CAPÍTULO 02

– Con tantas muchachas encantadoras como hay en la provincia, ¿por qué Quinto se ha casado con Antonia Porcio? -preguntó Kyna a su esposo.

La boda de su primo se había celebrado por todo lo alto la mañana anterior en Corinio. Ahora regresaban a su villa, que se hallaba a unos treinta kilómetros de la ciudad; con seguridad un día de viaje. Gayo y sus hijos iban a caballo y las tres mujeres en un carro descubierto. Viajaban con un nutrido grupo de familias de villas cercanas. Los vecinos se habían unido para contratar un destacamento de soldados que les protegiera en el camino.

– Antonia es muy atractiva -respondió Gayo.

– No me refiero a eso -replicó Kyna con aspereza, -¡y lo sabes bien, Gayo! Quinto podía haber elegido a una muchacha virgen de buena familia. En cambio, se decidió por una mujer divorciada con dos hijos y un padre que no quiere soltar a su hija. Antonio Porcio no será un suegro fácil, como descubrió el pobre Sexto Escipión.

– Vamos, querida -dijo Gayo Druso, -sabes tan bien como yo que Quinto puso sus miras en Antonia por varias razones. Es rica y sus tierras están junto a las que yo le di a él. Hay poco misterio en esto. A Quinto se le prometieron tierras y esposa si venía a Britania. Por supuesto, yo tenía intención de que esa esposa fuera Cailin; pero como ella no le quiso (y si he de ser sincero, creo que ella y Quinto habrían hecho mala pareja), Quinto, con mucha sabiduría, eligió a Antonia. Es un hombre fuerte y podrá controlarla. Será un buen matrimonio.

– Forman una buena pareja -se atrevió a decir Cailin.

Su madre se echó a reír.

– Creerías que Quinto y Hécate hacen buena pareja si eso te hubiera salvado de casarte con él, hija. Bueno, ¿qué harás tú para encontrar pareja?

– Cuando conozca al hombre adecuado, madre, sabré -respondió Cailin con seguridad.

– ¿Por qué Antonia y Quinto te eligieron para ser su testigo, hermanita? -preguntó Flavio.

Cailin sonrió con falsa dulzura.

– Flavio, yo presenté a mi primo Quinto a mi querida amiga Antonia. Supongo que creen que, como hice de Cupido, soy responsable en parte de la felicidad que han hallado el uno en el otro.

– ¡Cailin! -exclamó su madre. -¿Tú los presentaste? No me lo habías dicho. Me preguntaba cómo se habían conocido aquel día.

– ¿No lo había mencionado, madre? Supongo que se me olvidó porque no me pareció importante. Sí, lo presenté yo. Fue en las Liberalias.

– ¡Intrigas como un druida! -dijo su madre.

– La abuela me dijo lo mismo -repuso Cailin con aire malicioso.

– Sí que lo dije -observó Brenna. -De tus tres hijos, ella es la que se parece más a los celtas. A Beriko le gustaría.

– Madre -dijo Cailin, -¿por qué Berikos desaprobaba que te casaras con padre?

Nunca pensaba en el padre de su madre como el «abuelo». Raras veces se le mencionaba en la casa, y ella nunca le había visto. Era un misterio para Cailin igual que ella lo habría sido para él.

– Mi padre es un hombre orgulloso -dijo Kyna. -Quizá demasiado. En tiempos pasados, los dobunios formaron parte de los poderosos celtas catuvellaunios. Un hijo de su gran jefe comió, Tincomio de nombre, trajo un grupo de seguidores a esta región hace muchos años. Se convirtieron en los dobunios. Tu abuelo desciende de Tincomio. Se siente orgulloso de su linaje y más orgulloso aún del hecho de que nadie de su familia hasta mí se había casado con un romano. Siempre ha odiado a los romanos, aunque por ninguna razón especial.

»Cuando vi a tu padre y me enamoré de él, Berikos se enfadó conmigo. Él ya había elegido un esposo para mí, un hombre llamado Carvilio. Pero yo no quería a Carvilio. Sólo quería a tu padre, y por eso Berikos me repudió. Yo le había avergonzado. Había avergonzado a los dobunios.

– Es un necio y siempre lo ha sido -masculló Brenna. -Cuando le llevaron el mensaje de que habían nacido los gemelos, una sonrisa lo traicionó por un instante pero luego frunció el entrecejo y dijo: «No tengo ninguna hija.» Sus otras esposas, Ceara, Bryna y esa pequeña tonta de Maeve, se pavoneaban y alardeaban de sus nietos, pero yo, con mi única hija exiliada, no podía decir una sola palabra. En realidad, ¿qué podía decir? Ni siquiera había visto a los niños.

– Pero si Berikos tenía otras tres esposas y otros hijos -preguntó Cailin a Brenna, -¿por qué se enfadó tanto al seguir madre el impulso de su corazón? ¿No quería que fuera feliz?

– Berikos ha sido padre de diez hijos de sus otras esposas, pero mi hija era la única hembra. Kyna era la preferida de su padre, por eso la dejó marchar y por eso nunca pudo perdonarle que renunciara a su herencia.

»Sin embargo, cuando tú naciste, la dije a Berikos que si no podía perdonar a tu madre por casarse con un britano-romano, yo abandonaría la tribu para estar con mi hija. Él tenía otros nietos, pero yo sólo tenía a los hijos de tu madre. No era justo que él me impidiera tener un lugar junto al hogar de mi hija o el derecho de mecer a mis nietos en mis brazos. De eso hace catorce años. Jamás he lamentado mi decisión. Soy más feliz con mi hija y su familia de lo que jamás fui con Berikos y su insufrible orgullo.

Kyna cogió la mano de su madre y le dio un apretón mientras ambas se miraban sonrientes. Luego Brenna dio unas palmaditas cariñosas en la mejilla de Cailin.


La boda de Quinto se había celebrado en las Calenda de junio. Para sorpresa de todos, incluido él mismo, resultó un administrador de sus fincas muy apto, incluso de la amplia parte de su esposa. La villa junto al río le pareció que estaba en mal estado y la hizo demoler. Los campos que formaban parte de la propiedad ahora prosperaban con grano sembrado. El huerto medraba, Quinto, confortable en la lujosa villa de su esposa, engordó. Su devoción hacia Antonia era asombrosa. Aunque tenía derecho a llevarse a la cama a cualquier esclava que le gustara, no lo hacía. Sus hijastros le temían y respetaban, como los hijos de cualquier hombre respetable. Sus esclavos no hallaban motivos de murmuración en su amo. Y en cuanto a Antonia, a principios de otoño estaba encinta.

– Es asombroso -dijo Gayo a su esposa. -La pobre Honoria Porcio, con todos sus años de matrimonio, sólo pudo tener un hijo; sin embargo su hija madura como un melón cada vez que un marido cruza la puerta de su casa. Bueno, debo admitir que Cailin fue una buena casamentera. Mi primo Manió debería estarme muy agradecido por la suerte de su hijo.

