El balanceo del tren creaba un ánimo que la llevaba a la introspección: el paisaje que se movía cada vez más rápido, hasta convertirse en una mancha verde a lo lejos, el retumbar incesante del metal chocando con otro metal y que subía desde abajo hasta que se convertía en algo tan propio como los latidos del corazón, el penetrante silbato que viajaba en el viento como un suspiro fantasmal, mientras que afuera el verde se transformaba en negro, y un rostro miraba al pasajero, y ese rostro era el de ella misma. Era como si alguien devolviese una mirada desde el inconsciente, exigiendo un examen.
En el camino de regreso a Proffitt, Agatha pasó las horas pensando en la apuesta que iba a hacer… y vaya si era una apuesta. El purgatorio contra el cielo. Porque vivir en la casa de Scott Gandy nada más que como la gobernanta era condenarse al purgatorio eterno. Lo amaba, lo quería, quería compartir la vida con él, pero como esposa, nada más. Sin embargo, él no mencionó ni amor ni matrimonio. Vivir en esa casa, reservarse sus sentimientos, ¿sería realmente preferible a quedarse sola en Proffitt?
Sí. Porque en Waverley también estaba Willy, y el amor del niño significaba para ella casi tanto como el de Scott.
¿Y qué se podía decir de las oportunidades para el cielo? Todo lo que había deseado, que un día Scott la mirara en los ojos y le dijese que la amaba, que quería casarse con ella y hacer que Willy fuese de ellos para siempre. Así era cómo tenía que ser. ¿Alguna vez lo comprendería él?
Ah, pero era un riesgo, una apuesta, porque no lo sabía. Ya antes había apostado contra Scott Gandy y perdió, y le dolió. Pero el amor era algo contagioso y una persona inteligente apostaría todas las veces.
Y Agatha Downing era una dama inteligente.
Dejar a Violet fue menos doloroso de lo que Agatha había imaginado, principalmente porque la amiga estaba embelesada con su nueva condición de mujer de negocios. Y, tal como predijo Scott, después de haber vivido en un cuarto de la pensión de la señora Gill, el apartamento de Agatha le parecía una casa lujosa de veraneo. Además, estaba maravillada porque Agatha había ganado un lugar en el hogar de LeMaster Scott Gandy, el hombre cuya sonrisa la hizo ruborizarse y reír tontamente tantas veces.
No obstante, a último momento, cuando ya tenía las cosas empacadas, la muestra cuidadosamente guardada entre capas de ropa, en un baúl (había donado los sombreros viejos a Violet) revisó el apartamento a la caza de toda posesión personal significativa, dio las instrucciones finales relacionadas con el estado de los libros contables de la tienda, Agatha miró en torno y se encontró con los ojos de Violet.
– Pasamos muchas horas juntas, aquí, ¿no es cierto?
– Ya lo creo. Hemos dado infinidad de puntadas entre estas paredes. Pero también reímos mucho.
Agatha esbozó una sonrisa triste.
– Sí, es verdad. -Moose, desde el interior de una cesta para aves, lanzó un quejido de protesta-. ¿Estás segura de que no te importa que me lleve al gato?
– Desde luego que estoy segura. ¡El animal de la señora Gill se fue por tres días, otra vez, la semana pasada y volvió apestando a dicha paradisíaca, el pelo todo apelmazado, y cojeando, qué te parece! Me habría gustado verla. Tt-tt. Como sea, dentro de nueve semanas habrá una nueva carnada de gatitos en la pensión, y Josephine no sabrá qué hacer con ellos cuando empiecen a trepar por las cortinas y a afilarse las garras en los muebles. No, tú llévale a Moose a Willy, que es con quien debe estar. -Hizo una pausa y miró alrededor-. Bueno, y ahora será mejor que os llevemos a vosotros dos a la estación, no sea que el tren llegue temprano. Como estará el señor Gandy esperándote en el otro extremo de la línea, no quisiera que lo pierdas. Tt-tt.
Agatha cerró la puerta de la tienda por última vez, giró para echar una última mirada a la cortina verde que había levantado todas las mañanas y bajado todas las tardes durante más años de los que quería recordar. Alzó la vista hasta la ventana del apartamento, allá arriba. El comentario nostálgico que hizo adentro se debía a su cariño por Violet. Pero al darle la espalda al edificio no sintió ni una fugaz punzada de remordimientos. Fue un lugar solitario todos los años que vivió allí, y marcharse era un placer.
Pero cuando ella y Violet se despidieron junto al tren humeante, a las dos las asaltó un súbito y agudo dolor. Los ojos de ambas se encontraron y supieron que, con mucha probabilidad, sería la última vez que se veían.
Se abrazaron fuerte.
– Fuiste una amiga auténtica, Violet.
– Tú también. Y no pierdo la esperanza de que el señor Gandy se ilumine y te tome como amante, si no como esposa.
– Violet, eres escandalosa -dijo, riendo con los ojos húmedos.
– Querida, te contaré un secreto que no le conté a nadie hasta ahora. Una vez, cuando tenía veintiún años, tuve un amante. Fue la experiencia más maravillosa de mi vida. Ninguna mujer tendría que perdérsela. -Agitó un índice torcido bajo la nariz de la amiga-. ¡Recuérdalo, si se presenta la ocasión!
Todavía riendo con los ojos llorosos, le prometió:
– Lo recordaré.
– Y dales saludos de mi parte, y dale a ese apuesto Gandy un beso en la mejilla, y dile que es de Violet, que quiso hacerlo cada vez que él entró en la tienda. ¡Y ahora, sube a ese tren, chica! ¡Rápido!
Por eso fue fácil partir: Violet la ayudó, con su espíritu indoblegable. Sólo cuando estuvo a unos ochocientos metros de camino, Agatha soltó libremente el llanto. Pero, en cierto modo, eran lágrimas de alegría. ¡Y, por cierto, Violet le había dado en qué pensar!
Lo pensó en las pocas horas de vigilia que quedaron durante el largo viaje al Sur, evocando a Violet, preguntándose quién habría sido el amante, y si se habría topado con él a lo largo de los años. ¿Cuánto habría durado el romance? ¿Por qué no se casaron? ¿Qué fue lo que la convirtió en la experiencia más maravillosa de la vida?
