Capítulo 7

Las damas de la U.M.C.T. aprendieron una canción nueva. La noche siguiente, la cantaban con creciente entusiasmo en cuatro tabernas.

¿Quién tiene pena? ¿Quién tiene dolores?

Los que no se atreven a decir no.

Los que se dejan llevar al pecado.

Y se regodean en el vino.

Entregaban panfletos a los hombres y seguían solicitando firmas para los compromisos. Para sorpresa de todos, Evelyn Sowers se adelantó varias veces y se interpuso con audacia ante los concurrentes a las tabernas. Con sus ojos intensos y su gesticulación un tanto dramática, desplegaba un asombroso talento oratorio que nadie conocía.

– Hermano, ocúpate ahora de tu futuro. -Se acercaba a un vaquero desprevenido que casi no tenía edad para afeitarse-. ¿No sabes que Satán adopta la forma de una botella de licor? Ten cuidado de que no te engañe y te haga creer otra cosa. ¿Pensaste en mañana… y en todos los otros mañana, cuando empiecen a temblarte las manos y tu esposa y tus hijos sufran sin…?

– Señora, no tengo esposa ni hijos -la interrumpió el joven.

Con ojos inquietos, rodeó a Evelyn como si fuese una cascabel enroscada. Cuando se encaminaba a la puerta, Evelyn cayó de rodillas y alzó las manos, suplicante.

– ¡Se lo ruego, joven, no entre en ese refugio de machos! ¡El tabernero es el destructor de las almas de los hombres!

El muchacho de rostro brillante miró sobre el hombro y se escabulló dentro con una expresión que demostraba más temor por Evelyn que por los peligros que podrían aguardarlo tras las puertas de la taberna.

Otros cuatro vaqueros se acercaban por la acera vestidos a la última moda, las espuelas brillantes, las monedas tintineando. Evelyn intentó detenerlos apelando a sus emociones.

– ¿Reconocen ustedes el mal en el vil brebaje que vienen a consumir aquí? Arrebata a los hombres las facultades, el honor y la salud. Antes de que entren por esa puerta…

Pero ya habían entrado, y miraban a Evelyn con el mismo temor que el joven vaquero de antes.

Al parecer, Evelyn había hallado su verdadera vocación. El resto de la noche, mientras las señoras iban pasando por las cuatro tabernas, ella se abrazaba al recién descubierto ministerio con creciente fervor.

– ¡Abstinencia es virtud; indulgencia es pecado! -gritaba, sobreponiéndose al ruido del Lucky Horseshoe Saloon. Y como no pudo, condujo sus tropas al interior, fue directamente hasta Jeff Didier, y afirmó-: Hemos venido en misión moralizadora, a despertar su conciencia.

Cuando sacó un compromiso de abstinencia y le exigió a Didier que lo firmase, el tabernero de rostro colorado respondió sirviéndose un trago doble de centeno y tragándolo ante los ojos de Evelyn.

Agatha no comulgaba con la exageración histriónica de Evelyn, pero la mujer había tenido éxito con dos clientes de Jim Starr, que se avergonzaron y le firmaron el papel. Este éxito impulsó a cuatro «hermanas» a arrodillarse junto con ella y a cantar a voz en cuello. Agatha lo intentó, pero se sintió como una tonta, arrodillada en la taberna. Por suerte, tras unos minutos de sufrir dolor, de rodillas en el piso duro de la taberna, tuvo que levantarse otra vez.

En el The Alamo Saloon, Jack Butler y Floyd Anderson se avergonzaron tanto al ver a sus respectivas esposas con la fanática Evelyn que se escabulleron por la puerta y desaparecieron. Animada por otra victoria, Evelyn se volvió más audaz en el hablar y en los gestos.

Cuando el contingente de la U.M.C.T. llegó a la Gilded Cage, el local estaba muy concurrido, y Evelyn, muy enfervorizada. Se abrió paso a codazos entre los hombres amontonados, alzó las manos y vociferó:

– ¡Este ejército de ebrios caerá girando en el infierno!

Las danzas y cantos se interrumpieron, Ivory se dio la vuelta desde su puesto en el piano, las partidas de naipes se detuvieron. Evelyn estaba enloquecida. Los ojos llameaban de fervor desusado; aporreó con los puños varias mesas.

– ¡Vete a casa, Miles Wendt! ¡Vete a casa, Wilton Spivey! ¡Vete a casa, Tom Ruggles! ¡Vayanse todos a sus hogares, con sus familias, infelices pecadores!

Evelyn arrebató una jarra de cerveza y la sostuvo sobre los pies de Ruggles.

– ¡Eh, mírenla!

El hombre se levantó de la silla.

– ¡Bazofia! ¡Nuez vómica! ¡Esto no lo bebería ni un cerdo!

A Agatha le ardió la cara. Los miembros de la U.M.C.T. se enorgullecían de la no violencia y la gracia. Alzó la vista, se topó con la mirada de Gandy y se apresuró a desviarla, para encontrarse con otros tres pares de ojos atribulados: los de Jubilee, Pearl y Ruby.

En medio del súbito silencio, Gandy habló con su habitual savoir vivre:

– Bienvenidas, señoras.

