Las damas de la Unión de Mujeres Cristianas por la Templanza de Proffitt se reunieron en la acera, poco antes de las siete en punto, llevando los papeles con los compromisos de abstinencia. Éstos tenían el nombre de la organización y el lema, acuñado por Frances Willard, la fundadora y presidenta de la Unión Nacional: «Por Dios, el Hogar, y la Tierra Natal» en la parte de arriba. En el compromiso decía que el firmante prometía «con ayuda de Dios, no tocar, degustar o manipular jamás con propósitos de embriaguez ningún licor intoxicante, incluyendo vino, cerveza y sidra», y que «emplearía todos los recursos honrados para animar a otros a abstenerse». Debajo, había espacios en blanco para el nombre y la fecha.
Cuando llegaron las damas, Gandy, exhibiendo una sonrisa jovial, salió a la acera a saludarlas. Agatha lo observó desde la sombra. Las lámparas de la taberna proyectaban un cono de luz a través de las puertas que mantenía abiertas. El resplandor anaranjado sólo iluminaba parte de su rostro. Parecía recién afeitado. Desde la copa baja del sombrero negro hasta las puntas resplandecientes de las botas, exhalaba un indecente atractivo. El traje negro recién cepillado, el chaleco azul hielo, el cuello blanco inmaculado, la corbata negra de cordón. Hasta faltaba en sus dedos el cigarro pestilente.
Sin prisa, paseó la vista del rostro de una mujer al de otra, hasta enfrentar los ojos de cada una de ellas. Sólo entonces saludó con el Stetson negro.
– Buenas noches, señoras.
Algunas, se enfurecieron, inquietas bajo la indolente observación. Varias, saludaron en silencio con un gesto de la cabeza. Otras, miraron vacilantes a Drusilla Wilson. Agatha permaneció rígida, mirando. Qué confianza tenía en sus encantos, en el efecto que ejercía sobre el sexo opuesto. Hasta la pose parecía calculada para subrayar su impactante apariencia: el peso sobre una cadera, la chaqueta entreabierta, las manos indolentes en las puertas vaivén, el diamante chispeando incluso a la media luz del crepúsculo…
Los ojos oscuros y divertidos de Gandy divisaron a Agatha.
– Señorita Downing -saludó, arrastrando las palabras-, esta noche está muy bella.
Agatha deseó que la tierra se la tragase. Por un momento, temió que mencionara lo del trabajo de esa tarde: no se fiaba de él. Para su alivio, la atención de Gandy se desvió a otra persona.
– Señorita Parsons. Caramba.
Los hoyuelos resultaron ser más eficaces que las palabras floridas. Violet rió entre dientes.
Gandy dio un paso hacia la acera y se dirigió a Drusilla.
– Señorita Wilson, creo que no tuve el gusto.
La mujer echó una mirada a la mano extendida, y apretó las suyas.
– El señor Gandy, supongo.
El hombre asintió.
– Le daré la mano cuando haya firmado aquí.
Le tendió el papel del compromiso y una pluma. Gandy lo ojeó con frialdad, echó la cabeza atrás y rió.
– Hoy no, señorita Wilson. Con tres muchachas bailarinas y esa beldad de blancas piernas ahí, en la pared, creo que tengo la mano ganadora. -Empujó las puertas hacia la pared-. Espero que tengan más suerte en otro sitio.
Con una pequeña inclinación, se volvió y las dejó.
Con la llegada de los primeros parroquianos a la taberna, se hizo evidente que sus atracciones superaban a las del compromiso de abstinencia. Las puertas de la taberna permanecieron abiertas. Desde adentro llegaba la música del piano y el banjo. El óleo atraía a los hombres colgado en la pared. El paño verde de las mesas de juego tentaba como un oasis en el desierto. Gandy recibía en persona a los clientes. Y todos esperaban la aparición de Jubilee y las Gemas.
Afuera, las damas emprendieron a coro: «El agua fría es reina», cantando a todo pulmón, lo que dio a Gandy una buena idea: mandar a Marcus Delahunt a la acera a tocar el banjo, arruinándoles la canción. Cuando llegaron Mooney Straub, Wilton Spivey y Joe Jessup, la música de las dos facciones subió de volumen.