Sin embargo, Quinto Druso no era el hombre que aparentaba ser. Su buena fortuna no le había proporcionado más que ansias de poseer más. El gobierno se estaba desmoronando con las propias ciudades. Él vio que pronto no habría un gobierno central. Cuando eso sucediera, los ricos y poderosos serían quienes controlaran Britania. Quinto Druso había decidido que, llegado el momento, él sería el hombre más rico y poderoso de Corinio y alrededores. Contemplaba con ambición las fincas de su primo, Gayo Druso Corinio.

Recientemente, Antonia había estado hablándole de posibles parejas para sus primos Tito y Flavio, quienes ya retozaban con las esclavas en casa de su padre. Corría el rumor de que uno de ellos -nadie estaba seguro de cuál, pues tenían las facciones idénticas- había dejado embarazada a una de ellas. Sus bodas significarían que pronto habría niños; otra generación de herederos para la propiedad de Gayo Druso Corinio.

Y estaba Cailin. Sus padres pronto le buscarían marido. Ella también celebraría su cumpleaños en primavera. Con quince años ya tenía edad suficiente para casarse. Un marido poderoso aliado con el primo Gayo… esa idea no agradaba a Quinto Druso. Él quería las tierras que pertenecían a su benefactor, y cuanto antes las consiguiera menos complicaciones habría. La única cuestión que le quedaba por decidir era cómo alcanzar su objetivo sin que nadie se diera cuenta.

Habría que deshacerse de Gayo y su familia, pero ¿cómo hacerlo? Nadie debía sospechar de él. No. Él sería quien más lloraría en los funerales de Gayo Druso Corinio y su familia… y el único que quedaría para heredar las propiedades de su primo. Quinto sonrió para sí. Al final poseería mucha más riqueza que cualquiera de sus hermanos en Roma. Pensó en cómo se había resistido a la idea de venir a Britania; sin embargo, de haber venido habría perdido la mayor oportunidad su vida.

– Pareces muy contento, amor mío -dijo Antonia, sonriéndole mientras yacían en la cama.

– Cómo no iba a estarlo, cariño -respondió Quinto Druso a su esposa. -Te tengo a ti y mucho más. -Le puso una mano sobre el abultado vientre Es el primero de una gran casa, Antonia.

– ¡Oh, sí! -exclamó ella, cogiéndole la mano y besándola.

«Los hijos de Antonia…», pensó mientras acariciaba con ternura a su adorada esposa. Eran jóvenes muy frágiles. El más leve asomo de enfermedad se los llevaría. Realmente parecía una vergüenza que los hijos de Sexto Escipión hubieran de tener, algún día, al suyo. Pero, por supuesto, Antonia no permitiría que fueran desheredados. Aunque no era la mejor de madres, adoraba a sus hijos. Aun así, podría suceder alguna desgracia, pensó Quinto Druso. Cualquier cosa.


El hijo de Quinto Druso nació en las Calendas de marzo, exactamente nueve meses después de que sus padres se hubieran casado. El niño era robusto y estaba sano. Sin embargo, la alegría de Antonia duró poco pues a la mañana siguiente los dos hijos habidos de matrimonio con Sexto Escipión fueron hallados ahogados en el estanque con peces del atrio. Las dos esclavas asignadas a vigilar a los niños fueron encontradas en circunstancias de lo más comprometedoras: desnudas, entrelazadas en un lascivo abrazo y ebrias. No hubo defensa para su crimen. Ambas fueron estranguladas y enterradas antes de que acabara aquel fatídico día. El dolor provocó el desquicio de Antonia.

– Le llamaré Póstumo en honor a sus hermanos -declaró con aire dramático y grandes lágrimas resbalándole por las mejillas mientras contemplaba al recién nacido. -Qué trágico resulta que jamás pueda conocerles.

– Se llamará Quinto Druso el joven -le dijo su esposo, colocándole dos gruesos brazaletes de oro en el brazo mientras le daba un breve beso. -No debes afligirte, cariño. La leche no te subirá si lo haces. No permitiré que mi hijo chupe las tetas de una esclava. Ellas no están tan sanas como la propia madre. Livia, mi madre, siempre lo decía. Ella nos crió a mi hermano, a mi hermana y a mí hasta que tuvimos más de cuatro años. -Alargó el brazo y colocó una mano debajo de un pecho de Antonia diciendo con un deje de advertencia en la voz: -No prives a mi hijo, Antonia, de lo que le corresponde. Los hijos de Sexto Escipión eran inocentes, y como tales ahora están con los dioses. No puedes hacer nada por ellos, cariño. Deja de pensar en ellos y ocúpate del hijo vivo que los dioses se han complacido en darnos.

Se inclinó sobre ella y la besó en los labios otra vez.

La niñera cogió al bebé de brazos de Antonia. Dejó al niño a los pies de su padre. Quinto Druso tomó el bulto en sus brazos, reconociendo así que el hijo era suyo. Este formal reconocimiento simbólico significaba que el recién nacido era admitido en aquella familia romana con todos sus derechos y privilegios. Nueve días después de nacer, Quinto Druso el joven recibiría su nombre oficialmente en una gran celebración familiar.

– Recordarás lo que te he dicho, ¿verdad? -dijo Quinto Druso a su esposa mientras devolvía el bebé a la niñera y se ponía en pie. -Nuestro hijo debe ser lo primero.

Antonia asintió, los ojos azules abiertos de par en par por la sorpresa. Ésa era una faceta de su marido que había visto y, de pronto, sintió miedo. Quinto había sido siempre muy indulgente con ella. Ahora parecía que colocaba a su hijo por delante de ella. Él la miró y sonrió.

– Estoy satisfecho contigo, Antonia. Han sido unos momentos terribles para ti, pero has de ser valiente. Eres la madre adecuada para mis hijos.

Salió del dormitorio y se encaminó a la biblioteca. La casa se hallaba en silencio, ahora que sus hijastros no correteaban de un lado a otro. En cierto modo era triste, pero al cabo de unos años en la villa volverían a oírse risas y gritos infantiles. Los de sus propios hijos. Una lámpara ardía sobre la mesa cuando entró en su santuario particular; una vez dentro, cerró la puerta con firmeza. Sólo la emergencia más grave haría que alguien le molestara cuando aquella puerta estaba cerrada. Después de casarse con Antonia había inculcado a los criados, que aquella habitación era su sancta sanctorum. Nadie debía entrar en ella sin su consentimiento expreso.

– Lo habéis hecho muy bien -dijo a los dos hombres que ahora salieron de las sombras de la habitación.

– Ha sido fácil, amo -dijo el de mayor estatura. -Esas dos niñeras no nos han dado ningún problema. Un poco de vino con narcótico, joder un poco, otro poco de vino, un poco más de…

– ¡Sí, claro! -interrumpió Quinto Druso impaciente. -El cuadro que me pintas es bastante explícito. Háblame de los niños. ¿Os han dado algún problema? ¿No han gritado? No quiero que más adelante aparezca algún testigo.

