CAPÍTULO 14

Ambas amigas no tuvieron que esperar mucho. Cuatro esclavos fueron a buscarlas para llevarlas a los baños, donde las bañaron y les untaron el cuerpo con aceites perfumados. Las encargadas de los baños frotaron los rizos castaño rojizos de Cailin y el largo y espeso cabello negro azulado de Casia hasta secarlo. Después se lo perfumaron, a Casia le hicieron una trenza y luego les pusieron una corona de flores sobre la cabeza. No les ofrecieron ropa, y ellas comprendieron que sería inútil pedirla.

Fueron acompañadas a una gran habitación que se abría a los hermosos jardines de la villa. Justino Gabras estaba sentado, vestido ahora con una corta túnica blanca, en una silla de mármol negro. Los gladiadores se hallaban reunidos ante él. No había ninguna otra mujer en la habitación. Al oírlas entrar, todos los ojos se volvieron con avidez. Los guardias los obligaron a avanzar y Justino Gabras les tendió los brazos para cogerlas de la mano y sentarlas en su regazo. Les acarició los pechos y les pellizcó los pezones.

– ¿Habéis comido bien, amigos míos? -preguntó a los gladiadores. -Ahora tengo un pequeño regalo para vosotros. Estas dos mujeres son las prostitutas más exclusivas de Bizancio. Son bonitas como conejitos, ¿verdad? Vamos a jugar a una cosa. Soltaremos estos dos conejitos en los jardines y vosotros, la manada de sabuesos más hambrientos que jamás he visto, las perseguiréis. Ellas se esconderán de vosotros, ¿no es así bellezas mías? Pero alguien las encontrará, y el afortunado obtendrá placer toda la noche. Sin embargo, en este juego no hay perdedores. El resto podréis elegir de entre las otras mujeres de esta casa. ¿Qué os parece?

Los gladiadores aclamaron con ojos lascivos a Justino Gabras.

– Por los dioses del Averno -exclamó el Huno en voz alta, -nos lo pones difícil. Las dos son auténticas bellezas.

– ¿Cuál prefieres? -le preguntó Gabras.

– No estoy seguro -respondió el hombre que luchaba con red. Se volvió hacia su compañero. -¿Qué opinas tú, Puño de Hierro? ¿A cuál prefieres?

– A la que atrape -contestó el Sajón, y sus ojos se posaron en los de Cailin.

Casia miró a su amiga. Cailin estaba pálida como la cera. Sus grandes ojos violetas reflejaban dolor y asombro. «¿Es él?», preguntó Casia moviendo los labios. Cailin asintió. «Si alguien coge a Cailin -pensó Casia, -tiene que ser el Sajón.» Miró al Huno y le dedicó su sonrisa más seductora.

– ¿Eres tan bueno fuera de la arena como en ella? -preguntó con un ronroneo. -Si lo eres, me alegrará que me atrapes en tu red.

Para sorpresa de Casia, el Huno se ruborizó mientras sus compañeros soltaban gritos de júbilo. O sea que era tímido. Pero sus descaradas palabras habían dejado claro a todos que ella le elegía a él. Ninguno de los demás se atrevería a ir tras ella, pues por muy tímido que pudiera ser, el Huno la querría. No se enfrentarían con él por una mujer, ella lo sabía. Casia se fijó en el asombro con que el sajón miraba a Cailin. Ahora tenía que asegurarse de que su amiga sería para él.

– Cailin Druso -dijo, -¿tienes alguna preferencia entre estos apuestos hombres? Creo que el Sajón está muy bien.

– Yo también lo creo -respondió Cailin, pues había captado el juego de Casia.

– O sea que no eres mejor que las demás -dijo sonriendo Justino Gabras. -¿Alguien puede explicarme por qué todas las mujeres nacen putas?

No vio la palidez que había adquirido el semblante del gladiador sajón, ni cómo apretaba los labios ni el destello de furia que relampagueó en sus ojos al oír estas palabras.

Sin esperar respuesta, Justino Gabras apartó a las dos mujeres de su regazo.

– Volved al jardín y escondeos, bellezas mías. Contaré hasta cincuenta y después soltaré a esta lujuriosa jauría. ¡Moveos, zorras!

Las dos mujeres abandonaron corriendo la habitación, cruzaron la sala de las columnas de mármol y salieron al jardín, iluminado por la luz del crepúsculo. Cuando habían recorrido un trecho juntas, Casia se detuvo y dijo:

– Escóndete, Cailin, y no salgas a menos que veas al Sajón.

Luego se marchó por un sendero de hierba. Cailin se adentró en los jardines y finalmente trepó a las ramas de un melocotonero. Era poco probable que a alguien se le ocurriera buscarla allí arriba.

– ¡Cincuenta! -oyó gritar a Justino Gabras.

Los gladiadores empezaron a registrar los jardines, buscando ruidosamente a las dos mujeres. Al cabo de unos minutos Cailin oyó la áspera voz del Huno que gritaba triunfante:

– ¡He atrapado un conejito, amigos! -Y el tímido grito de falsa sorpresa de Casia.

