Capítulo 1

1880


Agatha Downing miró por la ventana de su tienda de sombreros y vio cruzar la calle a una pintura al óleo de tamaño natural, que representaba a una mujer desnuda. Contuvo una exclamación y apretó los puños. ¡Otra vez ese hombre! ¿Qué se le había ocurrido ahora? No era suficiente con que hubiese instalado su negocio de venta de licores y estimulase a hombres honestos a derrochar el dinero ganado con gran esfuerzo en juegos de azar, en la puerta vecina. ¡Ahora, traía cuadros de mujeres desnudas!

Horrorizada, apretó una mano contra el corsé con ballenas y observó al alegre grupo de haraganes que iban en dirección a ella. Lanzando exclamaciones entusiastas, se abrieron paso a empujones hacia el Gilded Cage Saloon, la taberna de la Jaula Dorada, cargando sobre los hombros la tela enmarcada. La calle era ancha y lodosa, y les llevó un tiempo cruzar. Antes de que hubiesen llegado a mitad de trayecto, todos los hombres que estaban en la acera se unieron a ellos ululando, lanzando los sombreros al aire, brindando un audaz homenaje a ese desnudo digno de Rubens. Cuanto más se acercaban, Agatha apretaba más el corsé contra sí.

La desdichada figura de más de un metro ochenta, tenía los brazos extendidos al cielo, como si quisiera elevarse… de frente, voluptuosa y desnuda como un grajo recién desplumado.

Agatha apartó la vista de tan desagradable espectáculo.

¡Por todos los Cielos! Sin duda, todos ellos irían en dirección contraria al cielo. ¡Y, al parecer, querían llevarse a los niños con ellos!

Dos pequeños habían visto a los parrandistas y se acercaban corriendo al centro de la calle barrosa para ver mejor el espectáculo.

Agatha abrió la puerta de par en par y salió a la acera, cojeando.

– ¡Perry! ¡Clydel! -les gritó a los chicos de diez años-. ¡Volved a casa enseguida! ¿Me oís?

Los dos se acercaron y miraron a la señorita Downing, que señalaba con el dedo hacia el extremo de la calle.

– ¡Enseguida, dije, o se lo contaré a vuestras madres!

Perry White se volvió hacia el amigo Clydell Hottle con expresión desdichada en la cara pecosa:

– Es la vieja señorita Downing.

– ¡Oh, no!

– Mi madre le compra sombreros.

– Sí, la mía también -se lamentó Clydell.

Dirigieron una última mirada curiosa a la dama desnuda del cuadro, se volvieron a desgana y se fueron a casa arrastrando los pies.

Mooney Straub, uno de los borrachos del pueblo, alzó la voz entre el populacho y les gritó:

– ¡Esperad a ser mayores, niños!

Risas ásperas acompañaron el comentario, y la indignación de Agatha subió de punto.

Qué gentuza. No eran más que las diez de la mañana, y Mooney Straub casi no se tenía en pie. Ahí estaba también Charlie Yaeger, que tenía esposa y seis hijos viviendo en una choza sólo digna de los cerdos; y el joven hijo de Cornelia Loretto, Dan, que el vecino contrató como crupier del juego de lotería, cosa que avergonzó mucho a la pobre madre; y el cantinero de aspecto feroz, de cabello blanco, espeso, que sólo le crecía en la mitad izquierda de la cabeza; y el pianista negro de ojos vivaces que parecían no perder detalle; y George Sowers, que años atrás se enriqueció en los yacimientos de oro de Colorado, pero que bebió y perdió en el juego toda su fortuna. Y a la cabeza de todos ellos, el responsable de esparcir semejante plaga en el umbral de Agatha: el hombre al que todos llamaban Scotty.

Agatha se instaló en los escalones de entrada a la taberna y esperó que la brigada del ejército de Satán se abriese paso entre el barro primaveral. Cuando llegaron a la barra para atar los caballos, Agatha abrió los brazos:

– ¡Señor Gandy, protesto!

LeMaster Scott Gandy levantó una mano para detener a sus seguidores.

– Deteneos aquí, muchachos. Parece que tenemos compañía.

Se dio la vuelta lentamente y alzó la vista hacia la mujer que se cernía sobre él como un ángel vengador. Estaba vestida de un gris apagado. La falda de pliegues a la austríaca, enlazada atrás, estaba muy apretada de adelante atrás. El polisón sobresalía hacia arriba como la columna vertebral de un gato erizado. Llevaba el cabello peinado hacia atrás en un severo moño que tenía la apariencia de provocarle un eterno dolor de cabeza. Los únicos toques de color eran las manchas rosadas en las mejillas blancas y tensas.

Con una sonrisa en la comisura izquierda de la boca, Gandy se quitó el sombrero Stetson de copa baja con gesto perezoso.

– Buenos días, señorita Downing -dijo, arrastrando las palabras con acento sureño, que olía a magnolia.

La mujer puso los brazos en jarras:

– ¡Señor Gandy, esto es un escándalo!

El sujeto continuó con el sombrero levantado, sonriendo de costado:

– Dije «buenos días», señorita Downing.

Aunque una mosca zumbó junto a su nariz, Agatha no movió un párpado.

– No son buenos días, señor, y no fingiré que lo son.

Gandy volvió a calzarse el sombrero sobre el cabello renegrido, sacó una bota del barro, la sacudió y la apoyó en el escalón más bajo.