– Les estrangulamos en la cama, mientras dormían, amo. Después colocamos los cuerpos en el estanque del atrio. Nadie nos vio, os lo garantizo. Era plena noche y todos dormían. Antes de acabar con los niños preparamos la escena. Tenían un aspecto horrible, esas chicas -prosiguió el hombre alto y rió con aire obsceno.

– Nos prometisteis la libertad -dijo el otro hombre a Quinto Druso. -¿Cuándo nos la daréis? Hemos hecho lo que pedisteis.

– Os dije que debías realizar dos tareas para mí-fue la respuesta de Quinto Druso. -Esta no es más que la primera.

– ¿Cuál es la segunda? ¡Queremos nuestra libertad! -repuso el hombre alto.

– Eres impaciente, Cato -dijo Quinto Druso, observando su expresión de disgusto. Le divertía dar a sus esclavos nombres dignos, de sonido elegante. -Dentro de nueve días mi hijo recibirá su nombre formalmente y se celebrará una ceremonia de purificación. Es un acontecimiento familiar que se celebra dentro de casa. Vendrá mi suegro de Corinio y mi primo Gayo y su familia de su villa cercana. Quiero que estudiéis bien a mi primo y a su familia.

»En mayo hay un festival céltico. Esa noche, desde que se pone el sol hasta que amanece, Gayo Druso concede libertad a sus esclavos. Tengo intención de seguir la misma costumbre. Esa noche eliminaréis a mi primo y a su familia. Como incentivo extra, podéis robar el oro de mi primo de un escondrijo que yo os revelaré oportunamente. Con el alboroto que se formará tardaré varios días en descubrir que aquellos dos nuevos esclavos de Galia que compré hace poco han desaparecido. ¿Comprendéis?

Miró fríamente a los dos hombres, preguntándose si habría alguna manera de eliminarles a ellos también y ahorrarse la posibilidad de ser descubierto algún día. No. Tendría que confiar en ellos. Si sabía juzgar bien a los hombres, huirían como alma que llevan los demonios para regresar a Galia.

– Beltane -dijo Cato.

– ¿Beltane? -repitió Quinto Druso perplejo. -Es el festival céltico que habéis mencionado. Se celebra el primer día de mayo, amo. No hay ningún otro festival importante de primavera.

– Muy apropiado -dijo Quinto Druso con un; breve sonrisa. -Me casé con mi esposa en las Calenda de junio y nuestro hijo nació en las de marzo. Ahora en las de mayo iniciaré el camino de mi destino. Cree que el uno es mi número de la suerte. -Miró a los dos galos. -Apagaré la luz un momento. Salid por el jardín y comportaos. ¡Los dos! Debéis tener fácil acceso a la casa cuando mi primo y su familia estén aquí. Si causáis dificultades, el mayordomo os enviará a los campos, y allí no me servís de nada.

Por la mañana, Quinto Druso envió mensajeros; su suegro en Corinio y a su primo Gayo, invitándole: a ir a su casa, el día de la imposición del nombre y la purificación del nuevo Druso.

Hasta que llegaron para la celebración Gayo Druso Corinio y su familia no se enteraron de la muerte de los dos hijos mayores de Antonia.

– Oh, querida -exclamó Kyna, besando a la joven en ambas mejillas. -Lo siento terriblemente. ¿Por qué no enviaste a buscarme? Mi madre y yo habríamos venido. Y Cailin también. No es bueno que una mujer esté sola en momentos de tanto dolor.

– No era necesario -dijo Antonia con suavidad. -Mis pequeños están a salvo con los dioses. Quinto me lo ha asegurado. No puedo hacer nada por ellos. Debo pensar en el bebé. Quinto no quiere que una esclava lo críe. No puedo disgustarme o dejaré de tener leche. Eso enfadaría mucho a Quinto, y se porta tan bien conmigo que no quiero que eso suceda.

– La tiene hipnotizada -observó Cailin con desagrado.

– Está enamorada de él -respondió Kyna.

– Creo que ha sido muy oportuna la muerte de los dos hijos de Sexto Escipión -comentó Cailin con voz suave.

Kyna se sorprendió.

– ¡Cailin! ¿Qué insinúas? ¿No estarás acusando a Quinto Druso de algún acto no natural? Quería a esos chiquillos y era un buen padrastro para ellos.

– No acuso a nadie de nada, madre -se defendió Cailin. -Simplemente he observado lo oportuno que ha sido que los hijos de Antonia hayan fallecido. Debes admitir que ello favorece el que el único hijo de Quinto lo herede todo.

– ¿Por qué cuando hablas de Quinto -preguntó Kyna a su hija- tus pensamientos siempre son lúgubres, Cailin?

La muchacha hizo un gesto de negación.

– No lo sé -respondió con sinceridad. -Una voz dentro de mí me previene contra un peligro indefinido. Creía que cuando se casara con Antonia esa sensación se evaporaría, pero no ha sido así. En todo caso, se hace más fuerte cada vez que estoy en presencia de Quinto.

– ¿Quizá estás celosa de su matrimonio? -sondeó Kyna. -¿Es posible que lamentes tu decisión de no casarte con él?

– ¿Estás loca, madre?

La expresión de disgusto en el bello rostro de Cailin indicó a Kyna que se equivocaba por completo.

– Sólo preguntaba -dijo Kyna con tono de disculpa. -A veces lamentamos lo que hemos rechazado o despreciado.

Fueron llamadas al atrio, donde estaba preparado el altar familiar. Con orgullo, Quinto Druso otorgó su propio nombre a su hijo. Con suavidad, colgó una hermosa bullae de oro tallado en el cuello del bebé. El medallón, cerrado por un ancho muelle, contenía un poderoso amuleto entre sus dos mitades que protegería a quien lo llevara hasta que se hiciera hombre. Con la dignidad del patriarca de una gran familia, Quinto Druso entonó plegarias a los dioses, y a Marte en particular, pues se hallaban en el mes de marzo. Oró para que Quinto Druso el joven tuviera una vida larga y feliz. Luego sacrificó un cordero, nacido el mismo día que su hijo, y dos palomas blancas en honor a los dioses para que sus plegarias fueran atendidas favorablemente.

Una vez finalizada la ceremonia religiosa, comenzó la celebración y la fiesta. Cada miembro de la familia de Gayo Druso había traído un crepundia al bebé. Estos eran juguetes de oro o plata en forma de animales, peces, espadas, flores o herramientas, que se unían a una cadena y se colgaban del cuello del pequeño para que se divirtiera con su tintineo. Eran los regalos tradicionales del día de la purificación y del nombre del niño.

Quinto Druso estaba de buen humor. Compartiendo vino con sus primos Tito y Flavio, bromeó con ellos.

– He oído decir que cierta esclava de la villa de vuestro padre está madurando como un melón. ¿Quién es el responsable, eh?

Los gemelos se sonrojaron y luego rieron con aire de complicidad.