La caza de Cailin se hizo más intensa, pero ella se sentía a salvo entre las ramas del árbol. Incluso veía a algunos hombres abajo, buscándola entre los arbustos, detrás de las fuentes y entre las decorativas estatuas. «Jamás me encontrarán», pensó, pero después ¿qué haría? ¿Cómo podría escapar de Villa Máxima sin su ropa y sin una litera? De pronto la rama sobre la que estaba cedió y Cailin cayó al suelo profiriendo un grito. Dos hombres aparecieron mientras ella se ponía en pie desesperadamente. Una punzada de dolor le atravesó el tobillo derecho, pero ella hizo un esfuerzo por permanecer en pie.

– ¡Deteneos! -ordenó a los dos hombres.

– No tengas miedo, ovejita -oyó decir a una voz, y luego: -¡Es mía, griego! ¡Si la tocas te mato!

– Ninguna mujer vale tanto como para arriesgarse a morir, Wulf Puño de Hierro -dijo el hombre llamado griego, y desapareció en la oscuridad.

– ¿De veras eres la prostituta más exclusiva de Bizancio, Cailin Druso? -le preguntó Wulf.

– No -respondió ella con suavidad, -pero será mejor que me trates como si lo fuera. Tu anfitrión es mi enemigo mortal.

– ¿Puedes andar o te has lastimado demasiado?

– Me he torcido el tobillo al caer del árbol -respondió ella, -pero no me lo he roto. De todos modos, tendrás que llevarme en brazos y forcejearé para escapar de ti. Justino Gabras encontraría extraño que no lo hiciera.

– ¿Por qué?

– Hablaremos de ello cuando estemos en un lugar privado. ¡Vamos! Cógeme antes de que venga alguien y se extrañe de que no estemos enzarzados en una apasionada batalla.

Él se acercó y le acarició la cara.

– Antonia dijo que habías muerto, y también nuestro hijo.

– Sospechaba que lo había hecho -dijo Cailin.

– Quiero saber la verdad.

– ¡Wulf, por favor! -le suplicó. -¡Ahora no! Gabras vendrá por nosotros. Es un hombre muy peligroso.

Las preguntas se arremolinaban en la cabeza de Wulf. ¿Cómo era que estaba viva? ¿Y por qué se encontraba en Bizancio? En sus ojos leyó que tenía miedo de verdad. La cogió en brazos y se la echó al hombro. Ella se puso a chillar y a golpearle con los puños mientras él la acarreaba por el jardín en dirección al lugar donde los otros esperaban.

– ¡Déjame en paz! ¡Suéltame, bruto! -gritaba Cailin. La sangre le subía a la cabeza y empezaba a sentirse mareada.

– Así que el otro conejito por fin ha sido atrapado -oyó decir a Gabras, que apareció en su campo de visión. -Nos has dado trabajo, querida. ¿Dónde estaba?

– En un árbol -respondió el Sajón. -Jamás la habría encontrado, pero la rama en que estaba ha cedido.

– Quiero ver cómo la posees -dijo Justino Gabras. -¡Aquí y ahora! -Sostenía una copa de vino.

– Sólo hago actuaciones públicas en la arena -repuso Wulf Puño de Hierro con calma.

– Quiero ver a esta mujer humillada -insistió Gabras.

«Este hombre es peligroso», pensó Wulf, y replicó:

– Por la mañana habré poseído a esta mujer de todas las maneras posibles, algunas de las cuales ni siquiera tú has imaginado, mi señor. Si no está muerta, será incapaz de arrastrarse para salir de la habitación donde yaceremos esta noche. -Se volvió hacia Joviano Máxima. -Quiero una habitación sin ventanas para que no moleste a nadie con sus gritos. Tiene que disponer de un buen colchón, y también quiero vino. Y un látigo. A menudo hay que recordar a las mujeres sus obligaciones, y ésta es demasiado rebelde. Es evidente que no sabe cuál es su lugar, ¡pero lo aprenderá! A los sajones nos gustan las mujeres dóciles y complacientes.

– ¡Por los dioses eres todo un hombre! -exclamó Justino Gabras con una sonrisa que iluminó sus facciones. -¡Dale lo que pide, Joviano Máxima! Esa puta está en buenas manos.

Unos momentos más tarde fueron acompañados a la misma habitación donde Cailin y Casia habían sido encerradas antes. Ahora, sin embargo, la habitación contenía una gran cama sobre una tarima, varias mesas bajas, una jarra de vino y dos copas, dos lámparas que ardían con aceite perfumado, una alta lámpara de suelo y, a los pies del colchón, el látigo que Wulf había pedido.

Joviano, que les había acompañado personalmente, parecía nervioso, y Wulf le sonrió con aire perverso.

– Cierra la puerta -pidió. -Quiero hablar contigo.

Joviano accedió con nerviosismo.

– Dile a Gabras que te he amenazado si no se nos concedía absoluta intimidad -dijo Wulf.

– ¿Qué quieres de mí, gladiador?

– Saber la naturaleza del peligro que Justino Gabras supone para Cailin Druso.

