigo antes.

– No me casaré con ese Quinto Druso -volvió a decir Cailin.

– Ya nos lo has dicho varias veces, hija mía -dijo Kyna con dulzura. -Estoy segura de que tu padre acepta tu decisión en este asunto, igual que yo. Sin embargo, el problema sigue siendo qué hacer. Quinto Druso ha recorrido cientos de leguas desde Roma para venir aquí a emprender una vida nueva y mejor. No podemos enviarle de regreso. Se trata del honor de tu padre; de hecho, del honor de toda la familia. -Frunció la frente unos instantes y luego su rostro se iluminó: -Gayo, creo que tengo la respuesta. ¿Cuántos años tiene Quinto Druso?

– Veintiuno.

– Pues le diremos que hemos decidido que Cailin es demasiado joven para casarse. Daremos a entender que se trata de un malentendido. Que lo único que ofreciste fue ayudar a Quinto a iniciar una vida en Britania. Si Cailin llega a enamorarse de él, entonces sí habrá boda. No hiciste un auténtico contrato de boda con Manió Druso, ¿verdad, Gayo? -Miró ansiosa a su marido.

– No, no lo hice.

– Entonces no habrá problema -dijo Kyna con alivio. -Regalaremos al joven Quinto esa pequeña villa junto al río con sus tierras, la que compraste hace varios años de la propiedad de Séptimo Agrícola. Es fértil y tiene un buen manzanal. Le proporcionaremos esclavos, y si trabaja duro puede volverla muy próspera.

Gayo Druso sonrió por primera vez aquel día.

– Es la solución perfecta -coincidió. -No sé cómo me las arreglaría sin ti, querida.

– Soy de la misma opinión -replicó Kyna. El resto de la familia se echó a reír. Luego Cailin dijo:

– Pero no hagas un colchón nuevo, madre. Recuerda que queremos que Quinto Druso se marche de esta casa cuanto antes.

Hubo más risas. Esta vez Gayo Druso también rió, aliviado porque una situación engorrosa había sido resuelta por su bella y lista esposa. No había cometido ningún error años atrás, cuando se había casado con Kyna, la hija de Berikos.


Dos días después, exactamente como estaba previsto, Quinto Druso llegó a la villa de su primo montado en un elegante caballo pardo rojizo que su padre le había regalado al partir de Roma. Los penetrantes ojos negros de Quinto Druso contemplaron el rico suelo de la tierra de labranza de su primo, los árboles bien podados de los huertos, el buen estado de los edificios, la buena salud de los esclavos que trabajaban al aire libre bajo el sol primaveral. Lo que vio le hizo sentir alivio, pues los planes que su padre había hecho para él no le habían colmado de alegría.

– No tienes más remedio que ir a Britania -le había dicho su padre con enojo cuando él había protestado por su decisión. Su madre, Livia, lloraba quedamente. -Aquí en Roma no hay nada para ti, Quinto. Todo lo que tengo ya lo he distribuido entre tus hermanos. Sabes que es así. Lamento que seas mi hijo más joven y que no pueda ofrecerte tierras ni dinero.

»Gayo Druso Corinio es un hombre rico y posee muchas tierras en Britania. Aunque tiene dos hijos, dará una buena dote a su única hija. Ella tendrá tierras, una villa, oro. Todo puede ser tuyo, hijo, pero debes pagar un precio por ello, y el precio es que te exilies de Roma. Debes permanecer en Britania y trabajar las tierras que recibirás. Si lo haces, serás feliz y vivirás cómodamente el resto de tus días. Britania es muy fértil, según me han dicho. Será una vida agradable, Quinto, te lo prometo.

Él había obedecido a su padre, aunque no le complacía su decisión. Britania se hallaba en el fin del mundo y su clima era horrible. Todos lo sabían. Pero no podía quedarse en Roma, al menos de momento. Armilla Cicerón se estaba volviendo muy exigente. La noche anterior le había dicho que estaba encinta y que tendrían que casarse. El padre de ella era muy poderoso: Quinto Druso sabía que podía hacerle la vida muy difícil a cualquier hombre de quien creyera que había hecho infeliz a su hija. Era mejor abandonar Roma.

