CAPÍTULO 11

En Bizancio la primavera siempre llegaba antes que en Britania, observó Cailin, a quien no desagradaba la temprana floración de los árboles del huerto de Aspar. El general era un buen amo, como todos los campesinos se apresuraban a asegurarle. Mientras muchas haciendas vecinas estaban casi en ruinas debido a los elevados impuestos con que el gobierno imperial gravaba a los campesinos, Aspar pagaba los de su gente para que no tuvieran que abandonar sus pequeños terrenos. Lamentablemente, los impuestos no podían pagarse en especies. Tenían que ser satisfechos en oro; sin embargo, el precio de todos los productos y animales de granja era regulado estrictamente por el gobierno, con lo que a los hombres libres les resultaba casi imposible cumplir con sus obligaciones impositivas. El gobierno mantenía estos precios artificialmente bajos para satisfacer al pueblo. Muchos pequeños campesinos vinculados con otras haciendas prácticamente se habían vendido a sus señores para poder sobrevivir.

– Si no tienes campesinos -dijo Cailin a su amante, -¿de dónde sacaremos la comida? ¿El gobierno no tiene esto en cuenta? ¿Por qué a los mercaderes se les imponen tan pocos impuestos y a los campesinos tantos?

– Por la misma razón por la que los barcos que entran en el Cuerno de Oro sólo pagan dos solidi al llegar pero quince al partir. El gobierno quiere que se traigan a la ciudad artículos de lujo y materias primas, pero no que salgan de ella. Por eso los mercaderes pagan tan pocos impuestos. Alguien tiene que compensar el déficit. Como los campesinos no tienen más remedio que cultivar la tierra, y están diseminados por todo el país y no pueden unirse y quejarse, la mayor carga impositiva recae sobre ellos -explicó Aspar. -Los gobiernos siempre han actuado así, pues siempre hay alguien dispuesto a cultivar la tierra.

– Es totalmente ilógico -observó Cailin. -Los artículos de lujo son los que deberían pagar más impuestos, y no los pobres que suministran los productos para la vida cotidiana. ¿Quién hace estas leyes tan absurdas?

– El senado -respondió él, sonriendo al verla tan indignada. -Verás, amor mío, la mayor parte de productos de lujo se venden a la clase gobernante y los muy ricos sienten una gran aversión a los impuestos altos. El gobierno mantiene a la mayoría del pueblo contento regulando el precio de todo lo que se vende. Los pobres campesinos, que son minoría, pueden quejarse todo lo que quieran, pero sus voces no serán oídas ni en el senado ni en palacio. Sólo cuando la mayoría amenace con la rebelión escucharán los que están en el poder, y aun entonces no con demasiada atención, sólo lo suficiente para salvar el pellejo -terminó Aspar cínicamente.

– Si hacen pagar tantos impuestos a los campesinos y éstos desaparecen -insistió Cailin, -¿quién cultivará los productos alimenticios? ¿Ha pensado en ello el gobierno?

– Los poderosos lo harán empleando esclavos.

– Por eso tú pagas los impuestos de tus arrendatarios, ¿no?

– Los hombres libres son más felices -dijo Aspar- y los hombres más felices producen más que los que no lo son o que los que no son libres.

– Este país es muy hermoso -dijo Cailin, -y sin embargo existe mucha maldad y depravación. Echo de menos mi tierra. La vida en Britania era más sencilla, y los límites de nuestra supervivencia estaban definidos más claramente, aunque no poseíamos los lujos de Bizancio, mi amado señor.

– Tus pensamientos son complejos incluso para un hombre sabio -respondió él, cogiéndole la mano y besándole el interior de la muñeca. -Tu corazón es grande, Cailin Druso, pero has de aceptar que sólo eres una mujer. Poco puedes hacer para remediar los males del mundo, amada mía.

– Sin embargo, el padre Miguel me dice que debo perseverar -respondo ella hábilmente, y él sonrió al ver su tenacidad. -Este cristianismo vuestro es interesante, Aspar, pero sus adeptos no siempre hacen lo que predican, mi señor. Me gusta vuestro Jesús, pero creo que a él no le gustaría la manera en que algunas de sus enseñanzas son interpretadas por los que afirman hablar en su nombre. Me han enseñado que uno de los mandamientos dice que no mataremos a nuestro prójimo, y sin embargo lo hacemos. Matamos por razones estúpidas, lo cual es peor. Si un hombre no se comporta como esperamos, le matamos. Si un hombre es de diferente raza o tribu, le matamos. Esto no es, me parece, lo que Jesús predicaba. Aquí, en Bizancio, hay mucho mal mezclado con la piedad. Sin embargo se hace caso omiso de ese mal, incluso por parte de la jerarquía más elevada que rinde culto con orgullo en Santa Sofía y después se van a cometer adulterio o engañan a sus socios. Todo resulta muy confuso.

– ¿Le hablas al padre Miguel de lo que piensas y te preocupa? -preguntó él, sin saber si la actitud de Cailin debía divertirle o asustarle.

– No -respondió. -Su fervor religioso es demasiado intenso y está convencido de que su culto es el correcto. Dice que me falta mucho para estar preparada para el bautismo, lo cual creo que es bueno. Una buena mujer cristiana, dicen, debe ser o esposa o entrar en un convento. Me han dicho que no puedo ser tu esposa, y no tengo ganas de vivir en un monasterio. Por lo tanto, una vez acepte el rito del bautismo, deberé abandonarte o me condenaré eternamente. No se me ofrecen muchas alternativas, mi señor. -Los ojos violetas de Cailin brillaron divertidos. Deslizó los brazos alrededor del cuello de Aspar y le besó lentamente. -Voy a evitar el bautismo todo el tiempo que pueda, mi señor.

– ¡Bien! -exclamó él. -Así tendré oportunidad de vencer esa ridícula idea de que no podemos casarnos. Flacila ha tenido amantes en todo Bizancio y se le ha permitido casarse con Justino Gabras, pero a ti, amor mío, que en tu inocencia fuiste cruelmente maltratada, se te niega el derecho a casarte. Es una situación injusta y no la toleraré.

– Estamos juntos, y eso a mí me basta, Aspar. No quiero nada más que estar a tu lado eternamente.

– ¿Te gustaría asistir a los juegos conmigo en mayo? Cada once de mayo se celebran juegos especiales para conmemorar la fundación de Constantinopla. Mi palco está al lado del palco imperial. ¿Alguna vez has visto carreras de carros, Cailin? El Hipódromo tiene la mejor pista de todo Bizancio.

– Si te ven en público conmigo, ¿no provocarás un escándalo? No creo que sea prudente, mi señor.

– No hay nada inusual en que un hombre lleve a su amante a los juegos, en particular un soltero como yo. Casia, la chica que conociste en Villa Máxima, ahora es amante de Basilico. Él le ha proporcionado una casa en la ciudad y la visita con regularidad. Le pediremos que vaya con nosotros, y también a algunos de los artesanos y actores más famosos de la ciudad. Soy célebre por reunirme con esa gente, para desesperación de la corte, pero francamente me resultan más interesantes que los que gobiernan e intrigan. -Rió entre dientes. -Llenaremos el palco de gente interesante y pocos sabrán quién es quién.

– Tal vez sería agradable ver a otra gente. Cuando estás fuera, cumpliendo con tus obligaciones oficiales, a veces me siento muy sola.

Estas palabras sobresaltaron a Aspar, pues ella nunca se quejaba de su soledad. Él nunca había pensado que pudiera estar cansada de no tener compañía.

Varios días más tarde, Zeno fue enviado a la ciudad, y cuando regresó trajo consigo a una joven muchacha de ojos grandes y asustados y trenzas rubias.

– El amo ha creído que os gustaría tener a una joven doncella para que os haga compañía -declaró Zeno, sonriente. -Aquí todos somos muy viejos, pero vos, señora, sois como la primavera y necesitáis alguien que os distraiga. No habla ninguna lengua que yo comprenda, pero parece agradable y sumisa.

Cailin sonrió a la muchacha y preguntó:

– ¿Dé dónde es, Zeno? Tal vez pueda encontrar un lenguaje para comunicarnos. Si no puedo hablar con ella, las buenas intenciones del amo no servirán de nada.

– El mercader de esclavos ha dicho que era de Britania -anunció Zeno triunfante. -Seguro que podréis comunicaros con ella, mi señora.

– Pero no habla latín. -Se volvió a la joven: -¿Cómo te llamas? -preguntó en su lengua celta nativa. Si no hablaba latín, debía hablar celta.

– Nellwyn, señora -respondió la muchacha.

– ¿Eres celta?

– No. Sajona, señora, pero entiendo la lengua que habláis. Provengo de la costa sajona, donde hay muchos celtas.

– ¿Cómo has llegado a Bizancio? -siguió preguntando Cailin.

– ¿Bizancio? -Nellwyn pareció confundida. -¿Qué es Bizancio, señora?

