CAPÍTULO 15

Britania, 457.


Tardaron cuarenta días en llegar de Bizancio a la ciudad de Marsella, en Galia. El barco salió por el Helesponto y cruzó el mar de Tracia pasando por delante del monte Áthos y entró en el mar Egeo, avanzando por la costa griega más allá de Délos y las Cicladas. Cuando llegaron a Mitanni, el capitán se acercó a Cailin y Wulf y les dijo:

– El amo Joviano me ha instruido que siga vuestras instrucciones. Puedo navegar al norte a lo largo de la costa griega y luego cruzar hasta Italia en el estrecho que las separa, o navegar en línea recta por el mar Jónico hasta Sicilia y ahorrarnos la mitad de tiempo. El tiempo es bueno y seguirá así, pero estaríamos varios días sin avistar tierra. A veces se desatan tormentas de improviso; pero aun así yo os llevaría a salvo a Marsella. -Sonrió y explicó: -Obtengo un porcentaje de los beneficios de la carga.

– Navega en línea recta hacia Sicilia -indicó Wulf. -Queremos llegar a Britania antes de la primavera.

Durante casi siete días no vieron tierra, pero por fin la punta de la bota de Italia y Sicilia, con sus accidentadas montañas, apareció en el horizonte a izquierda y derecha. El barco cruzó el estrecho de Messina en aguas del mar Tirreno. Se detuvieron varias veces para repostar agua, pero el capitán prefería anclar en trechos desiertos de la costa para no tener que pagar tasas portuarias.

– Los aduaneros son verdaderos ladrones. Siempre afirman que han encontrado contrabando en el barco, en especial si estás de paso. Entonces te confiscan la carga. ¡Menudos bribones! -exclamó indignado.

Recorrieron la costa de Italia por Temesa, Nápoles, Ostia, Pisa y Génova. Al fin se acercaban a su destino y Cailin sintió un gran alivio. Quería darse un baño y suponía que en Marsella habría baños públicos.

El primer día a bordo había repasado la ropa que Casia había preparado para ella, y para su sorpresa encontró dos bolsitas de monedas. Una contenía veinte solidi de oro y la otra estaba llena de folies de cobre. Se las enseñó a Wulf y él asintió en silencio.

– Hay una tabla suelta bajo mi jergón -le dijo ella en voz baja. -Lo esconderé debajo, pero siempre tendrá que haber alguien en la cabina para que no nos lo roben. Esto y mis joyas es todo lo que tenemos para proseguir el camino cuando lleguemos, y cuando estemos en Britania necesitaremos lo que quede para volver a empezar. Confío en el capitán, pero los dos marineros me dan mala espina. No me gusta la manera en que miran a Nellwyn.

– Nellwyn es una hermosa muchachita. Si no va con cuidado, los perros se la comerán. Es tu esclava. Habla con ella. No me corresponde a mí hacerlo.

– ¿Por qué pareces irritado? -le preguntó ella. -Eres como un viejo gato con las uñas sacadas. ¿No te alegra que nos hayamos reencontrado?

– No puedo creer en nuestra buena fortuna -respondió él con sinceridad. -Te creía muerta y te he recuperado. Has decidido regresar a Britania conmigo en lugar de casarte con un hombre rico y poderoso. Sin embargo, no hemos estado solos desde que nos reencontramos, ¡y no es probable que lo estemos en meses! Eres bella, Cailin, y te deseo.

– Tendrás que aprender a tener paciencia -dijo ella y sofocó una risita maliciosa. -Y yo también.

Cuando por fin entraron en el puerto de Marsella, el capitán les dijo que normalmente había caravanas de mercaderes que viajaban por los caminos romanos de Galia hacia la costa frente a Britania. Wulf encontraría viajeros en la posada La Flecha Dorada.

– No se os ocurra ir solo, señor. Hay demasiados bandidos y tenéis una esposa que proteger. Un hombre corpulento y fuerte como vos será bien acogido en cualquier grupo. Y si las mujeres están dispuestas a ayudar en las tareas, mucho mejor.

Wulf dio las gracias al capitán por su consejo y, con las bolsas de monedas y las joyas de Cailin a buen recaudo, el trío abandonó el barco. Cailin y Nellwyn iban vestidas como mujeres humildes y se cubrían la cabeza con la capucha de la capa. Siguieron a Wulf por las bulliciosas calles del puerto hasta la posada, donde Wulf preguntó por las caravanas que partían hacia la costa norte de Galia.

– Dentro de un par de días saldrán varias, señor -respondió el posadero. -¿Adonde vais? ¿Viajáis solo?

– Necesitamos llegar a Gesoriaco -contestó Wulf. -Mi esposa y su criada viajarán conmigo. Venimos de Bizancio.

– Y vais a Britania, supongo -observó el posadero.

Wulf asintió.

– Soy un hombre corpulento, como puedes ver -dijo al posadero. -Y serví en las legiones. Soy bueno con la espada y mi esposa y su criada saben cocinar. No seremos ningún estorbo.

– ¿Podéis pagar? -No parecían mendigos, pero, en aquellos días, nunca se sabía.

– Si es un precio razonable -respondió Wulf. -Nuestro paso por Bizancio nos resultó caro. ¿Nuestro servicio no será suficiente? Si debemos pagar, espero recibir la comida a cambio.

– Estáis de suerte -dijo el posadero. -Hay una gran caravana de mercaderes que parte mañana hacia Gesoriaco. Parte del grupo se quedará en otras ciudades a lo largo del camino, pero la caravana principal se dirige a la costa norte. Conozco al patrón, un tipo corpulento de pelo rojo que en estos momentos está bebiendo en mi patio. Siempre le va bien un hombre de más. Decidle que Pablo os recomienda. Regatead vos mismo.

– Os lo agradezco, señor -dijo Wulf. -¿Podéis alquilarme una habitación para mi esposa, su criada y yo para esta noche? Y necesitamos saber dónde están los baños públicos. Después debo comprar caballos para el viaje.