– Bueno… -pronunció, sacando un puro del bolsillo del chaleco, y guiñando los ojos hacia el cielo azul de Kansas. Luego, miró a Agatha con los ojos entrecerrados-. Salió el sol. Ha dejado de llover. Pronto llegará el ganado. -Mordió la punta del cigarro y la escupió al barro-. Yo llamo a eso un buen día, señora. ¿Y usted?

– ¡No pensará poner esa… -señaló, indignada, la pintura-…a esa hermana de Sodoma en la pared de su establecimiento para que todos la vean!

El hombre rió, y el sol hizo brillar sus dientes blancos y regulares:

– ¿Hermana de Sodoma? -Metió la mano en la ajustada chaqueta negra, se palpó los bolsillos del chaleco y sacó una cerilla de madera-. Si le resulta ofensiva, no tiene de qué preocuparse, cuando esté adentro, ya no tendrá que volver a verla.

– Esos niños inocentes ya la vieron. Las pobres madres estarán horrorizadas. Más aún: cualquiera puede espiar por debajo de esas ridiculas puertas de vaivén, en cualquier momento. -Agitó un dedo ante la nariz del hombre-. ¡Y usted sabe perfectamente que los chicos lo harán!

– ¿Quiere que ponga un guardia, señorita Downing? -El acento sureño fue tan pronunciado, que «guardia» sonó como «gadia»-. ¿Eso la dejaría contenta?

Encendió la cerilla en el poste, la arrimó al puro, la arrojó por encima del hombro y le sonrió en medio del humo.

Su manera de hablar, lenta y despreocupada, enfureció a la mujer tanto como su actitud caballeresca y el hedor del cigarro.

– Lo que me dejaría contenta es que devolviese usted esa pintura al lugar de donde salió. O mejor todavía, que la use para hacer fuego.

Por encima del hombro, Gandy recorrió apreciativamente la figura desnuda de la cabeza a los pies:

– Ella está aquí… -se volvió de nuevo hacia Agatha-…y se queda.

– ¡Pero no puede colgar ese cuadro!

– Oh, sí puedo -replicó con frialdad-, y lo haré.

– No puedo permitirlo.

El hombre dibujó una sonrisa gallarda, dio una calada honda al cigarro y le propuso:

– Impídamelo. -Hizo un gesto con el cigarro sobre el hombro-. Vamos, muchachos, llevemos adentro a la señorita.

Tras él se levantó ün clamor, y los hombres avanzaron. Gandy subió un escalón y se topó con la señorita Downing, que había bajado uno. La rodilla del hombre dio contra la rígida falda gris, e impulsó más hacia arriba el polisón. Sin abandonar la sonrisa, Gandy alzó una ceja:

– Si nos permite, por favor, señorita Downing.

– No haré nada de eso. -Como tenía la bota alta del hombre contra su falda, a Agatha le costó un gran esfuerzo no ceder terreno, pero lo miró fijo-: ¡Si los comerciantes respetables de este pueblo son demasiado timoratos para oponerse a estos antros de vicio y corrupción que usted y los de su clase nos impusieron, las mujeres no!

Gandy apretó las palmas contra la rodilla, se inclinó hacia adelante hasta que el ala del sombrero casi tocó la nariz de la mujer y habló con calma, con pronunciado acento, pero con un inconfundible tono de amenaza:

– No me gustaría maltratar a una mujer delante de sus vecinos pero, si no se aparta, no me dejará otra alternativa.

Agatha cerró los orificios de la nariz, y se irguió más.

– Los que se apartan para permitir indecencias de esta clase, son tan culpables como si las hubiesen cometido ellos mismos.

Los ojos de ambos se encontraron y sostuvieron las miradas: los de él, negros y penetrantes, los de ella, verdes y desafiantes. Tras Gandy, los hombres esperaban con el barro a los tobillos, y las risas burlonas se habían convertido en un silencio expectante. En la calle, Perry White y Clydell Hottle se protegían los ojos con la mano, esperando a ver quién ganaba. Al otro lado de la calle, el dueño de la taberna y el tabernero salieron por sus propias puertas de vaivén para observar el enfrentamiento con expresión divertida.

Gandy contempló los ojos decididos de Agatha Downing, y comprendió que sus clientes más firmes y sus mejores amigos querían ver si retrocedería ante una mujer: eso lo hubiese convertido en el hazmerreír de Proffitt, en Kansas. Y aunque no lo habían educado para faltar el respeto al sexo débil, la mujer no le dejaba alternativa.

– Como guste, señora -dijo Gandy. Con aire despreocupado, sujetó el cigarro entre los dientes, aferró a Agatha de los brazos, la levantó del escalón y la plantó unos veinte centímetros dentro del lodo. Los hombres lanzaron un rugido a modo de aprobación. Agatha gritó, agitó los brazos y trató de sacar los zapatos del lodazal. Pero el barro la chupó más profundamente y aterrizó sobre el polisón con una salpicadura ignominiosa.

– ¡Bienhecho, Gandy!

– ¡No permitas que ninguna falda te detenga!

Mientras Agatha miraba, furiosa, a Gandy, los secuaces cargaban a la dama desnuda por los escalones de madera, y atravesaban las puertas vaivén del Gilded Cage Saloon. Cuando desaparecieron, el sujeto levantó el sombrero y le dedicó una sonrisa hechicera:

– Buenos días, Downing. Fue un placer.

Subió la escalera de entrada, se limpió las botas en el felpudo de la entrada y siguió al ruidoso grupo adentro, y las puertas quedaron balanceándose a su espalda.