– Utilizará lo que ha ocurrido, lo que ocurrirá esta noche, para desacreditarla ante la corte imperial y el patriarca, que prohibirá entonces su matrimonio con el general Flavio Aspar. Eso es lo que pretende Gabras. El resto te lo puede contar la propia Cailin, si quieres escucharla.

– Es Wulf Puño de Hierro, mi marido -le susurró Cailin.

– ¿Que él es…? -exclamó asombrado Joviano Máxima. -¿Es verdad eso que dices, Cailin?

– Por esa razón he venido aquí, Joviano -admitió ella. -Cuando le vi en la arena no estaba segura. Tenía que cerciorarme antes de jurar mi fidelidad a Aspar.

Wulf y yo tenemos que hablar, y luego yo me quedaré en esta habitación hasta la mañana. Sin embargo, cuando amanezca, tendrás que ayudarme a regresar a Villa Mare. Y también a Casia. Si nos movemos con habilidad, podemos impedir que el príncipe Basilico se entere del incidente. Ella le ama.

Joviano hizo un gesto de asentimiento, aún no repuesto de la sorpresa.

– Sí, y el príncipe ama a Casia tanto como ella a él, pero no puede decírselo. Me lo contó una vez en que había bebido de más. Por la mañana se lo diré. Eso la consolará, supongo. Ahora debo dejaros o Gabras sospechará.

La puerta se cerró tras Joviano, y Wulf colocó la barra de madera que protegería su intimidad. El corazón de Cailin latía deprisa. ¡Verdaderamente era Wulf! Con manos temblorosas sirvió dos copas de vino y bebió nerviosa, mientras él se volvía y cogía su copa.

Se la bebió de un trago y dijo sin rodeo:

– Así que vas a casarte. Tienes aspecto de haber prosperado y de ser amada.

– Y tú, que me querías por mis tierras, no tardaste en abandonarlas. Me dijiste que estabas harto de pelear, pero quizá un gladiador gana más dinero, y no cabe duda de que tiene mayores privilegios que un soldado -replicó Cailin.

Había sido una locura ir allí, y más aún creer que todavía quedaba algo entre ellos.

– ¿Cómo llegaste a Bizancio? -preguntó él.

– En la bodega de un barco de esclavos, desde Marsella -respondió Cailin con aspereza. -Tuve que cruzar a pie toda Galia para llegar hasta aquí. Antes de eso, pasé el tiempo drogada en una pocilga para esclavos en Londres. -Bebió un sorbo de vino. -Creo que nuestro hijo vive, pero no sé qué hizo Antonia con él. ¿Alguna vez intentaste averiguarlo?

– Ella me dijo que tú y el niño habíais muerto en el parto -explicó él, y pasó a contarle lo que había ocurrido cuando fue a la villa de Antonia a buscarla.

– ¿Y nuestros cuerpos? -preguntó airada Cailin. -¿Ni siquiera exigiste ver nuestros cuerpos?

– Me dijo que os había incinerado; incluso me dio una cajita con vuestras supuestas cenizas. Las enterré con tu familia -terminó con aire indefenso. -Creí que lo habrías querido así.

El macabro humor de este comentario sorprendió a Cailin y se rió.

– Sospecho que enterraste una cajita con cenizas de madera o de carbón -dijo, apurando su copa y sirviéndose más.

– ¿Cómo es que conoces a Joviano Máxima? -preguntó él.

– Él me compró en el mercado de esclavos y me trajo aquí-respondió ella con frialdad. -¿Estás seguro de que quieres saber más?

«No es la misma Cailin que conocí y amé», pensó Wulf. Pero ¿cómo iba a serlo? Hizo un lento gesto de asentimiento y escuchó, y su expresión fue pasando de la ira al dolor y la compasión mientras ella le relataba su terrible peripecia. Cuando hubo terminado, él guardó silencio un largo momento y luego preguntó:

– ¿Permitiremos que Antonia Porcio destruya la felicidad de que disfrutábamos, Cailin?

– Oh, Wulf, nuestro tiempo ha pasado. Yo creía que te quedarías con las tierras de mi familia, que habrías tomado otra esposa y que tendrías otro hijo. ¿Cómo podría imaginar que volveríamos a encontrarnos aquí, en Bizancio, o en cualquier otro lugar del mundo?

Cailin suspiró y bajó la cabeza para ocultar las lágrimas que habían acudido a sus ojos.

– ¿O sea, que rehiciste tu vida? -preguntó él con amargura.

– ¿Qué podía hacer? -sollozó ella. -Aspar me rescató de este Hades de seda y me dio la libertad. Me acogió en su casa y me amó. Me ha ofrecido la protección de su nombre a pesar de todo. ¡He aprendido a amarle, Wulf!