– No dispongo de habitaciones privadas, pero las mujeres pueden colocar un jergón en el granero con las otras. Vos tendréis que dormir aquí, como todos los hombres.

Mientras Cailin y Nellwyn se bañaban, Wulf fue al mercado y compró dos caballos para ellas. Uno era un animal castrado de color castaño, fuerte y de bella estampa, y el otro una robusta yegua negra lo bastante fuerte para transportar a ambas mujeres en caso de ser necesario. Regresó a la casa de baños donde Cailin y Nellwyn le esperaban. Su preciado tesoro y los caballos permanecieron a su cargo mientras Wulf se quitaba los cuarenta días de navegación de la piel. Luego regresaron juntos a la posada, donde Wulf se presentó al patrón de la caravana, que se llamaba Garhard. Pronto los dos hombres se pusieron de acuerdo, pues Garhard era un hombre de decisiones rápidas. Les costaría dos folies a cada uno. Wulf ayudaría a proteger la caravana y las dos mujeres cocinarían. A cambio, viajarían seguros y se les permitiría comer de la olla común.

– Si queréis vino, traedlo -indicó Garhard. -Y vosotros mismos os procuraréis platos y cucharas. Además, no quiero que las mujeres se prostituyan por unas monedas; eso causa problemas entre los hombres.

– Las mujeres son mi esposa y su criada -señaló Wulf. -No se prostituyen, y si tus hombres las miran de soslayo o les hablan de modo irrespetuoso, tendrán que habérselas conmigo.

– Bien. Partimos al amanecer.

Se apresuraron a regresar al mercado, donde Cailin compró platos y cucharas de madera y una copa que compartirían. Vio a una mujer que vendía jergones y compró tres, así como unas mantas.

– Deberíamos tener un carro -dijo Cailin a su esposo. -La yegua puede tirar de él, y guardaremos en él nuestras cosas. No podemos llevarlo todo encima. Tú estás acostumbrado a dormir en el suelo, pero Nellwyn y yo no. Y necesitaremos provisiones de agua, un brasero y carbón. Estamos casi en invierno, Wulf, y cuanto más al norte vayamos, más frío hará. Un carro nos ofrecerá protección frente al mal tiempo y los animales salvajes.

Él se echó a reír.

– Has vivido como una joven reina en Bizancio y creía que habías olvidado estas cuestiones prácticas, pero veo que no. Ven, vamos a comprar lo que consideres necesario.

Partieron justo antes del alba. Las dos mujeres conducían el pequeño carro cubierto de tela. Habían metido allí todas sus posesiones, junto con provisiones extra para complementar la olla comunal. Los pellejos de agua colgaban del carro.

La caravana viajó por los caminos romanos pasando por Arélate, Luguduno, Augustoduno y Agendico para llegar a Durocortoria [Reims]. Tomaron el camino que torcía ligeramente más al norte, cruzando Samarobriva [Amiens] y llegando por fin a Gesoriaco [Boulogne-sur-Mer], un antiguo puerto naval. Habían tardado muchas semanas en llegar a su destino. Estaban ya a mediados de febrero.

Concertaron su siguiente paso con un comerciante costero. Les cruzaría las treinta millas marinas que separaban Galia y Britania hasta el puerto de Dubris [Dover]. Cuando salía el sol en Galia, que ahora quedaba detrás de ellos, llegaron a Britania la mañana del 20 de febrero.

Cailin no pudo contener el llanto.

– Creía que jamás volvería a ver mi tierra natal -dijo entre sollozos.

– Hemos viajado más de cuatro meses -observó Wulf. -¿No te gustaría descansar unos días, ahora que volvemos a estar en Britania?

Cailin hizo un gesto de negación.

– ¡No! Quiero llegar a casa cuanto antes.

El carro daba tumbos camino de Londres. Cailin miró alrededor, recordando poco de su última visita. En otro tiempo aquel lugar la habría impresionado, pero ahora parecía insignificante en comparación con Constantinopla. Tomar el camino en dirección oeste hacia Corinio la embargó de felicidad.

Cuando llegaron a la ciudad de origen de su familia, Cailin enmudeció de asombro. Corinio, en otro tiempo una ciudad próspera, se hallaba casi en silencio y desierta. Las calles estaban llenas de escombros y los edificios en mal estado. En el anfiteatro crecía la maleza entre los asientos de piedra, agrietados y rotos. Muchas casas estaban cerradas y vacías.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó a Wulf.

Él meneó la cabeza.

– No lo sé. Quizá sin un gobierno central la ciudad no puede mantenerse. Mira alrededor. La mayoría de gente que se ve por las calles es anciana. Seguramente se quedan porque no tienen a dónde ir. Sin embargo el mercado prospera; parece ser lo único que se conserva.

– Pero casi todos los productos son comestibles -observó ella. -¿Qué ha sucedido con el comercio y la alfarería?

– La gente ha de comer -dijo él. -En cuanto al resto, no lo sé. -Se encogió de hombros. -Vamos, ovejita, nos quedan dos días de viaje antes de llegar a nuestras tierras. No nos entretengamos. Tendremos que luchar con Antonia Porcio, estoy seguro. Sin duda se ha quedado con nuestras tierras otra vez. Por lo demás, tu familia dobunia se alegrará de saber que estás viva.

Su carro avanzó por el camino del Foso hasta que por fin torcieron por un sendero apenas visible. Llovía cuando acamparon aquella noche. Se acurrucaron en el carro, oyendo la lluvia golpear el techo de lona. El pequeño espacio estaba agradablemente caldeado, como durante todo el invierno, gracias al pequeño brasero que Cailin había insistido en comprar. Prácticamente no habían visto a nadie desde su salida de Corinio, pero Wulf insistió en montar guardia.