Estaba de pie detrás de la barra, sin sombrero, vestido totalmente de negro y blanco.

Evelyn se volvió con brusquedad hacia él.

– ¡Ah, el aliado de Lucifer, empapado de ron! ¡El traficante de licores ardientes! Ruego al Señor que lo perdone por causar negligencia y bestialidad en los hogares de familias inocentes, señor Gandy.

Dos vaqueros que se habían hartado, se levantaron y se encaminaron hacia la puerta.

Gandy ignoró la perorata de Evelyn.

– Todavía están a tiempo. -Alzando la voz, gritó-: ¡La casa invita a beber!

Los vaqueros giraron sobre sus talones. Se alzó un clamor que casi ensordeció a Agatha. Con los gritos resonándole en los oídos, miró otra vez a Gandy. Quizá los otros no supieran qué había tras esa superficie encantadora, lo vio sonreír muchas veces para no reconocer la ausencia de alegría en la expresión de ese momento. Los ojos la punzaron como trozos de hielo. Ya no estaba el brillo divertido que se había acostumbrado a esperar. Lo que pasaba por una sonrisa era, en realidad, un desnudar de los dientes.

Mientras las miradas se encontraban, Gandy encontró el cuello de una botella, llenó un vaso con el líquido ambarino, y lo levantó.

«¡No, Gandy, no!»

Le hizo un gesto de saludo tan leve que nadie más lo advirtió. Después, echó atrás la cabeza y convirtió el saludo en un insulto.

Nunca hasta entonces lo había visto beber. Le dolió.

Se volvió para alejarse, sintiéndose vacía sin saber por qué. Alrededor, los hombres empujaban para llegar a la barra y levantaban las copas, reclamando los tragos gratis. Tras ella, el piano y el banjo reanudaron la música. Jubilee y las Gemas arrancaron a coro con «Champagne, Charlie», que terminaba con el verso: «Ven conmigo a la parranda». En mitad del jolgorio, Evelyn, de rodillas, oraba por los depravados. Con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos en blanco, parecía una persona mordida por un perro rabioso. En la mesa de lotería, los hombres se burlaban. Desde la pared, Delicia sonreía con benevolencia al caos.

Tenía que haber una forma mejor.

Agatha les hizo señas a las otras de que la siguieran a la puerta, pero sólo Addie Anderson y Minnie Butler le hicieron caso. Cuando llegaron a la salida, se volvió para echar una última mirada, y los ojos de obsidiana de Gandy la flecharon. Giró con brusquedad y salió empujando las puertas vaivén.

Fue entonces cuando conoció a Willy Collinson.

Había estado en cuclillas, espiando debajo de la puerta persiana hacia la taberna cuando la puerta lo golpeó en la frente y lo hizo rodar como una pelota de bolos.

– ¡Aaaay! -chilló, sosteniéndose la cabeza y gimiendo-. ¡Aaaay!

Agatha se acuclilló para ayudarlo, y Addie y Minnie se inclinaron, lanzando exclamaciones de preocupación.

– Yo me ocuparé de él. Ustedes vuelvan a casa con sus esposos.

Cuando se fueron, Agatha hizo levantar al niño. De pie, tenía la misma altura que ella arrodillada.

– Dios mío, chico, ¿qué estabas haciendo tan cerca de la puerta? ¿Estás bien?

– Mi c… cabeza -lloriqueó-. Me g… golpeaste la c… cabeza. ¡Aaay! ¡Me duele!

– Perdóname. -Trató de ver cuan grave era el daño, pero el niño se agarró la cabeza y la apartó-. Déjame ver.

– Nooo. Qui… quiero a mi p… papá.

– Bueno, como tu papá no está aquí, ¿por qué no me dejas a mí, a ver si puedo curarte?

– Déjame tranquilo.

A pesar de la obstinación del niño, le apartó las manos y lo hizo girar hacia la luz tenue que provenía de la taberna. El cabello rubio podría haber estado un poco más limpio. El mono estaba manchado y era demasiado corto. Le corría un chorro de sangre por la frente.

– ¡Cielos, chico, estás sangrando! Ven, que te lavaré.

Se incorporó, pero el niño se soltó de un tirón.

– ¡No!

– Pero vivo ahí al lado, ¿ves? Ésa es mi tienda de sombreros, y mi apartamento está encima. Podría curarte la cabeza enseguida.

– Mi papá dice que no tengo que irme con desconocidos.

Agatha dejó las manos a los lados. El pequeño estaba un poco más tranquilo.

– ¿Qué te dice con respecto a las emergencias?

– No sé lo que son.

– Que te golpee una puerta en la cabeza… eso es una emergencia. En serio. Hay que lavarte la frente y ponerte un poco de iodo.

Willy retrocedió y los ojos se le pusieron redondos como castañas.

– Ten cuidado. Alguien podría salir y golpearte otra vez. Ven. -Le ofreció la mano en gesto práctico-. Por lo menos, apártate de la puerta mientras hablamos.

En lugar de obedecerle, se arrodilló y espió por abajo.

– ¡Eres muy pequeño para espiar por ahí!

