CAPÍTULO 07

Bizancio, 454-456.


– ¡No puedo creerlo! -exclamó Focas Máxima sorprendido. -Esta no puede ser la misma muchacha que has comprado en el mercado esta mañana, Joviano. Aquella criatura estaba sucia y llena de úlceras, y esta chica es encantadora. Su piel es como la crema, no tiene ninguna marca, y ¡qué pelo! ¡Qué maravilla de rizos castaños!

– Son la misma, querido hermano -dijo Joviano Máxima con aire de suficiencia. -Eres un verdadero hombre de negocios, no tienes nada de imaginación, Focas. En cuanto he puesto los ojos en ella, he sabido que era un tesoro. Sólo ha sido necesario un poco de agua caliente y jabón para lavarla. Además, habla un latín impecable, salvo por un leve acento provincial que puede corregirse, aunque algunos a lo mejor lo encuentren encantador. -Miró a la esclava que acompañaba a su nueva compra. -Isis, quítale la túnica, por favor.

Focas Máxima miró fijamente a la chica cuando por fin la tuvo desnuda ante él.

– Está un poco delgada para mi gusto -observó, -pero podemos engordarla. No creo que le hayan dado mucho de comer últimamente. Tiene los pies estropeados.

– Ha caminado mucho, supongo -dijo Joviano.

– Con el tiempo podemos corregirlo -dijo su hermano. -Tiene unos pechos bonitos; pequeños pero bien formados. Bueno, debo admitirlo: has hecho un buen negocio con esta chica. ¿Sabe hacer lo que se espera de ella, o vamos a tener que enseñarla? Espero que sea pagana.

Era como si ella fuese un objeto, pensó Cailin mientras escuchaba a los dos hermanos hablar. No es que le importara realmente su destino. Ya nada le importaba. Todo era muy confuso. Ni siquiera comprendía por qué seguía viva cuando todos sus seres queridos habían muerto; pero algo en su interior no le permitía morir. Eso le enfadaba, pero no parecía que pudiera hacer nada al respecto.

Recordó los muchos días transcurridos desde que había empezado a tener dolores de parto en la villa de Antonia. Lo último que recordaba era el llanto del bebé cuando se sumió en la inconsciencia. Cuando recobró el sentido vagamente, se hallaba en una sucia habitación en una casa extraña. La mujer que le llevó comida le dijo que se encontraba en Londres, lo cual la sorprendió. Había oído hablar de Londres, pero nunca había pensado que vería esa ciudad. Al final resultó que no la vio, pues cuando preguntó qué hacía en aquel lugar, le dijeron que Antonia la había vendido a Simón, el mercader de esclavos, y que pronto sería transportada a Galia y después más lejos.

– ¡Pero yo no soy una esclava! -protestó Cailin.

– Esto es lo que Antonia nos advirtió que dirías -replicó con aspereza la mujer. -Dice que causas muchos problemas y tienes ideas extrañas acerca de tu identidad. ¡Si hasta sedujiste a su difunto esposo y llevaste a su bastardo en tu vientre! Bueno, ya no tendrá que aguantarte más, zorra.

– ¿Dónde está mi bebé? -preguntó Cailin.

– Murió, o al menos eso me dijeron.

Cailin se echó a llorar histéricamente.

– ¡No te creo! -protestó.

A continuación la obligaron a beber un líquido amargo y volvió a quedar inconsciente.

Durante días flotó entre la realidad y la pesadilla. Cuando por fin volvió en sí, se hallaba en Galia, viajando hacia el sur con un envío de esclavos con destino al mar Mediterráneo. Poco después, una mujer joven y hermosa trató de escapar, pues a diferencia de los muchos esclavos que viajaban con ellos no llevaba collar ni iba encadenada, pero pronto fue capturada pues no conocía el terreno.

El dueño de los esclavos vaciló respecto al castigo a imponerle. Azotarla le dejaría marcas en la delicada piel, y esa misma piel era un valor que podía proporcionarle un buen dinero. Decidió castigarla violándola, lo que hizo ante todo el grupo de viajeros.

– Vuelve a escaparte, zorra -amenazó mientras la inmovilizaba, -y te entregaré a mis hombres. A lo mejor eso te gustaría, ¿eh, puta?