Agatha solía pensar que sólo las malas mujeres se unían con hombres fuera del matrimonio, pero Violet no tenía nada de mala. Era una buena mujer cristiana.
La idea le dio vueltas en la cabeza, mientras se producía la ya conocida transformación fuera de la ventanilla del tren, dejaba atrás el invierno cambiándolo por la primavera, el tiempo frío por el tibio, el barro por las flores. Entretanto, danzaban ante los ojos de Agatha imágenes de Scott y de Willy…
Hasta que fueron algo más que imágenes. Reales, de pie sobre la plataforma de guijarros rojos de la estación, escudriñando las ventanas que pasaban raudas; Scott, alzando un dedo para señalar: «¡Ahí está!». Los dos, saludando con la mano, jubilosos, sonrientes. El corazón de Agatha se hinchó al ver a sus dos amores, y aunque nunca había estado en Columbus, Mississippi, la sensación de bienvenida era fuerte, aguda y dulce. Cuando se apeó, estaban al pie de la escalerilla, Willy encaramado al brazo de Scott.
– ¡Gussie, Gussie! -gritó, arrojándose hacia ella.
La abrazó e hizo caer el sombrero que usaba sólo porque tenía tantos que no le cabían en la sombrerera. Scott lo agarró con la mano libre, mientras ella y Willy se abrazaban.
– Oh, Willy, te eché de menos.
Cerró los ojos para contener las lágrimas de felicidad. Se besaron: sabía a zarzaparrilla. Le apartó el cabello y le sujetó el rostro, sin cansarse de contemplar las mejillas pecosas y los preciosos ojos castaños.
– Scott dice que te quedarás para siempre. ¿Es verdad, Gussie, es verdad?
Agatha le sonrió a Scott.
– Bueno, creo que sí. Traje todas mis pertenencias, hasta la máquina de coser y a Moose.
– ¡A Moose! ¿En serio?
– En serio. Está en una cesta para aves en el vagón del equipaje, y el guardia le dio de comer.
Willy derramó ruidosos besos sobre Agatha que caían en cualquier parte.
– ¡Jesús! -se alegró-. ¡Moose! ¿Oíste eso, Scotty! ¡Trujo a Moose!
– Trajo a Moose -lo corrigió Scott. Cuando Agatha le sonrió, Willy la atrapó por las mejillas exigiendo atención exclusiva.
– Vas a ver mi yegua. ¡Se llama Cinnamon, y está preñada!
– ¡No me digas!
– Scotty me dejó ver cómo la preñaban.
– Ya veo que llegué justo a tiempo para encaminar tu educación por donde tiene que ir, teniendo en cuenta que tienes cinco años.
– Seis. Cumplí años.
– ¡Cumpliste años! Y yo me lo perdí…
Compuso una expresión de exagerada pena.
– No importa. Cumpliré más el año próximo. Vayamos a buscar a Moose. Zach está esperando con los carros.
Willy saltó de los brazos de Scott al suelo de adoquines y salió corriendo, dejando a Gandy y a Agatha frente a frente. Sin barreras entre ellos, las miradas se toparon y se sostuvieron. La sensación de prisa se disipó.
– Hola, otra vez -dijo ella.
– Hola. ¿Cómo fue el viaje?
– Agradable. Apresurado. Gracias por la estupenda ubicación. Esta vez, en verdad dormí.
– ¿Esta vez?
– En la otra ocasión estaba demasiado excitada para dormir. Ésta, me hallaba demasiado agotada para no hacerlo.
– ¿Tuviste problemas para arreglar las cosas en Kansas?
– Todo salió perfecto. -Sintió tal tentación de tocarlo que, de súbito, cedió. Se puso de puntillas, le enlazó un brazo en el cuello y lo besó en la mejilla-. Éste es de parte de Violet. Me pidió que te dijera que quiso hacerlo cada vez que entrabas en la sombrerería.
Le apoyó en la espalda la mano que sostenía el sombrero al mismo tiempo que bajaba la cabeza para darle el gusto.
Cuando Agatha quiso apartarse, la sujetó con el brazo. Le aparecieron los hoyuelos en las mejillas y la voz se hizo más queda.
– Ése es de Violet. ¿Y de tu parte?
Tuvo la presencia de ánimo de besarlo jocosamente en la otra mejilla, en son de broma.
– Ése es de mi parte. Y ahora, dame mi sombrero.
Se lo puso en la cabeza.
– Creí que habías abandonado los sombreros.
– Es mucho pedir para una mujer que los usó toda su vida. Conservé mis preferidos, y éste era el lugar más apropiado para llevarlos.
Estiró la mano para acomodarlo, pero Gandy lo hizo por ella, y contempló el resultado con ojo crítico.
– Mmm. Me parece que no -decidió, y se lo quitó-. Siempre estás mejor sin sombrero.
– Eh, vosotros, vamos -interrumpió Willy-. Zach está esperando.
A desgana, Scott prestó atención al niño.
– Está bien, está bien. Ve a decirle a Zach que acerque la carreta al vagón de equipajes, al otro extremo, y nosotros iremos para allá.
Gandy tomó a Agatha del brazo y caminaron por los adoquines hacia el vagón de equipajes.
– ¿Le dejaste la sombrerería a Violet?
– Sí. Estaba encantada. ¿Quién es Zach?
– Hijo de uno de nuestros antiguos esclavos. Es muy hábil con los caballos, y está enseñándole a Marcus el oficio de cuidador y herrador. De modo que trajiste la máquina de coser.
– Por supuesto. No querría hacer un vestido de novia sin ella. ¿Alguno de los otros vino al pueblo contigo?
– No, pero están todos en casa, esperando. ¿Necesitas algo de aquí antes de irnos a Waverley? Es una hora de camino y no venimos todos los días.
No necesitaba nada. Sintió que tenía todo lo que necesitaría o querría en el mundo al ver el reencuentro entre Willy y Moose: cara a cara, patillas con pecas, el gato colgando en el aire frente al niño que lo sostenía, lo besaba, lo apretaba con demasiada fuerza, con los ojos cerrados y decía:
– ¡Eh, Moose! ¡Jesús, te extrañé!
