– ¿Has visto cómo la miraba? -preguntó Flacila Estrabo a su esposo, Justino Gabras. -¡La ama! ¡Realmente la ama! -Su rostro reflejaba el enfado que sentía.
– ¿Y a ti qué te importa? -replicó él. -Tú nunca le amaste. No debería importarte que la ame.
– ¡No se trata de eso! ¡No seas estúpido, Justino! ¿No ves lo embarazosa que resulta su descarada pasión? ¡A mí no me dio su amor, pero se lo ha dado a esa zorrita! Seré el hazmerreír de todos mis conocidos. ¿Cómo se atreve a llevar a esa mujerzuela a los juegos y a sentarse con ella en su palco para que todos les vean? Aunque nadie supiera quién es ella, prácticamente todo Constantinopla conoce a Casia, especialmente ahora que es amante del príncipe Basilico. ¡Muy propio de Aspar rodearse de artesanos, actores y prostitutas!
– No estás particularmente atractiva cuando te enfadas, mi querida esposa -bromeó Justino Gabras. -Te salen manchas en la piel. Sería mejor que controlaras tu genio, sobre todo cuando estamos en público. -Se inclinó por delante de la joven esclava que se hallaba entre los dos, acercó el rostro de Flacila y la besó. -No quiero hablar más de este asunto, mi amor, y si vuelves a mencionar a tu ex esposo desatarás mi peor ira. Y ya sabes lo que ocurre cuando exploto. -Pasó una mano por el cuerpo de la esclava. -Concentrémonos en diversiones más agradables, como nuestra pequeña y encantadora Leah. ¿No es encantadora, querida?, y está tan ansiosa por recibir nuestras tiernas atenciones… ¿Verdad que sí, Leah?
– Oh, sí, mi señor -respondió la muchacha, arqueándose hacia él. -Anhelo vuestras caricias.
Justino Gabras sonrió perezosamente a aquella bonita y sumisa criatura. Entonces, al ver que su esposa aún no estaba satisfecha, dijo con aspereza:
– Tendrás tu venganza, Flacila. ¿Qué prefieres? ¿Un golpe rápido que permita a Aspar devolvérnoslo? ¿O esperar el momento oportuno y entonces destruirles a los dos? Quiero que te sientas satisfecha, querida. Elige ahora y zanjemos este asunto que ya empieza a aburrirme.
– ¿Sufrirá? Quiero que sufra por haberme rechazado.
– Si esperas el momento oportuno y me dejas planearlo debidamente, sí, sufrirá. La vida de Aspar se convertirá en un infierno, te lo prometo, pero has de tener paciencia, Flacila.
– Bien -accedió ella. -Esperaré el momento propicio, Justino. Aunque estoy impaciente por destruir a Aspar, tu habilidad para el mal es infinita. Confío en ese dominio de la perversidad que posees. Ahora, dime, ¿quién de los dos poseerá a Leah primero? -Flacila miró a la muchacha y sonrió. -Realmente es encantadora, mi señor. No es virgen, ¿verdad?
– No, no lo es. Me agradaría que la tomaras tú primero, Flacila. Me gusta verte con otra mujer. Lo hacemos muy bien, debo admitirlo, y eres más tierna con una de tu propio sexo que con los hombres jóvenes que tanto te gustan y a los que sin embargo maltratas.
Ella sonrió con picardía.
– Los hombres -dijo- tienen que ser castigados por las mujeres, pero las mujeres deben ser mimadas por sus amantes de ambos sexos. Una mujer mimada se entrega más que una maltratada, Justino.
– Entonces Aspar debe de mimar mucho a esa Cailin -respondió él con crueldad. -Él la miraba con ojos de amor, y su mirada le era correspondida por esa adorable y bella jovencita. Si la ama como tú crees, te aseguro que ella también le ama.
– Y saber eso -dijo ella, extrañamente tranquila- hará que nuestra venganza sea mucho más dulce, Justino, mi amor, ¿no es cierto?
Él se echó a reír.
– Eres tan perversa como yo, Flacila. Me pregunto qué pensaría de ti tu amiga la emperatriz si conociera tu verdadero carácter. ¿Se extrañaría? Algún día la tendré en mi cama, ¡lo juro! Está a punto para la rebelión, ya lo sabes. León prácticamente la tiene olvidada y pasa todo el tiempo que debería estar follando con ella rezando de rodillas por un heredero, o eso al menos dicen los rumores de la corte.
A la tarde siguiente, un pequeño grupo formado por el hermano de Verina, ésta y dos doncellas de confianza zarpó en el yate imperial para una breve excursión por las costas occidentales de la ciudad y disfrutar del incipiente verano. Era una tarde perfecta para ello, y el suyo no era el único barco de vela que surcaba las aguas azul-verdosas del Propontis aquella tarde. Había suficiente brisa para impulsar suavemente la nave. El sol brillaba cálidamente en un cielo despejado. Basilico había navegado en este pequeño mar interior desde que era niño y conocía bien la costa y sus corrientes. Su habilidad le ahorraba llevar un capitán que más tarde podría ser sobornado para obtener información. Las dos mujeres que acompañaban a la emperatriz habrían muerto por ella. Su lealtad era tanta, que podía confiarse en que no hablarían ni bajo torturas.
Cailin ignoraba cuándo acudiría la emperatriz a Villa Mare, pero sabía que sólo tardaría unos días en aparecer. No le gustaba guardar secretos a Aspar y por eso le habló a la mañana siguiente de su visita al Hipódromo. Él la escuchó con atención, y mientras ella le contaba la reunión secreta que había mantenido con Verina y su resultado, su rostro se puso serio.