La mirada de terror de todas las mujeres indicó al dueño de los esclavos que no tendría problemas con ninguna de ellas. En realidad, después de aquello Cailin trató de hacerse invisible. Dejó que el pelo se le ensuciara y despeinara. Su túnica, la única prenda que poseía, se fue haciendo jirones paulatinamente. No se atrevía a lavarla por miedo a que se desintegrara y ella se quedara desnuda como algunas mujeres. No esperaba que le proporcionaran otra ropa si perdía la suya.

Cuando llegaron a la costa los esclavos fueron separados; algunos fueron obligados a subir a bordo de un barco para dirigirse a una ciudad llamada Cartago, mientras que Cailin y el resto fueron enviados a un lugar llamado Constantinopla. Escuchando a los demás se enteró de que se trataba de la gran capital del Imperio Oriental. Los esclavos de su grupo estaban encadenados a los remos de la galera. Serían vendidos cuando llegaran a su destino, si es que llegaban, pero entretanto proporcionarían la mano de obra para llegar allí. Las mujeres se cobijaban en la bodega, un lugar apenas habitable; un espacio cuadrado sin otra comodidad para dormir que el suelo, un cubo de madera para sus necesidades, poca luz y menos aire.

Cada noche, el segundo de a bordo llegaba, sonriente, y elegía a varias mujeres, a las cuales se llevaba. Éstas regresaban por la mañana, normalmente riendo, con comida y agua que en general no querían compartir. Su propia supervivencia era lo más importante. Cailin se escondía, de modo instintivo, en el rincón más oscuro cuando llegaba el marino. No era necesario que le dijeran lo que hacían las mujeres o por qué se les daban regalos. Fue adelgazando con las escasas raciones que le suministraban, pero conservó la vida para llegar a Constantinopla.

La mañana de la llegada apareció el dueño de los esclavos para examinar con atención a las mujeres. Seleccionó a las que parecían más atractivas y se las llevaron de inmediato. Algunas de las que no habían sido elegidas le suplicaron que se las llevara, y lloraron cuando fueron apartadas rudamente.

– ¿Adónde han ido las otras? -preguntó Cailin a una mujer mayor.

La mujer la miró y respondió:

– Se las considera mejores que nosotros. Las llevarán a un mercado de esclavos particular donde las bañarán, perfumarán y vestirán con finura antes de ser subastadas. Conseguirán amos ricos y vivirán confortablemente si los complacen.

– ¿Qué nos ocurrirá a nosotras?

– Nos espera el mercado público -respondió la mujer con aire lúgubre. -Nos comprarán como esclavos domésticos o para trabajar en los campos, o para algún burdel.

– ¿Qué es un burdel?

El asombro reflejado en el rostro de la mujer casi fue cómico, pero antes de poder responder a Cailin, los hombres bajaron y empezaron a llevarse a las mujeres a cubierta. La luz del sol les hacía parpadear, pues sus ojos no estaban acostumbrados a la fuerte luz después de los muchos días pasados en la semioscuridad de la bodega del barco. Poco a poco se adaptaron a la luz y fueron conducidas por las calles de la ciudad hasta el mercado público de esclavos.

Cailin quedó atónita al ver los edificios de cuatro y cinco pisos ante los que pasaba en su camino. Nunca había visto edificaciones tan grandes. ¡Y cuánto ruido! Parecía que no había tranquilidad en aquel lugar. No podía imaginar cómo vivía la gente entre tanto ruido y suciedad. Las calles estaban sembradas de escombros y por todas partes había excrementos humanos y animales. Los pies se le encogían a cada paso que daba.

Por fin llegaron al mercado de esclavos, donde se perdió poco tiempo. Uno tras otro, los que habían viajado con ella fueron colocados sobre la tarima y vendidos. De nuevo Cailin se ocultó entre los demás, hasta que no hubo más lugar para esconderse. Fue empujada brutalmente sobre la pequeña plataforma.

– He aquí una muchacha joven y fuerte, buena para la casa o para el campo -anunció el mercader. Volviéndose a Cailin, ordenó: -Abre la boca, zorra. -El hombre miró dentro y luego proclamó: -Conserva todos los dientes. ¿Cuánto se ofrece por ella?