Agatha fue presentada a Zach, que se levantó en una destartalada carreta cargada con la cesta vacía, la máquina de coser y todo el equipaje de Agatha, incluyendo el sombrero que Gandy lanzó por el aire a último momento.
Luego, ella, Willy, Scott y Moose subieron a un coche con muelles negros y arrancaron hacia el nuevo hogar de Agatha. En el camino vio por primera vez pimpollos rojos: nubes de heliotropos. Y cornejos, nubes blancas, algodonosas. Glicinas, nubes de púrpura puro. En los charcos junto al camino, florecían los junquillos en grupos tan extensos que parecía que hubiesen caído trozos de sol a la tierra, y se hubiesen despedazado sobre la hierba. Como en Florida, prevalecía el olor del Sur, rico, húmedo, fecundo. A Agatha ya le encantaba.
Pasaron por Oakleigh, y Willy le contó que ahí vivían la abuela y la madre de A. J. desde antes de la guerra. Pasaron ante una pequeña iglesia blanca en medio de un conjunto de pinos, y le dijo que ahí iba Leatrice los domingos. Ante el cementerio, le contó que ahí estaba enterrada Justine. Giraron hacia el prado, y Gandy le dijo:
– Aquí… es donde yo nací.
Más grande, más majestuoso de lo que la acuarela de Scott fue capaz de representarlo. Waverley, con sus altos pilares, su magnífica rotonda y sus bancos de hierro forjado que semejaban una labor de encaje. Waverley, con sus imponentes magnolias en el frente y los bojes, pulcramente recortados. Lo contempló, y se le aceleraron los latidos del corazón: al fin estaba ahí. ¡Al bajar la mirada, vio a los pavos reales en el prado!
– ¡Oh! -exclamó, agitada.
Scott sonrió al verla, desbordante de orgullo por el aspecto de la casa, engalanada con tantas flores, lustrosa como una perla en medio de los prados de esmeralda.
– ¿Te gusta?
La respuesta fue como había esperado. Permaneció inmóvil, muda, con la mano apretada contra el corazón tumultuoso.
Jack vio el carro y corrió cruzando los campos, desde la curtiembre, vociferando a todo pulmón:
– ¡Llegaron! ¡Llegaron!
Y antes de que el coche se detuviera, se abrió de par en par la puerta principal y se oyeron hurras y todos corrieron hacia el vehículo con los brazos levantados.
Agatha pasó de Pearl a Ivory, de éste a Ruby, y todos la abrazaron. Luego llegó Jack resoplando por la carrera a través del patio, haciéndola girar en círculo, riendo. Después apareció Jube, radiante incluso con un vestido de algodón gastado.
– ¡Jube, felicidades!
Las dos mujeres se apartaron un poco y se miraron, sonriendo. Después, Jube aferró a Marcus del brazo y tiró de él haciéndolo adelantarse.
– ¿No es maravilloso? Si él te dice lo contrario, no le creas una palabra.
Marcus, perfecto caballero, como siempre, sonrió a Agatha pero se quedó atrás. La recién llegada le dio un impulsivo abrazo.
– ¡Felicidades, Marcus! Estoy muy contenta por vosotros.
El joven hizo ademanes como de verter aceite e hizo un gesto interrogante con la ceja.
– Sí, está aceitada y lista para funcionar. Haremos el vestido de la novia en menos que canta un gallo.
Había otra persona que esperaba en los escalones del frente con las manos cruzadas sobre la barriga protuberante, con un saco de cuero colgando del cuello por medio de una correa, una mujer con la forma de un búfalo de agua, que no podía ser otra que Leatrice.
Todos, menos Leatrice hablaban al mismo tiempo. Todos menos Leatrice, abrazaron a Agatha o la besaron en la mejilla. Todos, menos ella sonrieron y rieron. Leatrice esperó, como una reina sobre la plataforma, a que le presentaran a la viajera.
Cuando el barullo del recibimiento cedió un poco, Scott tomó a Agatha del codo y la acompañó hasta los escalones de mármol.
– Leatrice -dijo-, me gustaría presentarte a Agatha Downing. Agatha, ésta es Leatrice. Es caprichosa e irrazonable, y no sé por qué la conservo. Pero yo estuve más tiempo bajo el agua que ella lejos de Waverley y, por lo tanto, supongo que se quedará.
Leatrice habló con una voz como la de una locomotora con dificultades para dar la marcha atrás.
– De modo que aquí estás, al fin, mujer de Kansas. Quizás ahora obtengamos de este sujeto algo más que gruñidos. -Señaló a Gandy con el pulgar-. Convivir con este muchacho fue peor que hacerlo con un oso salvaje.
A Gandy se le enrojeció el cuello y se miró los pies. Por cortesía, Agatha se abstuvo de mirarlo.
– Oí hablar mucho de usted, Leatrice.
– Apuesto a que sí, y nada bueno, ¿no es así?
Agatha rió. A decir verdad, la mujer hedía como una mofeta, como le advirtió Gandy.
– Bueno, oí decir que usted gobierna con mano de hierro, pero tengo la sensación de que, a veces, hay alguien que lo necesita.
– ¡Ja! -Leatrice reacomodó las manos cruzadas sobre su panza de barril-. Y yo sé quién.
Llegó Zach con el equipaje y los hombres comenzaron a descargarlo. Jack y Marcus subieron la máquina de coser. Zach e Ivory los siguieron con un baúl, el último con el sombrero de Agatha con flores rosadas encasquetado en la cabeza.
– ¿De dónde sacaste ese sombrero, muchacho? -preguntó Leatrice.
Agatha se lo arrebató.
– Es mío, pero el amo de Waverley emitió la primera orden: nada de sombreros para mí.
– ¿A dónde llevo estas cosas? -preguntó Jack.
– Al salón de la derecha -respondió Gandy, y los hombres entraron.
Se acercó Willy, arrastrando la sombrerera, casi tan grande como él, y lo seguían Jube y las chicas con otras piezas del equipaje. Mientras se metían dentro, Agatha acomodó los pétalos del sombrero y miró a Gandy con expresión provocativa.
– ¿Y dónde voy con esto?
Gandy miró con disgusto el sombrero con sus rosadas flores de calabaza, la espiral de red, y el racimo de cerezas en medio de un grupo de hojas verdes.
