Capítulo 18

Convertir Waverley en un hotel de turismo donde los norteños pudiesen tener una idea de cómo era una plantación en funcionamiento era una empresa ambiciosa. Pero todos los elementos esenciales estaban presentes. Lo único que hacía falta era quitar el polvo, aceitar, encerar, limpiar, reparar y arreglar.

Las tropas de Gandy comenzaron en la rotonda, y fueron trabajando hacia abajo, como ordenó Leatrice. Por cierto que daba órdenes, en una voz que retumbaba como un trueno y que hacía que el más empecinado haragán irguiese la espalda y se pusiera en movimiento. De todos modos, jamás habrían podido encarar semejante tarea si no hubiese sido por el fenómeno que comenzó la segunda mañana. Una por una, todas las caras familiares aparecieron ante la puerta trasera de Waverley: todas negras, con expresiones que manifestaban claramente lo ansiosos que estaban de echar una mano y ver florecer otra vez la plantación.

Primero, llegó Zach, hijo de un mozo de establo que había enseñado a Scott todo lo que sabía. Zach se puso a trabajar encargándose de revisar y reparar los arneses, limpiando los viejos carruajes y el establo mismo. Luego llegaron Beau y su esposa Clarice, que sonrió con timidez al ser presentada a LeMaster Gandy, y que obedecieron sin chistar cuando Leatrice les dijo que podían empezar por limpiar una zona para agrandar la vieja huerta. Un par de hermanos llamados Andrew y Abraham encabezaron un grupo que limpió el prado largo y que, cuando terminaron, se dedicaron a poner en condiciones el patio y el gran prado del frente. En el jardín ornamental podaron los árboles de boj, las camelias, dieron forma a las azaleas que se habían vuelto salvajes. Siguió la reparación de todas las construcciones externas y una limpieza a fondo de sus interiores, donde habían hecho su guarida los animales silvestres, se había oxidado el metal y la madera estaba combada. Llegó una mujer negra llamada Bertrissa, y la pusieron a llenar la tina de hierro negro del patio y comenzar la pesada tarea de lavar las mantas y ropa de cama polvorientas. Su esposo; Caleb, se convirtió en integrante del equipo que pintaba la mansión. La dirigía Gandy en persona, que encargó cuatro escaleras nuevas y se subió a una de ellas para ocuparse del lugar más alto, la rotonda. Al tiempo que los hombres bullían en el exterior de Waverley, las mujeres se ajetreaban en el interior.

Se ventiló y sacudió cada uno de los cortinados, se lustró cada centímetro de adorno de bronce. Se colgaron y azotaron las alfombras, algunas, se rasquetearon a mano. Se pintaron los revestimientos interiores de madera, se enceraron los suelos, se lustraron las ventanas, se lavaron y enceraron las espigas de adorno, al igual que las liras decorativas que sostenían las luces laterales. Cada pieza del amoblamiento fue aireada y golpeada, o frotada y lustrada. Se sacaron todas las porcelanas del gabinete empotrado, se lavaron y volvieron a guardarse sobre carpetas de lino limpias. Se blanquearon los armarios, se barrieron las chimeneas, y se pulieron los morrillos hasta que los pomos de bronce resplandecían.

El mismo Scott revisó las tuberías de gas y puso otra vez en funcionamiento los quemadores. Ivory llevó un contingente que incluía a Willy a los bosques a buscar leña de pino para encender, y la noche que encendieron las bocas de la gran lámpara por primera vez, hicieron una pequeña celebración. Marcus tocó el banjo y Willy la armónica. Las muchachas bailaron en el salón de baile, con los demás sentados en las escaleras como público, bromeando que pronto tendrían que dejar de lado el audaz cancán y dedicarse a la mazurca, más apta para entretener a los norteños que pagarían mucho dinero por fingir, durante una o dos semanas, que pertenecían a la élite de los plantadores del sur.

También había otro asunto que resolver. Mientras los equipos seguían trabajando, Scott redactó un anuncio para enviar a los periódicos del Norte, anunciando para marzo, el mes de las camelias, la apertura de la plantación Waverley al público. Hizo un viaje a Memphis para conseguir una lista de los cien industriales más ricos del país, y envió cartas personales de invitación a cada uno de ellos.

La idea dio resultado: en el término de dos semanas, recibió dinero para reservas de varios de ellos que aseguraban que sus esposas estarían sobremanera agradecidas de escapar a los rigores del clima del norte y acortar el invierno pasando sus últimas semanas en el clima moderado que Gandy describía en el anuncio.

Fue un día feliz aquél en que Scott compró un libro de reservas forrado en suntuoso cuero verde, y un libro mayor donde asentó el primer ingreso que hizo Waverley en más de dieciocho años.

Destinó a oficina la misma habitación de la planta baja que el padre empleo para idéntico propósito, y que estaba detrás del recibidor principal. Era un cuarto luminoso, alegre, con ventanas en aguilón que iban del techo al suelo, y que se abrían de abajo arriba para formar una corriente de aire fresco en la época de calor, cuando las ventanas de la rotonda estaban abiertas. Pero en ese momento estaban cerradas, cubiertas de colgaduras de jacquard verde mar, que daban al cuarto el color de la vegetación en las épocas en que el verdor escaseaba. Los muros eran de yeso blanco, como el techo, decorado con esculturas similares a las molduras que adornaban la parte superior de las paredes. No había bibliotecas cubriéndolas, sino un juego de muebles de caoba tallados: cómoda de patas altas con flancos sobresalientes, secretaire, escritorio de tapa plana, y una variedad de sillones de orejas tapizados de cuero gris pardusco. Sobre el suelo de pino barnizado había una alfombra oriental con un dibujo de color rosa claro sobre fondo verde hielo. El hogar, con su revestimiento decorativo de hierro, mantenía la habitación acogedora, aunque las ascuas casi no ardiesen.

A Scott Gandy le encantaba la oficina. Evocaba al padre sentado tras el escritorio de caoba atendiendo los asuntos de la plantación, tal como él hacía en el presente. Con la pluma en la mano y el libro mayor ante sí, tenía una sensación de continuidad pero, más aún, de optimismo indoblegable.

El día en que recibió los primeros depósitos por adelantado, los registró en los libros, se sacó el puro de la boca y fue a buscar a Willy, resuelto a cumplir la promesa que le hizo al niño antes de partir de Kansas: comprarle un caballo. Recorrió la casa a zancadas llamándolo, pero era una tarde tranquila y, si había alguien, no respondió. Subió los escalones de a dos y se precipitó en el cuarto de los niños, que compartía con Willy, pero no estaba haciendo la siesta, ni en ningún otro lado.