Armilla abortaría, como había hecho en numerosas ocasiones. Él no era el primer hombre al que había echado sus redes y tampoco sería el último. En realidad era una vergüenza, pensó Quinto, pues el senador Cicerón era un hombre acaudalado, que sus dos yernos vivieran infelices dominados por él. Ésa no era la clase de vida a que Quinto Druso aspiraba. Él sería dueño de su propio destino.

Tampoco, pensó mientras se acercaba a la villa de su primo, tenía intención de llevar una vida dedicada a la agricultura en Britania. Aun así, por ahora no podía hacer otra cosa. Con el tiempo se le ocurriría algo y se marcharía, regresaría a Roma, con los bolsillos llenos de monedas de oro que le permitirían vivir con comodidad hasta el fin de sus días.

Vio a un grupo de gente salir de la villa para darle la bienvenida y forzó una sonrisa en su bello rostro. El hombre, alto, con el pelo castaño oscuro y ojos claros, no se parecía a ningún otro Druso que él conociera, pero evidentemente se trataba de su primo Gayo. La mujer, alta, con un pecho turgente y abundante y el pelo rojo oscuro, debía de ser la esposa de su primo. La mujer mayor con el pelo blanco era la madre de ésta, sin duda. Su padre le había dicho que la suegra celta de Gayo vivía con ellos. Los dos muchachos casi adultos eran el vivo retrato de su padre. Tenían dieciséis años. Y allí estaba la chica.

Quinto Druso se hallaba lo bastante cerca para distinguirla con claridad. Era alta como el resto de su familia, más alta, pensó irritado, que él. No le gustaban las mujeres altas. Tenía cabello castaño rojizo, una masa larga y ensortijada de rebeldes rizos que sugerían una naturaleza sin domesticar. Tenía la piel pálida y facciones perfectas: nariz recta, ojos grandes, boca como un capullo de rosa. En realidad era una de las mujeres más hermosas que jamás había visto, pero le desagradó al instante.

– Bienvenido a Britania, Quinto Druso -saludó Gayo cuando el joven detuvo su caballo ante ellos y desmontó.

– Gracias, primo -respondió Quinto Druso.

Luego, educadamente, saludó a los demás a medida que le eran presentados. Para su asombro, percibió que él le desagradaba a ella tanto como ella a él. Pero no era necesario que la mujer le gustara al hombre para que éste se casara con ella y tuvieran hijos. Cailin Druso era una mujer joven y rica que representaba su futuro. No tenía intención de dejarla escapar.


Durante los siguientes días esperó que su primo, Gayo, planteara el tema del contrato matrimonial y fijara una fecha para la boda. Cailin le evitaba como si fuera portador de la peste. Por fin, al cabo de diez días, Gayo habló con él una mañana.

– Prometí a tu padre que, debido a los vínculos de sangre que unen a nuestras dos familias -comenzó, -te daría oportunidad de emprender una nueva vida aquí en Britania. Por tanto, te he cedido una bonita villa y granja con un huerto fértil junto al río. Todo se ha hecho conforme a la ley y registrado como es debido con el magistrado de Corinio. Tendrás los esclavos que necesites para trabajar tus tierras. Te irá bien, Quinto.

– ¡Pero si yo no sé nada de labranza! -replicó Quinto Druso.

Gayo sonrió.

– Lo sé, muchacho. ¿Cómo quieres que un muchacho como tú, educado en Roma, sepa nada de la tierra? Pero te enseñaremos y te ayudaremos a aprender.

Quinto Druso se dijo que no debía perder los estribos. Tal vez podría vender esa granja y su villa y escapar a Roma. Pero las siguientes palabras de Gayo desvanecieron todas sus esperanzas en esa dirección.

– Compré la granja del río a la propiedad del viejo Séptimo Agrícola hace varios años. Desde entonces está en barbecho. Tuve suerte de conseguirla barata de los herederos que viven en Glevum. Los valores de la propiedad cada vez están bajando más para los que quieren vender, pero son un valor excelente para los que desean comprar.

Entonces no había escapatoria, pensó Quinto Druso con tristeza, pero una vez fijado su matrimonio con Cailin al menos recibiría algún dinero.

– ¿Cuándo propones -preguntó- celebrar la boda entre tu hija y yo?

– ¿Boda? ¿Entre tú y Cailin? -Gayo Druso puso cara de asombro.