– No podemos arriesgarnos ahora -dijo. -Partiremos antes de que amanezca. Con un poco de suerte llegaremos a casa a media tarde.

Al día siguiente volvió a llover y, acurrucada en el banco del carro, conduciendo la yegua, Cailin se dio cuenta de que había olvidado lo húmeda y fría que podía ser la primavera inglesa. Casi echó de menos los días siempre soleados de Bizancio, pero aun así se sentía contenta de estar en casa, decidió. Volvía a estar rodeada de tierra conocida. De pronto ascendieron una colina y Cailin detuvo el carro para contemplar las tierras de su familia por primera vez en casi tres años.

Wulf soltó una maldición.

– ¡La casa ha sido incendiada! -exclamó. -¡Maldita Antonia! ¡Pagará por ello, lo juro!

– Me pregunto por qué Bodvoc no se lo impidió -dijo Cailin.

– No lo sé, pero pronto lo averiguaré. Tendremos que volver a empezar desde cero, ovejita. Lo siento.

– No es culpa tuya, Wulf. Sobreviviremos a esto como hemos sobrevivido a todo lo que el destino nos ha deparado.

Mientras descendían por la colina, Cailin observó que los campos estaban en barbecho y los árboles frutales no habían sido podados. ¿Qué había sucedido allí? Detuvo el carro ante lo que había sido su casa. Los daños, para su alivio, no eran tantos como les había parecido. El tejado de paja había ardido, pero al entrar vieron que las gruesas vigas del techo sólo estaban chamuscadas. Los hoyos para el fuego estaban intactos y algunos de sus muebles, estropeados pero reparables, aún se encontraban allí. Sin embargo habían desaparecido muchas cosas, incluidas las puertas de roble de la entrada. Aun así, podrían aprovecharla.

– Lo primero que tendremos que hacer es reparar el tejado -dijo Wulf.

– No podremos hacerlo nosotros solos -repuso Cailin y suspiró. -Tendremos que ir a ver a Antonia y recuperar nuestras propiedades, así como los esclavos y siervos y encarar la cuestión de nuestro hijo. Antonia es la única que tiene la respuesta a ese misterio, y no me detendré hasta sacárselo.

– Vayamos primero a ver a los dobunios -sugirió él. -Ellos sabrán qué ha ocurrido. Creo que es más sensato que lo sepamos antes de enfrentarnos con Antonia Porcio. Es evidente que les hizo algo a Bodvoc y Nuala, de lo contrario ellos habrían protegido nuestro hogar.

– Ocultemos el carro dentro de la casa -sugirió

Cailin. -Podemos llevar los caballos a la aldea de mi abuelo. Si alguien pasara por aquí no se verá nada diferente si el carro está escondido.

– No me dejéis aquí sola -rogó Nellwyn. -Tengo miedo.

– Tú y yo montaremos la yegua juntas -la tranquilizó Cailin. -La casa está inhabitable, pero la repararemos.

Condujeron a la yegua negra dentro de la casa, la soltaron del carro y empujaron a éste contra un rincón en penumbra, fuera de la vista de cualquiera que entrara en la casa en ruinas. Luego las dos mujeres montaron el animal. Cailin iba delante, sujetando las riendas, y Nellwyn detrás, aferrada a la estrecha cintura de su ama. Wulf guió a la yegua fuera de la casa y montó su animal.

Partieron hacia las colinas, cruzaron las praderas y los bosques y llegaron a la aldea dobunia de Berikos.

Al acercarse a la fortificación de la colina comprobaron de inmediato que ocurría algo. No había guardias apostados y nadie les salió al paso. La aldea estaba desierta, y tras una rápida inspección comprendieron que hacía algún tiempo que se hallaba así.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Cailin, asustada.

Wulf meneó la cabeza.

– Hay otras aldeas. ¿Recuerdas cómo llegar a ellas? Los dobunios no pueden haber desaparecido de la faz de la tierra en dos años y medio que hace que salimos de Britania. Tienen que estar en alguna parte.

– Sé que hay otras aldeas, pero nunca las vi -dijo ella. -Pasé aquí todo el tiempo. No obstante, tienen que estar cerca, pues el territorio de Berikos no era muy extenso. Sigamos adelante. Es probable que tropecemos con alguien.

– De acuerdo -aceptó él, y reanudaron la marcha cabalgando despacio hacia el noreste en busca de señales de vida.

Al principio el paisaje parecía desierto, pero al fin empezaron a ver signos de vida: ganado paciendo, un rebaño de ovejas en un prado y, por fin, un pastor al que se acercaron.

– ¿Hay alguna aldea dobunia cerca de aquí, amigo? -preguntó Wulf.

– ¿Quién eres? -repuso el pastor.

– Soy Wulf Puño de Hierro. Ésta es mi esposa Cailin Druso, nieta de Berikos, sobrina de Epilos, prima de Corio. Hemos estado fuera algún tiempo, y al regresar hemos encontrado desierta la fortificación de la colina de Berikos. ¿Dónde están todos?

– Encontraréis nuestra aldea al otro lado de la colina -indicó el pastor, sin responder tampoco a esta nueva pregunta. -Epilo está allí.

Cabalgaron por la colina y detrás, en un pequeño y apacible valle, se hallaba la aldea dobunia. Unos guardias apostados en puntos estratégicos contemplaron en silencio su paso y su entrada en el centro de la aldea. Wulf desmontó y bajó primero a su esposa y luego a Nellwyn. Miraron alrededor, y cuando Cailin se bajó la capucha, dejando su cara al descubierto, una mujer con dos niños aferrados a sus faldas ahogó un grito y exclamó:

– ¡Cailin! ¿Realmente eres tú? ¡Dijeron que habías muerto!

– ¡Nuala! -Cailin corrió a abrazar a su prima. -Realmente soy yo y he vuelto a casa. ¿Cómo está Bodvoc? ¿Y Ceara, y Maeve? ¿Y qué ha sido de Berikos? ¿Ese viejo diablo aún aguanta o Epilo se ha convertido en jefe de los dobunios?

