CAPÍTULO 05

Berikos miró a su invitado.

– ¿Has dormido bien? -preguntó. -¿Has reconsiderado nuestra conversación de ayer?

– Tu nieta es una compañera encantadora -respondió Wulf, y tomó un trago de cerveza negra. -Me honra haber tenido derecho a su primera noche, Berikos. Has dejado claro cuánto deseas mi ayuda, pero yo aún creo que tu idea está condenada al fracaso. No puedes hacer que vuelvan los tiempos pasados. Nadie ha podido hacerlo, amigo mío.

– Aceptaré tu precio -dijo Berikos, desesperado.

– Tierras. -El sajón alzó una ceja con aire interrogador.

Berikos asintió.

– Serías un mal vecino, con los sentimientos que albergas -replicó Wulf al anciano. -En realidad nunca podría confiar en ti… a menos que…

– ¿A menos que qué? -preguntó Berikos asiéndose a un hilo de esperanza.

– Me asignes ahora una porción de tierra de seguridad. Cuando haya entrenado a tus hombres, la intercambiaré con otro celta que viva en la costa sajona -explicó Wulf. -Tendré mis tierras y la tierra que me des pertenecerá a otro de tu raza. Quizá de tu propia tribu, pero los celtas podéis arreglar eso entre nosotros.

Berikos asintió.

– Sí, podemos, y cuando llegue el día en que devolvamos vuestro pueblo a la tierra del Rin no podrás venir a quejarte a mí. Habré cumplido mi parte del trato. ¡Bien! ¡Acepto!

– No tan deprisa, amigo -dijo Wulf. -Quiero otra cosa de ti. Creo que serás más apto para mantener tu trato conmigo si estamos emparentados. Tu nieta me gusta y yo necesito una esposa. Su sangre mezclada te inquieta, pero a mí no. Te pagaré un precio justo por ella si das tu consentimiento.

– Según nuestras leyes, ella también debe dar su consentimiento. Si lo hace, estaré encantado de aceptar un precio por ella -respondió Berikos, -aunque no debería hacerlo. Me harás un favor llevándote a Cailin. Mi esposa Ceara me ha estado insistiendo en que le encuentre un marido. ¿Qué me darás por ella?

El sajón arrojó una moneda a su compañero. La moneda relució mientras surcaba el aire. La mano de Berikos la atrapó. Sus ojos se abrieron de par en par. Mordió la moneda y compuso una expresión de sorpresa.

– ¿Oro? Es una moneda de oro. Una chica no vale una moneda de oro -dijo Berikos. Quería el oro del sajón, pero su conciencia nunca le dejaría en paz si no era honrado. -Además, ella aún no ha dado su consentimiento a la unión.

– Sí lo ha dado -replicó Wulf. -Es un precio justo, pues asegurará que tú no me quitarás la vida cuando ya no te sea útil, Berikos de los dobunios.

El anciano rió.

– No te fías de nadie, ¿eh, sajón? Bueno, es de sabios no hacerlo. En este mundo no se puede confiar en nadie por completo. Muy bien, acepto tus condiciones. La chica es tuya. Puede que lo consideres un mal negocio cuando ella te muestre el látigo de su lengua, pero no aceptaré que me la devuelvas. -Escupió en la mano derecha y la tendió al sajón, quien a su vez escupió en la suya y se la tendió al anciano, estrechándola con fuerza.

– De acuerdo, Berikos, pero no lamentaré el trato, te lo aseguro. Cailin será una buena esposa para mí. Su madre le enseñó bien los deberes de una mujer hacia su esposo y su hogar.

– Sí -respondió el hombre con voz aguda. -Kyna era una buena chica.

– Buenos días, ¿habéis disfrutado de una noche llena de placeres? -preguntó Brigit al entrar en el comedor, sonriendo con falsedad.

Su túnica azul con bordados plateados ondeaba en torno a su cuerpo con elegancia.

– Pues sí, señora, ha sido una noche estupenda -respondió el sajón.

– Wulf ha accedido a ayudarnos -dijo Berikos, complacido. Explicó a su joven esposa la transacción de tierras que habían acordado. -Y le he dado a Cailin como esposa.

– ¿Que has hecho qué? -Los ojos de Brigit se abrieron de asombro. Eso no era lo que ella había planeado. Sólo quería que el sajón violara brutalmente a Cailin y le destrozara el alma. Quería que la muchacha quedara avergonzada y dolida.

– Wulf me ha pedido la mano de Cailin -explicó Berikos. -Su sangre mixta no le importa. Mi nieta está de acuerdo. -Le mostró la moneda. -Wulf me ha dado esto como pago por ella. Es oro. Tu padre se contentó con aceptar una pieza de plata y una pareja de perros de caza por ti, Brigit.

Los ojos de Brigit brillaron al ver el oro y Wulf pensó que Berikos no conservaría por mucho tiempo el precio que había recibido por su nieta. La mujer puso gesto malhumorado y al fin dijo:

– ¿No hay nada para comer aquí? Cailin es negligente con sus obligaciones, ¿o es que el matrimonio se le ha subido a la cabeza? Una buena esposa debería tener la comida de la mañana a punto a una hora razonable. Espero que Ceara regrese pronto.

– Quizá si no durmierais media mañana, Brigit -dijo Cailin entrando en el comedor, -encontraríais la comida preparada. Berikos y mi esposo han comido hace horas. Si vais a la cocina, sin embargo, puede que os den algo si les decís que yo he ordenado que lo hagan. -Esbozó una amplia sonrisa. -Debo cumplir con mis deberes. Esta mañana ha llegado un mensajero procedente del fuerte de la colina de Carvilio. Ceara y Maeve llegarán antes de ponerse el sol. Comeremos en cuanto lleguen. Procurad ser puntual, señora. -Se volvió hacia su abuelo. -¿Habéis hecho un trato con mi esposo, Berikos?

– Sí -masculló él. Aquella muchacha era fuerte y no se dejaba vencer, lo admitía. -En el futuro, mestiza, habla con más respeto a mi esposa -le advirtió. -Merece ser respetada.

– Sólo si se lo gana, Berikos -espetó Cailin y, volviendo sobre sus talones, abandonó la sala.

– ¡Mira! -exclamó Berikos. -Ya has visto el látigo de su lengua, pero es demasiado tarde. Es tu esposa.