– Mi padre dijo que tu hija y yo nos casaríamos, primo. Creía que había venido a Britania para casarme, para unir de nuevo las dos ramas de la familia.

El bello semblante de Quinto Druso exhibía su ira apenas reprimida.

– Lo siento, Quinto. Tu padre debió de entenderme mal, muchacho -dijo Gayo. -Yo sólo te ofrecí una oportunidad aquí, en Britania, pues en Roma no tenías ninguna. Era mi deber a causa de nuestros vínculos de sangre. Ahora bien, si tú y Cailin algún día os enamoráis, sin duda no pondría objeción a que te casaras con mi hija, pero no hubo ningún contrato de matrimonio entre nosotros. Lamento la confusión. -Sonrió con afecto y dio unas palmaditas en el brazo del joven. -Cailin aún está creciendo. Yo de ti, muchacho, buscaría una mujer fuerte y sana entre las hijas de nuestros vecinos. Dentro de unos días celebraremos la fiesta de la entrada en la edad viril de nuestros hijos gemelos, durante las Liberalias. Asistirán muchos vecinos y sus familias. Será una buena ocasión para que observes a las doncellas locales. Eres un buen partido, Quinto. Recuerda que ahora eres un hombre con propiedades.

«No hay boda.» Esas palabras le ardían en la cabeza. Quinto Druso no había estado al corriente de la correspondencia entre su padre y su primo Gayo, pero estaba seguro de que su padre creía que iba a haber boda entre él y Cailin Druso. ¿Lo había entendido mal su padre? No era un hombre joven, desde luego, pues tenía unos veinte años más que Gayo Druso.

¿O acaso su padre sabía desde el primer momento que no habría boda? ¿Le había engañado Manió Druso para que abandonara Roma porque Gayo estaba dispuesto a ofrecerle tierras? ¿Manió Druso había engatusado a su hijo menor con una buena boda porque sabía que de otro modo no se marcharía? Era la única explicación que Quinto Druso podía encontrar. Su primo Gayo parecía un hombre honrado en todos los aspectos. No como aquel viejo zorro romano, su padre.

Quinto Druso estuvo a punto de gemir de frustración y se pasó una mano por el pelo. Se hallaba aislado en el fin del mundo, en Britania, y tenía que hacerse granjero. Sintió un escalofrío al ver ante sí una larga y aburrida vida llena de cabras y gallinas. No volvería a contemplar gloriosos duelos de gladiadores en el Coliseo, ni carreras de carros en la vía Apia. Se acabaron los veranos en Capri, con sus cálidas aguas azules y un sol interminable, o las visitas a algunos de los mejores burdeles del mundo, con sus magníficas mujeres que satisfacían todos los gustos.

Tal vez si intentase que aquella pequeña zorra de Cailin se enamorara de él… No. Para ello se necesitaría un milagro, y él no creía en milagros. Los milagros eran para los fanáticos religiosos como los cristianos. Cailin Druso había manifestado su desagrado desde el momento en que había puesto los ojos en él. Cuando se encontraban en presencia de los mayores se comportaba de un modo meramente civilizado, y cuando se hallaban solos no le hacía caso. Él sin duda no quería una esposa sin pelos en la lengua y desenfrenada como aquella chica. Las mujeres de sangre celta al parecer eran así. La esposa y la suegra de su primo también eran francas e independientes.

Quinto Druso hizo un esfuerzo por tragarse su decepción. Se hallaba solo en tierra extraña, a centenares de leguas de Roma. La buena voluntad y la influencia de Gayo Druso y su familia le resultaban necesarias. No tenía nada, ni siquiera medios para regresar a casa. Bien, si no podía conseguir a Cailin y la buena dote que su padre le asignaría algún día, habría otras muchachas con buenas dotes. Ahora necesitaba de la amistad de Cailin y su madre Kyna si quería encontrar una esposa rica.

Los jóvenes primos de Quinto, Flavio y Tito, celebrarían su decimosexto aniversario el 20 de marzo. Las Liberalias se celebraban el 17. La ceremonia de entrada en la edad viril siempre se festejaba en las fiestas más próximas al cumpleaños del muchacho, aunque decidir qué cumpleaños quedaba a la discreción de los padres.

