CAPÍTULO 06

Cumpliendo su palabra, Antonio Porcio regresó a Corinio y borró el nombre de Cailin de la lista de muertos y le devolvió legalmente sus propiedades. Luego cerró su casa y regresó al hogar de su hija. El instinto le decía que necesitaría la presencia de un hombre en su casa. Aparte de él Antonia no tenía más familia. Sabía que su hija sentiría una profunda pena, pues había amado verdaderamente a Quinto Druso y se había negado a reconocer sus defectos.

Para su sorpresa, Antonio Porcio no encontró a su hija postrada de dolor, sino amargada y enfadada. Peor, se había vuelto demasiado protectora de su hijo pequeño, Quinto. Antonia había querido a todos sus hijos, pero nunca se había ocupado mucho de ellos, prefiriendo dejarlos al cuidado de la servidumbre, práctica que su padre censuraba pero no podía impedir. Ahora, de pronto, Antonia apenas podía soportar no tener a su hijo ante su vista.

– No debes permitirle que haga todo lo que quiera, hija -la reprendió Antonio Porcio la tarde de su regreso.

El pequeño Quinto acababa de coger una rabieta y, tras haberlo calmado, Antonia le recompensó con un juguete nuevo.

– Está solo en el mundo, padre, sólo nos tiene a nosotros dos -respondió ella con tristeza. -Gracias a Cailin Druso, mi pequeño Quinto y el hijo que llevo en mi vientre no tendrán padre. Ahora yo tengo que ser padre y madre de mis hijos. ¡Y todo por culpa de Cailin Druso!

– Antonia, querida hija -razonó su padre, -debes afrontar la verdad. No puedes vivir con el corazón lleno de amargo veneno. Cailin Druso no es responsable de la muerte de tu esposo. ¿No comprendiste nada de lo que se dijo el día en que murió? Quinto Druso hizo asesinar a la familia de Cailin y luego incendiar su villa para encubrir su crimen, con el fin de adueñarse de sus tierras. Lo admitió. ¿No lo entiendes?

– ¡No lo creo! -exclamó Antonia con terquedad.

– ¿Por qué Cailin iba a inventarse esa historia, Antonia? -insistió su padre. -¿Con qué finalidad lo habría hecho? Si no hubiera sido cierto, ¿por qué ella y Brenna habrían huido y acudido a Berikos? Si el incendio hubiera sido un accidente, ¿por qué no decir sencillamente que se habían salvado?

– Quizá porque ella fue la que mató a su familia, padre. ¿Has pensado en esa posibilidad? ¡No, claro que no! -gritó Antonia.

– ¡Antonia! -El anciano se horrorizó al oír aquellas palabras, pues eran completamente disparatadas. -¿Qué razón habría tenido Cailin para cometer semejante crimen?

La apesadumbrada viuda le miró en silencio en actitud inexpresiva.

– Antonia -prosiguió su padre, -¿cómo puedes llorar a un hombre que encargó el asesinato de tus dos hijos?

– ¡No es cierto! -chilló Antonia. -¡No puede serlo!

– A mí me horroriza tanto como a ti, pero hay en ello cierta lógica. Antonia, ¿Quinto Druso era un hombre tan bueno y perfecto que no hubo ningún momento en que le tuvieras miedo?

– Hubo una ocasión -confesó Antonia con voz baja. -Justo después de que Lucio y Paulo fueran hallados muertos, cuando nuestro hijo no tenía más que un día de vida. Yo estaba muy apesadumbrada, pero Quinto se puso duro conmigo pues temía que mi tristeza me impidiera tener leche. Se enfadó mucho conmigo, padre. Dijo que su hijo debía ser alimentado por su madre, no por una esclava angustiada. En aquel momento tuve miedo de él, pero se me pasó.

«Así que éste fue el motivo por el que Antonia amamantó a su hijo», pensó Antonio Porcio. A sus anteriores hijos no los había amamantado.

– No pudo haber ordenado matar a mis hijos -siguió protestando Antonia. -¡Les quería! Además, las dos niñeras fueron halladas en posturas lascivas y comprometedoras, apestando a vino.

– ¿Esas mujeres alguna vez habían estado borrachas o se las había hallado culpables de una conducta licenciosa? Las recuerdo. Eran mujeres leales y querían a mis nietos. Las elegiste escrupulosamente tú misma cuando nacieron Lucio y Paulo. Ellas alimentaron a los niños con devoción. Sin embargo, aun antes de que pudieran defenderse, se las consideró culpables y fueron estranguladas. ¿Quién lo hizo?

– Fue Quinto -respondió Antonia.

– Quinto -repitió su padre con voz suave. -Ah, sí, Quinto. Muy interesante, querida. Las esclavas del hogar son competencia tuya, Antonia. ¿No tendría que haber esperado tu decisión al respecto? Quizá no lo hizo porque sabía que, si lo hacía, esas pobres mujeres habrían denunciado a sus galos asesinos y ellos, a su vez, para salvar el pellejo, le habrían acusado a él. Creo que mi razonamiento es lógico.

Antonia meneó la cabeza con terquedad.

– ¡Es culpa de Cailin!

– ¿De qué modo es culpa de Cailin, Antonia? -preguntó.

– Oh, padre, ¿no lo ves? Si Cailin Druso no hubiera regresado nada de esto habría ocurrido. Quinto ahora estaría vivo y mis hijos tendrían un padre. Pero ella regresó con sus acusaciones y su esposo mató al mío.

