Estuvo dos días pensando, estupefacto al comprender que Agatha Downing había conquistado su corazón, un corazón que había permanecido indiferente después de Delia. Pero, ¿cómo podía permanecer indiferente ante alguien que le había brindado tanta felicidad? Antes de Agatha, no había Willy ni Waverley. Scott vivía sin rumbo buscando conformarse con un romance insatisfactorio con Jube, con la familia sustituta que lo rodeaba, con una sucesión de barcos fluviales y tabernas donde apostaba y vendía whisky, tratando de reemplazar la felicidad genuina de la vida familiar por la alegría ficticia de la vida nocturna. Ahora, en retrospectiva, comprendía lo superficial de esa dicha. La «familia» no era más que una lamentable troupe de descontentos que buscaban raíces, constancia, objetivos en la vida.
Jube y Marcus habían hallado los suyos uno en otro. Y a menos que se equivocase, pronto Ivory y Ruby harían lo mismo. ¿Y qué pasaba con él y Gussie? ¿Cuándo Scott fue más dichoso que cuando ella llegó a Waverley? ¿Quién había hecho más por hacerlo regresar a los valores en que lo habían educado? Tenerla ahí, como madre de Willy, anfitriona de los huéspedes, influencia serena sobre las chicas, completaba el cuadro que Scott tenía de Waverley redivivo. Sólo a partir de la llegada de Agatha fue tal como lo había imaginado. Y ahora que estaba allí no quería que se fuera jamás.
Quería ver crecer a Willy hasta que se convirtiera en un joven brillante y honesto, guiado siempre por los dos; ver prosperar el negocio y compartir el éxito con ella; criar una hornada de hijos de ambos, que harían travesuras en los prados de los pavos reales, y llenarían los cuartos hasta que estuviese obligado a agregar un ala a la casa; quería estar seguro de que se acostaría con ella y se levantaría con ella, y verla sorber la sopa desde un rincón del comedor con los modales impecables que tanto admiraba; quería contemplar el magnífico cabello caoba, verlo encanecer al mismo tiempo que el suyo y, en la vejez, sentarse en los bancos de la galería mientras los nietos daban maíz a los pavos reales.
LeMaster Scott Gandy quería a Agatha Downing por esposa.
Lo que más le gustaba a Agatha era el anochecer. Las noches, cuando las muchachas cruzaban el prado con las faldas armadas de miriñaque, y parecía que se deslizaban por el aire. Las noches en que todos se reunían en la galería trasera y bebían mint juleps, mientras Willy daba de comer a los pavos y los huéspedes se sentaban en los bancos de bois d'arc oliendo el césped recién cortado, llenándose las fosas nasales con ese fresco aroma. Cuando se retiraban a la gran mesa del comedor y compartían la comida conversando alegremente. Cuando se encendían los picos de gas de iluminación y la casa resplandecía con una luz suave. Después, hacían música en el salón: Ivory al piano, Marcus con el banjo y las muchachas, que cantaban canciones pastorales.
En ocasiones, bailaban con los invitados sobre el lustroso suelo de pino de la gran rotonda, y la araña proyectaba una luz ambarina sobre los hombros y las faldas siseaban con un sonido que parecía la hierba crecida agitada por el viento estival. Entonces, Scott y los otros hombres sacaban a las damas a bailar el vals, mientras Willy se sentaba en el tercer escalón, tocaba la armónica y marcaba el ritmo con el pie bajo la serena interpretación de Ivory. Y Agatha levantaba la vista del bordado, abandonaba las manos sobre el regazo y se perdía en el encanto de las elegantes parejas que siempre despertaban una sensación de nostalgia en su pecho.
Hasta que, una tarde, poco después de la boda, Scott se detuvo ante ella y le hizo una profunda reverencia:
– Señorita Downing, ¿me concedería esta pieza?
El corazón se le estremeció y sintió calor en el cuello.
– Yo… -Para guardar las apariencias, decidió seguirle el juego, fingiendo un tono afectado y usando el bastidor de bordar como abanico-. Muy amable, señor. De todos modos, he bailado tanto que tengo los pies destrozados.
Scott rió y le atrapó la mano:
– No acepto una negativa.
Agatha alzó la vista hacia la rotonda y le ardieron las mejillas.
– No, Scott-susurró, premiosa-, ya sabes que no puedo bailar.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Alguna vez lo intentaste?
– Pero sabes…
– Lo haremos muy lentamente. -Le arrebató el bastidor y lo dejó sobre el sofá-. Te aseguro que no te dolerá. Ven.
– Por favor, Scott…
– Confía en mí.
La hizo ponerse de pie y enlazó los dedos de ambos con firmeza mientras la acompañaba hasta la rotonda, donde otras tres parejas giraban con lentitud. Se sentía muy torpe de frente a él, con las mejillas como tomates maduros y las manos no acostumbradas a la posición del vals.
– Una aquí -le indicó, poniéndole la mano izquierda sobre su propio hombro-. Y la otra, aquí. -Levantó la otra mano en la suya-. Relájate. Nadie espera que demuestres nada: limítate a disfrutarlo.
Empezó balanceándose, sonriéndole, aunque Agatha no quería levantar la cara. No recordaba haberse sentido tan avergonzada en toda su vida. Pero los demás siguieron bailando como si no se percatasen de que, entre ellos, había una inválida.
Scott dio un pequeño paso y Agatha se movió tarde, se tambaleó y tuvo que aferrarse a la mano del compañero para no caer. La sostenía con firmeza y seguridad. Gandy dio un paso hacia el otro lado y ella lo adivinó, descubriendo que le resultaba mucho más fácil moverse en esa dirección. Gandy daba un paso cada tres de los otros bailarines. No se parecía mucho a un vals, pero no importaba. Con esfuerzo, Agatha siguió el paciente balanceo del hombre: daba un paso torpe hacia la izquierda, uno fluido a la derecha. Y cuando, al fin, se le enfrió el rostro, levantó la vista. Como él le sonreía, ella le correspondió con una sonrisa vacilante. De súbito, no importó que en realidad no estuviese valseando. No importaba que tuviese que aferrarse al hombro y a la mano del compañero con un poco más de fuerza que las otras. Lo único que importaba era que estaba sobre una pista de baile por primera vez en la vida. Y que Scott fuese más allá de su torpeza y le hubiese obsequiado con algo más valioso que todas las coronas con piedras preciosas del mundo.
El corazón le desbordó de gratitud. Los ojos, de amor. Deseó con fervor ser graciosa y estar sana para él, poder brincar por la pista de baile riendo y echándose atrás, quebrando la cintura, mientras veía la araña girar y girar encima de ellos. Un hombre tan hermoso merecía una mujer perfecta. La impresionó saber que él era tan bello por dentro como por fuera. Era una de esas raras personas que juzgaban a la gente por lo que sabían de ella y no por lo que veían. Era benévolo, generoso, juicioso y honesto. Y era así con todo el mundo. No se ponía un sombrero para complacer a una persona y otro para complacer a otra. Esperaba que la gente lo aceptara como era, porque eso era lo que él hacía. Era la primera persona con la que Agatha podía relajarse por completo, ante quien podía admitir su propia fragilidad y hasta qué punto la afectaba emocionalmente. Y sabiéndolo, le había brindado los regalos de nadar y bailar, dos libertades que jamás había esperado conocer.
