Capítulo 14

Si a alguien le pareció extraño que uno de los dueños de tabernas de la zona fuese a la estación de tren a despedir a la sombrerera, que iba a asistir a un té en apoyo a la templanza, ofrecido por el gobernador, nadie dijo una palabra. A fin de cuentas, el reciente huérfano, el hijo de Collinson, estaba con ellos y todos sabían que estaba bajo la protección de ambos.

Willy llevaba puesta su más preciada posesión: un par de pantalones Levi-Strauss flamantes, de color índigo, con costuras anaranjadas y remaches de cobre: «¡como usan los vaqueros!», según sus propias palabras, cuando entró corriendo en la tienda para mostrarle a Agatha cómo le quedaban.

– ¡Y además, sin tirantes!

– ¡Sin tirantes!

Lo hizo dar una vuelta para admirarlo como era debido.

– ¡No! Porque son como un aro de barril.

Agatha y Violet rieron al unísono.

– ¿Qué cosa?

– Un aro de barril. Así dice Scotty que le dicen los vaqueros. Pegados a las piernas… ¿ves?

En ese momento, estaba en la estación para despedir a Agatha, con sus pantalones de vaquero ajustados, y se lo veía saludable y robusto. Las botas castañas ya tenían cientos de arañazos, pero tenía las uñas limpias, había subido de peso y ya no se rascaba.

Agatha, por su parte, estaba deslumbrante. Se hizo un vestido nuevo para la ocasión, una espléndida creación de faya color mandarina. La chaqueta tenía, mangas dolman, y llevaba cuello y bordes de terciopelo marrón. Para ese verano, Godey's dictaminaba que no se debía hacer ningún vestido de una sola tela y, por lo tanto, eligió un tafetán de intenso color melón para las enaguas, y una faya de seda más rígida para la sobrefalda ajustada: en forma de pañuelo, en pico por delante remataba atrás en una cascada de pliegues. En el cuello, se ondulaba un jabot de encaje de seda color marfil, y el atuendo se completaba con un sombrero aguilón ladeado, de color melón y rojizo, que formaba una especie de ojiva sobre su rostro.

Scott Gandy la veía despedirse de Willy y admiraba no sólo su vestido sino la manera en que los colores complementaban los reflejos rojizos del cabello, enroscado en un moño francés en la nuca. También, los claros ojos verdes de pestañas espesas y oscuras, la piel de melocotón, y la línea fina del mentón, que le gustó desde que la conoció. La boca atractiva, que sonreía, animosa, si bien sospechaba que ahora, llegado el momento, no estaba tan ansiosa por irse.

– ¿Cuánto tiempo estarás ausente, Gussie?

Willy le sostenía las manos y la miraba hacia arriba, con expresión angelical. Esa mañana, Scott lo había peinado con especial cuidado y había empleado, por primera vez, unas gotas de aceite de la India, y el pelo brillaba en el sol.

– Una noche. Haz lo que te dije y ayuda a Violet a barrer antes de cerrar. -Lo haré.

Gandy contempló las manos enguantadas que arreglaban el cuello de la camisa de Willy y le quitaban algo de la mejilla.

– Y los dientes, las uñas y las orejas esta noche, antes de acostarte, ¿lo prometes?

Willy hizo una mueca de disgusto y arrastró los pies.

– Uf… lo prometo.

– Cuando vuelva, le preguntaré a Scott. -Tocó la punta de la nariz del niño, para suavizar la advertencia-. Pórtate bien y nos veremos mañana por la noche.

– Adiós, Gussie.

Le abrió los brazos.

– Adiós, cariño.

Se inclinó hacia adelante con esas faldas que le dificultaban los movimientos, y Willy la besó en plena boca. Lo estrechó contra el pecho lo mejor que pudo, mientras el pequeño mantenía el equilibrio estirándose sobre las puntas de los pies. Por un instante, sus pestañas le abanicaron las mejillas, y Gandy percibió cuánto había llegado a querer al niño. Recordó a dónde iba y por qué, y la admiró, por la clase de compromiso que se requería para hacerlo. Si la ley salía, uno de los dos, forzosamente, tendría que despedirse de Willy para siempre. Agatha lo sabía tan bien como él.

La mujer se incorporó. Willy retrocedió y metió la mano en la de Scott. La mujer miró los ojos oscuros del hombre: por un momento, vio en ellos la preocupación y se preguntó a qué se debería.

– Adiós, Scott.

Forzó una sonrisa, como sacándose de encima deliberadamente lo que lo molestaba.

– Cuídate. Y yo cuidaré de Willy. -Bajó la vista y miró la mano del niño-. Pensamos ir a cenar al restaurante de Emma esta noche, ¿no es así, muchacho?

– Sí… pollo y pastelitos de fruta.

Scott y Willy se sonrieron.

– Bueno, ya tengo que subir.

Scott se agachó para levantar el pequeño bolso de Agatha y se lo entregó.

– No te preocupes por nada de aquí.

– No me preocuparé.

El pulgar del hombre acarició un instante los nudillos enguantados, y luego los soltó. Por un breve lapso vacilaron, pensando los dos en un abrazo de despedida. En la mente de Agatha relampagueó el recibimiento que Scott le hizo a Jubilee el día que había llegado: la audaz caricia en las nalgas, el beso delante de medio pueblo. Pero en ese momento, Scott retrocedió y comprendió lo tonta que había sido en pensarlo. El abrazo de la noche anterior, en la escalera, fue una cosa, fue compartir una simpatía. «Pero hacerlo a plena luz del día, en la estación, es otra bien distinta», se regañó. Apresuró a darse la vuelta, antes de que cualquiera de los dos cediera a la tentación.

Desde la ventanilla, vio a Scott y a Willy. Scott llevaba un traje marrón claro, y un Stetson de copa baja haciendo juego. El corbatín castaño se levantaba con la brisa y se acomodaba otra vez sobre la camisa blanca. Le dijo algo a Willy, que asintió con entusiasmo. Después, sacó un cigarro del bolsillo. Se palmeó la chaqueta y Agatha supo que estaba bromeando con el niño. Willy también comenzó a buscar, y sacó una cerilla de madera. Scott se puso el cigarro entre los dientes, se inclinó hacia Willy, este alzó una rodilla y raspó la cerilla contra el muslo de los nuevos y rígidos pantalones de denim. Hizo tres intentos y falló. Entonces, Scott acomodó la cerilla en los dedos de Willy y le enseñó cómo hacerlo. La vez siguiente, encendió y el niño sostuvo mientras Scotl. encendía el puro.