– La puya no iba dirigida a mí, Berikos. Me gustan las mujeres que dicen lo que piensan. Sólo la escarmentaré si me desafía.

Ceara, Maeve y Nuala llegaron cuando el sol invernal de media tarde teñía el cielo de bellos tonos rojizos, anaranjados, dorados y purpúreos. Una estrella brillante flotaba sobre el fuerte de la colina de Berikos como si las guiara hacia la cálida seguridad de su interior. Nuala estaba excitada por el regreso a casa, y corrió a abrazar a su prima.

Antes de que se enteraran por otro, Berikos contó a sus dos esposas de mayor edad la boda de Cailin. Ambas quedaron anonadadas e igualmente furiosas por la participación que Brigit había tenido en el asunto.

– ¡Lo hizo por crueldad! -Exclamó Maeve en una rara demostración de ira ante su esposo. -¡Tú estabas lleno de vino e hidromiel, no lo dudo, y seguiste el juego a esa zorra! ¡Qué vergüenza, Berikos!

– No tienes que aceptarle por esposo, mi niña -dijo Ceara a Cailin tratando de mantener la calma. -No es ninguna vergüenza en nuestro pueblo que una mujer pruebe el placer con varios hombres. Si aprende a dar placer, ello aumenta su reputación como buena esposa. Puedes retirar tu consentimiento, Cailin, si lo deseas. Berikos puede devolver la pieza de oro al sajón. Se puede hacer con honor.

– No deseo retirar mi consentimiento, Ceara -dijo Cailin con serenidad. -Wulf Puño de Hierro es un buen hombre. Estoy contenta de ser su esposa. No me siento atraída hacia ningún otro hombre. ¿No habéis insistido en que me casara, señora? -bromeó.

– Pero cuando haya terminado su trabajo aquí -gimió Ceara, -te llevará a la costa sajona y no volveremos a verte.

– ¡Buen viaje! -exclamó Brigit.

– ¡Cierra la boca, zorra! -le espetó Ceara. -Debería haberte matado cuando te vi por primera vez. ¡No haces más que causar problemas! -Se volvió hacia su esposo. -Te he honrado toda mi vida, Berikos. He defendido tus decisiones incluso cuando sabía que eran equivocadas. Permanecí callada cuando repudiaste a tu única hija y jamás dije una palabra en defensa de Kyna cuando debí hacerlo. Apretaba los dientes cuando no nos permitías compartir la alegría de los nacimientos de los nietos de Brenna y permanecí de nuevo callada cuando Brenna nos abandonó para ir a vivir con Kyna y su familia.

»¡Eres un hombre necio, Berikos! Quieres recuperar la grandeza de los dobunios. ¿Qué grandeza? ¡Jamás tuvimos grandeza! Somos un simple clan. Si intentas echar a los britanos ellos pelearán por esas tierras que han cultivado durante los últimos cien años. No lograrás ningún éxito en este plan, aunque no puedo impedir que lo intentes; pero no permitiré que la única nieta superviviente de Brenna nos abandone. Darás a este sajón las tierras que le prometiste y se quedarán aquí. A menos que desees pasar tus últimos días sin Maeve y sin mí.

Berikos estaba aturdido. En todos los años en que habían estado casados, Ceara jamás le había hablado con tanta dureza, en privado o en público. Tampoco la había visto nunca tan enfadada.

– ¿Qué quiere decir sin Maeve y sin ti? -fue lo único que se le ocurrió preguntar.

– Te abandonaremos, Berikos -respondió Ceara con seriedad. -Iremos a otras aldeas y viviremos con nuestros hijos. Pero no temas. Estoy segura de que Brigit cuidará de tu casa y de ti con ternura cuando te pongas enfermo, y se ocupará de que tengas la comida preparada como te gusta. ¿Sabe cómo te gusta la comida? Probablemente no, pero estoy segura de que se lo dirás.

– Eso no es necesario -gruñó Berikos nervioso.

Ceara alzó una ceja en gesto interrogador.

– ¿De veras?

– Haremos algunos arreglos, lo juro -prometió Berikos a la furiosa mujer. -No hay necesidad de precipitarse.

– Ya veremos, anciano -replicó Ceara, con tono sombrío.

Cailin elevó la mirada hacia su esposo, brillantes sus ojos al pensar en su conspiración. Habían acordado en la acogedora intimidad de su cama, aquella mañana, que no mencionarían las tierras de Cailin hasta que estuvieran preparados para trasladarse. No presionarían a Berikos para que mantuviera su trato. Cuando llegara el momento oportuno, recuperarían las propiedades de la familia Druso Corinio.

Había corrido la voz entre las aldeas dobunias de que todo el que deseara aprender las antiguas artes de la guerra tenía que acudir a la aldea de Berikos, donde serían alojados, alimentados e instruidos a cambio de su servicio. Se construyeron varios barracones de madera dentro de las murallas de la fortificación de la colina para los futuros guerreros. Acudieron ciento cincuenta hombres jóvenes, de trece a dieciocho años. Berikos quedó decepcionado ante este pequeño contingente. Sinceramente había creído que serían muchos más.

– ¿Qué esperabas? -le dijo Ceara. -Sólo somos un millar. Muchos jóvenes ya están casados y no quieren abandonar a su familia. ¿Por qué iban a hacerlo?

– ¿Y qué me dices del honor? -espetó Berikos, ofendido por sus palabras.

Maeve rió entre dientes.

– El honor tiene pocas esperanzas de mantener caliente a un hombre en una fría noche de invierno. ¿Y qué mujer quiere pasar el invierno sola o con sus hijos, sin ningún hombre que la consuele?

– ¡Eso es lo que los romanos han hecho con nosotros! -exclamó Berikos.

– Los romanos no nos hicieron nada que no dejáramos que nos hicieran -replicó Ceara. -Además, ¿qué pueblo sensato no prefiere la paz a la guerra?

– Nuestro pueblo -dijo Berikos. -Nuestro pueblo que vino de la oscuridad y a través de las llanuras y los océanos a Britania, Eire, Cimris, Galia y Armórica. ¡Nuestra raza céltica!

– ¿Cuándo aceptarás que esos tiempos ya han pasado, Berikos? -dijo Ceara y le apoyó una mano tranquilizadora en el brazo, pero él la apartó.

– ¡No! No puede ser. ¡Volverán! -insistió.