– Tengo que encontrar a papi.

– Así no lo encontrarás. -Lo puso de pie sin demasiada gentileza y el niño empezó a moquear otra vez-. Ahí hay cosas que un chico de tu edad no tiene que ver. ¿Cuántos años tienes?

– ¡Qué te importa! -le contestó, desafiante.

– Bueno, pues me importa, jovencito. Te llevaré derecho a casa, con tu madre, y le diré qué te encontré haciendo.

– No tengo madre. Se murió.

Por segunda vez en la noche, el corazón de Agatha se estrujó.

– Oh -dijo con suavidad-, lo… lo lamento. No sabía. En ese caso, tenemos que encontrar a tu padre, ¿no es cierto?

Willy apoyó la barbilla en el pecho.

– No volvió a casa del trabajo. -Empezó a temblarle el mentón y se frotó un ojo con los nudillos sucios-. Dijo que esta noche iría a casa… p… pero… n… no fue.

Le tembló la voz y Agatha se sintió arrasada por la pena. Acarició con torpeza el cabello rubio. Había tenido tan pocas oportunidades de estar con niños, que no sabía cómo hablarle a uno de… ¿cinco años? ¿Seis? Fuera cual fuese la edad, no era lo bastante mayor para estar vagabundeando por la calle de noche. Tendría que estar metido en la cama tibia, después de una cena caliente.

– Si me dices tu apellido -lo instó con suavidad-, trataré de encontrarlo.

Sin dejar de frotarse los ojos, alzó la vista inseguro, mostrando sus enormes ojos brillantes, la nariz arrugada y la boca trémula. Lo vio luchar contra la indecisión.

– En verdad, soy una señora muy buena. -Le dirigió una sonrisa bondadosa-. No tengo hijos propios, pero si los tuviese nunca los golpearía con puertas vaivén. -Ladeó la cabeza-. Por fortuna, rodaste como un erizo.

El pequeño trató de contener la risa, pero no pudo, y le salió como un resoplido.

– Eso está mejor. ¿Me obligarás a adivinar tu nombre?

– Willy.

– ¿Willy, qué?

– Collinson.

De golpe, entendió. «Tómalo con calma Gussie. Ahora, no pierdas su confianza».

– Bueno, Willy Collinson, si te sientas en ese escalón, yo entraré y veré si encuentro a tu padre y le digo que estás esperándolo para volver a casa. ¿Qué te parece?

– ¿Eso haría? Se pone furioso cuando lo persigo.

– Claro que sí. Tú siéntate aquí y yo volveré enseguida.

Se detuvo ante las puertas y miró por encima el jolgorio de ahí dentro. Evelyn se había ido. Tras la barra, Gandy y Jack Hogg servían bebidas. Jubilee y las chicas circulaban conversando con los clientes. En el rincón cercano, Dan Loretto repartía suerte en el blackjack. Agatha entró y se abrió paso entre el gentío buscando a Collinson, sin encontrarlo. Trató de recordar si lo había visto antes, pero no pudo. Al pasar junto a una mesa redonda llena de hombres, sintió una mano que le rozaba el muslo. Otra, le apretó el brazo. Se soltó de un tirón, asustada, y avanzó hacia la barra. Gandy reía de algo que había dicho un cliente, y miraba el whisky ambarino que estaba sirviendo en un vaso medidor.

– Señor Gandy.

Alzó la cabeza con brusquedad, y la risa se esfumó.

– Pensé que se había ido.

– Estoy buscando al señor Collinson. ¿Está aquí?

– ¿Alvis Collinson?

– Sí.

– ¿Para qué lo quiere?

– ¿Está aquí?

– Usted vive en Proffitt hace más tiempo que yo. Búsquelo.

Tenía la mandíbula tensa y la mirada dura y desafiante.

Alguien la empujó de atrás. Perdió el equilibrio y se aferró de un hombro cubierto de cuero para no caer.

– Eh, ¿qué es esto? -El vaquero se dio la vuelta con lasitud, le rodeó las caderas con un brazo y la apretó contra el costado. Cuando se inclinó, el aliento hedía-. ¿Dónde estabas escondida, pequeña dama?

Lo empujó, haciendo fuerza para apartarse.

– Suéltala, compañero -ordenó Gandy.

El desconocido pasó una mano por el torso de Agatha, apretándola.

– No quiero soltarla, me gusta.

Gandy pasó encima de la barra con tal velocidad que tiró dos vasos al suelo.

– Dije que la sueltes. -Apartó la mano del hombre del cuerpo de Agatha y la echó atrás-. No es una de las chicas.

– Está bien, está bien. -El hombre alzó las palmas como si Gandy hubiera sacado una pistola-. Si era de tu propiedad, tendrías que haberlo dicho, amigo.

En la mejilla de Gandy se contrajo un músculo. A Agatha le tembló el estómago y parpadeó, con la vista baja.

Gandy tomó un Stetson color hueso de encima de la barra y lo empujó contra el vientre del vaquero.

– La calle está repleta de prostíbulos, si eso es lo que estás buscando. ¡Ahora, vete!