– ¿Qué me dices de tus dos hijos mayores, Antonia? ¿Y de la familia Druso? -insistió el magistrado. -Todos fueron brutalmente asesinados; la villa incendiada; los huesos de la familia Druso abandonados al viento y la lluvia. ¿No sientes piedad por nadie más que por ti misma, hija mía? ¡Por todos los dioses! ¡Me avergüenzo de ti! ¡No te eduqué para que fueras tan egoísta!

Antonio Porcio se alejó de su hija, enfadado y decepcionado.

– ¿Soy egoísta por haber amado a mi esposo, padre? Si es así, no me importa lo que pienses de mí. Quinto Druso era el hombre al que amaba y Cailin me lo ha arrebatado. Nada más me interesa. Si estoy equivocada, ¿qué importa? Estoy condenada a vivir el resto de mis días sin amor, y mis hijos a crecer sin su padre, y de éste y otros crímenes hago responsable a Cailin Druso. ¡La odio! Sólo espero que algún día sepa el dolor y sufrimiento que me ha infligido. ¡Jamás la perdonaré! No es justo, padre, que ella ahora tenga por marido al hombre más apuesto de la provincia y yo no. Ella me arrebató a Quinto Druso y sin embargo tiene a ese magnífico sajón para que la consuele. ¡Yo no tengo a nadie que me consuele!

El desequilibrado pensamiento de su hija inquietó a Antonio Porcio. Comprendía en parte la ira de la muchacha, pero esa repentina e irracional envidia del esposo de Cailin le hizo sentirse muy incómodo. Quizá con el tiempo Antonia aprendería a aceptar la realidad de lo sucedido. Se conformaría y todo volvería a ir bien. La muerte de Quinto Druso era reciente y Antonio Porcio conocía a su hija. Le lloraría exageradamente un tiempo y luego otro hombre apuesto llamaría su atención y Quinto Druso caería en el olvido. Antonia siempre se comportaba así cuando perdía a un hombre. Pronto otro ocupaba su lugar.

Después de pasar varios días con su hija, el magistrado se encaminó a la finca de Druso Corinio. Los escombros de la villa incendiada habían sido retirados y se estaba construyendo un muro de madera y piedra sobre el suelo de mármol. Las alas de la villa donde habían estado ubicados los dormitorios, baños y cocina no iban a restaurarse. Cailin tendría que acostumbrarse a un estilo de vida más sencillo y práctico, comprendió Antonio Porcio.

En toda Britania otros se veían obligados a hacer lo mismo para sobrevivir. La edad de la buena vida representada por la elegancia y el estilo de vida exuberante de sus antepasados romanos habían terminado. Para seguir adelante, la gente tendría que aprender a arreglárselas. Aunque a algunos les iría mejor que a otros. El anciano sonrió para sí. Realmente no estaba tan mal. Cailin y Wulf tenían buenas tierras y la esperanza de muchos hijos. A fin de cuentas, aquello era lo importante.

La joven pareja le recibió cortésmente y le mostraron las tumbas de la familia de Cailin. Desde Corinio habían enviado un artefacto para cortar mármol que sacarían de los aleros de la villa para construir un monumento a la familia. La nueva casa no sería muy grande al principio, pero con el tiempo, informó Wulf a su invitado, construirían otra mayor y más espléndida. Habría una habitación, llamada buhardilla, situada sobre parte de la sala principal, que les ofrecería un poco de intimidad. Los hoyos para el fuego se forrarían de ladrillo; el techo se cubriría expertamente con agujeros para el humo.

– Hemos podido salvar algunos objetos de la antigua cocina -dijo con orgullo Cailin. -Las cacerolas y la vajilla no se quemaron. Limpias creo que podrán utilizarse de nuevo.

– Pero ¿cómo te las arreglarás para conseguir otros artículos para la casa y muebles? -preguntó él. -Tal vez Antonia tenga algunas cosas que no necesite y te las pueda enviar -dijo pensativo.

– No quiero nada de vuestra hija -replicó Cailin. -Los dobunios nos darán lo que necesitamos. Berikos me debe mi dote y Ceara se ocupará de que me la dé.

– Y yo aprendí carpintería cuando era soldado -intervino Wulf. -Y también algunos de nuestros esclavos pueden realizar trabajos similares. Tardaremos algún tiempo, pero tiempo es lo único de que disponemos en abundancia, Antonio Porcio.

– No podréis hacer gran cosa más con la casa hasta que la cosecha esté recogida -dijo el anciano. -Los próximos meses de verano deberéis atender los campos, que ya están sembrados y reverdeciendo. La cosecha será vuestro capital más importante. Necesitaréis uno o dos graneros.

– Sí -coincidió Wulf, -pero algunos hombres no podrán trabajar en los campos y habrá días de lluvia en que no se pueda hacer nada allí. Nos las arreglaremos para terminar lo que tenga que estar terminado antes del invierno.

Regresaron a la fortaleza de Berikos para la festividad de Beltane y la boda de Nuala y Bodvoc. Epilo ya era jefe de la colonia dobunia. Sin embargo, no había sido necesario deponer a Berikos. Le habían ahorrado esa indignidad. Varios días después de que Cailin, Wulf y sus hombres hubieran partido para vengar a la familia de la joven, el abuelo de ésta sufrió una serie de ataques que lo dejaron paralizado de cintura para abajo. El habla también le quedó afectada. Sólo Ceara y Maeve entendían lo que el anciano trataba de comunicar.

En consecuencia, los hombres dobunios no habían tenido que obligarle a abandonar su puesto. Un hombre físicamente impedido no podía gobernar a su pueblo. En lo que se refería a todos, los dioses se habían ocupado del asunto y Berikos se había retirado con honor. Sin embargo, el anciano albergaba resentimiento, principalmente contra Brigit.