– Sea lo que sea lo que desea de mí -dijo, -debe de ser muy importante para ella.
– Está de acuerdo en apadrinar nuestra boda si se lo concedes -dijo Cailin. -Aun así, me temo que podría inducirte a hacer algo indeseable.
– No puedo hacer nada que pueda calificarse de traición -respondió él. -Mi honor siempre ha sido mi mayor defensa, amor mío. Aunque te quiero mucho y te deseo como esposa, no comprometeré mi honor, Cailin. Lo entiendes, ¿verdad?
– No podría amarte, Flavio Aspar, si no fueras un hombre de honor -le aseguró ella. -Recuerda que me educaron en la tradición del antiguo Imperio romano. El honor aún era lo más importante cuando mi antepasado llegó a Britania con Claudio, y así ha sido en el transcurso de los siglos, mi señor. No te pediría nada deshonroso. Aun así, escuchar lo que la emperatriz tenga que decir no puede causarnos ningún daño.
– La escucharé -prometió él. -Si Verina quiere emprender alguna acción reprobable, quizá pueda disuadirla de ello.
Sin embargo, la misión de la emperatriz no era reprobable. Su origen se hallaba más bien en sus temores, como explicó a Aspar en la intimidad del jardín mientras Cailin y las criadas permanecían en el atrio, con Basilico para distraerlas. Verina estaba pálida y era evidente que no había dormido bien. Se movía inquieta entre las flores, tironeándose la túnica con nerviosismo. Aspar la seguía y la alentó a hablar.
– Cailin me ha mencionado vuestro encuentro el día de los juegos -dijo él. -No disimuléis conmigo, señora. ¿Qué queréis de mí?
– Necesito saber si, en caso de que se produjera una crisis, tú apoyarías mi posición -declaró la emperatriz con voz suave.
– Os seré franco, señora. ¿Estáis hablando de traición?
Verina palideció aún más.
– ¡No! -exclamó. -No me he explicado bien. La situación me resulta turbadora. Oh, ¿cómo lo diría?
– Claramente -dijo él. -Todo lo que me digáis quedará entre nosotros, señora. Os lo garantizo. Si no se trata de traición, no tenéis nada que temer de mí. ¿Qué os preocupa tanto que buscáis mi ayuda en secreto?
– Se trata de algunos de los sacerdotes que rodean a mi esposo -dijo Verina. -Le incitan a creer que yo soy la responsable del hecho de que no tengamos un hijo. ¡Yo quiero un hijo! Pero ¿cómo puedo tenerlo si León no visita mi cama? Nunca ha sido un hombre excesivamente apasionado, y en los últimos años ha dejado por completo de visitar mi cama.
»Los sacerdotes se han convertido en sus mejores confidentes. Le exhortan a rezar más y a dar limosnas para que Dios nos dé un hijo, pero si mi esposo no une su cuerpo al mío, no habrá hijo. Incluso llevé a Casia, la cortesana amante de mi hermano, a palacio, en secreto, para que me enseñara sus artes eróticas. Quería utilizarlas para seducir a mi esposo, pero no sirvió de nada -dijo la emperatriz con lágrimas en los ojos. -Ahora esos mismos sacerdotes aconsejan a mi esposo que me encierre en un convento para el resto de mis días, para que pueda coger una nueva esposa joven, que le daría el hijo que yo no puedo darle, le dicen los sacerdotes.
»Ya no soy una niña, mi señor, pero aún soy capaz de concebir un hijo si se me da la oportunidad. Esos perversos clérigos realmente pretenden dar a mi marido una esposa que esté en deuda con ellos y que espíe para ellos.
– ¿Qué es exactamente lo que queréis que haga? -le preguntó Aspar.
– León os teme y os respeta. El temor procede de que vos le colocasteis en el elevado puesto que ocupa y el respeto nace de los muchos años que estuvo a vuestro servicio. A veces se pregunta si seríais capaz de arrebatarle el trono. Se encuentra muy cómodo apoltronado en él.
»Los sacerdotes le llenan la cabeza con palabras crueles sobre vos, Flavio Aspar -prosiguió Verina. -Le dicen que deseáis gobernar a través de él, y que si no podéis hacerlo, le derrocaréis y ocuparéis el trono.
– Yo no deseo ser emperador. En sus momentos de sensatez León tiene que ser consciente de ello. Si hubiera querido ocupar el trono imperial, lo habría hecho. No tenía más que renunciar a mis creencias arias en favor de las prácticas ortodoxas y me habrían apoyado suficientes miembros de la Iglesia para ceñir la corona imperial en mi cabeza.
– Soy consciente de ello, y por eso he acudido a vos. Vuestros motivos son honrados y vuestra lealtad es a Bizancio, no a una facción o individuo. Ayudadme a conservar mi lugar al lado de mi esposo, a pesar de la perversidad de los que le rodean. Si me ayudáis y protegéis contra mis enemigos, me ocuparé de que León os permita casaros con Cailin Druso.
Aspar fingió considerar su oferta, aunque ya había decidido ayudarla. El emperador le debía a Flavio Aspar su puesto. Si su esposa estaba unida a él, tanto mejor. Su propia posición se vería fortalecida. Era poco probable que León concibiera un hijo con ninguna mujer. No tenía estómago para ello. Prefería ayunar y rezar en lugar de enredarse en la maraña de la pasión. Aspar sospechaba que el emperador, en el fondo, estaría encantado de verse libre de ese deber. Verina siempre había sido una esposa fiel. Preferiría lo viejo y conocido a cualquier cosa nueva y núbil.