– ¡Gussie, no sabía que podías bailar! -exclamó Willy, desde su lugar en el escalón.
Agatha le sonrió con las mejillas encendidas, pero de felicidad en lugar de vergüenza.
– Yo tampoco.
– ¿Te parece que yo podría?
– Si yo puedo, cualquiera puede.
El chico bajó de prisa el escalón y se abrió paso entre las otras faldas armadas de miriñaque. Scott se inclinó y lo levantó.
– Dale tu mano izquierda a Gussie -le indicó-. No, con la palma hacia arriba. -Willy dio vuelta a la mano y Agatha apoyó la suya en ella.
La mano izquierda de Scott seguía en la cintura de la mujer, y así bailaron los tres, Willy riendo, Agatha resplandeciente, y Scott, con aire complacido.
«Así tendría que ser, -pensó Agatha-, los tres juntos». Saboreó esos momentos dichosos, los almacenó para conservarlos en la memoria y sacarlos luego para revivirlos: la tibieza de la mano de Scott en su espalda, la firmeza del hombro bajo su mano, la risa feliz de Willy, la mano pequeña y húmeda en la suya, el juego de la luz ambarina sobre el rostro del hombre, los hoyuelos cuando sonreía, los ojos oscuros, alegres.
Cuando la danza terminó, Agatha subió con Willy. Cuando el niño iba a acostarse, era el único momento del día en que subía las escaleras. Él lo esperaba y ella lo disfrutaba. Encontró la camisa de noche y preparó una camisa y un calzón limpios para el día siguiente, vio cómo plegaba con pulcritud los pantalones, como le había enseñado. Mientras se ponía la ropa de dormir, Agatha fue hasta el vestidor, vagando entre las cosas de Scott, como solía hacer. Canturreando la melodía que habían bailado, inclinando la cabeza, levantó el cepillo para el pelo, pasó el pulgar por las cerdas, y se lo pasó por el pelo, encima de la oreja derecha, hasta donde lo permitía el rodete francés.
– ¿Necesitáis ayuda por aquí?
Soltó el cepillo con ruido y se dio vuelta hacia la puerta. Scott se recostó en el marco de la puerta, con el peso sobre una cadera. Recorrió lánguidamente con la mirada desde el rostro ruboroso hasta el cepillo, y al rostro otra vez. Los hoyuelos eran tan marcados como las tachuelas del tapizado de una silla. Nunca había subido mientras hacía acostar a Willy. Por lo general, éste bajaba corriendo hasta la oficina, le daba un beso de buenas noches, bebía un último sorbo de agua y demoraba lo más posible la hora de acostarse. Agatha solía gritarle asomada a la baranda:
– ¿Qué estás haciendo ahí abajo?
Y Willy subía arrastrando los pies, con aire de perseguido. Entonces, le mullía la almohada, le daba el beso de las buenas noches, acomodaba la red alrededor de la cama y apagaba la luz. Tenía la costumbre de irse a su propio cuarto en cuanto cumplía con todos esos rituales. Scott siempre estaba en la oficina cuando ella pasaba ante la puerta. Y cuando se daba la vuelta para cerrar la puerta, lo sorprendía mirándola, fumando un puro o jugueteando con la pluma.
– Buenas noches -decía.
– Buenas noches -respondía él.
Y las puertas se corrían con un leve topetazo, interponiéndose entre los dos.
Pero esa noche, Scott apareció en el cuarto de Willy y acomodó la red en el otro lado de la cama, luego la rodeó y se sentó en el borde.
– Buenas noches, muchacho.
Willy se arrojó entre sus brazos y le dio un beso entusiasta.
– ¡Me gusta bailar!
Scott rió y le revolvió el cabello.
– Te gusta, ¿eh?
– ¿Podemos hacerlo otra vez mañana por la noche?
– Si Gussie quiere.
– Querrá. Querrás, ¿no es cierto, Gussie?
La observó, sin dejar de sonreír. La incomodidad le provocó a Agatha pequeños estremecimientos en la parte de atrás de las piernas.
– Desde luego. -Se atareó con Willy-. Bueno, y ahora, acuéstate, jovencito.
– Primero un beso -exigió, arrodillándose junto a Scott y tendiendo los brazos a Agatha.
Se inclinó para recibir el beso y el abrazo de costumbre. La pierna de Agatha chocó con la rodilla de Scott y las faldas cubrieron el pantalón. La conciencia de sí se agudizó. Willy se tiró hacia atrás y los dos adultos se incorporaron. Al ver a Scott correr la cortina, la invadió una fantasía tan vital como el aire: que Willy era de los dos, que cuando terminaran de darle las buenas noches Scott la tomaría de la mano y la llevaría, por la pasarela elevada, al dormitorio principal. Una vez allí, se soltaría el cabello y lo alisaría con el cepillo que compartían, se pondría un fino camisón con encaje en la parte superior y, al mirar en torno hallaría los ojos oscuros siguiendo cada uno de sus movimientos, mientras Scott se desabotonaba lentamente la camisa y la sacaba fuera de los pantalones. Se reunirían en la gran cama con baldaquino en la que él había sido concebido, y él diría:
– Al fin -y harían juntos lo que, según Violet, ninguna mujer debía perderse.
Pero lo que sucedió fue que bajaron la escalera curva, Scott adaptándose al paso de ella. Y al llegar a la oficina Scott se volvió, Agatha fue hacia su propio dormitorio. Pero cuando las puertas se corrieron a unos centímetros del otro, Agatha se detuvo y al mirar lo encontró parado en la puerta de la oficina, contemplándola otra vez.
– ¿Qué? -inquirió.
– ¿Tú duermes cuando te acuestas tan temprano?
– A veces, no siempre.
– ¿Y qué haces?
– Leo. O coso. Aquí, la iluminación es tan buena que es un placer hacerlo, aun cuando oscurece.
– A mí me resulta difícil dormir si me acuesto antes de las once.
– Oh -dijo Agatha, y permaneció ahí como una tonta, preguntándose si podría verle latir el pulso desde el otro lado.
– ¿Tienes sueño?
– En absoluto.
– ¿Te gustaría venir un rato a mi oficina? Podríamos conversar.
Como hacían en los escalones, oyendo a los coyotes. ¿Cuántas veces ansió hacerlo otra vez?
– Me encantará.
Gandy retrocedió para cederle el paso a la oficina y, mientras recorría la habitación observando los muebles, el retrato de los padres en una pared, un juego de pipas de barro dentro de uno de los gabinetes con puertas de cristal, Agatha sintió la mirada en la espalda. Oyó detrás de sí el humidificador que se cerraba, raspar una cerilla. Olió el tabaco antes de darse la vuelta.
– ¿Te molesta si bebo una copa de coñac?
– En absoluto.
– Siéntate, Gussie.
Eligió para hacerlo un sillón de respaldo con orejas de color verde espuma, mientras Gandy llenaba un vaso e iba a sentarse en una silla de cuero, a menos de un metro. Cuando se acomodó, se aflojó el nudo de la corbata y desabrochó el botón del cuello.
– Veo a Willy mucho mejor desde que estás tú.