– No te ofendas, Agatha, pero éste es la cosa más fea que he visto nunca. Es un misterio para mí por qué una mujer con un cabello como el tuyo querría cubrirlo con flores rosadas de calabaza y cerezas.
Agatha cesó de manosear los pétalos de seda, suspiró y, casi por casualidad, ganó para siempre el corazón de la negra, al preguntar:
– Leatrice, ¿cree que podría aprovechar un sombrero rosado un poco usado?
Leatrice dilató los ojos, los fijó en la bizarra creación, y tendió las manos con gesto lento y reverente.
– ¿Esto? ¿Para mí?
– Si no le molesta que esté un poco usado…
– Señor…
Gandy le sonrió a Agatha y dijo:
– Vamos, te mostraré la casa.
Dejaron a Leatrice en los escalones del frente, con el pestilente saco de asafétida en el cuello y el sombrero rosado en la cabeza.
Scott llevó a Agatha a trasponer el portal más ancho y alto que ella hubiese visto jamás, y entraron en la gran rotonda donde se detuvo un momento para recuperar el aliento. Era majestuosa. Amplia y luminosa, con puertas corredizas abiertas, mostrando dos recibidores idénticos a cada lado y las escaleras iguales que descendían desde lo alto, constituyendo un gracioso marco para las puertas de atrás, también semejantes, al otro lado del lustroso suelo de pino. Miró arriba y lo que vio era tal como lo había imaginado: El techo en forma de cúpula, la elegante araña de bronce, las pasarelas, las ventanas, las puertas que daban a las habitaciones del suelo alto, y los husos, los setecientos dieciocho, que parecían las costillas de un ser monstruoso.
Desde el principio tuvo esa impresión: que Waverley tenía vida propia, distinta de sus habitantes. Poseía dignidad, con un toque desafiante, como si se sintiera superior por haber sobrevivido a la guerra. Por otra parte, sus proporciones empequeñecían a sus moradores, se les imponía. Pero esa dominación estaba atemperada por cierto aire de protección. Agatha tenía la sensación de que si uno necesitaba refugio, no tenía más que dar un paso entre las escaleras gemelas y estas lo estrecharían como dos brazos fuertes, y lo protegerían de todo peligro.
– Me encanta -afirmó-. ¿Cómo pudiste estar lejos de aquí tantos años?
– No lo sé -respondió Scott-. Ahora que he regresado, realmente no me lo explico.
– Muéstrame lo demás.
La llevó a la sala del frente, a la izquierda, una bella habitación con cuatro ventanas altas, imponentes, una gran chimenea y, a la izquierda de la entrada, un hueco en la pared, rodeado por un decorado de yeso.
– La alcoba nupcial -anunció.
– Preparada para ser usada otra vez -comentó Agatha-. Qué hermosa. Sin duda, debe de estar contenta.
– Jube está fascinada.
– No, Jube no, me refiero a la casa. -Alzó los ojos hacia el alto techo-. Tiene… presencia, ¿no es así? -Caminó alrededor de una silla Chippendale de patas palmeadas, pasó las yemas por la superficie encerada de una mesa Pembroke, el respaldo de un airoso sofá, pasó al piano, donde tocó una nota que quedó vibrando en el aire-. Personalidad.
– Pensé que yo era el único que todavía lo creía. Mi madre también.
Por las ventanas bajas del frente vieron los árboles de boj que la madre de Gandy había llevado desde Georgia.
– Quizá mire desde su tumba, al otro lado del camino, y dé su aprobación al modo en que hiciste revivir la casa.
– Quizá sí. Ven, te mostraré mi habitación preferida.
También a Agatha la oficina de Scott la conquistó a primera vista. Era mucho más personal que la sala del frente, poseía un aspecto de habitación en la que se vivía, con el libro mayor abierto sobre el escritorio, un tintero de cristal, y una pluma con punta de metal que parecía aguardar para ponerse a trabajar una vez más; el humidificador, sin duda lleno de cigarros, los restos de uno en un cenicero de pie, que estaba cerca de la silla junto al escritorio. El olor de Scott, a cigarro, cuero y tinta, predominaba.
– Va muy bien contigo.
Al levantar la mirada, lo sorprendió observándola, y aunque no sonreía se lo veía tan complacido de que ella estuviese ahí como Agatha se sentía de estar, por fin, en la plantación.
– Te mostraré el comedor -dijo, girando para abrir la marcha por el pasillo.
También el comedor era inmenso, con gabinetes empotrados para guardar la porcelana, una maciza mesa rectangular y, sobre ella, otra araña de gas. Bajo la mesa, el suelo estaba desnudo y reluciente, y los pasos de los dos resonaron mientras caminaban por el cuarto.
– El desayuno es a las ocho, el almuerzo al mediodía, y la cena, a las siete. Ésta es siempre formal, y compartimos la mesa con los huéspedes.
– ¿Y Willy?
– Willy también.
Entonces, Scott Gandy le daría otra cosa más: ese inefable sentido de familia que cundía en torno de la mesa de la cena más que en ningún otro lado. Los atardeceres de Agatha ya no serían solitarios, nunca más.
Tenía el corazón rebosante. Quería agradecérselo, pero ya la llevaba hacia la otra sala de adelante.
– Y ésta es tu habitación -le dijo Gandy, cediéndole el paso.
– ¿Para mí? -Entró-. ¡Pero… pero es tan grande…! Lo que quiero decir es que me sobraría la mitad del espacio.
La máquina de coser y los baúles ya estaban instalados en la amplia habitación. Todo brillaba: las cuatro ventanas, una con una vista al sur, hacia los jardines de adelante, el sendero de entrada, los bojes y, al este, el río. Era demasiado, y se sentía abrumada.
– Quería que estuvieras en el suelo principal, para que no tuvieses que subir las escaleras con frecuencia. Si estás de acuerdo, usaremos ese rincón como salón de clase para Willy.
– Oh, estoy más que de acuerdo.
Era una habitación idéntica a la primera sala, sin la alcoba, pero con una rareza: un armario con espacio para entrar, más grande que cualquier despensa que Agatha hubiese visto. Había una elegante cama con colgaduras de brocado blanco, una silla tapizada en tela de flores coloridas, una pequeña cómoda doble con cajones también en la parte superior, un poco más angosta, un espejo de pie de un metro y medio de alto, montado sobre puntales giratorios, y una mesa de biblioteca sobre la que había un gran ramo de forsitias doradas.