Drusilla Wilson en persona se acercó al trío, gritando para hacerse oír sobre el barullo:
– Amigos, antes de posar el pie dentro, para apoyar a este aliado de Satán, piensen cómo pueden colaborar para su salvación final. Al otro lado de estas puertas está la ruta zigzagueante de la perdición, mientras que en este papel está…
Las carcajadas taparon el resto de la prédica.
– Señora, usted debe de tener un tornillo flojo si cree que yo firmaré eso. ¡Ahí adentro hay bailarinas!
– Y esa figura de la señora desnuda -agregó Mooney.
– ¡Y tenemos que ponerle nombre!
Entre risotadas, se abrieron paso hacia las puertas. El local comenzó a llenarse rápidamente. Pasó algo bastante parecido con los siguientes tres intentos de Drusilla de desviar a los parroquianos de Gandy. Se le rieron en la cara y se apresuraron a entrar, al tiempo que sacaban sus monedas.
Luego, llegó un vagabundo llamado Alvis Collinson, que perdió a la esposa de pulmonía dos años antes. Era un individuo agrio con la nariz como una seta. A Collinson se lo conocía en el pueblo por su carácter explosivo. Cuando trabajaba, lo hacía en los corrales de ganado. Cuando no trabajaba, pasaba la mayor parte del tiempo bebiendo, jugando y peleando. Innumerables nudillos le habían deformado la cara. Tenía el párpado izquierdo caído y la nariz abultada de forma desagradable. Las mejillas, con los capilares rotos, tenían la apariencia de una col roja. La ropa mugrienta desbordaba de secreciones corporales. Cuando pasó junto a Agatha, envileció el aire con el olor.
Evelyn Sowers sorprendió a todos adelantándose para detenerlo:
– Señor Collinson, ¿dónde está su hijo?
Collinson se detuvo con la cabeza hacia adelante y los puños apretados.
– ¿Qué le importa, Evelyn Sowers?
– ¿Lo deja en casa, solo, mientras usted viene aquí todas las noches a curtirse las entrañas?
– En primer lugar, ¿qué están haciendo todas ustedes aquí, viejas chismosas?
Alvis abarcó a todo el grupo con expresión de odio.
– Tratamos de salvar su alma, Alvis Collinson, y de devolverle el padre a su hijo.
Se dio la vuelta hacia Evelyn.
– ¡No meta a mi hijo en esto!
Evelyn se puso delante:
– ¿Quién lo cuidó desde que murió su esposa, Alvis? ¿Cenó? ¿Quién lo meterá en la cama esta noche? ¡Un niño de cinco años…!
– ¡Salga de mi camino, arpía!
Le dio un empujón que la hizo tambalearse y golpearse la cabeza contra un poste. Varias de las mujeres lanzaron exclamaciones de horror. La canción se perdió en el silencio. Pero Evelyn se rehízo y aferró a Collinson por el brazo.
– Ese chico necesita un padre, Alvis Collinson. ¡Pregúntele al Señor de dónde lo sacará! -gritó. Alvin se la sacó de encima.
– ¡Vuelvan con sus polisones a la cocina, si saben lo que les conviene! -rugió, precipitándose dentro de la taberna.
Los dedos de Marcus Delahunt habían dejado de pulsar las cuerdas. En el repentino silencio, el corazón de Agatha martilleó de miedo. Lanzó una mirada dentro y vio a Gandy, ceñudo, observando el altercado. Con un gesto de la cabeza, hizo entrar a Delahunt, diciendo:
– Cierra las puertas.
El músico entró y dejó las puertas balanceándose.
– Señoras, cantemos -intervino Drusilla-. Una nueva canción.
Mientras cantaban: «Los labios que toquen el whisky nunca tocarán los míos», la capacidad de la taberna se colmó, y ni un solo individuo había firmado el compromiso. Mientras afuera comenzaba la última estrofa, dentro se alzó un clamor. Por encima de las puertas, Agatha vio que Elias Pott recibía palmadas en la espalda y felicitaciones, por haber ganado el concurso de ponerle nombre al cuadro. El robusto boticario fue levantado sobre una mesa, y sentado en una silla de respaldo alto. A continuación, todos alzaron las copas en un brindis por el desnudo, gritando:
– ¡Por Dierdre, y el jardín de las delicias!