– ¿Y has olvidado el amor que compartimos, Cailin? -preguntó con rencor y la atrajo bruscamente a sus brazos. -¿Has olvidado cómo eran las cosas entre nosotros, ovejita? -La besó en la ceja. -Cuando Antonia me dijo que tú y el niño habíais muerto quedé destrozado. No podía creerlo, pero como ya te he dicho, ella me entregó lo que afirmó eran vuestras cenizas. Regresé a casa y las enterré. Traté de seguir adelante, pero tú estabas en todas partes. Tu esencia impregnaba la casa y las tierras. Y sin ti no había nada. Nada tenía significado para mí si tú no estabas, Cailin. Una mañana desperté. Cogí el casco, el escudo y la espada y me marché. No sabía adónde iba, pero sabía que tenía que apartarme de tu recuerdo. Vagué por Galia y me dirigí a Italia. En Capua conocí a unos gladiadores en una taberna. Ingresé en la escuela que hay allí y cuando empecé a pelear pronto me convertí en campeón. No temía a la muerte. Ese temor es el mayor enemigo del gladiador, pero yo no lo tenía. ¿Por qué iba a tenerlo? ¿Qué tenía que perder que no hubiera perdido ya excepto mi vida, que para mí no tenía ya ningún valor?

– ¿Y conseguiste escapar de mi recuerdo con tus combates, con una jarra de vino o en los brazos de otras mujeres?

– Siempre has permanecido conmigo, Cailin. En mis pensamientos y en mi corazón. No pude escapar de ti.

La estrechó entre los brazos, aspirando su perfume y frotando la mejilla contra su cabeza. La piedra en que el corazón de ella se había convertido empezó a desmigajarse.

– ¿Qué quieres de mí, Wulf? -le preguntó con ternura.

– Nos hemos reencontrado, mi dulce ovejita. ¿No podríamos volver a empezar? Los dioses han hecho posible este reencuentro.

– ¿Con qué fin? ¿Qué ganaríamos con ello?

Él le levantó el rostro levemente y su boca la besó con suavidad. Sus labios eran cálidos y muy suaves, y cuando el beso se hizo más apasionado, el corazón de Cailin estuvo a punto de partirse en dos. ¡Todavía le amaba! Pero ¡también amaba a Aspar! ¿Qué podía hacer?

– Ya no sé qué está bien y qué está mal -dijo. -Oh, basta, Wulf. No puedo pensar.

– ¡No lo hagas! -exclamó él. -Dime que no me amas, Cailin, y te ayudaré a escapar de Villa Máxima ahora mismo. Me iré de Constantinopla y jamás volverás a verme. Quizá sería mejor así. Nuestro hijo está perdido para siempre, y la vida que llevas aquí es mejor para ti. La capital de la civilización te sienta bien, ovejita. Ya conoces el duro destino que nos espera en Britania.

Sin embargo, a pesar de sus palabras, la retenía entre sus brazos como si no pudiera soltarla.

Cailin guardó silencio durante lo que pareció una eternidad y luego dijo:

– Wulf, puede que el niño todavía esté vivo. De alguna manera lo percibo. ¿Qué clase de padres seríamos si ni siquiera fuésemos a buscarlo?

– ¿Y ese Flavio Aspar, el hombre con quien tienes que casarte? ¿Lo que hay entre vosotros no es suficiente para que te quedes con él?

– Hay muchas cosas entre nosotros -respondió ella con calma. -Más de las que puedes imaginar. Abandonaré muchas cosas para regresar a Britania contigo, Wulf, pero allí también nos esperan muchas cosas.

»Están nuestras tierras, de las que estoy segura que Antonia se ha apoderado de nuevo, y la esperanza de recuperar a nuestro hijo. La tierra no significa demasiado para mí. Me importa mucho más el amor de Aspar. Sin embargo, nuestro hijo inclina la balanza en tu favor.

»Una vez, hace mucho tiempo, nos prometimos en matrimonio. Ese matrimonio no sería reconocido por los que se hallan en el poder en Bizancio, ya que no se celebró en el seno de su Iglesia, pero los votos que hicimos en nuestra tierra son sagrados. No voy a negarlos ahora que sé que vives. Soy una Druso Corinio, y se nos enseña que cumplamos nuestras promesas no sólo cuando nos conviene sino siempre.

– Yo no soy un deber a cumplir -replicó él, ofendido.

Cailin percibió su tono y le sonrió.

– No. Wulf, no eres un deber, sino mi esposo, a menos que prefieras renunciar ahora a los votos que nos hicimos mutuamente en casa de mi abuelo aquella lejana noche de otoño. Sin embargo, recuerda que si me niegas a mí, niegas también a nuestro hijo.

– ¿Estás segura de lo que dices, ovejita?

– No, Wulf, no lo estoy -respondió ella con sinceridad. -Aspar ha sido muy bueno conmigo. Le amo y sé que le haré daño cuando le abandone; pero también te quiero a ti, y está nuestro hijo.

– ¿Y si no podemos encontrarle?

– Entonces habrá otros -respondió Cailin con suavidad.

– Oh, Cailin… -susurró él. -Quiero amarte como nos amamos en otro tiempo.

– Eso se espera de nosotros, ¿no? La puerta está atrancada y nos dejarán en paz hasta la mañana, pero debes quitarte esa túnica corta. ¡Por los dioses! Deja poco a la imaginación y prefiero verte sin ella.

Cuando los dos estuvieron desnudos a la vacilante luz de las lámparas, Cailin le contempló con avidez. Había olvidado muchas cosas, pero de pronto sus recuerdos acudían a su mente. Alargó el brazo y le acarició una cicatriz curva que tenía en el pecho.