«No -pensó Aspar; -no quiero ser emperador. Quiero que lo sea mi hijo.» Si León y Verina estaban en deuda con él, él tendría poder para promover un noviazgo entre su hijo menor, Patricio, y la princesa imperial más joven, Ariadna, al cabo de unos años. Primero el matrimonio, y después convencería a León de que nombrara heredero a Patricio.
– Apoyaré vuestra causa, señora -dijo por fin Aspar a la emperatriz, quien suspiró aliviada. -Esos sacerdotes sobrepasan sus obligaciones. Su único deber es cuidar del bienestar espiritual del emperador. Hablaré personalmente con el patriarca de mi inquietud por su comportamiento. Sé que puedo confiar en que ponga fin a ese asunto. En verdad me sorprende que los elegidos para guiar a León espiritualmente abusen de su posición. No hay que permitirlo. Habéis hecho muy bien en solicitar mi ayuda, señora.
Segura ya de que su causa era justa, Verina se irguió con orgullo y dijo:
– Por mi parte, cumpliré mi promesa. Tardaré un poco de tiempo, pero me ocuparé de que se os permita formalizar vuestra relación en el seno de la Iglesia. Tenéis mi palabra, y sabéis que es válida.
– Gracias, señora.
– No -replicó ella, -soy yo quien debe daros las gracias, Flavio Aspar. Ojalá hubiera en Bizancio más hombres como vos a su servicio.
Cuando la emperatriz y su grupo hubieron partido de regreso a Constantinopla, Aspar paseó con Cailin por los jardines, donde no era probable que nadie les oyera. Le explicó exactamente lo que Verina quería de él y le dijo que había aceptado ayudar a la emperatriz a cambio de que ella les ayudara.
– Debes hacer un esfuerzo para complacer al padre Miguel para que te bautice -le dijo Aspar. -Cuando se tome la decisión en nuestro favor, no quiero que exista ningún impedimento a nuestro matrimonio. Una esposa ortodoxa bautizada será un punto favorable para mí. Hay más cosas en juego de las que puedes imaginar, mi amor.
Ella no le preguntó de qué se trataba. Cailin sabía que Aspar se lo diría en el momento oportuno.
– Muy bien -accedió ella. -Dejaré de hacer preguntas difíciles al padre Miguel y aceptaré mansamente lo que me diga con la humildad de una buena mujer cristiana. Aunque las reglas y normas impuestas por la Iglesia me parecen estúpidas, he de admitir que me gustan las palabras de Jesús de Nazaret. Es una de las pocas cosas a las que encuentro sentido. -Estrechó a Aspar con sus brazos. -Quiero ser tu esposa, Flavio Aspar. Quiero ser madre de tus hijos y pasear por las calles de Constantinopla con orgullo y ser la envidia de todos porque soy tuya.
Tras pasear por los jardines fueron hasta la playa, donde se quitaron la ropa y se metieron al cálido mar. Él le había enseñado a nadar y Cailin adoraba la libertad del agua. Riendo, retozó entre las olas hasta que al fin él la llevó hasta la orilla y le hizo el amor apasionadamente en el mismo lugar donde había reavivado la pasión de la joven. Sus gemidos de placer se mezclaron con los graznidos de las gaviotas que revoloteaban. Después, yacieron saciados y satisfechos, dejando que el sol secara sus cuerpos.
El vigésimo cumpleaños de Cailin ya había pasado. El verano transcurrió en una sucesión de largos y soleados días y noches calurosas y apasionadas. Cailin jamás había imaginado que un hombre pudiera ser tan viril, en especial un hombre de la edad de Aspar, y sin embargo el deseo de éste no se agotaba.
Basilico acudía con regularidad a visitarles con Casia, y cuando Aspar bromeaba con su amigo por su súbita afición al campo, Basilico afirmaba:
– Con este calor la ciudad es un horno, y he oído rumores de que hay una plaga. Además, aquí tenéis espacio más que suficiente para nosotros.
En secreto, Basilico también les llevaba noticias de Verina.
Aspar había visitado al patriarca para expresarle su desagrado ante cualquier plan para desplazar a la emperatriz por el asunto del heredero. Otra esposa no serviría de nada, dijo Aspar al religioso. La culpa era de León, que prefería una existencia ascética y sin complicaciones que le permitía gobernar con más sabiduría que si estuviera abrumado por los asuntos carnales. Había muchos hombres aptos para suceder a León, pero un emperador sabio y pío era una rara bendición sobre Bizancio. La emperatriz, dijo Aspar al patriarca, lo comprendía. Ella, virtuosa y devotamente leal, quería proteger a su esposo de las malas influencias. Perturbar la paz de su espíritu, observó Aspar, era perverso, injusto e impío.
Basilico informó que los sacerdotes que rodeaban al emperador habían sido otros que parecían ocuparse sólo de la vida espiritual del emperador. La emperatriz se sentía aliviada y agradecida de que le hubieran retirado la espada de Damocles que pendía sobre su cabeza. Envió recado, a través de su hermano, de que cumpliría su promesa. Había iniciado su campaña para influir en León favorablemente respecto a la boda entre el primer patricio del Imperio y Cailin Druso, una joven viuda patricia procedente de Britania que pronto iba a ser bautizada en la fe cristiana ortodoxa.