– ¡Jesús, hombre, qué susceptible!

– En efecto. Dirijo una taberna decente.

El vaquero se encasquetó el sombrero, se embolsó el cambio y lanzó a Agatha una mirada rabiosa. Ella sintió que otros ojos la escudriñaban desde todas direcciones y se dio la vuelta para que Gandy no pudiese ver las lágrimas de mortificación.

– Agatha.

Irguió los hombros.

– ¿Para qué quiere a Collinson?

Lo miró.

– Afuera está su hijo esperándolo para volver a la casa.

Por un instante, la resolución de Gandy vaciló. En la frente le sobresalía una vena y tenía los ojos clavados en Agatha. Indicó con la cabeza una mesa en un rincón, al fondo.

– Collinson está ahí.

Se volvió.

Gandy la retuvo por el codo. Agatha lo miró en los ojos de expresión disgustada:

– No lo irrite. Tiene el temperamento de un jabalí salvaje.

– Ya lo sé.

La soltó. Pero no la perdió de vista mientras se abría paso entre la muchedumbre, pasaba junto a una sorprendida Ruby, que la detenía para decirle algo. Asintió, tocó la mano de Ruby y siguió. Collinson alzó la vista, sorprendido, cuando se detuvo junto a él. La escuchó, dirigió una mirada hacia la puerta, frunció el entrecejo y tiró las cartas, colérico. La apartó con brutalidad cuando se levantó de la silla. Al ver que se tambaleaba, Gandy dio un paso hacia ella, pero vio que recuperaba el equilibrio contra el costado de la mesa, y se relajó. Collinson se abrió paso a codazos entre la gente, y dejó que Agatha lo siguiera.

Cuando Agatha se encaminó a la puerta, Gandy hizo lo mismo: no confiaba en Collinson.

Afuera, el hijo de perra apaleaba al niño.

– ¿Cómo se te ocurre venir aquí, si te dije que no te acercaras a la taberna?

Levantó al niño de un tirón en el brazo. Agatha, las manos sobre los bordes de las puertas, estiró el cuerpo hacia el niño, tensa y vacilante. Silencioso, Gandy se paró detrás y le aferró el hombro. La mujer giró la cabeza. Sin una palabra, el hombre se puso delante y abrió camino hacia la acera, al mismo tiempo que sacaba un cigarro.

– ¿Ganaste esta noche, Collinson? -preguntó, en tono burlón.

Encendió el cigarro con calma engañosa.

– Iba ganando, hasta que1 esta arpía vino a fastidiarme para que volviera a mi casa.

– ¿Quién es éste? Hola, hijo. Es un poco tarde para que estés en la calle, ¿no?

– Vine a buscar a papi.

– Muchacho, te dije que iría a casa cuando estuviese listo. Dejé una mano estupenda en la mesa. ¿Cómo es que no estás en casa de la tía Hattie?

– No es mi tía, y no me gusta su casa.

– Entonces, vete a casa, a la cama.

– Tampoco me gusta estar ahí. Me da miedo estar solo.

– Ya te dije, muchacho, que esas son estupideces. Es de gallinas tener miedo de la oscuridad.

Gandy se adelantó y le habló al pequeño.

– Oh, no sé. Recuerdo que, cuando era niño, solía creer que oía voces a mi espalda, en la oscuridad.

– ¡No te metas, Gandy!

Los dos se enfrentaron, nariz con nariz, en las sombras densas. El pequeño los miraba. Agatha se puso junto a él y le apoyó la mano en el hombro.

– Lleva al chico a casa, Collinson -le aconsejó Gandy, en voz baja.

– No, mientras esté ganando.

– Yo cubriré tu apuesta. Llévalo.

Gandy tomó a Collinson del brazo.

El otro, más corpulento, se soltó y lo empujó hacia atrás.

– Yo cubro mis propias apuestas, Gandy. ¡Y el mocoso no me fastidia cuando estoy divirtiéndome! -Dio un paso, amenazante, hacia Willy-. ¿Escuchaste eso, chico?

Willy se acurrucó contra la falda de Agatha.

Gandy respondió por él.

– Lo escuchó, Collinson. Entra de nuevo. Disfruta de la partida.

– Maldito si lo haré. -Apartó a Willy de Agatha y lo impulsó hacia la calle-. Ya, deja de moquear y vete a casa, que ese es tu lugar.

Le dio un empellón que lo hizo tambalearse escalones abajo.

Willy corrió un trecho y se volvió hacia el padre. Agatha lo oyó sollozar quedamente.

Collinson giró con brusquedad y se precipitó dentro, murmurando:

– Maldito chico, que me va a dar un ataque al hígado…

Willy se dio la vuelta y corrió.

– ¡Willy, espera! -Agatha bajó con esfuerzo los tres escalones, pero no podía correr. Renqueó tras él pero no alcanzó a llegar más que hasta el travesaño para amarrar a los caballos, y desistió-. ¡Willy!

El grito angustiado se mezcló con el estrépito que salía de la taberna, mientras se agarraba la cadera dolorida.

Gandy la vio esforzarse, y oyó al niño correr llorando en la oscuridad.