– Lo siento, Gussie. No gozarás de mucha intimidad, salvo a la noche. Durante el día, para darte sensación de intimidad, podrías tener las puertas abiertas mientras trabajas aquí. Así, los huéspedes se sentirán como si fueran de la familia.
Delante del espejo de pie, Agatha encontró la mirada de Scott en el cristal. Se dio vuelta con lentitud, preguntándose si tendría noción de lo que significaba para una mujer como ella tener un cuarto semejante en una casa como esa.
– Ya he tenido intimidad, Scott. No es tan deseable. Durante muchos años viví en ese apartamento oscuro y pequeño, sin nadie que fuese a golpearme la puerta e interrumpirme o molestarme. No imaginas lo espantoso que fue. -Esbozó una sonrisa que venía del corazón-. Por supuesto, dejaré las puertas abiertas mientras trabaje aquí. Aunque me provoca algo de culpa quedarme con una de las habitaciones más encantadoras de la casa, que podrían rendir dinero si se usaran para los huéspedes.
– Tu responsabilidad es cuidar de Willy, y no se me ocurre cómo podrías hacerlo desde las cabañas de esclavos. Además, hay otros tres cuartos de huéspedes arriba, tan grandes como éste.
– Pero esto es más de lo que yo esperaba. El lugar más hermoso en el que he vivido.
Gandy dio unos pasos hacia el interior de la habitación y se detuvo junto a la cama.
– Estoy contento de que estés aquí, Gussie. Había pensado…
De pronto, irrumpió Willy por la puerta, y tomó a Agatha de la mano.
– Ven a ver mi cuarto, Gussie.
Tironeó, impaciente, y Scott los siguió y se quedó al pie de la escalera de la derecha, viendo cómo subían.
– ¿Puedes subir sin problema?
– Nada sería capaz de detenerme -contestó, mirando sobre el hombro.
Mientras subían, a Agatha la sorprendió cruzarse con una pareja de mediana edad que bajaba. Vestían ropa de montar.
– Hola -la saludó la mujer.
– Hola.
Al instante, Gandy subió corriendo.
– Ah, señor y señora Van Hoef, ¿van a los establos?
– Así es -dijo el hombre.
– Es un día perfecto para cabalgar. Señor y señora Van Hoef, me gustaría presentarles a Agatha Downing, la más flamante de los residentes permanentes de Waverley. -A Agatha le explicó-: Robert y su esposa, Debra Sue, llegaron ayer de Massachusetts. Son nuestros primeros huéspedes oficiales.
Agatha murmuró una respuesta cortés, y el matrimonio siguió su camino.
– ¿Ya hay huéspedes?
– Van Hoef dirige una harinera, y se lo considera uno de los cinco hombres más ricos de Massachusetts. ¿Sabes por qué está aquí, Gussie?
– No.
– Porque una vez me dijiste algo, cuando estábamos hablando de Waverley. Te referiste a él como un tesoro nacional, ¿recuerdas? -No se acordaba, y prosiguió-. Cuando me marché de Kansas, no tenía idea de cómo haría para que Waverley fuese productivo otra vez. Un día, estaba mirando por la ventana de la rotonda -miró hacia allí, y otra vez a Agatha-, y recordé tus palabras. Entonces, comprendí el potencial que había en este sitio. Si no hubiese sido porque insististe en que volviera, tal vez no lo habría hecho jamás. Quería darte las gracias por instarme a regresar.
– Pero yo no hice nada. Todo lo hicisteis tú y los demás.
Willy se había adelantado y estaba inclinado sobre la baranda de la pasarela, balanceándose sobre la barriga.
– ¡Date prisa, Gussie!
Agatha levantó la cabeza y contuvo el aliento.
– ¡Willy! ¡Bájate!
Las risas burlonas del niño rebotaron en la enorme cúpula.
– No tengo miedo.
– ¡He dicho que te bajes… y lo he dicho en serio!
Willy se creía gracioso balanceándose en la balaustrada, exhibiéndose.
– Scott, quítalo de allí.
Sólo le llevó unos segundos sacarlo de la baranda y depositarlo en el suelo. Cuando Agatha llegó hasta ellos, estaba furiosa.
– Jovencito, si te vuelvo a ver haciendo eso otra vez, te haré lustrar los husos uno por uno, de abajo arriba. Todos, ¿entendido?
Willy se enfurruñó.
– Bueno, Cristo, no sé por qué te pones así. Nadie se enfada. ¡Qué diablos, Pearl me anseñó a deslizarme por la baranda!
– ¿Qué?
– Me anseñó…
– Enseñó. Y ésta fue la última vez que lo hiciste. Puedes decirle a Pearl que te lo dije yo. Y ahora, ¿qué tal si me muestras tu cuarto?
A Willy le pareció que lo mejor era tomarse revancha.
– ¡No quiero! ¡Tú sola puedes mirar mi tonto cuarto!
– ¡Willy, vuelve aquí! -gritó Scott.
Willy siguió bajando la escalera. Scott iba tras él, pero Agatha lo tomó del brazo y negó con la cabeza. Las palabras llegaron con perfecta claridad por la rotonda:
– ¿Por qué no me lo muestras tú, mejor, Scott? Es en ese cuarto donde Justine suele visitar a Willy, ¿verdad? Me gustaría que me cuentes al respecto. -Se encaminó hacia la puerta-. Oh, pero si es encantador.
Oyeron que los pasos del niño aminoraban y se lo imaginaron mirando hacia arriba, ansioso. Recorrieron la habitación, y Scott hizo una inspección breve, contándole de cada cosa que, estaba seguro, Willy estaría impaciente por mostrarle a Gussie: los juguetes, el caballo mecedora, la vista a los establos. Cuando salieron del cuarto de los niños y continuaron hacia la puerta del próximo del de huéspedes, supieron que Willy estaba escuchando, y lo vieron ocultarse más allá de la escalera curva, en el suelo bajo.