– Entonces entrena a tus guerreros, viejo terco -dijo ella irritada. -Cuando llegue la primavera, veremos qué ocurre.


Llegó el invierno con sus vientos fríos, lluvias heladas y nieve. Wulf trabajaba con sus reclutas, los sometía a largas marchas en las peores condiciones climáticas y cargados con veinticinco kilos de peso a la espalda. Cuando al principio se quejaron, él les dijo con frialdad:

– Las legiones de Roma acarrean más peso. Quizá por eso ya no sois dueños de todas vuestras tierras. Preferís beber y contar historias indignas a entrenaros militarmente.

Los jóvenes dobunios apretaron los dientes y no volvieron a quejarse. En el límpido aire de la fortaleza sonaban las espadas y las jabalinas al dar en el blanco mientras los futuros guerreros mejoraban sus habilidades en la batalla y la supervivencia.

Pero por muy duro que fuera Wulf al entrenar a sus hombres, con su esposa era completamente diferente. Ceara y Maeve estaban de acuerdo en que el sajón, aunque fiero oponente en el campo de batalla, era un alma gentil con Cailin y con los niños de la fortaleza que le seguían con admiración, suplicándole su favor. A menudo cogía a dos pequeños en brazos y cruzaba la aldea con ellos cuando se dirigía a su trabajo. No había niño que no le adorara, ni una jovencita que no intentara atraer su atención. Al fin y al cabo, nada limitaba a Wulf Puño de Hierro a tener una sola esposa. Sin embargo, las doncellas estaban condenadas a la decepción, pues el sajón no tenía tiempo para nadie ni nada más que su esposa y su deber.

Cailin se sentía satisfecha con la vida que llevaba. Tenía un esposo atractivo que era bueno y le hacía el amor apasionada y regularmente. Parecía suficiente, en particular cuando descubrió que estaba encinta. Se dio cuenta de que sus padres habían tenido una relación diferente de la que ella mantenía con Wulf, pero no comprendía cuál había sido esa relación.

El vientre hinchado de Cailin complacía a su esposo. Era la prueba de su virilidad ante los dobunios. Pero Berikos no estaba satisfecho. Ahora jamás se vería libre del sajón. Si antes Ceara y Maeve estaban decididas a que él y Cailin se quedaran, ahora serían implacables. Berikos suspiró para sí. Bueno, de todos modos, ¿qué importaba un maldito sajón? Siempre existía la posibilidad de que Wulf muriera en una batalla.

Cailin disfrutaba de las largas y oscuras noches de invierno que pasaba acunada por Wulf. Una vez le hubo dado la noticia, él iba con más cuidado pero no dejaba de ser un amante vigoroso. Le gustaba acariciar aquel vientre voluminoso y sus grandes y endurecidas manos rodeaban los senos de Cailin, que habían aumentado de tamaño debido a su estado. Sus pezones, siempre sensibles, aún lo eran más con cada día que transcurría.

– Te has vuelto muy lasciva -le dijo una noche mientras la penetraba por atrás para que su peso no dañara al niño. Le acarició el pecho, jugueteando con los duros pezones. Después deslizó las manos hacia abajo y la rodeó por las caderas atrayéndola hacia él con firmeza. Mordisqueó el cuello de Cailin y luego la besó.

Cailin se retorcía contra él.

– ¿A las esposas no les está permitido ser lascivas, esposo mío? Ooooh… -gimió suavemente cuando él la penetró más profundamente, y empezó a mover despacio las caderas contra él.

Wulf gruñó de placer. Nunca había conocido a ninguna mujer que le provocara la excitación que le producía Cailin. Ella le empalmaba más deprisa y le hacía eyacular antes. No estaba seguro de que le gustara, pero sin duda no le desagradaba. Empezó a penetrarla rítmicamente y los grititos de placer de ella no hicieron sino aumentar los suyos.

Cailin pensó que él ya debía de estar cansado, pero cada vez que la tomaba se excitaba tanto que llegaba un momento en que ella casi no podía soportarlo, tan dolorosamente dulce era. El pareció hincharse y crecer dentro de ella hasta que finalmente los dos alcanzaron el éxtasis. La sensación de satisfacción posterior también fue deliciosa. Incluso ahora, cuando el niño se movía dentro de ella, disfrutaba con las atenciones de Wulf.

– ¡Aaaahhhh! -suspiró por fin.

– Pronto tendremos que dejar esto -dijo él de mala gana.

– ¿Por qué?

– Temo dañar al niño.

– ¿Tomarás otra mujer? -preguntó ella.

Wulf percibió los celos en su voz, lo que le complació. Permaneció en silencio un largo momento.

– ¿Te importaría si lo hiciera? -preguntó, fingiendo indiferencia.

Ahora le tocó a Cailin quedarse un rato callada. ¿Le importaría? Y si era así, ¿por qué?

– Sí -respondió por fin. -Me importaría que te llevaras otra mujer a la cama. Pero no me preguntes por qué; no lo entiendo. Simplemente me importaría.

– Entonces no lo haré. Si no puedo contener mis deseos viriles, entonces no soy mejor que un chiquillo. Además, he visto las dificultades que encuentra tu abuelo al tener más de una esposa. Creo que debería evitar estas dificultades, aunque no te prometo que siempre piense igual, ovejita.

Cailin sonrió. No habría otras esposas si ella podía evitarlo. Una esposa era más que suficiente para cualquier hombre, incluso para uno tan maravilloso como Wulf Puño de Hierro. Ella siempre sería más que suficiente para él. Entonces se le ocurrió una cosa. ¿Por qué le importaba? ¿Era posible que la amara? ¿La consideración que demostraba Wulf con ella era señal de amor? Cailin cayó en un sueño satisfecho, sintiendo el aliento de su esposo contra su oreja. Era una sensación reconfortante.

Varios días más tarde, una luminosa mañana de abril, Wulf puso en marcha su plan para recuperar las propiedades de su esposa. Reunió a los jóvenes guerreros a quienes había entrenado durante los meses invernales y les preguntó:

– ¿Os gustaría demostrarme vuestra habilidad ayudándome a tomar una villa propiedad de un romano llamado Quinto Druso?

Los jóvenes parecieron a todas luces incómodos. Corio, el primo de Cailin, dijo:

– La mayoría quiere regresar a sus aldeas, Wulf. Ya es época de sembrar y sus familias les necesitan. Nunca esperaste realmente que formarían un ejército para Berikos y llevarían a cabo sus descabellados planes, ¿verdad?