– No estamos seguros -admitió Flavio. -Siguiendo la costumbre de nuestra infancia, lo compartimos todo.

– Madre está muy enfadada con nosotros. Dice que van a casarnos antes de que termine el verano para que no provoquemos ningún escándalo -dijo Tito a su primo de más edad. -La chica ha abortado, y por eso nunca sabremos quién era el padre, aunque quizá tampoco lo habríamos sabido nunca.

– Y padre dice que no metamos nuestro cubo en más pozos, por muy dulce que sea el agua -añadió Flavio.

– ¿Y ya os han elegido novia, primos? -preguntó Quinto.

– Todavía no -respondió Tito. -Padre quiere ir un poco más lejos de Corinio. Dice que es hora de que entre sangre fresca en la familia. Me parece que no le gustan las chicas disponibles de por aquí.

– La selección no es particularmente fantástica -observó Quinto. -Yo tuve suerte con mi querida Antonia. Ojalá los dioses os brinden la misma fortuna, jóvenes primos, y yo pueda celebrar el día del nombre de todos vuestros hijos.

Alzó su copa y bebió.

Ellos brindaron a su vez.

– ¿Y qué hay de Cailin? -preguntó Quinto. -¿Se casará pronto? Cada día está más guapa. -Miró al otro lado de la habitación, donde Cailin estaba sentada con Antonia. -Si no me hubiera enamorado de Antonia a primera vista, habría desesperado por perder a vuestra encantadora hermana. Quienquiera que sea el hombre a quien elija será afortunado.

– Parece que no hay ningún hombre que atraiga a nuestra hermana -dijo Flavio. -Me pregunto si realmente existe algún hombre capaz de ello. A veces nuestra hermana es un poco rara. Tiene más sangre celta que romana. Sería una lástima que muriese virgen.

– ¿Más vino, amo? -preguntó un esclavo junto a Quinto.

– Sí, Cato, gracias. Y llena también las copas de mis primos -añadió jovialmente.


La noche de Beltane, las hogueras resplandecían en todas las colinas de la provincia. La celebración céltica en honor de la nueva estación era compartida por todos. Las barreras de clase parecían desaparecer y los hombres y mujeres, libres y esclavos, danzaban juntos y compartían copas de hidromiel alrededor de las hogueras.

Gayo Druso Corinio acababa de hacer el amor con su esposa en la intimidad de su casa vacía cuando le pareció oír un ruido. Se levantó y salió al atrio a investigar. No vio a los dos intrusos que aparecieron por detrás de él y le estrangularon con rapidez.

Kyna no se enteró de que el ruido que había oído era el cuerpo de su esposo al caer al suelo. Se levantó y, cuando se hallaba en medio del dormitorio, éste fue invadido por dos hombres.

– Te dije que era una belleza -dijo el más alto.

Era fácil adivinar sus intenciones. Aterrada, Kyna retrocedió.

– Soy la joya de Berikos, jefe de los dobunios -logró decir, aunque el miedo le atenazaba la garganta.

El hombre más alto agarró a Kyna y la besó soezmente. Kyna forcejeó con su atacante como una leona, arañándole y escupiéndole. Riendo, el hombre la empujó sobre la cama y se echó encima de ella, levantándole la túnica de dormir. El otro hombre se puso junto a su cabeza y silenció sus gritos con la mano. Kyna rogó a los dioses tener una muerte rápida.

Brenna regresó pronto a la villa. Había estado haciendo de carabina de Cailin en la celebración, pero su nieta en realidad no la necesitaba. No había nadie que gustara a Cailin y, además, la muchacha no huiría en la oscuridad con ningún hombre. Simplemente se divertía bailando y cantando.

Brenna tropezó con algo en el oscuro atrio. Se agachó y reconoció con horror el rostro de su yerno. Éste tenía el rostro azulado y estaba muerto. Empezó a temblar. Con gran esfuerzo, se puso en pie y luego, con el corazón desbocado, corrió al dormitorio de su hija. Kyna yacía desnuda, con las piernas separadas entre un revoltijo de sábanas ensangrentadas. Brenna se desplomó en el suelo sin siquiera darse cuenta de que le habían dado un golpe.

– La vieja sin duda ha sido fácil -señaló Cato con indiferencia.

– Pero con la joven ha sido más divertido -dijo su compañero. -Qué manera de pelear. Pero la mejor será la chica. Juguémonos a los dados quién se lleva su virginidad y quién se queda con las sobras antes de matarla.

Tito y Flavio Druso Corinio, que regresaron a casa ebrios de hidromiel, no vieron a sus asesinos. Les resultó fácil tenderles una emboscada; rápidamente les cortaron el cuello y luego arrastraron sus cuerpos, junto con el del padre, al dormitorio de éste, donde Cailin no pudiera tropezar con ellos.

Los dos galos esperaron. Los minutos se convirtieron en una hora y en otra.

– ¿Dónde demonios está esa chica? -gruñó el esclavo más bajo.

– No podemos esperar más -dijo Cato. Señaló hacia la ventana. -El cielo ya se está iluminando con la aurora. Hemos de prender fuego a la casa para que parezca otra hoguera de Beltane y marcharnos de aquí antes de que vuelvan los criados. La chica no merece que nos atrapen. ¿Crees que Quinto Druso nos dejará en libertad si lo hacemos? Un hombre capaz de asesinar a sus hijastros para que no puedan heredar de él, y capaz de asesinar a la familia de su primo para conseguir tierras, no es un hombre que te ayude en un momento de necesidad. En realidad sospecho que nos mataría también si pudiera. El oro que nos prometió está en un escondrijo dentro de la estatua de Juno en la alcoba. Cógela y marchémonos. No confío en que esa escoria romana nos dé muchos días de ventaja. Mañana nos hará perseguir. Pero le engañaremos. No nos dirigiremos a Galia sino a Irlanda.

Brenna yacía inmóvil, escuchando sus palabras. Rogaba que no se dieran cuenta de que aún se hallaba con vida. Cuando se hubieran ido, correría a informar a Cailin de la matanza. Ahogó un gemido mordiéndose el labio. La cabeza le dolía terriblemente. Sabía que había perdido mucha sangre, pero si los dioses le concedían tan sólo el seguir viva lo suficiente para vengar a Kyna y al resto de su familia, jamás volvería a pedirles nada

Brenna percibió el olor a humo procedente de cama y las colgaduras de gasa de la ventana que ardían. Oyó ruido de pasos que se alejaban de ella. Vio los dos pares de botas cuando los asesinos salieron por la puerta, dejándola entreabierta con las prisas. No se movió Era preciso estar segura de que los dos hombres se habían ido.