Los espectadores levantaron la mirada hacia la criatura ofrecida. Era alta y penosamente delgada. El pelo, de un color difuso, estaba sucio y apelmazado. Nada en ella podía considerarse atractivo. A pesar de lo que pregonaba el mercader, no parecía particularmente fuerte habría creído que nadie pudiera estar tan sucio como estaba ella entonces. Teniendo en cuenta lo que le había advertido el hombre, apretó el paso detrás de éste y de su compañero.

Caminaron con rapidez por la bulliciosa ciudad, y adondequiera que mirara Cailin había algo que atraía su mirada. Deseaba no encontrarse en aquella situación, poder hacer preguntas a los dos hombres. Todo le resultaba abrumador y temible. No estaba acostumbrada a la idea de ser esclava. Cuando siguiendo a los dos hombres por la ancha avenida torció por una calle estrecha y tranquila, les vio cruzar las grandes puertas de una enorme mansión. Bueno, al menos eran ricos y podrían sustituirle su andrajosa túnica.

Un sirviente se apresuró a saludar a los dos caballeros, abriendo los ojos de par en par al ver a la muchacha que iba tras ellos.

– ¿Señor? -preguntó con voz débil. -¿Esa criatura viene con vos?

– Joviano la ha comprado en el mercado público, Paulo -respondió el hombre más austero. -Tendrás que preguntarle a él qué quiere hacer con ella.

El mayordomo miró a Joviano y éste se echó a reír al ver la inquietud del criado.

– La llevaré yo mismo a los baños, Paulo -dijo. -Asegúrate de que los encargados se mantienen ocupados. Sin duda tienen trabajo, pero espera a que hayamos terminado. Esta sucia cerdita que he comprado se convertirá en un pavo real, lo prometo. ¡Y sólo he pagado cuatro folies por ella! -Se volvió hacia Cailin. -Vamos, muchacha. Ese baño que tanto deseas está lejos.

– Me llamo Cailin -dijo ella, siguiéndole.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué clase de nombre es Cailin? -Salieron del amplio atrio y cruzaron una serie de perfumados corredores con puertas a ambos lados. -Y ¿de dónde es Cailin?

– Mi nombre es celta, señor. Soy britana -explicó mientras entraban en la antesala de los baños. Dos atractivas mujeres se acercaron, se inclinaron ante Joviano y parecieron intranquilas al ver a la muchacha que le acompañaba.

– Tendréis mucho trabajo con ésta, queridas -les dijo Joviano. -Dice que no se ha bañado en ocho meses. -Contuvo la risa. -Entraré mientras la estéis bañando. Dice que se llama Cailin. Me gusta ese nombre. Dejaremos que lo conserve.

– No responderé a ningún otro nombre -terció Cailin con firmeza.

– Es evidente que no has nacido esclava -observó Joviano.

– Claro que no -replicó ella indignada. -Soy miembro de la familia Druso de Corinio. Mi padre, Gayo Druso Corinio, era un decurión de la ciudad. Soy una mujer casada, con propiedades y buena reputación.

– Que ahora es esclava en Constantinopla -añadió Joviano con sequedad. -Ahora dime cómo has llegado hasta aquí -pidió cuando entraban en el vestuario.

Cailin le contó lo que recordaba, mientras las encargadas de los baños les desvestían y les llevaban al tepidario, una antesala cálida donde esperarían hasta que empezaran a transpirar. El hecho de estar desnuda, igual que Joviano, no preocupaba a Cailin. No sentía ningún peligro ante aquel hombre. En realidad le parecía que podrían ser amigos. Cuando vieron que empezaban a transpirar, las encargadas de los baños les quitaron la suciedad y el sudor con rascadores de plata mientras hablaban.

– Es evidente que fuiste traicionada por esa tal Antonia Porcio -observó Joviano. -Una mujer que se considera agraviada es un enemigo muy peligroso, querida. Venderte como esclava fue su venganza contra ti y contra tu pobre esposo. No cabe duda de que le dijo que habías muerto. Si no, él la habría obligado a revelar tu paradero y habría ido a buscarte, supongo. Sin embargo, la noticia de tu muerte le causaría el mismo dolor que a ella le había producido la ejecución de su esposo por parte del tuyo. Ha sido muy hábil esa Antonia. Es una intriga digna de un bizantino. Tú sobrevives y sufres siendo esclava, sin saber qué ha ocurrido con tu hijo, mientras tu esposo sufre angustiado por tu presunta muerte.