Wulf rió.

– No, Corio, no. Sin embargo, Quinto Druso hizo asesinar a la familia de Cailin y es el responsable de la muerte de Brenna. Cuando nos casamos prometí a Cailin que recuperaría sus tierras para ella y nuestros hijos.

Los ojos azules de Corio se abrieron como platos; luego sonrió.

– ¿Por eso no has presionado al abuelo respecto a las tierras que te prometió? ¿Todo este tiempo sabías que dispondrías de las propiedades de Cailin?

– Sólo dispondré de ellas si tú y los demás me ayudáis a recuperarlas y a poner a Quinto Druso en manos de la justicia -dijo Wulf. -No puedo hacerlo sin vuestra ayuda.

Corio se volvió hacia los otros jóvenes.

– Sólo será unos días -les dijo. -Vengaremos un agravio y Cailin podrá volver a casa y criar allí a sus hijos, para honrar a su familia fallecida y para vivir en paz como vivimos nosotros. -Miró a sus compañeros, y al ver que todas las cabezas asentían, se volvió hacia Wulf y declaró: -¡Lo haremos!

– Gracias. Que descanséis bien, muchachos -les deseó el sajón. -Partiremos por la mañana. -Los despidió, pero Corio le cogió por el brazo mientras los otros se alejaban en diferentes direcciones. -¿Qué ocurre, Corio?

– Debo decirte algo, Wulf. Se trata de mi abuelo, pero debes mantener en secreto lo que voy a revelarte.

– De acuerdo.

Corio no se anduvo por las ramas.

– Los hombres han tenido una reunión clandestina. Como sabes, Berikos vive en el pasado; un pasado del que él ni siquiera formó parte, lo cual resulta aún más extraño. A medida que envejece, su deseo de expulsar a todos los romanos de Britania aumenta. Brigit le estimula. Nosotros no deseamos secundarlo en su locura, pero mientras sea nuestro jefe debemos obedecerle. Sin embargo, tenemos la opción de sustituirle por otro. Mi padre, Epilo, ha sido elegido para acaudillar la colina dobunia. Berikos puede retirarse con honor y pasar el resto de sus días divirtiéndose como quiera.

– ¿Cuándo ocurrirá esto? -preguntó Wulf.

– Poco antes de Beltane. Recuperaremos las tierras de Cailin y luego regresaremos para ayudar a los demás a deponer a mi abuelo.

– Creo que es una sabia decisión. Algunos hombres en el poder envejecen y su sabiduría aumenta con la edad. Su juicio sigue siendo bueno. Otros, sin embargo, pierden el sentido de la proporción. Berikos es uno de ellos, me temo. Tu pueblo jamás tendrá verdadera paz mientras él os gobierne. Entiendo tu deseo de paz. He visto suficientes guerras. No volveré a pelear salvo en defensa de mis tierras y mi familia. No existe ninguna otra razón para ello.

– He vivido toda mi vida entre estas colinas -declaró Corio. -Lo más lejos donde he estado es la ciudad de Corinio. Es un lugar maravilloso, con calles pavimentadas, tiendas y obras de alfarería, teatros y anfiteatro. Aun así, no podría vivir allí. Hay demasiado ruido, bullicio y suciedad; y según me han dicho hay lugares más grandes que Corinio, incluso aquí, en esta tierra. Dicen que en el sudeste hay una ciudad enorme llamada Londres. Dos caminos de Corinio conducen a ella si se va lo bastante lejos, pero yo nunca he sentido deseos de seguir ninguno de los dos.

»He oído contar tus historias de las batallas en que participaste en Galia y en la tierra del Rin. No me llenan de excitación como a otros jóvenes. Me asustaron, y los celtas se supone que no tienen miedo a nada. Como tú, no veo razón para luchar salvo para conservar las tierras y proteger a la familia. La mayoría pensamos así, y por eso Berikos debe marcharse. No le gustará, pero no tendrá más remedio que aceptar la voluntad de los dobunios.

– Brigit seguro que no estará contenta -observó Wulf. -Será mejor que tengáis cuidado con ella. Es una mujer perversa y no vacilará en hacer daño a quien crea que la ha traicionado a ella o a Berikos.

– No me hables de Brigit -dijo Corio. -Cuando vino a nuestra fortaleza de la colina como esposa de mi abuelo, intentó seducirme. Nunca me ha perdonado que la rechazara. Y no soy el único hombre al que se ha acercado. Otra cosa sería si Berikos la hubiera ofrecido, pero no lo ha hecho. Está muy orgulloso de ella y celoso de cualquier hombre que mire en su dirección. Tienes razón al decir que no estará contenta. Ser la esposa de un jefe le proporciona cierto rango, pero ser simplemente la esposa de un anciano no. -Sonrió. -Creo que disfrutaré viendo su disgusto, y no seré el único que se alegre de su caída. Goza de las simpatías de poca gente.

– Creyó jugar una mala pasada a Cailin cuando sugirió a Berikos que me la ofreciera para compartir la cama la noche de mi llegada -dijo Wulf. -Sabía que ésa era la costumbre dobunia pero no la de Cailin y esperaba avergonzarla y degradarla a través de mí.

– Lo sé -admitió Corio con voz suave. -De no haber resultado bien, habría estrangulado a Brigit con mis propias manos.

Wulf miró al joven. Por un instante vio algo en su rostro que nunca había visto, pero rápidamente desapareció.

– Te gusta Cailin -dijo.

– Le ofrecí convertirla en mi esposa poco después de que llegara, pero no me amaba, al menos como hombre. Dijo que me quería como una hermana. -Sonrió con ironía. -¿Qué hombre enamorado de una chica quiere oírle decir que le recuerda a su familia? Tú no le recuerdas a sus hermanos, seguro. ¿La amas? Sé que eres bueno con ella, pero algún día eso no será suficiente para Cailin. Es más celta que romana. Necesita que la amen, no simplemente que le hagan el amor.