Agatha se dio la vuelta y rogó:

– ¡Haga algo, Gandy!

En ese instante, empezó a entender con claridad qué quería de él esa mujer, y no quiso saber nada. Pero respondió a su propio corazón oprimido.

– ¡Willy!

Tiró el cigarro, salió a la calle y se puso a correr con el corazón agitado. Un pequeño de cinco años no era rival para las piernas largas de Gandy. Alcanzó a Willy en menos de doce zancadas y, sacándolo del medio de la calle, lo atrapó en los brazos.

El chico se abrazó a Gandy y metió la cara en el hueco del cuello.

– Willy. No llores… eh, eh… está bien.

Gandy no tenía experiencia en consolar niños y se sentía torpe y asustado. El chico no pesaba casi nada, pero los brazos flacos se le aferraban al cuello como si él fuese el padre. Tragó saliva un par de veces, pero el nudo en la garganta no se deshacía. Llevó a Willy con Agatha y se detuvo ante ella, sintiéndose fuera de lugar.

La mujer acarició la espalda estremecida de Willy, la frotó para tranquilizarlo.

– ¡Shh! ¡Shh! -El tono era suave y tranquilizador-. No estás solo, pequeño.

Le acarició el remolino de la coronilla. La mano de Gandy se extendió sobre la camisa arrugada del pequeño, el torso flaco que se sacudía al ritmo de los sollozos. La de Agatha, bajó. Los dedos de ambos se rozaron un instante. Entonces, pasó una corriente de buenas intenciones y entre los dos tuvieron que contener las ganas de enlazar los dedos y unir esfuerzos para ayudar al niño. Se dieron la vuelta y se sentaron juntos uno al lado del otro, con Willy en el regazo de Gandy.

– Willy, no llores más.

Sin embargo, no podía detenerse. Se acurrucó sobre Gandy, que miró a Agatha, impotente, sobre la cabeza rubia. Vio el brillo de las lágrimas en los ojos de la mujer y frotó el brazo delgado de Willy.

– Lo llevaría yo misma si pudiera, pero… -En la breve pausa, él recordó los lastimosos esfuerzos de ella por correr tras el niño-. ¿Podría cargarlo hasta mi casa?

Asintió.

Pasaron por la sombrerería oscurecida, salieron por la puerta trasera y subieron la escalera. A Gandy nunca le había llevado tanto tiempo subir. Con Willy en brazos, acomodándose al paso de Agatha, la vio subir con dificultad, aferrándose con fuerza a la baranda. Entretanto, se sorprendió recordando su juventud en Waverley: sano, fuerte y rodeado de todo el amor y la seguridad que un niño necesitaba para crecer feliz. En el rellano, Agatha abrió la puerta y entró primera, en una oscuridad total.

– Espere aquí. Encenderé una lámpara.

Gandy se quedó quieto, escuchando los pasos de Agatha arrastrándose y a Willy que lloraba contra su cuello.

Una lámpara se encendió en mitad de un cuarto de las proporciones de una caja de fósforos. Gandy casi no tuvo tiempo de formarse una idea cuando volvió a hablar.

– Tráigalo aquí.

Apoyó al niño en la mesa plegadiza más diminuta que hubiese visto.

– Si le pido otro favor, será el último. -Le alcanzó un balde esmaltado de blanco-. ¿Podría llenar esto, por favor?

Corrió escaleras abajo y llenó el balde con agua del barril que estaba bajo los escalones. Cuando subía otra vez con el cubo pesado, pensó en Agatha en lugar de pensar en el chico. Si le resultaba difícil subir con las manos vacías, ¿cómo se las arreglaría con un cubo de agua?

Cuando volvió, Willy estaba más tranquilo. Los dos conversaban en voz baja. Apoyó el balde en un banco bajo, junto al fregadero seco y cuando se volvió vio que Agatha enjugaba los párpados inferiores del pequeño con los pulgares. Gandy se acercó y contempló la cabeza rubia y los hombros angostos. La suciedad de Willy era innegable. El pelo, la ropa, las uñas, el cuello, a todo le hacía falta más que un balde de agua fría. Los ojos de Gandy se toparon con los de Agatha y comprendió que estaba pensando lo mismo.

– Ahora, nos ocuparemos de ese golpe en tu cabeza.

Se dio la vuelta y agarró un trapo de un toallero que estaba en la pared, lo echó sobre el hombro y volcó un poco de agua en la palangana. El agua chapoteó casi hasta el borde cuando la llevó hasta la mesa. Gandy se quedó ahí, de pie, sintiéndose demasiado grande e inútil, al verla sumergir el paño, estrujarlo y aplicarlo a la frente de Willy.

El niño se echó atrás, gimiendo.

– Ya sé que duele. Tendré cuidado.