«Lo próximo que hará, es enseñarle a fumar al chico», pensó. Pero la perspectiva, en lugar de ponerla ceñuda la hizo sonreír con melancolía. Contemplando a los dos, el hombre alto y cordial y el niño rubio, dichoso, sintió que el amor por ellos florecía dentro de sí. El tren empezó a moverse y los dos levantaron la cabeza y la saludaron agitando las manos: eran las dos personas más importantes en su vida. No obstante, pronto podría perder a uno de ellos, o quizás a los dos. En menos de dos meses, se sometería la prohibición a la decisión de los votantes de Kansas.

Apoyó la cabeza en el asiento y cerró lentamente los ojos. Le ardieron los párpados y se le formó un nudo en la garganta. Casi tuvo ganas de que la prohibición fracasara.


El jardín de la mansión del gobernador estaba diseñado en macizos en forma de diamante. Cercos de ligustro cuidadosamente recortados delimitaban los senderos de grava, entre rosales repletos de flores. Rojas, salmón, blancas y rosadas, perfumaban el aire con su fragancia inimitable. Los crisantemos formaban retazos amarillos y bronce en los cruces de los senderos. Tejos majestuosos, erectos y uniformes como las picas verdes de una cerca, custodiaban los límites, y castaños de la India aquí y allá proveían oasis de sombra en puntos estratégicos de ese diseño tan formal. Sentadas en bancos de hierro pintados de blanco, las mujeres de polisón bebían el té de tazas para café, mientras dignatarios de vestimenta formal, con las manos cruzadas a la espalda comentaban la situación política, sacudiendo los bigotes.

Era una escena muy pomposa, muy de élite. Agatha, con sus galas a la moda, su porte regio y sus modales impecables, encajaba a la perfección en la reunión. Sin embargo, mientras explicaba la forma adoptada por la U.M.C.T. local en el combate contra el ron, mientras aprendía métodos nuevos para conquistar votos y difundir la propaganda contra el alcohol, se sentía una traidora hacia esos dos seres que la habían despedido en la estación.

El gobernador tenía un especial aire de decoro, metido a la fuerza en un cuello blanco de palomita y corbata Oxford negra. Hizo una reverencia sobre la mano de cada una de las damas presentes, conversó, solícito, con los ministros bautistas, y realizó consultas con conocidas figuras del movimiento por la templanza.

Estaban Drusilla Wilson, Amanda Way y otras líderes famosas cuyas fotografías Agatha había visto en el Banner. Compartiendo el encuentro con ellas, se sintió fuera de lugar pues por las venas de estas mujeres corría, ardiente, el fervor por la causa mientras que, en las de ella, se había enfriado considerablemente. Recordó el entusiasmo que sintió el día en que recibió la invitación a este evento, y deseó recuperar una parte de ese entusiasmo. En cambio, pensó que era muy probable que el 2 de noviembre cayese la guillotina… no sobre Scott Gandy, sino sobre sí misma.

Alquiló carruaje y conductor para que la llevase de vuelta al hotel, cenó en el elegante comedor, y deseó estar en el restaurante de Cyrus y Emma Paulie, comiendo pollo y pasteles con Willy y Scott. Se instaló en la habitación decorada con buen gusto, de empapelado tramado y cortinas adornadas con borlas, pero hubiera preferido estar en su estrecho apartamento, escuchando el piano y el banjo filtrarse por el suelo. Se tendió en la cama forrada de cotí y rellena de plumas de ganso, pero con ganas de estar sentada en un duro escalón de madera mirando las estrellas, oyendo aullar a los coyotes y disfrutando el aroma del cigarro de un hombre.

A la mañana, salió de compras y encontró una armónica para Willy y un broche de marfil tallado para Violet. Pasó ante una tabaquería y se detuvo.

No, Agatha, no servirá. Eres una mujer soltera, es un hombre soltero. No sería correcto.

Siguió andando con paso decidido, pero a pocos metros se detuvo y desando el camino. Se paró ante la vitrina y admiró las pipas de cerezo, los humidificadores de tulipanero, y las cajas de cigarros. Al levantar la mirada, vio su propio reflejo en el cristal, iluminada por el sol matinal de un tibio día de otoño. Se imaginó a Scott Gandy junto a ella, caminando juntos hacia el mercado, él con el Stetson de copa baja y el crujiente traje color gamo, ella con el gracioso vestido y el sombrero en pico, la mano enlazada en el hueco del codo de él.

Pasó un caballo arrastrando un coche sobre los adoquines y el traqueteo la sacó del ensueño. Entró en la tienda.

El interior era polvoriento y aromático, de fragancias intensas y masculinas, tan diferentes de los familiares olores a tintura, almidón y aceite de máquina.

– Buenos días, señora -la saludó el dueño.

– Buenos días.

– ¿Quiere algo para su marido?

Al sonreír, los bigotes manubrio y las mejillas sonrosadas del hombre se elevaron.

Su marido. Era una idea peligrosamente provocativa. Scott Gandy no era su marido, ni lo sería nunca aunque, por un momento, era divertido imaginarlo. No sabía nada de marcas y al darse cuenta de que se había traicionado, se preguntó: «¿Qué esposa no conocería la marca favorita del marido?».

– Sí, podrían ser unas tijeras.

– Ah, creo que tengo justo lo que buscaba.

Salió de la tabaquería con unas minúsculas tijeras de oro de punta roma en un estuche plano de cuero, y se preguntó si, al regresar, tendría el valor de dárselas.

Qué poco propio de ti, Agatha. Qué raro en ti.

Pero él me regaló una máquina Singer de coser. Comparado con eso, ¿qué son unas pequeñas tijeras?

Estás justificándote, Agatha.

¡Oh, vete al diablo! Fui una remilgada toda mi vida, y, ¿de qué me sirvió? Por una vez, seguiré el impulso de mi corazón.


Aquel día, el corazón la llevó de vuelta al hogar, martillando con ansiedad mientras el tren entraba en la estación de Proffitt. El corazón le dijo que no tenía que buscar a Gandy entre el gentío, no tenía que esperar que estuviese ahí. Pero se acomodó el sombrero y revisó el peinado, esperó que la falda no estuviese demasiado arrugada y escudriñó la estación, a pesar de sí misma.

No estaba. Pero sí estaba Willy, todavía rígido con sus pantalones azules, parado sobre un banco en la acera de la estación, agitando la mano y saltando con brío.

Agatha se apeó y el muchacho fue corriendo hacia ella.

– ¡A que no sabes, Gussie!

– ¿Qué?

– ¡Teno un gato!

– ¡Un gato!

Aunque le dirigió una sonrisa radiante, tuvo que hacer un esfuerzo para no observar la estación en la esperanza de que Scott llegara tarde. Se dijo que era totalmente ridículo estar desilusionada por su ausencia.

Willy parloteaba a toda velocidad.