El corpulento sajón se quedó pensativo. No había considerado la posibilidad de amar a Cailin. El tipo de amor del que hablaba Corio era un lujo entre hombres y mujeres. Un hombre quería una esposa que fuera buena productora de hijos, buena ayuda y quizá, si era afortunado, una buena amiga. Amor. Dio vueltas a la palabra en su imaginación como si pudiera examinarla. ¿La amaba? Sabía que quería estar con ella siempre que no tenía ninguna obligación que cumplir. No sólo hacerle el amor, sino estar con ella; verla sonreírle, oler su fragancia, hablar con ella y abrazarla en las noches de frío. Pensó en los sentimientos confusos que había tenido últimamente cuando otros hombres miraban con admiración a su esposa embarazada. Estaba orgulloso, pero también celoso. Pensó en cómo sería su vida sin ella y comprobó que ni siquiera podía imaginarlo. Eso le sorprendió, y se oyó a sí mismo decir:

– Sí, la amo. -Y lo extraño fue que cuando esas palabras resonaron supo en lo más profundo de su corazón que era cierto.

– Bien -dijo Corio con una sonrisa. -Me alegro de que la ames, porque Cailin te ama a ti.

Esta afirmación sorprendió a Wulf.

– ¿Ah, sí? Nunca me lo ha dicho, ni siquiera en los momentos de más pasión. ¿Cómo es que sabes que me ama? ¿Te lo ha dicho?

Él negó con la cabeza.

– No, Wulf, pero lo veo en su rostro cada vez que pasas por su lado, en sus ojos que te siguen, en la forma en que sonríe con orgullo cuando alguien te alaba en su presencia. Todas estas son señales de sus sentimientos por ti, pero debido a que estaba tan protegida por su familia no es consciente todavía de lo que esos sentimientos significan. Algún día lo hará, pero entretanto no debes ocultarle lo que sientes por ella.

– Le dije que no tomaría ninguna otra mujer, aunque no pudiéramos hacer el amor por el niño que ha de nacer. Me pareció que eso le satisfacía -confesó Wulf a Corio.

El joven se echó a reír.

– ¿Lo ves? -dijo con aire triunfante. -Está celosa y eso, amigo mío, es señal segura de que una mujer está enamorada.

Sin dejar de hablar, los dos hombres entraron en la casa. Cailin estaba sentada junto a su telar, tejiendo. Levantó la mirada y esbozó una sonrisa de bienvenida.

– ¡Wulf! ¡Corio! -Se levantó. -¿Tenéis hambre o sed? ¿Os preparo algo?

– Mañana partiremos para tu villa -anunció Wulf.

– Iré con vosotros -dijo Cailin.

– No puedes -replicó él. -Es trabajo de hombres.

– Ni las tierras de mi padre ni las de mi primo están defendidas. Nunca hubo necesidad de ello. No encontraréis resistencia, os lo aseguro. Quinto Druso protestará, pero ni siquiera su suegro, el magistrado jefe de Corinio, me negará lo que es mío por derecho.

– No estarás a salvo -insistió Wulf- a menos que mate a ese Quinto Druso. Recuerda que él no tuvo piedad con tu familia.

– Jamás olvidaré su traición mientras viva. Claro que tienes que matarle, pero no de modo que el magistrado pueda acusarte de asesinato. Mi hijo debe tener a su padre.

– Y la madre de mi hijo debe permanecer aquí, donde estará a salvo -repuso Wulf con lo que consideraba pura lógica.

– Si no voy contigo, ¿cómo sabrán que estoy viva? Quiero que Quinto me vea y sepa que he ido allí no sólo para reclamar lo que me corresponde sino para exponer su maldad al mundo.

– No puedes montar a caballo, Cailin -terció Corio.

– No me pasará nada si cabalgo junto con mi esposo -replicó Cailin. -Mi vientre todavía no es tan grande. El niño no nacerá hasta después de la recolección. Tengo que ir. ¡Tengo derecho a ver que se hace justicia!

– Muy bien -accedió su esposo, -pero partiremos antes del amanecer, Cailin. Si encontramos alguna resistencia, te apearás y te esconderás. ¿Me prometes que lo harás, ovejita?

– Sí -respondió ella, y sonrió casi con crueldad: -Será terrible para ellos ver a un grupo de hombres armados aparecer por el bosque y los campos. Hace más de cien años que esto no ocurre, y sin duda no está en la memoria de nadie. Sembraréis el terror en todo el que os vea. -Miró a los dos hombres. -¿Berikos conoce vuestros planes?

Ellos negaron.

– Sólo le diremos que llevamos a los hombres a una marcha de práctica -dijo Wulf. -No tiene que saber mucho más.

– No -coincidió Cailin. -Cada día está más extraño, y pasa todo el tiempo con Brigit. Sólo le veo durante las comidas por la mañana y por la noche. Francamente, lo prefiero.

Los dos hombres no dijeron nada. El derrocamiento de Berikos no era asunto de Cailin. Ya se enteraría cuando sucediera.

Cuando se levantaron en la oscuridad de la noche para vestirse y partir, el aire estaba frío y húmedo. Wulf entregó a su esposa un par de braceos.

– Corio me los ha dado para ti -dijo. -Están forrados de piel de conejo y son lo bastante grandes para tu vientre.

A Cailin le encantó la prenda. Se confeccionó un cinturón con una tira de cinta para sujetar los braceos y luego deslizó su camisa y túnica por encima. Sus botas también estaban forradas de piel de conejo y absorbieron el frío de los pies en cuanto se las puso. Se pasó el peine de madera por el pelo y cogió su capa; en silencio siguió a su esposo fuera, donde Corio y los otros ya esperaban montados en sus animales.

Wulf montó su caballo y luego se inclinó para ayudar a Cailin a subir. La luna menguante les proporcionaba escasa luz y el bosque estaba particularmente oscuro, pero con cada paso que daban, el cielo sobre ellos fue pasando del negro absoluto al negro grisáceo y por fin a un gris claro cuando cruzaron la gran pradera que Cailin recordaba de su viaje a la fortaleza dobunia casi un año atrás. Los pájaros gorjeaban alegremente cuando cruzaron el segundo bosque y las colinas que conducían al hogar que Cailin había conocido en otro tiempo.

En la cima de la última colina se detuvieron y al mirar hacia abajo Cailin vio las ruinas de la casa de su familia. Parecía que nadie las había tocado; los escombros no habían sido retirados aunque los campos próximos estaban cultivados y los árboles de los huertos parecían cuidados.

– Llévame a la villa -pidió en voz baja. -Todavía es temprano y no hay nadie que pueda dar la alarma.