Cailin permanecía en silencio. Cuan claramente lo expresaba Joviano, y quizá era así. Lo peor era que ella no podía hacer nada. Se hallaba indefensa, y tan lejos de su querida Britania que jamás podría regresar. Hasta ese momento ni siquiera había pensado en ello, pero ahora no le quedaba más remedio que afrontar la realidad. Estaba viva y era probable que siguiera estándolo. Tenía que pensar en su futuro.

– ¿Por qué me comprasteis? -preguntó a Joviano cuando entraron en el caldario para ser bañados.

– Vi que debajo de la suciedad eras hermosa, y las mujeres hermosas son mi negocio -dijo él; luego se volvió y dijo a las encargadas de los baños: -Primero lavadle la cabeza, queridas. Quiero ver el verdadero color de su cabello.

– Mi pelo es castaño rojizo -informó Cailin. -Heredé este color de mi madre, una celta dobunia. -Pero no pudo decir nada más, pues las dos chicas que la bañaban empezaron a frotarle la cabeza con gran vigor. -¡Ay! -exclamó Cailin mientras los dedos de las dos muchachas se abrían paso por la maraña de nudos en que se había convertido su cabello durante los últimos meses. Por fin se lo enjuagaron con agua caliente que olía a una sustancia acre. -¿Qué hay en el agua?

– Limón -respondió Joviano. -¡Por todos los dioses! ¡Tienes un pelo maravilloso!

– ¿Qué es «limón»? -preguntó Cailin.

– Más tarde te lo enseñaré -dijo él. -Ahora ven, deja que las chicas te bañen, belleza mía. No. -Hizo una seña a las encargadas de los baños. -Yo mismo me bañaré. Dedicaos a Cailin.

La lavaron con un jabón suave que acabó de quitarle la suciedad. Cailin sintió una inmensa satisfacción por volver a estar limpia. A continuación pasaron al frigidario para darse un rápido baño frío y luego al untorio, donde se tumbaron uno junto a otro en sendos bancos para recibir masaje con aceites aromáticos.

– ¿De qué manera las mujeres hermosas son vuestro trabajo, señor? -preguntó Cailin.

Las dos encargadas de los baños soltaron una risita.

– Esto es Villa Máxima, Cailin -explicó Joviano, -el burdel más elegante de Constantinopla. Servimos a damas y a caballeros que buscan diversiones refinadas y excitantes.

– ¿Qué es un burdel? -preguntó ella, molesta porque las dos muchachas volvían a mostrarse divertidas.

Joviano alzó la cabeza sorprendido y miró a Cailin, que yacía cómodamente a su lado, disfrutando del masaje.

– ¿No sabes qué es un burdel? -preguntó atónito. -No lo habría preguntado si lo supiera, señor -respondió ella.

– Dices que eres de Corinio -comenzó él, pero ella le interrumpió.

– La rama familiar de Druso Corinio llegó a Corinio en tiempos del emperador Claudio, pero yo fui educada fuera de la ciudad. Sólo la he visitado tres veces en mi vida, la última cuando tenía seis años. Soy la única hija de una buena familia patricia. Y no sé qué es un burdel. ¿Debería saberlo?

– ¡Oh, querida! -exclamó Joviano, casi para sí, -termina tu masaje, Cailin, y después te explicaré lo que necesitas saber.

Miró con inusual irritación a las dos encargadas de los baños, que no paraban de reír entre dientes y que callaron al instante. Era raro que el amo Joviano se encolerizara, pero cuando lo hacía era temible.

Cuando las encargadas de los baños terminaron su trabajo, acompañaron a Cailin y Joviano a un cálido vestidor, donde Joviano se puso una dalmática limpia, de seda azul cielo. A Cailin le entregaron una túnica de seda blanca que se ataba a la cintura con un cordón dorado.

– Ven, querida -dijo él cogiéndola de la mano. -Tomaremos pasteles de miel y vino en mi jardín privado y te contaré todo lo que has de saber.