– ¡Willy! -llamó, y se detuvo junto a la cama de baldaquino hecho a ganchillo.

Entonces lo oyó: el suave gemido de una voz infantil y una sola palabra que era más un suspiro que un grito:

– Ayúdame.

– ¿Willy?

Scott giró con brusquedad pero a sus espaldas, a la entrada del cuarto, no había nadie. El suelo, encerado hacía poco tiempo, brillaba y reflejaba el ojo fijo del caballo de juguete, el único que lo miraba.

– Ayúuuudame.

Escuchó otra vez, tenue, suplicante a sus espaldas. Se dio la vuelta y miró fijamente la cama: la manta, que un instante atrás estaba lisa, estaba arrugada ahora. Se quedó mirando el contorno de un cuerpo pequeño.

– Willy, ¿estás ahí?

Pero no era la voz de Willy, no era la figura de Willy. Scott estaba seguro de que eran las de Justine. Esperó, sin quitar la vista de la leve depresión. Oyó otra vez el suave gemido, como si proviniese de ahí, pero no le causó temor ni sensación de fatalidad sino un fuerte deseo de aliviar cualquier pena que expresara.

La presencia desapareció tan súbitamente como había aparecido, dejando a Scott con la certeza de que estaba de nuevo solo en la habitación. Se sintió culpable e impotente, como si hubiese debido ayudar. Pero, ¿cómo?

Buscó en los otros cuartos de arriba, pero estaban todos vacíos, igual que los de la planta baja. Al final, encontró a Leatrice en la cocina, que estaba fuera de la casa, sentada en una mecedora pelando guisantes secos con Clarice y Bertrissa.

– ¿Dónde está Willy? -preguntó, distraído.

– Se fue con los hombres.

– ¿A dónde?

– A alguna parte de los bosques, a liar leña.

– ¿Cuánto hace que se fueron?

– Salieron al terminar el desayuno -respondió, sin interés.

– ¿Dónde están las mujeres?

– En las cabañas, limpiando.


Scott no le contó a nadie de su encuentro con el fantasma, pero al día siguiente, cuando llevó a Zach y a Willy al mercado de ganado, donde esperaba encontrar caballos de tiro y un pony para el chico, no lograba concentrarse en los asuntos que tenía que atender.

– Willy -preguntó, en tono despreocupado, mientras recorrían los cobertizos inspeccionando los caballos-, ¿fuiste al bosque ayer, inmediatamente después del desayuno?

– Sí.

– ¿Y regresaste a la casa antes de la cena?

– No.

– ¿Leatrice hizo tu cama antes de que te fueras?

– No.

Eso significaba que la huella en la cama no era del cuerpo de Willy. ¿De quién, entonces?

– ¡Oh, mira ese! Ése es el que quiero. ¿Puedo quedarme con ese, Scotty? ¿Puedo?

El entusiasmo de Willy y la aprobación de Zach hacia un potro ruano de un año acabaron con las especulaciones de Gandy y lo obligaron a devolver la atención a la tarea de elegir caballos para Waverley.

Confiaba por completo en el criterio de Zach y, al final de la jornada, compró el ruano para el niño.

– Se llamará Major -afirmó Willy.

También adquirió un equipo de caballos de tiro pintos y dos de montar: un potro llamado Prince, y una yegua, Sheba.

A partir de entonces, se hizo frecuente ver a Willy rondando por los establos, pegado como una garrapata a los pantalones de Zach, abrevando a los caballos, bombardeándolo a preguntas, llevándole a Major golosinas que sacaba de la casa, haciéndolo girar en círculos en el medio del corral con una cuerda larga, como le había enseñado Zach.

Scott casi había olvidado el incidente del cuarto de los niños hasta un día en que se dirigía al cuarto del baúl a revisar la ropa que pensaba exhumar. Al pasar ante la puerta del dormitorio, oyó a Willy hablando con alguien. Retrocedió y miró dentro. Willy estaba sentado en el suelo, los tobillos hacia afuera, construyendo una torre de bloques, conversando con… nadie.

– …y Gussie vive en Kansas, donde antes vivía yo. Ella tiene a mi gato. Se llama Moose. Gussie vendrá para Navidad, y Zach dice que cazaremos un pavo salvaje para la cena de Navidad.

– Willy, ¿con quién estás hablando?

Curioso, Scott espió dentro.

– Ah, hola, Scotty -lo saludó, echando una mirada sobre el hombro antes de colocar otro bloque en la torre.

– ¿Con quién estabas hablando?

– Con Justine -respondió, tranquilo, y luego canturreó un trozo de «¡Oh, Susanna!»

– ¿Justine?

– Ahá. Viene a jugar conmigo a veces, cuando llueve y tengo que quedarme adentro.

Scott echó un vistazo a los cristales de las ventanas: una cortina de agua los bañaba, oscureciendo todo lo que había más allá. Entró en la habitación, se acuclilló junto a Willy y apoyó los codos en las rodillas.

– ¿Mi hija, Justine?

– Ahá. Es agradable, Scotty.

Scott experimentó el primer instante de temor, no porque la casa pudiese estar embrujada pues, a fin de cuentas, era un hombre razonable que no creía en fantasmas, ¿no?, sino porque, al parecer, Willy creía que éste era mortal.

– Justine está muerta, Willy.

– Ya lo sé. Pero le gusta estar aquí. A veces, viene a visitarme.

Scott miró alrededor, desconcertado. La torre se derrumbó, y Willy comenzó a construirla de nuevo, canturreando feliz.

– ¿Te acuerdas del pequeño cementerio que está al otro lado del camino? -preguntó Scott.

– Claro. Estuve allí con Andrew y Abraham cuando cortaron la hierba y lo limpiaron.

Aunque esto era una novedad para Gandy, lo disimuló y prosiguió:

– Entonces, sabes que Justine está enterrada ahí.

– Lo sé -respondió Willy, alegre.

– Si está enterrada allá, no puede venir aquí a jugar contigo. No es más que tu imaginación, Willy.

– Sólo viene a este cuarto, porque era de ella.

Si bien Scott nunca se lo había dicho, el chico era lo bastante inteligente para comprender que un cuarto con un caballo mecedora era para niños.

– ¿Le dijiste a Leatrice que hablabas con Justine?

Willy lanzó una carcajada musical como el resonar de un pandero:

– Leatrice pondría los ojos en blanco y saldría corriendo como si hubiese una víbora suelta, ¿no?