Desde la acera opuesta, toda la escena fue observada por una mujer vestida completamente de negro. Con la maleta en la mano, Drusilla Wilson se detuvo. Tenía la figura y la rigidez de un poste, la nariz como guadaña, los ojos que parecían capaces de perforar granito. La boca fina tenía un gesto amargo, y el labio inferior casi tapaba al superior. El mentón retraído, recordaba al perfil de un mero. Bajo el ala sin adornos de un sombrero cuáquero completamente negro, aparecía una fina franja de cabello. Ese cabello, también negro como si la naturaleza aprobara la decisión de darle un aspecto atemorizante, estaba alisado sobre las sienes y aplastaba las orejas contra la cabeza. Irradiaba la clase de severidad que hacía que la gente retrocediera, en lugar de adelantarse, cuando se la presentaban.

Después de presenciar el altercado al otro lado de la calle, la señorita Wilson se volvió hacia un hombre de barba rojiza con mostacho engominado que estaba junto a las puertas vaivén del Hoof and Hora Saloon. Estaba vestido con una camisa de rayas rojas y blancas, con bandas elásticas en las mangas, sobre unos brazos enormes que tenía cruzados sobre el pecho macizo, que se sacudía cada vez que reía. De la mata roja que rodeaba la boca, emergía la punta de un cigarro apagado.

– El nombre de esa mujer… ¿cuál es, por favor? -preguntó Drusilla Wilson, con formalidad.

– ¿Quién? ¿Ella?

Riendo otra vez, indicó a Agatha.

Sin participar de la diversión, Drusilla asintió.

– Ésa es Agatha Downing.

– ¿Y dónde vive?

– Ahí mismo. -Se quitó el resto del cigarro y señaló con la punta-. Encima de la sombrerería.

– ¿Es la dueña?

– Sí.

Drusilla echó un vistazo a la lamentable figura al otro lado de la calle y murmuró:

– Perfecto.

Alzó la maleta con una mano, se sujetó las faldas con la otra, y caminó por las piedras que cruzaban la calle. Pero se dio la vuelta otra vez hacia el hombre de la barba rojiza que aún sonreía contemplando a Agatha que intentaba librarse del barro.

– ¿Y su nombre, señor?

El sujeto le dedicó una sonrisa de dientes marrones, encajó otra vez el cigarro en la boca pequeña y respondió:

– Heustis Dyar.

La mujer alzó una ceja y miró el cartel que lucía en el falso frente del edificio, encima de la cabeza del hombre:

– ¿Y es usted el dueño de Hoof y Horn?

– Así es -respondió, orgulloso, deslizando los pulgares bajo los tirantes y proyectándolos hacia afuera-. ¿Quién pregunta?

Con un breve gesto de la cabeza, la mujer respondió:

– Drusilla Wilson.

– Drus… -Se sacó el cigarro de la boca y dio un paso hacia ella-. ¡Eh, espere un momento! -Con el entrecejo fruncido, se volvió hacia el cantinero que apoyaba los antebrazos en las puertas vaivén-. ¿Qué está haciendo ella aquí?

Tom Reese se encogió de hombros.

– ¿Y yo cómo sé qué está haciendo aquí? Supongo que crear problemas. ¿Acaso no es eso lo que hace en cada sitio al que va?

Eso era lo que hacía Drusilla Wilson ahí, y mientras se acercaba a su «hermana» caída en el lodo, rogaba que fuesen Heustis Dyar y el dueño de Gilded Cage los primeros en sufrir el impacto de su llegada.


Agatha tenía gran dificultad en levantarse. Otra vez, la cadera. En los mejores momentos, no podía confiar en ella; en los peores, era inútil intentarlo. Atascada en el barro frío y pegajoso, le dolía y no lograba levantar el peso de la mujer. Aunque se balanceó hacia adelante, no pudo ponerse de pie. Cayó hacia atrás, con las manos enterradas hasta las muñecas, y deseó ser de la clase de mujer que echa maldiciones.

Una mano enfundada en un guante negro se extendió hacia ella.

– ¿Puedo ayudarla, señorita Downing?

Agatha levantó la vista y vio unos fríos ojos grises que se esforzaban por ser simpáticos.

– Drusilla Wilson -anunció la mujer a modo de presentación.

– ¿Drus…?

Estupefacta, Agatha miró maravillada a la mujer.

– Vamos, levántese.

– Pero…

– Tome mi mano.

– Oh… claro… claro, gracias.

Drusilla aferró la mano de Agatha y la ayudó a levantarse. Agatha hizo una mueca y se apretó la cadera izquierda con una mano.

– ¿Está lastimada?

– No, sólo en mi orgullo.

– Pero está cojeando -advirtió Drusilla, mientras la ayudaba a subir los escalones.

– No es nada. Por favor, se manchará el vestido.

– Me he manchado con cosas peores que lodo, señorita Downing, créame. Desde cerveza hasta estiércol de caballo, me han arrojado de todo. Un poco de limpio barro de Dios será un alivio.

Pasaron juntas por la puerta de la Gilded Cage. Adentro, ya sonaba el piano y se filtraban risas, únicos sonidos que perturbaban la apacible mañana de abril. Las dos mujeres caminaron hasta la tienda vecina, en cuyo escaparate se leía en brillantes letras doradas: Agatha N. Downing, Sombrerera.