Aquel día especial, el muchacho dejaba la toga de borde rojo de su infancia y recibía en su lugar la toga blanca de la edad adulta. En Britania se trataba de un asunto meramente simbólico, pues los hombres no solían llevar toga. El clima era demasiado riguroso para ello, como Quinto había descubierto. Enseguida había adoptado la cálida y ligera túnica de lana y los braceos de los britano-romanos.

Aun así, se conservaban las viejas costumbres de la familia romana, aunque sólo fuera porque eran excusas magníficas para reunirse con los vecinos. En estas reuniones se formaban las parejas, así como acuerdos para cruzar piezas de ganado. Ofrecían a los amigos la oportunidad de volver a verse, pues viajar de manera regular cuando no era necesario ya no era posible. Todos los grupos que partían hacia la villa de Gayo Druso Corinio hacían ofrecimientos y oraban a los dioses para llegar a salvo y regresar sin contratiempos.

La mañana de las Liberalias, Quinto Druso dijo a Kyna en presencia de Cailin:

– Hoy tendréis que presentarme a todas las mujeres solteras, señora. Ahora que mi primo Gayo me ha convertido, tan generosamente, en un hombre con propiedades, buscaré esposa que comparta mi buena fortuna conmigo. Confío en vuestra sabiduría en este asunto, tal como confiaría en mi dulce madre Livia.

– Estoy segura -le dijo Kyna- de que a un hombre joven tan guapo como tú no le costará encontrar esposa. -Se volvió hacia su hija. -¿Qué opinas tú, Cailin? ¿Quién le gustaría más a nuestro primo? Hay muchas chicas bonitas entre nuestros conocidos dispuestas a casarse.

Cailin miró a su primo.

– Supongo que querrás una esposa con una buena dote, ¿no, Quinto? ¿O te conformarás con una que sea virtuosa? -dijo con malicia. -No, no creo que te conformes con la virtud.

Él rió forzadamente.

– Eres demasiado lista, primita. Con una lengua tan afilada, me extrañará que encuentres marido. Los hombres prefieren la dulzura en el hablar.

– Habrá dulzura en abundancia para el hombre adecuado -replicó Cailin sonriendo con falsa ternura.

Aquella misma mañana, más temprano, Tito y Flavio se habían quitado los bullae dorados que habían llevado al cuello desde su nacimiento. Los bullae, amuletos para protegerse del mal, fueron colocados en el altar de los dioses de la familia tras la ofrenda de un sacrificio. Los bullae nunca más tenían que ser lucidos a menos que sus propietarios se encontraran en peligro de la envidia de sus compañeros o de los dioses.

Luego los mellizos se pusieron sendas túnicas blancas, que, según la costumbre, su padre les ajustó con cuidado. Como descendían de la clase noble, las túnicas vestidas por Tito y Flavio Druso tenían dos anchas franjas rojas. Por fin, sobre la túnica les fue colocada la toga virilis blanca como la nieve, la prenda que llevaban los hombres adultos.

De haber vivido en Roma, una comitiva compuesta por la familia, amigos, libertos y esclavos habría desfilado festivamente hasta el Foro, donde los nombres de los dos hijos de Gayo Druso se habrían añadido a la lista de ciudadanos. Según una costumbre que se remontaba a los tiempos del emperador Aureliano, todos los nacimientos se registraban en un plazo de treinta días en Roma, o ante las autoridades provinciales oficiales; pero sólo cuando un muchacho se hacía formalmente hombre su nombre era inscrito como ciudadano. Era un momento de orgullo. Los nombres de Tito y Flavio Druso Corinio entrarían en la lista conservada en la ciudad de Corinio, y con esa ocasión se efectuaría una ofrenda al dios Liber.

Cuando sus vecinos y amigos empezaron a llegar para la celebración familiar, Cailin llevó aparte a sus hermanos.

– Al primo Quinto le gustaría que le presentáramos a posibles esposas -dijo con un destello en los ojos. -Creo que deberíamos ayudarle. Pronto se irá. Me desagrada su presencia.

– ¿Por qué te desagrada tanto? -le preguntó Flavio. -No te ha hecho nada. Una vez padre dijo que como no habría boda entre vosotros, te sentirías más cómoda. Sin embargo aprovechas cualquier oportunidad para pincharle. No lo entiendo.