Arriba, se abrió la puerta trampa y la jaula encapuchada de rojo descendió por medio de una cuerda de satén rojo. Los hombres rugieron, aplaudieron y silbaron. El fondo musical del banjo y el piano casi no se oía por el clamor de la gente. Potts, rojo hasta la cabeza casi calva, rió y se secó las comisuras de la boca mientras la jaula se cernía sobre él.
El piano tocó un fortissimo.
Una pierna larga asomó entre los pliegues rojos.
El banjo y el piano tocaron y sostuvieron el mismo acorde.
La bota blanca de tacón alto giró en el tobillo bien formado.
Rodó un glissando.
La pierna se proyectó hacia fuera y la punta de la bota se apoyó en la rodilla izquierda de Elias Pott.
La música cesó.
– ¡Caballeros, les presento a la joya de la pradera, la señorita Jubilee Bright!
¡La música creció y los pliegues rojos subieron de golpe hacia el techo! Los hombres enloquecieron: ahí estaba Jubilee, deslumbrante, toda de blanco.
Mientras la contemplaba, las palabras acerca del whisky se desvanecieron en los labios de Agatha. Jubilee emergió de la jaula con un vestido que tenía un tajo desde el ruedo hasta la cadera, la parte de arriba, sin breteles, resplandeciente de lentejuelas blancas. Con ese increíble cabello blanco recogido y una pluma, más blanca aún, cuyo extremo también brillaba de lentejuelas, apoyó la punta del pie en la rodilla de Pott y se inclinó hacia delante para acariciarle el mentón con una esponjosa boa blanca. La voz era lasciva, las palabras, lentas y cargadas de intención:
No es porque no quiera…
Agatha nunca había visto una pierna más hermosa que la que se apoyaba en la rodilla de Pott, nunca una cara más envidiable que la que estaba cerca de la del hombre. No podía apartar la vista.
Y no es porque no deba…
Jubilee se deslizó en un círculo alrededor de la silla de Pott, rozándolo con los hombros.
El Señor sabe que no es porque no puedo…
Enroscó la boa en el cuello de Pott y se le sentó en el regazo con el tacón de una de las botas blancas cruzado sobre la otra rodilla. Deslizó la boa hacia uno y otro lado, al ritmo de la música.
Es sólo porque soy la chica más perezosa del pueblo.
Los hombres aullaron y ulularon, y Pott se puso a punto, como un melón en verano. Ivory Culhane levantó la voz:
– ¡Caballeros, las gemas de la pradera, la señorita Pearl De Vine y la señorita Ruby Waters!
Desde arriba, dos cuerpos de vampiresas se deslizaron abajo por la cuerda de satén rojo. La tenían enroscada en torno y entremedio de las piernas cubiertas de medias de red negras, calzadas con botas negras, y de los escasos atuendos de satén negro con lentejuelas, que casi no les cubrían el torso. Ayudándose con las manos, Pearl y Ruby bajaron de la cuerda entre silbidos y aullidos de lobo que tapaban la canción. Las manos más cercanas las arrebataron del techo de la jaula y las depositaron en el borde de la mesa de tapete verde donde se sentaron, respaldadas contra las piernas de Pott, y mirándolo, provocativas. Detrás del sujeto, Jubilee le acunaba la cabeza entre los pechos y le hacía cosquillas en la nariz con la boa.
No es porque no queremos,
No es porque no debemos.
El Señor sabe que no es porque no podemos.
Es sólo que somos las chicas más perezosas del pueblo.
Mirando y escuchando, Agatha se sintió fascinada y repelida a un tiempo. ¡Tanta piel a la vista! ¡Pero tan saludable y hermosa…!
– Esta noche no lograremos nada más -afirmó Drusilla Wilson, haciendo volver a Agatha a la realidad-. Iremos a la siguiente taberna.
Agatha fue con las demás, resistiendo las ganas de mirar sobre el hombro. En el Branding Iron Saloon, entraron directamente y consiguieron la primera firma, la de Jed Hull, asustado por la descripción del Asilo para Ebrios de la Isla Blackwell, aparecida en el periódico que hizo circular Drusilla Wilson.