Dentro, Agatha olvidó que estaba toda sucia y dijo, emocionada:

– Señorita Wilson, me siento tan honrada de conocerla… Yo… yo… pues… no… no puedo creer que sea usted, realmente, la que está en mi humilde tienda.

– ¿Eso significa que sabe quién soy?

– Desde luego. ¿Acaso no la conocen todos?

La señorita Wilson se permitió una risita seca.

– Bueno, en el estado de Kansas, sí, y me atrevería a decir en todos los Estados Unidos y, por cierto, me conoce todo aquel que haya oído la palabra templanza.

El corazón de Agatha latió, excitado.

– Me gustaría conversar un rato con usted. ¿Puedo esperarla mientras se cambia de ropa?

– ¡Oh, sin duda! -Agatha indicó un par de sillas en la parte del frente del negocio-. Por favor, póngase cómoda mientras me ausento. Yo vivo arriba, de modo que no tardaré más que un minuto. Si me disculpa…

Agatha cruzó el taller y salió por una puerta trasera. En la pared del fondo del edificio había una escalera de madera que llevaba a los apartamentos de arriba. Subió como lo hacía siempre: los dos pies en cada escalón, aferrándose con tanta fuerza al pasamanos que los nudillos se le ponían blancos. Las escaleras eran lo peor. Estar de pie o caminar sobre una superficie plana era tolerable, pero alzar la pierna izquierda era difícil y doloroso. La falda sujeta atrás le hacía la marcha aún más difícil, trabándole los movimientos. A mitad de camino, se inclinó y, metiendo la mano bajo el ruedo, desató el último par de lazos. Cuando llegó al rellano superior, estaba un poco agitada. Se detuvo, sin soltar la baranda. El rellano era compartido por los habitantes de ambos apartamentos. Echó un vistazo a la puerta que llevaba a la vivienda de Gandy.

Tal vez otra mujer se hubiese permitido llorar, después de un momento tan duro como el que ese hombre la había hecho pasar, pero Agatha no. Agatha se limitó a exhalar con comprensible cólera y reconoció un gran anhelo de hacerlo morder el polvo. Cuando se volvía hacia la puerta, sonrió al pensar que al fin le habían llegado refuerzos.

Le llevó cierto tiempo quitarse el vestido. Tenía veintiocho botones en el frente, ocho lazos de cinta atados por dentro para formar el polisón de atrás, y la mitad que sujetaban la falda en forma de delantal alrededor de las piernas. A medida que soltaba cada cinta, el vestido perdía forma. Cuando quedó desatado el último lazo, el polisón perdió todos sus bultos y quedó tan plano como la pradera de Kansas. Con él en la mano, el corazón le dio un vuelco.

¡Ese hombre! ¡Ese sujeto maldito, enervante! No tenía idea de lo que le costaría a Agatha en cuestión de tiempo, dinero e inconvenientes. Todos esos miles de puntadas a mano, cubiertas de barro. Y sin un lugar donde lavarlo. Miró el fregadero seco y el cubo de agua que estaba junto a él. La carreta de agua fue esa mañana temprano a llenar el barril, pero éste estaba sobre un soporte de madera bajo esas larguísimas escaleras. Además, el fregadero no tenía el tamaño suficiente para lavar una prenda así. Tendría que llevarla enseguida al lavadero de Finn, pero considerando quién la esperaba abajo, eso quedaba descartado.

La ira de Agatha aumentó cuando se quitó el polisón de algodón y las enaguas. El vestido, por lo menos, era gris, pero estas prendas eran blancas… o lo habían sido. Temía que ni siquiera el jabón de lejía casero de Finn pudiese quitar manchas de lodo tan espesas.

Después. Después te preocuparás por eso. ¡La propia Drusilla Wilson está esperándote!

Abajo, la visitante veía a la señorita Downing cojear desde la parte de atrás de la tienda, y comprendió que la caída de ese día no era la causa. Al parecer, Agatha N. Downing tenía un problema de cadera desde hacía mucho tiempo.

Cuando Agatha desapareció tras la cortina, Drusilla Wilson miró alrededor. La tienda era larga y angosta. Cerca del escaparate cubierto con una cortina de encaje había un par de sillas de estilo Victoriano de respaldo ovalado, tapizadas de color orquídea pálido que hacía juego con las cortinas. Entre las sillas había una mesa de tres patas, tallada, y encima, las últimas ediciones de las revistas Graham, Godey y Peterson. Wilson descartó leerlas, y prefirió recorrer el establecimiento.

Sobre formas de papier maché, se exhibía una variedad de sombreros tanto de fieltro como de paja toscana. Algunos eran calados, otros lisos. En las paredes había filas de pulcros compartimientos en los que se veían cintas, botones, encaje y adornos. Sobre una mesa de caoba, un surtido de gasas y algodones plegados mostraban un prisma completo de colores. En una canasta de mimbre, una selección de frutas de pasta de aspecto tan real que daban ganas de comerlas. Margaritas y rosas artificiales hechas con mucho arte se veían en un cesto chato. Sobre otro mostrador había otra variedad de esclavinas de piel, y abanicos de plumas de faisán. De la pared del fondo colgaban de un cordel plumas de avestruz. En un gabinete de cristal había todo un aviario de pájaros, nidos y huevos. Mariposas, libélulas y hasta abejorros se sumaban a la colección. Adornada con un par de cabezas de zorro embalsamadas, semejaba más la vitrina de un científico que el exhibidor de una sombrerera.