– A mí me parece un buen tipo -coincidió Tito con su gemelo. -Sus modales con impecables, y monta bien a caballo. Creo que padre tenía razón cuando dijo a Quinto que eras demasiado joven para casarte.

– No sería demasiado joven para casarme si apareciera el hombre debido -respondió Cailin. -En cuanto a Quinto Druso, intuyo que hay algo en él, pero no sé qué es. Simplemente creo que representa un peligro para todos nosotros. Cuanto antes se vaya a la villa del río y se instale con una esposa, mejor. Bueno, ¿qué chicas le irían bien? ¡Pensad! Vosotros conocéis a todas las doncellas casaderas respetables y no tan respetables en varios kilómetros a la redonda.

Rieron al unísono, poniendo los ojos en blanco, pues si había algo que gustara a los hermanos de Cailin era las mujeres; tanto, que Gayo Druso declaraba a sus hijos hombres para encontrarles esposa y casarles antes de que provocaran un escándalo dejando encinta a la hija de alguien o, peor, siendo pillados seduciendo a la esposa de otro hombre.

– Está Bárbara Julio -dijo Flavio pensativo. -Es guapa y tiene buenos pechos. Eso va bien para los bebés.

– Y Elisia Octavio, o Nona Claudio -sugirió Tito.

Cailin asintió.

– Sí, todas ésas serían adecuadas. Ninguna de ellas me gusta tanto como para pedirles que se aparten de nuestro primo Quinto.

Las familias de las propiedades vecinas empezaban a llegar. Los gemelos presentaron sus sugerencias a su madre, y Kyna efectuó las debidas presentaciones. Quinto Druso era apuesto, además de poseer tierras, lo que le hacía algo más que casadero.

– Necesita tres brazos -dijo Cailin secamente a su abuela, -pues Barbara, Nona y Elisia seguro que acabarán peleando como gatos para cazarle. ¿Tendré yo que sonreír como una boba como hacen ellas para que un hombre se fije en mí? ¡Qué repugnante!

Brenna sofocó una risita.

– Lo único que hacen es coquetear con Quinto -dijo. -Una de ellas debe ganar ascendencia sobre las otras si han de conquistar el corazón de tu primo. Los hombres y las mujeres han coqueteado desde siempre. Algún día habrá un hombre que te atraiga tanto que quieras coquetear con él, mi Cailin. Créeme.

Tal vez, pensó Cailin, pero ella seguía pensando que las tres muchachas que revoloteaban ante Quinto eran criaturas estúpidas. Cailin paseó entre la multitud de vecinos que llenaban los jardines de la villa. Nadie le prestaba mucha atención, pues no era su día sino el de sus hermanos. Cailin percibía la primavera en el aire. La tierra volvía a estar cálida y la brisa leve, aunque el día no era tan soleado como ellos habrían deseado. Entonces vio a Antonia Porcio, y antes de poder volverse en otra dirección Antonia la detuvo con gran alharaca y no hubo modo de eludirla.

– ¿Cómo estás, Antonia? -preguntó Cailin haciendo un esfuerzo para que le salieran las palabras, pues Antonia Porcio no sabía responder la pregunta más sencilla sin entrar en exasperantes detalles.

– Me he divorciado de Sexto -anunció Antonia melodramáticamente.

– ¿Qué? -preguntó Cailin asombrada.

Era la primera noticia que tenía de ello.

Antonia cogió a Cailin del brazo y le contó con tono confidencial:

– Bueno, en realidad se fugó con esa pequeña esclava egipcia. Papá se puso furioso. Dijo que no debía seguir casada con Sexto Escipión en esas circunstancias. ¡Y me concedió el divorcio! -Soltó una risilla tonta. -A veces, tener al magistrado jefe de Corinio por padre no es mala cosa. Me lo he quedado todo, claro, porque Sexto me deshonró en público. Padre dice que ningún magistrado honrado permitiría que una buena esposa y sus hijos sufrieran en esas circunstancias. Si Sexto vuelve alguna vez, encontrará que ha vuelto para nada, pero me han dicho que se han fugado a Galia. ¡Imagínate! ¡El dijo que estaba enamorado de ella! ¡Qué necio!

Entrecerró sus ojos azules un momento.