Scott sonrió, también, pero luego se puso pensativo:

– Si no te molesta, hijo, no se lo cuentes a Leatrice. Ya tiene bastante con organizar esta casa.

– Está bien.

Willy no daba señales de estar preocupado por que le creyese la experiencia.

– Y otra cosa. -Scott se levantó y contempló la coronilla del niño-. ¿Quién te dijo que Gussie vendría para Navidad?

– Tú dijiste que podría verla alguna vez.

– Pero no vendrá para Navidad, hijo.

– Pero, ¿por qué no?

Cuando Willy alzó hacia él los ojos castaños, decepcionados, Gandy buscó una respuesta.

– No vendrá, eso es todo.

– Pero, ¿por qué no?

– Porque, hasta que estén listas las cabañas, la casa está repleta. Y estamos ocupados preparando todo para los invitados. Todavía hay mucho que hacer.

– Pero dijiste…

– Lo siento, Willy, la respuesta es no.

Willy volteó la torre con un manotón enfadado.

– ¡Me mentiste! ¡Dijiste que podía venir!

– ¡Basta, Willy!

Scott se dio la vuelta y salió del cuarto ceñudo, fastidiado por la insistencia del niño. ¡En verdad, por qué no! Porque Agatha representaba para Scott una complicación en la vida, que en ese momento no necesitaba. Porque si la veía otra vez, la despedida sería más dolorosa que la primera. Porque si Willy volvía a verla, habría más lágrimas y penas cuando se separasen.

Además, ya tenía suficiente con aceptar la idea de que la casa era visitada por un fantasma. El sentido común le indicaba que no podía ser Justine.


Sin embargo, tres noches después, a Scott lo despertó de un sueño inquieto la sensación de una voz en la oscuridad. Al principio, cuando intentó abrirlos, le pareció que tenía los ojos como pegados con cera. Alguien gemía con sollozos tristes, infantiles. Tenía que ayudarla… ayudarla… salir de ese estado ambiguo… de este mundo nebuloso, a la deriva…

El sollozo creció. Abrió los ojos: el cuarto estaba sumido en la oscuridad total.

– Ayúuudamee… -suplicó una voz lastimera.

Scott se despertó como si lo hubiese atravesado un rayo. Se incorporó y se inclinó sobre Willy. Pero el chico estaba de costado, las manos relajadas en el sueño, la respiración regular como el golpe de un metrónomo.

Otra vez, se escuchó un sollozo, más cerca.

Scott se apoyó en las manos y escudriñó en las sombras.

– ¿Quién está ahí?

El gemido se acercó, sintió el roce suave de un aliento en la mejilla y se quedó paralizado. El cuarto se llenó de un perfume floral, difícil de identificar.

Intentó penetrar la oscuridad con la mirada, pero nada se movió. No vio sombras ni figuras pálidas. Sólo el sonido penoso, suplicante, el lloriqueo de una niña que rogaba otra vez:

– Ayúuudamee.

– ¿Justine? -susurró, mirando a los lados.

Un movimiento en la manta, sobre su pecho, como si alguien pasara una mano buscando el borde, como si quisiera apartarla para meterse debajo.

– Justine, ¿eres tú?

El sonido cesó, pero el perfume permaneció.

– Es porque estamos en tu cama… ¿verdad?

Se hizo el silencio, sólo interrumpido por la respiración regular de Willy. Una vez más, Scott sintió que la presencia no tenía intenciones claras, sólo una inquietud que él ansiaba calmar.

– ¿Justine?

Era invierno, las ventanas y la puerta de la galería estaban cerradas, pero una brisa suave como un suspiro atravesó el cuarto, llevándose consigo el perfume y la presencia.

Scott se enderezó, estiró una mano y tocó: nada.

– ¿Justine?

A su lado, Willy se removió, resopló y se dio la vuelta. La presencia se había ido.

Scott se recostó, subió las mantas hasta las axilas, y miró hacia el techo en medio de la negrura absoluta. ¿Qué otra persona podía ser? Y si hubiese tenido intenciones de hacerles algún daño, ¿acaso no lo habría manifestado, de algún modo? Cerró los ojos, y la imaginó como una hermosa niña rubia. Justine, hija mía, cuánto te quisimos y te amamos. Lo recuerdas, ¿verdad?

Cerró los ojos, pero los abrió por un instante, inquieto perplejo, pero abandonado ya todo escepticismo.


A medida que se aproximaba la Navidad, Scott olvidó momentáneamente al fantasma, al tiempo que Willy insistía cada vez más para que Agatha estuviese en Waverley para esas fiestas.

– Pero la echo de menos -se quejaba, como si fuese lo único que hacía falta para cumplir sus deseos.

– Ya lo sé, Willy, pero no tengo tiempo de llevarte a Kansas en tren, y eres demasiado pequeño para ir solo.

– ¡Dijiste que podía! -se obstinó, proyectando el labio hacia afuera y golpeando con el pie-. Dijiste que podría ir a verla cuando quisiera.

Scott se impacientó.

– Estás malinterpretando mis palabras, muchacho. Nunca dije que podrías ir cuando quisieras. ¡Por el amor de Dios, si sólo hace un mes que la viste!

– No me importa. ¡Quiero ver a Gussie!

Adoptó su expresión más repugnante y unas lágrimas enormes bajaron de los párpados. Scott estaba convencido de que podía hacerlo a voluntad. Hasta el momento, el pequeño fastidioso nunca había sido tan exigente.

– Muchacho, no sé por qué crees que puedes andar dando patadas y haciendo pucheros para conseguir lo que deseas, pero conmigo no resultará, de modo que tienes que terminar, ¿me oyes?

Willy salió corriendo de la oficina, cerró la puerta de un golpe con tanta fuerza que hizo balancear la lámpara que colgaba de una cadena.

– ¿Qué demonios le sucede? -murmuró Gandy.


Cuatro días antes de Navidad, Willy recibió un regalo de Gussie: un ganso relleno hecho a mano de suave franela blanca, con el pico anaranjado de fieltro y los ojos bordados. Otra vez, Willy reanudó las exigencias, que terminaron con una discusión entre los dos y con el chico que se alejaba llorando.

Scott echó una mirada ceñuda a la puerta y se agachó a recoger la nota de Agatha, que había dejado caer al suelo. La leyó, molesto. Era sólo para Willy, con un breve agregado en el que decía:

Dales a todos saludos de mi parte, y deséales feliz Navidad. A Scott, también.

«A Scott, también», como si para ella fuese nada más que algo que recordaba al pasar. Esto le provocó una furia que no entendió, ni pudo sofocar.