– Este lugar, esta tierra. Se llama Bizancio. La ciudad en la que estabas es su capital, de nombre Constantinopla -explicó Cailin.

– Los hombres del norte saquearon nuestra aldea -informó Nellwyn. -Mataron a mis padres y hermanos. Mis hermanas y yo y las otras mujeres que no pudieron escapar fueron raptadas. Primero nos llevaron a Galia y después viajamos por mar hasta aquí. Muchas murieron por el camino. ¡El mar es terrible!

– Sí, lo sé -dijo Cailin. -Yo vine a Bizancio hace casi dos años, procedente de Britania, de una manera similar. Mi hogar estaba cerca de Corinio.

Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par.

– ¿También sois una esclava?

– Ya no.

– ¿Ésta es vuestra casa, señora?

Nellwyn sabía reconocer la calidad, y aquella hermosa mujer sin duda pertenecía a la nobleza.

– No -dijo Cailin. -Es la casa de Flavio Aspar, el militar más célebre de Bizancio y un gran noble. -No había necesidad de explicar nada más. Nellwyn pronto imaginaría la situación, si no lo había hecho ya. -Mi señor te ha traído para que me hagas compañía, Nellwyn. Ahora estás a salvo y no tienes nada que temer. ¿Lo entiendes?

– Sí, señora -respondió la chica, arrodillándose ante Cailin. -Os serviré lealmente. ¡Lo juro por Odín!

– Me alegra oírlo. Ahora levántate, muchacha, y ve con Zeno, que es el jefe de los criados en esta casa. El te enseñará dónde dormirás. Tendrás que aprender la lengua que se habla en esta tierra, o te resultará difícil vivir aquí. Esta lengua se llama latín. En Britania muchos lo hablaban.

– He oído algunas palabras -comentó Nellwyn. -Tengo buen oído, según decía mi padre, y aprendí celta enseguida. Estoy segura de que también aprenderé latín, señora, y os sentiréis orgullosa de mí.

– ¡Bien! Ahora debes obedecer a Zeno en todo lo que te indique -explicó Cailin. Luego se volvió hacia el anciano: -Conoce algunas palabras de latín y dice que puede aprender de prisa. Ocúpate de que tome un baño; huele a establo. Después dale ropa limpia y un sitio para dormir. Que venga a verme por la mañana y le asignaré sus tareas, y yo misma empezaré a enseñarle.

El sirviente volvió a inclinarse y salió de la estancia, seguido por la muchacha. Poco después, sin embargo, regresó y dijo bruscamente:

– No se deja bañar, mi señora. Chilla como un conejo atrapado en una trampa.

– Iré a ver -dijo Cailin.

Le siguió a los alojamientos de los criados, donde Nellwyn, desnuda, sollozaba lastimosamente.

– Vamos, muchacha, tienes que lavarte -le regañó Cailin. -En esta tierra nos bañamos con regularidad. Tu pelo debe de estar lleno de piojos, no me cabe duda, y también hay que lavarlo. Ve con Tamar a bañarte ahora mismo.

– ¡Me ahogarán, señora! -sollozó Nellwyn. -Sé lavarme, pero con una palangana, no con tanta agua.

Cailin sofocó la risa.

– En Bizancio nos lavamos con mucha agua -explicó. -Confía en mí y obedéceme, pues soy tu nueva ama. Ve con Tamar.

De mala gana la joven obedeció, mirando por encima del hombro con los ojos anegados en lágrimas mientras seguía a la anciana hacia el baño de la servidumbre.

– Me has regalado un juguete muy bonito, mi señor -dijo Cailin a Aspar aquella noche mientras cenaban. -No habla latín y he de enseñarle; le da miedo bañarse, pero parece tener un carácter dulce y ganas de aprender.

– Dijiste que te sentías sola. Ella es joven como tú. Te distraerá cuando yo esté fuera -respondió él sonriendo.

– Tiene trece años, y creía que iban a ahogarla en la piscina de los criados -explicó Cailin y rió. -¿Dónde la encontraste?

– Pedí a un mercader de esclavos que me buscara una joven britana -respondió.

– Es sajona, de la costa sajona de Britania.

– Entonces, ¿no es de los tuyos? -observó él, irritado consigo mismo. -Debí ser más específico con el mercader de esclavos.

– Suele ser difícil atrapar a los celtas -dijo Cailin con un destello en los ojos, -y no se adaptan bien al servicio. Nellwyn me servirá muy bien. Las chicas sajonas suelen tener buen carácter.

– Entonces te he complacido -sonrió él.

– Siempre me complaces, mi señor -ronroneó ella.

– No siempre -dijo con tristeza. -Ojalá pudiera.

– La culpa es mía, Aspar. ¡Sabes que lo es! Me rompe el corazón no poder sentir pasión cuando estoy con un hombre -dijo Cailin con lágrimas en los ojos. -Sin embargo obtengo un tipo de placer diferente cuando yacemos juntos. Tu roce rebosa de amor por mí y se transmite a mi corazón, lo que me provoca paz y felicidad. Para mí es suficiente. Ojalá también lo fuera para ti. Me duele saber que te he fallado en este aspecto, pero no sé cómo cambiar las cosas. No tengo tanta sabiduría, mi amado señor.

Apoyó la cabeza en el hombro de Aspar y suspiró con tristeza. ¿Cómo era posible que le gustara aquel hombre bueno, se preguntó, y fuera incapaz de devolverle su pasión completamente?

– Te amo por muchas razones -declaró él, -pero tu sinceridad en todo me satisface sobremanera. No aceptaría que fingieras como una prostituta, Cailin; no quiero grititos simulados en mis oídos. Algún día lo harás, pero de corazón. Esperaré hasta ese momento. Quizá no siempre con paciencia, pero esperaré. -Se levantó de la mesa y le tendió la mano. -La noche es apacible y hay luna. Vayamos a dar un paseo, amor mío.

Caminaron primero por los cercanos campos de almendros, melocotoneros y albaricoqueros con sus perfumados capullos rosados y blancos, algunos de los cuales ya empezaban a caer y se enredaban en los abundantes rizos de Cailin.

– Estos árboles son más bonitos que los olivares -observó ella. -No me gustan las flores amarillentas de esos árboles.

– Pero la aceituna es un fruto más práctico -señaló él. -Los melocotones y albaricoques se pasan pronto. Las aceitunas, si se preparan como es debido, duran todo el año. Lo hermoso no siempre resulta práctico.

– Las almendras son hermosas, y duran tanto como las aceitunas, incluso más, y no hay que salarlas.

Él rió.

– Eres demasiado inteligente -bromeó. -Demasiado inteligente para ser mujer. No me extraña que asustes al padre Miguel.

– Todo lo que es de este mundo asusta al padre Miguel -dijo Cailin.

Dejaron atrás los árboles frutales y llegaron a un pequeño campo junto a la playa. Cailin exclamó con voz suave:

– ¡Oh, Aspar! ¡Mira la luna sobre el mar! ¿No es lo más hermoso que jamás hayas visto?

Era uno de los raros momentos en que las inquietas olas permanecían en absoluta calma. La plana superficie oscura del agua que se extendía ante ellos parecía plateada y relucía como la mejor seda. Permanecieron en silencio, admirando la belleza del paisaje. Era como si el mundo entero estuviera en paz consigo mismo y con las únicas dos criaturas que habitaran en él. Aspar cogió la mano de Cailin y se dirigieron hacia la playa por el pequeño terraplén.

Aspar se quitó la capa y la extendió sobre la arena ante ellos. Luego cogió a Cailin en sus brazos y la besó suavemente. Cuando por fin la soltó, ella, sin decir palabra, se pasó la prenda por la cabeza y dejó que cayera de sus manos. Desnuda, permaneció erguida con orgullo ante él. Aspar respondió sacándose la larga y confortable túnica que llevaba en casa y de una patada se deshizo de las sandalias. Después se arrodilló delante de Cailin y la atrajo hacia sí, apretando la mejilla contra su vientre.

Se abrazaron en silencio un largo momento. Luego él empezó a besarla con suavidad por todo el cuerpo. Cailin suspiró quedamente. La paciencia y gentileza de aquel hombre siempre la sorprendían. Cuánto deseaba responder a este amor, pero la pasión al parecer estaba dormida en ella. La única ocasión en que sentía algo era cuando él le acariciaba con la lengua su pequeña joya, pero cuando el miembro viril de Aspar la penetraba sólo sentía su presencia física dentro de ella. En un esfuerzo por despertar su pasión, Cailin había tratado de recordar todas las veces en que lo había hecho con Wulf; pero pronto se dio cuenta de que evocar a su esposo sajón sólo parecía enfriar su cuerpo y su alma. Varias veces había estado a punto de gritar de frustración y de apartar a Aspar porque no era Wulf y no podía darle la felicidad que en otro tiempo había conocido en sus fuertes brazos. Si conseguía alejar a su esposo de su mente mientras su amo bizantino le hacía el amor, le resultaba más fácil.