– Violet dice que la señorita Gill tenía una carnada en la casa de pensión y que si no se deshacía de ellos pronto habría que ahogarlos, y yo fui allí y estaba este, que es púrpura y blanco…

Agatha rió:

– ¡Púrpura y bl…!

– Y era el que más me gustaba, y le pegunté si podía quedármelo y me dijo que sí, entonces lo truje a casa de Scotty y Scotty dice que puedo, siempre que duerma conmigo por las noches para que no se meta entre los pies de la gente en la taberna, y que, de día, Moose puede cazar ratones en la despensa.

– ¿M… Moose? -rió Agatha.

– Le puse ese nombre, porque es el más grande de todos.

– ¿Y Moose es de color púrpura?

Agatha se preguntó cómo pudo pasar un día sin Willy para iluminarlo. El chico se rascó la cabeza casi sin darse cuenta y se dejó el cabello erizado como tallos de melcocha secos.

– Bueno, más o menos… Scotty dice que es gris, pero a mí me parece púrpura con manchas blancas donde salen los bigotes, ¡y durmió conmigo anoche y no rodé encima de él ni lo aplasté, ni nada! ¡Ya vas a ver, Gussie! ¡Es el gato más hermoso que hayas veído jamás!

– Visto.

– Sí, bueno, vamos. ¡Date prisa! Está en la taberna, y Jack está cuidándomelo, pero tengo que regresar para vigilarlo.

No tuvo más remedio que «darse prisa». Willy levantó el bolso y salió corriendo.

– ¡Espera, Willy! Yo puedo llevarlo.

– ¡No-o! Scott dice que yo tengo que llevártelo.

«Con que eso dijo, ¿eh?», pensó, al tiempo que corría tras Willy, riendo entre dientes.

Qué figura. El bolso era más grande que Willy. Aferraba el asa con las dos manos, los hombros flacos levantados, forcejeando alegremente para cargarlo. En una ocasión, el bolso se balanceó para atrás, lo golpeó en las rodillas y lo hizo caer encima. Pero no se detuvo a quejarse. Se levantó de un salto y corrió, mientras Agatha cojeaba tratando de seguirlo y sintiendo que lo amaba más a cada minuto que pasaba.

La llevó directamente por las puertas vaivén al Gilded Case. Como era media tarde, demasiado temprano, había sólo unos pocos parroquianos. Estaban todos reunidos junto a la barra: Mooney Straub, Virgil Murray, Doc Adkins, Marcus, Jube, Jack y Scott, riendo, conversando apoyados en los codos, con expresiones absortas. Entre ellos, sobre el mostrador del bar, se paseaba un adorable gatito de ocho semanas de edad. Pisó un charco, se sacudió la pata, después cruzó hasta la jarra de cerveza de Mooney, hociqueó la espuma, meneó la cabeza y estornudó.

– ¡Ha vuelto Gussie! ¡La truje a ver a Moose!

Todas las cabezas giraron hacia la puerta.

– Moose está aquí, divirtiéndonos -le dijo Jube.

Willy soltó el bolso y aferró a Agatha de la mano.

– ¡Ven, Gussie!

Mientras Willy la arrastraba, fijó los ojos en los de Scott. Estaba detrás de la barra con Jack, vestido con un traje negro y chaleco color ámbar, como siempre, excesivamente apuesto. Tras él, Dierdre se exhibía en su jardín de las delicias, pero Agatha casi no la vio. Sólo tuvo ojos para Scott. Tuvo la impresión de haber estado ausente una semana, y una expresión que pasó, fugaz, por el rostro de él, le dijo que también se alegraba de que hubiese regresado.

Marcus alzó a Willy y lo sentó en el borde de la barra.

– ¿Lo ves, Gussie? -Los ojos de Willy resplandecían de orgullo-. ¿No es precioso?

Agatha se fijó en la bola de pelusa gris y blanca:

– Es adorable.

Jube se desplazó para dejarle sitio a Agatha que, por primera vez en su vida, ponía los codos encima de una barra. Todos observaron a Moose, que olfateó la cerveza del jarro de Doc y dio un delicado lengüetazo. Rieron, pero Doc apartó la jarra.

– Oh, no, no debes. Ya es bastante para una cosa tan pequeña como tú.

Marcus sacó una moneda del bolsillo y la hizo girar sobre el bar. De inmediato, Moose se dispuso al ataque, con la vista clavada en la pieza de oro que giraba. Perdió equilibrio y rodó a los pies del animal, que retrocedió, arqueó el lomo y siseó, para diversión general. Willy repitió el juego varias veces, hasta que el gato avanzó con cautela y volteó la moneda con la garra. Marcus apoyó una mano en el hombro de Jube, y observó desde atrás de ella. Willy se acomodó sentado encima de la barra con las piernas cruzadas. Jack se sirvió una cerveza y la bebió a sorbos, mientras el gato los entretenía a todos.

Agatha levantó la mirada y vio que Scott la contemplaba. La atención de todos los demás estaba concentrada en el gato. La moneda zumbaba al girar. Los presentes rieron otra vez, pero ni Scott ni Agatha los oyeron. Tampoco sonrieron. La mirada era firme, los ojos, tan negros como el ala del sombrero.

Agatha tuvo la sensación de que todo el cuerpo le latía.

Que Dios me ayude: lo amo.

Como si le hubiese leído la mente, la mirada del hombre bajó a la boca y Agatha sintió que ardía con una conciencia de su físico más intensa de la que hubiese percibido jamás. Cuando los ojos de Scott la convocaron, supo que se ruborizaba y recurrió a Willy, dándole un golpe suave en la rodilla.

– Tengo que ir a relevar a Violet. Ven más tarde: tengo algo para ti.

Se olvidó del gato y le dirigió una mirada brillante:

– ¿Para mí?

– Sí, pero está en la maleta. Ven más tarde, después que haya desempacado.

Cuando ya se iba, le preguntó:

– ¿Cuánto tiempo te llevará?

Agatha sonrió con indulgencia.

– Dame media hora.

– ¡Pero no sé la hora!

Scott rió y apoyó una mano en el hombro del chico.

– Yo te diré cuando pase la media hora, muchacho.

Al levantar la maleta para irse, Agatha advirtió que ella y Scott no habían intercambiado una sola palabra, al menos audible. Pero algo pasó entre los dos, algo más poderoso que lo que podía oírse. Estaba segura de que la había echado de menos. Los ojos de Scott expresaban sentimientos hacia ella. Pero, ¿cómo era posible? Le resultaba increíble. Sin embargo, si era cierto, ¿no sería esa la causa de que no fuese a buscarla a la estación? Si estaba tan confundido respecto de esos sentimientos como la misma Agatha, era natural que extremase la precaución mientras los exploraba.