La Navidad de 1880 tendría que haber sido una de las más felices de su vida, pues estaba de regreso en Waverley. La mansión estaba adornada con muérdago y acebo, y ardía el fuego en todos los hogares. La casa resplandecía de cera de abejas y bullía de vida. Zach había cazado un pavo salvaje y Leatrice estaba preparándolo con relleno de castañas y todas las guarniciones, como en los viejos tiempos.

Pero Scott pasó esas fiestas desasosegado y amargado, tirado en un sillón de cuero en el vestíbulo del frente, sorbiendo ponche de huevo y contemplando, abatido, la alcoba nupcial. Tenía junto a él a todos los que amaba, ¿verdad? Y sin embargo, su mente volvía a una vieja construcción de madera en una helada calle de barro de Kansas, donde el viento aullaba, la nieve revoloteaba, y una mujer sin un alma para acompañarla pasaba la fiesta sola en un apartamento pequeño, triste y oscuro.

En enero, Willy se puso cada día más travieso y exigente. Lloraba por Agatha casi todas las noches, y pasaba más tiempo conversando con «Justine». Como Scott supuso que un amigo ayudaría a que el niño estuviese mejor, lo llevó al pueblo a conocer al nieto de Mae Ellen Bayles, A. J. Pero los dos niños no se llevaban bien, y se impacientó más aún con Willy.

En febrero, por fin Scott y las mujeres se pusieron a revisar la colección de ropa del ático. Sacaron de allí una auténtica mina de oro en vestidos, que las muchachas podían usar para dar un aire genuino cuando bailaran en el salón, ante los huéspedes que pagaban. Pero ninguno de ellos cubría los pechos generosos de Jube y, cuando trató de arreglar uno, lo estropeó por completo.

Los comentarios sarcásticos de Scott duraron varios días Los establos estaban inmaculados, en las cuadras había caballos suficientes para hacer el recorrido hacia y desde la estación de trenes, y también para que los huéspedes cabalgasen por placer. Los equipos habían sido aceitados y, cuando era necesario, reemplazados. La fábrica estaba abarrotada de hielo, traído desde el pueblo a donde había llegado en un vagón de carga, conservado en serrín. El ahumadero lanzaba un lento flujo de humo de nogal. Dos docenas de gallinas rojas Rhode Island picoteaban en un corral cercado, y un par de vacas blanquinegras mantenían corta la hierba del prado, y proporcionaban leche y manteca. Hasta la vieja balsa chirriante había sido arreglada, con el propósito de llevar a los huéspedes al otro lado del río para hacer un picnic en la otra orilla. Y, como toque final, Scott había hallado un par de pavos reales para adornar el prado verde esmeralda. Todo era perfecto…

Todo, menos el mismo Scott. Estaba malhumorado, insoportable. Cualquier habitante de la casa que lo mirase torcido, recibía una mala contestación. Iba de aquí para allá taconeando sobre los suelos de madera dura, como para advertir a todos que se apartasen de su camino. Les gritaba a los hombres y miraba de mal modo a las mujeres, y le dijo a Leatrice que si no se quitaba ese «saquillo maloliente», le retorcería el pescuezo. Culpaba de su malhumor a Willy. ¡Estaba convirtiéndose en un chiquillo malcriado! Tal vez, por andar tanto tiempo cerca de Leatrice e imitar sus modales. El modo de hablar del niño se había vuelto deplorable y, de vez en cuando, se le escapaba una profanidad aprendida de las chicas, que no siempre cuidaban su lenguaje como debían cuando lo tenían cerca. Todos lo malcriaban de una manera abominable, y cuando Scott se cruzaba con él, se ponía áspero, sarcástico, o las dos cosas. En enero había cumplido seis años y tendría que ir a la escuela, pero a menos que alguien lo llevase todos los días al pueblo, no había modo de que recibiera las lecciones, y nadie estaba dispuesto a enseñarle siquiera a ocuparse de sus cosas. Cuando Srott se lo ordenó, Willy salió corriendo, diciendo que Leatrice le haría la cama y recogería la ropa.

Entonces, un día, las chicas arruinaron otro vestido. Cuando Scott se enteró, irrumpió en el vestíbulo de abajo que también se usaba como salón de costura, y las regañó:

– ¡Maldición! ¿Cuántos vestidos creéis que puedo sacar de ese ático? ¡Si Agatha estuviese aquí, no habría hecho semejante destrozo con éste!

Fue Jube la encargada de espetarle lo que todas pensaban.

– ¡Bueno, pues, si Agatha puede hacerlo mejor, trae a Agatha! Es lo que tienes metido bajo la piel desde que salimos de Kansas, ¿no es cierto?

El semblante de Gandy cambió repentinamente. Dio la impresión de que se le aguzaban los pómulos, se le afinaba la boca, y los ojos se volvían mortíferos, como estoques. Apuntó con un dedo a la nariz de Jube.

– ¡Será mejor que tengas cuidado con lo que dices, Jube! -refunfuñó.

– Bueno, ¿no es verdad?

Con los brazos en jarras, le acercó la cara.

Gandy apretó la mandíbula, y se le contrajo un músculo de la mejilla izquierda.

– Sabes que puedo echarte de aquí -le advirtió, en voz destemplada.

– ¡Ah, claro, y eso resolvería tu problema!

Gandy se volvió bruscamente hacia la puerta.

– ¡No sé de qué diablos estás hablando!

– ¡Estoy hablando de la señorita Agatha Downing! -Tomándolo del codo, lo hizo volverse otra vez-. Desde que la dejaste, estás hecho una fiera, y cada vez es peor.

Gandy echó la cabeza atrás y soltó una risotada amarga.

– ¡Agatha Downing! ¡Ja! -Miró, furioso, a Jube, y espetó-: ¡Estás loca! Agatha Downing, ¿esa… esa pequeña sombrerera remilgada?

– Pero, por supuesto, eres demasiado cabeza dura para admitirlo.

Se soltó de un tirón.

– ¿Desde cuando soy cabeza dura, Jubilee Bright?