Pronto el dormitorio empezó a llenarse de humo denso. Jadeando, con los pulmones abrasados a causa del acre olor, Brenna comprendió que no podía seguir allí. Despacio y dolorosamente, la cabeza dando vueltas, se arrastró hacia la puerta abierta y salió a atrio. Allí no había muebles que pudieran arder como en la otra estancia. Aunque el atrio se estaba llenando rápidamente de humo espeso y negro, supo encontrar el camino hacia la puerta. Casi vencida por las náuseas se apoyó contra una columna y le entraron arcadas secos espasmos, pero con gran esfuerzo se puso en pie Con voluntad de hierro, Brenna cruzó tambaleándose el atrio hasta la entrada principal de la casa. Abrió puerta y salió con paso inseguro a la fría y húmeda noche y cayó al suelo a unos metros de la villa.

No había nadie a la vista. Los asesinos se habían marchado. Brenna aspiró el aire puro para limpiarse los pulmones. Sobre ella una luna llena iluminaba plácida mente la escena de la matanza. ¡Tenía que encontrar Cailin!

Pero fue Cailin quien la encontró a ella, pues en ese momento se acercaba corriendo por el camino, su largo pelo ondeando al viento. Al ver a su abuela en el suelo se precipitó a su lado.

– ¡Abuela! ¡La casa está ardiendo! ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde están padre y madre? ¿Y mis hermanos? -Cogió a la anciana por los brazos y la incorporó. Brenna gimió. -¿Estás herida, abuela? ¿Por qué no viene nadie a ayudar? ¿Por qué los esclavos no han regresado de la fiesta?

– ¡Vete, mi niña! ¡Tenemos que alejarnos de la villa! ¡Estamos en peligro mortal! ¡Ayúdame! ¡Deprisa!

– ¿Y la familia? -volvió a preguntar Cailin, intuyendo ya la respuesta.

– Muertos. Todos. Ahora vamos, ayúdame. Aquí no estamos a salvo, Cailin. Debes creerme, querida mía -insistió Brenna entre sollozos.

– ¿Por qué no podemos esperar a que regresen los esclavos? Debemos informar a las autoridades -dijo Cailin con desesperación.

Brenna miró a su nieta a la cara.

– Ahora no tengo tiempo de explicártelo. Debes confiar en mí si deseas vivir muchos años. Vamos, ayúdame. Estoy débil porque he perdido mucha sangre, y tenemos que marcharnos para ponernos a salvo.

Cailin se asustó.

– ¿Adónde vamos, abuela?

– Sólo podemos acudir a un sitio, mi niña. A los dobunios. A tu abuelo, Berikos. Sólo él puede salvarnos. -Cogió a su nieta por el brazo y echó a andar trabajosamente. -Sólo está a unos kilómetros, aunque no lo sabías. Toda tu vida has vivido a pocos kilómetros de Berikos y no lo sabías.

Entonces Brenna dejó de hablar, comprendiendo que necesitaba dosificar sus fuerzas si quería llegar viva a su destino. Berikos debía saber lo que había sucedido. Después, si los dioses lo deseaban, moriría. Pero Berikos tenía que saberlo.

– No conozco el camino -gimió Cailin. -¿Puedes enseñarme el camino, abuela?

La anciana asintió.

Abandonaron el sendero y Brenna condujo a su nieta por las colinas. Cruzaron un pequeño y espeso bosque iluminado por la brillante luna. La noche era silenciosa. De vez en cuando un pájaro lanzaba un trine nervioso, anticipando el amanecer. En ocasiones descansaban, pero Brenna no se atrevía a detenerse mucho rato. No temía que las persiguieran sino su propia muerte. Cruzaron una gran pradera donde unos ciervos pacían bajo la luz de la madrugada y luego penetraron en otro bosque. El cielo se estaba iluminando paulatinamente. Llevaban recorridos varios kilómetros, y Cailin tenía la sensación de que ascendían.

– ¿Queda aún muy lejos, abuela? -preguntó Cailin tras varias horas de caminar mayormente cuesta arriba. Se sentía agotada pues no estaba acostumbrada a hacer ejercicio físico. E imaginaba cómo debía de sentirse la anciana. Hacía mucho tiempo que Brenna no recorría aquella distancia, y sin duda jamás en aquel precario estado de salud.

– No mucho, hija. La aldea de tu abuelo está al otro lado de este bosque.

El bosque empezó a ralear y el horizonte estaba brillante de color cuando salieron al claro. Ante ellas se alzaba una pequeña colina en cuya cima se encontraba la aldea dobunia. De pronto apareció un joven delante de ellas. Era evidente que había estado vigilando y le sorprendía ver a alguien tan temprano. Su rostro se iluminó cuando reconoció a la anciana.

– ¡Brenna! ¿Realmente eres tú?

– Lo soy, Corio -respondió la anciana, y las rodillas se le doblaron.

– ¡Ayudadme, señor! -exclamó Cailin tratando en vano de sostener en pie a su abuela.

Corio, tras su asombro inicial al ver a Brenna, se precipitó a coger en brazos a la mujer desvanecida.

– Sígueme -indicó a Cailin, y sin volver a mirarla inició un rápido ascenso de la colina.

Cailin se apresuraba detrás de él, el rostro crispado de preocupación. Sin embargo, sentía curiosidad y observó que la colina estaba cercada por tres muros de piedra. Después del tercero entraron en la aldea. Corio se encaminó directamente a la casa más grande, y Cailin le siguió, entrando en una gran sala. Una mujer, de al menos un metro ochenta de estatura y vestida con una túnica azul oscuro, se acercó a ellos. Echó una breve mirada a Cailin, pareció reconocerla y luego miró la carga que llevaba Corio.

– Es Brenna, abuela, y está herida -dijo Corio.

– Ponla allí, en el banco junto a la chimenea -ordenó la anciana. -Luego ve a buscar mis medicinas. -Miró a Cailin. -¿Eres quisquillosa o puedes ayudar?

– Decidme lo que tengo que hacer -respondió Cailin.

– Soy Ceara, la primera esposa de Berikos -dijo la mujer. -Tú eres la hija de Kyna, ¿verdad? Te pareces a ella.

– Sí, soy la hija de Kyna. Me llamo Cailin. -Los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas. -¿Morirá la abuela?

– Todavía no lo sé -contestó Ceara. -¿Qué ha sucedido?

Cailin hizo un gesto de negación.

– No lo sé. Al regresar del festival de Beltane he encontrado la casa en llamas y a la abuela en el suelo, en la calle. Dice que mi familia ha muerto, pero no sé nada más. Ha insistido en que viniéramos aquí. Ni siquiera me ha dejado informar a las autoridades o esperar a que los esclavos regresaran de su día de fiesta.

– ¡Berikos! -llamó Brenna con voz ronca. -¡Tengo que hablar con Berikos!

Hizo esfuerzos por levantarse del banco donde yacía.

– Has de quedarte quieta, Brenna -le dijo Ceara. -Enviaré a buscar a Berikos, pero si insistes en moverte no vivirás para hablar con él. Ahora descansa.

– ¡Ceara! ¿Qué me han dicho? ¿Brenna ha regresado?