A principios de verano, Aspar fue enviado a Adrianópolis, pues el gobernador de la ciudad tenía dificultades con dos facciones rivales que amenazaban con la anarquía. Una de ellas estaba compuesta por cristianos ortodoxos y la otra por cristianos arios. Aspar, un ario que servía a un gobernador ortodoxo poseía la capacidad de moverse fácilmente entre estos dos mundos religiosos y era la persona idónea para establecer la paz. Flavio Aspar era respetado por ambas fes.
– Ojalá pudiera llevarte conmigo -dijo a Cailin la víspera de su partida, -pero en un asunto como éste he de poder moverme con agilidad y sin ningún impedimento. Esos fanáticos se pelean por las cosas más absurdas y si alguien no contiene su ira se perderán muchas vidas.
– Yo sería un estorbo -admitió ella. -Sin mí puedes actuar de manera decisiva, y es posible que tengas que hacerlo, mi señor. Matar y causar destrucción por una cuestión religiosa es una locura, pero sucede con frecuencia.
– Serás una esposa perfecta para mí -observó él con admiración.
– ¿Por qué? -repuso ella con picardía. -¿Porque comparto tu pasión, o porque no me quejo cuando debes marcharte?
– Por las dos cosas -respondió él con una sonrisa. -Tienes una habilidad innata para entender a la gente. Sabes cuan delgada es la línea por la que debo caminar entre esas facciones fanáticas de Adrianópolis y no me distraes de mi deber. Los que se han opuesto a nuestro matrimonio pronto reconocerán que estaban equivocados y que Cailin Druso es la esposa adecuada para Aspar.
– ¿No puedo distraerte de tus obligaciones? -Fingió sentirse ofendida y se colocó sobre él y le miró con ojos encendidos. Se pasó la lengua por los labios en gesto seductor, lentamente. Sus ojos se oscurecieron con la pasión y se acarició los pechos hasta que los pezones se pusieron erectos. -¿No puedo distraeros unos minutos, mi señor?
Él la observó con los ojos entrecerrados y una leve sonrisa en los labios. Sabía que su amor por ella era lo que la hacía descarada, y sin duda eso redundaba en beneficio de él. Cailin era tan joven y tan hermosa, pensó, acariciándole la espalda. A veces, cuando la miraba, se preguntaba si cuando se hiciera viejo ella le amaría aún, v el miedo le atenazaba las entrañas. Entonces ella le sonreía y le besaba dulcemente y, tranquilizado, Aspar se convencía de que Cailin siempre le amaría, pues era honrada y leal por naturaleza. La cogió por la cintura y la levantó ligeramente para permitir que su miembro endurecido se irguiera.
– Me distraes continuamente, mi amor -graznó mientras bajaba a Cailin lentamente sobre su sexo. Luego la penetró casi con rudeza y la besó apasionadamente, y a continuación le hizo dar la vuelta para penetrarla por atrás. -Estás condenada a pasar el resto de tus días distrayéndome, Cailin -gimió él al oído de la joven mientras la embestía con lentitud una y otra vez. -Te adoro, amor mío, y pronto serás mía para toda la eternidad! ¡Mi esposa! ¡Mi vida misma! ¡La dulce y luminosa mitad de mi alma oscura!
– Te amo, Flavio Aspar… -dijo ella medio sollozando, y luego se abandonó al mundo de cálidas sensaciones que él le provocaba.
Sentía frío y calor al mismo tiempo, y era tanto su amor que el corazón le palpitaba y parecía elevarse. Pero si su lugar estaba en el corazón y los brazos de él, ¿por qué tenía miedo? Luego llegó a la cima del placer y Cailin exhaló un leve grito y sus temores pronto se disiparon en la seguridad de los amantes brazos de Aspar. Ella se acurrucó feliz contra él y se quedó dormida.
Cuando despertó por la mañana, él ya había partido. Nellwyn le llevó una bandeja con yogur recién hecho, albaricoques maduros, pan recién preparado y una jarrita de miel.
– El maestro Arcadio pregunta si hoy posaréis para él. Dice que casi ha terminado y podrá marcharse el fin de semana si vos cooperáis. Creo que está ansioso por regresar a Constantinopla. El verano ha terminado y habla todo el rato de los juegos de otoño.
– Dile que le veré dentro de una hora -indicó Cailin a la criada. -Quiero que la estatua esté terminada y montada en su pedestal en el jardín antes de que regrese mi señor. Será mi regalo de boda para él.
– Jamás he visto nada igual -admitió Nellwyn. -Es tan hermosa, señora. Creía que sólo los dioses eran retratados así.
– La estatua representa a Venus, la antigua diosa del amor. Yo simplemente he posado en lugar de la diosa para Arcadio.
Cailin desayunó y, después de bañarse, se reunió con el escultor en el estudio de éste. Nellwyn le quitó la túnica y Cailin ocupó su lugar. El escultor trabajó un rato, pasando los ojos de la estatua de arcilla que había modelado a la propia Cailin. Cuando vio que ella empezaba a cansarse, paró. Cailin se puso la túnica antes de salir ambos a sentarse al sol y tomar zumo de naranja recién exprimido y un poco de pastel de sésamo que Zeno había servido.
– Echaré de menos vuestra compañía -dijo Cailin a Arcadio. -Me gustan vuestros perversos chismes y he aprendido mucho de las personas con las que me relacionaré cuando esté casada con Aspar.