Aspar frotó su cara entre los senos de Cailin y levantó una mano para acariciarla.

– Son como perfectas manzanitas de marfil -dijo.

Con suavidad, con la otra mano la apretó por detrás y cuando ella se inclinó un poco, él levantó la cabeza para chuparle el pezón.

– Aaaahhh… -exclamó ella, clavando los dedos en los musculosos hombros de Aspar.

Él dedicó su atención al otro seno y se lo acarició hasta que a ella le pareció que le iban a estallar de placer.

Entonces Aspar apretó la mano contra el monte de Venus y empezó a explorarle lentamente el cuerpo con los labios y la lengua. Cada beso que depositaba sobre la delicada piel de Cailin era distinto. Con la otra mano le aferraba las nalgas y la acariciaba con los dedos. Metió la lengua en el ombligo y Cailin murmuró en voz baja, como si aquello simulara lo que seguiría. Como para realzar el momento, él le metió un dedo en la vagina y lo empujó dentro del conducto.

A Cailin la cabeza le daba vueltas y las rodillas empezaron a flaquearle. Él percibió su debilidad y, retirando el dedo, la hizo arrodillarse. Los ojos oscuros de Aspar miraron fijamente los de ella cuando le ofreció su dedo, pasándolo sensualmente por los labios hasta que ella abrió la boca y lo chupó, aferrándose a su mano hasta que él retiró el dedo y le acarició la garganta. Ella bajó la cabeza y dio un leve mordisco a la mano de Aspar, lo que le sorprendió, y luego le besó los nudillos.

«Esta noche hay algo diferente», pensó Cailin, y al levantar la mirada hacia él se dio cuenta de que él también lo percibía. No se atrevió a hablar por miedo a romper el hechizo que parecía envolverles. Él la cogió por los hombros y le rozó los labios con los suyos en un beso tierno. Sin embargo, este beso pronto se hizo más ardoroso y Cailin abrió la boca para que él introdujera su lengua, donde danzó primitiva y apasionadamente con la suya. Luego él volvió a cubrirle el rostro de besos y Cailin echó la cabeza hacia atrás, tensando el cuello casi con desesperación mientras los labios de Aspar descendían apasionados por la perfumada columna de su garganta.

Ella acarició aquel cuerpo firme. Sus dedos se entrelazaron con el espeso pelo negro y se dejó caer de espaldas sobre la capa extendida. El movió la boca lentamente por el cuerpo de Cailin hasta que su lengua encontró la delicada y sensible joya de su feminidad, despertando en ella una dulzura y una intensidad que jamás había sentido. Entonces el cuerpo de Aspar la cubrió y su tenso miembro la penetró. Cailin ahogó un grito de sorpresa cuando se dio cuenta de que por primera vez en dos años su cuerpo ansiaba ser poseído por un hombre.

Se estremeció de auténtico placer cuando él la penetró. Sus brazos le rodearon con fuerza y le apretaron contra ella, feliz de sentirle en su interior. Se miraron a los ojos incluso cuando él empezó a moverse lentamente.

Cailin no podía desviar la mirada, y él tampoco. Sus almas parecieron fundirse mientras el rítmico movimiento sensual de Aspar empezó a transmitir la creciente pasión que sentían. Él no dijo nada, pero ella percibió su deseo de que le envolviera con sus piernas y así lo hizo. Luego empezó a seguir el ritmo de sus embestidas con movimientos voluptuosos para obtener placer. La cadencia de su profundo deseo se fue haciendo casi salvaje, hasta que ambos, Aspar y Cailin, fueron vencidos por la tierna violencia de ese deseo.

Cailin se sintió volar. Tuvo la impresión de que su espíritu se alejaba de su cuerpo y remontaba sobre el mar inmóvil y plateado. Ella era una con la tierra y el cielo y las sedosas aguas. Nada importaba, sólo la dulzura que les envolvía y les mecía cálidamente en su abrazo. Los dos eran uno solo.

– ¡Aspar! -exclamó con suavidad al oído de él mientras volvía en sí y la visión se le hacía más clara.

Vio el rostro de su amado, sus mejillas mojadas por las lágrimas. Cailin le sonrió feliz, bajando la cabeza para enjugarle las lágrimas con sus besos, dándose cuenta de que también ella estaba llorando.

Después yacieron juntos sobre la capa, calmados de nuevo, los dedos entrelazados, y él dijo, tratando de poner humor en su voz:

– Si hubiera sabido, amor mío, que hacer el amor contigo en la playa, a la luz de la luna, resultaría tan placentero, lo habría hecho hace meses. ¡Cuánto tiempo hemos perdido en la cama y el baño!

– No perderemos más tiempo -prometió ella, y él se inclinó para besarla con el rostro radiante. -Lo que me impedía compartir la pasión contigo hasta esta noche ha desaparecido, mi amado señor. Soy tu madre, la tierra, renacida con la primavera.

Si hasta entonces Aspar había reprimido su amor por Cailin en consideración a sus sentimientos, ese amor era ahora claramente visible. Aspar estaba más decidido que nunca a que Cailin fuera su esposa.

– Acudiremos a algún sacerdote del campo para que nos case -dijo. -Una vez efectuado el rito, ¿qué pueden hacernos? ¡Has de ser mi esposa!

– No hay nadie en el Imperio que no conozca a Flavio Aspar -observó ella con calma. -Y no hay nadie que no conozca los deseos del patriarca en este asunto. Aunque me hiciera cristiana, mi amado señor, no se me permitiría convertirme en tu esposa. Los pocos meses que pasé en Villa Máxima destruyeron mi reputación.


– Tiene que haber alguna manera de convencer al patriarca -dijo Aspar a Basilico una tarde cuando regresaban de palacio, donde habían conferenciado con el emperador. -Flacila se ha casado con Justino Gabras y son la comidilla de la ciudad, con sus orgías y fiestas que rivalizan con todo lo que los burdeles pueden ofrecer. ¿Cómo puede el patriarca justificar semejante unión y negarme a mí el casarme con mi Cailin, que es tan buena?

– Su bondad no tiene nada que ver, amigo mío -replicó Basilico. -Y no es sólo el patriarca. Tenemos una ley en Bizancio que prohíbe la unión de un senador, u otra persona de alto rango, con una actriz, una prostituta o cualquier mujer de baja categoría. No se puede permitir que vulneres la ley, Aspar. Ni siquiera tú.

– Cailin es patricia -protestó Aspar.

– Ella dice que lo es -declaró Basilico, -pero ¿quién puede demostrarlo? Aquí en Bizancio fue actriz en un burdel, y realizaba actos sexuales ante el público. Eso la incapacita para casarse con el primer patricio del Imperio, Flavio Aspar.

– Entonces abandonaré el Imperio -dijo éste con tristeza. -Ya no me siento satisfecho ni útil si se me niega mi deseo en este asunto.

Basilico no discutió. Aspar no abandonaría Bizancio. Su mundo se hallaba allí y no era un hombre joven. Además, incluso a pesar de su breve encuentro con Cailin, Basilico creía que no permitiría que Aspar hiciera nada que pusiera en peligro su posición o su confort.

– Casia me ha dicho que le has pedido que se siente en tu palco en los juegos de la semana que viene -dijo el príncipe, cambiando de tema. -Eres muy amable, y le he dicho que puede ir, aunque provocará un pequeño escándalo. ¿A quién más has invitado? A artistas y artesanos, sin duda.

Aspar se echó a reír.

– Sí -dijo. -¿Cómo podría yo, el primer patricio del Imperio y gran general, preferir a los que crean antes que a los poderosos? ¿Eh, Basilico? ¡Pero lo hago! Y tienes razón. Belisario y Apolodoro, el gran actor clásico y el comediante favorito de las masas, estarán en mi palco el once de mayo. Y Anastasio, el cantante y poeta, y también Juan Andronico, el artista que hace maravillosas tallas en marfil, y Filipico Arcadio, el escultor. Le he encargado que haga un desnudo de Cailin para nuestro jardín. Pasará el verano en la villa. Le he acondicionado un estudio donde trabajar, así no tendrá que viajar ni preocuparse de sus necesidades cotidianas, de las que se ocuparán mis sirvientes. A tu hermana le encantará este chisme, Basilico.

– Ya lo creo -admitió, y añadió: -¿Belisario y Apolodoro no son rivales? He oído decir que se desprecian mutuamente. ¿No es peligroso tenerles en el mismo palco?

– Su odio últimamente se ha convertido en amor, o eso me han dicho -comentó Aspar ahogando una risita. -Otro chisme para solaz de nuestra querida emperatriz Verina.

– ¡Por los dioses! No serán amantes, ¿verdad? ¡Claro que sí, o de lo contrario no lo dirías! -exclamó Basilico.

Habían llegado a la litera y éste subió a ella, recostándose cómodamente entre los almohadones.

Aspar montó su caballo, que estaba atado junto a la litera del príncipe.

– ¿Tu esposa irá a los juegos?