– Me he enterado de que ha venido tu primo de Roma, y que tu padre le ha regalado la antigua propiedad de Agrícola. Me han dicho que es divinamente bello. Mi propiedad está junto a esas tierras. Mi padre quería comprarlas para mí, pero tu padre se las ofreció antes a los herederos de Glevum. ¿Cómo se llama? Tu primo, quiero decir. ¿Me lo presentarás, Cailin? Corre el rumor de que está buscando esposa. Una mujer rica como soy yo ahora no sería mala pareja, ¿no crees? -Volvió a soltar una risilla. -¿No sería agradable que fuéramos primas, Cailin? Siempre me has caído bien. No dices cosas crueles de mí a mis espaldas. ¡Creo que eres la única amiga que tengo, Cailin Druso!

Cailin estaba atónita. Apenas si eran amigas; con diecisiete años, Antonia era mayor que ella y raras veces le había hecho caso. Hasta ese día.

«Vaya, qué interesada -pensó Cailin. -Lo que realmente quiere es conocer á Quinto. Supongo que quitárselo a las demás sería una doble victoria para ella.» Superaría a las que hablaban mal de ella y demostraría al mundo que aún era una mujer deseable. Sexto Escipión era un bribón y un tonto.

– ¡Qué amable eres, querida Antonia! -se oyó decir Cailin mientras pensaba atropelladamente en deliciosas posibilidades.

Antonia era un poco rolliza, pero también algo que bonita. Si se casaba con ella, Quinto obtendría mujer rica en tierras y dinero. Era hija única y heredaría todo lo que su padre poseía.

También era tonta y egoísta. Sexto Escipión debió de ser absolutamente desdichado con ella para haber abandonado todo lo que su familia había construido en el transcurso de los últimos siglos. Antonia Porcio sin duda merecía al primo de Cailin, y con toda seguridad Quinto Druso merecía a la hija del magistrado jefe de Corinio.

– Claro que te presentaré a mi primo Quinto, Antonia. Pero has de prometerme que no te desmayes -bromeó Cailin. -Es bello como un dios, ¡te lo aseguro! Ojala me encontrara atractiva, pero no es así. Sería verdaderamente estupendo que tú y yo fuéramos primas. -La empujó levemente hacia adelante. -¡Vamos ahora mismo! Mi madre ya ha empezado a presentarles a todas las chicas casaderas de la provincia, no querrás que se te adelanten, ¿verdad? Pero creo que, vez, cuando Quinto te vea, querida Antonia, vuestras vidas cambiarán. ¡Oh, sería maravilloso!

Quinto Druso se hallaba en su elemento, rodea de atractivas jovencitas núbiles que querían congraciarse con él. Vio acercarse a Cailin con una rubita rolliza, pero esperó a que ella le hablara para saludarla.

– Primo Quinto, ésta es mi buena amiga Antonia Porcio. -Cailin dio un empujoncito a la joven para que se adelantara. -Antonia, éste es mi primo Quinto. Estoy segura de que tenéis mucho en común. Antonia es la única hija del magistrado jefe de Corinio.

«Bien, bien -pensó él. -La primita Cailin está siendo de lo más útil. Me pregunto qué travesura está preparando ahora.» Sí, tenía curiosidad. Ella le había indicado claramente que la rubia muchacha era hija de un hombre poderoso y además su heredera. No entendía por qué Cailin quería hacerle un favor a él. No era un secreto que le desagradaba desde que le había puesto los ojos encima. La candidata que le presentaba debía de tener algún defecto. Miró los ojos azules de Antonia y decidió que cualquiera que fuera el defecto, disfrutaría buscándolo.

Se llevó la mano al corazón y dijo:

– Veros, mi lady Antonia, me permite comprobar por fin por qué las mujeres de Britania son tan famosas por su belleza. Me postro a vuestros pies.

La boca de Antonia formó una sonrisa de placer, mientras las otras chicas que rodeaban a Quinto Druso ahogaban una exclamación de sorpresa. Entonces, el joven y guapo romano cogió a Antonia Porcio del brazo y le pidió que le mostrara los jardines. La pareja se alejó del grupo con paso lento, aparentemente arrebatados el uno por la compañía del otro, mientras los que habían quedado atrás los contemplaban con asombro.

– ¿En tu familia hay antecedentes de locura, Cailin Druso? -preguntó Nona Claudio, con el tono de una joven dama desconcertada.