– Vuestra vida no será fácil -respondió él. -Los que están en la corte os evitarán hasta que os conozcan, e incluso cuando conozcan vuestro verdadero valor algunos os seguirán dando la espalda. Sólo estarán ansioso por cultivar vuestra amistad debido a la influencia que tenéis sobre Aspar o porque esperan seduciros como han hecho con otras tantas, y debéis ir con cuidado con ellos. Vuestra virtud, a la luz de las murmuraciones que os rodean, verdaderamente les hará enloquecer.
– Qué paradójicos son los bizantinos -dijo Cailin. -Abrazáis una religión que predica la bondad y sin embargo el mal abunda entre vosotros. La verdad es que no entiendo a vuestra gente.
– Nuestra sociedad es simple -observó Arcadio. -Los ricos desean el poder y más riquezas para sentirse invencibles, y por eso se comportan como otras personas no se atreverían a hacerlo. Son más crueles, y más carnales, y como su fe les promete el perdón si se arrepienten, lo hacen de vez en cuando, deshaciéndose de sus pecados para seguir pecando.
»Esto no ocurre sólo en Bizancio, Cailin. Todas las civilizaciones alcanzan su apogeo en algún punto de su desarrollo. Los menos ricos imitan a los ricos; y los pobres se mantienen en su lugar gracias a una fuerte burocracia y un dirigente benéfico que les permite entrar gratis en los juegos. El pan y el circo, mi querida niña, mantienen a los pobres controlados, salvo en los raros tiempos en que la plaga, el hambre o la guerra interfieren con la actividad de los gobernantes. Cuando eso sucede, ni siquiera los emperadores están a salvo en su trono. -Rió entre dientes. -Como veis, soy un cínico.
– Lo único que deseo -dijo Cailin- es casarme con mi amado señor, y si los dioses lo quieren, darle un hijo. Viviré aquí, en el campo, educaré a mis hijos y seré feliz. No quiero participar en las intrigas de Bizancio.
– No podréis escapar a ellas, querida. Aspar no es un noble sin importancia que pueda retirarse a una finca en el campo. Este idilio que habéis vivido no podrá seguir una vez estéis casados. Tendréis que aceptar vuestro lugar en la corte como esposa del primer patricio del Imperio. Seguid mi consejo, querida muchacha, y no os aliéis con ninguna facción por muy seductoramente que os inciten a ello; y lo harán, estad segura. Debéis permanecer neutral, como hace Aspar. Él sólo es leal a la propia Bizancio.
– Mi lealtad es para Aspar -declaró ella con firmeza.
– Eso está bien. Sí, querida niña, veo que no os dejaréis seducir por los cantos de sirena de la corte. Sois demasiado inteligente. Ahora volvamos al asunto de inmortalizaros -añadió con una risita. -Sois escandalosamente sensual para ser tan práctica.
– Habladme de esos juegos que te incitan a regresar a la ciudad, Arcadio -pidió Cailin tras retomar su pose. -Creía que sólo había juegos en mayo, el día de la conmemoración. No sabía que también se celebraban en otras épocas. ¿Habrá carreras de carros?
– Durante el año se celebran juegos varias veces -respondió él, -pero éstos en particular están patrocinados por Justino Gabras para celebrar su boda con la ex esposa de Aspar, Flacila Estrabo. No pudo organizados antes porque en primavera todo se centra en los juegos de mayo. Luego hacía demasiado calor. Así que Justino Gabras pensó que sus juegos podían coincidir con el aniversario del sexto mes de su boda con Flacila. Habrá carreras por la mañana y gladiadores por la tarde. Me han dicho que Gabras ha pagado para que haya luchas a muerte.
– Nunca he visto gladiadores. Luchan con espadas y escudos, ¿no? ¿Qué son luchas a muerte?
– Bueno, querida, veo que hay otra área de vuestra educación que tendré que cumplimentar. Las luchas de gladiadores empezaron en la antigua Campania y Etruria, de donde proceden nuestros antepasados. Los primeros gladiadores eran esclavos a los que se obligaba a pelear hasta la muerte para diversión de sus amos. Estos combates al final llegaron a Roma, pero durante muchos años sólo se celebraban en los funerales de hombres distinguidos. Poco a poco empezaron a ser patrocinados por particulares, y el emperador Augusto financió algunos de los llamados «espectáculos extraordinarios». A la larga se programaron luchas de gladiadores con regularidad en los juegos públicos de diciembre, en las Saturnalias, mientras los políticos y otros que deseaban el apoyo público ofrecían combates de gladiadores gratis en otras épocas. Al pueblo le encantaba la excitación y la sangre de estos juegos.
»Al principio, los gladiadores eran cautivos tomados en la guerra que preferían la muerte a convertirse en esclavos. Eran luchadores entrenados. Sin embargo, cuando la paz romana se impuso en casi todo el mundo, el número de cautivos disminuyó y se hizo necesario entrenar a hombres que no eran soldados. Muchos criminales eran sentenciados a convertirse en gladiadores, pero aun así, no había suficientes para satisfacer la gran demanda que entonces existía. Muchos hombres inocentes fueron acusados de pequeñas ofensas y condenados a la arena. Los primeros cristianos fueron sacrificados porque no había bastantes criminales o cautivos. Cuando no había suficientes hombres, se enviaba a mujeres e incluso a niños para que pelearan.
– ¡Qué horrible! -exclamó Cailin, pero Arcadio prosiguió, impasible.