– Al principio, cuando reabrimos Waverley, usamos todas las habitaciones de arriba para nosotros, pero mejoramos una por una las cabañas de los esclavos, para que cada uno tuviese una casa propia. Jube y Marcus están arreglando el viejo mirador y se mudarán allí después de casarse. Los Van Hoef se instalaron aquí. -Señaló el cuarto este, al frente-. Y mañana llegarán huéspedes de Nueva York y les daremos ese cuarto. -Señaló el que estaba frente al de Willy-. Y este… -se paró en la entrada del dormitorio que estaba sobre el salón principal-…es el dormitorio principal.
Sin saber por qué, Agatha dudó en trasponer el umbral.
– Tú naciste aquí.
– Sí. Lo usaron mis padres, después Delia y yo.
Delia, su perdida Delia. ¿Todavía la añoraba?
– ¿No lo usas para ti?
– No. Comparto el cuarto de Willy. Así puedo alquilar éste.
El dormitorio principal estaba decorado con el mismo tono de azul hielo del chaleco que Gandy usaba ese día. Una alta cama con baldaquino, de palo rosa, con postes tallados a mano, dominaba el espacio. En el centro de la cabecera, formando parte del intrincado tallado, había un óvalo convexo firmado por Prudent Mallard. A los postes de las esquinas estaban sujetas ondas de tul blanco y, junto a ella, una escalerilla portátil de tres escalones para subirse. Un tocador haciendo juego ocupaba casi toda una pared. En las ventanas, unos lazos también azul hielo, y un dibujo de bambú color albaricoque, similar al de las colgaduras de la cama. El dibujo se repetía en un par de sillas Chippendale enfrentadas, ante las idénticas ventanas del frente y, entre ellas, había una mesa con tapa de mármol. La chimenea estaba hecha de mármol de Carrara con un guardafuego de hierro forjado. El bronce y los hierros relucían, armonizando con la araña, con sus globos de cristal trabajados al agua fuerte. Una alfombra hecha a mano de un azul más intenso con un dibujo de color herrumbre en el borde cubría el centro del suelo original de pino, y dejaba el resto expuesto.
– ¿Vendrán pronto huéspedes que ocupen esta habitación?
– La semana que viene.
– Ah.
No le agradaba en absoluto presenciarlo. Tenía la sensación de que sería una profanación que entraran extraños en la gran cama Mallard, donde había sido concebido el heredero de Waverley.
– ¿Te gustaría contemplar la vista desde arriba? -preguntó, al parecer sin inmutarse de cederles su cama a los extraños-. Es grandiosa, pero son muchos escalones.
– De todos modos, quiero verla.
Vio que alzaba la barbilla, con los ojos fijos en la cúpula octogonal que remataba la mansión como una corona resplandeciente sobre la cabeza de un monarca. Percibió su orgullo, su impaciencia por mostrarle todas sus posesiones. Subieron el último tramo de escalera que los llevó, al fin, a la pasarela. Y ahí, abajo, se extendía la herencia de Scott. Agatha, con los dedos apoyados sobre el borde de la ventana, se tambaleó.
– Es impresionante.
– ¿Ves ese campo, ahí?
Lo señaló.
– Sí.
– Hemos plantado un poco de algodón, lo suficiente para que los huéspedes tengan una impresión de cómo era antes. ¿Y ves esa pradera que baja hasta el río? -Miraron hacia el este-. A medida que pueda, pienso llenarla de caballos.
Fueron recorriendo la pasarela, hasta llegar a un punto desde el que miraban al sur, hacia el sendero de coches.
– ¿Y ves esa construcción al otro lado del camino?
– Ahá.
– Ésa es la piscina. ¿Quieres verla?
– ¡Me encantaría!
Al llegar al suelo principal, se toparon con Willy que, sentado en el último escalón, hacía pucheros.
– Vamos a ver la piscina. ¿Quieres venir con nosotros?
Como seguía enfurruñado, Gandy se dio la vuelta, tocó el codo de Agatha y le indicó la puerta principal.
– ¡Está bien! ¡Iré!
Scott y Gussie intercambiaron una sonrisa disimulada.
Andando por el sendero de grava, los tres juntos, pasaron por los jardines ornamentales y el prado. Gandy dijo:
– Willy, mañana comenzarás a tomar lecciones con Gussie.
– ¡Lecciones! Pero yo iba a…
– Y estarás preparado a la hora que te indique, y…
– ¿Cómo podré estar listo si todavía no sé la hora?
– Ésa será tu primera lección. Deja de dar excusas, y escúchame. Les aclaré bien a todos que hay una sola persona que te dará órdenes: es Gussie. ¿Entendido?
– ¿Y tú?
– ¿Yo? Oh, bueno, a veces tal vez te las dé yo. Pero antes de que hagas planes para ir con Zach a los establos, o al bosque con Jack, o al pueblo con las chicas, tienes que preguntar a Gussie si está de acuerdo. Y si te da una orden y no la obedeces, como hoy en la baranda, tendrás problemas. Si quieres transformarte en un caballero cuando seas mayor, y ser inteligente y agradar a los demás, tendrás que aprender. No sucede por sí mismo. Por eso está aquí Gussie.
Llegaron a la zona de la piscina y después a una construcción de madera pintada de blanco entre robles y nogales, al otro lado del camino. Dentro, estaba fresco y umbroso, alumbrado por pequeñas ventanas. La piscina misma estaba hecha de ladrillo rojo y, en un extremo, un tramo de anchos escalones de mármol para entrar.
– No será tan elegante como la de White Springs, pero en medio del verano es un alivio después de un día caluroso.
– Huele mucho mejor que White Springs.
Scott rió. Agatha recordó la sensación de ingravidez, y le encantó la idea de poder experimentarla cada vez que quisiera.
– ¿De dónde proviene el agua?
– De pozos artesianos.
– ¿Es fría?
– Helada… tócala.
Tenía razón.
– Ivory dice que va a enseñarme a nadar -anunció Willy.
– ¿A nadar en serio? -preguntó Agatha-. Quiero decir, ¿no sólo a chapotear sino a nadar bien? ¿Con la cabeza en el agua?
Scott respondió por él.
– Ivory y yo solíamos ir a nadar juntos al río, de niños, antes de que construyeran la piscina. Es un nadador resistente. Por eso conseguía el trabajo de revisar los daños bajo el agua cuando era changador en los barcos fluviales.
– ¿Eso significa que estás de acuerdo en que le enseñe a Willy?