El jardín era exquisito; pequeño y rodeado por un muro cubierto de hiedra. En el centro había una pequeña fuente de mármol en forma de concha, de la que caía el agua a una taza redonda. Había media docena de rosales que ya empezaban a florecer, perfumando el ambiente con su exuberante perfume.

– Ven y siéntate aquí -indicó Joviano, sentándose en un banco de mármol. -Ah, el vino está frío. ¡Excelente! -dijo con una sonrisa a la esclava que lo servía. -Bien, Cailin, para responder a tu pregunta… Un burdel es un lugar donde las mujeres venden su cuerpo para diversión de los hombres. ¿Entiendes?

Ella asintió, los ojos como platos, y Joviano observó el maravilloso color violeta de éstos.

– Nunca había oído hablar de algo así -respondió. -Sé que los hombres yacen con otras mujeres aparte de sus esposas, pero no sabía que las mujeres cobraran por ello.

– Bueno, no hay nada extraño en ello -dijo él. -Se hace continuamente y se ha hecho desde el principio de los tiempos. Sin embargo, existen diferentes grados en este asunto. Algunas mujeres se venden en las calles.

Se las llama prostitutas, o putas. Copulan con sus clientes contra la pared, en los callejones. No pueden elegir con quién tiene tratos. En consecuencia, acaban enfermas y a menudo mueren jóvenes, lo cual probablemente es una bendición para ellas. No es fácil ser una mujer de la calle. Pueden caer presa de un hombre que las obliga a ir con otros hombres pero se lleva todos los beneficios. Es una vida muy dura.

»Las mujeres de los burdeles suelen estar mejor, aunque hay diferentes clases de burdeles. Los que son para las clases inferiores tienden a tratar a sus mujeres poco mejor que las desdichadas que hacen su trabajo en la calle. Estos burdeles existen porque siempre hay muchas pobres muchachitas deseosas de hacer fortuna en el interior de sus muros, pero pocas, si acaso alguna, escapan para envejecer con comodidad.

– ¿Por qué lo hacen, pues? -preguntó Cailin.

– Porque no tienen alternativa -respondió él con franqueza. -Sin embargo, Villa Máxima no es como la mayoría de burdeles. Nosotros mimamos a nuestras mujeres y las rodeamos de lujo. No son prostitutas corrientes sino cortesanas, muy bien preparadas y con habilidad para ofrecer a los clientes el máximo placer. También tenemos jóvenes y apuestos cortesanos muy solicitados entre ciertas mujeres adineradas de la ciudad y la corte. Entre nuestros clientes se encuentran hombres que disfrutan con la compañía de otros hombres o la prefieren; y mujeres que prefieren tener a una mujer por amante. Nosotros complacemos todos los caprichos.

– Todo me resulta muy extraño -manifestó Cailin.

Él hizo un gesto de asentimiento.

– Sí, imagino que sí, teniendo en cuenta la vida que llevabas en Britania. Sé que será difícil para ti, pero te adaptarás a esta nueva vida si mantienes la mente abierta. ¿Por casualidad eres cristiana?

Cailin negó con la cabeza.

– No. ¿Y vos?

Él rió.

– Ahora es la religión oficial del imperio -dijo. -Como buen ciudadano, obedezco al emperador en todo.

Cailin rió por primera vez en muchos meses.

– ¡Qué prevaricado sois, señor! Me temo que no os creo.

Joviano se encogió de hombros.

– Hago lo necesario para evitarme problemas -dijo. -En esta nueva iglesia hay luchas internas respecto a qué es la doctrina correcta y qué no lo es. Cuando se hayan puesto de acuerdo, tal vez yo encuentre mi fe. Hasta entonces…

– Guardáis las apariencias -terminó ella. -Sé muy poco de los cristianos, señor. Sin embargo, creo que prefiero a mis dioses: Sanu, la madre, y Lug, nuestro padre. Están representados por la tierra y el sol. Luego está Macha, Epona, Sulis, Cernunos, Dagda, Taranis y mi favorita, Nodens, la diosa del bosque. Mi madre adoraba en particular a Nodens. Los cristianos, según me han dicho, no tienen más que un dios. Me parece una religión muy pobre, si sólo tiene un dios.