Angus Reed, el escocés dueño del Branding Iron, no podía creer a sus ojos al ver que conducían a Hull hacia la puerta. Se subió a la barra y gritó:
– Hull, ¿a dónde diablos vas? ¿Acaso no tienes suficiente coraje para enfrentarte a una banda de benefactoras que tendrían que estar en sus casas, cuidando a los niños?
Pero era tarde. Con una violenta maldición, golpeó el trapo mojado contra el mostrador del bar.
Inspiradas por el primer éxito, los reformadores siguieron hacia Cattlemen's Crossing, donde habían bajado el precio de las bebidas a veinte centavos, con lo que atrajeron a grandes bebedores, apartándolos del espectáculo en el Gilded Cage. El dueño, un antiguo vaquero de carácter irascible al que llamaban Dingo, sufría de reumatismo inflamatorio causado por el abuso de la bebida. Si bien las coyunturas inflamadas le impedían saltar sobre la barra, como había hecho Reed, le daban una constante irritabilidad. Salió detrás de un barril, y pateó a Bessie Hottle en el polisón.
– ¡Saque su trasero de mi taberna y no vuelva más!
Enrojecida hasta las orejas, Bessie encabezó la veloz retirada.
A continuación, invadieron el Álamo, donde Jennie Yast y Addie Anderson encontraron a sus respectivos maridos y recibieron más ira de parte del dueño, un medio mexicano llamado Jesús García, que les lanzó una retahila de maldiciones en español cuando vio que dos de sus mejores clientes eran avergonzados en público y llevados a casa por las esposas.
Los dueños de los siguientes tres salones, al ver a la banda de mujeres abatirse sobre ellos cantando: «Los labios que toquen el whisky no tocarán los míos», se divirtieron tanto que no pusieron objeciones. Slim Tucker se rió a mandíbula batiente. Jim Starr les ofreció a cada una un trago por cuenta de la casa. Y Jeff Diddier bebió un trago doble de bourbon, se secó la boca con el dorso de la mano, y se unió al estribillo de la canción.
En el Sugar Loaf Saloon, el dueño, Mustard Smith, sacó un revólver de detrás de la barra y les dio treinta segundos para que se fueran. Se rumoreaba que Smith usaba la barba negra para esconder una cicatriz de oreja a oreja.
Las señoras no se entretuvieron en averiguar si era cierto. Se sabía que había formado parte de la banda de B. B. Harlin, y que a tres de ellos los habían colgado de un puente del ferrocarril. Cuando Mustard les ordenó que se fueran, se fueron.
En el Hoof and Horn tuvieron poca fortuna. El local estaba vacío pues había perdido los pocos parroquianos que tenía a causa del espectáculo de enfrente. Las mujeres pronunciaron una sencilla plegaria por la salvación del alma de Heustis Dyar, y se marcharon apaciblemente. Tras ellas, Dyar, con los brazos en jarras, los ojos echando chispas, mordisqueaba el cigarro como si fuese un trozo de carne cruda.
En la taberna de Ernst Bostmeier, obtuvieron la firma del segundo reformado de la noche, uno de los clientes que frecuentaba el local de Ernst porque servía gratis huevos encurtidos con cada vaso de cerveza. Cuando las damas salían del local llevando a rastras al alma que habían salvado, el gruñón alemán arrojó un huevo al hombro de Josephine Gill que erró por escasos milímetros.
– ¡Hay más de estos! -vociferó, con cerrado acento alemán, sacudiendo el puño-. ¡Y yo sólo fallo cuando quiero!
Las demás visitas a tabernas pasaron sin novedad. En todas, los propietarios, cantineros y parroquianos se limitaban a divertirse con lo que consideraban un hatajo de solteronas malhumoradas, y amas de casa descarriadas, que no tenían suficientes calcetines sucios para mantenerlas atareadas junto a la tabla de lavar.
Eran pasadas las once cuando Agatha subió los escalones hasta su apartamento. Abajo, las risas y la música todavía colmaban la noche. El rellano estaba a oscuras. Antes de que pudiese abrir la puerta, rozó con los dedos un papel pegado a ella.
El corazón le dio un vuelco y se dio la vuelta, con la espalda apoyada contra la puerta.
Ahí no había nadie.