A Violet le encantó el broche de marfil, a tal punto que se lo colocó de inmediato en el cuello. Como Agatha imaginó, mucho antes de que pasaran los treinta minutos, apareció Willy. Dio un soplido a la armónica, y Moose se arqueó. Violet, que afirmaba ser la «madrina» de Moose, se hizo cargo del animal y lo acarició, mientras Willy insistía con el instrumento.

– Se me ocurrió que Marcus podría enseñarte a tocarla bien. Tiene talento para la música y estoy segura de que es capaz de tocar otros instrumentos, además del banjo.

– ¡Jesús, gracias, Gussie!

No hacía falta mucho para iluminar los ojos de Willy e impulsarlo a dar un abrazo y un beso.

– ¡Iré a enseñársela a Marcus!

Tomó a Moose y fue hacia la puerta.

Agatha tomó una decisión repentina:

– ¡Espera!

Impaciente, el niño volvió. Pensó en Violet pero dudó: ¿no le daría un aire menos… menos personal? Y por algún motivo, después de la significativa mirada que intercambió con Gandy, había perdido el coraje de entregarle el regalo personalmente.

– También compré algo para Scott. ¿Podrías llevárselo?

– Claro. ¿Qué es?

– Una insignificancia. Sólo un par de tijeras para los cigarros.

Le dio el paquete y Willy salió disparando hacia la puerta.

– No le diré qué es hasta que abra el paquete.

Agatha sonrió y lo miró desaparecer, con el gato subido al hombro. Si esperaba que Violet se encargara de darle un regalo a Scott, estaba equivocada. La ayudante estaba demasiado fascinada con ese hombre para mantener la sensatez en ese aspecto.

Agatha recordó la época en que solían irritarla las risitas disimuladas de Violet, inspiradas por Gandy. Qué cabeza hueca le parecía. Sin embargo, en el presente ella misma se sentía así cada vez qué estaba cerca de él. Se le ocurrió que, si la gente lo supiera, también la consideraría una cabeza hueca. Y tal vez lo fuese. Quizá fue sólo su imaginación esa mirada provocativa de vibrante intensidad. Y, aunque fuese real, ¿cómo podía adivinar qué pensamientos bullían en la cabeza de Scott?

Joseph Zeller, al entrar en la tienda por la puerta principal, interrumpió la introspección.

– Señorita Downing, señorita Parsons, ¿cómo están?

Intercambiaron las banalidades de costumbre y, por fin, Zeller mencionó el motivo de su visita.

– Señorita Downing, tengo entendido que fue a Topeka, a reunirse con el gobernador.

«Oh, no», pensó Agatha. Pero mientras se esforzaba por hallar una respuesta que no la comprometiera, Violet exclamó, orgullosa:

– Ya lo creo que fue. Recibió una invitación impresa a un té que daba el gobernador en el rosedal, ¿no es cierto, Agatha?

Zeller sonrió, impresionado.

– No es cosa de todos los días que un ciudadano de Proffitt se codee con el gobernador, ¿verdad?

El hombre se quedó casi media hora, haciéndole una pregunta tras otra, y Agatha no pudo hacer otra cosa que contestar. Pero a cada respuesta que daba se sentía más traidora. Le sonsacó cada uno de los movimientos innovadores para aumentar la conciencia pública con respecto a los peligros del alcohol.

El artículo apareció en primera plana, en la Gazette, y atrajo un caudal inesperado de propaganda en favor de la reforma constitucional, de fuentes inesperadas.

La Gazette misma publicaba un editorial destacando que la templanza surgía como el tema principal que unía a las mujeres en todo el país. Desde el pulpito de la Iglesia Cristiana Presbiteriana, el reverendo Clarksdale instó a sus feligreses a votar por la prohibición, aduciendo que ya no existía el riesgo de cólera, motivo que impulsó a la gente a mezclar cerveza en el agua, e iniciar así la locura alcohólica; por lo tanto, la necesidad de un «agente purificador» era cosa del pasado. Los maestros comenzaron a sermonear en sus clases acerca de ingerir bebidas tóxicas y los niños, a su vez, llevaban la advertencia a sus respectivos hogares, y muchos de ellos fastidiaban a los padres no sólo para que dejaran de beber alcohol sino para que, en noviembre, votaran por la ratificación de la enmienda constitucional que lo prohibía. El inspector de escuelas anunció un concurso de ensayos sobre el tema: el ganador recibiría una medalla de bronce y su nombre se inscribiría en una placa conmemorativa que enviaría la propia Lucy Limonada en persona. La Sociedad Literaria de Proffitt anunció una serie de debates abiertos en sus reuniones semanales, e invitó a participar a los miembros de ambas fracciones.

En medio de todo ese furor, Agatha y Scott se evitaban. Desde que regresó de Topeka, sólo lo veía de paso o a través del agujero en la pared, por las noches. Desde ese punto ventajoso lo vio usar por primera vez la tijera de oro, pero no le mandó una sola palabra de agradecimiento, ni acusó recibo, siquiera.

Agatha estaba mortificada. Era humillante haber hecho un regalo a un hombre por primera vez en la vida y no recibir ni las gracias. Willy se convirtió en el único vínculo entre los dos. Saltando de uno a otro, llevando consigo su fervor característico, daba entusiastas informes en uno y otro lado del edificio de Gandy.

– Scotty dice que…

– Gussie dice que…

– Yo y Scotty fuimos…

– De camino a la Iglesia, ayer Gussie y yo…

– Como perdí a Moose, Marcus y Scotty tuvieron que mover el piano…

– A Gussie y Violet les encargaron…

– Pearl dice que si pasa la prohibición, volverá a…

– Violet dice que Gussie está de mal humor…

– Scotty y Jube discutieron…

– Gussie está haciéndome unas camisas más abrigadas para…

– Scotty y Jube se reconciliaron…


Corría el mes de octubre. Faltaba menos de un mes para el día de las elecciones. Había refrescado. Ya las moscas no molestaban de noche, la actividad de los conductores de ganado mermó casi hasta interrumpirse, la taberna cerraba más temprano, pero con todo Agatha dormía mal. No era que tuviese pesadillas, pero le parecía que los debates de la Sociedad Literaria de Proffitt se realizaban dentro de su cabeza.

En sus sueños, Mustard Smith discutía a gritos con Eyelyn Sowers, y al comprender que perdía comenzaba a jadear, y miraba a Evelyn como un toro furioso que se dispusiera a embestir. Daba la sensación de que el aire silbaba entre sus dientes entrando y saliendo, entrando y saliendo.

Agatha se despertó de golpe.