– ¡Desde que yo soy costurera, LeMaster Scott Gandy! -Pateó el vestido que estaba tirado en el suelo, y se volvió hacia él con mirada combativa-. ¿Sabes?, estuvimos despellejándonos vivos trabajando, refregando suelos, encerando… ¿quieres saber cuántos husos hay en esa condenada baranda? -Hizo un ademán hacia el pasillo-. ¡Setecientos dieciocho! ¡Lo sabemos, porque nosotros fuimos quienes los aceitamos! Tus antiguos esclavos vinieron a ayudar, magnífico, pues la ayuda nos vino bien, e hicimos lo que se nos ordenó, y las cabañas están habitables otra vez. Y pelamos cebollas cuando Leatrice nos lo indica, y lavamos la ropa de cama cuando lo ordena, y lustramos los bronces. Y ahora, a Ivory se le ocurrió la absurda idea de que todos nosotros plantemos algodón en uno de los campos para esta primavera, sólo para darle un toque de preguerra a la propiedad. Bueno, hice todo eso, y quizá termine plantando algodón también. ¡Pero no sé un comino de costura, LeMaster Gandy! -Lo pinchó en el pecho-. ¡Y sería conveniente que lo recuerdes! -Giró, le dio otra violenta patada al vestido y cayó en un sofá que estaba cerca. Apoyándose en los codos, enganchó un pie detrás de la rodilla y proyectó los pechos hacia adelante-. Soy una ex prostituta, Gandy. A veces, creo que lo olvidas. Estoy acostumbrada a trabajar en posición reclinada, con ropas que no llevan tanto trabajo como éstas. -Con la voz convertida en un murmullo sedoso, continuó-: Yo lo usaré, mi amor, pero será mejor que consigas a otra persona para que me lo arregle. Y si esa persona es Agatha Downing, mejor. Tal vez logre endulzarte un poco el carácter.

Ruby estaba sentada en una silla, con las piernas cruzadas, un pie balanceándose, una ceja más levantada que la otra. Pearl también estaba sentada, indolente, sin prestarle atención al vestido que estaba cosiendo cuando entró Scott.

Nunca había visto a tres ex prostitutas más tercas. Eran más difíciles de tratar que una sequía de diez años. Echando una mirada al vestido que Pearl había dejado, comprendió que podría con ellas mientras se mantuviesen juntas. Ahogando una maldición, salió del cuarto.


Era un día de fines de febrero, y la primavera había enviado sus heraldos. Zach parecía un herrador de caballos tan bueno como el padre, y les enseñaba, no sólo a Willy sino también a Marcus, todo lo que sabía sobre los caballos, Marcus había descubierto que le encantaba trabajar con los animales. Igual que él, no podían hablar pero, de todos modos, se hacían entender. Ese día, la pequeña Sheba de dos años estaba ansiosa por salir y pateaba con las patas de atrás. El par de juiciosos animales de tiro parpadeaban, perezosos, en el sol que entraba por la ventana cuando les llevaba agua. Y Prince, el inquieto potro de Scott, bueno… tenía otra clase de ideas. Su vigor estaba en ascenso, las fosas nasales dilatadas. Las orejas erguidas y la cola castaña arqueada, al oír el relincho de Cinnamon, la yegua que Scott acababa de comprar, que cabriolaba por la pista al aire libre, y sacudía la cabeza, invitándolo.

Zach había dicho a las cuatro en punto, en cuanto Scott regresara del pueblo, a donde había llevado al niño de visita, mientras él controlaba el precio de la semilla de algodón.

Ya no falta mucho, Prince, pensó Marcus, deseando poder decirle al potro impaciente, que ya tenía el falo medio distendido y le colgaba, grueso como el brazo de un hombre.

– Marcus.

Se sobresaltó, y giró hacia la puerta. Ahí estaba Jube, en la luz, con un vestido azul tan sencillo como el de cualquier doncella. El cabello platinado estaba recogido en un nudo flojo y un chal tejido le rodeaba los hombros.

Hizo un ademán de saludo y corrió hacia ella, con la esperanza de detenerla en ese extremo del cobertizo, lejos de Prince con su resplandeciente miembro expuesto.

– Estaba buscándote.

Tenía la expresión seria cuando Marcus se paró delante cortándole el paso.

Estaba hermosa, con mechones sueltos en las sienes y esa boca suave. El corazón se le aceleró, y la adoró en silencio.

– ¿Podemos hablar? -preguntó la muchacha.

Le encantaba que dijera cosas como esa, como si él no fuese diferente de otros hombres. Asintió, y Jube, tomándolo del brazo, comenzó a pasearse con él junto a los pesebres, con la vista baja.

– Ayer tuve una pelea con Scott. -Marcus se detuvo, frunció el entrecejo, interrogante, y agitó la mano, para llamarle la atención. Prosiguió con calma-. Nunca habíamos peleado, pero ésta estuvo cocinándose durante mucho tiempo. Estalló a causa de un vestido que estropeé tratando de arreglarlo. Sin embargo, no fue por eso en realidad. Fue con respecto a Agatha. -Ante la expresión asombrada del joven, rió con suavidad y luego prosiguió el paseo, tomándolo del brazo-. Sí, esa Agatha. Yo creo que está enamorado de ella, pero no puede admitirlo, y por eso está volviéndonos locos a todos. ¿Notaste lo gruñón que está últimamente? ¿Y cómo nos trata? Bueno, por mi parte, ya me harté. Le dije, en términos bastante poco dignos de una dama, que no estaba acostumbrada a trabajar tan duro como nos pide que lo hagamos. Le dije que tendría que traerla aquí y que, así, tal vez, se volviese más tratable.

Marcus oprimió el brazo de Jube. Señaló hacia Kansas y después, adonde estaban ellos.

– Sí, aquí. -Levantó el rostro y le apoyó las manos en los codos-. Marcus, nunca me lo preguntaste, pero yo voy a decírtelo. Se trata de Scott y de mí. Fue desde antes de que nos fuéramos de Kansas. Para ti, ¿es importante?

Marcus tragó saliva, sintió que enrojecía y el corazón comenzó a golpear con fuerza.

– Yo creo que eres demasiado honrado como para tomar ninguna iniciativa conmigo mientras pienses que Scott tiene algún derecho. -Una vez pronunciadas las palabras, le dio pudor. Las mejillas le ardieron y, moviendo los hombros, se dirigió sin advertirlo hacia el pesebre de Prince-. Oh, Marcus, sé que no me corresponde decirlo, pero si espero hasta que…

El muchacho se abalanzó y la tomó del codo antes de que pudiese mirar dentro del pesebre. Jube giró la cabeza y los ojos se encontraron. La apretó con más fuerza y sacudió la cabeza: era una orden.

– ¿No? -pronunció Jube-. ¿No lo digo? Pero, ¿por qué? Uno de los dos tiene que decirlo.

Los ojos de Marcus volaron de ella al pesebre, y otra vez hacia Jube. Negó con la cabeza con más firmeza, sin saber cómo hacerle entender que no eran las palabras de Jube lo que objetaba.