Sintió escalofríos en el dorso de los brazos. Contuvo el aliento y escuchó. Lo único que se oía era la jarana continua de Gilded Cage.
Arrancó la nota rápidamente y una tachuela cayó al piso del rellano y rodó. No perdió tiempo en levantarla sino que abrió la puerta y se metió dentro.
Por alguna razón, antes aún de encender la lámpara, sabía con qué se encontraría:
¡Si sabe lo que es bueno para usted,
manténgase lejos de las tabernas!
Estaba escrito en letras mayúsculas, en una hoja de papel blanco. Se precipitó hacia la puerta, la cerró con llave, probó el picaporte y se recostó contra ella con un suspiro de alivio. Examinó el pequeño apartamento: la cama y el guardarropa eran los únicos lugares con espacio suficiente para ocultar a un hombre. Permaneció inmóvil, esforzándose por oír una respiración, un roce, algo. Los acordes lejanos del piano y el banjo cubrían cualquier sonido leve que pudiese haber en el cuarto. Con dificultad, se arrodilló y miró debajo de la cama, desde el otro extremo de la habitación.
Sombras densas.
No seas tonta, Gussie, la puerta estaba cerrada con llave.
Sin embargo, el corazón le palpitaba con fuerza. Se acercó más, hasta que la luz de la lámpara le demostró que no había otra cosa que bolas de polvo debajo de la cama. Se levantó, caminó de puntillas hasta el armario, y se detuvo, con la mano en el pomo de la puerta. Abrió bruscamente y se sintió, aliviada.
Sólo ropa.
¿Qué esperabas, pedazo de tonta?
Bajó las persianas del frente y de atrás, pero la sensación inquietante persistió mientras se desvestía y se acostaba.
Podría ser cualquiera de ellos. Angus Reed, que saltó a la barra y les gritó, furioso, cuando se llevaron a uno de sus clientes. Ese antiguo vaquero reumático, Dingo… la gente afirmaba que el reumatismo lo volvía un canalla rabioso cuando se activaba. ¿Y García? Fue evidente que ver que las esposas se llevaban a dos de sus clientes regulares lo enfureció. ¿Y Bostmeier, el alemán? Por cierta razón, lo dudaba: sonrió en la oscuridad al recordar el huevo encurtido volando por el aire. Si Bostmeier quisiera amenazar a alguien, lo haría personalmente. ¿Y qué pasaría con Mustard Smith? Agatha se estremeció y se subió las mantas hasta la barbilla. Volvió a ver el bigote caído, la barba en toda la cara, los ojos encapotados y la boca torcida. La pistola. Y si era verdad, si Smith había participado en la banda de B. B. Harlin, si habían colgado a todos, si era el único superviviente, ¿qué clase de maldad albergaría ese sujeto?
Pensó en los otros: Dyar, Tucker, Starr, Didier y los demás. Le pareció que ninguno de ellos había tomado en serio a la U.M.C. T.
¿Y Gandy?
Tendida de espaldas, cruzó los brazos sobre el pecho.
¿Gandy?
Sí, Gandy.
¿Gandy, con sus hoyuelos y su «buenas noches, señoras»?
El mismo.
Pero Gandy no tiene motivos.
Es propietario de una taberna.
La que más se llena en el pueblo.
Por el momento.
Es demasiado seguro de sí mismo para recurrir a amenazas.
¿Y lo que pasó la otra noche, en el rellano de la escalera?
No pensarás que, en realidad… iba a…
Lo pensaste, ¿no es así?
Pero esta noche se mostró encantador con todas nosotras, y vi que se molestaba cuando Alvis Collinson empujó a Evelyn.
Es un hombre inteligente.
¿Qué estás diciendo? ¿Qué estás diciendo?
No. Me niego a creer semejante cosa de Gandy.
¿Lo ves, Agatha? ¿Ves lo que pueden unas monedas de oro?
La Gilded Cage cerró a medianoche. Dan Loretto se fue a la casa. Marcus Delahunt lustró el cuello del banjo y lo guardó en el estuche forrado de terciopelo. Ivory Culhane bajó la tapa del piano y Jack Hogg lavó los vasos. Pearl se estiró, Ruby bostezó, y Jubilee observó cómo Gandy cerraba las puertas de calle. Cuando se dio la vuelta, le sonrió.