Wulf guió a sus guerreros colina abajo. Se pararon ante el edificio en ruinas y Cailin se apeó del caballo. Durante un largo momento permaneció con la vista fija y luego entró. Se abrió paso con cuidado a través del atrio, pisando las maderas caídas que yacían esparcidas por lo que en otra época había sido un magnífico suelo de piedra con mosaicos. Wulf, Corio y algunos hombres más la siguieron.

Cailin entró al dormitorio de sus padres. Era imposible reconocer nada, salvo los huesos blanqueados y los cuatro cráneos que se encontraban en diferentes ángulos en el suelo.

– Es mi familia -dijo Cailin y las lágrimas acudieron a sus ojos. -Ni siquiera tuvo la decencia de enterrarlos con honor. -Mientras las lágrimas le resbalaban por el rostro, prosiguió: -La de allí, sobre la cama, es mi madre Kyna, carbonizada salvo algunos huesos largos y su cráneo, que está en lo que era un refugio amoroso para ella. Y allí, en fila, mi padre y mis hermanos. El cráneo de mi padre debe de ser el más grande. -Se arrodilló y tocó uno de los cráneos pequeños. -Éste es Tito. Lo sé porque tiene un diente astillado. Le di un golpe con una pelota cuando era pequeña. Lo hice sin querer, pero a partir de entonces siempre pude diferenciar a mis hermanos. Y éste es Flavio. Eran tan apuestos y estaban tan llenos de vida la última vez que les vi…

De pronto se sintió muy vieja, pero hizo un esfuerzo y se puso en pie.

– Ahora debemos irnos. Cuando hayamos recuperado mis tierras, regresaremos para enterrar a mi familia con la dignidad que merecen.

Se volvió y salió de las ruinas.

Corio meneó la cabeza.

– Es celta -dijo con admiración.

– Criáis mujeres fuertes -observó Wulf. Los hombres se reunieron con Cailin. -¿Dónde vive Quinto Druso? -preguntó el sajón a su esposa.

– Os guiaré -respondió ella con voz firme y fría.

Los esclavos que trabajaban en los campos de Quinto Druso vieron acercarse al grupo armado. Se quedaron paralizados donde estaban. Los dobunios no les prestaron atención. Wulf les había asegurado que no proporcionaba ningún placer matar a esclavos desarmados. Cuando llegaron a la magnífica y espaciosa villa del primo de Cailin, detuvieron los caballos. Los esclavos que rastrillaban el sendero de grava desaparecieron como alma que lleva el diablo. Como habían acordado, cincuenta hombres se quedaron montados a la entrada de la villa. Cailin, Wulf, Corio y el otro centenar de hombres entraron en la casa sin anunciarse.

– ¿Qué es esto? ¡No podéis entrar aquí! -gritó el sirviente, corriendo como si pudiera detenerlos.

– Ya hemos entrado -dijo Wulf con voz grave. -Ve a buscar a tu amo. ¿O prefieres probar mi espada, repugnante insecto?

– Ésta es la casa de la hija del magistrado -gimió el sirviente, tratando desesperadamente de cumplir con su deber.

– Si el magistrado se encuentra aquí, ve a buscarlo también -ordenó Wulf, y le pinchó su gordo vientre con la punta de la espada. -Me estoy impacientando -gruñó.

Exhalando un gritito de horror al ver que la espada rasgaba su túnica, el hombre se dio la vuelta y salió corriendo; la risa de los dobunios le hizo enrojecer las orejas.

– Desde Antioquia hasta Britania todos son iguales, estos siervos superiores -observó Wulf. -Pomposos y engreídos.

Mientras esperaban en silencio, los dobunios echaron un vistazo al atrio, pues la mayoría de ellos nunca había estado en una casa tan elegante. De pronto entró Quinto Druso en la estancia. Detrás de su esposo, Cailin atisbó a su primo. Había engordado desde la última vez qué le había visto y casi se podía decir que estaba gordo. Sin embargo aún era apuesto, pero ahora su mirada era dura y la boca tenía un mohín hosco.

– ¿Cómo os atrevéis a entrar en mi casa sin anunciar y sin haber sido invitados, salvajes? -les espetó Quinto Druso, pero mientras lo hacía sabía que no habría podido detener a aquellos hombres. -¿Qué queréis? ¡Exponed el asunto que os trae aquí, si es que hay alguno, y luego salid!

Wulf lo evaluó y vio que era blando. No era un guerrero; sólo una criatura carroñera que dejaba que otros mataran por él y luego se acercaba para llevarse la mejor parte del botín. El sajón se hizo ligeramente a un lado para que Cailin diera un paso al frente.

– ¡Salve, Quinto Druso! -saludó ella, disfrutando al ver el asombro de su primo y luego la furia reflejada en su rostro.

– ¡Estás muerta! -dijo.

– No. Estoy viva, y muy viva, primo. He regresado para reclamar lo que es mío por derecho y para ocuparme de que se haga justicia. No tendré contigo más piedad de la que tú tuviste con mi familia.

– ¿Qué es esto? ¿Qué ocurre? -preguntó Antonio Porcio entrando en el atrio seguido de su hija.

Antonia fue la que vio primero a Cailin y ahogó un grito de sorpresa.

– ¡Cailin Druso! ¡Cómo es posible! ¡Moriste en el incendio hace casi un año…! ¿Dónde has estado? ¿Y por qué llevas esa ropa tan horrible?

Cailin hizo un gesto de asentimiento a Antonia pero sus palabras iban dirigidas a Antonio Porcio.

– Magistrado jefe de Corinio, os reclamo justicia.

– La tendrás, Cailin Druso -respondió el magistrado con solemnidad, -pero dime, chiquilla, ¿cómo sobreviviste a aquel terrible incendio, y por qué no has aparecido hasta ahora?

– Por razones que jamás comprenderé -contestó Cailin, -los dioses no me dejaron morir en la tragedia que destruyó mi hogar. Durante las celebraciones de Beltane estuve levantada hasta muy entrada la noche. Cuando volví a la villa la encontré en llamas y a mi abuela Brenna fuera, desplomada en el suelo. Ella insistió en que huyéramos, diciendo que nuestras vidas corrían grave peligro. Anduvimos toda la noche hasta que al amanecer llegamos a la fortaleza de mi abuelo Berikos, jefe de los dobunios. Allí nos contó lo que había ocurrido.

– ¿Qué había ocurrido? -preguntó Quinto Druso irritado.