Basilico asintió con tristeza.

– Eudoxia no se perdería una oportunidad de sentarse en el palco imperial, donde pueden verla, admirarla y envidiarla todas sus amigas y conocidas que se sientan en las gradas. Yo estaré con ella, como exige la norma, pero después, cuando se vaya a palacio a disfrutar del banquete, me reuniré con mi adorable Casia.

– ¿Eudoxia no te echará de menos en el banquete?

– No -respondió el príncipe. -Estará demasiado ocupada probando las delicias ofrecidas a los invitados imperiales; y, por supuesto, está ese joven guardia al que recientemente ha echado el ojo. Sin duda pretende seducirle a la larga, y quiero darle oportunidad de hacerlo. Si está ocupada con su joven, no se preguntará si yo estoy ocupado en otro sitio. Eudoxia raras veces quebranta sus votos matrimoniales, y por eso, cuando lo haga, quiero despejarle el campo. Es una excelente esposa y madre de nuestros hijos. Podría añadir que su discreción en sus pequeños pecadillos es encomiable. Nunca se ha producido el mínimo escándalo con ella, lo cual es ciertamente más de lo que se puede decir de la mayoría de esposas de patricios en estos días.

– Qué afortunados sois -comentó Aspar con sequedad.

No entendía el matrimonio de la mayoría de miembros de la nobleza. Era cierto que había excepciones, parejas que, como su difunta esposa Ana y él, cumplían sus promesas de fidelidad y lealtad. Ésa era la clase de matrimonio que él quería compartir con Cailin algún día.

– Hasta los juegos no soy necesario en la ciudad -dijo al príncipe. -Te veré entonces.

Se alejó hacia la puerta Dorada mientras Basilico ordenaba a sus porteadores que le llevaran a casa de su amante, la rubia Casia.


El 11 de mayo amaneció claro y soleado. Era un día perfecto para celebrar la fundación de Constantinopla. Cailin se vistió prestando atención a lo que se ponía, consciente de que sería objeto de las murmuraciones de todos. Quería que Aspar se sintiera orgulloso, y por eso eligió una estola de seda violeta pálido que armonizaba con sus ojos. El escote redondo era bajo, pero no indecente. Las largas mangas estaban bordadas con anchas franjas doradas que exhibían flores y hojas. La estola se abrochaba debajo de la cintura con un cinturón de pequeñas placas doradas con perlas incrustadas que le quedaba casi sobre las caderas. Un delicado chal dorado y violeta, conocido como palla, la protegería del ardiente sol. Nellwyn calzó unas delicadas sandalias de piel adornadas con joyas en los pies de su ama y luego se levantó para contemplarla. Sus ojos expresaron aprobación.

– Estaréis tan hermosa como esa emperatriz, señora -dijo.

– Sólo lo estará si luce joyas que rivalicen con las de Verina -observó Aspar entrando con una gran caja de madera. -Esto es para ti, amor mío.

Cailin cogió la caja, la dejó sobre la mesa y la abrió. Contenía un collar de oro bellamente enjoyado con pequeños diamantes, amatistas y perlas. Ella se quedó estupefacta, cuando él lo sacó del estuche y se lo puso al cuello. El collar quedó plano sobre su pecho, casi cubriendo toda la piel que el escote dejaba al descubierto y realzando la estola, que ya de por sí era elegante.

– Nunca he tenido nada así -dijo Cailin. -Es muy hermoso, mi amado señor. ¡Gracias!

– Hay más -dijo él, y cogió un par de grandes pendientes y se los entregó con una sonrisa.

Cailin sonrió temblorosa y se colocó en las orejas las grandes amatistas montadas en oro. La caja también contenía varios brazaletes: dos aros de oro con diamantes y perlas y uno de oro blanco con un reluciente mosaico incrustado. Finalmente había una diadema de oro con filigranas y amatistas y diamantes incrustados. Cailin se la colocó sobre el velo malva que le cubría el pelo, que llevaba suelto en deferencia a Aspar pues a él le gustaba así.

– Hoy seré la envidia de todos los hombres en el Hipódromo -observó Aspar. -Eres la mujer más hermosa en una ciudad de bellezas.

– No deseo ser la envidia de nadie -dijo Cailin. -La última vez que conocí semejante felicidad los dioses me la arrebataron. Perdí todo lo que me era querido. Ahora que he vuelto a hallar la felicidad quiero conservarla, mi señor. No te jactes o los dioses te oirán y se pondrán celosos.

– La conservaremos -dijo él con firmeza, -y yo te mantendré a salvo.

Cailin viajó a la ciudad en su cómoda litera mientras Aspar montaba su gran caballo blanco a su lado. Fue saludado por muchas personas a lo largo del camino. Cailin, que observaba desde detrás de las cortinas, sintió que el corazón se le henchía de amor por aquel gran hombre. No cabía duda de que Flavio Aspar era muy respetado por los ciudadanos, no simplemente temido por su poder y riqueza.

Entraron en la ciudad a través de la puerta Dorada, que era la puerta triunfal y ceremonial de Constantinopla. Construida en prístino mármol blanco y encajada en las murallas de Teodosio, la puerta recibió su nombre por las enormes puertas de latón bruñido de que estaba provista. La elegante severidad de su arquitectura y sus espléndidas proporciones la convertían en objeto de admiración en todo el Imperio. Cruzando la puerta, viajaron despacio debido a la creciente multitud que circulaba en dirección al Hipódromo.

En la puerta Dorada se les unió un destacamento de caballería que había acudido para escoltar a Aspar y su grupo por la ancha avenida principal de la ciudad. Cuando rodearon la litera de Cailin, ella cerró discretamente las cortinas de seda. Era consciente de que era objeto de cierta curiosidad entre los soldados, pero no podía permitir que la contemplaran osadamente como si se tratara de una prostituta vulgar.

El Hipódromo podía albergar cuarenta mil personas, y era una imitación del Circo Máximo de Roma. Sin embargo, nunca había servido de escenario para juegos tan crueles como los de Roma ni había visto el martirio de inocentes. Había sido construido por el emperador romano Septimio Severo, pero remodelado por el gran emperador bizantino Constantino I. Las diversiones que ofrecía eran variadas: desde acoso de animales, teatro y gladiadores hasta carreras de carros, procesiones religiosas, ceremonias civiles y la tortura pública de prisioneros famosos. Se accedía al Hipódromo presentando un pase especial que eran entregados gratuitamente de antemano a la gente. El público se sentaba, sin distinción de clases, en las graderías de mármol blanco.

En el centro del Hipódromo había una hilera de monumentos, formando una spina. La spina indicaba la división entre el carril de ida y el de vuelta de la carrera. Entre los monumentos se encontraba la columna de la Serpiente, traída a Constantinopla desde el templo de

Apolo en Delfos por Constantino I. La antigua columna, hecha de serpientes de bronce entrelazadas, había sido un presente de treinta y una ciudades griegas en el año 479 a.C. Conmemoraba la victoria de los griegos sobre los persas y fue presentada a los dioses en señal de gratitud. Otro monumento que destacaba era el obelisco egipcio que Teodosio había colocado sobre una base esculpida. Estaba tallado por los cuatro lados con escenas de la vida imperial, incluida una del propio Teodosio en el palco imperial con su familia y sus amigos íntimos, contemplando los juegos.


La litera de Cailin fue conducida a través de una puerta privada a la arena de la parte oriental. Aspar desmontó y la ayudó a bajar del vehículo. Sabía que todos los hombres de la caballería estaban ansiosos por ver a la mujer que se rumoreaba había conquistado su corazón. Primero apareció una sandalia de oro con joyas incrustadas. Los ojos se abrieron de par en par y los soldados intercambiaron miradas, la mayoría no exenta de envidia, y cuando el primer patricio del Imperio entró con su bella y joven amante en el Hipódromo, un largo silbido de admiración resonó entre ellos.

Aspar sonrió, igual que cualquier niño con un juguete nuevo, pero Cailin le regañó en voz baja.

– ¡Qué vergüenza, mi señor! No tienes que mostrarte tan complacido contigo mismo, como si hubieras hecho algo digno de elogio. Todos esos jóvenes soldados se están preguntando si es tu poder, tu riqueza o tu habilidad como amante lo que te ha permitido conseguir una amante joven y bonita. No es algo de lo que sentirse orgulloso. Una mujer decente estaría avergonzada.

– Pero a ti no se te considera una mujer decente -bromeó él. -Estos jóvenes soldados, como tú les has llamado, me envidiarían aún más si conocieran a la apasionada y lasciva mujer en que te has convertido. Tengo la espalda llena de arañazos que testimonian tu delicioso deseo recién recuperado, mi amor. ¡Ah, sí, haces bien en sonrojarte! -Rió. -Pero me alegra que seas tan desvergonzada conmigo.

Ella había enrojecido, pero no pudo reprimir la risa. La satisfacción que demostraba Aspar por haber conseguido derretir el hielo que había en ella la hacía feliz.