– Bodvoc ha muerto -respondió Nuala con pesar. -Murió en la epidemia de peste del año pasado que se llevó a tantos de los nuestros. Ceara, Maeve y nuestro abuelo entre ellos. Perdimos a casi todos nuestros ancianos y a muchos niños. Corio sobrevivió y ni yo ni mis hijos la contrajimos, a pesar de la enfermedad de Bodvoc. Éstos son mis hijos. Comió es el mayor; es el que llevaba en mi vientre el día de mi boda. La niña es Morna. Ven, Epilo querrá verte. -Se apartó de Cailin y dijo: -Te saludo, Wulf Puño de Hierro.

– Te saludo, Nuala. Lamento la muerte de Bodvoc. Era un buen hombre. Ahora entiendo por qué no estabais en las tierras que os dimos. Una mujer sola con dos hijos no podría con tanta responsabilidad.

– Apenas tuvimos tiempo de asentarnos en esas tierras, Wulf -repuso ella. -Antonia Porcio nos las arrebató en cuanto os marchasteis. Dijo que las tierras de Druso Corinio eran de su ex esposo y que ahora le pertenecían a ella y su hijo. Bodvoc consideró que no podía enfrentarse a ella.

Siguieron a Nuala a la casa del padre de ella. Epilo, conocedor ya de su llegada, salió a saludar a los viajeros.

– Nos dijeron que habías muerto al dar a luz, Cailin -dijo. -Y poco después Wulf desapareció. ¿Qué te ocurrió, sobrina? Ven, siéntate junto al fuego. Trae vino para nuestros invitados. ¿Quién es esta bonita muchacha que va contigo?

– Es Nellwyn, tío -dijo Cailin sonriendo. -Es mi criada y ha viajado con nosotros desde Bizancio, donde me encontraba.

Cailin narró sus aventuras y las de Wulf a sus parientes y a otros que habían acudido a la casa.

– Nuestra casa está parcialmente quemada -concluyó. -¿Qué ocurrió mientras estábamos fuera, y por qué está vacía la fortificación de la colina de Berikos?

– Murió tanta gente en la aldea de Berikos a causa de la plaga -explicó Epilo, -que no nos resultaba práctico permanecer allí. Antonia Porcio tiene un nuevo esposo, que no es celta ni britano-romano. Es sajón y se llama Ragnar Lanza Potente. Ahora hay muchos sajones que vienen a instalarse en esta región. Incluso esta aldea ya no es completamente dobunia. Algunos sajones viven aquí y se están casando con nuestros hijos. Nuala tiene uno por esposo. -Invitó a un joven rubio de aspecto agradable y ojos azules a dar un paso al frente. -Éste es Río de Vino, mi yerno. Me alegro de que seamos parientes. Es un buen esposo para mi hija y un buen padre para mis nietos.

– Te saludo, Río de Vino, esposo de Nuala -dijo Wulf.

– Te saludo, Wulf Puño de Hierro -respondió el joven.

– Háblame de Lanza Potente -pidió Wulf a Epilo, inclinándose con interés. -¿Qué clase de hombre es?

– Por lo que he visto y sabido -dijo Epilo, -es un matón. Llegó hace unos meses con un grupo de bandidos como él. Mataron a todo el que se puso en su camino, saqueando e incendiando todo lo que encontraban a su paso. Supongo que así es como se incendió vuestra casa. Llegó a la villa de Antonia. Traía dos esposas consigo, pero también hizo esposa suya a Antonia, aunque sólo los dioses saben por qué. Antonia vive con las otras mujeres, su padre y los muchos hijos que siempre parecen rodearla.

»Este sajón está consolidando su dominio en las tierras circundantes, exigiendo lealtad y fuertes tributos. Todavía no ha encontrado nuestra aldea en este valle, pero suponemos que pronto lo hará. Nos veremos obligados a aceptarle como jefe supremo si queremos sobrevivir. No hay alternativa.

– Sí que la hay -dijo Wulf. -Podéis aceptarme a mí como jefe supremo, Epilo. Nuala dice que la plaga atacó a los muy ancianos y los muy jóvenes. Eso significa que la mayoría de hombres a los que entrené hace años aún están vivos. Si se ponen a mis órdenes, podremos vencer la amenaza de Ragnar Lanza Potente. Podréis vivir en paz bajo mi protección. Somos parientes, Epilo, y no abusaré de aquellos a quienes juré defender.

»Los tiempos en que ahora vivimos son diferentes de los que conocimos en otra época. Vuestra aldea y las otras aldeas próximas necesitan un hombre fuerte que las proteja. Podéis elegir entre yo o Ragnar Lanza Potente.

– Te elegiríamos a ti, por supuesto -dijo Epilo. -Sabemos que eres un hombre justo y honrado que no nos tratará mal a nosotros ni a nuestras familias. ¿Cómo podemos ayudarte?

– Primero he de hablar con los hombres. Deben familiarizarse pronto con las habilidades de la lucha. Quizá incluso haya algunos hombres nuevos en la aldea que quieran unirse a nosotros.

– Yo lo haré -se ofreció Río de Vino. -Soy herrero y puedo hacer y reparar armas para vosotros. Haré lo que sea para poner la aldea a salvo de Ragnar Lanza Potente.

– ¡Bien! -exclamó Wulf, sonriendo al joven. -Ve a hablar con los otros sajones que viven en esta aldea. Diles que no se trata de sajones contra celtas, sino de lo que está bien contra lo que está mal.

Río de Vino asintió.

– Aquí no existen fricciones entre sajones y celtas -dijo, y todos estuvieron de acuerdo. -Simplemente somos gente que tratamos de vivir juntos y en paz.