– ¡Tú, maldito romano! -exclamó Cailin. -Eres el deshonor del apellido Druso. Tú asesinaste a mi familia, ¿y te atreves a hacerte el inocente? ¡Ruego que los dioses te fulminen delante de mí, Quinto Druso!

Cailin miró de nuevo al magistrado.

– Mi primo se encargó de que dos esclavos galos consiguieran su libertad a cambio de cometer esa atroz acción. Entraron en la villa, mataron a mis padres y hermanos y derribaron a Brenna de un golpe dándola por muerta, pero ella no murió. Permaneció tumbada hasta que pudo escapar. Oyó a esos dos galos alardear de lo bien que habían cumplido la misión de su amo, primero asesinando a sus dos pequeños hijos y haciéndolo aparecer como un descuido de las niñeras, y luego el asesinato de mi familia. Incluso sabían dónde guardaba el oro mi padre y se lo llevaron antes de huir.

»A mí también tenían que matarme, pero se hizo tarde. Los galos temieron que les descubrieran si no huían rápido, por eso prendieron fuego a la casa y se marcharon. Mi abuela escapó, arrastrándose entre las llamas y el humo. Huimos a la aldea de mi abuelo, temiendo que si mi primo se enteraba de que habíamos sobrevivido nos buscaría para acabar su propósito. Brenna no se recuperó; murió en Samain. Ahora he regresado, Antonio Porcio, y reclamo lo que me corresponde por derecho como única superviviente de la familia Druso Corinio. Ahora soy una mujer casada y mi hijo nacerá después de la cosecha. Quiero recuperar mis tierras y quiero que este asesino reciba su castigo -concluyó Cailin.

Había mucho que digerir. A Antonio Porcio nunca le había gustado Quinto Druso, pero se había tragado sus sentimientos ya que tampoco le había gustado Sexto Escipión. Había supuesto que como padre sobre protector era natural que le desagradaran todos los maridos de su hija. Se dio cuenta de que quizá no se había equivocado y su hija era incapaz de elegir a un buen hombre. Ahora Cailin acusaba a su primo no sólo del asesinato de su familia sino también del de sus dos hijastros. Era terrible, pero en el fondo creía que era cierto. Quinto era un hombre frío y duro de corazón. Aun así, Antonio Porcio era magistrado jefe. Todo lo que hacía tenía que ser conforme a la ley.

Respiró hondo.

– Por supuesto puedo devolverte las tierras, Cailin Druso. Verdaderamente son tuyas por derecho de herencia y tienes un esposo que las trabajará y protegerá. En cuanto a tus acusaciones contra Quinto Druso, ¿qué prueba puedes dar aparte de la historia que contó tu abuela?

Cailin le miró con expresión sombría y dijo:

– En una ocasión mi madre me dijo que antes de casarse con mi padre, cuando aún vivía con mis abuelos en Corinio, vos os enamorasteis de ella. Sin embargo, ella amaba a mi padre, pero cuando os rechazó lo hizo con bondad pues os respetaba. Si existe alguna piedad en vuestro corazón, Antonio Porcio, ayudadme a vengar su muerte. ¿Sabéis lo que los galos de mi primo le hicieron? La violaron y le pegaron hasta matarla. La última visión que mi abuela tuvo de su hija fue con el rostro y el cuerpo ensangrentados y destrozados. Había sido una mujer muy hermosa. Este asesino con el que vuestra hija está casada ni siquiera tuvo la bondad de enterrar sus huesos ni los del resto de mi familia. Yacen en el mismo lugar donde fueron asesinados, mientras Quinto Druso ara nuestros campos con nuestros esclavos. ¿Ésta es la justicia romana de nuestros antepasados?

El magistrado parecía conmovido. La muchacha contaba la verdad; en el fondo de su alma su parte celta lo sabía, pero no podía ayudarla.

– La ley, Cailin Druso, requiere pruebas. No tienes ninguna salvo las palabras de una anciana moribunda. No es suficiente. Te ayudaría si pudiera, pero no hay pruebas.

Cailin prorrumpió en llanto.

– ¿He sobrevivido a todas las calamidades y acudido a vos por justicia y me la negáis? ¿Debo vivir el resto de mi vida sabiendo que Quinto Druso sigue viviendo confortablemente cuando mi familia ha muerto? -Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y su momento de debilidad pasó. Miró a su primo. -Sabes que lo hiciste, Quinto Druso. No creas que escaparás al castigo. Eres listo y jamás volverás a cerrar los ojos para dormir. ¡Pero yo me encargaré de que seas castigado aunque sea la última cosa que haga en mi vida, vil asesino!

– Te has vuelto loca, o quizá la pena que naturalmente sientes te ha trastocado, Cailin, querida -dijo Quinto con tono aburrido y de superioridad. Le fastidiaba perder las tierras de su prima después de haber trabajado tan duramente, pero él corregiría ese hecho. Sólo necesitaba tiempo, y como su suegro mantenía que a falta de pruebas resultaba imposible juzgarle, dispondría de ese tiempo.

– Bueno -intervino Antonia, -ahora que está todo arreglado, ¿puedo ofreceros una copa de vino? -Sonrió ampliamente, como si no hubiera oído nada de lo que se había dicho.

– No se arreglará nada hasta que tu marido pague por sus crímenes -repuso Cailin con frialdad. -Por todos los dioses, Antonia, ¿no te das cuenta de lo que hizo Quinto? ¡No sólo a mí, sino también a ti!

– Quinto es un buen esposo, Cailin -replicó Antonia.

– ¡Quinto es un bastardo inhumano! -espetó Cailin. -Antes de asesinar a mi familia hizo que esos galos asesinaran a los hijos que tuviste con Sexto Escipión. ¡Eran niños inocentes!

– Mis hijos se ahogaron en el estanque del atrio porque sus ineptas niñeras fueron negligentes -repuso Antonia, pero la voz le temblaba pues en secreto siempre había albergado dudas respecto al incidente.

– Los galos de tu marido estrangularon a tus hijos en la cama y luego pusieron sus cuerpos sin vida en el estanque del atrio -explicó cruelmente Cailin.

– ¡No es cierto! -exclamó Antonia estallando en sollozos.

– ¡Sí lo es! -insistió Cailin con aspereza. -¿Te duele saber lo que hizo Quinto? Quizá entonces comprenderás parte de lo que siento, Antonia.

– ¡Quinto! Dime que no es cierto -sollozó Antonia. -¡Dímelo!