La respiración jadeante era real. Venía de al lado de la cama. Pesada, sibilante, asmática. El pánico la invadió. Le sudaron las manos. Se le tensaron los músculos. Permaneció inmóvil como un cadáver mirando, tratando de ver quién estaba junto a su hombro. ¡Oh, Dios! ¿Qué hago? ¿Dónde está el objeto pesado que tengo más cerca? ¿Podré alcanzarlo más rápido de lo que el intruso me atrape a mí? ¿Qué hago primero, gritar o saltar?

Hizo las dos cosas a un tiempo, aferrando la almohada v balanceándola hacia atrás con toda la fuerza posible. Pero nunca tocó al intruso: se la arrebató y la tiró. El grito de Agatha quedó interrumpido por la mano incrustada sobre la boca. El otro brazo del sujeto la aferró, cruzado sobre el pecho y las costillas y la alzó hacia atrás, aunque ya estaba a medias levantada.

– Se lo advertí, pero no me hizo caso -siseó, en el oído de Agatha-. Ahora me escuchará, señora. Aquí tengo algo que la obligará a escucharme aunque no quiera.

La presión pasó a los pechos, y algo la pinchó bajo la mandíbula, del lado izquierdo.

– No veo bien en la oscuridad. ¿Está cortándole?

Estaba cortándola. Sintió que la punta del cuchillo le penetraba en la carne y gritó bajo la mano, clavándole las uñas en el brazo que sostenía el cuchillo.

– Tenga cuidado, señora.

Dejó de clavarle las uñas. Si tironeaba, y el sujeto se flexionaba contra la cadera de ella, el cuchillo podía clavársele en el ojo.

Oyó su propia voz que gemía, a cada exhalación aterrada. «¡Scott, ayúdame! ¡Comisario Cowdry… Violet… alguien! ¡Por favoooor!»

– Usted es la que empezó con esa basura de la prohibición, aquí. Organizó, sermoneó, y oró en los umbrales de las tabernas. Después, fue a gimotearle al gobernador hasta que logró que este maldito Estado explotase en un solo clamor. Bueno, en este pueblo, somos once a los que no nos gusta. ¿Entendió?

La apretó más fuerte. Los dientes le cortaron el labio y sintió el sabor de la sangre.

Intentó suplicar, pero las palabras salieron como gemidos ahogados contra la mano sudorosa, salada del sujeto.

– Ahora, se echará atrás, hermana, ¿entendió? Diga a las demás mujeres que terminen con sus malditos debates. Dígale a esa predicadora melosa que cierre la boca. ¡Y deshaga esa sociedad por la templanza! ¿Entendió?

Asintió, con gestos enloquecidos, frenéticos, y sintió que algo tibio le resbalaba por el cuello. Un dolor agudo provocado por la punta del cuchillo le dio la sensación de que la hoja ya le había atravesado el ojo. Gritó de nuevo, y el hombre le apretó la cara con tanta fuerza que creyó que le había roto la mandíbula. A cada latido, sentía que le explotarían las venas.

Los gemidos sé aceleraron, al pasar del pánico a la semiinconsciencia.

Por los orificios dilatados de la nariz le entró olor a cigarro y a sudor.

– Si cree que tengo miedo de matarla, se equivoca. -Creyó que se le saltarían los ojos de las órbitas-. Una organizadora muerta sería de lo más eficaz para ponerles paños fríos a todas las reformadoras de por aquí. Pero le daré una última oportunidad, porque tengo un gran corazón, ¿sabe?

Rió con malicia.

Agatha siguió hipando, desesperada.

– ¡Eh, hermana!, ¿qué es esto que siento? -La hoja se apartó y la mano se cerró sobre un pecho-. Para ser una lisiada, no está nada mal, ¿sabe? Quizá tenga una manera mejor de lograr que se porte bien, en lugar de matarla, ¿eh? -Deslizó una mano por el vientre de Agatha y lanzó una carcajada perversa mientras ella, sin querer, apretaba los muslos. Un instante después, sintió que le metía el camisón entre las piernas. Contuvo las ansias de gritar otra vez, pero se le cerraron los ojos y las lágrimas brotaron por las comisuras de los ojos-. Apuesto a que nunca lo hizo, ¿no, renga? Bueno, esta noche no tengo tiempo, pues ese maldito comisario entrometido anda por el callejón. Pero si no hace lo que le digo, volveré. Y no me importa para nada que pueda rodearme con las piernas o no. Usaré esto.

La hizo caer a gatas sobre la cama, con el camisón aún metido entre las piernas, y poniéndole una mano en la nuca, le aplastó la cara contra el colchón.

– Ahora, se quedará así cinco minutos… ¿entendido?

De rodillas sobre la cama como un musulmán de cara a la Meca, sangrando sobre las sábanas, sintió la cadera como si estuviese rompiéndosele otra vez. Si pasaron cinco minutos o cinco horas, no estaba en condiciones de saberlo. Lo único que supo fue que el hombre salió por la puerta y que sólo había otra manera de salir del apartamento. Por ahí salió Agatha. Por la ventana, por la angosta cornisa que había detrás del falso frente de la tienda, hasta la primera ventana que encontró. Golpeó, pero Jube no salió. Desesperada, siguió hasta la próxima y golpeó otra vez, demasiado aturdida para comprender que también pertenecía al cuarto de Jube. Se arrastró hasta la siguiente y la aporreó con el puño, pero era la ventana del pasillo. Llorando, gimiendo, se tambaleó junto a la pared hasta la próxima ventana, que estaba abierta unos centímetros. La empujó hacia arriba y pasó por el alféizar al dormitorio de Scott.

De pie en la oscuridad, el pecho agitado, trató de controlarse después de haber pasado por la experiencia más terrible que había tenido que enfrentar hasta el momento.

– S… S… Scott… a… a… ayuda… me -rogó-. S… S… Scott…

Scott Gandy emergió de un profundo sueño al oír el susurro. Abrió los ojos, preguntándose si Jube había hablado en sueños. No, estaba llorando. Rodó para mirar sobre el hombro y vio una figura de blanco a los pies de la cama. El primer impulso fue ir a buscar la pistola, pero entonces oyó otra vez el gemido quebrado, desgarrado.

– S… S… Scott… p…p…por… favor.

Así, desnudo como estaba, saltó de la cama.

– ¡Agatha! ¿Qué ha pasado?

– U… u… un… h… ho…

Todavía alterada por la impresión, sólo pudo tartamudear. Temblaba con tal violencia que Scott le oyó castañetear los dientes. La sujetó de los hombros y sintió que su propio corazón se aceleraba de miedo.

– Cálmate, vamos, tranquila, respira hondo, otra vez.

– Un ho… ho… hombre.

– ¿Qué hombre?

– Un ho… ho… hombre f… f… fue…

– Despacio, Gussie. Un hombre…

– Un hombre f… f… fue a mi c… c… cuarto y te…tenía un cu… cu… cu… -Cuanto más lo intentaba, más difícil le resultaba la palabra-. Cu… cu…

Los temblores le recorrieron todo el cuerpo y respiraba como si estuviese debatiéndose en aguas profundas.