– ¿Qué? -Miró atrás sobre el hombro y obtuvo una clara imagen del pesebre y del potro que aguardaba en él-. ¡Oh! -exclamó, dilatando los ojos.

Prince retrocedió y pateó, y el miembro se sacudió, lujurioso. Jube y Marcus quedaron paralizados, en una situación tan incómoda que tuvieron la sensación de que el aire se agitaba alrededor de ellos, levantando las motas de polvo que giraban en los rayos oblicuos de luz dentro del establo.

Entonces, Zach habló desde la puerta y se separaron de un salto.

– Será mejor que os alejéis del pesebre. Los caballos en ese estado son peligrosos cuando huelen a la hembra en celo.

De pronto, Scott siguió a Zach doblando la esquina y entró en el establo a paso vivo, sin duda con la mente en los asuntos que tenía por delante.

– Mejor déjalo salir, Zach. No tiene sentido dejar que el potro tire abajo el pesebre. Marcus, Jube -agregó, como al pasar-, si queréis mirar, es preferible que lo hagáis desde fuera, del otro lado de la cerca de la pista. Cuando salga, tendrá prisa.

Marcus y Jube salieron y se detuvieron junto a una cerca blanqueada, alejados de los demás, que también habían salido de la casa para mirar. El potro excitado, Prince, salió trotando por la rampa de piedra hacia el corral con la cola arqueada como un sauce mecido por el viento, la poderosa cabeza alta, las fosas nasales dilatadas. Se detuvo a buena distancia de Cinnamon, las patas delanteras clavadas, los ojos turbulentos. La yegua y el potro se enfrentaron, inmóviles, durante lo que parecieron minutos. Él dio un resoplido. Ella se volvió. Corno si estuviese furioso por su indiferencia, Prince levantó la cabeza y lanzó un relincho largo y fuerte y sacudió la cabeza hasta que la melena se revolvió.

El relincho hizo que Willy, sentado sobre la cerca, con Scott detrás rodeándolo con el brazo, preguntase:

– ¿Por qué hace eso, Scotty?

– Está llamándola. Ahora se aparearán, obsérvalos. Así es como se forman los potrillos en el útero de la yegua.

Por el momento, todo hacía pensar que nada se formaría en ninguna parte. Cinnamon se mantenía ajena. En el extremo más lejano del corral, hacía cabriolas para un lado y otro, hasta donde la cerca se lo permitía. Cada vez que se volvía, se lanzaba adelante y se dejaba caer de tal modo que la melena revoloteaba. Altiva, pero inquieta al mismo tiempo, mantenía lejos a Prince corriendo en una y otra dirección, junto a la cerca.

Prince resopló, pateó la tierra blanda, agitó la cabeza majestuosa y, con ella, el falo también majestuoso.

Cinnamon le volvió grupas, la cola enarcada exhibiendo los genitales inflamados, que ya brillaban. El aroma llegó al potro, fuerte y cálido, y le latieron las fosas nasales y se le estremeció la piel.

Dio seis pasos, hasta que ella hizo un gesto de advertencia hacia él. Cuando el potro se detuvo, el órgano distendido se hundió, como si estuviese montado sobre resortes. La yegua se movió hacia la izquierda. Él también. Se movió hacia la derecha. La bloqueó otra vez y se aproximó, imperioso, como el señor a su dama.

Cinnamon no quiso saber nada y, con un brusco resoplido y una arremetida, lo rodeó, le mordió el flanco y se alejó corriendo.

Al oírlo quejarse, se volvió y los dos se miraron desde puntos opuestos del corral, erguidos y armoniosos, la piel oscura brillando al sol poniente, las colas quietas. Un par de moscardones azules revolotearon juntos sobre la pista, como si quisieran enseñarles lo que debían hacer.

Nuevamente, Prince avanzó, ahora con cautela, de a un paso por vez. En esta ocasión, la yegua relinchó levantando la nariz en el aire, esperando, esperando, hasta que él se le acercó, olfateándole los cuartos traseros. Bajó la cabeza y ella se quedó quieta para que su aroma llegara a la nariz de él. Luego, se dio la vuelta y lo mordió de nuevo, para después apartarse.

Los espectadores sintieron que la tensión llegaba a su punto culminante. Todas las palmas apoyadas sobre la cerca estaban húmedas, todas las espaldas, rígidas. Igual que en la naturaleza humana, había un punto a partir del cual la hembra ya no podía provocar más, sin hacer que la excitación del macho llegara a un nivel insoportable. Cuando rodeó de nuevo a Cinnamon, la erección de Prince había alcanzado proporciones sorprendentes y se dispuso a atacar.

Basta de toda esta excitación de alto vuelo, señora, parecían decir sus movimientos. Llegó la hora.

Avanzó indomable, dominante, y la encerró en una esquina. Después de todo el juego de evasivas que desplegó, la rendición de Cinnamon fue asombrosamente dócil. Se quedó inmóvil como la tierra misma, y lo único que movía eran los ojos, siguiendo a Prince en la iniciativa final. Las narices aterciopeladas casi se tocaron. Los vellos ásperos se agitaron cuando se bramaron uno a otro. Después, Prince trotó alrededor hasta quedar detrás de la yegua, retrocedió una vez, mientras ella lo esperaba, dócil. El miembro halló el resbaladizo objetivo y las potentes patas delanteras la flanquearon, mientras se hundía hasta la ingle.

En el momento del impacto, la yegua lanzó un alto relincho retumbante que pareció sacudir los árboles del huerto y estremecer la piel de todos los humanos que lo oyeron.

El acoplamiento tuvo algo de majestuoso y primario. Marcus y Jube lo sintieron, y quedaron deliciosamente excitados. Estaban con los antebrazos apoyados en la cerca, los codos tocándose, y contemplaban al potro que montaba y a la yegua que relinchaba ante ellos. Nunca se habían sentido tan conscientes uno del otro.

En la vida de Jube, hubo innumerables ocasiones en que se requería excitación, pero nunca la vivió de manera tan intensa como la que la invadía en ese momento. En la de Marcus, hubo pocas ocasiones, pero se sintió del mismo modo. Cuando Prince percibió el aroma de Cinnamon, él sintió el de Jube. Desde el punto en que se tocaban los codos, parecía surgir una corriente que los recorría hasta las extremidades. La deseaba con una fuerza tan primaria como la de Prince. Pero, si la abordaba en ese momento, ¿no pensaría que era sólo la excitación provocada por el espectáculo de los animales? Si pudiera decirle: No es por ellos, Jube, es porque te amé desde antes de que tú lo supieras. Si pudiese decirle: Te quiero para solaz del corazón tanto como del cuerpo, y porque creo que eres la única capaz de brindármelo. Si pudiese decir: Jube, Jube, te amo más de lo que ningún hombre te ha amado jamás, y puedo imaginarlos a todos, a todos los que te dieron placer antes y, sin duda, mejor que yo.