– Totalmente. Mientras esté con Ivory, Willy estará en buenas manos.
– Entonces, está bien. Reservaremos tiempo todos los días para las lecciones de natación.
De ese modo, comenzó entre Agatha y Scott una cooperación inconsciente en lo que se refería a Willy. Si bien Gandy había dicho que Agatha sería la única encargada, resultó diferente. Tal como en la época de Kansas, se consultaban mutuamente cada asunto que concernía de manera directa a la crianza o el bienestar del chico.
Esa noche, para la cena, Agatha mandó a Willy a lavarse de nuevo las manos pues la primera vez no estaban demasiado limpias y, como se quejó, Gandy reforzó la orden con una sola exclamación:
– ¡Willy!
El niño fue rezongando pero volvió con los nudillos inmaculados. Agatha miró a Gandy sobre la mesa, y pensó: «Somos mejores padres que la mayoría, casados o no». Y gozó del momento, del hombre, del pequeño, y de formar parte de la camaradería que reinaba en torno de la mesa, al anochecer.
A la mañana siguiente, Agatha preguntó si no había inconveniente en que Willy durmiese hasta más tarde y comenzara las clases a las diez, pues estaría ocupada en otras tareas hasta esa hora, y no tenía sentido hacerlo levantar exageradamente temprano: al comienzo, pensaba no darle más de tres horas de clase por día.
– ¿Tres horas? ¿Nada más? -se asombró Scott.
– Para un chico de seis años, tres horas pueden ser como dos días para un adulto. Poco a poco, aumentaré el tiempo.
– Está bien, Gussie, lo que te parezca mejor.
El sábado, se acercó a él y le preguntó:
– ¿Qué me dices respecto de ir mañana a la iglesia?
– ¿La iglesia? -repitió, sorprendido con la guardia baja.
– Sí, la iglesia. Willy estuvo asistiendo, ¿no es verdad?
Gandy carraspeó:
– Bueno… eh…
– No asistió. -Su semblante expresó decepción, cosa que hizo encogerse al hombre-. Oh, Scott, no puedes descuidar la educación espiritual del niño.
– Bueno, no es que no quiera que vaya, es que la iglesia más cercana está en Columbus.
– ¿Y la pequeña iglesia blanca por la que pasamos cuando vinimos?
– Es de los negros.
– ¿De los negros? ¿Bautista, quieres decir?
– Bueno, sí, bautista, pero para los negros.
– ¿Van Leatrice y Ruby?
– Leatrice sí, Ruby no.
– Bueno, entonces le diré a Leatrice que Willy y yo iremos con ella.
– Pero, Gussie, no entiendes.
– ¿Acaso no le rezamos al mismo Dios? ¿Qué importa si es bautista o presbiteriana?
– No importa. ¡Pero es de ellos!
– ¿Me echarán?
– No, no te echarán. Es que los blancos y los negros no se mezclan en la iglesia.
– Qué raro. ¿No crees que sería el lugar ideal para que lo hiciéramos?
Así, Agatha y Willy fueron a la iglesia con Leatrice, Mose, Zach, Bertrissa y Caleb. Leatrice, orgullosa, usando el llamativo sombrero rosado, se ocupó de presentarlos.
– Éste es Willy, el pequeño que adoptó el amo, y la señorita Agatha Downing, de Kansas. Es presbiteriana, pero rezará con nosotros.
En realidad, Gandy no se sorprendió de que Agatha se adaptara. A fin de cuentas, fueron mujeres como ella las que lograron que todo el Estado de Kansas apoyara la prohibición. Cuando regresaron, estaba esperándolos sentado en uno de los bancos de bois d'arc, en la galería norte.
– ¿Lo habéis pasado bien? -preguntó, levantándose cuando Agatha subió los escalones.
– Es una iglesia pequeña y encantadora. La próxima vez tienes que venir con nosotros.
Y para su sorpresa, a Gandy la propuesta le resultó tentadora.
Se acostumbró a levantar la vista desde el escritorio de la oficina para ver a Gussie trabajando en su habitación. Era placentero saber que estaba ahí, firme, confiable. Los huéspedes la adoraban. Emanaba un aire aristocrático que a las otras chicas les faltaba. Con sus finos vestidos, el cabello siempre impecablemente peinado, las uñas lustradas y recortadas en forma de óvalos perfectos, era la imagen de la gentileza que los invitados habían imaginado al hacer las reservas para la mansión Waverley. Agatha se hizo un hábito de saludarlos cuando llegaban, saliendo del cuarto, reuniéndose con Gandy en el vestíbulo para abrir juntos la puerta principal y darles la bienvenida a todos los que se apeaban del coche. Era lógico que muchos de ellos los considerasen marido y mujer, y se dirigiesen a ellos como «el señor y la señora Gandy«. La primera vez que sucedió, Gandy advirtió que Agatha se ruborizaba y le echaba una mirada fugaz. Pero después, se adaptó y dejó que él se ocupara de corregir el error.
Agatha dio a Willy la responsabilidad de acompañar a cada recién llegado a la habitación correspondiente, pues comprendió que el encanto del niño en sí mismo ayudaría a que la gente volviera. Era capaz de hablar con cualquiera, conocido o no. Del mismo modo que había cautivado su corazón cuando lo conoció, Willy conquistaba a ricos industriales y a sus esposas minutos después de que hubiesen puesto los pies en la mansión. Al comprenderlo, amplió la tarea y le asignó la de guiar en una gira por los establos y los campos a cada contingente que llegaba. A partir de entonces, Willy siempre recibía propina. Agatha encargó a Marcus que le fabricase una alcancía en forma de banjo, con las cuerdas sobre la ranura, de modo que sonaran cada vez que metía una moneda. Estaba tan encantado cada vez que echaba una moneda, que no le fastidiaba ahorrar. Agatha le hizo un libro de contabilidad en miniatura y le enseñó a ingresar cada propina que recibía, con la fecha, la cantidad y el nombre de la persona que se la había dado. (Hasta que aprendiese a escribir, aceptó escribir ella misma los nombres, aunque sí sabía los números y podía anotarlos él mismo.) Le explicó que, cuando fuera mayor, sin duda reemplazaría a Scott en el manejo de Waverley, y que tendría que aprender cómo llevar los libros, como lo hacía él. Al mismo tiempo, le enseñó a contar dólares y centavos, y a sumar. Pero, sobre todo, le enseñó el valor del ahorro.