Scott la atrajo hacia él y la abrazó con firmeza, sujetándola con las manos y los codos, una mano en la nuca. Aun así, seguía jadeando con bocanadas breves, insuficientes, como un perro fatigado. Sintió contra el pecho los movimientos bruscos del torso de la mujer.

– Ahora estarás bien. Estás a salvo. Di una palabra por vez. Un hombre fue a tu cuarto y tenía un… ¿qué tenía, Gussie?

– Cu… cu… -El jadeo se hizo más rápido contra la oreja de Scott, como si apelase a toda su energía vocal, hasta que al fin explotó-: ¡Cuchillo!

– ¡Dulce Jesús! ¿Estás bien?

A Scott le pareció que cada uno de sus propios latidos era una explosión. Sin soltarla, se echó hacia atrás y se inclinó hasta que pudo verle los ojos inmensos, aterrados.

– N…no… lo s…sé.

Jube se despertó y preguntó, soñolienta:

– ¿Amor? ¿Qué pasa?

Gandy no le hizo caso.

– C…c…creo qu…que estoy san…sangrando -gimió.

La tomó en los brazos en el preciso instante en que a Agatha se le doblaban las rodillas.

– ¡Levántate, Jube! Agatha está herida. ¡Despierta a los hombres y corre a buscar al doctor!

– ¿Eh? -farfulló, desorientada.

– ¡Ahora, Jube! -vociferó-. ¡Trae al doctor Johnson!

Jube salió de la cama y encontró la bata camino de la puerta.

– ¡Manda a Jack aquí! -ordenó, mientras acostaba a Agatha en la cama tibia.

Cuando encendió la lámpara, vio enseguida la sangre sobre el camisón blanco. Fue presa del terror mientras buscaba la herida y la encontraba bajo la mandíbula. Revisó el cuerpo pero no encontró más desgarros en el camisón.

Agatha cruzó los brazos sobre el pecho, cerró los ojos y se estremeció.

– Tengo m…mucho f…frío.

La tapó hasta el cuello y se sentó al lado, sintiendo que el miedo daba paso a la furia.

– ¿Quién te hizo esto?

Sin abrir los ojos, tartamudeó:

– N…no s…s…é -respondió, entre hipos.

– ¿Qué quería?

– La pro…hibición en las ta…ta…

Tembló con tal violencia que el resto de la palabra se perdió.

Gandy habló en tono duro, cortante.

– ¿Te hizo daño de alguna otra manera?

La única respuesta fue que Agatha se acurrucó más, las lágrimas brotaron tras los párpados cerrados, y giró la cara, avergonzada.

Scott le apretó el hombro a través de las mantas, e insistió:

– Gussie, ¿lo hizo?

Mordiéndose los labios, con los ojos apretados, negó enfáticamente con la cabeza.

Jack irrumpió en la habitación, vestido con su traje de dormir de una pieza.

– Alguien atacó a Agatha. Ve a echar una mirada atrás.

Llegaron Marcus e Ivory, sin otro atuendo que los pantalones.

– ¿Está bien?

– La hirieron con un cuchillo. Tal vez sea algo peor.

Jack rechinó los dientes, y la mandíbula se le tensó.

– ¡Vamos! -ordenó, y salió corriendo mientras los otros hombres le pisaban los talones.

Gandy miró a Agatha, acomodó las mantas bajo la barbilla y quiso saber:

– Te puso encima algo más que la hoja del cuchillo, ¿no es cierto? -Se levantó de un salto-. ¡Maldito sea! Descubriré quién es ese hijo de perra, y las pagará. ¡Juro por Dios que las pagará!

Agatha abrió los ojos y suplicó:

– ¡No… por favor, es peligroso… y fuerte!

Gandy cruzó a zancadas el cuarto, agarró los pantalones de un manotón, se los puso y se volvió otra vez de cara a ella, mientras se los abotonaba con gestos furiosos. Se tragó los epítetos que pugnaban por escapársele y se acercó de prisa a la cama, empujándola hacia abajo por los hombros.

– Acuéstate otra vez, Gussie, por favor. Todavía estás sangrando.

Quiso tocarse la herida con los dedos, pero Scott los sujetó antes de que pudiese hacerlo.

– Por favor, no.

– Pero, tus sábanas…

– No importa. Por favor, no te muevas hasta que llegue el doctor Johnson.

Le metió la mano bajo las mantas y la arropó otra vez. Después, se sentó junto a ella callado, la vista fija en los ojos enormes, desenfocados, acariciándole el cabello, apartándoselo de la frente una y otra vez.

– Scott -murmuró, los ojos llenos de lágrimas que los hacían parecer transparentes, como agua verde y profunda.

– ¡Shh!

– El hombre no me…

– Después… hablaremos de eso después.

Las lágrimas corrían en arroyuelos de plata por las sienes, y Scott las secó con los pulgares.

– No me dejes.

– No lo haré -le prometió.

Al ver que llegaba el doctor Johnson y ocupaba el lugar de Scott en el borde de la cama, los ojos de la herida se llenaron de pavor. El médico limpió la herida con salmuera y afirmó que no haría falta coser. Mojó generosamente un aposito de gasa con tintura de árnica, lo aplicó a la herida y lo sujetó con una tira alrededor de la cabeza. Entretanto, Ruby, Pearl y Jube espiaban ansiosas en la puerta. Los hombres informaron que no encontraron a nadie en el callejón ni en el apartamento de Agatha. El doctor Johnson se lavó las manos en el lavabo que usaba Gandy para afeitarse y; mientras las secaba, aconsejó:

– Esta noche, sentirá un poco de dolor. Tal vez una medida de whisky lo atenúe. Tendrá escalofríos hasta que pase la impresión pero, fuera de eso, se recuperará sin inconvenientes.

– Jack, ve abajo a buscar una botella, por favor -dijo Gandy, sin sacar la vista del rostro pálido de Agatha.

Jack desapareció sin decir una palabra.

– Marcus, Ivory, gracias por ir a ver. Si uno de vosotros quiere ir a buscar al comisario, creo que será mejor que hable con él esta misma noche.

– Ya te lo dije. Llegará en cualquier momento.

– Bien. -Gandy se dirigió a las mujeres-. Chicas, volved a la cama. Yo me quedaré con ella.

Jube se demoró un momento cuando las otras se fueron. Gandy le tomó la barbilla con ternura:

– Lo siento, Jube. Me pidió que no la dejase. ¿Te molestaría ir a tu propio cuarto lo que queda de la noche?

La muchacha le besó el mentón:

– Por supuesto que no. Vendré a verla por la mañana.