– ¿Qué te ha impulsado a presentar a Antonia Porcio un hombre casadero? -preguntó Barbara Julio.

– ¿Y qué habrá visto él en ella? -se maravilló Elisia Octavio. -Nosotras somos más jóvenes y más bonitas.

– No era mi intención molestaros -dijo Cailin con aire inocente. -Simplemente sentí lástima por la pobre Antonia. Acabo de enterarme de que se ha divorciado. Sexto, su esposo, se fugó con una esclava. Lo único que pretendía era animarla presentándole a mi primo. No pensé en ningún momento que él se sentía atraído hacia ella. Es mayor que todas nosotras y, tienes razón, Elisia, somos más bonitas. -Cailin se encogió de hombros. -Los gustos de los hombres en cuestión de mujeres son incomprensibles. Quizá Quinto se aburrirá pronto de ella y volverá con vosotras.

– Si tu villa no fuera la que está situada más lejos de Corinio, Cailin, te habrías enterado antes del divorcio de Antonia -dijo Barbara irritada. -Francamente ninguna de nosotras le reprocha nada a Sexto Escipión. Antonia es egoísta a más no poder. Todo lo que ve y desea ha de tenerlo. Sexto decía que ella le estaba llevando a la pobreza. Si le negaba alguna cosa, su padre le reprendía. Y no es una buena madre, y además trata con crueldad a sus esclavos, dice mi padre. Oh, es dulce encantadora cuando consigue lo que quiere, pero de contrario ¡cuidado! Quería a Sexto Escipión porque era el hombre más hermoso y más rico de por aquí. Pero una vez le tuvo en la trampa, se volvió lo que realmente es: una zorra malcriada. Deberías advertir a tu primo.

– He oído -dijo Nona Claudio bajando la voz- que aunque Antonia se ha quedado con la propiedad de su marido, sus bienes y enseres, Sexto Escipión y su amante escaparon con mucho oro y monedas. Mi padre era su banquero, ya lo sabéis. Dice que Sexto Escipión había estado enviando fondos al extranjero desde hace meses. Eso Antonia no se lo cuenta a nadie. Se lo ha borrado de la mente. La idea de que su esposo se fugó par vivir felizmente y con comodidad le resulta insoportable.

– Evidentemente, está lanzando sus redes para pescar otro marido -intervino Barbara con tono de reprobación- y otra vez es el más apuesto de la provincia. Supongo que también es rico. ¡No sé porque Antonia tiene tanta suerte!

– No es rico -les informó Cailin, esperando que abandonaran la causa de Antonia. -Es el hijo más joven del primo que mi padre tiene en Roma. Es una familia muy numerosa. No quedó nada para el pobre Quinto. Padre sintió lástima y le pidió a su primo Manió que lo enviara aquí. Le regaló la villa del río y todas sus tierras. Por supuesto, tendrá esclavos para que trabajen las tierras y cuiden el huerto, pero Quinto posee muy poco más que su bello rostro.

– Las tierras de Antonia están junto a la villa del río -observó Nona. -Cuando tu atractivo primo se entere, aún estará más interesado en ella. Antonia es una mujer rica. Francamente, Quinto Druso sería un tonto si no se casara con ella. Me temo que no tenemos ninguna esperanza.

– ¿De veras lo crees? -preguntó Cailin. -¡Oh, querida!

Brenna se reunió con su nieta cuando las otras muchachas se alejaron de ella.

– Intrigas como un druida, Cailin Druso -murmuró.

– Cuanto antes se case -dijo Cailin, -más tranquila estaré. Demos gracias a los dioses de que no le gusté cuando me vio. Hay algo en él, abuela… No sé con exactitud de qué se trata, pero percibo que Quinto Druso es un peligro para mí, para todos nosotros. Espero que se case con Antonia Porcio por su riqueza y sus relaciones. No estaré tranquila hasta que se marche de nuestra casa. -Miró el rostro bondadoso de Brenna. -¿No me consideras una tonta por albergar sentimientos tan intensos?

– No -respondió Brenna. -Siempre he dicho que eres más celta que tus hermanos. La voz interior te previene de Quinto Druso. Escúchala, hija mía. Esa voz nunca te engañará. Cuando no la escuchamos es cuando cometemos errores de juicio. Confía siempre en tus instintos, Cailin -le aconsejó su abuela.

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