También sonriendo, pasó entre las mesas y se acercó a ella:
– ¿A qué se debe esa sonrisa?
La muchacha se encogió de hombros y caminó con él hacia la barra.
– Estoy contenta de haber vuelto, eso es todo. Eh, muchachos, ¿no es bueno estar todos juntos otra vez? -Se estiró hacia Ivory y le dio un cariñoso abrazo-. Jesús, nunca pensé que os echaría tanto de menos.
– Eh, ¿y a mí, qué? -reclamó Jack Hogg.
Jubilee se estiró sobre la barra, lo abrazó y le dio un beso en la mejilla.
– A ti también, Jack. -Se apoyó con los codos sobre la lustrada superficie de caoba y alzó la barbilla-. ¿Y cómo anduvieron las cosas por aquí?
Gandy la observó a ella y a los otros que se habían juntado. Jack, Marcus, Ivory, Pearl, Ruby y Jubilee: la única familia que tenía. Una banda de solitarios que habían sufrido alguna clase de golpe en la vida. No todas las cicatrices se veían, como las de Jack, pero de todos modos existían. Cuando los reunió a todos, dos años atrás, después de la explosión del barco, sucedió algo mágico: sintió una unidad espiritual, un lazo de amistad que colmaba los vacíos en las vidas de todos ellos. Lo superficial no importaba para nada: el color de la piel, la belleza del rostro, o la falta de ella. Lo que importaba era lo que cada uno aportaba al grupo como unidad. Estuvieron separados durante un mes, mientras instalaba el Gilded Cage y lo ponía en marcha, y le pareció el doble de largo.
– Fui a New Orleans, a visitar a las chicas en una guarida en la que solía trabajar -contaba Pearl.
– Mientras no te sintieras tentada de quedarte -comentó Ivory.
– ¡Ah, no! Nunca más. -Todos rieron-. Jack, ¿viste al médico en Louisville?
– Claro que sí. -Jack se quitó el delantal blanco y lo dejó sobre la barra-. Dijo que no pasará mucho tiempo hasta que esté tan lindo como Scotty.
Rieron otra vez. Ruby enlazó un brazo con el de Scotty:
– ¿Para qué quieres una cara así? A mí me parece un poco descolorida.
Cuando Jack rió junto con los demás, la cicatriz se puso más brillante.
– Y tú, Ruby, ¿dónde fuiste?
– A Waverley, a visitar la tumba de mamá.
Todos se volvieron a Scotty, que no reveló nada de lo que sentía.
– ¿Cómo está?
– Se ve descuidado, lleno de malezas. Algunos de los viejos todavía están ahí, arreglándoselas solos, cultivando verduras y viviendo en las cabañas. Leatrice aún está ahí, esperando Dios sabe qué.
Las novedades provocaron a Gandy una punzada de nostalgia, pero se limitó a preguntar:
– ¿Le diste un beso de mi parte?
– No. Si quieres darle un beso a Leatrice, irás y se lo darás tú mismo.
Pensó un momento, y respondió:
– Quizás, algún día.
Jubilee, cerca de Marcus, semiapoyada en él, dijo:
– Marcus y yo nos ocupamos de hacer fabricar la jaula e hicimos unos trabajos aquí y allá, tocando y cantando antes de encontrarnos con las chicas, en Natchez. Actuamos en un sitio llamado La Sandalia Plateada. -Puso un codo sobre el hombro de Marcus y adoptó una expresión complacida-: Insistieron mucho en que nos quedáramos, ¿no es cierto, Marcus? Atrajimos multitudes que llenaban el sombrero todas las noches.
Marcus sonrió, asintió e hizo ademanes como de contar billetes. Todos rieron.
– Eh, ¿vosotros dos estáis presionándome? -preguntó Scotty-. Ya os pago más de lo que valéis.
– ¿Qué te parece, Marcus? -Jubilee se colgó del hombro de Marcus mientras miraba, provocadora, a Scott-. ¿Tendremos que ir enfrente y ofrecer nuestros talentos a uno de las tabernas de ahí?
– Haced la prueba -replicó Scott, amenazando con el dedo índice la linda nariz rosada de Jubilee como si fuese una pistola.
– ¿Y qué dices de ti, Ivory? -preguntó Pearl.