A Drusilla Wilson no le llevó más de dos minutos confirmar que la señorita Downing tenía en sus manos un buen negocio… y dedujo que, también, comunicación fluida con las mujeres de Proffitt, Kansas.

Oyó que volvían los pasos irregulares de la dueña del negocio y giró en el mismo momento en que Agatha apartaba las cortinas de terciopelo color lavanda.

– Ah, es una tienda maravillosa, maravillosa.

– Gracias.

– ¿Cuánto hace que es sombrerera?

– Aprendí de mi madre. Cuando era niña, la ayudaba a coser en casa. Más adelante, cuando se hizo sombrerera y se mudó aquí, a Proffitt, yo vine con ella. Cuando murió, yo continué su labor.

La señorita Wilson observó la ropa limpia de Agatha. Para su gusto, el azul que usaba era demasiado colorido y moderno, con sus remilgados lazos a la espalda e innumerables filas de alforzas en el frente. Y tampoco comulgaba con esas faldas estilo delantal tan apretadas que marcaban la forma de las caderas femeninas con demasiada nitidez, ni con el corpiño ajustado que revelaba con excesiva crudeza la amplitud de los pechos. Pero a la señorita Downing no parecía preocuparle mostrar ambos contornos con escandalosa claridad. Sin embargo, al menos el ajustado cuello clerical era recatado, si bien el borde de encaje que se repetía en las muñecas le daba un aire pecaminoso.

– Señorita Downing, ¿se siente mejor?

– Mucho mejor.

– Una se acostumbra a esto cuando lucha por nuestra causa. Como sea, no tire el vestido manchado. Si las manchas de lodo no salen, podría usarlo cuando enfrente al enemigo en la próxima batalla. -Sin aviso previo, la señorita Wilson atravesó con agilidad el salón y tomó las manos de Agatha-. Querida mía, estoy tan orgullosa de usted, tan orgullosa… -Le oprimió los dedos con firmeza-. Yo me dije: «He aquí una mujer que no retrocede ante nada. ¡He aquí a una mujer a la que quiero luchando a mi lado!».

– Oh, no fue nada. Sólo hice lo que haría cualquier mujer en la misma situación. Pero si estaban esos dos niños…

– Pero ninguna lo hizo, ¿no es verdad? Usted fue la única que defendió la virtud.

Dio otro apretón de simpatía a las manos de Agatha, las soltó y retrocedió.

Agatha se ruborizó de placer ante semejante elogio en boca de una mujer tan famosa como Drusilla Wilson.

– Señorita Wilson -declaró con sinceridad-, cuando dije que era un honor tenerla aquí, hablaba en serio. Leí mucho sobre usted en los periódicos. ¡Dios mío!, si la consideran la más alta autoridad en la lucha por la causa de la templanza.

– No me importa mucho lo que dicen de mí. Lo que más importa es que estamos haciendo progresos.

– Eso he leído.

– Sólo en el 78 se formaron veintiséis grupos locales de la Unión de Mujeres Cristianas por la Templanza en todo el Estado. La mayoría, el año pasado. ¡Pero todavía no hemos terminado! -Levantó el puño, lo bajó y los labios finos dibujaron una sonrisa apretada-. Desde luego, por eso estoy aquí. Me llegaron noticias de su pueblo. Me dicen que se nos está yendo de las manos.

Agatha suspiró, fue cojeando hasta el escritorio de tapa corrediza apoyado contra la pared trasera de la izquierda, y se hundió en una silla, junto a él.

– Usted vio con sus propios ojos hasta qué punto. Y también puede oír por sí misma lo que pasa en el local de al lado.

Señaló con un gesto a la pared que la separaba de la taberna, a través de la cual llegaban los sones ahogados de «Ángel caído, cae en mis brazos».

La señorita Wilson apretó los labios y alrededor le aparecieron arrugas, como en un budín de dos días.

– Debe de ser penoso.

Agatha se tocó las sienes.

– Por decirlo con discreción. -Movió la cabeza con expresión apesadumbrada-. Desde que vino ese hombre, hace un mes, cada vez; es peor. Tengo que confesarle algo, señorita Wilson. Yo…

– Por favor, llámeme Drusilla.

– Drusilla… sí. Bueno, como le decía, mis motivos para enfrentarme al señor Gandy no fueron estrictamente altruistas. Me temo que sus elogios fueron un poco apresurados. Desde que se abrió la taberna al lado, mi negocio comenzó a tener dificultades, ¿entiende? A las señoras no les agrada pasar por esta acera por temor a que las moleste algún borracho antes de llegar a mi puerta. -Agatha frunció el entrecejo-. Es muy perturbador. Surgen peleas espantosas a cualquier hora del día y de la noche, y como ese Gandy no las permite en su local, el tabernero arroja a los borrachos a la calle.

– No me sorprende, pensando en lo que valen aquí los espejos y la cristalería. Pero, continúe.

– Las riñas no son lo único. El lenguaje… Oh, señorita Wilson, es escandaloso. Absolutamente escandaloso. Y con esas medias puertas, los ruidos se filtran a la calle y es indecible las cosas que tienen que oír las señoras cuando pasan. Yo… en verdad, no puedo decir que las culpo por vacilar en seguir siendo clientes mías. En su lugar, yo sentiría lo mismo. -Agatha entrelazó los dedos y bajó la vista-. Además, hay una razón más humillante para evitar la zona. -Alzó la mirada, con auténtica expresión de pesar-. Los maridos de algunas de mis clientas frecuentan la taberna más que sus propias casas. A varias de ellas las espanta de tal modo la perspectiva de toparse con los esposos en la calle… en semejante condición, que la sola idea las avergüenza.