– Ella le ha abandonado -informó Ceara a Cailin. -En cuanto se enteró de su estado y de que no se recuperaría completamente, desapareció. -Ceara sonrió con tristeza. -Se llevó a sus servidoras, sus joyas y todos los objetos de valor que él le había regalado. Una mañana despertamos y ya había desaparecido, junto con un muchachito necio cuyo nombre no mencionaré. El muchacho regresó con el rabo entre las piernas varios días después. Brigit regresó a casa de sus parientes catuvellaunios y tomó un nuevo esposo. Esto no se lo hemos dicho a Berikos. No es necesario herirle más.

– Casi siento lástima por él -dijo Cailin, -pero no puedo olvidar que repudió a mi madre y que se portó tan mal con mi abuela cuando vinimos aquí en busca de ayuda. No puedo perdonarle que me enviara a la cama de Wulf cuando sabía que yo era virgen y que no estaba acostumbrada a esa conducta.

– Pero eres feliz con Wulf, ¿no? -preguntó Ceara.

– Sí, pero ¿y si Wulf no hubiera sido bondadoso cómo es?

Ceara asintió.

– Sí, tienes motivos de queja, pero trata de perdonarle, Cailin. Es un anciano necio y terco. No puede cambiar, pero tú sí puedes. Él amaba a tu madre y sospecho que a ti también te quiere, pues eres la hija de Kyna, aunque es demasiado orgulloso para admitirlo.

– En mí ve demasiado a Brenna -dijo Cailin. -Y nunca me lo perdonará. No ve a mi madre cuando me mira. Ve a Brenna hablando por mi boca. -Sonrió. -Pero lo intentaré; lo haré por ti, Ceara. Has sido buena conmigo.

Nuala y Bodvoc se casaron durante la celebración de Beltane. El vientre de la novia ya estaba bastante redondeado y mientras Bodvoc era felicitado, a Nuala le gastaban bromas, pero a ella no le importaba.

– Quizá nos marchemos de aquí y nos establezcamos cerca de ti y de Wulf -dijo Nuala a su prima.

– ¿Abandonar a los dobunios? -preguntó Cailin sorprendida por las palabras de Nuala.

La vida céltica era una vida comunal de parientes y buenos amigos. Le sobresaltó pensar que Nuala y Bodvoc abandonaran todo aquello.

– ¿Por qué no? -replicó Nuala. -Los tiempos están cambiando. La vida aquí es demasiado limitada para Bodvoc y para mí. No hay oportunidades para hacer nada excepto lo que siempre se ha hecho. Queremos a nuestra familia, pero quizá nos gustaría vivir un poco lejos de ella. Tú y Wulf no os tenéis más que el uno al otro. Si nosotros fuéramos a vivir cerca, nos tendríais a nosotros, y estaríamos lo bastante cerca de las aldeas dobunias para visitar a nuestra familia cuando quisiéramos, o si nos necesitaran, o nosotros a ellos. Allí hay tierra más que suficiente para nosotros, ¿no?

Cailin hizo un gesto de asentimiento.

– Cuando Antonio Porcio me devolvió las tierras de mi familia, incluyó la villa junto al río que mi padre regaló a Quinto Druso. Tú y Bodvoc podríais quedaros con aquellas tierras. Wulf y yo os la daremos como regalo de boda. Tendréis que construiros vuestra casa, pero las tierras son fértiles, y hay agua en abundancia y un buen huerto. Sería bueno para nosotros que estuvierais cerca.

– Nuestros hijos crecerán juntos -dijo Nuala con una sonrisa.

Cailin fue a buscar a su esposo y se lo contó.

– ¡Bien! -dijo él con una sonrisa. -Bodvoc será un buen vecino. Le ayudaremos a construir su hogar para que cuando nazca el niño ya tengan un lugar de su propiedad.

Con la puesta de sol, las hogueras de Beltane cobraron vida y la comida, la bebida y la danza prosiguieron. Durante el día, Cailin había estado ocupada con sus parientes y la boda, pero ahora una profunda tristeza se apoderó de ella. Justo un año antes su familia había sido asesinada. Vagó entre los juerguistas y de pronto se encontró junto a Berikos. «Bueno -pensó, -es un buen momento para intentar hacer las paces con este viejo reprobó.» El anciano se hallaba sentado en un banco con respaldo. Ella se sentó en el suelo a su lado.

– Una vez -empezó- mi madre me contó que, cuando era una niña, nadie podía saltar más alto las hogueras de Beltane que vos, Berikos. Creo que fue la única vez que le oí hablar de vos. Me parece que os echaba de menos, en especial en esta época del año. Yo no soy como ella, ¿verdad? Bueno, no puedo ser más que yo misma.

Con sorpresa, Cailin sintió que la mano de su abuelo había caído pesadamente sobre su cabeza y se volvió a mirarle. Una lágrima le resbalaba por el rostro envejecido. Por un instante, Cailin notó que volvía a crecer su ira. El anciano no tenía derecho a hacerle eso después de lo cruel que se había mostrado con ella; no sólo con ella, sino con Brenna y Kyna. Entonces, algo en su interior hizo que su rabia desapareciera. Sonrió a su abuelo.

– Nos parecemos, ¿verdad, Berikos? No sólo es a Brenna a quien debo ser como soy. A vos también.

Tenemos la lengua rápida y un exceso de orgullo. -Se dio unas palmaditas en el abultado vientre. -Sólo los dioses saben cómo será este biznieto vuestro.

Él emitió un ruido extraño al oír esta observación.