– Pensaba darte las gracias por concederme autoridad sobre él. Creo que le resulta provechoso saber a quién obedecer.
– No es necesario que me lo agradezcas: eras la persona lógica.
– Es brillante, aprende rápido.
– Sí, viene aquí cuando estoy trabajando y lee en voz alta, sobre mi hombro.
Agatha lanzó una risa suave.
– Le gusta alardear, ¿no?
Gandy también rió. Ya no había nada más que decir al respecto.
– Al parecer, Marcus y Jube están felices -dijo la mujer, aludiendo al primer tema que se le ocurrió.
– Sí, mucho.
– ¿Te molesta?
– ¿Que si me molesta?
¿Qué la llevaría a hacer semejante pregunta? Por mucho que lo hubiese pensado, tendría que haberse mordido la lengua.
– Es decir… bueno, como Jube era…
Incómoda, se interrumpió.
– ¿Mi amante, y ahora es la esposa de Marcus? Para nada. ¿A ti te molesta?
– ¡A mí!
Le dirigió una mirada repentina, pero él bebió un sorbo de whisky.
– Bueno, ¿te molesta?
– No… no sé muy bien lo que quieres decir.
Gandy la observó, distraído, varios segundos, las cejas marcándole una expresión confusa. Después, apartó la vista y revolvió la ceniza en el cenicero.
– Olvídalo, entonces. Hablaremos de temas más seguros. El algodón. ¿Viste el algodón? ¡Ya me llega a las rodillas!
– No… no he pasado por ahí.
– Deberías hacer una caminata hasta allí. O tal vez prefieras cabalgar. ¿Cabalgaste alguna vez desde que estás aquí?
– Nunca cabalgué… en mi vida, quiero decir.
– Deberías intentarlo.
– No creo que pueda.
– Tampoco creíste poder bailar y, sin embargo, lo hiciste.
– En realidad, no bailé, y tú lo sabes tanto como yo, aunque fue muy considerado de tu parte fingir lo contrario.
– ¿Considerado? -Le dirigió una mirada firme-. ¿Acaso no se te ocurrió que yo quería bailar contigo?
No, no se le ocurrió. Pensó en ello como algo que él le daba, no algo que disfrutaba.
Se abrió la puerta del frente y entraron los huéspedes, un barón de los ferrocarriles, el señor DuFrayne, de Colorado Springs y su esposa. Al pasar ante la oficina de Scott, Jesse DuFrayne dijo:
– Salimos a dar un paseo. Es una noche hermosa.
– Sí -contestó Gandy.
– Y hay un aroma dulcísimo en el aire -agregó Abigail DuFrayne-. ¿Qué es?
– Jazmín -respondió Agatha.
– Este lugar es paradisíaco-repuso la señora DuFrayne-. Le dije a Jess que tenemos que regresar el año próximo.
Sonrió sobre el hombro al esposo, y Gussie sintió una punzada de celos al ver que el esposo le apoyaba la mano en el cuello y ella le sonreía mirándolo a los ojos, como si el resto del mundo se hubiese esfumado. Esperaban su primer hijo, pero seguían comportándose como recién casados.
Agatha pensó: «Si Scott fuese mío, lo trataría tal como trata la señora DuFrayne a su esposo».
El matrimonio volvió de la mutua contemplación a la realidad con visible esfuerzo, y Abigail dijo:
– Bueno, buenas noches.
– Buenas noches -dijeron Scott y Agatha a dúo, mientras la pareja subía la escalera con las manos juntas.
Los dos sabían que los DuFrayne eran los últimos que estaban despiertos. Ya nadie más entraría por el foyer esa noche. Cuando los pasos dejaron de sonar arriba, la oficina quedó en silencio.
Scott terminó la bebida y apagó el cigarro.
– Bueno, yo también tendría que irme a la cama -Agatha se movió hacia el borde de la silla.
– Espera un minuto -le dijo, deteniéndola cuando comenzaba a levantarse-. Hay algo más.
Se levantó con aire despreocupado, se detuvo delante de la silla, se inclinó hacia adelante y, apoyando las manos en los brazos de la silla, la besó con indolencia. Agatha se sorprendió tanto que dejó los ojos abiertos, aunque él los cerró y se demoró rozándole la piel con el bigote, tocándole los labios con la lengua que sabía a humo. El único otro lugar en que la tocaba eran las rodillas, donde sus piernas aplastaban la falda. El beso fue moroso pero tierno, y la dejó aturdida.
Encerrándola entre los codos, la miró a los ojos.
– Que duermas bien, Gussie -murmuró, para luego levantarse y acompañarla hasta la puerta.
Durante todo el recorrido de la rotonda contuvo el anhelo de tocarse los labios, y el más intenso todavía de volver a pedir más. Parada entre las puertas corredizas, se dio la vuelta y lo contempló maravillada; la expresión de los dos era intensa. Después, sin hablar, se metió en su cuarto, cerró las puertas y dejó que crecieran las oleadas de emoción. Se sintió mareada y apoyó la espalda contra la puerta, pensando qué le habría dado para hacer algo semejante, con un aire tal de desapego: Espera un minuto… Hay algo más, como si fuera a recordarle que había que comprar una lista de productos, ya que Agatha, de todos modos, iría al pueblo. Alzó el rostro hacia el techo y exhaló una breve carcajada silenciosa. ¿Era así como empezaba el noviazgo? ¿O la seducción? ¿Y acaso le importaba cuál de las dos fuese?
A la mañana siguiente, despertó excitada, expectante, y se vistió con infinito cuidado, inútilmente, pues al llegar al comedor supo que Scott había partido al amanecer y no volvería por dos semanas. Estaba comprando caballos en Kentucky.
– ¡Dos semanas! ¡En Kentucky!
El universo se tornó azul y vacío.
Esos catorce días parecieron interminables. La noche del decimotercero, se lavó el cabello, se enjuagó con vinagre y, el decimocuarto lo peinó alto, tirante, sentador, se puso el vestido verde que acentuaba la claridad de los ojos, la oscuridad de las pestañas, el matiz cobrizo del cabello y la tersura de la piel.
Cada vez que se abría la puerta del frente, sentía que el corazón le daba un golpe en la garganta y el pulso adquiría un ritmo enloquecido.
Pero él no regresó.
El día decimoquinto, pasó por el mismo ritual, y tuvo que acostarse desanimada y afligida.
El día decimosexto, se puso un sencillo vestido de tartán gris con cuello blanco, porque ella y Willy estudiarían hierbas en el jardín mientras las juntaban para Leatrice. Como había llovido durante la noche, Agatha se olvidó el sombrero. El sol era feroz, la terrible humedad le hacía brotar sudor de la frente, a la que de inmediato acudían las moscas, zumbando. Al manotear hacia un costado para alejarlas, se enganchó los botones de la muñeca en el pelo y desarmó la pulcra torzada francesa tras lo cual, un mechón irritante se le caía sobre el mentón.
Por supuesto, así fue como la encontró Gandy, sentada en una silla baja «de desmalezar», entre las hileras de albahaca y consuelda, manchas oscuras de sudor en las axilas, el cabello desordenado, una mancha de tierra en la barbilla y una cesta plana sobre el regazo. Del camino de entrada de coches, el jardín estaba del lado opuesto que la casa, y por eso no supo que había regresado hasta que la sombra de Scott cayó sobré ella.