– Desafortunado pero, aun así, la tienda parece próspera.

__Vivo decentemente, pero…

– No -La señorita Wilson alzó las manos enguantadas-. No quise entrometerme en sus asuntos financieros. Sólo me referí a que está bien establecida aquí y, sin duda, la mayor parte de las mujeres del pueblo estarán en su lista de clientes.

– Bueno, supongo que es así… al menos así era hasta hace un mes.

– Dígame, señorita Downing, ¿hay otras tiendas de sombreros en Proffitt?

– Pues, no. La mía es la única. Ahora, el señor Halorhan, en la Mercantile, y el señor McDonnell, en Longhorn Store, los venden hechos. Pero no hay comparación, por supuesto -añadió con cierto aire de superioridad.

– Si no fuera un atrevimiento de mi parte, ¿podría preguntarle si acostumbra ir a la iglesia?

A duras penas, Agatha contuvo la irritación:

– ¡No tenga la menor duda!

– Eso pensé. ¿Metodista?

– Presbiteriana.

– Ah, presbiteriana. -La señorita Wilson indicó con la cabeza hacia la taberna-. Y los presbiterianos aman su música. Nada como un coro de voces que se elevan en plegaria al cielo para llenar de lágrimas los ojos de un borracho.

Agatha dirigió al muro de separación una mirada malévola.

– Casi toda la música -replicó.

En ese momento, la canción que sonaba era «Chicas de Buffalo, ¿no quieren salir esta noche?»

– En el presente, ¿cuántas tabernas prosperan, digamos, en Proffitt?

– Once.

– ¡Once! ¡Ah! -En gesto ofendido, Drusilla echó la cabeza atrás, y giró sobre sí misma, con los brazos en jarras-. Los echaron de Abilene hace años. Pero siguieron avanzando hacia los siguientes poblados, ¿eh? Ellsworth, Wichita, Newton, y ahora, Proffitt.

– Este era un pueblo tan pequeño y pacífico hasta que vinieron…

Wilson giró con brusquedad, y apuntó con un dedo al aire.

– Y puede volver a serlo. -Fue a zancadas hasta el escritorio, con expresión resuelta-. Iré al grano, Agatha. Puedo llamarla Agatha, ¿verdad? -No esperó la respuesta-. Cuando la vi enfrentarse a ese hombre, no sólo pensé: «He aquí una mujer capaz de enfrentarse a un hombre». También pensé: «Ésta es una mujer digna de ser un general del ejército contra el Brebaje del Diablo».

Sorprendida, Agatha se tocó el pecho:

– ¿Un general? ¿Yo? -Si Drusilla Wilson no se lo hubiera impedido con su presencia, se habría levantado de la silla-. Me temo que se equivoca, señorita Wi…

– No me equivoco. ¡Es perfecta! -Se apoyó en el escritorio y se inclinó hacia adelante-. Conoce a todas las mujeres del pueblo. Es cristiana practicante. Tiene un incentivo más para luchar por la templanza, porque su negocio está amenazado. Y, lo que es más, tiene la ventaja de ser vecina de uno de los corruptos. Hágalo clausurar, y será el primero de una larga lista de locales clausurados, se lo aseguro. Sucedió en Abilene, y puede suceder aquí. ¿Qué dice?

La nariz de Drusilla estaba tan cerca de la suya que Agatha se tumbó contra el respaldo de la silla.

– ¡Caramba…!

– El domingo, pienso pedirle el pulpito a su ministro por unos momentos. ¡Créame, no hace falta más para que usted cuente con un ejército regular a su mando!

Agatha no estaba muy convencida de desear un ejército, pero Drusilla siguió:

– No sólo tendría el apoyo de la Unión Nacional de Mujeres Cristianas por la Templanza, sino el del propio gobernador St. John.

Agatha sabía que John P. St. John había sido elegido dos años antes gracias a una plataforma que ponía el acento de sus reivindicaciones en la prohibición del alcohol, pero no sabía nada más de política, y poco más sobre una organización en semejante escala.

– Por favor, yo… -Dejó escapar una bocanada de aire entrecortada y se levantó. Se dio la vuelta y se retorció las manos-. No sé nada de organizar un grupo así.

– Yo la ayudaré. La organización nacional lo hará. El Temperance Banner, nuestro periódico, ayudará. -Wilson se refería al periódico estatal creado dos años antes para apoyar las actividades pro-templanza y de apoyo a la legislación contra el alcohol-. Y sé lo que digo cuando me refiero a que las mujeres del pueblo nos ayudarán. He viajado casi cinco mil kilómetros. Crucé el Estado una y otra vez, y estuve en Washington. Asistí a cientos de reuniones públicas en escuelas e iglesias de todo Kansas. En todas ellas vi que surgían grupos de apoyo a La Causa casi de inmediato.

– ¿Legislación? -Esa palabra aterró a Agatha-. Ignoro todo respecto de la política, señorita Wilson, y no quiero verme involucrada. Para mí ya es bastante dirigir mi negocio. Sin embargo, tendré mucho gusto en presentarle a las mujeres de Cristo Presbiteriano, si quiere invitarlas a un mitin de organización.

– Muy bien. Es un comienzo. ¿Y podríamos hacerlo aquí?

– ¿Aquí? -Los ojos de Agatha se dilataron-. ¿En mi tienda?