Otra mujer, no tan alta como Ceara pero más que Cailin, se reunió con ellas. Tenía el rostro más bonito dulce que Cailin recordaba haber visto. Había algo fa miliar en él, y sin embargo Cailin no sabía qué era. Ahora ese rostro se frunció de inquietud cuando se inclinó sobre la anciana. Sus ojos azules se llenaron de lágrimas.

– ¡Brenna! ¡Eres tú! ¡Creí que jamás volvería a vertí -Maeve… -balbuceó Brenna, pero Cailin percibió afecto en su tono. -Veo que sigues siendo una tonta.

Maeve se inclinó y besó la frente de la mujer herida.

– Y tú sigues siendo terca y orgullosa, hermana.

– ¿Hermana?

Cailin miró a Ceara.

– Maeve es la hermana menor de tu abuela. ¿No lo sabías? No, ya veo que no.

– ¿Por qué la abuela la llama tonta? -pregunto Cailin, dándose cuenta de que el rostro familiar de Maeve era una versión un poco más joven del de Brenna.

– Tu abuela y Berikos no formaban una buena pareja -dijo Ceara. -Se casaron con prisas por la terrible lujuria que sentían el uno por el otro. Cuando lo comprendieron, tu abuela estaba encinta. Varios años más tarde tu abuelo se enamoró verdaderamente de Maeve y ella de él. Brenna quedó horrorizada. Temía que la historia se repitiera y adoraba a su hermana, que tiene cinco años menos. Rogó a Maeve que no se casara con Berikos, pero Maeve no la escuchó. Brenna la llamó tonta y desde entonces siempre la ha llamado así, a pesar de que el matrimonio de Maeve y Berikos resultó satisfactorio. -Ceara se volvió hacia la otra mujer. -Ve a buscar a Berikos, Maeve. Está en casa de ella.

Corio regresó con la cesta de medicinas de su abuela y Ceara inició la tarea de examinar la herida de Brenna. Cortó un poco del espeso cabello blanco de la anciana, meneando la cabeza al ver el tamaño de la herida. Aquello era más grave de lo que imaginaba. El pelo de Brenna estaba apelmazado a causa de la hemorragia. El hueso del cráneo estaba abierto y faltaba una astilla. Ceara ni siquiera estaba segura de poder cerrar la herida. La naturaleza tendría que encargarse de ello. Con suavidad, limpió la herida con vino, dando un respingo cada vez que Brenna gemía. Espolvoreó los polvos curativos sobre la herida y luego la vendó con musgo seco y limpio. Nunca se había sentido tan impotente.

La muchacha había permanecido a su lado, pasándole lo que necesitaba y sin hacer ninguna mueca. Su presencia parecía calmar a Brenna. Ceara creía que sólo el descanso, el tiempo y la voluntad de los dioses podrían hacer algo.

Corio se había marchado de la sala y ahora regresó con un pequeño cuenco. Se lo entregó a su abuela.

– He creído que quizá querrías esto para Brenna -dijo.

Ella le sonrió con aire aprobador.

– Sí, es exactamente lo que necesita. Toma, Brenna, bebe. Te dará fuerzas. Ayúdala a incorporarse un poco, Cailin.

Cailin se sentó en el banco detrás de su abuela y la incorporó con suavidad.

– ¿Qué es lo que bebe? -preguntó, observando que Brenna tomaba el líquido rojizo casi con avidez.

– Sangre de vaca -respondió Ceara. -Es nutritiva y ayudará a Brenna a reconstruir su sangre.

Ceara contuvo una sonrisa al ver la cara de asco de Cailin. Al menos no se había desmayado.

– ¡Ceara! -atronó una voz profunda. -¿Qué ocurre? ¿Es cierto lo que me ha dicho Maeve?

Cailin levantó la mirada. Un hombre alto de cabello y bigote blancos como la nieve había entrado en sala. Iba envuelto en una túnica de lana de color ve oscuro bordada con hilos de oro en el cuello y las m gas. Alrededor del cuello lucía un extraordinario como de oro con esmaltes verdes. El hombre se acero grandes pasos al banco donde Brenna yacía y la miro

– Salve, Berikos -saludó Brenna burlona.

– De modo que has vuelto -dijo éste con serenidad. -¿A qué debemos este honor, Brenna? Creí que no volvería a verte.

– Ni yo a ti. Te has hecho viejo, Berikos -dijo Brenna. -No estaría aquí de no ser por Cailin. Había muerto en el bosque antes que venir aquí de no ser por tu nieta. Estoy aquí por ella, Berikos, no por mí.

– No tenemos ninguna nieta en común -repuso.

– ¡Berikos! -exclamó Ceara con aspereza. -No insistas en tu terquedad sobre este asunto. Kyna ha muerto.

Una expresión de pesar cruzó fugazmente el rostro del anciano.

– ¿Cómo? -preguntó con voz inexpresiva p que nadie pudiera advertir su dolor.

– Anoche fui con Cailin a ver los fuegos de Beltane -comenzó Brenna, -pero me cansé y regrese pronto a casa. En el atrio de la villa tropecé con el cadáver de nuestro yerno, Gayo Druso. Corrí al dormitorio de Kyna y la encontré muerta sobre la cama, desfigurada y flagelada. Ni siquiera sentí el golpe que me derribó. Cuando recuperé el sentido, vi los cuerpos Gayo y de nuestros nietos, Tito y Flavio, cerca de ahí. Los asesinos esperaban a Cailin.

– ¡Quinto Druso! -exclamó Cailin, con el rostro lívido.

– Sí, hija mía, tu voz interior no se equivocaba. Brenna miró a Berikos y siguió relatando la horrible historia.

– ¿Y tu cacareado magistrado romano de Corinio? -le preguntó Berikos con mordacidad cuando hubo terminado. -¿Ya no existe la justicia romana?

– El magistrado jefe de Corinio es el suegro de Quinto Druso -dijo Brenna. -¿Qué posibilidades hubiese tenido Cailin contra él?

– ¿Qué quieres de mí, Brenna?

– Quiero tu protección, Berikos, aunque me duele pedirlo. Tu protección para Cailin y para mí. Los esclavos todavía no habían llegado a la villa cuando ocurrió todo. Nadie sabe que hemos sobrevivido ni nadie debe saberlo. Cailin es tu nieta y no puedes negarle tu ayuda. No sé si sobreviviré, estoy herida y me duelen los pulmones debido al humo que inhalé. Necesité todas mis fuerzas para traer a Cailin hasta aquí.

Berikos permanecía serio y callado.

– Tendréis la protección de la tribu -dijo por fin Ceara. Cuando su esposo la miró furioso, añadió: -Brenna sigue siendo tu esposa, Berikos; la madre de tu única hija. Cailin es tu nieta. No puedes negarles refugio ni protección según nuestras leyes, ¿o has olvidado esas leyes a causa de tu lujuria por Brigit?

– Aceptaré vuestra hospitalidad sólo mientras viva mi abuela -dijo Cailin con ceño. -Cuando haya cruzado la puerta de la muerte para ir a su próxima vida, me abriré camino en el mundo yo sola. No os conozco. Berikos de los dobunios, y no os necesito.