– Hola.
Levantó la vista y, al verlo erguido ante ella, los brazos en jarras y una rodilla adelantada, sintió el conocido terremoto en el pecho.
– Hola -pudo decir, levantando una mano para protegerse los ojos-. Has vuelto.
– Te eché de menos -dijo, sin preámbulos. Agatha se sonrojó, sintió que el sudor le corría por los costados, y deseó sumergirse en la piscina y no salir hasta tener el aspecto que tenía dos días antes, con el vestido verde y el cabello brillante y recogido en lo alto.
– Has tardado dos días más.
– ¿Estuviste contándolos?
– Sí. Estaba preocupada.
– ¡Hola, Scotty! -intervino Willy-. Estamos estudiando las hierbas.
El hombre alto frotó con afecto la cabeza del niño, aunque sin apartar la mirada de Agatha.
– Con que hierbas, ¿eh?
– Sí.
Scott se apoyó en una rodilla, puso un dedo flexionado bajo el mentón de la mujer y le sacó la tierra con el pulgar. Sin soltarla, le dio un beso leve, fugaz, rodeados los dos del aroma del eneldo, la angélica, la saxifragia y la menta que brotaban mezclados de la tierra humeante.
– Te traje algo -le dijo Scott en voz queda, ante la vista y los oídos de Willy.
– ¿A mí? -susurró.
– Sí. La yegua más tranquila que pude encontrar. Se llama Pansy, y te encantará. ¿Pueden esperar las hierbas? -Asintió, atontada, mientras el pulgar del hombre seguía acariciándole el mentón-. En ese caso, ven. Tienes que conocerla.
Y así fue como le dio el tercer regalo de las tres cosas inaccesibles que Agatha había mencionado tanto tiempo atrás, en el rellano, en Kansas. Era malísima para cabalgar, pues se ponía rígida, tensa y asustada. Pero, de todos modos, Scott la subió y fue caminando junto a Pansy alrededor de la pista, enseñándole a Agatha a relajarse y a disfrutar del paso tranquilo del animal. Llegó el momento en que tomó las riendas y guió al animal por sí misma, al lado del de Scott, siempre a paso tranquilo, bajo la sombra de los pecaneros, por los lindes de los campos de algodón sin usar, en medio de la sombra verde de las magnolias silvestres que abundaban cerca del Tombigbee, donde los caballos agachaban las cabezas para beber.
Terminó mayo y empezó junio, y salían a cabalgar todos los días, pero los besos fugaces no se repitieron, y Agatha siguió preguntándose con qué objeto la cortejaba. Junio fue tórrido, pegajoso.
Gandy había pasado una mañana despejando con guadaña los senderos por donde se cabalgaba. Había olvidado lo rápido que crecían en verano las enredaderas de kudzú. Eran capaces de estrangular un jardín entero en pocos días. En los bosques, donde por lo general quedaban olvidadas, eran tenaces obstáculos para los pies si no se las cortaba con regularidad.
Montado en Prince, con el mango de la guadaña sobre los muslos, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó el cuello. El sudor le corría por el centro de la espalda. Tenía los pantalones pegados a las piernas. Llevaba puesto un polvoriento sombrero de ala ancha, con la banda empapada en transpiración. Para ser junio, hacía un calor espantoso. Dejó a Prince en el abrevadero y, camino a la fábrica de hielo, miró el termómetro: ya hacía treinta y tres grados, y aún no eran las once. Bajando cinco escalones, entró en una construcción de piedra, y arrancó un piquete para hielo del marco de madera de la puerta. Dentro estaba oscuro y fresco, y olía a serrín húmedo. Quitó una parte con la bota polvorienta, picó un trozo agudo de hielo, volvió a cubrirlo de serrín del mismo modo, y salió a la luz cegadora del mediodía, chupando el hielo. Clavó el picahielo, que quedó vibrando, en el marco de la puerta. Cuando terminó de subir, chocó con Agatha y casi la hizo caer.
La sujetó para que no se cayera.
– Gussie, no te vi.
– No miraste.
Le sonrió bajo el ala del sombrero más mugriento que le había visto usar. Agatha le devolvió la sonrisa bajo su propio sombrero sencillo de paja.
– Disculpa. ¿Estás bien?
– Sí.
– ¿Viniste a buscar lo mismo que yo acabo de tomar?
– Necesitaba algo. Caramba, hace calor.
Se tironeó del vestido como si quisiera arrancárselo del pecho.
– Ahora estás en el Sur. Es de esperar que haga calor. -De repente, le puso el trozo de hielo en las manos-. Toma, ten esto mientras yo busco más.
No tenía las manos muy limpias, y Agatha captó el olor de la transpiración, mitad de hombre, mitad de caballo, cuando se dio la vuelta para bajar de nuevo los escalones. Cuando arrancó el picahielo de la puerta, Agatha vio los anillos de humedad bajo los brazos de la camisa blanca suelta, y la larga línea de humedad en el centro de la espalda. En el transcurso del año que lo conocía, nunca lo había visto tan sucio, y eso le daba una sensación de intimidad que provocaba extrañas sensaciones en su interior. Oyó los golpes sordos y rítmicos de la pica sobre el hielo. Después, el hombre salió, clavó la pica en el marco de la puerta y la cerró.
– Ten. Te he cortado uno bien puntiagudo, fácil de chupar.
Intercambiaron los trozos. Las manos de Scott no estaban más limpias que antes, y tampoco la cara. Estaba surcada de sudor, tenía polvo en las arrugas de las comisuras de los ojos. Sin ceremonias, se puso a chupar su propio trozo de hielo, mientras se le derretía entre los dedos, formándole arroyuelos de barro en las manos. Agatha lo observaba fascinada, los claros ojos fijos en el erizado vello negro del pecho, donde caían las gotas de hielo derretido. Olvidó que sus propias manos estaban congelándose.
Scott se quitó el hielo de la boca, se limpió con el dorso de la mano y le dijo:
– Adelante, es agradable.
Dio una lamida, sacó serrín y escupió, haciendo reír a Scott.
– Un poco de serrín no hace mal a nadie.
Agatha lamió otra vez y sonrió.
– Bueno, escucha -dijo Gandy, como al pasar-, iré a ver si Leatrice tiene té frío. Te veo a la hora de la cena.
Le estampó un beso con menos premeditación que en las dos ocasiones previas. Dio un único lengüetazo frío a los labios de la mujer. Retrocedió, se sacó el hielo y le quitó una brizna de serrín.
– Lo siento -dijo, sonriente.
Y la dejó ahí, atónita.
¿Noviazgo o seducción? Fuera cual fuese, no coincidía con las ideas preconcebidas de Agatha, pero la perspectiva de un beso inesperado le aceleraba la sangre cada vez que lo veía.
Gandy encontró a Leatrice en la cocina con Mose, fumando la pipa y pelando maíz. Ahí dentro debía de hacer cerca de cuarenta grados.
– ¡Por Dios, mujer, te morirás de un ataque al corazón!
– Un ataque al corazón no me asusta ni la mitad de lo que Mose acaba de contarme. Cuéntale, Mose.
Mose no abrió la boca.
– Dime de qué se trata.