– Eres tú el desvergonzado, mi señor -replicó. -Te pavoneas como un pavo con la cola extendida y has disfrutado exhibiéndome ante esos jóvenes. -Ahogó una risita. -Todos han puesto cara de asombro cuando me han visto… ¿Tienes tan mala fama que no te creían capaz de atraer a una mujer bonita? Deberían conocerte como yo.

– Si lo hicieran, mi amor, me llamarían con un nombre diferente y habría elegido a Joviano como amante -dijo riendo.

– ¡Mi señor! -La risa se apoderó de Cailin.

Él la hizo subir por una escalera explicándole que ése era el camino a los dos palcos privados del Hipódromo aparte del imperial.

– El palco del patriarca está a la derecha del emperador, y el del primer patricio del Imperio está a su izquierda. He venido pronto para que nadie estorbe nuestra entrada. No quería que la multitud me hiciera detener ante el emperador. Entraremos discretamente en el palco y nos prepararemos para recibir a nuestros invitados. El emperador no llegará hasta que las carreras estén a punto de empezar. Esta mañana habrá cuatro carreras y por la tarde otras cuatro. En el intermedio nos ofrecerán otras diversiones y Zeno vendrá con nuestros criados a traernos el almuerzo.

– Nunca he visto carreras de carros -dijo Cailin. -¿Quién intervendrá hoy? En Corinio había un anfiteatro para juegos, pero mi padre nunca nos llevó. Decía que los juegos eran crueles.

– Algunos lo son -admitió Aspar, -pero hoy no habrá gladiadores, según me han dicho. Habrá actores, luchadores y diversiones más civilizadas. En Constantinopla tenemos cuatro equipos de carros: los Rojos, los Blancos, los Azules y los Verdes. Participarán los cuatro y las pasiones que levantan entre el público a veces son aterradoras. Se hacen apuestas y suelen verse peleas entre los partidarios de un equipo y sus rivales. En el palco estarás a salvo.

– ¿Cuál es tu equipo favorito, mi señor? -preguntó Cailin.

– Los Verdes -respondió. -Son los mejores, y les siguen los Azules. Los Rojos y los Blancos no son nada, aunque lo intentan.

– Entonces yo también iré a favor de los Verdes -dijo Cailin.

Habían llegado a un pequeño rellano donde la escalera se bifurcaba en dos, y tomando los tres escalones de la derecha entraron en el palco de Aspar. Una marquesina de tela dorada con rayas púrpura formaba el techo del palco. Había cómodas sillas de mármol con cojines de seda y bancos alrededor, todos con una buena visión de la arena. Las gradas del público empezaban a llenarse, pero nadie se fijó en ellos, y un rápido vistazo mostró a Cailin que el grupo imperial y los importantes personajes religiosos todavía no se encontraban en sus respectivos palcos.

– No hay escalones para entrar en el palco del emperador -comentó a Aspar. -¿Cómo se accede a él?

– Hay unas escaleras que van directamente al palco desde un túnel que discurre por debajo de los muros de palacio -respondió él. -Eso permite a nuestro emperador salir deprisa en caso necesario. Siempre me ha parecido un excelente lugar para una emboscada, pero realmente no se podría hacer nada para evitarlo.

– ¡Cailin!

Una mujer joven había entrado en el palco detrás de ellos.

Cailin se volvió y reconoció a Casia con un aspecto particularmente radiante, vestida con sedas escarlata y doradas. Cailin le tendió las manos en gesto de bienvenida. Se había preguntado cómo se sentiría al ver de nuevo a Casia, quien siempre había sido buena con ella.

– La fortuna te ha sonreído, según me han dicho -le dijo. -Me alegro de que hayas venido.

– Mi señora Casia -saludó Aspar con una sonrisa, y Cailin sintió una punzada de celos. Los ojos de Aspar eran demasiado afectuosos y tenían un brillo de complicidad.

– Mi señor, me alegro de volver a veros. Tengo una deuda de gratitud para con vos por presentarme al príncipe. No tenía intención de comprar mi libertad de Villa Máxima hasta el año próximo, pero cuando el príncipe me ofreció su favor, sorprendí a mis amos y me liberé de ellos para aprovechar la generosidad del príncipe.

Casia les sonrió con afecto y se acomodó junto a Cailin.

Aspar inclinó la cabeza de nuevo y dijo:

– Entonces los dos estáis contentos con el acuerdo y yo me alegro, Casia. Pero confío en que todavía eres lo bastante sensata para pensar en tu futuro. Los príncipes a menudo son volubles. Casia rió alegremente.

– Soy una mujer frugal, mi señor. Si Joviano y Focas hubieran tenido alguna idea de lo que ahorré durante los tres años que estuve con ellos, habrían puesto un precio más elevado. Sin embargo no lo sabían y obtuve un precio muy asequible. La casa donde resido también es mía. Insistí en ello, y Basilico fue generoso. No voy a terminar mis días en las calles como una necia.

– No me agradaría que fuera así -respondió él.

No había tiempo para que Cailin preguntara a su amante, pues el resto de invitados empezó a llegar al palco y le fueron presentados. Belisario, el afamado actor clásico, y su actual amante, el actor cómico Apolodoro, fueron los primeros. Elegantemente ataviados con dalmáticas blancas y doradas, y ambos bastante ingeniosos, al principio intimidaron a Cailin. Ella no estaba acostumbrada a hombres de esa clase, pero Casia charlaba fluidamente con ellos, intercambiando chismes e insultos como si les conociera de toda la vida. Anastasio, el gran cantante bizantino, llegó y les habló en susurros, lo cual, según Aspar explicó a Cailin, era su costumbre. Anastasio hablaba poco, pues reservaba su gloriosa voz para el canto.

El tallador de marfil Juan Andronico, y el escultor Arcadio llegaron casi al mismo tiempo. El primero era un hombre tímido, pero de naturaleza afable y cortés. El otro era todo lo contrario, un tipo atrevido con una mirada aún más atrevida.

– A Casia la reconozco, o sea que esta belleza etérea ha de ser la que queréis que inmortalice, mi señor. -Arcadio miró a Cailin con fijeza. -El cuerpo que veo -prosiguió, desnudándola mentalmente- es tan hermoso como el rostro, evidentemente. Haréis que mi verano sea espléndido, señora, pues nada amo más que esculpir una mujer adorable.

Aspar sonrió divertido cuando Cailin se sonrojó.

– Me pareció que era un tema perfecto para tu estilo clásico, Arcadio -dijo. -Es Venus renacida.

– Sin duda obtendré más placer con el trabajo que me habéis encargado, mi señor, que con todos los santos que últimamente he estado esculpiendo -admitió el escultor.

De pronto la multitud lanzó una ovación y los presentes en el palco de Aspar se volvieron para ver al emperador y su séquito entrar en su palco. León tenía un rostro severo y sereno, pero ni siquiera con su elegante vestimenta se podía decir que fuera distinguido o regio. Ésta fue la primera impresión que tuvo Cailin del monarca de Bizancio, y tuvo que recordarse que Aspar había elegido a ese antiguo miembro del personal de su casa para la gloria debido a otras cualidades. La emperatriz, sin embargo, era diferente. Era una estrella que resplandecía alrededor de la calmada luna de su esposo. El resto del grupo real estaba formado por hombres y mujeres entre los que sólo el rostro de Basilico le resultó familiar. El clérigo, vestido de negro, ya había ocupado su lugar antes de que llegara el grupo imperial, pero Cailin había estado demasiado ocupada con sus invitados para fijarse en él.

Al cabo de unos minutos, Aspar dijo a Cailin:

– ¡Mira!

De pie sobre una tarima de mármol colocada delante de su palco, el emperador León levantó un pliegue de su túnica dorada y púrpura e hizo la señal de la cruz tres veces; hacia las gradas centrales y después hacia las de la derecha y la izquierda: bendijo a todos los presentes en el Hipódromo. Luego metió la mano en la túnica y sacó un pañuelo blanco que, según susurró Aspar a Cailin, se llamaba mappa. Dejó caer el cuadrado de seda blanca en señal de que dieran comienzo los juegos.

Las puertas de la muralla del Hipódromo se abrieron y el primero de los cuatro carros que iban a competir salió a la arena. El público estalló en vítores. Los aurigas, que controlaban cada uno cuatro caballos, iban vestidos con túnicas de piel cortas y sin mangas, firmemente sujetas con cinturones cruzados de piel. En las pantorrillas llevaban polainas también de piel. Todos tenían excelente constitución física y muchos eran atractivos. Las mujeres les llamaban a gritos y agitaban las cintas coloreadas de su equipo favorito, y los aurigas, riendo felices, sonreían y saludaban con la mano.

– No deberían permitir que las mujeres asistieran a los juegos -se oyó al patriarca murmurar sombríamente en su palco. -Es indecente que estén aquí.

– Las mujeres asistían a los juegos en Roma -observó un joven sacerdote.