Una leve sonrisa curvó la boca del anciano. Con fríos ojos azules observó a Cailin por primera vez desde que había entrado en la estancia.

– Palabras valientes, pequeña zorra mestiza -dijo, -pero me pregunto cómo te han preparado tus costumbres romanas para sobrevivir en este duro mundo.

– No tengo miedo -afirmó Cailin desafiante -puedo aprender. También os recordaré que soy britana, Berikos. Nací aquí, igual que mis padres y abuelos por ambas partes durante generaciones a que yo. Me han educado en el respeto a mis mayores pero no pongáis a prueba mi paciencia o no podréis ocultaros tras el muro de vuestros muchos años.

Berikos alzó la mano pero al punto la bajó sorprendido por la firmeza que vio en la mirada de la muchacha. No era tan alta como una dobunia, pero tampoco era menuda. Le recordaba a Kyna en muchos aspectos pero su espíritu era sin duda el de su abuela. Ese espíritu que le había atraído hacia Brenna al principio, lamentablemente, no había sido capaz de vivir con ella, no logró amansar a Brenna. Ahora sospechaba que aquella muchacha era igual. Cailin, su nieta. Ella una espina en su corazón, pero no podía hacer cosa sino concederle protección y refugio.

– Puedes quedarte -anunció.

Se volvió con brusquedad y se alejó.

Brenna se apoyó en Cailin.

– Estoy cansada -dijo.

– Corio -llamó Ceara, -lleva a Brenna al estar para dormir junto al foso del fuego. Allí estará cómoda y caliente. Ve con ella, hija. Cuando la hayáis instalado, volved. Os daré de comer. Debes de estar hambrienta después del viaje y el dolor de todo lo ocurrido.

El joven levantó a Brenna en brazos suavemente cruzó la sala. Con cuidado la tendió en el espacio dormir. Cailin tapó a su abuela con una piel de cordero, abrigándole los hombros. Exhaló un hondo sus con expresión preocupada, pero Brenna no la vio, estaba dormida.

Cailin se sobresaltó cuando alguien la tocó brazo. Se dio la vuelta y vio a Corio. Era un hombre de aspecto agradable con los ojos azul claro.

– Vamos, mi abuela nos dará de comer. El pan nuevo siempre se come mejor caliente. Somos primos, ¿no? Mi padre es Epilo, el hijo menor de Ceara. Sólo soy el primero de los parientes que vas a conocer. Tu madre tenía diez hermanos, y todos viven, la mayoría con hijos y en algunos casos nietos. Aquí no estarás sola.

Cailin miró a Brenna, que estaba pálida, pero su respiración era firme y regular. La chica se volvió y siguió al joven a donde Ceara preparaba la comida de la mañana. La corpulenta mujer puso una generosa ración de cebada cocida en dos rebanadas de pan fresco y se las dio.

– Hay cucharas sobre la mesa, si eres melindrosa -le dijo Corio. -Ven a sentarte.

Dio un mordisco a su pan con cebada.

Se sentaron y Ceara les sirvió dos copas.

– Vino con agua -dijo, y luego se sentó con ellos. -Me recuerdas a tu madre, y sin embargo no te pareces a ella cuando tenía tu edad. ¿Fue feliz con tu padre?

– ¡Oh, sí! -exclamó Cailin. -¡Éramos una familia feliz!

Bruscamente, la enormidad de la tragedia la asaltó. El día anterior, Kyna, su padre y sus hermanos estaban vivos. No habían recibido ningún aviso de su desgracia; no es que hubiera sido más fácil soportarlo si lo hubiera habido, pero haber sobrevivido al asesinato de su familia sólo por casualidad le resultaba insoportable. ¿Por qué ella debía vivir cuando todos los demás habían muerto?

Era el primer festival de Beltane al que le habían permitido asistir sin carabina. Brenna le había dado permiso aquella noche y, una vez sola, Cailin había empezado a ver las cosas bajo una nueva luz. Todos los hombres jóvenes habían querido bailar con ella, y ella danzó alrededor de las hogueras hasta casi el amanecer.

No estaba preparada todavía para tenderse en la oscuridad con un hombre, pero bebió su primera copa de hidromiel y después se sintió de maravilla. Cailin tenía intención de volver a casa con sus hermanos, pero ellos se habían marchado mucho antes, con dos muchachas. No había vuelto a verles. Sólo cuando la aurora empezó a clarear el cielo y la música por fin cesó se dispuso a regresar a la villa, donde descubrió que la muerte había llegado antes que ella.

Ahora Cailin palideció y apartó el pan. La sola idea de la comida le provocaba náuseas.

Ceara adivinó lo que ocurría.

– Es la voluntad de los dioses -dijo con voz suave. -A veces son buenos, y amables, y otras veces, siendo buenos, resultan despiadados. Tú y Brenna estáis vivas porque vuestro viaje en este mundo todavía no se ha completado. ¿Te atreverías a poner en duda la sabiduría de los dioses, Cailin Druso?

– ¡Sí! -respondió ella. -¿Por qué he de vivir cuando mi familia ha muerto? ¿Qué podían haber hecho mis hermanos en este mundo para que su vida ya no fuera necesaria? ¡Sólo tenían diecisiete años!

– No puedo responderte, niña -repuso Ceara. -Lo único que puedo decirte es que todo sucede cuando tiene que suceder. ¿Qué es la muerte? Sólo el umbral entre esta vida y la siguiente. No tenemos que temerla. Cuando llegue tu hora, Cailin, aquellos a los que amas y se han ido antes que tú te estarán esperando en las Islas de los Bienaventurados. Hasta entonces tu deber para con los dioses que te crearon es vivir tu destino tal como ellos lo planearon. Puedes, por supuesto, quejarte y desesperar de la injusticia que todo ello supone, pero ¿por qué malgastar inútilmente el precioso tiempo que se te ha concedido?

– Entonces, ¿no se me permite llorar su muerte? -preguntó Cailin con amargura.

– Puedes llorar la manera en que han llegado a su final -dijo Ceara, -pero no les llores a ellos. Ellos han ido a un lugar mejor. Ahora tómate el desayuno, Cailin Druso. Necesitas recuperarte si quieres cuidar de Brenna.

– Señora, no me tratéis como a una niña estúpida.

– Pues no te comportes como una niña -replicó Ceara con una leve sonrisa, levantándose de la silla. -Por tu aspecto eres una muchacha adulta, y nosotros no somos gente ociosa. Tendrás que ganarte el pan, con lo cual dispondrás de poco tiempo para compadecerte de ti misma.

Se volvió y empezó a servir el desayuno a los demás, que ahora entraban en la sala.

– No dejes que mi abuela te avasalle -le aconsejó Corio con una sonrisa cuando vio que Cailin miraba con furia a Ceara, que estaba vuelta de espaldas. -Es famosa por su corazón bondadoso. Sólo pretende impedir que te perjudiques a ti misma.