– Esta vez, hay fantasmas en la piscina -afirmó Leatrice, demasiado impaciente para esperar que Mose hablara.
– ¡En la piscina!
– Mose los vio. Llevaban una luz y buscaban gente para hundirla en el agua.
– ¿De qué habla?
– Yo los vi. Luces titilando por ahí abajo, en mitad de la noche, cuando todos en la casa duermen. Los vi flotando como la neblina, blancos y movedizos. No tienen forma. También oí unas risas fuertes, como chillidos de búhos.
– Eso es ridículo.
– Mose los vio.
– Yo los vi. Vinieron del cementerio, eso fue.
– También aseguraste que había fantasmas en la casa, pero desde que entras ahí no volviste a verlos, ¿no?
– Porque uso mi asafétida, por eso.
– Quizá se muden. Como la casa está repleta, se fueron a la casa de baños.
Era posible. Hacía tiempo ya que Gandy no era testigo de ninguna manifestación de los espíritus en la mansión.
A la noche siguiente, como no podía dormir, lo recordó. A su lado, Willy estaba inquieto, y deseó tener un cuarto para él solo. Pero con ese arreglo dejaban libres más dormitorios para los huéspedes. El tiempo caluroso proseguía. Las sábanas parecían húmedas y el mosquitero impedía el paso del aire.
Scott se levantó, se puso los pantalones, y encontró un puro en el bolsillo del chaleco. Fue descalzo hasta la galería de arriba. Apoyó un pie en la baranda, encendió el cigarro y pensó en la noche en que adoptó la misma postura en el pequeño y lamentable rellano que compartía con Agatha en Proffitt. Señor, aunque parecía tanto tiempo atrás, sólo había pasado poco más de un año. Había sido en agosto. Agosto o septiembre, cuando aullan los coyotes.
Se oyó el grito amortiguado de un búho y levantó la cabeza.
En el extremo distante del sendero titiló una luz.
Bajó el pie de la baranda y se sacó el cigarro de la boca. ¿Espectros? Tal vez Mose y Leatrice tenían razón otra vez.
En un periquete, bajó las escaleras. Sólo cuando buscaba la pistola en el cajón del escritorio, se dio cuenta de que no le serviría de mucho contra un fantasma. De todos modos, la tomó: no podía saber con qué podría toparse en la casa de la piscina.
Afuera no estaba más fresco que adentro. El aire estaba denso, inmóvil. En el río, las ranas emitían toda una escala de notas, desde el pitido agudo de las arbóreas hasta el ladrido bajo de las ranas toro. Caminando descalzo por la hierba húmeda, pisó un caracol, maldijo el pegote y siguió adelante, en silencio. La luz era firme. Ya podía verla emergiendo por la ventana de la casa de baños.
Se acercó a hurtadillas al edificio, con la espalda contra la pared exterior, que sintió fría contra los hombros desnudos, empuñando la pistola en la mano derecha.
Aguzó el oído. Parecía que alguien estuviese nadando. No se oían voces ni ninguna otra clase de movimientos, sólo un blando chapoteo.
Se aflojó y apareció en el vano iluminado. La mano que llevaba el arma se relajó y respiró con más calma. Alguien estaba nadando. Una mujer, vestida sólo con una combinación, y no se había percatado de su presencia. Cara abajo, se dirigía al otro extremo de la piscina con movimientos lentos y fluidos. Sobre los escalones de mármol había una lámpara. Se acercó a ella, se aferró al borde con los dedos de los pies, y aguardó. En el otro extremo, la mujer se sumergió, emergió asomando primero la nariz, se sacó el agua del rostro y nadó en dirección al hombre, de espaldas.
Esperó hasta que estuviese casi junto a él antes de hablar.
– Así que, éste es nuestro fantasma.
Agatha giró velozmente, hizo pie y lo miró con la boca abierta.
– ¡Scott! ¿Qué estás haciendo aquí?
Cruzó los brazos sobre el pecho y se metió bajo el agua. Scott se quedó tenso, sin otra prenda encima que los pantalones negros, los pies separados, un arma en la mano, el rostro ceñudo. Iluminado desde abajo, el semblante era diabólico.
– ¡Yo! ¿Qué rayos haces tú aquí, en mitad de la noche?
Agatha sacó una mano del agua para alisarse el pelo.
– ¿No debería estar aquí?
– ¡Por todos los diablos, Gussie, podría haber serpientes en el agua! -Irritado, señaló el arma-. O podría darte un calambre y, entonces, ¿quién te oiría si pidieras auxilio?
– No pensé que te enfadarías.
– ¡No estoy enfadado!
– Estás gritando.
Bajó el volumen, pero puso los brazos en jarras.
– Pues, es una idea bastante tonta. Y no me gusta que estés aquí, sola.
– No siempre vengo sola. En ocasiones, vengo con las chicas.
– ¡Las chicas! Debí imaginar que estaban detrás de esto.
– Me enseñaron a nadar, Scott.
Se ablandó un tanto.
– Ya veo.
– Y hacía tanto calor que no podía dormir.
«Yo tampoco, -pensó Scott-. ¿No fue eso, acaso, lo que me hizo salir a la galería?»
– El agua tan fría, ¿no te produce dolor en la cadera?
– A veces. Cuando acabo de meterme. Pero como vengo a nadar con regularidad, creo que me hace bien.
– ¿Con regularidad, dices? ¿Cuánto hace?
– Poco después que llegué a Waverley.
– ¿Y por qué de noche? ¿Por qué no lo haces de día?
Cruzó los brazos con más fuerza, se aferró el cuello de la ropa, y apartó la vista. El agua le chorreaba del pelo con un goteo amplificado, y en las vigas de madera del techo los reflejos de la linterna danzaban como luciérnagas. Scott escudriñó bajo el agua, pero las piernas eran una mancha difusa.
– ¿Y bien?
– Nosotras…
Sintiéndose culpable, se interrumpió.
– Gussie, no estoy molesto contigo porque uses la piscina, sino porque la usas de noche, y eso no es seguro.
– De día, están los huéspedes y como no tenemos trajes de baño apropiados, por eso…
Se interrumpió otra vez y lo miró. Gandy esbozó una semisonrisa.
– Ah, entiendo.
– Por favor, Scott. No está bien que estés aquí. Si regresas a la casa, yo saldré.
Scott metió un pie en el agua, lo agitó.
– Tengo una idea mejor. ¿Qué te parece si me meto yo? Es una noche calurosa, y yo tampoco podía dormir. Me vendría bien un chapuzón.
Antes de que pudiese protestar, dejó el arma y bajó chapoteando los escalones.
– ¡Scott!
Pero no le hizo caso. Dio una limpia zambullida y salió tres metros más allá, lanzando una exclamación, por el contraste.
– ¡Aaaah!
Agatha rió, pero no se movió mientras él iba hacia el extremo de la piscina con enérgicas brazadas. Dio la vuelta y se dirigió hacia ella, pasando sin detenerse. En la tercera pasada, le dijo:
– Ven.
– Te dije que no tengo la ropa apropiada.
– Oh, demonios, ya te he visto en camisón.
Arrancó otra vez y la dejó atrás, absorto en el placer físico del ejercicio. Ocupaba un costado de la piscina, y Agatha decidió que sería correcto que ella usara el otro.