– Sí.

Drusilla Wilson no tenía nada de tímida.

– Pero no tengo suficientes sillas y…

– Estaremos de pie, como sucede muchas veces a las puertas de los bares, en ocasiones durante horas.

Resultó evidente cómo Wilson había logrado organizar toda una red de locales de la U.M.C.T. Perforó con los ojos a Agatha tal como el alfiler de un coleccionista sujetaría a una mariposa. Agatha tenía muchas dudas, pero estaba segura de una cosa: quería devolverle a ese hombre lo que le había hecho esa mañana. Y quería librarse del ruido y la jarana que traspasaban la pared. Quería que su negocio volviese a florecer. Si ella no daba el primer paso, ¿quién lo haría?

– Mi puerta estará abierta.

– Bien. -Drusilla aferró la mano de Agatha y le dio un firme apretón-. Estoy segura de que eso es todo lo que hará falta. En cuanto las mujeres se reúnan y vean que no están solas en la lucha contra el alcohol, la sorprenderán con su solidez y su apoyo. -Retrocedió, y se acomodó los guantes-. Bien. -Levantó la maleta-. Tengo que encontrar hotel, y después recorrer el pueblo para determinar con exactitud los once objetivos de nuestra cruzada. Luego, tengo que visitar al ministro, el Reverendo…

– Clarksdale -apuntó Agatha-. Samuel Clarksdale. Lo encontrará en la pequeña casa de madera, en el ala norte de la iglesia. No puede equivocarse.

– Gracias, Agatha. Hasta el domingo, pues.

Un movimiento rápido, un gesto ceremonioso, y se fue.

Agatha quedó inmóvil. Se sentía como si acabara de atravesarla una tormenta estival. Pero cuando miró alrededor, las cosas estaban en su lugar. El piano tintineaba al otro lado de la pared. Afuera, en la calle, ladraba un perro. Pasaron un caballo con el jinete tras las cortinas de encaje. Agatha apretó una mano sobre el corazón, exhaló y se dejó caer en la silla. Miembro, sí. Pero organizadora, no. No tenía el tiempo ni la vitalidad para ponerse a la cabeza de la organización local por la templanza. Mientras seguía pensando en el tema, llegó Violet Parsons a trabajar.

– ¡Agatha, lo he escuchado todo! ¡Tt-tt! -Violet era de esas personas que ríen entre dientes. Era el único rasgo de ella que a Agatha le disgustaba. Ya era una mujer de cabello blanco como la nieve y con más arrugas que un pergamino, y tendría que haber perdido ese hábito mucho tiempo atrás. Pero lo hacía constantemente, como un mono de organillero-.Tt-tt-tt. Oí decir que te enfrentaste con el dueño en los escalones mismos de entrada a la taberna. ¿Cómo tuviste el coraje de intentar detenerlo?

– ¿Tú qué habrías hecho, Violet? Perry White y Clydell Hottle ya venían corriendo, con la esperanza de ver desde más cerca esa pintura pagana.

Violet se llevó cuatro dedos a los labios.

– ¿En serio es un cuadro de una… tt-tt-tt… -la risita se transformó en un susurro-…dama desnuda?

– ¿Una dama? Violet, si está desnuda, ¿cómo puede ser una dama?

Los ojos de Violet adquirieron un brillo malicioso:

– ¿Estaba realmente… -otra vez el susurro-…desnuda?

__Como un pájaro desplumado. Por eso, justamente,

me metí.

__Y el señor Gandy… tt-tt-tt… ¿En serio te tiró al barro?

Violet no pudo evitarlo: sus ojos, del mismo color que el vestido de Agatha, chispeaban cada vez que se mencionaba al señor Gandy. Aunque nunca se había casado, jamás dejó de desearlo. Desde la primera vez que vio a Gandy caminando por la calle con una sonrisa seductora, comenzó a comportarse como una idiota. Aún lo hacía cada vez que le echaba un vistazo, y esto siempre sacaba de quicio a Agatha.

– Las noticias vuelan.

Violet se ruborizó.

– Pasé por la tienda de Harlorhan a buscar un dedal nuevo. Sabes que ayer perdí el mío.

¿El incidente ya se comentaba en Harlorhan's Mercantile? Qué inquietante. Agatha sacó el dedal y lo apoyó con un golpe sobre el mostrador de cristal.

– Yo lo encontré debajo del sombrero de paja en que estabas trabajando. ¿Y de qué otra cosa te enteraste en Harlorhan?

– ¡Que Drusilla Wilson está en el pueblo y que pasó casi una hora en esta misma tienda! ¿Lo harás?

– ¿Qué cosa?

A Agatha la ofendía la suposición de Violet de que ella sabía todo lo que se hablaba cada mañana en el negocio de Harlorhan. A Violet, en cambio, los chismes le encantaban.

– Hacer aquí una reunión de templanza.

Agatha se irguió.

– ¡Cielos! Esa mujer salió de aquí hace menos de quince minutos, ¿y ya te enteraste de eso en Harlorhan?

– Bueno, ¿lo harás?

– No, no exactamente.

– Pero eso es lo que se dice.

– Acepté dejar que la señorita Wilson la haga aquí, eso es todo.

Violet se quedó petrificada y los ojos se le pusieron redondos y azules como bolas.

– Dios, es bastante.

Agatha se acercó al escritorio, confundida, y se sentó.

– Él no hará nada.

– Pero es nuestro nuevo patrón. ¿Y si nos echa?