– Esto es nuevo -observó ella.

– Me la hicieron en la escuela de Capua -dijo Wulf y extendió el brazo derecho hacia ella, -y ésta en los juegos de primavera en Rávena, el año pasado. Me hallaba bloqueando a un hombre que luchaba con red, y él esgrimió su daga. Murió bien.

Cailin se inclinó y le besó la cicatriz del brazo.

– Nunca más volverás a la arena, Wulf. Te perdí una vez, y no quiero perderte de nuevo.

– No hay ningún lugar seguro -señaló él. -Siempre acecha el peligro, amada mía.

Entonces le cogió el rostro con las dos manos y la besó en los labios, los ojos y las mejillas. Su piel era tan suave… Ella murmuraba en voz baja, la cabeza echada hacia atrás, tenso el cuello. Él le lamió ardientemente la garganta, deteniendo sus dedos en la base del cuello para sentir el pulso que latía.

– Te amo, ovejita-susurró. -Siempre te he querido.

De pronto Cailin pareció inflamarse de deseo y le cubrió de besos con sus labios y su lengua. Rozó la cicatriz del pecho con su boca y él gimió como si le doliera. Ella se irguió y se miraron profundamente a los ojos durante lo que pareció una eternidad. No había palabras para expresar lo que sentían. A continuación Cailin le acarició el miembro suavemente, deslizando los dedos hacia atrás para rozar con la mano su bolsa de vida.

– Vas a lisiarme, cariño -dijo él.

– No eres ningún novato -repuso ella- y no estaría mal que pusiera en práctica las cosas que he aprendido para nuestro mutuo placer.

Se puso de rodillas ante él y le besó el vientre y los muslos; luego le cogió el miembro en la boca y se aplicó hasta que él suplicó que parara y la puso en pie para besarla apasionadamente.

La guió hasta la tarima y se tumbaron en el colchón, los cuerpos entrelazados, sin dejar de besarse. Ella ya no era la muchacha tímida que Wulf había conocido. Sus manos eran atrevidas y le acariciaban con pericia. No sabía si sentir sorpresa o placer, pero al final cedió a éste. Había perdido una esposa joven y dulce y había recuperado una mujer apasionada. Acogiéndola en su brazo, empezó a acariciarle el cuerpo y ella se acurrucó junto a él ronroneando como una gatita, alentándole a seguir y gimiendo suavemente a medida que se excitaba.

Él le acarició con ternura los pechos y se inclinó para lamerle los pezones. El sabor de ella le excitaba y siguió lamiéndole la suave piel, recorriéndole el cuerpo entero con la lengua: entre los senos, por la garganta, hasta el vientre.

Cailin gemía y casi sollozaba.

– ¿Sabes complacer a una mujer como yo te he complacido?

– Sí -respondió él con voz ronca, y bajó la cabeza para llegar a su pequeña joya y penetrarla profundamente.

– ¡Aahhh…! -exclamó ella arqueando el cuerpo.

La estaba volviendo loca y percibía que él lo sabía. Entonces Wulf se colocó sobre ella y la penetró lenta y ardientemente, hasta lo más profundo. A continuación, descansó un momento mientras su miembro viril latía en su interior. Luego le cogió las caderas y la embistió rítmicamente hasta que sus gemidos resonaron en los oídos de Wulf. A Cailin se le cerraban los párpados pero se obligó a mantener los ojos abiertos y mirar a Wulf a la cara mientras la poseía.

Él lo hizo con ternura, besándole el rostro, murmurándole palabras de amor y deseo al oído. Ella estaba saciada y sin embargo quería más. Había olvidado la pasión que había existido entre ellos, pero ahora él había reavivado el fuego que había en ella y siguió haciéndolo a lo largo de toda la noche, en la que hicieron el amor muchas veces, incapaces de sentirse saciados durante mucho rato.

Agotados al fin, se sumieron en un frágil sueño que al poco fue perturbado por un golpe en la puerta de la cámara.

Wulf se puso en pie de un salto. La lámpara del suelo y una de las pequeñas lámparas de aceite se habían extinguido. Wulf desatrancó la puerta y la abrió. Ante él aparecieron Casia y Joviano.

– ¿Qué queréis? -gruñó.

– Justino Gabras ha enviado a buscar a Flavio Aspar -chilló Joviano con voz horrorizada. Cailin gritó desde la cama:

– ¡Mi ropa, Joviano! Tengo que vestirme ahora mismo y, por piedad, encuentra algo respetable que Wulf pueda ponerse para conocer al general.

– Yo tengo tu ropa, Cailin -dijo Casia. -¡Ven conmigo!

– ¿Lo de anoche lo dijiste en serio? -le preguntó Wulf.

– Sí -respondió Cailin con una sonrisa. -Regresaremos a Britania a reclamar nuestras tierras y recuperar a nuestro hijo. ¡Claro que lo dije en serio!

Siguió a Casia con paso rápido.

– ¡Estás loca! -le dijo Casia poco después, mientras la ayudaba a vestirse. -¿Renunciarás a ser la esposa de Aspar y todo lo que Bizancio puede ofrecerte por ese sajón? ¡Ningún hombre es tan maravilloso en la cama!