– Yo me quedé con el patrón. Había que traer el piano hasta aquí, afinarlo, y muchas cosas para arreglar este lugar. Tuve que ayudarlo a elegir el cuadro para la pared. -Ivory alzó una ceja y se volvió a medias hacia el desnudo-. ¿Qué opináis de ella?
Los hombres sonrieron, complacidos. Las mujeres apartaron la vista y arquearon las cejas con aire de superioridad.
Pearl dijo:
– Con esos muslos, no creo que sea capaz de voltear un sombrero de una silla con una patada, mucho menos de la cabeza de un hombre, ¿no, Ruby?
– Tampoco creo que sea capaz de entonar una nota.
– No, no -agregó Jubilee-. Y la pobre está muy gorda.
Cuando subieron las escaleras, todos estaban de muy buen humor. Ivory y Jack fueron al primer dormitorio a la izquierda. Marcus, al de al lado. Pearl y Ruby compartieron el que estaba encima de la jaula dorada, que ahora estaba en el centro del salón, debajo de la puerta trampa. Quedaban Jubilee y Scotty.
La muchacha entró en su cuarto y encendió la lámpara, mientras el hombre se apoyaba contra el marco de la puerta.
– Es un hermoso cuarto, Scotty. Gracias.
Se limitó a encogerse de hombros.
Jubilee tiró la boa blanca sobre un sofá rosado de respaldo oval.
– Una ventana. Vistas a la calle.
Se acercó al frente de la ventana, apoyó las palmas en el alféizar y miró abajo, contemplando la fila de lámparas de aceite. Luego, miró sobre el hombro al hombre que estaba en la puerta:
– Me gusta.
Scott asintió. Era agradable mirarla. Era una mujer de asombrosa belleza y la había echado de menos.
– ¡Uff! -Jubilee giró, estirando los brazos hacia el techo, y encogiendo los hombros-. Qué día tan largo. -Se sacó la pluma del cabello, la dejó y tomó un desabotonador. Se derrumbó en el sofá y se lo tendió-. ¿Me ayudas con los zapatos, Scotty?
La voz era serena.
Por unos segundos, no se movió. Los ojos de ambos intercambiaron mensajes. Sin prisa, apartó el hombro del marco de la puerta y cruzó la habitación para arrodillarse ante la mujer. Acomodó la bota blanca en la ingle y comenzó a soltar, sin prisa, los botones. Sin levantar la vista, preguntó:
– ¿Cómo fueron las cosas en Natchez? ¿Conociste a alguien que te impresionara?
Jubilee contempló el cabello grueso y negro.
– No. ¿Y tú?
– Tampoco.
– ¿Ninguna dulce niña de Kansas, recién salida de los brazos de la madre?
Le sacó una bota, la dejó caer, y alzó la mirada, riendo.
– No.
Tomó la otra bota y comenzó a desabotonarla. Jubilee contempló las conocidas manos morenas atareadas en algo tan personal. A la luz de la lámpara, el anillo chispeó contra la piel oscura.
– ¿Ninguna viuda de Kansas que estuvo sola durante la guerra?
Se le formaron los hoyuelos mientras contemplaba los conocidos ojos almendrados y hablaba en tono perezoso:
– Las viudas de Kansas no simpatizan con los soldados confederados apostadores, que instalan tabernas en sus pueblos.
Jubilee entrelazó los dedos en el cabello, sobre la oreja derecha:
– Jesús misericordioso, somos de la misma clase. Las madres de Natchez tampoco dejan a sus hijos a merced de las mujeres casquivanas transformadas en bailarinas.
Scott dejó la segunda bota, le besó los dedos de los pies y los frotó con el pulgar.
– Te eché de menos, Jube.
– Yo también, apostador.
– ¿Quieres venir a mi cuarto?
– Intenta mantenerme fuera.
Se levantó y le tendió la mano. Pasó con ella junto a un biombo tapizado, tomó del borde la bata turquesa y se la echó sobre el hombro.
– Trae la lámpara. Esta noche no la necesitarás aquí.