– Había escuelas de gladiadores en Capua, Prenesta, Roma y Pompeya, así como en otras ciudades. Algunas eran propiedad de ricos nobles que de esa manera entrenaban a sus propios luchadores, pero otras eran propiedad de hombres que comerciaban con gladiadores. Las escuelas eran dirigidas muy estrictamente, porque su fin era asegurar un suministro regular de luchadores competentes y preparados. Los profesores eran duros, pero entrenaban bien a sus alumnos, y con esmero. Se controlaba la dieta. Cada día hacían gimnasia y recibían lecciones de expertos en armas.
»A la larga, sin embargo, resultó imposible conseguir suficientes hombres para entrenar, incluso entre cautivos y criminales. Los gladiadores de hoy en día son hombres libres que han elegido esa vida.
– No puedo imaginar el motivo de tal elección -observó. -Parece terrible. Pero ¿qué armas utilizan? ¿Y cómo pelean?
– Normalmente se enfrentan por parejas, aunque en el pasado los combates eran entre un grupo de hombres contra otro grupo. Normalmente quedaban pocos. Los gladiadores profesionales se dividen en tres grupos: samnitas, que van muy armados; tracios, que van poco armados; y los luchadores con red. Las armas de éstos son su gran red, sus dagas y una lanza.
– Todavía no me habéis explicado qué es un combate a muerte -señaló Cailin.
– Los combatientes pelearán hasta la muerte, a menos, claro está, de que Gabras conceda clemencia al perdedor de cada combate. Conociendo a Justino, dudo que lo haga. Será más popular si le da al pueblo un espectáculo sangriento.
– Qué terrible -dijo Cailin con un estremecimiento. -No creo que me gusten esos combates de gladiadores, sabiendo que uno morirá.
– Eso añade sal al espectáculo -explicó Arcadio. -En esas circunstancias los combatientes siempre resultan magníficos luchadores.
– Me sorprende que haya hombres libres que accedan a pelear en esas condiciones -observó Cailin. -Saber que podrías morir es una perspectiva espantosa. -Se estremeció otra vez.
– Pero siempre existe la posibilidad de que no le maten a uno. Además, los honorarios para un combate a muerte son más elevados que para un combate corriente. Me han dicho que el actual campeón, invencible, un hombre conocido como el Sajón, tiene que pelear en los juegos de Gabras.
– Lo lamento por él -dijo Cailin. -Si es invencible, todos los demás se esforzarán por derribarle. Se enfrenta a un gran peligro.
– Es cierto, pero será un combate más emocionante. Podéis bajar, Cailin, y vestiros. He terminado. -Dio un paso atrás para admirar su obra. -Ya está; creo que es una de mis mejores obras -dijo con fingida modestia. -Aspar debería estar complacido y pagarme a tiempo por mis esfuerzos.
– ¿Qué hay de la base? -preguntó Cailin. -Quiero que la coloquen en el jardín, delante del mar, antes de que Aspar regrese de Adrianópolis.
– Tengo un aprendiz en la ciudad trabajando en el pedestal, querida mía. El mármol es único, una mezcla de rosa y blanco. Desconozco su lugar de procedencia. Lo encontramos tirado bajo unas viejas prendas en la parte trasera de mi estudio, pero cuando lo vi supe que era la pieza perfecta para nuestra Venus. Venid a ver esto.
Cailin se había puesto la túnica y se acercó a contemplar su estatua. La joven Venus, como a Arcadio le gustaba llamarla, se alzaba con el cuerpo ligeramente curvado, un brazo al lado y el otro levantado, la palma extendida como si se protegiera los ojos del sol. El pelo estaba recogido en lo alto de la cabeza, pero aquí y allá algunos rizos se curvaban en torno al esbelto cuello y delicadas orejas. Había una débil sonrisa en el rostro. Su cara y forma eran prístinas y serenas.
– Es hermosa -opinó Cailin, francamente cautivada por la habilidad del escultor. Casi podía ver latir el pulso en la base de la garganta de la joven Venus. Cada uña de las manos y los pies era perfecta en su detalle, y había más.
– Vuestro sencillo homenaje es alabanza más que suficiente -dijo él. Veía la admiración por su talento y su arte en los ojos de Cailin. La sencillez de aquella joven resultaba estimulante, pensó Arcadio. De haber sido una mujer de la corte, se habría quejado de que no había captado su verdadera esencia y luego habría tratado de escatimarle los honorarios. Bueno, había sido un trabajo más que agradable. Al día siguiente regresaría a la ciudad y empezaría una serie de seis figuras para el altar de una nueva iglesia que se construía en Constantinopla. -Cuando el pedestal esté terminado, querida, vendré yo mismo a instalar la estatua. Creo que Flavio Aspar estará muy satisfecho con lo que hemos conseguido.
Tras su partida al día siguiente, Cailin descubrió que echaba de menos la compañía del escultor, que había resultado un compañero encantador y muy divertido. Nellwyn era una muchacha dulce pero simple. Cailin no podía hablar de temas profundos con ella. Sencillamente no los entendía. Aun así, resultaba agradable y Cailin se alegraba de su presencia.
La cosecha fue buena en la hacienda de Flavio Aspar, y mientras Cailin caminaba por los campos con Nellwyn, saludando a los obreros, volvió a considerar la posibilidad de que Aspar criara caballos para las carreras de carros. Los arrendatarios de la finca ya cultivaban heno y grano para el ganado. Gran parte de los pastos eran igualmente adecuados para los caballos. Si Aspar necesitaba aún más tierras, quizá podría obtenerlas de los propietarios, cargados de impuestos, cuyas propiedades limitaban con la suya. Se lo plantearía de nuevo cuando regresara.