– Necesitaré reparar el tejado de mi casa y no puedo hacerlo solo -dijo Wulf, -y he de construir un muro de protección alrededor.

– Nosotros te ayudaremos -ofreció Epilo. -Enviaré a buscar ayuda en las otras aldeas de la zona. Es poco probable que Ragnar Lanza Potente sepa que estamos reparando la casa. Raras veces va allí, pues es muy supersticioso y cree que la casa está habitada por los fantasmas de la familia de Cailin. Supongo que Antonia le contó la historia de las tierras y él sacó sus propias conclusiones.

– Si Antonia le contó esa historia, lo hizo adrede y con un fin-intervino Cailin. -Me pregunto cuál es.

Pernoctaron en la aldea de Epilo. Cuando se hizo de día, les sorprendió ver al menos un centenar de hombres jóvenes, a algunos de los cuales reconocieron, recién llegados. Wulf nombró a Corio y Río de Vino sus segundos en el mando. Los que ya habían recibido entrenamiento en las artes de la guerra entrenaron a los jóvenes. Otro grupo de veinte hombres fue a caballo con Wulf, Cailin y Nellwyn a su casa. Llevaron suficiente paja para el tejado y pusieron manos a la obra casi de inmediato. Epilo había enviado un cargamento de provisiones. Cailin y Nellwyn preparaban comidas sencillas que satisfacían a los trabajadores antes de quedarse dormidos cada noche en el suelo de la casa. Cuando no estaban ocupadas ante el fuego, Cailin y su esclava limpiaban el polvo y los escombros de la casa, junto con una joven zorra que había decidido instalar allí su madriguera, y numerosos ratones de campo. El mobiliario que podía repararse era separado.

Cada mañana se ponían a trabajar a la salida del sol, hasta que varios días después la casa volvió a tener techumbre. Río de Vino llegó con Nuala y se ocupó de reparar los muebles.

Un día, Cailin se sentó en un banco fuera de la casa con su prima.

– A tu padre le gusta tu nuevo esposo; parece un buen hombre -observó.

– No es Bodvoc -admitió Nuala, -pero nunca habrá otro como él. Río de Vino me ama ciegamente y es muy bueno. Si bien la vida ya no resulta excitante para mí, al menos no soy desdichada. ¿Recuerdas la vieja pitonisa que en la feria de Beltane, hace años, me dijo que tendría dos maridos y muchos hijos? Bueno, tenía razón. Bodvoc y yo engendramos dos niños antes de que él muriera. -Se llevó la mano al vientre en gesto protector. -Río de Vino y yo nos casamos el pasado diciembre, en el solsticio. Y ya espero nuestro primer hijo.

– Eres afortunada -dijo Cailin. -Yo ignoro qué le ocurrió al hijo que tuve con Wulf antes de que me raptaran. Ni siquiera sé si fue niño o niña.

– Tendrás otros -la animó Nuala.

– Será difícil si Wulf y yo no podemos tener un poco de intimidad -repuso Cailin con una sonrisa irónica. -Nuestro reencuentro fue rápido y enseguida abandonamos Bizancio. Navegamos durante cuarenta días en un pequeño barco mercante, sin ninguna posibilidad de estar a solas. Luego viajamos por toda Galia con un grupo de mercaderes y Nellwyn a nuestro lado constantemente. Una vez en Britania, viajamos siempre juntos hasta llegar a casa. Hemos estado tan ocupados reparando los daños causados por ese maldito Ragnar… Simplemente no tenemos tiempo, Nuala. Sé que lo tendremos, pero ¿cuándo? En cuanto al niño perdido, si está vivo queremos recuperarlo. Es sangre de nuestra sangre y tiene una herencia de la que sentirse orgulloso.

– Comprendo cómo te sientes -observó Nuala. -Si el pequeño Comió y Morna me fueran arrebatados, haría lo imposible por recuperarlos.

– Mira, en la ladera de esta colina hay un jinete -dijo Cailin de pronto a su prima. -¿Sabes quién es?

Nuala aguzó la vista y contestó:

– No lo sé, pero podría ser uno de los hombres de Ragnar. Sí, creo que podría serlo, pues se ha dado la vuelta y se va. Será mejor que se lo digamos a tu esposo.

Wulf y los otros hombres estaban colocando puertas de roble nuevas en la casa cuando Cailin y Nuala le hablaron del jinete que habían visto en la colina.

– Todavía no hemos tenido tiempo de construir la valla, pero al menos podemos cerrar la puerta -dijo Wulf. Se volvió hacia Río de Vino. -¿Qué opinas? ¿Regresará con un grupo armado?

– Probablemente era un cazador que pasaba por allí por casualidad -respondió Río de Vino. -En todo caso creo que somos suficientes para hacerles frente, mi señor. Advertiré a los hombres que estén en guardia hasta que veamos qué ocurre. Nuala, entra en casa. No me agradará que estés fuera si se produce un ataque.

– Te ha llamado «mi señor» -observó Cailin en voz baja a su esposo, después de que Nuala obedeciera a Río de Vino.

– Varios hombres empiezan a hacerlo -dijo Wulf. -Es normal. Soy su jefe, ovejita. Tengo intención de ser el jefe supremo de estas tierras y de todas al norte y el este del territorio que en otro tiempo fue dobunio, si puedo retenerlas. Tengo derecho a ello. El primer problema que he de solucionar es Ragnar Lanza Potente. Si quiere puede quedarse con el territorio del sur y el oeste pero estas tierras son nuestras y pelearé por ellas.

– Yo estaré a tu lado, mi señor esposo -dijo Cailin.

Él la rodeó con un brazo.

– Sobreviviremos a esto, y dejaremos un valioso legado a nuestros hijos. Nadie volverá a quitarnos nuestras tierras.