Cailin rió.

– Él sí, pero no se trata de eso, Casia. Wulf es mi esposo y tenemos un hijo al que hemos perdido. Pero seguramente lo recuperaremos en Britania.

– Es una locura -repitió Casia. -¿Cómo regresaréis a Britania? ¿De dónde sacaréis el dinero? Las probabilidades de encontrar a vuestro hijo son mínimas, Cailin. ¿No has pensado en Aspar? Le destrozarás.

Cailin exhaló un profundo suspiro.

– ¿Crees que no lo sé? ¿Qué harías tú si te encontraras atrapada entre el amor de dos hombres? No puedo tenerles a los dos, o sea que tengo que decidirme por uno, por doloroso que sea.

Una esclava entró y les dijo:

– Flavio Aspar y el príncipe Basilico os esperan en el atrio, señoras.

– ¿Basilico? ¡Oh, por todos los dioses! -gimió Casia.

Cuando llegaron al atrio, encontraron a Justino Gabras con ellos, y también estaban Joviano y Wulf.

– ¿Lo veis? -exclamó Justino. -¿Qué os había dicho? Cuando se nace puta nada puede remediarlo. Me sorprendió verlas llegar anoche y quedarse luego para entretener a los gladiadores como sólo ellas saben hacerlo.

– ¡Con qué facilidad mueves tu lengua viperina, Justino Gabras! -dijo Cailin con frialdad.

– ¿Niegas que has pasado la noche en los brazos de este sajón, o que Casia la ha pasado con el Huno?

– ¿Niegas que nos obligaste a hacerlo, despojándonos de nuestra ropa y haciéndonos jugar al escondite en los jardines hasta que nos atraparon y fuimos entregadas como trofeos a los gladiadores?

– Yo no os traje aquí por la fuerza -replicó Gabras. -Vinisteis por voluntad propia, pero cuando se descubre vuestra lujuriosa conducta decís que os han violado.

– ¡Silencio! -bramó Flavio Aspar. Cailin contuvo el aliento pues nunca le había visto tan enfadado. Él la atravesó con la mirada. -¿Viniste aquí por voluntad propia ayer?

– ¡Fue culpa mía! -exclamó Casia. Se hallaba al borde de las lágrimas, lo que sorprendió a los hombres que la conocían.

El semblante de Aspar se suavizó un poco.

– Cuéntame la verdad, cariño -dijo volviéndose hacia Cailin. -Tú nunca me has mentido.

– Ni lo haré ahora, mi señor -contestó ella con aplomo. -Ayer, en los juegos, me pareció reconocer a uno de los gladiadores. Confié mis dudas a Casia y ella pensó que debíamos venir a Villa Máxima para que yo viese a ese hombre más de cerca y determinar así si realmente le conocía.

– Ella era reacia a venir -intervino Casia. -Estaba muy preocupada porque si alguien nos veía os perjudicaría.

– No necesito que me defiendas, Casia -advirtió Cailin a su amiga con serenidad. -Mi señor me conoce muy bien.

– Y cuando viste a este gladiador de cerca, Cailin Druso, ¿era realmente el hombre que creías que era? -preguntó Aspar.

– Sí, mi señor, me temo que sí. El gladiador al que se conoce por el Sajón es mi esposo, Wulf Puño de Hierro -dijo Cailin, y mientras los dos hombres digerían aquella sorprendente revelación, ella pasó a explicar lo que les había sucedido a ella y a Casia en manos de Justino Gabras.

Cuando hubo concluido su historia, Casia intervino rápidamente:

– El Huno no me ha poseído, príncipe. Al parecer aguanta muy mal el vino. Mi plan era emborracharle y golpearle en la cabeza, pero tras tomar tres copas del mejor vino chipriota de Joviano se echó a roncar como un oso tras un atracón.

Resultaba evidente que Basilico deseaba creer a Casia. El alivio se reflejó en su semblante cuando Wulf dijo:

– Probablemente dice la verdad, señor. Estos últimos meses he vivido con el Huno y es cierto que no aguanta bien el vino.

– ¿Y tú, Cailin Druso? -preguntó Aspar. -¿También emborrachaste al Sajón?

Cailin vio el dolor que asomaba a sus ojos, aunque hacía esfuerzos por ocultarlos, y juró en silencio que Gabras no obtendría esta victoria sobre Flavio Aspar.

– Wulf y yo hemos pasado la noche hablando, mi señor. Teníamos muchas cosas que contarnos, ¿verdad, Wulf?

El Sajón comprendió lo que pretendía Cailin y se preguntó si Flavio Aspar se tragaría la mentira que él iba a confirmar.

– Cailin dice la verdad, mi señor. Teníamos que poner en claro muchas cosas.

– ¡Mienten! -exclamó Justino Gabras. -¡Es imposible que haya pasado la noche con ella y no le haya hecho el amor!

– ¿Crees que soy un jovenzuelo, miserable reptil, que tiene que meter la espada en todo agujero que se le presenta? ¡Llamarme mentiroso, Gabras, es buscarse la muerte!