– Deberías aprender más cosas sobre ellos, si has de vivir en Constantinopla -le dijo Joviano. -Haré que un sacerdote te introduzca en la religión. Tenemos a varios clérigos importantes entre nuestros clientes.

– Entonces, señor, ¿seré cortesana? -preguntó Cailin.

– No inmediatamente, querida. Para empezar, te faltan conocimientos, y además, debo asegurarme de que no tienes ninguna enfermedad. Las mujeres que viven en esta casa están sanas. No les permito acostarse con hombres que no lo están. Algunos propietarios de burdeles tienen mujeres de una salud penosa. Mi burdel no. Por un solo solidus se puede comprar en el mercado un buen médico griego. Nosotros tenemos uno que vive aquí y cuida la salud de todas las residentes de Villa Máxima.

– Entonces, cuando él haya decidido que estoy sana -dijo Cailin, -me enseñaréis a ser cortesana.

– A la larga, sí -respondió él. -¿Te inquieta saber que con el tiempo tendrás que tener varios amantes, querida?

Cailin sopesó la respuesta. En otra época y en otro lugar, la simple idea la habría horrorizado, pero no estaba en Britania. Se hallaba tan lejos de su casa que ni siquiera podía saber la distancia. Su esposo probablemente la creía muerta. Quizá ya había tomado otra esposa. Wulf… Por un momento vio ante ella su bello rostro y su fuerte cuerpo, y las lágrimas asomaron a sus ojos. Pero parpadeó y las reprimió rápidamente. Al principio no sería fácil recibir a otro hombre entre los muslos, pero suponía que con el tiempo se acostumbraría.

– ¿Qué futuro me espera después de mi juventud? -preguntó a Joviano.

Por un momento la sorpresa se reflejó en su rostro; luego dijo con tono admirativo:

– Eres prudente, querida, al pensar en tu futuro. Muchas chicas no lo hacen. Creen que serán jóvenes y deseables eternamente. Claro que éste no es tu caso. Bien, te diré qué futuro te puede esperar si confías en mí. Aprende bien tus lecciones, Cailin, y te prometo que atraerás a los mejores amantes de Constantinopla.

»No aprendas sólo las artes de la sensualidad, querida. Muchos no comprenden que para ser verdaderamente fascinante una mujer debe saber conversar con amenidad tanto como ser deseable. Los amantes inundarán a esta mujer de regalos valiosos, oro, joyas y otros objetos preciosos. Al final podrás comprar tu libertad.

»Al comenzar cada año ponemos valor a cada mujer de la casa. Si durante ese año decide que desea comprar su libertad, no discutimos el precio, pues ya está fijado. Hoy te he comprado a ti por cuatro folies, pero tu valor ya ha aumentado ahora que tu belleza es visible. Vales al menos diez solidus.

– ¿Cuántos folies es eso, señor? -preguntó Cailin.

– Hay ciento ochenta folies de cobre en cada solidus de oro. Mil ochocientos folies de cobre son diez solidi de oro, querida -respondió con una sonrisa. -Estoy casi tentado de devolverte ahora que ese necio mercader te ha dejado marchar por tan poco dinero sólo porque necesitabas un poco de agua y jabón. No, no puedo. Se pondrá a aullar y a llorar diciendo que le han engañado, a pesar de que yo se lo he advertido. Todos son iguales. -Se puso de pie. -Vamos a ver a mi hermano Focas y demostrarle que no he perdido mi habilidad para ver una gema perfecta bajo el barro de la calle. Isis -llamó a una esclava. -Acompáñanos. -Se volvió hacia Cailin. -Te dirigirás a los caballeros que vienen a esta casa tratándoles de «mi señor». También a mi hermano y a mí.

– Sí, mi señor -respondió Cailin, siguiendo a Joviano a través de la casa hasta donde Focas les esperaba.

Cuando se desnudó, el mayor de los hermanos Máxima expresó su sorpresa y aprobación. Ella permaneció en silencio mientras ellos hablaban, hasta que por fin volvieron a vestirla.

– Isis -dijo su nuevo amo a la esclava, -lleva a Cailin a los alojamientos que he ordenado prepararan para ella. -Cuando las dos mujeres hubieron partido, Joviano se volvió hacia su hermano, lleno de excitación. -Tengo planes maravillosos para esa chica – dijo. -Nos hará ganar una fortuna, Focas, y nos asegurará la vejez.