– ¿Bueno? -preguntó ella, y él asintió vigorosamente, soltando una especie de risa ahogada. -Eso crees, ¿no? Bien, lo sabremos después de la festividad de Lug -añadió Cailin con una leve sonrisa.

Antes de que Cailin y Wulf partieran a la mañana siguiente, Ceara se acercó a ella y le dijo:

– Has hecho muy feliz a Berikos, hija mía. Tu madre estaría orgullosa de ti y de lo que has hecho. Creo que le has ayudado a hacer las paces consigo mismo y con Kyna.

Cailin hizo un gesto de asentimiento.

– ¿Por qué no? -dijo. -Anoche, las puertas entre los mundos estaban abiertas. Quizá no tanto como en Samain, pero no obstante abiertas. Me pareció que mi madre quería que fuera generosa con Berikos. Es extraño, ¿no, Ceara? Hace sólo unas semanas Berikos estaba fuerte y lleno de vida, era el señor de su mundo. Ahora no es más que un anciano débil y triste. Qué deprisa emiten su juicio los dioses cuando deciden que ha llegado el momento.

– La vida es frágil, hija mía, y asombrosamente veloz, como pronto sabrás. Un día estás llena de juventud y nada es imposible. Y de pronto eres una vieja cáscara seca con los mismos deseos pero sin voluntad para realizarlos. -Rió. -Todavía te queda tiempo. Ahora ve con tu hombre. Envía a buscarme cuando vaya a nacer el niño. Maeve y yo te ayudaremos.

Cailin se detuvo junto al banco donde su abuelo permanecía al sol de la mañana de mayo. Se inclinó para besarle su blanca cabeza y le dio un apretón en la mano.

– Adiós, abuelo -dijo con voz suave. -Os traeré el niño cuando haya nacido.

Ella y Wulf regresaron a su hogar y Cailin, más fuerte de lo que creía, ayudó a sellar las paredes del nuevo granero con adobe y cañas mientras Wulf trabajaba en sus campos con los sirvientes. Era un buen verano, ni demasiado seco ni demasiado húmedo. En los huertos la fruta crecía y colgaba de las ramas de los árboles. El grano maduraba lentamente mientras el heno se cortaba, secaba y finalmente almacenaba en cobertizos para el invierno siguiente.

Él ganado engordaba; sus rebaños habían aumentado considerablemente aquella primavera con el nacimiento de muchos terneros. En los prados las ovejas también se habían multiplicado y se acercaba la época del esquileo. Un cálido día, Cailin, sentada fuera de la casa, miró con satisfacción al otro lado de los campos. Por un momento le pareció que nada había cambiado, y sin embargo todo había cambiado. Era una época diferente y empezaba a percibir la diferencia con más fuerza.

Una noche, ella y Wulf yacían de espaldas en la ladera de la colina, contemplando las estrellas.

– ¿Por qué nunca mencionas a tu familia? -le preguntó ella. -Voy a tener un hijo tuyo y sin embargo no sé nada de ti.

– Tú eres mi familia -respondió él cogiéndole la mano.

– ¡No! -exclamó ella. -Háblame de tus padres. ¿Tenías hermanos? ¿Qué les sucedió? ¿Están en Britania?

– Mi padre murió antes de que yo naciera -contó él. -Mi madre murió cuando yo tenía poco más de dos años. No recuerdo nada de ellos. Eran jóvenes y yo era su único hijo.

– Pero ¿quién te crió? -preguntó Cailin.

Lamentaba que no tuviera parientes cercanos, pero por otra parte eso significaba que Wulf era sólo para ella.

– Los parientes, en la aldea junto a un río de Germania. Fui pasando de un pariente a otro como un animalillo adorable pero no deseado. No se portaban mal conmigo, pero la vida era dura. Nadie necesitaba otra boca que alimentar. Me marché cuando cumplí trece años e ingresé en las legiones. Jamás regresé. Ahora ésta es mi tierra, mi hogar. Tú y nuestro hijo sois mi familia, Cailin. Hasta que te conocí estaba solo.

– Hasta que me conociste -dijo ella- yo también estaba sola. Los dioses han sido bondadosos con nosotros, Wulf.

– Sí -coincidió él.

Ambos levantaron la mirada y vieron una estrella fugaz cruzar el firmamento.


Un día llegó un esclavo de Antonio Porcio con un mensaje. Antonia había empezado a tener dolores de parto y el magistrado no sabía qué hacer. Según decía, las criadas de Antonia parecían confundidas, aunque no deberían estarlo, pensó Cailin. El anciano rogaba que Cailin acudiera a la villa para ayudarles. A Wulf Puño de Hierro no le gustó la idea, pero Cailin consideró, a la luz de la bondad que el magistrado había mostrado hacia ellos, que no podía negarse.

– Acolcharemos la carreta y así viajaré con comodidad -dijo a su esposo. -Nuestro hijo no tiene que nacer hasta dentro de unas semanas. Aunque vayamos despacio, estaré de vuelta antes de que acabe el día.

Antonio Porcio agradeció la llegada de Cailin. Antonia seguía con dolores y tenía grandes dificultades.

– Echó a todas las mujeres que siempre habían estado con ella después de la muerte de Quinto y las sustituyó por un grupo de jovencitas. No sé por qué -explicó a Cailin, respondiendo a la pregunta que ella no formuló.

– Probablemente quería empezar de nuevo -sugirió Cailin. -Quizá las otras mujeres que vivían con ella cuando estaba casada con Sexto Escipión y luego con mi primo la entristecían. Sólo le recordaban todo lo que había perdido, los tiempos mejores que se habían ido.

– Puede que tengas razón, Cailin -respondió el anciano.