Pero los siguientes diez minutos que compartieron la piscina, sólo dejó asomar la cabeza.
Estaba chapoteando boca abajo, cuando la cabeza del hombre emergió junto a ella, como la de una tortuga.
– ¿Ya es suficiente? -preguntó, sonriendo. La mujer retrocedió y se aferró otra vez el cuello.
– Sí. Ya tengo frío.
– Sal, entonces. Te acompañaré de vuelta a la casa.
La tomó de la muñeca y comenzó a sacarla del agua.
– ¡Scott!
Siguió tirando.
– ¿Sabes cuántas veces dijiste mi nombre desde que te descubrí aquí?
– ¡Suéltame!
En vez de hacerle caso, la levantó, subió los escalones y la depositó arriba, temblorosa, envuelta en telas blancas que se transparentaron en cuanto salió del agua. Echó un solo vistazo y le exhibió una sonrisa de aprobación antes de poner cara de circunstancias.
– Te daré la espalda.
Lo hizo, mientras Agatha se precipitaba a secarse la cara y los brazos, se ponía la bata sobre la piel todavía húmeda y la ropa interior empapada.
Scott, en cambio, se quitó el agua con las manos.
– Toma, puedes usar esto antes de que me seque el cabello.
Miró sobre el hombro y aceptó la toalla.
– Gracias.
Observó disimuladamente, mientras se pasaba la toalla por la piel desnuda y le daba un rápido repaso a la cabeza, dejándose el pelo erizado como púas. Pensó, divertida: «No cabe duda de que los hombres son menos delicados que nosotras en su arreglo personal».
Enseguida Agatha se avergonzó e, inclinándose desde la cintura, se envolvió la cabeza en la toalla. Se enderezó, la enroscó y sujetó la punta en el cuello.
Gandy recorrió una vez más el cuerpo de la mujer con la mirada, y luego se posó en la pistola y la lámpara.
– ¿Lista?
Asintió, y salió la primera. En el trayecto hacia la casa, Scott dijo:
– Leatrice cree que eres un fantasma. Mose vio la lámpara en la casa de baños y debe de haberos oído reír. Le contó a Leatrice que ese sitio estaba encantado.
– ¿Ahora ya no podré ir de noche?
– Me temo que no. Pero podríamos reservar un tiempo durante el día para que tú y las chicas tuvierais la piscina para vosotras solas.
– ¿Podríamos?
– ¿Por qué no? Es mucho más sensato que hacerlo de noche. ¿Oyes esas ranas?
Hicieron el resto del camino en silencio, con el coro de ranas como acompañamiento. Una delgada tajada de luna iluminaba el camino, convirtiéndolo en una tenue cinta gris. De los jardines llegaba el perfume de las plantas que florecían de noche. Desde abajo de las arqueadas ramas de la magnolia, Agatha levantó la vista y las vio iluminadas por la lámpara. Al pasar entre los bojes, entraron otra vez en la luz pálida de la luna. Los pies descalzos sonaban como sordos golpes de tambor en el suelo hueco de la galería. La ancha puerta del frente se abrió en silencio sobre los goznes aceitados.
Entraron en la imponente rotonda que lo tragaba todo, salvo un pequeño círculo de la luz escasa de la lámpara que Scott aún sostenía. Una de las puertas de Agatha estaba abierta. Se detuvieron junto a ella. Agatha giró y levantó la cara, con los brazos cruzados sobre el pecho.
– Bueno, buenas noches -dijo, incapaz de soñar con una excusa para retenerlo un poco más.
– Buenas noches.
Ninguno de los dos se movió. Agatha sentía que el corazón le latía en la muñeca, y un agua tibia le goteaba entre las piernas, formando un charco en el suelo.
Enmarcado por la toalla blanca enroscada como un turbante, el rostro se veía adorable, despejado. Scott advirtió que la bata estaba mojada en todo punto en que tocaba la prenda interior, y que sus propios pantalones se le pegaban y formaban un charco que resbalaba por el suelo encerado hasta unirse al de ella. Deseó hacer lo mismo: pegarse, sumergirse en ella.
Resbaló la mirada hasta el hueco del cuello de Agatha, donde el pulso latía más rápido que lo normal, igual que el suyo.
– Fue divertido -susurró la mujer.
– ¿En serio? -replicó, levantando la lámpara, que bañó los rostros de los dos de un intenso color albaricoque.
Contempló los ojos de Agatha, enormes, de expresión incierta, y comprendió que en situaciones como la presente se desconcertaba, que la actitud defensiva obedecía a una vida orientada por severos preceptos morales.
«Dame una señal, Gussie, -pensó-. Estás ahí, como Santa Juana, esperando que el verdugo encienda la hoguera». Pero no hubo señal. Estaba mortalmente asustada, y lo miraba con ojos claros y transparentes como gemas verdes. Un reguero de agua goteaba desde el cabello revuelto de la mujer hasta la clavícula del hombre. La mirada de ella la siguió, descendiendo hasta la mata de vello áspero del pecho. Vio que tragaba saliva y la atracción que lo acercaba a ella fue demasiado intensa para resistirse.
La tomó de las muñecas y las apartó de los pechos.
Agatha alzó la vista.
– Tendría que… -murmuró, pero el resto se perdió.
Scott bajó la cabeza para besarla, y encontró los labios abiertos, aún fríos del agua. Los tocó con la lengua y ella respondió con timidez: fue un beso suave de comienzo y expectativa. Se irguió, y se miraron a los ojos, interrogantes, y encontraron correspondencia.
Agatha retorció con lentitud las muñecas hasta que él la soltó y entonces, con movimientos deliberados, puso las manos en los hombros de Scott, mirándolas como maravillada.
Scott permaneció inmóvil, para darle tiempo de adaptarse.
– ¿Me tienes miedo? -susurró-. No me tengas miedo.
– No.
Para demostrarlo, se puso de puntillas y le dio otro beso, más largo. Le apoyó los codos en el pecho. Al terminar, se quedó como estaba, con los ojos cerrados, los antebrazos apoyados en él, respirando como si, de pronto, el fuego hubiese consumido todo el oxígeno alrededor de ella.
Abrió los ojos y se encontró con los de él. Con voz insegura, murmuró:
– Lo que te dije la última noche en Kansas era verdad.
– Lo sé. Ahora, también es verdad para mí.
Le sostuvo las mejillas:
– Entonces, dilo.
– Te amo, Gussie.
Agatha cerró los ojos otra vez y dilató las fosas nasales.
– Por favor, oh, por favor, dímelo otra vez, para cerciorarme de que no estoy soñando.
Las manos oprimieron los hombros.
– Te amo, Gussie.
Abrió los ojos y pasó las yemas de los dedos por el labio inferior del hombre, como absorbiendo sus palabras.
– Oh, Scott, he esperado tanto para oír eso. Toda mi vida solitaria. Pero no debes decirlo a menos que estés seguro.
– Lo estoy. Lo sé desde el día de la boda. Quizá desde antes.
La expresión de la mujer se tornó dolorida.
– ¿Y por qué esperaste tanto para decírmelo?
– No sabía qué querrías primero: que te lo dijese o te lo demostrara. Eres tan diferente. Eres bella, especial, pura, la clase de mujer a la que un hombre corteja durante un tiempo.