– Y mira lo que sucedió en Roma -espetó el patriarca mientras los otros clérigos asentían mostrando su acuerdo.

– ¿Alguna de vosotras ha estado alguna vez en las carreras? -preguntó Arcadio a Cailin y Casia, y cuando ellas respondieron con una negativa, dijo: -Entonces os lo explicaré. El orden en que los carros se alinean se echa a suertes el día anterior. Cada auriga tiene que dar siete vueltas a la pista. ¿Veis esa plataforma que hay junto a la spina donde está el prefecto con la anticuada toga? ¿Veis los siete huevos de avestruz sobre la tarima? Serán retirados uno a uno a medida que se cubra cada vuelta de la carrera. Normalmente se concede una pequeña palma de plata al ganador de cada carrera, pero como hoy se conmemora la fundación de nuestra ciudad se entregará una corona de laurel a los ganadores de todas las carreras, menos las dos últimas. Habrá una competencia feroz entre los Verdes y los Azules por llevarse el mayor número de coronas. ¡Mirad! ¡Ya salen!

Los carros atronaron en torno a la pista. En pocos momentos los caballos echaban espuma por la boca y el sudor les resbalaba por los flancos. Sus aurigas los conducían con un descuidado abandono que Cailin nunca había visto. Al principio parecía que la pista era lo bastante ancha para los cuatro carros, pero pronto fue evidente que para ganar los aurigas tenían que desviarse a un lado y a otro, luchando para adelantar a sus rivales. De las ruedas saltaban chispas cuando los carros chocaban entre sí, y los aurigas utilizaban el látigo no sólo en sus caballos sino también en los otros conductores que se interponían en su camino.

La multitud vociferó acaloradamente cuando el carro de los Verdes dio la vuelta final sobre una rueda, casi volcando, pero el de los Azules le interceptó, colocándose delante repentinamente, y cruzó la línea de meta el primero por poca distancia. Ambos carros se detuvieron y los aurigas de los equipos Azul y Verde se enzarzaron en una violenta pelea a puñetazos. Fueron separados y abandonaron la pista maldiciéndose a gritos el uno al otro mientras los carros para la siguiente carrera se alineaban y salían.

Las carreras de carros fascinaron a Cailin. Celta de alma, siempre había admirado los buenos caballos; y los que esa mañana corrían eran los mejores que había visto.

– ¿De dónde son esos magníficos animales? -preguntó a Aspar. -Nunca había visto caballos tan buenos. Son mejores que los de Britania, y parecen bravos. Su velocidad y seguridad son encomiables.

– Vienen de Oriente -respondió él, -y cuestan una fortuna.

– ¿Nadie los cría en Bizancio, mi señor? -se extrañó ella.

– Que yo sepa no, mi amor. ¿Por qué lo preguntas?

– ¿No podríamos destinar una parcela de tierra para, en lugar de cultivar grano, hacer crecer pasto para criar caballos como ésos? Si valen tanto, sin duda te reportarían grandes beneficios. El mercado para estas bestias sería enorme, y sería más accesible y menos arriesgado para los equipos de carro que importarlos de Oriente. Si criáramos nuestros propios caballos, los verían crecer desde que nacieran e incluso elegirían pronto a los que parecieran prometedores -concluyó Cailin. -¿Qué opinas, mi señor?

– ¡Es una brillante idea! -exclamó Arcadio con entusiasmo.

– Tendríamos que encontrar un semental excelente, o dos, para crianza, y necesitaríamos al menos una docena de yeguas para empezar -pensó Aspar en voz alta. -Tendría que ir a Siria para elegir los animales. No permitiríamos que nadie de allí se enterara de nuestros proyectos. Los sirios se enorgullecen de sus buenos caballos y su ventajoso mercado de exportación. Probablemente podría obtener yeguas jóvenes en diferentes sitios fingiendo que las quiero para las damas de mi familia, que se divierten cabalgando cuando están en el campo. Normalmente -observó Aspar, -las mujeres no montan a caballo.

– Los Verdes han ganado la segunda carrera mientras vosotros charlabais -informó Casia. -Los Azules se quejan de que ha habido trampas, pues los Rojos y los Blancos se esforzaron en interceptar el carro del equipo Azul en cada giro y ha acabado el último.

Entre cada una de las cuatro carreras de la mañana había un pequeño entretenimiento con mimos, acróbatas y, finalmente, un hombre con un grupo de divertidos perritos que saltaban a través de aros, daban volteretas y bailaban sobre las patas traseras al son de una flauta. Estos intervalos eran breves, pero hubo otro más largo entre las carreras de la mañana y las de la tarde. Entonces el palco del emperador se vació, y también el del patriarca.

– ¿Adonde van? -preguntó Cailin.

– A un pequeño banquete que se ofrecerá para León y sus invitados -respondió Aspar. -Mira alrededor, mi amor. Todo el mundo ha traído comida; y ahí está Zeno con el almuerzo para nuestros invitados. Como siempre, viejo amigo, eres puntual.

– Es evidente que le gustas mucho a Aspar -dijo Casia en voz baja a Cailin mientras preparaban el almuerzo. -Fuiste muy afortunada, joven amiga, al encontrar a ese hombre. Se rumorea que se casaría contigo si pudiera, pero no cuentes con ello.

– No lo hago -dijo Cailin. -No me atrevo. He llegado a amar a Aspar, pero algo en lo más hondo de mí me advierte del peligro. A veces puedo pasar por alto esa vocecilla interna, pero en otras ocasiones me martillea y me asustan tanto que no puedo dormir. Aspar no lo sabe. De todos modos no quiero inquietarle. Él me ama, Casia, y es muy bueno conmigo.

– Tienes miedo porque la última vez que amaste a un hombre fuiste cruelmente separada de él, Cailin. Pero eso no volverá a ocurrir. -Aceptó la copa de vino que Zeno le ofrecía y bebió un sorbo. -¡Ah, de Chipre! ¡Delicioso!

Un guardia imperial entró en el palco.

– Mi señor general -saludó. -El emperador solicita que os unáis a su mesa.

– Dale las gracias al emperador -dijo Aspar, irritado. León sabía que tenía invitados. -Dile que sería descortés por mi parte abandonar a mis invitados, pero que si me necesita luego le atenderé.

El guardia se inclinó y se había vuelto para marcharse cuando Cailin dijo:

– ¡Espera! -Cogió las manos de Aspar y le miró. -Ve, mi señor, por favor, aunque sólo sea por mí. Por muy amable que sea tu negativa, insultarás al emperador. Yo me ocuparé de los invitados hasta que vuelvas. -Le dio un beso en la mejilla. -Ahora vete, y muéstrate educado y complaciente.

Aspar se levantó de mala gana.

– Iré sólo por ti, mi amor. No quieres que ofenda a León, sin embargo su invitación me ofende porque no te tiene en cuenta a ti ni a quienes nos acompañan.

– Yo no existo para el emperador, y tampoco Casia. En cuanto a los demás, son artesanos y actores. A veces se invitan, a veces no -dijo Cailin con una leve sonrisa. Había aprendido bastante sobre las costumbres de la sociedad bizantina. -Ahora ve, que cuanto antes te marches antes regresarás.

– Tienes más educación que la mayoría de los que están en la corte -dijo Arcadio, arqueando una oscura ceja. -¿Acaso no eres lo que pareces?

Cailin sonrió son serenidad.

– Soy lo que soy -respondió.

Arcadio rió entre dientes, y al ver que no le sonsacaría nada volvió su atención al excelente jamón que tenía en su plato. Se enteraría de lo que le interesaba en verano, cuando ella posara para él.


Poco después de que Aspar hubiera abandonado el palco, entró otro guardia imperial, que hizo una inclinación de cabeza a Cailin y anunció:

– Señora, debéis venir conmigo, tened la bondad.

– ¿Qué quieres? -preguntó ella. -¿Y quién te envía?

El guardia era joven y se sonrojó ante las preguntas de Cailin.

– Señora -dijo con esfuerzo, -no puedo decirlo. Se trata de un asunto privado.

Antes de que Cailin pudiera volver a hablar Casia se inclinó hacia adelante, permitiendo al joven una buena visión de su pecho.

– ¿Me conoces, joven? -le preguntó con un ronroneo. -¿Sabes que eres muy atractivo?

Arcadio reprimió una sonrisa. Casia tendría la información que quería al cabo de poco rato, a juzgar por la expresión del joven guardia.

– No, señora, no os conozco -respondió, nervioso, incapaz de apartar los ojos de los blancos senos de la mujer. -¿Debería conoceros?

– Soy la amiga especial del príncipe Basilico, joven, y si no le dices a la señora quién te ha enviado, le contaré a mi príncipe tu grosería y le diré que me has violado con tus perversos ojos castaños. ¡Y ahora habla!

El joven guardia alzó la mirada con expresión culpable. Enrojeció y murmuró:

– La emperatriz, señora. -Luego miró ansioso a Cailin y añadió: -No pretende haceros ningún daño, señora. Es una buena mujer.