– Me habéis pedido que venga y he venido -dijo Cailin, -pero ¿qué le parecerá mi presencia a Antonia? Yo la ayudaré, por supuesto, pero no soy experta. ¿Por qué no tenía a una comadrona entre su servidumbre?

Él se encogió de hombros.

– No lo sé.

– Nunca he ayudado a parir, pero sé lo que hay que hacer. Antonia podrá ayudarme, ya que es su cuarto hijo. Llevadme junto a ella.

Cuando llegaron a los aposentos de Antonia, la encontraron sola, pues sus doncellas habían huido. Al ver quién acompañaba a su padre, los ojos azules de Antonia destellaron por un momento, pero reprimiendo su ira preguntó:

– ¿A qué has venido, Cailin Druso?

– Tu padre me ha pedido que te ayude, aunque la verdad es que tú entiendes más que yo de parir un hijo. Pero haré lo que pueda, Antonia. Al parecer tus jóvenes mujeres no saben hacer nada.

Antonia gimió al sentir una contracción, pero hizo un gesto de asentimiento.

– Has sido bondadosa al venir -admitió de mala gana.

El bebé, que llegó poco después, nació muerto, con el cordón umbilical enrollado en el cuello. Era un niño, con el rostro azulado. Cailin lloró abiertamente con pesar. Aunque había detestado a su primo Quinto, sabía que Antonia le había amado. Amando a Wulf como le amaba, Cailin pudo imaginar la profunda tristeza de Antonia al perder al hijo póstumo de Quinto Druso.

Sin embargo, Antonia tenía los ojos secos.

– Es mejor así -dijo con tono fatalista. -Mi pequeño Mario ahora está con los dioses y con su padre.

Exhaló un exagerado suspiro.

«Es difícil que Quinto esté con los dioses», pensó Cailin con amargura mientras Antonio Porcio trataba de consolar a su hija.

– Me quedaré a pasar la noche y regresaré a casa mañana -les dijo Cailin, dando un pequeño respiro cuando sintió una leve contracción en el vientre.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Antonia.

– Sólo ha sido una punzada -respondió Cailin aparentando más seguridad de la que sentía.

Le desagradaba encontrarse allí y le parecía que la mañana no llegaría nunca.

– No me dejes tan pronto, Cailin -suplicó Antonia. -Quédate conmigo unos días, al menos hasta que se me haya pasado la pena de los primeros momentos. No le sirves de nada a tu apuesto esposo en tu estado actual. Quédate conmigo. Estoy segura de que te gustará disfrutar de mis baños. En tu casa no tienes tantas comodidades.

Cailin consideró la tentadora oferta de Antonia. Realmente quería irse a casa, pues Antonia le hacía sentirse incómoda. Si en verdad sentía pena por la pérdida de su pequeño hijo, Cailin no lo veía. ¿Qué clase de mujer era? Con todo, su tono de súplica parecía auténtico y la oferta de los baños era seductora. A Cailin no le importaba la vida más sencilla que llevaba, salvo por una cosa: verdaderamente echaba de menos los baños, con su sistema de calentamiento hipocaustito, que había en la antigua villa de su familia. Hacía más de un año que había disfrutado del lujo de un largo baño caliente. Sería agradable quedarse unos días para volver a hacerlo.

– Bueno -dijo. -Me quedaré, Antonia, pero sólo dos o tres días.

Luego envolvió el cuerpo del bebé en una pequeña sábana y se lo llevó para que recibiera sepultura y envió a las necias doncellas de Antonia junto a su ama para que atendieran a sus necesidades.

Su ama apenas se fijó en ellas. Estaba demasiado ocupada trazando planes. Había visto el espasmo que había cruzado el rostro de Cailin. ¿Era posible que el parto se le adelantara? ¿O quizá había calculado mal el momento de la llegada de su hijo? Antonia Porcio sabía que nunca volvería a tener una oportunidad así para vengarse, y ansiaba hacerlo. Si Cailin tuviera a su hijo allí, sola y sin su esposo sajón, la esposa y el hijo de Wulf Puño de Hierro se hallarían a su merced. «Oh, Quinto -pensó. -Ayúdame a vengar tu injusta muerte a manos de ese bárbaro. ¡Déjame hacerle sufrir como yo he sufrido! ¿Por qué él ha de ser feliz cuando yo no lo soy?»

– Eres buena al quedarte con Antonia -dijo Antonio Porcio a Cailin aquella noche, mientras cenaban. -Esta tragedia no podía haber sucedido en peor momento para mí. He encontrado comprador para mi casa de Corinio. Tengo intención de vivir aquí con Antonia, ya que se ha quedado viuda. Por estos alrededores hay pocos hombres jóvenes y es posible que ya no tenga ocasión de volver a casarse. Mi nieto necesitará la influencia de un hombre. Si Antonia vuelve a casarse, ningún yerno se negará a darme cobijo en esta casa. Y aunque ella no lo admitirá nunca, creo que mi hija me necesita.

– ¿Tenéis necesidad de viajar a Corinio dentro de poco? -adivinó Cailin.

– Sí, querida. Desde que Antonia se casó con Sexto Escipión he dejado un poco abandonada mi casa. Estaba solo y realmente entonces no me importaba. Ahora, sin embargo, debo efectuar algunas reparaciones antes de que los nuevos propietarios acepten mi precio. Desean tomar posesión lo antes posible. Tengo suerte de haber encontrado compradores en estos tiempos difíciles. Quiero supervisar el trabajo personalmente, o sea que tendré que estar fuera varias semanas. Sé que no puedes quedarte con Antonia tanto tiempo, pero si le haces compañía unos días le resultará más fácil superar la tristeza. -Sonrió con afecto, viendo a su hija como nadie más la veía. -Mima demasiado al pequeño Quinto, y en mi ausencia no hay disciplina en absoluto.