– Entonces, deja la lámpara, Scott… y la pistola… -rogó en voz queda-. Y demuéstramelo.
Se agachó, y con un solo movimiento quedaron en la oscuridad. Cuando se incorporó, el abrazo fue inmediato, el beso impetuoso, todo lenguas invasoras, brazos que estrechaban y aliento agitado… un deseo desbordante de impaciencia y urgencia de recuperar el tiempo perdido.
Agatha levantó los brazos, echó la cabeza atrás y la toalla se soltó. Scott hundió una mano en el pelo húmedo, mientras que las de ella se posaron sobre los omóplatos, para percibir la sensación exquisita de la piel fresca y los músculos tensos. Scott le rodeó la cintura con un brazo y acercó tanto los dos cuerpos que el agua de sus pantalones se filtró por la bata y resbaló por los muslos de ella.
A un beso siguió otro, cada vez más ardiente, una vez en un ángulo, otra en otro, al tiempo que hallaba el pecho con el pezón frío y erecto, apretando la mano contra la ropa mojada. En cuanto lo tocó, Agatha contuvo el aliento.
La acarició hasta que comenzó a respirar otra vez… como si subiera colina arriba.
Buscó el cinturón y, al recordar las palabras de Violet, Agatha no se resistió. El cinturón cayó al suelo, junto a la toalla, y Scott abrió la bata y metió la mano dentro. La mujer se estremeció.
– Estás fría -murmuró contra la frente.
– Sí.
– Yo podría calentarte.
– ¿Debo dejarte?
La besó, y halló los botones del hombro. La prenda mojada cayó por su propio peso, dejando un solo pecho al descubierto. Con la mano ahuecada alrededor, le llenó la palma y lo sintió aún frío, perlado de agua, contraído. Al sentir el traspaso de calor, se estremeció de nuevo, también por la reacción que le provocó en el estómago. Dentro de la ropa mojada, halló el otro pecho, también contraído de frío y lo entibió. Le entibió la boca con la lengua. El estómago húmedo con el suyo. Los muslos con los de él.
«Tan veloz, -pensó Agatha-. Tan violenta la transición de deseo a desenfreno. De modo que, es así como sucede, no en el lecho conyugal sino en un pasillo, en el hueco de una puerta, y tus rodillas se convierten en puré y tu piel en ascuas, y sientes por primera vez el cuerpo turgente de un hombre apretado contra el tuyo».
Ignorante pero ansiosa, se elevó hacia él, aceptó los besos, le tocó el pelo húmedo como hacía él con el de ella, siguió las indicaciones de su lengua y de sus labios, y se preguntó si le alcanzaría una vida para hacerle entender lo que significaba para ella. Las palabras resultaban pálidas, y aun así las susurró, apretándole las mejillas y mezclando su aliento con el de Scott,
– Cuando te fuiste de Kansas, quise llorar pero no pude porque mi pena era demasiado honda. Pero sufría todos los días, y no habría sido peor si hubieses muerto.
Le besó el mentón y sintió que la mandíbula se movía cuando habló en voz baja y ronca.
– Me pregunté muchas veces por qué te dejaba. No quería hacerlo, pero no pude hacer otra cosa.
– Pensé en morirme -susurró-. A veces, deseé haberlo hecho.
– No, Gussie… no.
Le dio besos rápidos, como para borrar el recuerdo de su mente.
– Era preferible a vivir sin ti. Siempre estuve sola, pero cuando te fuiste pensé que hasta entonces no había conocido el verdadero significado de la palabra. Perdí toda esperanza de sentir alguna vez esto contigo, y eras el primer hombre con el que me hubiese acostado y supe que no habría otro. Para mí, no. Nunca.
– ¡Calla! Mi amor, eso ya acabó.
Se besaron otra vez, y las manos del hombre la acariciaron con más urgencia, como reiterando la promesa. Los pechos se entibiaron, las caricias se hicieron más tiernas.
– Aquella noche en que nos besamos en el rellano, me resultó difícil contenerme de hacer esto.
– No te lo habría permitido.
– ¿Por qué?
– Porque te marchabas.
– Pero yo no quería dejarte. A último momento, la sola idea me angustiaba.
– ¿En serio? Yo creí que era la única que me sentía así: angustiada, enferma de nostalgia, de vacío.
– No, no eras la única.
– Pero tú tenías a Jube. No tenías que estar solo.
– Si no amas a una persona, igual te sientes solo.
– ¿Nunca la amaste?
– Nunca. Solíamos hablar de ello, lamentábamos no tener sentimientos más profundos uno hacia otro. Pero así fue.
Dentro de la bata abierta, pasó la mano por la espalda, las nalgas frías. Agatha se apretó más contra él, asombrada de lo poco culpable que se sentía de permitirle caricias tan íntimas.
– Scott.
– ¡Shh!
La besó, deslizó la mano por la cadera hacia adelante por el estómago.
Con movimientos suaves, Agatha se echó atrás y lo detuvo
– Debo decirte algo. Por favor… por favor, detente y escúchame.
La obedeció, aferrándole las caderas, las manos de ella sobre su pecho.
– Cuando me iba de Proffitt, Violet me dijo algo que no se me va de la cabeza desde entonces. Me confesó que de joven, tuvo un amante. Que fue la experiencia más maravillosa de su vida y que ninguna mujer debería perdérsela.
– ¿Violet?
Aunque no le veía la expresión en la oscuridad, percibió su asombro.
– Sí, Violet. -Rozó el vello del pecho con las yemas de los dedos-. Luego me dijo que esperaba que el señor Gandy viese la luz y me tomara como amante, si no por esposa. Me imagino qué a eso conduce todo esto, y quiero que sepas que si me quieres sólo como amante acepto, Scott. Te invito a mi cuarto y… y… aprenderé… o sea… haré todo lo que…
En la oscuridad, le alzó la barbilla y la besó, la rodeó con los brazos y unió las manos al final de la columna.
– Qué audaz, señorita Downing.
Aunque no podía verlos, supo que habían aparecido los hoyuelos. Agitada, se apresuró a seguir:
– Pero, en el caso de que me quieras para algo más que amante, me gustaría pedirte, con todo respeto, que dejemos esto hasta que podamos hacerlo en el dormitorio principal, en la cama donde fuiste concebido y donde naciste, porque no quiero concebir a ninguno de tus hijos en otro lugar de esta casa que no sea esa cama. -Sintió que la risa crecía en el pecho del hombre, y el rostro le ardió cada vez más, pero lanzando un suspiro trémulo, se lanzó otra vez al ataque-. Y si no existe la más remota posibilidad, bueno, pido respetuosamente que demoremos esto hasta que tenga ocasión de formularle unas preguntas personales y femeninas a Leatrice, porque estoy segura de que ella debe saber cómo evitar el embarazo.
Ahora estaba segura de que el pecho de Scott se sacudía de risa silenciosa.
– Bueno, Agatha, ¿esto es una proposición?
Se crispó un poco.
– Por cierto que no. Sólo expreso mis deseos antes de que sea demasiado tarde.
– Pero incluso hablaste de concebir niños… a mí, sin duda, me parece una proposición. ¿No deberíamos encender la luz para esto?
– ¡No te atrevas, Scott Gandy!