Gandy se apoyó colocando una palma sobre la mesa, junto a Willy, y le habló:

– Me acuerdo de una vez, cuando yo tenía más o menos tu edad, tal vez un poco más. Donde yo vivía había un río. El Tombigbee, se llamaba. Mi amigo y yo solíamos nadar ahí en el verano. Era en la zona del Mississippi, y ahí hace mucho calor en mitad del verano. -Acentuó «mi», en «mitad», cosa que hizo alzar la vista y sonreír a Agatha-. De hecho, hace tanto calor que a veces ni nos deteníamos a quitarnos los pantalones. Nos tirábamos con ropa y todo. En la época de la que hablo, Cleavon y yo… -Dirigiéndose a Agatha, le aclaró-: Cleavón es el verdadero nombre de Ivory. -Volvió la atención al niño-. Bueno, el caso es que Cleavon y yo corríamos hacia el río a toda velocidad. Nos tiramos de cabeza al agua y yo me golpeé contra una roca y me hice un huevo de ganso en la frente del tamaño de tu puño. Tienes puño, ¿no es cierto?

Orgulloso, Willy mostró un puño diminuto. Ya no se resistía a la cura y estaba quieto, fascinado. Con el rabillo del ojo, Gandy la vio tomar el frasco de iodo y reanudó el relato.

– Además, me quedé desmayado como una almeja. Mi amigo Cleavon me sacó del agua y fue gritando a pedir ayuda. Mi padre fue hasta el río y me cargó hasta la casa. Teníamos a esa vieja dictadora llamada Leatrice… -Agatha sonrió al oír el nombre: Li-a-tris-. Era negra como la bola ocho del billar, y más o menos de la misma forma, pero mucho, mucho más grande. Leatrice me regañó. Me dijo que no tenía un ápice de sentido común.

»Te digo, Willy, que yó me creía más astuto que ella. -Agatha le aplicó el iodo, y Willy apenas se encogió-. A fin de cuentas, yo era el que iba a nadar al río en verano, cuando hacía casi treinta y ocho grados. Leatrice, en cambio, se quedaba en la cocina caldeada.

– ¿Cómo? -preguntó Willy.

– ¿Cómo es que Leatrice se quedaba en la cocina, dices?

Willy asintió con bríos. Por un instante, los ojos de Gandy se toparon con los de Agatha y se preguntó si sería del Norte o del Sur. Quince años después de la guerra, ¿todavía le importaría, como pasaba con algunos?

– Porque trabajaba para nosotros. Era la cocinera.

– Ah. -Willy gozaba de la bendita ignorancia infantil con respecto a los matices. Con indisimulado interés, insistió-: ¿Qué pasó con tu huevo de ganso?

Gandy rió.

– Leatrice me puso un emplasto maloliente de caléndula y me hizo beber té de tilo para el dolor de cabeza.

– ¿Se te pasó?

Gandy rió de nuevo.

– Casi por completo. -Se inclinó y se tocó con un dedo el nacimiento del cabello-. Todavía tengo una pequeña cicatriz aquí, para recordarme que nunca tengo que zambullirme en el río sin saber qué hay bajo el agua. Después de eso mi padre hizo cavar una piscina y, desde entonces, nadaba ahí.

Cuando se irguió, Agatha le observó la raíz del cabello buscando la cicatriz.

Gandy miró en su dirección y ella bajó la vista.

En el silencio, Willy preguntó:

– ¿Todavía te duele?

– No. No me acuerdo casi nunca. A ti también se te pasará.

Willy se palpó con vivacidad la herida de la frente y declaró:

– Tengo hambre.

Si fuese por Agatha, tendría una despensa llena de cosas para deleitar a un chico, y hacerlo olvidar los golpes en la frente y los raspones. Si fuese por ella, atiborraría a Willy hasta que le estallara el estómago. Pero lo único que pudo ofrecerle, fue:

– ¿Te gustarían unas tostadas?

Asintió con entusiasmo.

Encontró las tostadas con canela y dejó a Willy sentado en el borde de la mesa, con la lata entera.

– Me gustaría tener una cocina -le dijo a Gandy-. Siempre lo deseé.

Por primera vez, el hombre examinó la vivienda. El apartamento tenía la mitad de tamaño que el propio… y el suyo parecía atestado. Había una estufa, el fregadero seco, pero ninguno de los elementos necesarios para cocinar. Los muebles eran viejos y macizos. De la pared colgaba una muestra, en las ventanas, cortinas de encaje. La pulcritud era casi dolorosa.

– ¿Cuánto hace que vive aquí?

– Trece años. Desde que murió mi padre. Cuando él estaba, vivíamos en Colorado. Cuando murió, mi madre quiso empezar de nuevo, alejarse de los malos recuerdos. Vinimos aquí y abrió la sombrerería. Desde entonces, vivo aquí.

– Pero, ¿le gusta?

Lo miró en los ojos.

– ¿Acaso a alguien le gusta lo que la vida le depara? Aquí es donde trabajo. Me quedo, igual que muchos otros.

Gandy siempre se había sentido libre de ir y venir según se le antojara, de arrancar sus raíces y plantarlas en un sitio nuevo, y no se imaginaba permaneciendo tanto tiempo en un lugar que no le gustara. Si bien no consideraba Proffitt como el Jardín del Edén, pensaba quedarse ahí lo suficiente para hacer su agosto, y después marcharse.

Mientras recorría con la vista la morada, la de Agatha estaba fija en él.

– Se le manchó el cuello.