Scott era el único en el cuarto mientras Ben Cowdry la interrogaba. Agatha se había calmado en cierta medida, y respondía con lucidez, repitiendo las amenazas del atacante, recordando que olía a cigarro y que, al parecer, tenía una barriga prominente y voz áspera. Pero cuando Cowdry le preguntó si le había hecho otro daño, además de la herida de cuchillo, los ojos angustiados se posaron en los de Scott. Éste se apartó de la esquina del guardarropa en que estaba apoyado y avanzó.

– No, Ben, ninguno más. Yo ya le pregunté.

La mirada de Cowdry pasó de uno a otra y volvió al hombre. Se levantó y se ajustó el cinturón donde llevaba las pistolas.

– Está bien. Cuando esté mejor, necesitaré que me firme unos papeles relacionados con el ataque. No se preocupe, señorita Downing, lo atraparemos.

Cuando el comisario salió, Gandy cerró la puerta de la sala y volvió al dormitorio. Los ojos redondos y asustados de Agatha estaban clavados en la entrada, como aguardándolo.

– No debería estar aquí, en tu dormitorio.

Al pasar junto a la repisa, Scott tomó la botella de whisky y un vaso.

– Ordenes del médico -dijo en tono suave, mientras iba hacia la cama y se sentaba en el borde, con una rodilla levantada. Destapó la botella, sirvió tres dedos y dejó la botella en la mesa de noche-. ¿Puedes incorporarte?

– Sí.

Se sentó con esfuerzo, haciendo muecas al moverse los músculos del cuello, y Scott se inclinó hacia la pila de almohadas que tenía detrás. Agatha se echó atrás, suspirando.

– Toma. -Le sostuvo el vaso y ella lo miró fijo-. ¿Alguna vez lo probaste?

– No.

– Entonces, prepárate. Arde, pero te ayudará.

Estiró, vacilante, las manos delicadas, y sujetó el vaso con las yemas de los dedos. Levantó la mirada con incertidumbre. Gandy rió.

– ¿Qué puedes esperar del propietario de una taberna?

Agatha hizo un valeroso esfuerzo por sonreír, pero le dolía la herida. Aferrando el vaso con fuerza, lo levantó y lo bebió en cuatro tragos, cerró los ojos, se estremeció, abrió los ojos y la boca y le tendió el vaso para que le sirviera más.

– ¡Uh! -Gandy le apartó la mano-. No tan rápido. Si sigues a ese ritmo, pronto verás perros de la pradera rosados.

– Me duele. Todavía tengo el estómago revuelto, Y aún no estoy segura de no caerme a pedazos. Si el whisky me ayuda, beberé otra ración.

Alzó el vaso y, aunque Gandy la miró, dudoso, tomó la botella otra vez. En esta ocasión, le dio la mitad y cuando ella lo levantó como para tragarlo de una vez, se lo impidió.

– No tan rápido. De a sorbos pequeños.

Lo bebió a sorbos, bajó el vaso y lo sostuvo con ambas manos. Después, tocó las sábanas y el camisón ensangrentados.

– Te dejé la cama hecha un desastre.

Scott le sonrió.

– No me opongo.

– Y Jube tuvo que irse.

Los ojos de ambos se encontraron y se sostuvieron la mirada.

– Está bien. De cualquier modo, no duerme siempre aquí.

Agatha tomó conciencia de la rodilla que le rozaba el muslo, y levantó la bebida como para protegerse. Con ese último sorbo, vació el vaso. Luego, distraída, se secó la comisura de la boca con el dorso de la mano, sin mirar al hombre.

– Ya me siento mejor. Puedo ir a mi apartamento.

– No. Te quedarás aquí.

Tendió la mano al vaso vacío, pero rodeó con los dedos el vaso y la mano de Agatha.

– ¿Qué te hizo, Gussie? Necesito saberlo.

Al levantar la mirada, vio que en los ojos de Scott se leía la preocupación, y estaban oscuros por la emoción. Tragó saliva y sintió un dolor terrible, hasta la coronilla. Al hablar, lo hizo con voz trémula y con más lágrimas colgando de los párpados.

– No me hizo lo que tú piensas. Sólo… sólo…

Con delicadeza, le quitó el vaso de los dedos tensos y lo apoyó.

– Acuéstate -le ordenó, levantando las mantas y acomodando las almohadas mientras Agatha se deslizaba otra vez en la tibia seguridad de la cama de él.

La tapó hasta el cuello, se tendió al lado y la hizo girar de cara hacia él. Con la mano abierta en la espalda de Agatha sintió, a través de las mantas, que se estremecía de nuevo. Frotó el hueco entre los omóplatos y contempló el rostro ruborizado.

– Abre los ojos, Gussie.

Lo hizo, y contempló la mirada fija en ella, vio de cerca las pestañas negras y espesas, los ojos castaños intensos, las cejas bien delineadas y los labios oscuros. El whisky había comenzado a relajarla, pero se acurrucó bajo las mantas, con los brazos cruzados sobre el pecho en gesto protector. Cuando Scott tragó, la manzana de Adán bajó y subió.

– Tú me importas -le dijo en un murmullo ronco-. ¿Entiendes eso?

No movió un músculo durante un lapso largo y cargado de emociones y contempló los angustiados ojos verdes hasta que ella también tragó saliva.

– Me manoseó -murmuró- de un modo desagradable, que me hizo sentir sucia. Y me amenazó con volver y hacerme algo peor si no combatía el interés de la gente en la ratificación de la enmienda.

– Pero es demasiado tarde para poder hacer algo al respecto.

– Lo sé.

Con las mejillas apoyadas en las almohadas, permanecieron acostados, mirándose a los ojos.

– Lo siento -dijo Scott en voz suave, deseando poder borrar la agresión que había sufrido.

Agatha parpadeó, y Scott vio que el alcohol comenzaba a hacerle efecto.

– Ya es suficiente -susurró, contenta.

– ¿Sí?

No le pareció suficiente enfurecerse, mandar a los hombres a revisar la calle, a buscar al comisario y al médico y darle un par de vasos de whisky. Era una mujer buena, pura, y no merecía sufrir otra vez a manos de alguien que reverenciaba el alcohol.

Bajo la mano de Scott, el temblor cesó. Los ojos inmensos, tan claros, se negaban a cerrarse. Le miró los labios… lo que le pasó por la mente hacía mucho merodeaba por ella. Había ocasiones en que estaba seguro de que ella también lo pensaba, como él.

Levantó la cabeza lo suficiente para eludir la nariz y la besó como el pincel de un artista que deseara retratarla. Agatha permaneció inmóvil como si lo fuera, los ojos cerrados, conteniendo el aliento, los labios quietos.