– Y conseguiremos que Antonia Porcio nos cuente qué le ocurrió a nuestro hijo. No parí un hijo tan grande como para quedar desgarrada. Hay algo que no consigo recordar referente a estos últimos momentos, Wulf. Recuerdo claramente haber oído el llanto de un niño sano, pero hay algo más… ¡Sé que nuestro hijo está vivo!

– Si lo está, le encontraremos -prometió Wulf.

En lo alto de la colina apareció una docena de hombres a caballo que iniciaron el descenso. Al frente iba un corpulento nombre con casco y una larga lanza.

– Estaré a tu lado -dijo Cailin, previendo la objeción de su marido. -Jamás he temido a ningún hombre, y menos de nuestras propias tierras.

Él guardó silencio, pero se sintió orgulloso de tenerla por esposa. Era una mujer fuerte que había sobrevivido a la esclavitud y sin duda concebirían hijos fuertes y sanos.

Los jinetes descendían la colina sin descanso. Ragnar Lanza Potente observó a la silenciosa pareja mientras se aproximaba. El hombre era un guerrero, estaba seguro, no era un granjero sajón al que pudiese intimidar fácilmente. La mujer era hermosa, pero tampoco era una mujer sajona. Una britana, probablemente, y una mujer orgullosa a la que costaría someter. Ella permaneció al lado del hombre sin demostrar ningún temor, casi en actitud desafiante. Tenía un cuerpo del que le gustaría disfrutar, pensó, y la expresión de su cara indicaba que era una mujer que conocía y disfrutaba con la pasión.

Cuando los jinetes se detuvieron ante Wulf y Cailin, su jefe dijo con voz dura y profunda:

– Estás invadiendo una propiedad que no te pertenece.

– ¿Tú eres el salvaje que intentó quemar mi casa? -preguntó Wulf con frialdad. -Si lo eres, me debes una compensación y la quiero ahora.

No era la respuesta que Ragnar esperaba. Miró furioso a su antagonista y espetó con fiereza:

– ¿Quién eres?

– Soy Wulf Puño de Hierro y ésta es mi mujer, Cailin Druso. ¿Quién eres tú y qué haces en mis tierras?

– Soy Ragnar Lanza Potente y estas tierras son mías -replicó. -Las protejo para una de mis esposas, Antonia Porcio.

– Estas tierras no pertenecen a Antonia Porcio -respondió Wulf- y nunca le han pertenecido. Son propiedad de la familia Druso Corinio, que las recibió en herencia. Mi esposa Cailin es el único miembro superviviente de esa familia. Estas tierras son suyas. Yo las protejo por ella. Hemos estado en Bizancio y al regresar encontramos mi casa medio destruida, mis pertenencias robadas o destrozadas y mis esclavos desaparecidos. Supongo que todo esto ha sido obra tuya, ¿o me equivoco? -concluyó Wulf, mirando con dureza al hombre.

– ¿Esperas que te crea? -replicó Ragnar. -No soy tonto. ¿Por qué iba a creerte?

– ¿Todavía vive el viejo Antonio Porcio? -preguntó Wulf.

– Sí, vive en mi casa -respondió Ragnar.

– ¿Y todavía está en sus cabales?

– Sí. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque él puede dar fe de la verdad de mis palabras. Iré contigo ahora. Comprobarás que digo la verdad.

– Está bien. Quiero que aclaremos este asunto cuanto antes -respondió con aspereza.

Ragnar examinó los trabajos de restauración de la casa. Lo que vio le causó una gran impresión. Sabía que aquel Wulf Puño de Hierro no habría invertido su tiempo y esfuerzo para nada. No parecía la clase de hombre que corría riesgos innecesarios, y el hecho de que conociera a Antonio Porcio por su nombre hacía intuir a Ragnar que decía la verdad. ¿Por qué Antonia le había mentido?

Wulf y Cailin reaparecieron a caballo, rodeados por una docena de hombres armados.

– Estos hombres nos escoltarán -dijo Wulf con el semblante serio. -No sé qué puedo encontrar.

Ragnar hizo un gesto de afirmación.

– No me ofendes, pero tienes mi palabra de que no recibirás ningún daño de mi parte en el día de hoy. Soy un hombre honorable. ¡Vámonos!

Hizo dar media vuelta a su caballo y se alejó con el pequeño grupo de secuaces detrás. Mientras cabalgaban, Ragnar se preguntó en qué otras cosas le había mentido Antonia. El año anterior había cruzado como un tornado aquellas tierras. Como la había encontrado desprotegida, había reclamado a la mujer y sus propiedades para él. Tenía otras dos esposas. Harimann y Perahta, sajonas ambas. Eran esposas abnegadas. Cada una le había dado un niño y una niña. Antonia también tenía dos hijos, un niño y una niña. No quería convertirse en su esposa, pero él la había violado delante de su padre y criados en el atrio de su casa, con lo que le fue imposible seguir negándose.

Antonia era una mujer extraña, y se daba aires, pero aparte de sus tierras no tenía ningún valor salvo una cosa: nunca había conocido él una compañera de cama más ávida y apasionada. Mientras Harimann y Perahta eran complacientes, Antonia era vehemente y poseía los instintos de una hábil prostituta. La toleraba sólo por eso. Ahora, sin embargo, empezó a preguntarse si había hecho un mal negocio. ¿Sus habilidades en la cama merecían los quebraderos de cabeza que estaba a punto de causarle?

En el lugar donde antes se había erguido la villa de Antonia con toda su gloria ahora sólo había ruinas. Cerca, habían construido una nueva casa, rodeada por una valla de piedra. Entraron por unas puertas hechas con las viejas puertas de bronce de la villa.

– Tus hombres son bienvenidos en mi casa -dijo Ragnar.

– Me has asegurado que estaremos a salvo -repuso Wulf. -Les dejaré fuera salvo a tres como muestra de mi buena fe. Corio y Río de Vino, venid conmigo.

– ¡Sí, mi señor! -respondieron los dos hombres al unísono.