Pero no podía decir nada de eso pues tenía el corazón encerrado en un cuerpo sin voz, y sólo podía estar junto a la mujer que amaba, y palpitar.

La semilla de Prince estaba sembrada. Salió de Cinnamon brillante, mojado, dejando vestigios del acople en la grupa resplandeciente de la yegua.

Pearl se apartó de la cerca y fue caminando con Leatrice, hacia la casa. Jack se dirigió hacia la pila de leña. Gandy levantó a Willy y se lo llevó, respondiendo preguntas. Uno por uno, se fueron todos, hasta que sólo quedaron Jube y Marcus.

Entre ellos se hizo un silencio tenso.

– Te ayudaré con lo que estabas haciendo en el cobertizo -se ofreció Jubilee.

Se volvió, y fue caminando hacia el establo, preguntándose si al fin Marcus tomaría la iniciativa, y el joven la siguió. Había manifestado con tanta claridad como el cielo azul que tenían sobre sus cabezas que lo quería en todos los sentidos de la palabra, pero era tímido y, sin duda, lo hacía vacilar el pasado de Jubilee. Mientras caminaba junto a él, lo lamentó.

Existían maneras audaces de acariciar a un hombre, de provocarlo. Y ella las conocía todas. Pero precisamente por eso no quería emplearlas con Marcus. Si se unían, quería que fuese por amor, no sólo por lujuria. Y que fuese él el que diese el primer paso.

El cobertizo estaba en silencio. Lo único que se movía eran las motas de polvo en el pasadizo entre los pesebres. Olía a cuero, a heno y a la plácida fecundidad que parecía haber penetrado la madera, aún años después de que se hubiesen ido los caballos.

Jube se detuvo en el pasillo, y Marcus detrás de ella. Contempló el mentón caído, las finas hebras del cabello angelical atrapadas por el cuello del vestido azul, la deformación del chal tejido que Jube estiraba con los puños apretados. En las vigas del techo, un par de golondrinas de alas azules y pechos color albaricoque revoloteaban construyendo un nido de barro.

– Marcus. -La voz de Jubilee sonó suave, dolorida-. ¿Es porque fui prostituta?

¿Eso era lo que pensaba? Oh, se había afligido creyendo que eso le importaba…

La hizo girar tomándola de los hombros y sacudió las manos delante de los ojos de Jube, negando apasionadamente con la cabeza. No, Jube, no. Es porque… porque… El anhelo físico no era nada comparado con el que sentía por poder decir lo que sentía: Porque te amo.

Cuando se lo dijo, lo hizo con movimientos duros, musculares, forzados por la ira concentrada que le provocaba la incapacidad que le tocó en suerte. Se tocó el pecho, se golpeó el corazón con el puño, y tocó el de ella con la yema del dedo: Te amo. Hizo gestos alocados, como si quisiera borrar todo lo que habían visto en el corral… no aquello, esto. Volvió a gesticular: Yo… te… amo.

Se arrojó en sus brazos tan abruptamente, que lo hizo retroceder un paso. Poniéndose de puntillas, lo besó apoyando todo el cuerpo contra el de Marcus, aunque los brazos del joven la atrajeron hacia él, como deseaba hacía mucho tiempo. Y la lengua que no podía hablar dijo poemas al recorrer el interior de la boca de ella. Y las manos, convertidas en las transmisoras de sus mensajes, transmitieron el más importante de todos aferrándola contra su corazón palpitante, acariciándole la espalda, la cintura, la cabeza. Jube se apartó, y le rodeó las mejillas con las manos, mirándolo con ojos intensos y oscuros.

– Marcus, Marcus, yo también te amo. ¿Por qué esperaste tanto para decirlo? Te amo desde aquel día del picnic quizá desde antes.

Marcus deseó poder reír, conocer el alivio embriagador de ese sonido contra el pelo sedoso de ella. Como no podía, la besó. Una y otra y otra vez… un rimero de besos impacientes que le decían todo lo que sentía. Y mientras se besaban, le apoyó una mano en el pecho adorándola, acariciándola. Las de ella le acariciaron el cabello, la espalda, la cintura. Marcus se topó con los botones del cuello, los desabrochó y metió una mano deslizándola sobre la piel tersa. Las de Jube bajaron por la espalda, hasta que los cuerpos de los dos comenzaron a moverse uno contra otro.

¡Me ama!, se maravilló la muchacha. En verdad, Marcus me ama.

¡Ella me ama!, se regocijó él. Jube, en verdad me ama.

Pero no quería poseerla en el establo, como si ellos también fuesen animales en celo. Jubilee merecía algo mejor, y lo mismo Marcus, después de haber esperado tanto tiempo.

Aferrándola de los hombros, la apartó de él. Igual que Prince, tenía las fosas nasales dilatadas, los ojos turbulentos. Como Cinnamon, Jube se mostraba dócil, expectante, los labios entreabiertos, el aliento escapándose de entre ellos en rachas breves y duras.

Marcus señaló un pesebre vacío y cortó el aire con la mano: aquí no, así no. La hizo girar, le abotonó el vestido, acomodó dos hebillas sueltas en el cabello, y la arrastró hacia la puerta, antes de que pudiese adivinarle las intenciones. A grandes pasos, sosteniéndola con firmeza de la mano, la hizo cruzar la hierba pisoteada que cubría el camino entre el cobertizo y el patio, pasar junto a los gastados rieles que unían los edificios exteriores, a los jardines ornamentales y los inflados pavos reales, que levantaron la cabeza como si los observaran al pasar. Subieron los escalones de atrás, cruzaron la galería y entraron en el amplio vestíbulo, donde los pasos de los dos hicieran eco cuando subían las escaleras.

Scotty salió de la oficina leyendo una carta:

– Oh, Marcus, ¿te molestaría…?

La pregunta se desvaneció antes de terminar. Su mirada atónita siguió a la pareja cuyos pasos resonaban al subir la magnífica escalera, Marcus tironeando a Jube tras él. Jube miró a Scott sobre el hombro y se ruborizó hasta la raíz del cabello. A continuación, desaparecieron tras un giro de la escalera, y Gandy se retiró al interior de la oficina, cerró la puerta y sonrió para sí.