Gandy salió de sus meditaciones y advirtió que le hablaba.

– ¿Qué?

– Dije que se le manchó el cuello. -Bajó la barbilla pero no pudo ver-. Un poco de sangre de Willy -le aclaró.

Gandy se miró en un pequeño espejo ovalado que había sobre el fregadero, y tuvo que flexionar las rodillas para hacerlo. Se frotó el cuello.

– Puedo quitársela con un poco de agua fría.

Gandy se dio la vuelta.

– ¿Lo haría?

«No», quiso responder Agatha, arrepentida de haberse ofrecido. ¿Qué trataba de demostrar, preocupándose por la ropa de Gandy? Lo provocó el hecho de tener ahí al niño y al hombre… casi como si los tres constituyesen una familia. Sería preferible que no llevara el argumento demasiado lejos.

Pero la oferta estaba hecha, y Gandy esperaba:

– Espere que traiga un poco de agua limpia. -Llevó la palangana al fregadero y se detuvo frente a él, que estaba delante de las puertas-. Permítame.

Miró hacia abajo.

– Oh… disculpe.

Se apartó de un salto.

Volcó el agua sucia en un cubo de residuos, cerró las puertas y llenó de nuevo la palangana. Cuando se volvió hacia él con un paño húmedo, los ojos chocaron un instante y después se apartaron.

– Sería mejor que se afloje la corbata.

– Ah… claro.

Le dio un tirón y la soltó con un dedo, se la quitó y se quedó esperando.

– Y el botón del cuello.

Lo soltó.

Agatha levantó las manos, y Gandy la barbilla. Por extraño que pareciera, sintió que él estaba tan incómodo como ella. Metió la punta de una toalla limpia detrás del cuello y lo mojó por delante con la mojada. Era la primera vez en su vida que tocaba el cuello de un hombre. Era tibio y suave. Las patillas le cosquillearon el dorso de la mano, en un contacto áspero aunque agradable… también por primera vez. La barba era muy densa y negra. Casi siempre parecía necesitar una afeitada. Tenía el aroma de tabaco pegado a la ropa. En dosis pequeñas, resultaba muy agradable.

Gandy observó el techo de hojalata acanalada. ¿Qué diablos estás haciendo aquí, muchacho? Esta mujer te traerá dificultades. ¡Hace una hora, ella y sus infernales «secos» molestaban a tus clientes y trataban de hacerlos volver a las casas! Y ahora estás aquí, con el mentón al aire, dejándote malcriar.

– Es extraño, ¿sabe? -comentó, sin sacar la vista del techo.

– ¿Qué cosa?

– Lo que estamos haciendo ahora, y lo que hacíamos una hora atrás.

– Lo sé.

– Tengo sentimientos contradictorios al respecto.

Bajaron las manos y también el mentón. Los ojos se encontraron. Los de ella se apartaron.

– Yo también -admitió con suavidad. Levantó otra vez el rostro y enfrentó su mirada-. Esto no lo decidimos nosotros, ¿verdad?

Gandy miró a Willy y luego a ella.

– No exactamente.

– Y no porque le haya limpiado el cuello sucio me pasé de su lado.

– Ya volverá, con más municiones.

Al responderle, Agatha sintió un fugaz pinchazo de arrepentimiento.

– Sí.

– Y yo seguiré vendiendo whisky.

– Lo sé.

Willy seguía sentado en la mesa, comiendo tostadas; Agatha y Gandy se miraban. Eran enemigos. ¿Lo eran? ¡Sin duda, no eran aliados! Tampoco se podía negar que, por misteriosos caminos, se habían hecho amigos.

Agatha tenía algo en mente que necesitaba decir. Dejó los paños mojados en el borde del fregadero y se puso de costado a él.

– Quiero que sepa que me avergonzó lo que hizo Evelyn Sowers en la taberna, esta noche. Está convirtiéndose en una fanática, y no sé si puedo detenerla. -Se volvió, mostrándole la expresión preocupada-. Ni estoy segura de que sea mi responsabilidad frenarla. Yo no pedí ser presidenta de la U.M.C.T, ya sabe. Drusilla Wilson me obligó, con engaños.

En la estrecha, tranquila y solitaria habitación, de pronto Gandy advirtió con cuánta claridad llegaban desde abajo los sonidos de la música y las voces. Agatha abría la tienda a la mañana, temprano. Supuso que muchas mañanas lo haría cansada y malhumorada, mientras él y su banda dormían profundamente al otro lado de la pared.

– Escuche, lamento lo del ruido.

No esperaba que dijera algo así, ni tampoco oírse a sí misma responder:

– Y yo lamento lo de Evelyn Sowers.

Los dos tomaron conciencia al mismo tiempo y sonrieron.

Gandy fue el primero en recobrarse:

– Será mejor que vuelva. Ahí abajo está lleno y me necesitan.

Agatha observó las sombras que proyectaba la lámpara en el cuello abierto de la camisa.

– No pude quitarle toda la mancha de sangre.

Se tocó y miró.

– Está bien. Pasaré por mi apartamento y me pondré una limpia.