Justino Gabras palideció y dio un paso atrás.

– Has obrado mal, Gabras -dijo el príncipe Basilico. -Ahora vete de aquí, y si llega a mis oídos una sola palabra de este escándalo, me ocuparé personalmente de que tengas un fin de lo más desagradable. No tienes verdaderos amigos en Bizancio, y si quieres ver nacer a tu hijo debes olvidar todo lo ocurrido aquí.

– ¿No le castigarás? -preguntó Casia, aliviada de no ser el blanco de la irritación de su amante. -¡Mira todo lo que ha provocado!

Basilico se echó a reír.

– Está casado con Flacila Estrabo y eso ya es suficiente castigo.

Cuando Justino Gabras se volvió para marcharse, Focas Máxima surgió de entre las sombras.

– Un momento, mi señor Gabras. Queda la cuestión de la factura. Creo que sería mejor zanjarla hoy. Esta mañana os habéis creado poderosos enemigos y la duración de vuestra vida ya no es segura.

Cogió del brazo a Justino y se marchó con él.

Joviano, mirando a las cinco personas que se hallaban en su atrio, se preguntó qué iba a suceder a continuación. No tuvo que esperar mucho.

Aspar cogió a Cailin de la mano.

– Cuéntamelo todo -le dijo.

– He de regresar a Britania, mi señor -contestó ella yendo al grano, pero había lágrimas en sus ojos.

– Con qué facilidad me dejas, mi amor -repuso él con dolor y amargura.

– No -replicó Cailin. -No me resulta fácil abandonarte pues te amo, pero he reflexionado mucho lo que tengo que hacer. A los ojos de tu Iglesia ortodoxa no estoy casada y por tanto soy libre de casarme contigo, Aspar. Pero bajo las antiguas leyes matrimoniales de Britania soy la esposa de Wulf.

»En una ocasión la emperatriz me dijo que el amor en los que se hallan en el poder era una debilidad. No la creí, mi señor, pero ahora sí que la creo. ¿Y si el sajón no hubiera sido Wulf? ¿Qué habrías hecho al saber que me habían violado? ¿Y si el incidente me hubiera vuelto loca? El propio Gabras tenía la intención de poseerme, lo sé. ¿Cómo te habrías sentido al enterarte de que la mujer a la que amabas y tenías intención de hacer tu esposa había sido humillada de ese modo?

»Tu valor para el Imperio habría terminado, mi señor, si eso hubiera sucedido. Yo soy tu punto débil, Flavio Aspar. Tus enemigos pueden llegar hasta ti y hacerte daño a través de mí, a través de los hijos que te habría dado. Fui una necia al creer que podríamos llevar una vida apacible como la que llevaron mis padres en su país. Tú eres importante para Bizancio, mi amor, y tu utilidad todavía no ha llegado a su fin. Además -le sonrió, -te gusta bastante ungir emperadores. Criar caballos y cultivar heno y cereales te habría aburrido.

»Debo abandonarte, mi amado señor, si quiero salvarte de tus enemigos. No hay otro modo, y en el fondo sabes que es cierto. Wulf y yo poseemos tierras en Britania que debemos reclamar, y un hijo perdido al que queremos encontrar. No puedo volver la espalda a eso, aunque me encuentro dividida entre los dos. Una vez dije que la Fortuna no era buena conmigo, pero lo ha sido demasiado, pues ¿qué otra mujer ha sido tan amada por dos hombres tan maravillosos? Es posible, créeme, que una mujer ame a dos hombres.

– Jamás habrías podido impedir que te amara, Cailin -dijo Aspar con tristeza, -pero si crees que debes abandonarme, no seré un obstáculo en tu camino. -Deseaba suplicarle que se quedara con él, decirle que ella no representaba ningún peligro para él; y que en caso contrario se arriesgaría si ello significaba tenerla a su lado. Pero dijo: -Llévate a Nellwyn contigo. Britania es su patria también, y yo no sabría qué hacer con ella si la dejaras aquí. Constantemente me recordaría a ti.

– Sí, me llevaré a Nellwyn.

– Ordenaré a Zeno que prepare tus cosas y las envíe aquí con la muchacha. A menos que quieras volver a Villa Mare y supervisar tú misma esa tarea, mi amor.

– No puedo llevarme nada, mi señor -dijo Cailin. -Dadas las circunstancias, no estaría bien.

– No seas tonta -le espetó la práctica Casia. -¡Necesitas ropa! Iré yo a Villa Mare y lo prepararé todo. Es cierto que no necesitas tus vestidos más elegantes, pero deberías llevarte una capa gruesa, algunas estolas sencillas, camisas y sandalias, pues tendrás que andar mucho antes de llegar a tu Britania.

Joviano, que había permanecido callado, habló.

– Focas y yo tenemos un pequeño barco mercante que partirá para Marsella con la marea de la tarde. No es lujoso, pero os llevará a Galia en pocas semanas. Puedo conseguiros un sitio, si lo deseáis.

– Es una excelente idea -dijo Aspar. «Será mejor que esto termine cuanto antes», pensó. -No olvides recoger las joyas, Casia.