Arriba, Marcus llevó a Jube directamente a su propio dormitorio, que compartía con Jack. La hizo entrar y, sin dificultad, aferró un enorme armario que parecía requerir una fuerza enorme para moverlo. Lo arrastró hasta delante de la puerta como si fuera de juguete. Pero el chirrido resonó en toda la casa.

Se volvió, jadeando, y se topó con una sonrisa burlona en el semblante de la muchacha.

– Raspaste la cera del suelo -dijo en voz suave-. Leatrice nos hará pasarla otra vez.

La respuesta del hombre consistió en soltar dos botones de la camisa, sacar los faldones de los pantalones y después, cruzar la habitación para levantarla. La llevó hasta la cama victoriana y cayó con ella sobre los suaves cobertores. Con el primer beso, su mano encontró el pecho, y antes de que terminase, estaba apretándola contra el colchón. Con el cuerpo de Marcus tendido junto a ella, Jube supo que en el trayecto entre el cobertizo y esa habitación, nada se había perdido.

La única clase de amor que Marcus conoció, fue comprado. Pero éste… por algún milagro lo había ganado. Con cada caricia, le demostró cuánto la valoraba. Su Jube, su hermosa e inaccesible Jube, a la que, a fin de cuentas, había accedido. Ella murmuraba en su oído, volcando en él las palabras de los dos que sólo uno podía pronunciar. Él habló con sus manos voraces, su boca que la idolatraba, sus ojos elocuentes. Cuando quedaron desnudos, la adoró cabalmente. Los demás hombres disponían de las palabras, que podían emplear para seducir y provocar. Como él no las tenía, usaba sólo su cuerpo.

Pero lo usó con tal habilidad, que Jube oyó su voz en cada lánguida caricia.

Jube, mi bella Jube. ¡Cuánto amo tu cabello, tu piel, tus ojos, tus pestañas oscuras, tu nariz adorable, labios hermosos, cuello suave, tus pechos, el lunar que hay en medio de ellos, la sombra, tu estómago tan blanco, y esto… esto, también, Jube… ahhh, Jube!

En el pasado, a menudo fingió pasión, pero con Marcus no fue necesario. Lo que sentía por él convirtió el acto, por primera vez, en un acto de amor.

Y cuando se cernió sobre ella y unió los cuerpos con un sólo impulso fluido, fue tan inevitable como el acoplamiento de las golondrinas en las vigas, las moscas en el aire, los caballos en el corral.

Cuando acabó, después de que llegaron a la cresta de la ola y pasaron más allá, descansaron con las frentes sudorosas pegadas. Jack trató de abrir la puerta y se alejó, rezongando, y el olor de pescado frito subía desde el comedor, y la voz retumbante de Leatrice les advirtió que se les hacía tarde para la cena, rieron mirándose en los ojos, y se abrazaron. Entonces, Marcus supo que no eran como Prince y Cinnamon. No podían separarse y seguir cada uno su camino como si eso significara poco más que la saciedad de un impulso animal.

Excitado, Marcus saltó de la cama tan bruscamente que Jube gritó y se abrazó. Tenía que preguntárselo en ese momento, antes de que bajaran a cenar. Frenético, buscó lápiz y papel en el armario, en los bolsillos de la chaqueta que se había sacado, en los cajones, sobre la mesa de refectorio que había entre las ventanas. Por fin, impaciente, apartó la pantalla de la chimenea, encontró un pedazo de carbón, empujó a Jube al otro lado de de la cama, quitó las mantas y escribió sobre la arrugada sábana de abajo:

«¿Quieres…

– Marcus, ¿qué estás haciendo? ¡Leatrice te arrancará la cabeza!

…casarte conmigo?»

Miró la pregunta, tan impresionada que los ojos parecían salírsele de la cara.

– ¿Si me casaría contigo? -leyó, atónita.

Marcus asintió, los ojos azules brillantes, el cabello rubio revuelto.

– ¿Cuándo?

Escribió sobre la sábana, y subrayó con énfasis:

«¡Ahora!»

– Pero, ¿y el sacerdote, el vestido, la fiesta de bodas, y… el…?

Marcus se arrodilló en medio de la cama sobre la palabra «casarte», la aferró de los brazos y tironeó de ella hasta que quedó también de rodillas, frente a él. La expresión de sus ojos hizo martillear el corazón de la muchacha, hasta que aplastó su boca contra la de ella con la misma autoridad que empleó para llevarla escaleras arriba, tres cuartos de hora antes.

Se apartó, aferrándola con los ojos con tanta fuerza como las manos que le apretaban los codos.

– ¡Sí! -pronunció ella, gozosa, rodeándole el cuello con los brazos-. Sí, oh, sí, Marcus, me casaré contigo. Pero dentro de dos semanas. Por favor, Marcus. Nunca he sido novia de nadie, y creo que me encantará.

La besó otra vez, con dureza al principio, después con suavidad, preguntándose si una alegría tan inmensa no sería fatal.


Llegaron tan tarde a la cena que se había acabado el pescado frito. Leatrice iba alrededor de la mesa recogiendo platos, ceñuda. Se detuvo al verlos apresurándose y parándose, sin aliento en la puerta del comedor, las caras resplandecientes de alegría.

Scott levantó la vista de la taza de café y se encontró con los ojos de Jube. Todos los demás se ruborizaron y prestaron súbita atención a las migas que había sobre el mantel.

Antes, Marcus llevaba la delantera, y ahora era Jube. Agarrándole la mano, miró de frente a Gandy y anunció:

– Marcus y yo vamos a casarnos.

Seis cabezas se levantaron sorprendidas. Gandy apoyó la taza.

– Dentro de dos semanas -se apresuró a agregar Jube.

Todos los ojos se volvieron hacia Gandy, esperando su reacción.

Lentamente, una sonrisa le estiró las mejillas. Cuando llegó a los ojos y se le formaron los hoyuelos, la tensión que reinaba en el comedor se disipó.

– Bueno, ya era hora -dijo, marcando las palabras.

Jube se le arrojó en los brazos.

– Oh, Scott, soy tan feliz…

– Y yo lo estoy por ti.

Estrechó la mano de Marcus y le palmeó la espalda, al tiempo que Jube iba recibiendo abrazos de todos. Cuando terminaron las felicitaciones, Scott pasó un brazo por la cintura de Jube:

– Insisto en que se pronuncien los votos en la alcoba nupcial -le dijo.

Jube miró a Gandy a los ojos y le provocó una de las mayores tormentas emocionales de su vida, al afirmar:

– Y yo insisto en invitar a Agatha a la boda.

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