Gandy se acostó otra vez y la observó. Agatha abrió los ojos y respiró de nuevo, como probando su capacidad para hacerlo. El hombre trató de leer lo que veía en esos ojos, buscó el deseo, pero comprendió que era demasiado tímida para dejarlo ver. No obstante, vio el pulso que latía con rapidez en las sienes, y eso le bastó. Aunque no sabía a dónde llevaría, estaba convencido de que hacía mucho que pensaban en ello y que esa curiosidad tenía que ser satisfecha.

Se apoyó en un codo, le apretó el hombro y, con delicadeza, la hizo acostar de espaldas. Inclinándose sobre ella, le buscó la mirada un momento largo y ardiente. Luego, con suma lentitud, bajó la boca hasta posarla en la de Agatha. En gesto intuitivo, proyectó la lengua, pero aunque ella alzó la cara hacia él, dejó los labios cerrados. La rozó con ligereza… una vez, sólo para tocar la unión de los labios. De súbito, comprendió: Agatha no sabía cómo proceder. No supo que estaba conteniendo el aliento hasta que el beso se prolongó y lo sintió vibrar en la mejilla. Sintió una extraña opresión en el corazón: era más inocente de lo que había imaginado. Pensó pedirle que abriese los labios, pero supo que la asustaría. Entonces, se lo dijo con los labios, con la lengua, con suaves mordiscos, toques húmedos, diestros, con el movimiento lento de la cabeza: Gussie, Gussie, ábrete a mí.

Percibió el momento en que Agatha captó el mensaje y aflojó el abrazo esperando… esperando: el beso se convirtió en una invitación.

Primero, una pequeña abertura, vacilante. Luego, la lengua encontró su camino entre los labios: Ábrete más, no tengas miedo.

Lo entendió, abrió más los labios y contuvo otra vez el aliento, esperando el primer contacto fugaz dentro de su boca.

En el instante del contacto, Scott percibió el placer y el sobresalto de la primera intimidad elemental. Cuando la acarició con la suya, la lengua de Agatha le supo lejanamente a coñac, y fue trazando pequeños círculos, como instándola a hacer lo mismo.

Hubo una primera respuesta tímida.

¿Así?

Él, a su vez, respondió: Así… más hondo, más prolongado.

Lo intentó cautelosa, reservada, pero embelesada y dispuesta. Sintió cómo iba creciendo en ella la maravilla ante la sensación tibia, sedosa, y procuró que el beso siguiera siendo suave. Fue levantando la cabeza de a poco, y se separó con un toque de la boca abierta, para luego contemplarle el rostro.

Agatha abrió los ojos. Seguía tapada hasta el cuello, las manos presas sobre el pecho, entre los dos.

– Con que, así se hace -murmuró.

– ¿Nunca lo habías hecho?

– Sí, una vez. Cuando tenía ocho años, en el patio trasero de un chico vecino que me prometió dejarme jugar en la hamaca si yo lo dejaba besarme. Él tenía diez. Tú eres mucho mejor en esto que él.

Scott le sonrió, exhibiendo sus famosos hoyuelos.

– ¿Te gustó?

– Nada me gustó tanto desde que me regalaste la nueva Singer.

Scott rió y la besó otra vez, más prolongado pero sin prisa, dejándola explorar la boca a su antojo. Sintió las manos que se removían y les dio espacio para que estuviesen libres. Emergieron de entre las mantas y se apoyaron con levedad sobre la piel desnuda, debajo de los omóplatos, apenas abiertas.

Separó la boca de la de ella y le apoyó los labios en la frente, mientras los dedos de Agatha seguían acariciándolo.

– Gussie, sea lo que fuera a lo que lleguemos tú y yo, recuerda que no tuve intenciones de herirte con esto.

De pronto, Agatha comprendió con mucha claridad a dónde llegarían, y supo que no sería ahí en Proffitt, Kansas, los dos juntos. Saberlo le dolió más que la punta del cuchillo del atacante.

– Debo de estar un tanto ebria -dijo- para estar acostada en la cama de un hombre, bebiendo whisky y besándolo.

Scott levantó la cabeza, le sostuvo las mejillas entre las palmas y la obligó a mirarla en los ojos:

– ¿Me oíste?

Tragó saliva y respondió:

– Te oí.

– No eres una mujer para tomar esto con ligereza. Yo lo sabía antes de besarte.

Contempló su rostro. La luz de la lámpara daba a las puntas de las pestañas un rojizo intenso y proyectaba sombras tentadoras a los lados de la nariz y la boca. Trazó con los pulgares leves círculos en las sienes y vio con mayor claridad lo que ya había visto: atrayentes ojos verdes, una nariz recta y fina, labios suaves que instabana besar, todo en un conjunto fascinante. Le costó creer que nunca hasta entonces un hombre se hubiese sentido atraído.

– Debe de haberte extrañado que nunca te agradecí lo de las tijeras. -Agatha tragó saliva pero no dijo nada-. ¿Fue así?

– Sí. Eres el primer hombre al que hice un regalo.

Le besó la barbilla y le dijo con ternura:

– Gracias.

– ¿Por qué no fuiste a decírmelo antes?

– Porque esta es la primera vez que me decido a hacer esto. Ese día lo pensé. Pero no quiero que creas que me aprovecho de ti cuando estás ebria de tu primer whisky, y ya esta noche te tomaron una vez por sorpresa, Gussie. No es por eso que lo hice.

– ¿Y por qué?

– No lo sé. -Adquirió una expresión afligida-. ¿Tú lo sabes?

– ¿Para consolarme?

Contemplándole los ojos, Scott eligió la salida más fácil:

– Sí, para consolarte. Y para decirte que las tijeras están en mi bolsillo del pecho desde que Willy me las trajo. Son hermosas. -Vio que la timidez se instalaba en el semblante de Agatha-. Te ruborizaste -le informó.

– Lo sé.

Apartó la mirada.

Hacía tanto que no veía sonrojarse a una mujer… Recorrió con un dedo la línea de la mejilla, donde la piel suave había florecido como una rosa en verano.

– ¿Puedo quedarme aquí? ¿Sobre las mantas, a tu lado?

La mirada de Agatha voló hacia él. Los de color verde claro a los de castaño profundo. Sintió el peso de él casi apretándole los pechos. Tal vez fuese lo más cerca que llegara jamás del acto verdadero.

– Puedes confiar en mí, Gussie.

– Sí… quédate -susurró.

Vio que se apartaba rodando para bajar la mecha de la lámpara, y que la habitación se convertía en un seguro refugio penumbroso. Lo sintió rodar otra vez hacia ella y acomodarse de costado, de cara a ella. Después, escuchó la respiración y sintió que le agitaba el cabello sobre la oreja. Y se preguntó cómo sería poder compartir la cama así, el resto de su vida.

Загрузка...