– ¡No! -exclamó Cailin. -No puedo llevármelas.

– Sería peligroso llevar objetos de valor -observó Wulf.

– Las necesitarás para empezar de nuevo en Britania, Wulf Puño de Hierro -dijo Aspar dirigiéndose a él por primera vez. -El dinero no compra la felicidad, pero sirve para comprar otras muchas cosas, incluidos ganado y lealtad. Cailin y Nellwyn pueden coser las joyas en tus capas. Me ocuparé de que también dispongas de una bolsa de monedas.

– Mi señor… -Wulf no sabía qué decir.

– Te ordeno que cuides de ella, Sajón -dijo Flavio Aspar con aspereza. -¿Me entiendes? ¡Jamás le faltará nada!

Wulf asintió y se preguntó si, de haber elegido Cailin a Aspar, él habría sido tan amable. No estaba seguro.

Joviano se marchó para ocuparse de encontrarles sitio en el buque, el cual disponía de una pequeña cabina de madera en la cubierta, que el capitán y su segundo de a bordo compartían a menos que hubiera algún pasajero que pagara. Cuando eso sucedía, el capitán y su segundo dormían en hamacas en cubierta. El barco nunca viajaba lejos de la costa durante demasiado tiempo, pues no era lo bastante grande para llevar las provisiones necesarias.

Joviano hizo subir seis barriles de agua fresca a bordo especialmente para los tres pasajeros. También se ocupó de que hubiera una cabra que diera leche, una jaula de gallinas, varias cajas de pan, cuatro quesos y fruta. El buque iba a llevar rollos de tela de Constantinopla hasta Galia. También había algunos lujos escondidos entre la tela para que escaparan a los ojos del agente de aduanas, aunque éste estaba bien sobornado para hacer la vista gorda.

Casia fue a despedirla al barco y le entregó el atado de cosas que le había preparado, que incluía ropa, un peine, unas botas, las joyas y otros objetos. Nellwyn estaba atónita ante el giro de los acontecimientos, y entusiasmada por regresar a Britania.

Las posesiones de Wulf eran pocas y pronto habían sido recogidas. Los otros gladiadores aún dormían y probablemente no echarían en falta al Sajón hasta el día siguiente, cuando no apareciera para celebrar su combate.

– El pueblo tendrá una gran decepción cuando descubra que el gran campeón invencible ha desaparecido -observó Joviano. -Intentaremos que hagan responsable de ello a Gabras. Puede que se vuelvan contra él y quizá incluso le incendien el palacio. Ah, las posibilidades son ilimitadas. Querida Casia, no creo que mañana vayamos a los juegos.

– Yo sólo habría ido para ver al Sajón -dijo Casia con una leve sonrisa. Luego se volvió hacia Cailin y la abrazó: -Echaré de menos tu amistad y dulzura. Que los dioses te protejan, querida amiga. Cuando los vientos invernales maldigan esta ciudad, pensaré en tu regreso a tu amada Britania. Todavía la imagino una tierra salvaje, ¡y a ti te considero una desquiciada por ir allá! -Sorbió por la nariz.

– Y yo echaré de menos tus modales irreverentes y tu franqueza -dijo Cailin. -Pero en invierno no estaré de regreso en Britania. Quizá en primavera. Adiós, querida Casia. Que los dioses te sean favorables.

Se volvió hacia Aspar, que permanecía en silencio, y le cogió la mano, se la llevó a los labios y la besó.

– Si lamentas un solo momento de los que hemos vivido jamás te perdonaré, Flavio Aspar. Nuestro amor es real y es verdadero; pero el destino ha querido que vayamos en direcciones distintas. Jamás te olvidaré, mi amado señor.

– Tu recuerdo será imborrable -respondió él. -Jamás te olvidaré, Cailin Druso. Tú me enseñaste a amar y no estoy seguro de que pueda perdonártelo. Quizá sea mejor no saber amar que dolerse por la pérdida del amor. Que Dios te acompañe, mi preciado amor -concluyó, y la besó tiernamente en los labios provocando las lágrimas de Cailin.

– Maldito seas, Aspar -susurró.

– Nací bajo el signo del escorpión, mi amor. Muerdo cuando estoy dolido. Ahora vete antes de que me arrepienta de ser tan noble.

El barco zarpó del puerto del Bosforo, dio la vuelta al extremo de la ciudad y pasó por delante del palacio imperial. El día era claro y el agua relucía a su paso por la Torre de Mármol que señalaba el fin de las murallas de la ciudad. La embarcación surcaba las olas, empujada por una fresca brisa.

Wulf pasó un brazo por los hombros de Cailin y la atrajo hacia sí.

– Espero que ninguno de los dos lo lamente.

– No lo creo -dijo ella, y cuando la nave pasó por delante de Villa Mare, lanzó un silencioso adiós a Flavio Aspar.

Su amado señor sobreviviría, pensó, y volvió su rostro a la proa del barco. El viento le arrojaba los rizos a la cara. Por primera vez en mucho tiempo sabía quién era. Era Cailin Druso, una britana, descendiente de un tribuno romano y una multitud de antepasados celtas, y se dirigía a casa. ¡A Britania!

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