Agatha levantó el mentón en gesto desafiante.

– No se atreverá.


Pero ya se le había ocurrido a LeMaster Scott Gandy.

Estaba de pie junto a la barra, una bota en el riel de bronce, escuchando los comentarios atrevidos de los hombres acerca de la pintura. Teniendo en cuenta la hora, había bastante actividad. Las noticias volaban en un pueblo tan pequeño. El local estaba abarrotado de varones curiosos, que querían echarle un vistazo al desnudo. Cuando llegaron Jubilee y las chicas, el negocio floreció todavía más.

Sin embargo, la sombrerera de boca de miel seguía fastidiándolo. Gandy se puso ceñudo. Si se lo proponía esa mujer era capaz de convertirse en un estorbo infernal. Con una sola como ella bastaba para agitar a todas las habitantes femeninas de un pueblo y que comenzaran a molestar a sus esposos en relación con las horas que pasaban en la taberna. Si la inquietaba la pintura, las chicas la indignarían.

Gandy bajó más sobre los ojos el ala del Stetson y apoyó a los codos en la barra, detrás de él. Pensativo, contempló el local de Heustis Dyar, al otro lado de la calle tranquila, y se preguntó cuándo empezaría a llegar el ganado. Sólo entonces comenzaría la verdadera diversión. Cuando esos vaqueros bullangueros, sedientos, invadiesen el pueblo, lo más probable era que la pequeña benefactora de al lado hiciera sus maletas y se fuese con viento fresco, y entonces las preocupaciones de Gandy habrían acabado.

Sonrió para sí, sacó un puro del bolsillo del chaleco y encendió la cerilla en el tacón de la bota. Pero antes de que pudiese usarla, el motivo de sus preocupaciones, la propia «Dos Zapatos», se materializó desde la puerta vecina y pasó ante la taberna. No fueron más de cinco segundos el tiempo en que la cabeza y los zapatos fueron visibles por encima y por abajo de las puertas batientes, pero bastaron para que Gandy advirtiese que no caminaba normalmente. La cerilla le quemó los dedos. Maldijo y la tiró, corrió hacia la puerta y se situó de costado, a la sombra. La observó andar por la acera. Oyó el sonido de arrastre que producían los zapatos. Empezó a sentir calor en el cuello. Cinco puertas más allá, la vio descender unos escalones, aferrándose con fuerza al pasamanos. Pero, en lugar de cruzar por las piedras como lo hacían todas las señoras, se alzó las faldas y caminó con esfuerzo por el lodo, hasta el otro lado.

– Dan -llamó Gandy.

– ¿Qué pasa?

Loretto no alzó la vista. Abrió el mazo de naipes en forma de cola de pavo real, y después lo juntó bruscamente. Era demasiado temprano para juegos de azar, pero Gandy le había enseñado a mantener los dedos ágiles en todo momento.

– Ven aquí.

Loretto acomodó el mazo y se levantó de la silla con el mismo movimiento fluido que tanto admiraba en su patrón.

Se acercó a espaldas de Gandy, junto a la puerta vaivén.

– ¿Qué, patrón?

– Esa mujer. -Agatha Downing había llegado al otro extremo de la calle y se esforzaba por subir a la acera, apretando un lío de ropa que se parecía sospechosamente al vestido gris que había usado antes. Al ver las faldas limpias que llevaba, ahora azules, Gandy se puso ceñudo. Las faldas se removían a cada paso de manera antinatural-. ¿Está cojeando?

– Sí, señor, ya lo creo.

– ¡Buen Dios! ¿Yo le hice eso?

Gandy parecía espantado.

– En absoluto. Cojea desde que la conozco.

Gandy volvió la cabeza en forma repentina.

– ¿Desde que la conoces?

Eso iba de mal en peor.

– Sí. Tiene una pierna lisiada.

Gandy sintió que se sonrojaba por primera vez en años.

– ¿Una pierna lisiada?

– Así es.

– Y yo la tiré al lodo.

Vio que Agatha desaparecía con la ropa sucia en la lavandería de Finn, en la otra manzana. Se sintió como un canalla.

– Tú no la tiraste al lodo, Scotty. Se cayó.

– ¡Se cayó después de que yo la empujé al barro!

– Lo que digas, patrón.

– ¿Por qué nadie me dijo nada? ¿Cómo demonios podía yo saberlo?

– Pensé que lo sabías. Ya hace un mes que tratas de negocios con ella. Recibes el alquiler. Va caminando a Paulie dos veces por día con tal regularidad que puedes poner en hora el reloj. El desayuno y la cena. Jamás falla.

Pero Gandy nunca le había prestado atención. Era de la clase de mujeres que se confundía con la acera gastada. Una polilla gris sobre una roca gris. Cuando fue al local vecino a presentarse como el nuevo dueño del edificio, ella estaba sentada ante el escritorio de tapa corrediza y no se levantó de la silla. En lugar de llevarle ella misma el alquiler, se lo envió por medio de una mujer tímida, de voz chillona, que tenía aspecto de haberse tragado una rana. No recordaba haberla visto las pocas veces que cenó en Paulie.

¡Dios mío! ¿Qué dirían las mujeres de Proffitt? Si era cierto que había una «organizadora» en el pueblo, las tendría a todas sobre la cabeza. Y tendrían mucho que decir en ese fastidioso periódico que editaban. Podía imaginar los titulares:


Dueño de taberna arroja al lodo

a una trabajadora por la templanza,

que es lisiada.

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