Casia y Arcadio se echaron a reír, con lo que los demás invitados del palco levantaron la vista de su comida con curiosidad.

Cailin se puso en pie.

– Como todos sabéis con quién estaré, no hay nada que temer. Iré contigo.

Se alisó las arrugas de su estola y siguió al guardia.

A los pies de la escalera había una pequeña puerta, oculta tan hábilmente que Cailin antes no la había visto. El guardia presionó la pared en un punto determinado y la puerta se abrió y dejó al descubierto un segundo tramo de escaleras que descendían. Cailin las bajó presurosa, detrás del joven soldado. Entraron en lo que Cailin intuyó era el corredor principal que conducía al palco imperial. El túnel estaba bien iluminado con antorchas y varios metros más adelante el guardia se detuvo, presionó de nuevo la pared y otra puerta se abrió. Ante ellos apareció una habitación y dentro de ella una mujer, que se volvió.

– Adelante -dijo con voz baja y bien modulada. -Espéranos fuera, Juan -ordenó al guardia. -Lo has hecho bien.

La puerta se cerró tras Cailin, quien se inclinó reverencialmente ante Verina.

– No pareces una prostituta -dijo la emperatriz.

– No lo soy -respondió Cailin.

– Sin embargo viviste varios meses en Villa Máxima y participaste en lo que, según me han dicho, era uno de los espectáculos más libertinos jamás vistos en ésta o cualquier otra ciudad. Si no eres una prostituta, ¿qué eres exactamente?

– Me llamo Cailin Druso y soy britana. Mi familia desciende de la gran familia romana. Mi antepasado Flavio Druso era tribuno de la Decimocuarta Legión Gemina y llegó a Britania con el emperador Claudio. Mi padre era Gayo Druso Corinio. Hace casi dos años, siendo esposa y madre, fui raptada y vendida como esclava. Fui traída a esta ciudad con un cargamento de esclavos. Joviano Máxima me compró por cuatro folies, señora. Lo que hizo conmigo ya lo sabéis. Mi señor Aspar me rescató de esa vergonzosa cautividad y me liberó -acabó Cailin con orgullo.

Verina estaba fascinada.

– Tienes aspecto de patricia y hablas bien -dijo. -Vives como amante de Aspar, ¿verdad, Cailin Druso? Dicen que él te ama no sólo con su cuerpo sino también con su corazón. No le creo capaz de semejante debilidad.

– ¿El amor es una debilidad, majestad? -preguntó Cailin.

– Para los que están en el poder sí -respondió la emperatriz. -Los que están en el poder nunca han de tener ninguna debilidad que pueda ser utilizada en su contra. Sí, el amor por una mujer, por los hijos, por cualquier cosa, es una debilidad.

– Sin embargo vuestros sacerdotes enseñan que el amor lo conquista todo -replicó Cailin.

– Así pues, ¿no eres cristiana? -preguntó Verina.

– El padre Miguel, que me fue enviado por el patriarca, dice que aún no estoy preparada para convertirme al cristianismo. Dice que hago demasiadas preguntas y no tengo la humildad que corresponde a una mujer. El apóstol Pablo, según me han dicho, declaró que las mujeres debían humillarse ante los hombres. Me temo que yo no soy lo bastante humilde.

Verina se echó a reír.

– Si la mayoría no fuéramos bautizados de niños, nunca lo haríamos, también por falta de humildad, Cailin Druso, pero debes bautizarte si quieres ser la esposa de Aspar. El general de los ejércitos orientales no puede tener una esposa pagana. No se lo tolerarán. Seguro que puedes engañar a este padre Miguel y hacerle creer que has aprendido a ser humilde.

¿La esposa de Aspar? Cailin no podía haber oído bien a la emperatriz.

Verina vio su expresión de sorpresa y adivinó su causa.

– Sí -dijo a la perpleja muchacha. -Me has oído bien. He dicho: «la esposa de Aspar», Cailin Druso.

– Me han dicho que es imposible que yo alcance esa posición, majestad -repuso Cailin despacio. Tenía que pensar. -Me han dicho que en Bizancio existe una ley que prohíbe los matrimonios entre la nobleza y los actores. Y que el tiempo que pasé en Villa Máxima negaría mi nacimiento patricio.

– Para mí es importante -respondió Verina- conservar la buena disposición y el apoyo del general Aspar. Es cierto que llegaste aquí como esclava y serviste de entretenimiento en un burdel, Cailin Druso, pero eres patricia. No albergo ninguna duda respecto a tu linaje. Te he observado esta mañana. Tu actitud es culta y no cabe duda de que has recibido una buena educación. Creo que lo que me has dicho de tu familia es cierto. El tiempo que pasaste en Villa Máxima fue breve. Los que conocen ese hecho permanecerán callados o yo me encargaré de que lo hagan cuando te conviertas en esposa de Aspar. ¿Quieres ser su esposa?

Cailin asintió lentamente y preguntó:

– ¿Qué queréis de mí, majestad? Semejante favor tendrá un precio, lo sé.

Verina sonrió con malicia.

– Eres lista, Cailin Druso, al pensar eso. Muy bien. Yo ayudaré a acallar las objeciones que se expresen contra tu boda con Aspar si tú, a cambio, me garantizas que él me ayudará en todo. Y ha de jurarlo sobre la reliquia de la cruz que estará conmigo en caso de que le necesite. Sé que puedes convencerle para que lo haga a cambio de mi ayuda.

El corazón de Cailin latía con violencia.

– No es fácil hablar con él de ese asunto -dijo. -Lo intentaré dentro de unos días, majestad, pero ¿cómo podré comunicaros mi éxito o mi fracaso? Pues ahora ni siquiera existo en lo que se refiere a vuestro mundo; de lo contrario me habríais invitado a vuestro banquete, no sólo a Aspar, quien ha sido separado de mí para que vos y yo pudiéramos reunimos en secreto bajo las murallas del Hipódromo.

– Es muy estimulante tener a alguien que hable franca y sinceramente -dijo la emperatriz. -Aquí, en la corte de Bizancio, todo el mundo habla con doble sentido; y los motivos a menudo son tan complejos que resultan incomprensibles. Habla con tu señor, y dentro de unos días iré una tarde, por mar, a visitar al general en su villa de verano. Si alguien se entera de mi visita, creerá que simplemente tengo curiosidad y no provocará ningún escándalo. León es un hombre muy honrado y yo le soy muy leal. Si se entera de mi excursión, supondrá naturalmente que me han arrastrado mis compañías, suposición que yo no corregiré. Ya han sucedido antes cosas así.

Sonrió con aire significativo.

– Haré todo lo que pueda por vos, majestad -dijo Cailin.

La emperatriz rió.

– No me cabe duda de que lo harás, querida. Al fin y al cabo, la futura felicidad de ambas depende de tu éxito, y yo soy un mal enemigo, te lo aseguro; pero hemos de regresar. Si permanezco demasiado rato ausente del banquete notarán mi ausencia. -Verina se acercó a la puerta y la abrió, diciendo: -Juan, acompaña a la señora a su palco, y luego ocupa tu puesto como antes. Adiós, Cailin Druso.

Cailin inclinó la cabeza y salió de la habitación. Mientras seguía al guardia por el túnel y la escalera, en su mente se arremolinaban los acontecimientos de los últimos minutos. Al entrar en el palco fue acosada por una Casia ansiosa.

– ¿Qué quería? -le preguntó en un susurro, y Arcadio se inclinó para oír la respuesta de Cailin.

– Tenía curiosidad -dijo con una sonrisa. -Su vida ha de ser muy aburrida para tener tanta curiosidad por conocer a la amante de Aspar.

– Oh -exclamó Casia decepcionada, pero Arcadio se dio cuenta de que Cailin no lo había contado todo. Era evidente que iba a disfrutar de un verano muy interesante.

En la arena, media docena de luchadores divertía a la incansable multitud desfilando haciendo malabarismos con varias pelotas de colores. Iban seguidos por una procesión maravillosa de animales exóticos. Aspar regresó al palco y se sentó junto a Cailin, rodeándola con un brazo. Casia miró a Arcadio con una leve sonrisa y él sonrió a su vez.

– ¡Oooohhh! -chilló Cailin. -¡Nunca había visto bestias como ésas! ¿Qué son? ¿Y las que tienen rayas?

– Las grandes bestias grises con la nariz larga se llaman elefantes -respondió Aspar. -La historia cuenta que el gran general cartaginés Aníbal cruzó los Alpes a lomos de elefante y ganó muchas batallas. Los gatos a rayas son tigres. Proceden de la India, una tierra lejana al este de Bizancio. Los caballos a rayas son cebras.

– Esas criaturas altas y con manchas, mi señor, y esas graciosas bestias con jorobas, ¿qué son?

– Las primeras son jirafas. Proceden de África, pero todas éstas ahora viven en el zoo imperial. Los países extranjeros siempre nos regalan bestias raras para nuestro zoo. Los otros animales son camellos.