– Ninguna cortesana, por muy bien preparada que esté puede hacernos ganar mucho oro -replicó su hermano mayor.

– Esta sí, y no tendrá que distraer personalmente a ninguno de nuestros clientes. Al menos no durante cierto tiempo, hermano querido -terminó Joviano.

Frotándose las manos con aire alegre, se sentó al lado de Focas.

Aquellos dos hermanos eran un estudio de contrastes. Aunque casi iguales de estatura -Focas era un pelín más alto, -nadie que no los conociera habría dicho que eran hermanos, nacidos de los mismos padres. Su padre había sido cortesano y su madre su amante. Villa Máxima era el hogar de ella. Focas había heredado el lado paterno de su familia. Era esbelto, de rostro largo y aristocrático formado por una nariz delgada, labios estrechos y profundos ojos oscuros. Tenía el pelo negro y lacio que llevaba peinado hacia atrás. Su ropaje era caro y sencillo. Focas Máxima era la clase de hombre que podía desaparecer fácilmente entre una multitud. Las mujeres de su propiedad decían que era un amante de proporciones épicas que podía hacer llorar de felicidad a la cortesana más endurecida. Su perspicacia para los negocios era admirada en toda la ciudad, y sus generosas obras de caridad le mantenían en buenas relaciones con la Iglesia.

Su hermano menor, Joviano, era lo contrario. Elegante, educado clásicamente, aficionado a la moda, estaba considerado una de las mayores inteligencias de su tiempo. Adoraba las cosas hermosas: la ropa, las mujeres, las obras de arte y en particular a los jóvenes apuestos, de los cuales mantenía a varios para que se ocuparan de sus necesidades. Con sus rizos oscuros despeinados de modo deliberado, se le reconocía con facilidad en las carreras, los juegos, el circo. El éxito de Villa Máxima se debía en gran medida a él, pues aunque Focas sabía llevar la contabilidad y ocuparse del presupuesto necesario para llevar un burdel, era la imaginación de Joviano lo que situaba a Villa Máxima por encima de los demás burdeles caros de la ciudad. Su difunta madre, famosa cortesana en su tiempo, habría estado muy orgullosa de ellos.

– ¿Qué se te ha ocurrido? -le preguntó Focas, despertada su curiosidad por el estado particularmente excitado de su hermano con respecto a Cailin.

– ¿No somos famosos a todo lo largo y lo ancho del imperio por nuestras diversiones? -dijo Joviano.

– ¡Claro que sí!

– Nuestros cuadros vivos no tienen igual. ¿Tengo razón?

– Tienes razón, querido hermano -respondió Focas.

– ¿Y si lleváramos un cuadro vivo un paso más allá? ¿Y si en lugar de un cuadro presentáramos una obrita de deliciosa depravación, tan decadente que todo Constantinopla quiera verla… y pague bien por gozar de ese privilegio? Al principio, querido hermano, nadie salvo nuestros clientes habituales podría verlo. Estos, por supuesto, hablarían de ello e intrigarían a sus amigos y a los amigos de sus amigos.

»Sólo se permitiría la entrada a los que vinieran recomendados personalmente por nuestros clientes. Pronto tendríamos tantas solicitudes de entrada que podríamos poner el precio que quisiéramos, y así nos haríamos ricos. Nadie ha hecho jamás una cosa así. Naturalmente, habrá otros que nos imitarán, pero no podrán mantener nuestro nivel de genio e imaginación. Cailin será la pieza central de la función.

Focas comprendió el plan de su hermano. Era sin duda muy brillante.

– ¿Cómo llamarás a tu obrita y cómo se representará? -preguntó, fascinado.

– «La virgen y los bárbaros». ¿No es magnífico? -Joviano estaba más que satisfecho de sí mismo y de su ingenio. -La escena comenzará con nuestra pequeña Cailin sentada ante un telar, vestida de blanco, modesta e inocente, el pelo suelto, tejiendo. ¡De pronto se abre bruscamente la puerta de su cámara! Entran tres magníficos bárbaros desnudos, espada en mano, con intenciones bastante evidentes. ¡La asustada doncella da un salto pero…! Los hombres se echan sobre ella y la desnudan a pesar de sus gritos. La violan y baja el telón ante las aclamaciones del público.