Eso impresionó a Ragnar. Los hombres de Wulf evidentemente eran muy leales, y no sólo había sajones sino también celtas.

Entraron en un gran vestíbulo. Había varios hoyos para el fuego pero la ventilación era escasa y el humo llenaba la estancia. Dos mujeres corpulentas y bonitas, con largas trenzas rubias y niños pequeños a sus pies, estaban sentadas tejiendo y charlando.

– ¡Antonia! ¡Ven aquí! -llamó Ragnar con fuerte voz.

– Enseguida, mi señor -contestó ella, y se acercó con una falsa sonrisa de bienvenida. Le odiaba y odiaba todo lo que él representaba.

– ¿Conoces a esta gente, Antonia? -preguntó él sin prolegómenos.

Antonia miró a Cailin y luego a Wulf. Se llevó la mano al pecho y palideció. El corazón empezó a palpitarle desbocadamente. Le costaba respirar y jadeaba como un pez fuera del agua. Jamás había sentido tanto miedo como en ese momento, pues ante ella se encontraba su peor pesadilla. ¿Cómo habían sobrevivido? No importaba. Habían sobrevivido a su venganza y ahora, evidentemente, venían a cobrar la suya. Retrocedió un paso soltando un agudo chillido.

– ¡Bruja malvada! -exclamó Cailin, sorprendiendo a los hombres al dar un salto hacia Antonia. -No esperabas volver a verme en esta vida, ¿verdad? Pero aquí estoy, Antonia, ¡sana y salva! ¡Ahora dime dónde está mi hijo! ¡Quiero a mi hijo! ¡Sé que lo tienes tú!

– No sé de qué estás hablando… -gimió Antonia.

– Mientes -dijo Wulf con los ojos centelleantes de ira. -Mientes como mentiste cuando me dijiste que Cailin había muerto en el parto de un hijo que la había desgarrado y que también había muerto. Y mentiste cuando dijiste que habías incinerado sus restos. Encontré a mi esposa en Bizancio por azar cuando se disponía a casarse con otro hombre. ¡Maldita seas, Antonia! ¡Deseo matarte ahora mismo! ¿Sabes cuánta desdicha nos has causado? Y una vez más intentaste robarnos nuestras tierras, pero no lo conseguirás, como tampoco lo conseguiste en el pasado.

– ¿Te hizo daño, Wulf? -preguntó de pronto Antonia echando fuego por los ojos. -¿Saber que Cailin había muerto te causó un dolor insoportable? Me alegro de que así fuera. ¡Me alegro mucho! Ahora conoces el dolor que me causaste a mí cuando mataste a mi amado Quinto. Quería que sufrieras. Y quería que Cailin también sufriera. Si no hubiera regresado de su tumba aquella primera vez, tú no habrías matado a mi esposo y yo no habría perdido a mi segundo hijo. Toda mi desdicha os la debo a vosotros dos, y ahora estáis aquí de nuevo para perjudicarme. ¡Malditos seáis! ¡Os odio a los dos!

– ¡Devuélveme a mi hijo, zorra! -espetó Cailin furiosa.

– ¿Qué hijo? -preguntó Antonia con cinismo. -No tienes ningún hijo, Cailin. El niño murió al nacer.

– No te creo. Yo oí llorar a mi hijo antes de que tus hierbas me dejaran inconsciente. ¡Devuélvemelo!

– Haz lo que pide, Antonia. Dale la niña.

Antonio Porcio había entrado en el recinto y se acercó a ella. Parecía haber envejecido mucho, su paso era lento y tenía el pelo blanco como la nieve, pero fueron sus ojos tristes lo que conmovió a Cailin. El anciano cogió la mano de Cailin.

– Me dijo que habías muerto y que Wulf no quería al bebé -dijo. -Afirmó que lo criaría por bondad, pero ahora veo que no hay bondad en el corazón de mi hija. Es negro a causa de la amargura y el odio. La niña tiene el color de la piel de tu esposo, pero las facciones son tuyas. Cada día se parece más a ti, y últimamente Antonia ha empezado a odiarla por ello.

– ¿Una niña? -susurró Cailin, y de pronto exclamó, dirigiéndose a su esposo: -¡Esto es lo que dijo ella, Wulf! Ahora lo recuerdo. Lo último que oí antes de quedar inconsciente el día en que nació tu hija fue a Antonia decir: «Siempre he querido tener una hija.» ¡Tenemos una hija, Wulf! Dámela, víbora. ¡Entrégame a mi hija!

Harimann, la primera esposa de Ragnar, se acercó con una niña pequeña de la mano.

– Ésta es vuestra hija, señora. Se llama Aurora. Es una niña buena, aunque Antonia le pega.

Cailin se arrodilló y cogió a la niñita en sus brazos. Faltaban varios meses para su tercer cumpleaños, pero era alta. Llevaba la túnica hecha jirones y el pelo rubio sucio y enredado. Tenía una expresión asustada en los ojos, y en la mejilla exhibía un moretón. Cailin miró a Antonia y dijo:

– Pagarás caro por esto. -Luego abrazó a la temblorosa niña y por fin la dejó en el suelo para poder mirarse a los ojos. -Soy tu madre, Aurora. He venido a llevarte lejos de aquí. No tengas miedo.

La niña se limitó a mirar fijamente a Cailin con grandes ojos.

– ¿Por qué no habla? -preguntó Cailin.

– A veces lo hace -respondió Harimann, -pero siempre tiene miedo, pobrecilla. Nosotras hemos tratado de suavizar la demoníaca rabia de Antonia hacia Aurora, pero eso sólo la enfurecía más. Está muy débil. Antonia le escatimaba el alimento. Nosotras procurábamos darle de comer a escondidas. Sin embargo, el hijo de Antonia nos delataba. Entonces ella pegaba a la niña. Últimamente no quería aceptar la comida que le dábamos por miedo a ser castigada. El chiquillo también abusa de ella.