– Dos días, tres como mucho -le dijo Cailin, -pero no más. Mi hijo debe nacer en la casa de su padre. Las esposas de mi abuelo, Ceara y Maeve, irán para ayudarme. Puedo quedarme muy poco tiempo antes de regresar a mi casa. ¿Lo comprendéis?

El asintió.

– Sólo te pediré dos días, Cailin, y te agradezco tu bondad para con mi hija. Ella no siempre se ha portado bien contigo, lo sé, pero sin duda eres su más querida amiga.

Antonio Porcio partió a la mañana siguiente para Corinio. Al verle marchar, Antonia sintió alivio. Habría sido más difícil ejecutar sus planes si su padre se hubiera quedado. Ah, sí, los dioses estaban de su parte, no cabía duda, y su regocijo aumentó sabiendo que ellos aprobaban su venganza. En cierto modo, ella iba a ser su instrumento de retribución contra Cailin Druso y su esposo.

Cailin pronto se sintió aburrida. Cuando sus padres vivían y ella llevaba una vida similar a la de Antonia, nunca había estado tan ociosa como esa mujer. Antonia aparentemente se había recuperado al instante de la muerte de su hijo. Pasaba todo el tiempo detrás de Quinto y embelleciéndose. Las jóvenes que la rodeaban no hacían más que sofocar risitas.

A través de sus conversaciones con Antonio Porcio, Cailin se enteró de que su hija había quedado desolada y amargada a causa de la muerte de su esposo; sin embargo allí estaba Antonia, viuda reciente, su bebé muerto, comportándose como si nada hubiera ocurrido y mostrándose amable con la esposa del verdugo de su marido. Cailin se sentía cada vez más incómoda. ¿Por qué, en nombre de los dioses, había accedido a hacer compañía a esa mujer, aunque sólo fuera por un par de días? Lo peor era que no podía escapar de Antonia, quien parecía estar allá donde ella iba y siempre parloteaba sin hablar de nada en especial. Cuanto más tiempo permanecía Cailin con Antonia, más oía su voz interior que la pinchaba, en particular cuando su anfitriona le informó feliz:

– Esta mañana he enviado un mensajero a Wulf para que venga a recogerte dentro de tres días.

– Qué amable de tu parte -respondió Cailin, preguntándose por qué no se le había ocurrido a ella.

Estar allí debía de embotarle la inteligencia. Bueno, al menos ese día casi había terminado.

La cena fue una dura prueba. A Antonia le gustaba la buena comida y el buen vino, lo que sin duda explicaba su robustez. Presentaba plato tras plato a su invitada, llenando el suyo con pescado en salsa, caza, huevos, queso y pan. Reprendió a Cailin porque no comía suficiente.

– Ofenderás a mi cocinera -dijo.

– No tengo hambre -replicó Cailin, mordisqueando un poco de fruta y pan con queso. Tenía un nudo en el estómago.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó solícita Antonia.

– Sólo tengo el estómago un poco revuelto.

¡Aquella pobre tonta estaba a punto de parir! Estaba de parto y no lo sabía, pensó Antonia con placer. Claro que no lo sabía. Nunca había parido. Pero Antonia estaba segura de ello.

– El vino sienta bien cuando te encuentras mal en tu estado -aconsejó, y sirvió a Cailin una gran copa. -Ésta es mi añada chipriota favorita; te sentirás mejor después de haberlo bebido. Toma un poco de pan para limpiarte el paladar -instruyó, y mientras distraía de ese modo a Cailin, abrió el cierre de un anillo con una gran piedra de berilo que llevaba en el dedo y dejó caer una pizca de polvos en el vino, donde se disolvieron al instante. Tendió la copa a la muchacha. -Bébelo todo, Cailin, y pronto te sentirás mejor.

Cailin bebió lentamente mientras observaba los platos medio llenos de comida que retiraban a la cocina. Nadie podía comer todo aquello, pensó. Qué manera de desperdiciar cuando tanta gente pasaba hambre. Entonces ahogó un grito al sentir un fuerte dolor.

– Estás de parto -dijo Antonia con calma.

Claro que lo estaba. Si bien los dolores que antes había tenido no lo eran, el vino drogado había precipitado el proceso.

– Envía a buscar a mi esposo -pidió Cailin, tratando de que su voz no traicionara el miedo que sentía. -¡Quiero que Wulf esté aquí cuando nazca su hijo! ¡Oh, los dioses! ¿Por qué me has hecho prometer que me quedaría aquí unos días?

– Claro que quieres que Wulf esté a tu lado -dijo Antonia. -Recuerdo cuánto deseaba yo que Quinto estuviera conmigo cuando nació mi querido hijo. Enviaré a un esclavo. No temas, querida Cailin. Yo me ocuparé de ti.

Ayudó a Cailin a ir a su dormitorio.

Antonia dejó a sus doncellas con ella y fue a buscar a un joven esclavo al que había intentado convertir en su amante. Era una lástima, pensó, pero tendría que matarle por su participación en ese asunto y ni siquiera le había disfrutado una sola noche.

– Ve a Simón, el mercader de esclavos de Corinio.

Él realiza envíos a Londres cada mes y pronto enviará una caravana. Dile que tengo una esclava de la que me gustaría deshacerme. Es una criatura que me causa problemas, y una mentirosa. Tiene que estar drogada hasta que llegue a Galia. Quiero que la envíen lo más lejos posible de Britania. ¿Comprendes, mi bello Ático?