– Aburrido -dijo Focas secamente.

– ¿Aburrido? -Joviano pareció ofendido. -No puedo creer que me digas eso. No hay nada aburrido en la escena que acabo de describirte.

– La violación de una virgen es un tema corriente de cuadro vivo -respondió Focas decepcionado. -Si eso es todo, Joviano, es aburrido.

– ¡Por todos los dioses! Lo veo tan claro que no te he explicado los detalles. Nuestra virgen es violada por tres bárbaros, Focas. ¡Tres!

– Aunque sean tres, y no uno, es aburrido.

– ¿Los tres al mismo tiempo?

Focas abrió los ojos de par en par.

– ¡Imposible! -dijo.

– En absoluto -replicó su hermano, -pero la coreografía debe estar muy bien hecha, como si fuera una danza del templo. Pero no es imposible, querido hermano, ¡en absoluto! Y aquí en Bizancio no se ha presentado nunca nada igual. ¿No está censurando la Iglesia constantemente la perversidad de la naturaleza del hombre? Habrá tumultos ante nuestras puertas para ver la función. Esta muchacha nos hará ganar una fortuna. Nos retiraremos a esa isla del mar Negro que compramos hace varios años y que no hemos visto desde entonces.

– Pero ¿la muchacha cooperará? -preguntó Focas. -Al fin y al cabo, esperas mucho de una pequeña provinciana.

– Cooperará, hermano. Es muy inteligente para ser mujer, y como es pagana no tiene escrúpulos. Al no ser virgen, no tiene respetabilidad que perder. ¿Sabes qué me ha preguntado? Qué futuro tendrá cuando su juventud y belleza hayan desaparecido. Por supuesto, le he dicho que podría comprar su libertad si era lista, y creo que lo es. Con las debidas enseñanzas, Cailin será la mayor cortesana que esta ciudad haya conocido.

– ¿Has decidido quiénes serán los hombres? -preguntó Focas. -¿Y con qué frecuencia daremos el espectáculo?

– Sólo dos veces a la semana. Hay que proteger el bienestar físico de la muchacha y tener en cuenta la naturaleza única de la función. Es mejor que nuestra clientela se quede rogando antes que nuestra obrita se vuelva demasiado ordinaria. En cuanto a los hombres, hace dos días vi al trío que necesitaremos en el mercado de esclavos privado de Isaac Stauracius.

– ¿Y si ya están vendidos?

– No lo estarán -afirmó Joviano. -Cuando los vi creí que los quería, pero no estaba seguro. Le di a Isaac cinco solidi de oro para que me los reservara. Mañana tenía que decirle algo, pero iré hoy. Son magníficos, querido Focas. Hermanos, idénticos de cara y cuerpo hasta en el último detalle. Hombres del norte, fornidos y rubios. Sólo tienen un pequeño defecto. No es visible, pero Isaac quiso que lo supiera. Son mudos. El imbécil que les capturó les arrancó la lengua. Una verdadera lástima. Parecen inteligentes y oyen bien.

– Ve a buscarlos -dijo Focas, -y no dejes que Isaac te engañe. Al fin y al cabo, él no sabe qué vamos a hacer con esos jóvenes. Su defecto físico ha de rebajar el precio considerablemente. ¡Pero espera! ¿Y sus órganos sexuales? ¿Son grandes? Por muy apuestos que sean han de tener buenos genitales. ¿Cómo puedes asegurarte de ello sin que Isaac sospeche algo del uso que daremos a ese trío?

Joviano miró divertido a su hermano mayor.

– Focas, querido hermano, me hieres profundamente. ¿Cuándo he comprado un esclavo para esta casa sin haberle inspeccionado sus atributos antes? En reposo, la virilidad de esos tres cuelga al menos quince centímetros. Excitada llegará a veinte, si no me equivoco, y raras veces me equivoco.

– Perdona, hermano -se disculpó Focas con una leve sonrisa.

Joviano le devolvió la sonrisa e hizo una leve inclinación de cabeza antes de marcharse. Llamó a su esclava favorita y actual amante para que se reuniera con él y, con paso ágil, cruzó las puertas de Villa Máxima rumbo a la calle.

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