– Veo que Quinto se parece mucho a su padre -observó Cailin con desdén. -Tienes motivos para estar orgullosa, Antonia. -Se volvió hacia Antonio Porcio. -¿No pudisteis hacer nada para impedir esta ignominia, señor?

– Lo intenté -respondió el anciano, -pero soy viejo, Cailin Druso, y mi estancia en esta casa depende de la buena voluntad de mi hija.

– Decidle a Ragnar Lanza Potente que las tierras son mías -le indicó.

– Lo haré, Cailin -respondió él y se volvió hacia su yerno sajón. -Las tierras que reclama son de su familia y le pertenecen. Antonia no tiene ningún derecho a quedárselas. Ella me decía que las conservaba para Aurora, pero ahora sé que no es cierto.

Ragnar asintió con la cabeza.

– Entonces, asunto zanjado -dijo.

– Asunto zanjado -repitió Wulf. Se inclinó y cogió a la niña en brazos. -Soy tu padre, Aurora. ¿Quieres decirme «padre», pequeña?

La niña asintió; sus ojos eran enormes y azules.

Él sonrió.

– Me gustaría oírlo, hija mía. -Ladeó la cabeza, como si escuchara con atención.

– Padre -susurró la niña tímidamente. Wulf le dio un beso en la mejilla. -Sí, cielo, soy tu padre, y jamás permitiré que nadie vuelva a hacerte daño. -Se dirigió a Cailin y a sus dos acompañantes y dijo: -Vámonos a casa.

– ¿No os quedaréis a pasar la noche? Tengo una hidromiel muy buena -ofreció Ragnar con jovialidad. -Y en el fuego se está asando un verraco.

– Gracias, pero no -respondió Wulf. -La última vez que abandoné mi casa vinieron unos salvajes y la incendiaron. No quiero correr más riesgos.

– Todavía queda la cuestión de nuestros esclavos -planteó Cailin.

– Tienes razón -dijo su esposo.

– Yo puedo separar los siervos de Druso Corinio de los de Antonia -se ofreció el anciano Porcio.

– Entonces hacedlo -terció su yerno- y ocupaos de que sean devueltos cuanto antes. No quiero que existan disputas entre Wulf Puño de Hierro y yo. Al fin y al cabo vamos a ser vecinos.

Cuando Wulf y Cailin hubieron partido, Antonia espetó furiosa a su esposo:

– Has sido un necio no matándoles, Ragnar. Wulf no es ningún cobarde y no dejará que le robes ni un metro de tierra. ¡Tendrás suerte si no se queda con las nuestras!

Él le soltó una fuerte bofetada que la hizo tambalear.

– Jamás vuelvas a mentirme, Antonia -le dijo. -La próxima vez te mataré. En cuanto a Wulf Puño de Hierro, con el tiempo conseguiré sus tierras y también a su esposa. Su belleza me hace arder la sangre.

Antonia se llevó la mano a la dolorida mandíbula.

– Te odio -gimió. -¡Algún día te mataré, Ragnar!

Él soltó una carcajada.

– No tienes valor para hacerlo, Antonia. Y si lo tuvieras, ¿qué sería de ti después? ¿Quién te protegerá a ti y a estas tierras? Al próximo hombre podría no importarle que vivas o que mueras. No eres ninguna belleza. Tu rostro refleja tu amargura y cada día eres menos atractiva.

– Lamentarás tus crueles palabras -le advirtió ella.

– Ten cuidado -respondió él- de que no os eche a la calle a ti, a tu lloroso retoño y a tu viejo padre. No te necesito, Antonia. Te conservo porque me diviertes en la cama, pero al final incluso ese encanto tuyo puede desaparecer.

Ella le miró furiosa y salió de la casa. Cruzó el patio, se dirigió hacia las puertas y se detuvo. Vio a Wulf y a su grupo a lo lejos y les maldijo en voz baja. Lo pagarían. Todos lo pagarían.

– Alguien nos está observando -dijo Cailin mientras cabalgaban.

Wulf se volvió un momento y dijo:

– Es Antonia.

– Nos odia -repuso Cailin. Besó la cabecita de Aurora, que iba sentada delante de ella sobre la yegua negra.

– No temo el veneno de Antonia -señaló él, -sino a Ragnar. No creo que se quede satisfecho hasta que nos haya vuelto a arrebatar las tierras. Es un hombre fiero, pero yo contendré su codicia.

– Esperará a que plantemos los campos y recolectemos el grano antes de atacarnos -intervino Río de Vino. -Pero eso nos dará tiempo para reforzar nuestras defensas.

– ¿Por qué habría de esperar tanto? -preguntó Cailin.

– Porque si ataca después de la cosecha podrá destruir el grano y el heno, condenándonos así a nosotros y los animales a morir de hambre el próximo invierno.

– ¿Tan perverso es? -quiso saber Cailin.

– Todavía no lo sabemos, ovejita -dijo Wulf, -pero lo sabremos. También cabe la posibilidad de que Ragnar se alíe con otro guerrero.

– No lo creo -opinó Río de Vino. -Creo que para él será una cuestión de orgullo derrotarte sin ayuda.

– Tal vez. -Wulf sonrió con malicia. -Tenemos una ventaja que nuestro amigo Ragnar desconoce: nuestras aldeas en la colina. En los próximos días decidiremos si vamos a defenderlas, y luego pondremos en práctica nuestros planes para repeler el ataque de Ragnar.

– Tendrás que matarle, y también a Antonia -dijo Cailin con crudeza.

– ¿Lo sabes con seguridad? ¿Tu voz interior te lo dice?

Ella asintió.

– Así es, mi señor.

– Entonces, así se hará -convino él con tono sombrío, -pero esperaremos a que Ragnar dé el primer paso. ¿De acuerdo?

– ¡Sí, mi señor! -respondieron con entusiasmo sus hombres.

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