En la oscuridad al otro extremo del corredor, una puerta quedó entreabierta. Desde la oscuridad de su propio cuarto, Marcus vio la luz de la lámpara inundando el corredor. Entre las barras de la jaula dorada, vio a Scott llevar a Jube de la mano hasta la puerta de su alcoba. El cabello de la muchacha brillaba con tal intensidad que parecía capaz de iluminar por sí solo el camino. El vestido blanco y los brazos desnudos tenían un aspecto etéreo, mientras pasaba silenciosa, tras Scotty. ¿Cómo sería llevarla de la mano? Caminar con ella, descalza, hasta la cama. Quitarle las hebillas de ese cabello de nieve y sentirlas caer en sus manos…
Desde la primera vez que la vio, Marcus trataba de imaginarlo. Durante el mes pasado, mientras viajaban los dos solos, hubo veces en que Jubilee lo tocó. Pero tocaba a todos sin pudor. Una caricia no significaba para Jube lo mismo que para Marcus. Esa noche, en el bar, le había pasado el brazo por los hombros. Y no sospechaba, siquiera, lo que ocurría dentro de él cuando la mano de ella le tomaba el codo, le acomodaba la solapa o, sobre todo, le daba un beso en la mejilla.
Lo besaba en la mejilla cada vez que sentía deseos de hacerlo. Sólo media hora atrás había besado a Jack. Todos conocían las costumbres de Jube.
Pero nadie sabía el tormento oculto de Marcus Delahunt.
Con frecuencia, tenía que tocarla para llamarle la atención, y por eso sabía cómo era su piel. En ocasiones, cuando se daba la vuelta para verlo comunicar un mensaje silencioso, Marcus debía recordar de hacer los gestos. Al contemplar los ojos de Jube, esas asombrosas ventanas castañas claras, que asomaban al alma de la muchacha, perdía su propia alma. Cuántas veces anheló decirle lo bella que era, pero encerrado en la mudez, sólo podía pensarlo. Muchas veces, tocaba el banjo para ella, pero lo único que Jube oía eran las notas.
Allá en el pasillo, la puerta de Scotty se cerró. Marcus lo imaginó sacando el vestido blanco del cuerpo de Jube, acostándola en la cama, murmurándole palabras de amor, diciéndole los miles de cosas que Marcus quería decirle. Se preguntó si se sentiría el sonido cuando salía de la garganta. Cómo se sentiría la risa cuando era algo más que sacudidas del pecho, y cómo serían los susurros.
Para amar a una mujer, había que ser capaz de hacer todas esas cosas. Se imaginó a Scotty haciéndolas. Ningún otro que Marcus conociera merecía a Jube. Su belleza pálida armonizaba con la apostura morena de Scotty. La risa brillante, la sonrisa irónica del patrón. El cuerpo perfecto de ella, merecía el de un hombre también perfecto.
¿Qué era lo primero que decía un hombre?
Eres hermosa.
¿Qué hacía primero?
Acariciar: la mejilla, los cabellos de ángel.
¿Qué sensación darían?
Como si tuviese toda la gloria del mundo en las manos.
Jube… Jube…
– Jube, déjame hacerlo -decía Scott, en el cuarto al otro extremo del pasillo.
Hizo todas las cosas que Marcus Delahunt sólo podía soñar. Quitó una por una todas las hebillas del cabello blanco y esponjoso de Jube. Lo sintió caer en las manos y lo alisó sobre los hombros lechosos. Desabotonó el vestido, soltó los ganchos del corsé y contempló el cuerpo de piernas largas emerger de entre las enaguas y la ropa interior, de las que se libró a puntapiés. Cuando se dio la vuelta y le rodeó el cuello con los brazos, Scott puso las manos en los costados de los pechos, besó el lunar entre ellos que, para todo el mundo, Jube pegaba con engrudo cada mañana. Besó la boca que se ofrecía, la acarició de la manera que mantenía a raya la soledad por un tiempo. La acostó en la cama murmurando palabras amorosas, le dijo cuánto la había echado de menos y cuan contento estaba de tenerla otra vez entre sus brazos. Unió los cuerpos con la caricia más íntima, y encontró en ella la suspensión del vacío. Al terminar, la limpió a ella y se limpió él mismo. Y la abrazó estrechamente en la cama grande y blanda, y durmieron desnudos, con el pecho de ella en su mano.
Pero entre ellos jamás se pronunció la palabra amor.