Antonia sonrió al joven mientras le acariciaba las nalgas sugestivamente.

– Sí, mi ama -respondió él devolviéndole la sonrisa.

El muchacho era nuevo en la casa pero había oído contar que ella era una mujer lasciva. Sin duda no tendría quejas de su actuación cuando estuviera recuperada del parto y dispuesta a tomar un amante.

– Dile a Piso que te dé el caballo más rápido del establo -instruyó Antonia. -Quiero que estés de regreso al amanecer. Si no es así, te haré azotar. -Le acarició el miembro endurecido. -Estás bien formado -observó. -¿Te compré, Ático? No lo recuerdo.

– Vuestro padre me compró, mi ama -contestó el muchacho con más aplomo del que sentía. Tenía su miembro duro como el hierro bajo la caliente mano de Antonia.

– Tendremos que encontrar un puesto adecuado para ti dentro de poco -observó Antonia, pensando que quizá no le mataría enseguida. Al fin y al cabo, no comprendería lo que ella había hecho. -¡Ahora vete!

Antonia se volvió y se apresuró a regresar junto a su paciente.


Cailin pasó toda la noche tratando de alumbrar a su bebé. Tenía el cuerpo empapado de sudor. Bajo la dirección de Antonia, hacía esfuerzos para que naciera su hijo.

– ¿Dónde está Wulf? -repetía Cailin una y otra vez. -¿Por qué no viene?

– Es de noche -respondió Antonia. -No hay luna. Mi mensajero debe ir despacio por los campos para llegar a tu casa. No puede galopar, Cailin. Ha de mirar bien por dónde va. Llegará, pero luego él y tu esposo han de regresar igualmente despacio. Toma. -Le pasó el brazo por los hombros. -Bebe un poco de mi vino. Te sentirás mejor. Yo siempre lo hago.

– No lo quiero -replicó Cailin, apartando la mano de Antonia.

– No seas tonta -dijo Antonia. -He puesto unas hierbas para que te alivien el dolor. Yo también las tomaba cuando estaba de parto. No veo razón para sufrir.

Cailin cogió la copa y bebió despacio. Inmediatamente se sintió mejor, pero la cabeza le daba vueltas. Otro doloroso espasmo le desgarró y la joven lanzó un grito. Antonia se arrodilló y examinó si había progresado.

– ¿Se ve la cabeza del bebé? -le preguntó Cailin. -¡Ojala Ceara y Maeve estuvieran aquí, las necesito!

– No podrían hacer por ti nada que no pueda hacer yo -replicó Antonia con aspereza, pero suavizó un poco su tono. -Ya veo la cabeza. Sé valiente, Cailin Druso, ¡dentro de unos minutos tu hijo habrá nacido!

– ¡Los dioses! -exclamó Cailin. -¿Dónde está Wulf? Antonia, estoy muy mareada. ¿Qué has puesto en el vino?

Tuvo otra dolorosa contracción.

Antonia hizo caso omiso de las preguntas de Cailin.

– ¡Empuja! -ordenó. -Empuja fuerte. ¡Más fuerte!

La cabeza y los hombros del niño aparecieron entre las piernas de su madre. Antonia sonrió satisfecha. Cailin no se daba cuenta, pero estaba teniendo un parto fácil. El bebé habría nacido enseguida.

Le resultaba difícil mantener los ojos abiertos. La cabeza le daba vueltas y tenía la sensación de que iba a caerse. Sintió otro terrible dolor. Oyó, aunque un poco distante, la voz de Antonia que le pedía de nuevo que empujara. Cailin hizo esfuerzos por obedecer. No podía perder el conocimiento. Efectuando un esfuerzo supremo empujó con todas sus fuerzas. Se vio recompensada con el súbito llanto de un recién nacido y su corazón palpitó de felicidad. Entonces, de pronto, la oscuridad pareció apoderarse ella. Cailin luchó valientemente pero fue inútil. Lo último de que fue consciente fue de la voz de Antonia:

– Es tan dulce. Siempre he deseado tener una niña.


Cuando dos días después llegó Wulf a reclamar a su esposa, Antonia salió lentamente al patio para recibirle. Estaba llorando y cariacontecida.

– ¿Qué ocurre? -preguntó él, abrumado por una extraña sensación.

Antonia ahogó un sollozo y se arrojó a los brazos del desconcertado Wulf.

– ¡Cailin! -jadeó. -Cailin ha muerto, y el niño, tu hijo, también. No pude salvarles. ¡Lo intenté! ¡Juro que lo intenté!

– ¿Qué dices? ¿Cómo ha podido ocurrir, Antonia? Ella estaba rebosante de salud cuando la vi por última vez…

Antonia se separó de sus brazos y le miró con sus grandes ojos azules.

– Tu hijo era grande y no venía bien colocado. Los niños nacen de cabeza, pero éste lo hizo por los pies. Casi partió en dos a la pobre Cailin. Su sufrimiento fue insoportable. Murió desangrada. El niño, al que tanto costó nacer, sólo sobrevivió una hora. Jamás imaginé que pudiera suceder algo semejante. Lo siento, Wulf.

– ¿Dónde está su cuerpo? -pidió él. Su voz era dura y fría. ¿Su amada ovejita, muerta? ¡No era posible!

¡No lo creía! -Quiero ver el cadáver de mi esposa -repitió. Sentía un fuerte dolor en el pecho. ¿Podía romperse un corazón?, se preguntó, pues creía que eso le estaba sucediendo.

– Estaba tan desgarrada -explicó Antonia- que no pudimos prepararla debidamente para ser enterrada. Hice que la incineraran, como solían hacer nuestros antepasados celtas. Coloqué el bebé en sus brazos para que pudieran llegar juntos a los dioses.