– Tiene una manera extraña de demostrarlo -masculló Cailin.

– ¿Quieres que te cuente cosas de la familia? -preguntó Corio en un intento por distraerla. Ella asintió y él comenzó: -Aunque nuestro abuelo tuvo diez hijos, sólo tres viven en esta aldea: mi padre Epilo y mis tíos Lugotorix y Segovax, hijos de Bryna. Los otros y sus familias están repartidos en las otras aldeas de la fortificación de los dobunios. Nuestro abuelo tiene cinco esposas.

– Creía que sólo eran cuatro.

– Cuatro vivas, pero tuvo un total de cinco. Bryna se marchó a las Islas de los Bienaventurados hace unos años. Después, hace dos años, Berikos se casó con una mujer llamada Brigit. No es una dobunia, sino una catuvellaunia. Nuestro abuelo se pone en ridículo con ella. No es mucho mayor que tú, Cailin, pero es increíblemente malvada. Mi abuela es la esposa principal de Berikos, pero si Brigit decide oponerse a las decisiones de Ceara, Berikos apoya a Brigit. Eso está muy mal, pero le divierte alentarla en contra de sus otras mujeres. Afortunadamente Brigit es feliz dejando a mi abuela y Maeve sus responsabilidades domésticas. No son su fuerte. Prefiere pasar los días en su propia casa, perfumándose y preparándose para el placer de mi abuelo. Cuando se aventura a salir, la acompañan dos criadas que se anticipan a todos sus deseos. Dicen que conserva a nuestro abuelo gracias a un encantamiento y a pociones secretas.

Tres hombres altos, uno de ellos de cabello oscuro y los otros dos de pelo como el de Cailin, se sentaron junto a ellos.

– Madre dice que eres la hija de Kyna -dijo el de pelo oscuro. -¿Eres la hija de nuestra hermana, hermosa muchacha? Yo soy Epilo, el padre de este apuesto joven e hijo menor de Ceara y Berikos.

– Sí, soy la hija de Kyna y de Gayo Druso. Me llamo Cailin -respondió ella.

– Yo me llamo Lugotorix -se presentó uno de los de pelo castaño- y éste es mi hermano gemelo Segovax. Somos hijos de Bryna y Berikos.

– Mis hermanos, Tito y Flavio, también eran gemelos -dijo Cailin, y entonces, para su mortificación, las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas. Desesperadamente intentó enjugárselas.

Los tres hombres de más edad desviaron la mirada, dando a la muchacha tiempo para recobrarse mientras Corio pasaba un tímido brazo por los hombros de su prima y le daba consuelo. Aquello fue una desdicha para Cailin, pero logró encontrar humor en la situación. El pobre Corio estaba tratando de consolarla, pero en realidad su bondad estaba a punto de provocarle un ataque de histeria. Ella necesitaba llorar y sentir dolor por su familia, pero no ahora. No allí. Tendría que ser más tarde, en un lugar privado donde nadie viera sus lágrimas. Cailin respiró hondo y se tranquilizó.

– Estoy bien -dijo, apartando el brazo protector de Corio.

Sus tres tíos la miraron y Epilo dijo:

– Veo que todavía llevas tu medallón.

– No estoy casada -les dijo.

– Dentro de tu medallón hay un trocito de cuerno de ciervo y una gotita plana de ámbar dentro de la cual hay una diminuta flor perfectamente conservada -explicó Epilo. -¿Tengo razón, Cailin?

– ¿Cómo sabéis lo que contiene mi amuleto? -preguntó ella, sorprendida. -Creía que mi madre y yo éramos las únicas que lo sabíamos. Ni siquiera mi abuela sabe lo que hay dentro. Está bendecido.

– Sí, pero no por ninguna de tus falsas deidades romanas -respondió él. -El cuerno de ciervo está consagrado a Cernunnos, nuestro dios de la caza. El ámbar es un pedazo de Dana, la Madre Tierra, tocada por Lug, el sol; la flor atrapada en su interior significa fertilidad, o Macha, que es nuestra diosa de la vida y la muerte. -Sonrió a Cailin. -Los hermanos de tu madre te enviaron esta protección incluso antes de que nacieras. Creo que te ha mantenido a salvo para que algún día pudieras venir a nosotros.

– No lo sabía -admitió Cailin con voz suave. -Mi madre hablaba poco de su vida anterior a su matrimonio. Creo que la única manera de no echar de menos a los que amaba fue apartarlos de su mente por completo.

Epilo sonrió.

– Cuánto la conocías, Cailin. Tanta sabiduría en una persona tan joven es de admirar. Te doy la bienvenida a la familia de tu madre. Imagino que mi padre no lo ha hecho. Nunca ha podido perdonar a Kyna el haberse casado con Gayo Druso, y esa actitud orgullosa le ha costado un alto precio. Amaba muchísimo a madre. Ella era su alegría.

– ¿Por qué odia a los romanos o a todo lo que tiene alguna relación con su cultura? Hace muchos años que en estas tierras no hay ningún romano auténtico La familia de mi padre se ha casado con britanos durante tanto tiempo que queda poca sangre romana nosotros. Sólo mi primer antepasado era romano puro. Sus hijos se casaron con chicas dobunias igual que padre.

– Nuestro padre es un hombre atrapado en el pasado -dijo Lugotorix. -Las glorias pasadas de los dobunios. Un pasado que empezó a desvanecerse y cambiar con la llegada de los romanos siglos atrás. Nuestra historia no está escrita, Cailin Druso. Es una historia oral, y Berikos puede recitar esa historia como un bardo. Ceara, que está más próxima a él en edad, cuerda a Berikos cuando era joven. Siempre estuvo entregado a nuestro pueblo y su pasado. Sabía que algún día nos gobernaría y en secreto ansiaba restaurar la antigua gloria de los dobunios. Cuando las legiones marcharon, Ceara dijo que lloró de alegría, pero desde entonces pocos cambios se han producido en Britania

»Aun así, vio la desintegración de las ciudades construidas por los romanos y de su forma de gobernar Vortigern, que se hace llamar rey de los britanos, jamás ha consolidado realmente las tribus. Ahora es viejo y tiene auténtico poder sobre los dobunios ni sobre ningún otro celta. Para Berikos, la boda de tu madre con padre fue una gran traición. Él tenía previsto casa con un guerrero llamado Carvilio. Nuestro padre esperaba que Carvilio le ayudara a recuperar todo el territorio dobunio perdido con los romanos en el transcurso de los años, pero no pudo ser así. Kyna amaba a Gayo Druso y el sueño de nuestro padre murió.

– No sé nada del pueblo de mi madre. Tendré que aprender muchas cosas si quiero comprenderlo -dijo Cailin. -Mi abuela dice que no podemos regresar a mi hogar. Dice que mi primo Quinto Druso me matará para quedarse con las tierras de mi padre. He de convertirme en una dobunia, tíos. ¿Será posible?

– Eres hija de Kyna -respondió Epilo. -Ya eres una dobunia.

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