Miró hacia la mesa. Willy masticaba, se rascaba la cabeza y balanceaba los pies cruzados. Le habló a Agatha en voz baja:

– ¿Qué piensa hacer con él? No puede tenerlo aquí.

– Lo acompañaré a la casa. Me gustaría no tener que hacerlo, pero… -Miró al chico, a Gandy, y se le entristeció el semblante-. Oh, Gandy, es tan pequeño para quedarse solo…

Estiró la mano y le oprimió el antebrazo.

– Ya lo sé, pero no es nuestro problema.

– ¿No?

Los ojos se comunicaron por un lapso prolongado e intenso. Gandy bajó la mano.

– Pienso pedirle al reverendo Clarksdale que hable con Alvis Collinson.

– ¿Cree que servirá de algo?

– No lo sé. ¿Se le ocurre una idea mejor?

No se le ocurría. Más aún, no quería meterse en los problemas de Willy. No era ningún cruzado. Ése era el fuerte de Agatha. Pero se acercó al niño.

– ¿Ya estás más o menos lleno?

Resplandeciente, Willy negó con la cabeza.

– Llevaremos una para el camino. Agatha te acompañará a tu casa.

Willy dejó de masticar, y el rostro se le ensombreció. Habló con la boca llena de tostadas:

– Pero no quiero irme a casa. Me gusta estar aquí.

Gandy se endureció, le dio a Willy otra tostada, tapó la lata y lo levantó de la mesa.

– Tal vez tu papá ya esté en casa. En ese caso, debe de estar preocupado por ti.

«Difícil», pensó, mirando a Agatha, cuyos ojos reflejaban el mismo pensamiento.

Dejaron la lámpara encendida y salieron al rellano, de la mano, Willy en el medio, uniéndolos. Agatha esperaba que Gandy los dejara ahí y fuera a su apartamento, pero lo que hizo fue agarrar al niño de las axilas:

– ¡Arriba! -Lo cargó escaleras abajo, manteniendo pacientemente el paso de Agatha. Al llegar abajo, dejó a Willy en el suelo y se puso de cuclillas ante él-. Te diré una cosa. Ven a visitarme una tarde de estas. -Giró sobre los talones y lo señaló con el largo dedo índice-. ¿Ves esa ventana, ahí arriba? Es mi oficina.

Willy miró y sonrió.

– ¿En serio?

– En serio. ¿Alguna vez viste algodón… quiero decir, de verdad, como crece en la planta?

– No.

– Bueno, ahí tengo un poco. Ven a visitarme y te lo mostraré.

Impulsivo, Willy echó los brazos al cuello de Gandy y le dio un enorme abrazo.

– Iré mañana.

Gandy rió e hizo girar al chico hacia Agatha.

– Ahora, vete a casa y duerme bien.

Willy volvió junto a Agatha y tomó sin vacilaciones la mano que le tendía. Al hacerlo, la mujer sintió que se le estrujaba el corazón y después, un ramalazo de felicidad.

– Dale las buenas noches al señor Gandy.

Willy se volvió, sin soltarle la mano y lo saludó sobre el hombro:

– Buenas noches, señor Gandy.

– Buenas noches, Willy.

Gandy tuvo una súbita ocurrencia:

– ¡Espere, Agatha!

Se detuvo. Gandy levantó un dedo.

– Un minuto. -Desapareció en las sombras y entró por la puerta de atrás de la taberna. Un momento después estaba de regreso, saliendo a la luz de la luna-. Está bien -dijo, en voz queda.

Así que Alvis Collinson aún estaba dentro. Por instinto, Agatha apretó los dedos en torno de la mano pequeña.

– Buenas noches, Gandy -dijo con suavidad.

– Buenas noches, Agatha.

Con el entrecejo fruncido, el hombre alto de patillas negras los vio irse en la oscuridad, tomados de la mano.


La casa de Collinson era un chiquero. El piso estaba sucio y una estufa herrumbrada. Los platos sucios con restos de comida en descomposición, viciaban el aire. Había ropa sucia tirada por todas partes. Tuvo que ignorar el estado de la cama en la que metió a Willy.

– Ahora estarás bien.

Los luminosos ojos castaños le dijeron que la valentía estaba esfumándose, ahora que iba a dejarlo solo.

– ¿Te vas, Agatha?

– Sí, Willy. Debo hacerlo.

Le tembló la barbilla. Agatha se arrodilló junto a la cama y le apartó el cabello de la sien.

– Cuando visites al señor Gandy, no te olvides de pasar por mi tienda a saludarme.

El niño no respondió, y apretó los labios. Le asomaron lágrimas a las comisuras de los ojos.

Que tu alma arda en el infierno, Alvis Collinson, por tratar a este niño hermoso como si no desearas que viviera, mientras que yo daría mi cadera sana por tener uno como él.

Tuvo que contenerse para mantener los ojos secos.

– Lo harás, ¿verdad?Willy tragó saliva y asintió. Se le resbaló una lágrima por la mejillla.

Agatha se inclinó y lo besó, sintiendo que el corazón le estallaba.

Le pareció que llevaba el hedor de las sábanas pegado a la nariz en todo el trayecto hasta la casa.

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