Sintió que las manos de él le sujetaban los antebrazos y la apartaban de él. Cuando volvió a hablar, en su voz no quedaban vestigios de burla.
– Abotónate todo lo que haga falta y ata todo lo necesario, pues voy a encender otra vez la lámpara, Gussie.
– Por favor, no, Scott.
Se marchitaría de vergüenza cuando la luz brillara sobre su cara encendida. Pero se encendió, y no tuvo otra alternativa que cubrirse rápidamente y enfrentar al hombre que acababa de acariciar su piel desnuda y húmeda en la oscuridad.
Le sostuvo las manos y la miró de lleno en la cara, completamente serio.
– Agatha Downing, ¿quieres casarte conmigo? -le preguntó, con sencillez. Agatha abrió la boca pero no emitió palabra, mientras él proseguía-. ¿En la alcoba nupcial, con todos nuestros seres queridos como testigos? ¿Tal como lo soñaron mis padres, con Willy dándonos su aprobación, que es como debe ser porque ya somos una familia?
Agatha se cubrió los labios con tres dedos y los ojos se le desbordaron.
– Oh, Scott.
– Bueno, no pensarías que iba a permitirte concebir a mis hijos bastardos en el dormitorio de la planta baja, sólo para que Willy tuviese compañeros de juego, ¿no? ¿Qué clase de ejemplo sería para él?
– Oh, S… Scott -tartamudeó otra vez. Pero se abrazó a su cuello, llorando-. Te amo tanto… -Lo besó con fuerza en el cuello-. Y hacía tanto que deseaba esto, por Willy, por ti y por mí, pero nunca creí que sucedería.
Con creciente excitación, la sostuvo a distancia suficiente para poder contemplarle los ojos.
– Di que sí, Gussie. Luego, despertaremos a Willy y se lo diremos.
– Sí. Oh, sí.
Lo abrazó otra vez. Se besaron, de pie en el charco de los dos, con los pies de ella sobre los de él, el cabello de Agatha aplastado contra el cráneo y el de él secándose erizado.
Cuando se apartaron, la mujer rió y se tapó el cabello con las manos.
– Scott Gandy, eres horrible, pidiendo semejante cosa a una mujer mojada y desarreglada. Si supieras cuántas veces imaginé esta escena, y cuántas veces me esmeré con el peinado y con los vestidos porque sabía que iba a estar contigo. ¡Y eliges un momento como éste para pedírmelo: debo de estar horrible!
El hombre rió.
– Iba a decírtelo, Agatha. -Le pasó la lámpara-. Toma, ten esto -y la alzó en brazos-. Para mí estás muy bien -le dijo, mientras se dirigía hacia la imponente escalera-. De todos modos, si te pones fastidiosa, tal vez cambie de idea.
Le rodeó el cuello con el brazo libre:
– Inténtalo.
– Ah, y de paso, aunque la noche de bodas en Waverley esté bien, tengo intenciones de que pasemos la luna de miel en White Springs, donde podamos tener un poco de intimidad.
– White Springs… -murmuró, con la boca pegada a los labios de él.
Si bien subir la escalera besándose al mismo tiempo no garantizaba un avance muy continuado, se las arreglaron bastante bien.
Sin hacer caso de las ropas mojadas, se sentaron en el borde de la cama de Willy y lo despertaron.
– Eh, Willy, despierta.
Willy abrió los ojos hinchados y se frotó la cara.
– ¿Eh?
– Tenemos algo que decirte.
Se incorporó y se frotó los ojos con los nudillos.
– ¿Qué? -preguntó, quejoso.
– Gussie y yo vamos a casarnos.
Willy abrió los ojos.
– ¿Sí?
– ¿Qué te parece?
– ¿Casarse de verdad?
Agatha resplandeció:
– De verdad.
– ¿Y así seréis mi mamá y mi papá?
– Exacto -afirmó Agatha-, así seremos tu mamá y tu papá.
– ¡Cristo! -se entusiasmó. De súbito, comprendió del todo y una sonrisa maliciosa comenzó a formársele-. ¡Jesús! ¿En serio?
Se le iluminó el rostro tal como lo suponían, y se puso de rodillas para abrazar a Agatha, que era la que estaba más cerca.
– ¡Una mamá y un papá de verdad! -Repentinamente, retrocedió-. ¡Eh, estás mojada!
– Estuvimos nadando.
– Ah. -Lo pensó un momento, y dijo-: ¿Podremos tener otros niños?
Agatha se sonrió, rió y le lanzó una mirada fugaz al hombre que estaba detrás.
– Si Scott está de acuerdo, yo también.
– ¿Podremos, Scotty? Quiero un hermano.
– Un hermano, ¿eh? ¿Y qué opinas de una hermana?
– No quiero hermanas. Las chicas son estúpidas.
Scott y Agatha rieron. Gandy aceptó:
– Está bien, un hermano. Pero, ¿nos darás un poco de tiempo para lograrlo, o tenemos que tenerlo enseguida?
Willy rió y se puso a hacer tonterías. Con las manos sobre la cama, pateó hacia arriba, como un burro.
– ¡Enseguida, enseguida!
Agatha comprendió que estaba descontrolándose.
– Está bien, Willy, mañana por la mañana podrás celebrarlo. Ahora, es hora de volver a dormir.
Una vez que lo besaron y recibieron abrazos gigantescos, y Willy golpeó con los talones sobre el colchón, se rieron y lo hicieron acostar de nuevo, se escabulleron del dormitorio dejando la puerta entreabierta.
Scott alzó a Agatha en brazos y comenzó a bajar las escaleras.
– No hace falta que me lleves, ¿sabes?
– Lo sé. -Le mordisqueó los labios, y le lamió la oreja-. Me gusta hacerlo.
Apoyó la cabeza en el hueco del cuello y gozó de ser llevada. Al llegar al cuarto de Agatha, Gandy abrió más la puerta con el pie, la entró de costado y la tendió sobre la cama, apoyando una mano a cada lado de la cabeza de ella.
En la oscuridad, la voz fue un íntimo murmullo.
– Quiero empezar a trabajar para tener a ese niño ahora mismo, lo sabes.
– Sí, yo también.
– ¿Estás segura de que quieres uno?
– Quizá más de uno. ¿Y tú?
– Si todos resultaran como Willy, ¿qué te parecerían diecisiete?
Agatha rió y se apretó el estómago con las manos.
– Oh, por favor, no.
El ánimo juguetón se esfumó, y Scott la besó despacio.
– Te amo, Gussie. Dios mío, qué buena sensación.
– Yo también te amo, Scott, y seré la mejor esposa que pudieras desear… espera y verás.
La besó otra vez, hasta que los dos sintieron que la decisión se debilitaba.
– Nos veremos mañana.
Lo estrechó contra ella con súbita vehemencia, maravillada de que fuesen él y ella, y que, después de todo, los finales felices de los cuentos se hicieran realidad.
– Y todas las mañanas del resto de nuestras vidas.
La besó en la frente y salió de la habitación.
Cuando se fue, Agatha cruzó los brazos sobre los pechos, los puños apretados, custodiándolo con ferocidad para que no se le escapara un matiz, una pizca de lo ocurrido.
«¡La señora de LeMaster Scott Gandy!», se regocijó, incrédula.