Casia fue a visitarla para quedarse unos días y le llevó noticias de la ciudad.
– Basilico me ha jurado que León dará su consentimiento a tu boda cuando Aspar regrese. Los esfuerzos del general en Adrianópolis al parecer están resultando satisfactorios. León no tendrá que mermar su tesoro imperial para recompensarle -dijo riendo. -¿Arcadio ya terminó tu estatua?
– Hace unas semanas. Pronto volverá para instalar el pedestal en el jardín. Quiero que esté terminado antes de que Aspar regrese. ¿Te gustaría verla?
– ¡Claro que sí! -respondió la hermosa cortesana, riendo. -¿Crees que lo he mencionado sólo de paso? Me muero de curiosidad.
– Arcadio la llama la joven Venus -explicó Cailin al descubrir la estatua en el estudio del artista. -¿Qué te parece?
Casia quedó fascinada y por fin dijo: -Te ha reflejado perfectamente, Cailin. Tu juventud, tu belleza, esa dulce inocencia que asoma en tu rostro a pesar de todo lo que has sufrido. Sí, Arcadio ha captado tu esencia y si no fuera amiga tuya me sentiría muy celosa. -Cogió las manos de Cailin y, dándole un fuerte apretón, añadió: -Pronto no podremos continuar nuestra amistad.
– ¿Por qué? ¿Porque voy a ser la esposa de Aspar y tú eres la amante de Basilico? No, Casia, no seguiré sus crueles juegos. Continuaremos siendo amigas a pesar de mi cambio de posición social.
Los adorables ojos de Casia se llenaron de lágrimas y luego dijo:
– Jamás había tenido una amiga hasta que te conocí, Cailin. Espero que sea como tú dices.
– Yo tampoco he tenido nunca una amiga, Casia. Antonia Porcio fingía serlo, aunque siempre supe que no lo era. Las amigas no se traicionan. Sé que nosotras nunca lo haremos. Ahora cuéntame las últimas habladurías de la ciudad. Echo de menos la charla de Arcadio.
Salieron del estudio y se dirigieron a la playa, donde se sentaron en la arena y Casia le contó las últimas noticias de la ciudad.
– La esposa de Basilico, Eudoxia, por fin ha seducido a su joven guardia. Es el mismo que trajo a la emperatriz aquí. Su semilla es muy potente y la pobre Eudoxia se quedó embarazada prácticamente enseguida, a pesar de sus esfuerzos para evitarlo, según me han dicho. Basilico se puso furioso. Ella quería abortar, pero él no lo permitió. La ha enviado a casa de sus padres, en las afueras de Éfeso.
– No sé cómo se atreve a ser tan exigente, considerando la relación que tiene contigo -comentó Cailin con una leve sonrisa.
– Parece injusto -coincidió Casia, -pero has de recordar que existen reglas diferentes para los hombres y las mujeres. Basilico ha sido muy benévolo con Eudoxia porque ella es una buena esposa y buena madre. No es como Flacila. Por eso le ha permitido disfrutar de esa pequeña diversión. Sin embargo, quedar embarazada ha sido un descuido por parte de Eudoxia y ha provocado una gran vergüenza a Basilico. Eudoxia tenía que haber pensado en las consecuencias cuando actuó tan a la ligera. El niño tiene que nacer a principios de verano y será dado en adopción a una buena familia. La pobre Eudoxia se quedará en Éfeso hasta que nazca. No me importa. Basilico ahora es libre de pasar más tiempo conmigo. Sus hijos prácticamente son mayores y no le necesitan.
– Me pregunto qué piensan de su madre. -El hijo de Basilico conoce la verdad y quería matar al pobre guardia. Basilico le explicó que no se puede matar a un hombre por aceptar lo que se le ofrece libremente. En cuanto a las hijas del príncipe, no lo saben, o al menos él espera que no lo sepan. Les han dicho que su madre ha ido a Éfeso para cuidar de los abuelos, que están enfermos, y Basilico las envió al convento de Santa Bárbara para que estén a salvo hasta que regrese su madre. Solas, quién sabe qué travesuras podrían hacer. Las niñas tienen mucha inventiva.
– ¿De dónde eres? -preguntó Cailin mientras contemplaban el agua. -De Atenas, creo que oí decir en una ocasión. ¿Dónde está eso?
– Es una ciudad junto al mar Egeo, al sur de Constantinopla. Nací en un burdel que era propiedad de mi madre. Mi padre era oficial del gobierno destacado en esa ciudad. Recuerdo que no era muy apreciado por allí. Cuando murió, cerraron el negocio de mi madre. Yo sólo tenía diez años pero me vendieron como esclava. No sé qué les sucedió a mi madre y mi hermano pequeño. A mí me trajeron a Constantinopla y me compró Joviano para Villa Máxima. Tuve mucha suerte. Ya sabes lo bien que tratan a los niños en Villa Máxima. Les enseñan a leer y escribir y a hacer sumas sencillas. Aprenden modales y a complacer a los hombres y mujeres que frecuentan el establecimiento. Cuando tuve trece años mi virginidad fue subastada al mejor postor. Joviano y Focas nunca habían recibido, ni la han recibido después, una oferta tan elevada por una virginidad -dijo con orgullo. -Como me habían enseñado muy bien a complacer a los hombres, y como al parecer poseo un talento innato para eso, me hice muy popular. Joviano me advirtió que seleccionara a quién daba placer, pues tenía el derecho de rechazar a cualquier hombre. Resultó un excelente consejo. Cuanto más exigente parecía, más desesperaban los hombres por poseerme y más predispuestos a pagar el precio más elevado. Conseguí reunir algunos regalos magníficos de mis agradecidos amantes. -Sonrió. -Entonces llegó Basilico, y al cabo de poco tiempo quería de él más que una visita ocasional a mi cama. Le insinué si eso sería posible. Se ofreció a regalarme una casa en un buen distrito, y así compré mi libertad de Villa Máxima.