Él hizo un gesto de asentimiento, aturdido de pesar.

– Quiero sus cenizas -dijo con frialdad. -Supongo que tienes sus cenizas. Me las llevaré a casa y las enterraré en sus tierras con el resto de su familia. A Cailin le gustaría.

– Por supuesto -accedió Antonia con suavidad. Se volvió y cogió una urna de bronce pulido bellamente decorada que estaba sobre el banco del atrio. -Las cenizas de Cailin y las de tu hijo están aquí. -Se lo entregó con una sonrisa compasiva. -Comprendo tu pesar, ya que hace poco perdí a mi compañero y a mi hijo -dijo.

Él cogió la urna, como si aún no pudiera creer lo que había oído. Luego se volvió sin decir palabras y se encaminó hacia la puerta.

Antonia se sintió exultante al ver el dolor de Wulf. Luego se le ocurrió una idea perversa y, siguiendo un impulso, la puso en práctica.

– Wulf, espera. -Su voz había adquirido un tono seductor.

Él se volvió y quedó atónico al ver que Antonia se había quitado la túnica y estaba completamente desnuda. Su cuerpo era blanco, sonrosado y rollizo. No había ni una marca que estropeara la perfección de su suave piel, pero él la encontró repulsiva. Por un momento se quedó clavado donde estaba, mirando fijamente la repugnante desnudez de la mujer.

– Estoy sola, Wulf -musitó. -Muy sola…

– Vuelve a ponerte la túnica, Antonia.

– Mataste a mi esposo, Wulf. Ahora estoy sola. ¿No crees que deberías compensarme por la pérdida de Quinto Druso? -ronroneó Antonia. Deslizó las manos bajo sus abundantes senos, con sus pezones morados y los levantó en gesto de ofrecimiento. -¿Estos frutos no te tientan a que los pruebes? ¿El arma que llevas bajo los braceos no está dura de deseo?

– Vístete -ordenó él con frialdad. -Me repugnas.

Ella se precipitó y apretó su desnudo cuerpo contra el de él. Wulf se sintió abrumado por el olor a almizcle.

– Eres el hombre más guapo de la provincia, Wulf -dijo Antonia, jadeante de deseo. -Siempre tengo por compañero al más guapo de la provincia. -Le rodeó el cuello con los brazos. -Bésame, bruto sajón, y después tómame. ¡Aquí! En el atrio. Lléname con tu virilidad, hazme gemir de placer. ¡Te deseo tanto!

Wulf apartó los brazos de Antonia y la separó de sí de un empujón. Sentía ganas de vomitar.

– Antonia, la pena te ha vuelto loca. Primero tu esposo e hijo, y luego mi esposa y mi hijo. Lo lamento por ti, pero debo dominar mi propio dolor. Ya me está desgarrando. Amaba a mi esposa. No sé cómo viviré sin ella. ¿Qué me queda ahora? ¡Nada! Se volvió y salió tambaleante del atrio. -¡Vete! -gritó Antonia. -¡Vete, Wulf Puño de Hierro! ¡Si sufres, me alegro! ¡Ahora sabrás lo que yo sentí cuando asesinaste a mi Quinto!

Se inclinó, recogió su túnica y se la puso. «¡Ojala pudiera decirte la verdad! -pensó, -pero no puedo. Mi padre también se enteraría y no podría soportarlo. -Rió. -De todos modos, me he vengado de ti y de Cailin Druso. Si nadie más que yo lo sabe, ¿qué importa?

Cuando Antonio Porcio regresó de Corinio varias semanas más tarde, su hija le esperaba. Se sentaron juntos en el jardín, al fresco aire de mediados de otoño, mientras Antonia amamantaba al bebé.

– Me quedé perpleja, padre -dijo. -Él no la quería. Estaba dispuesto a dejarla en la colina, si yo no le hubiera rogado que me la entregara. Lo único que le importaba era que Cailin no le había dado el hijo varón que él quería. Estos sajones son crueles, padre. Afortunadamente el pequeño Quinto estaba listo para ser destetado, y mi leche es abundante, por eso decidí quedarme con la niña y educarla con mi hijo. Casi me compensa por haber perdido a mi bebé. ¡Pobre Cailin!

– ¿Dónde está ahora Wulf Puño de Hierro? -preguntó el magistrado.

– Ha desaparecido -respondió Antonia. -Nadie sabe adónde ha ido. No dejó nada dispuesto para sus esclavos. Simplemente se marchó. Las tierras, por supuesto, ahora pertenecen a mi pequeña Aurora. La llamo así porque nació con el alba, aunque su madre muriera. Envié a mi mayordomo a que expulsara a los dobunios que habían empezado a construir una casa en la villa junto al río. Dijeron que Cailin se la había entregado como regalo de boda, pero yo les dije que era mía por derecho de herencia y que Cailin había muerto de parto y no se hallaba allí para hacer cumplir sus supuestos derechos. No me dieron muchos problemas, y ahora ya se han ido.

Antonio Porcio asintió. Eran muchas cosas para digerir, pensó, pero de todo ello había surgido algo bueno. Antonia parecía volver a ser la de antes. Adoptar a la hija huérfana de Cailin Druso sin duda le había hecho bien.

– Te quedarás a vivir con nosotros, ¿verdad, padre? -le preguntó Antonia. -Te necesito. No volveré a casarme; dedicaré mi vida a mis dos hijos. Creo que es lo que los dioses desean de mí.

– Tal vez tengas razón -dijo el anciano cogiéndole una mano. -Seremos una familia feliz, Antonia. ¡Lo presiento!

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