– Sí, primo -se burló Cailin. -Dile la verdad, si es que te atreves. ¿Alguna vez has dicho la verdad en tu vida? Cuéntale a tu esposa, la madre de tu único hijo, que no ordenaste que mataran a los hijos de su primer matrimonio; y dile que no hiciste que esos mismos galos asesinaran a mi familia para que pudieras heredar las tierras de mi padre. ¡Díselo, Quinto! Cuéntale la verdad… Pero no, claro. ¡Eres un cobarde!

Quinto Druso tenía el rostro contraído reprimiendo una furia aterradora.

– ¡Y tú eres una zorra, Cailin Druso! -siseó. -¿Quién entre los dioses me odia tanto que te protegió de la muerte aquella noche, cuando yo lo había organizado todo tan bien?

Cailin se arrojó sobre su primo y le clavó las uñas en el rostro.

– ¡Te mataré yo misma! -gritó con los dientes apretados.

Quinto Druso levantó la mano para darle una bofetada, pero de pronto alguien le cogió los brazos y lo inmovilizó. El pánico se apoderó de él cuando vio a un enorme guerrero sajón apartar a Cailin. Quinto Druso supo por su expresión que iba a morir.

– ¡Nooo! -aulló, luchando desesperadamente por liberarse de la garra de hierro que le sujetaba.

Wulf desenvainó la espada. Era una hoja de doble filo, de unos ochenta centímetros de largo y hecha de acero finamente forjado, con la punta casi roma. Asiendo con fuerza el arma, el sajón la dirigió al corazón de Quinto Druso, retorciendo un poco la hoja para romper las arterias. Sus ojos azules no se desviaron de los de su aterrada víctima. Su mirada era implacable. El terror que vio era un pequeño pago por toda la desdicha y dolor que Quinto Druso había causado a los que le rodeaban, en especial a Cailin. Cuando la vida había desaparecido de los ojos del romano, Wulf retiró la espada y la limpió en la toga del propio Quinto. Corio dejó entonces que el cuerpo cayera al suelo.

El sajón miró desafiante al magistrado, pero Antonio Porcio dijo con suavidad:

– Él mismo se ha condenado con sus palabras. -Rodeó a su hija con un brazo para consolarla. -Esperad aquí -dijo a los hombres, y salió del atrio con Antonia.

– Un hombre realista -observó Corio con sequedad.

– Siempre ha sido un hombre práctico -dijo Cailin. -Mi padre decía que, por su gordura, Antonio Porcio tenía que ser más ligero que el vilano, pues podía volar en cualquier dirección con el viento, como una pluma de pato. -Bajó la mirada al cuerpo inerte de su primo. -Me alegro de que haya muerto. Sólo lamento que no haya sufrido como mi madre.

– Tu madre está con los dioses -la consoló Corio. -Este romano no, estoy seguro. -Miró a Wulf. -Creo que ahora los hombres pueden esperar fuera. Aquí no hay peligro.

– Hazlos salir -indicó Wulf, y luego dijo a su esposa. -Ven a sentarte, ovejita. Ha sido una mañana muy larga para una mujer en tu estado. ¿Estás cansada? ¿Quieres beber algo?

– Estoy bien -dijo ella. -¿Parezco una criatura delicada a la que hay que mimar?

Pero no obstante se sentó en un pequeño banco de mármol junto al estanque del atrio, que estaba vacío de agua.

Antonio Porcio regresó.

– He dejado a mi hija al cuidado de las mujeres -dijo. -Lamentablemente, vuelve a estar embarazada. -Se sentó al lado de Cailin. -Querida mía, ¿qué puedo decir para aliviar tu sufrimiento? -Meneó la cabeza. -Él nunca te gustó, lo sé. A mí tampoco, pero me consideraba un anciano celoso del marido de mi única hija. Bueno, ahora está muerto y no volverá a causarte ningún daño, y a Antonia tampoco. Lo pasado, pasado está. Cuando vuelva a Corinio me ocuparé de que se dé a conocer la noticia de que estás viva y de que recuperes legalmente tus tierras. Y también los esclavos de tu familia y todas las demás pertenencias, por supuesto. ¿Dónde vas a vivir? La villa está en ruinas.

– Los guerreros dobunios que han venido con nosotros nos ayudarán a construir un refugio. Enterraremos a mi familia con honor y luego retiraremos los escombros y empezaremos. No se puede salvar nada. Tendremos que empezar desde cero, igual que mi antepasado, el primer Druso Corinio -dijo Cailin.

– ¿Este fornido sajón es tu marido? -preguntó Antonio Porcio.

– Sí. Nos casamos hace cinco meses -respondió ella, y al ver su rostro preocupado explicó: -Lo elegí yo, Antonio Porcio. Los celtas no obligan a sus hijas a casarse.

– Lo sé. A pesar de mi nombre romano, soy tan celta como tú.

– Yo soy britana -dijo ella. -Soy britana y Britania es mi tierra. No tomaré partido contra ninguna de mis dos partes. Me siento orgullosa de mis antepasados y de su historia. Honro las viejas costumbres cuando puedo, pero soy britana, ni romana ni celta. Mi esposo, Wulf Puño de Hierro, es sajón, pero nuestros hijos serán como yo, britanos. Yo les enseñaré mi historia y Wulf les enseñará la suya, pero serán britanos. Ahora todos hemos de ser britanos si queremos sobrevivir al oscuro destino que nos aguarda. Todo lo que conocimos ha cambiado, o está cambiando. Vivimos en un mundo difícil.

– Sí, hija mía, así es -coincidió él. Se levantó y ayudó a Cailin a hacerlo también. -Ahora vete, Cailin Druso. Vete con tu fuerte y joven esposo y emprende un nuevo camino, un nuevo comienzo. Con el tiempo, el horror del día de hoy desaparecerá. Mis nietos jugarán con tus hijos y habrá paz entre nosotros, como siempre la hubo entre nuestras familias. -La besó con ternura en la frente y luego puso las manos de ella en las de Wulf. -Que los dioses os protejan -declaró.

Juntos salieron del atrio de la villa, seguidos de Corio.

– Un nuevo comienzo -dijo Wulf. -Me gusta cómo suena.

– Sí -coincidió Cailin, y sonrió a ambos hombres. -Un nuevo comienzo para todos. Para Britania y para los britanos.

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