– ¿Cuántos años tienes? -le preguntó Cailin.
– Uno más que tú.
Cailin se quedó sorprendida. Parecía mayor, pero no era de extrañar.
– ¿Cuánto tiempo mantendrás al príncipe como amante? -preguntó. -Quiero decir… bueno… estás acostumbrada a tener varios amantes. ¿No te aburre tener sólo uno?
Casia se echó a reír. Si esa pregunta se la hubiera hecho otra persona se habría ofendido, pero sabía que Cailin, sólo tenía curiosidad.
– Con un amante ya es suficiente -respondió. -En cuanto a tu otra pregunta, estaré con Basilico mientras eso nos satisfaga a los dos. Él y yo nunca nos casaremos como tú y Aspar. Yo no soy patricia.
– Ser patricia no me ha protegido del mal -replicó Cailin con voz suave. -Aunque en otro tiempo me quejaba de que la fortuna no me sonreía, me equivocaba. Perdí a mi esposo y mi hijo, pero he encontrado a Aspar. ¡Oh, Casia! ¡Él quiere tener hijos, a su edad! Casia se estremeció ligeramente. -Mejor tú, querida amiga, que yo. No soy muy maternal. Afortunadamente mi príncipe está satisfecho con los esfuerzos de su esposa para producir vástagos… cuando son suyos.
Se alejaron de la playa y fueron a sentarse junto al estanque del atrio, donde tomaron vino dulce y disfrutaron de los pasteles de miel que la esposa de Zeno, Ana, había preparado para ellas.
– La ciudad -dijo Casia- rebosa de excitación por los juegos que Justino Gabras organiza en el Hipódromo dentro de unos días. Ha hecho venir gladiadores para celebrar combates a muerte. ¡Apenas puedo esperar!
– Arcadio me lo contó -respondió Cailin. -Me alegro de no tener que verlo. ¡Me parece algo terrible!
– No lo es -dijo Casia. -Te acostumbrarías a ello. Es magnífico ver a los buenos gladiadores, pero en la actualidad escasean. La Iglesia no los aprueba, pero apuesto a que el patriarca y sus secuaces estarán allí, en su palco, con la misma sed de sangre que todos los demás. -Rió. -¡Son tan hipócritas! Lamento que no acudas. Tendré que sentarme en las gradas, pero no me perdería esos juegos por nada del mundo.
«Peleará el Sajón. Dicen que nunca ha perdido un combate. Al parecer no teme a la muerte, y sus otros apetitos son igualmente insaciables, según me han dicho.
Casia se quedó en Villa Mare tres días. El día antes de marcharse, llegó Arcadio con una carreta en la que traía el pedestal para la joven Venus y varios fornidos ayudantes que trasladarían la estatua del estudio a su sitio en el jardín. Las dos mujeres contemplaron, fascinadas, cómo acarreaban la obra de arte, haciendo esfuerzos por no reír al ver al escultor ir de un lado a otro dando órdenes airadas a los trabajadores. Por fin la joven Venus estuvo colocada sobre su base de mármol rosa y blanco, de cara al mar. Arcadio exhaló un suspiro de alivio.
– Bueno -dijo, -¿qué os parece? Casia estaba visiblemente impresionada y así lo expresó. Cailin se limitó a besar al escultor en la mejilla, lo que le hizo sonrojar de placer.
– Es maravillosa -coincidió con ellas. -Quedaos con nosotras esta noche -invitó Cailin. -Sí -dijo Casia. -Puedes volver a la ciudad por la mañana en mi litera, conmigo. Será un viaje más agradable que volver en la carreta con tus obreros, que huelen a cebolla y sudor.
Arcadio sintió un escalofrío al oír esta descripción tan gráfica y exacta.
– Me quedaré -dijo, y dio órdenes a su capataz de que se llevara a los hombres y regresara a Constantinopla. Luego volvió con las mujeres y dijo: -Los gladiadores llegaron ayer. Desfilaron por la ciudad con toda pompa, como si eso fuera necesario para estimular el interés por los juegos. El pueblo ya hervía de excitación. No puedo deciros cuántas mujeres se desmayaron al ver al campeón. Francamente, es la pieza masculina más magnífica que jamás he visto. Sería una lástima que le mataran, pero hasta ahora nadie lo ha conseguido.
Casia y Arcadio, gente de ciudad hasta la médula, conversaron animadamente toda la velada, llenando los oídos de Cailin con toda clase de cotilleos. Aunque era divertido, Cailin se sintió aliviada cuando por fin pudo acostarse. Por la mañana despidió a sus invitados. Se preguntó si tendría que involucrarse en los asuntos de la corte una vez ella y Aspar estuvieran casados. Tal vez Arcadio se equivocaba.
Por la tarde, nadó en el cálido y tranquilo mar y se tumbó desnuda en la playa, secándose al sol otoñal. La paz que reinaba era maravillosa y Cailin disfrutó de ella. Se quedó dormida y cuando despertó se sentía llena de renovadas energías y deseando que Aspar estuviera en casa de nuevo.