– Son magníficos -exclamó ella, con ojos relucientes de infantil excitación. -Nunca había visto bestias así. En Britania tenemos ciervos, conejos, lobos, zorros, tejones, erizos y otras criaturas corrientes, pero ninguna como los elefantes.

– Ah -suspiró Arcadio exageradamente. -Ver Bizancio de nuevo a través de los maravillosos ojos violetas de Cailin Druso.

– ¿Ojos violentos? ¿Quién tiene ojos violentos? -preguntó Apolodoro, el comediante.

– ¡Violeta, cómico desvergonzado! -espetó Arcadio. -Cailin Druso tiene los ojos de color violeta. ¡Míralos! Son muy hermosos.

– Los ojos de las mujeres nunca dicen la verdad -observó Apolodoro perversamente.

– ¡No es cierto! -negó Casia.

– ¿Tú dices la verdad cuando miras a los ojos de un hombre? -preguntó el comediante. -Las cortesanas son famosas por su sinceridad.

– ¿Y los actores sí? -replicó Casia con mordacidad.

Anastasio, el cantante, ahogó la risa al oír esta respuesta. Era el primer sonido que Cailin creía haberle oído desde que había entrado en el palco.

– El emperador ya vuelve -anunció Juan Andronico, el tallador de marfil. También él había hablado poco desde que se había reunido con ellos.

Cailin aprovechó la oportunidad para hablar con él.

– En la villa hay una de vuestras encantadoras piezas -le dijo. -Una Venus rodeada por un grupo de Cupidos alados.

– Se trata de una de mis primeras piezas -admitió el tallador, sonriendo con timidez. -Ahora me dedico principalmente a obras religiosas para las iglesias. Es un mercado muy lucrativo, y es mi manera de devolver el don que Dios tan generosamente me ha dado, señora. Ahora estoy haciendo una natividad para el emperador.

– ¿Puedo entrar? -preguntó el príncipe Basilico, deslizándose discretamente en el palco del general. -¡Casia, mi amor! ¡Estás para comerte! Y lo haré, más tarde.

Le lanzó un beso.

– ¿Y tu esposa Eudoxia, amigo mío? No deberías avergonzarla -le recriminó Aspar con seriedad.

– Su amiguito está de guardia en el palco imperial -explicó Basilico con una sonrisa. -Quiere tener tiempo para coquetear con él, y si yo estoy a su lado no puede hacerlo. Además, Flacila y Justino Gabras también están en el palco del emperador. Mira. Están en el fondo. No sé por qué León les permite su presencia, aunque probablemente les ha invitado mi hermana. En verdad son una pareja temible, Aspar. Me han contado que sus fiestas son tan depravadas que los habitantes de Sodoma y Gomorra se sonrojarían. Y lo peor es que son muy felices. Flacila ha encontrado un compañero digno de ella. Son la pareja perfecta.

– Muy bien, quédate, pero sé discreto -advirtió Aspar.

– Me alegro de veros, mi señor -saludó Cailin, sonriendo.

– Señora, cada minuto que pasa sois más hermosa -respondió galante el príncipe. -Adivino que sois feliz y él también. -Entonces Basilico se volvió hacia Casia. -Qué encantadora estás, cielito. El escarlata y dorado te sienta bien. Tendremos que ver cómo quedan los rubíes con oro sobre tu suave y blanca piel, ¿eh?

Las carreras volvieron a empezar. Por la mañana, los Verdes habían ganado dos carreras, los Azules una y los Rojos la última. Ahora el equipo de los Blancos ganó la primera carrera de la tarde y luego los Azules obtuvieron una segunda victoria, con lo que empataron con el equipo Verde. Pero el día iba a ser para los Verdes. Ganaron las dos últimas carreras y recibieron de manos del propio León un aurigarión (un emblema de oro), un casco de plata y un cinturón de plata. La multitud, que ya estaba ronca de tanto gritar, renovó sus aclamaciones y los juegos concluyeron formalmente cuando el palco imperial quedó vacío.

De pronto, los que estaban en los asientos más próximos a Aspar distinguieron las cintas verdes que éste llevaba se pusieron a corear:

– ¡Aspar! ¡Aspar! ¡Aspar!

Una expresión de enojo cruzó fugazmente el rostro de Aspar. Se volvió y saludó con un gesto de la mano, a la multitud que le aclamaba, suficiente para satisfacerles pero no lo bastante para alentar mayores muestras de admiración.

– Qué político eres -se burló Basilico. -Este pequeño incidente será comunicado a León, por supuesto adornado con exageraciones, y el pobre hombre se sentirá dividido entre la gratitud que siente hacia ti y el temor de que algún día le desplaces.

El príncipe rió.

– León sabe que prefiero ser un ciudadano corriente antes que emperador -dijo Aspar. -Si alguna vez lo dudara, le tranquilizaría enseguida. Francamente, si me lo permitiera me retiraría.

– Tú no -dijo Basilico con una amplia sonrisa. -Tú morirás al servicio de Bizancio. Casia, ángel mío, ¿tienes alguna deliciosa cena preparada para mí? Iré contigo.

– ¿No vas a palacio para asistir al banquete? -preguntó Aspar a su amigo. -Sé que antes has dicho que no, pero ¿no es obligatoria tu presencia?

– No me echarán de menos, te lo aseguro, amigo mío -replicó el príncipe. -Además, el patriarca está invitado. Rezará tanto rato antes de comer, que cuando lo hagan la comida se habrá estropeado -terminó con una carcajada.

– Yo me ocuparé mejor de él, mi señor -dijo Casia, -y su cena será de su gusto, ¿verdad, príncipe mío?

Los ojos de Basilico brillaron con malicia. Casia se volvió hacia Cailin.

– ¿Puedo visitarte algún día? Estoy muy contenta de que me hayáis incluido en vuestro grupo de hoy. Las dos hemos recorrido un largo camino desde nuestros días en Villa Máxima.

– Claro que puedes -contestó Cailin sinceramente. -He estado muy sola desde que dejé Villa Máxima, aunque ahora tengo una joven esclava sajona que me hace compañía. Me encanta escuchar tus chismorreos, Casia. Pareces saber todo lo que ocurre en Constantinopla. Pero en realidad soy más feliz en el campo.

– El campo es agradable para ir a visitarlo -dijo Casia, -pero yo nací en Atenas y prefiero la ciudad. A Basilico le gusta hablar en griego conmigo. Está muy helenizado para ser bizantino.

Cailin despidió a todos los invitados y Arcadio prometió que iría pronto a Villa Mare para iniciar su trabajo. Casia montó en su litera junto con Basilico y se alejaron entre la multitud que salía del Hipódromo. Cailin subió a su litera.

– Tengo que acudir a palacio a ver al emperador -dijo Aspar, inclinándose para hablarle al oído. -Enviaré a la caballería para que te escolte hasta casa y me reuniré contigo en cuanto pueda.

– No necesito soldados después de cruzar las puertas de la ciudad, mi señor. El camino está libre de peligros y muy concurrido, y es de día. Me ayudarían a abrirme paso entre el gentío, pero no quiero que sigan, te lo ruego.

– Muy bien, mi amor. Enviaré un mensajero si he de retrasarme. Espérame si puedes, Cailin.

– ¿Qué quería antes el emperador, mi señor? -le preguntó ella.

– Mi presencia, nada más. Es su manera de ejercer su autoridad, y yo le obedezco porque eso le tranquiliza -dijo Aspar. -La invitación al banquete, cuando sabe que me desagradan los banquetes, no es más que otra prueba. La Iglesia siempre está arrojando veneno al oído de León porque mis creencias no son ortodoxas. Obedeciéndole puntualmente, las mentiras del patriarca parecen necias. León no es estúpido. Tiene miedo, sí, pero es inteligente. La emperatriz es quien mi preocupa.

– ¿Por qué?

– Es ambiciosa. Mucho más que León. A Verina le gustaría tener un hijo que siguiera los pasos de León No tienen más que dos hijas. No sé si conseguirá tener ese hijo varón. León prefiere la oración al placer, seguí parece.

– Si eso es una virtud, mi señor, y es necesaria par; un emperador, en verdad tú jamás serás emperador -dijo Cailin riendo. -Tú prefieres el placer a la oración. Me parece que nunca te he visto rezar al dios cristiano ni a ningún otro dios.

Como respuesta, él la besó en los labios lenta y ardorosamente. Ella le correspondió moviendo la lengua pícaramente dentro de su boca mientras él deslizaba una mano bajo su túnica para acariciarle un seno. El pezón se endureció de inmediato y Cailin gimió suavemente.

Aspar apartó los labios y sonrió con malicia a Cailin -Iré en cuanto pueda, amor mío -prometió, retirando la mano no sin antes darle un leve pellizco en el pezón.

Ella contuvo el aliento y lo dejó escapar lentamente, y le dijo:

– Esperaré, mi señor, y estaré preparada para cumplir tus órdenes.

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