Las tres horas diarias de trabajo formal con Willy no eran el único tiempo invertido en su educación. Se le enseñaban modales siempre que la ocasión lo exigiera. Cuando Agatha cortó el vestido de boda de Jube, le enseñó a usar la cinta de medir; y Marcus, a petición de Agatha, le mostró cómo aceitar la máquina de coser, en lugar de explicárselo. Si alguno de los hombres iba a pescar, mandaba a Willy con él para que aprendiera. Si Leatrice pelaba bagres, Agatha le pedía que le mostrase a Willy cómo lo hacía. Cuando Zach recortaba cascos de caballos o los herraba, el chico aprendía los nombres de las herramientas, el ángulo apropiado del casco, el modo de ajustar la herradura.
Agatha misma le enseñó que jugar era la recompensa por trabajar, procurando que tuviera cantidades similares de ambas cosas, para que al crecer fuese trabajador, pero también capaz de divertirse.
Willy también le enseñó cosas a ella. Le contó cómo Prince y Cinnamon se mordisquearon y fingieron indiferencia antes de que el potro montara a la yegua con su gran pene que colgaba casi hasta el suelo.
Y también, cómo se había topado con Jube y Marcus cerca de la vieja curtiembre, y cómo el joven levantó el vestido de la muchacha hasta la cintura y que ésta reía y corcoveaba como un potro cerril.
Y que, en ocasiones, las chicas se escabullían hacia la piscina de ladrillos e iban a nadar sin otra cosa más que los calzones.
A Agatha la escandalizó la cantidad de cosas atrevidas que Willy había presenciado en ese lugar mientras andaba sin que nadie lo educase, y le habló a Scott al respecto. Fue la primera vez que no recibió su apoyo.
– Son cosas naturales, Gussie. No veo nada de malo en que presencie cómo se aparean los caballos.
– Tiene sólo seis años.
– Y aprendió junto conmigo que así es cómo opera la naturaleza para procrear.
– Y vio a Jube y Marcus. ¿Qué clase de enseñanza es ésa para un niño de seis años?
– Están enamorados. ¿Acaso eso no es también una lección?
Demasiado avergonzada para mirarlo en la cara más tiempo, huyó de la oficina. Pasó varias noches preguntándose qué habría visto Willy cuando los caballos se aparearon, y a Jube y Marcus. Las imágenes que bullían en su mente la dejaron desasosegada, incómoda, acalorada y, al levantarse para abrir la ventana, vio luces que titilaban en dirección de la piscina. Trató de imaginar cómo sería experimentar esa paradisíaca levedad sin otra prenda que una fina ropa interior de algodón. Un día, poco antes de la boda, cuando estaba probándole el vestido a Jube, le preguntó si era cierto que las chicas iban a nadar después del anochecer. Jube dijo que sí, y Agatha le pidió si podía ir con ellas la próxima vez.
Fueron esa misma noche, deslizándose por el camino como cuatro espectros, los camisones como manchones blancos bajo las magnolias gigantes. Sin duda, andar descalza de noche, sin más ropa que una delgada ropa interior bajo el camisón, no era propio de una dama, pero Agatha había hecho tan pocas cosas prohibidas en su vida que era un placer romper las reglas por una vez.
Llegaron a la casa de la piscina riendo entre dientes y encontraron el camino a tientas en la oscuridad; estaba fresco, la tierra húmeda se les pegaba a los pies, luego tocaron el mármol, más frío y suave en el borde de la piscina. Jube bromeó:
– Miremos si hay mocasines de agua. -Dos gritos agudos resonaron, fantasmales, en las paredes y la superficie del agua, que gorgoteaba un poco. Luego, una cerilla aplicada a la lámpara simple proyectó una tenue luz anaranjada sobre un rincón del gran recinto. Jube se volvió, y desatando el nudo del cinturón, preguntó, inocente-: ¿Alguna está asustada?
Ruby la empujó, con bata y todo.
– ¡Caramba, no, no estamos asustadas! ¡Acércate, así puedo tomarme la revancha!
Ruby rió, se quitó la bata y bajó los escalones de mármol como una diosa de ébano desnuda, seguida por Pearl. Jube las salpicó, y protestaron. Después, las dos se aliaron para vengarse de Jube y pronto las tres jugueteaban como niñas.
Agatha fue mucho más lenta para mojarse. Llevaba puesta una combinación de algodón: una prenda sin mangas que se abotonaba en un hombro y en la ingle, y combinaba calzones y enagua en una sola prenda.
Tal como Gandy había dicho, estaba helada. Pero cuando se metió, se acostumbró a la temperatura como le había pasado en White Springs. Se repitieron la ingravidez y el placer que recordaba… paradisíacos. Las chicas nadaban de un modo rudimentario. Le enseñaron a ponerse de espaldas, agitar los pies y usar las manos como si fuesen aletas de pescado. Y a sumergirse no muy hondo y emerger con la nariz por delante. Y cómo soplar por la nariz para que no se le llenara de agua. Y a descansar en el agua tomando una gran bocanada de aire, reteniéndola y sintiendo que subía, subía a la superficie y quedaba ahí, como si flotara sobre una nube en el cielo.
Terminó demasiado pronto, pero Agatha se prometió que volvería sin demora.
Entre tanto, los preparativos para la boda avanzaban. Llevó más tiempo del que pensaba terminar el vestido de Jube, y que la cabaña del mirador estuviese habitable. Pero, por fin, todo estuvo listo y el ministro de la Iglesia Bautista de Leatrice aceptó celebrar la ceremonia.
Se reunieron en la sala del frente, en una dorada tarde de principios de abril: la familia de Gandy, y todos los huéspedes regulares de la mansión Waverley (a esa altura, las tres habitaciones estaban ocupadas), y todos los antiguos esclavos que habían regresado parar ayudar a que la propiedad floreciera otra vez. El salón brindaba un marco espléndido para la pareja nupcial, con el sol entrando oblicuo por las altas ventanas que daban al oeste y los arbustos de azalea repletos de flores, tanto afuera como adentro. Se habían colocado enormes ramos de azaleas rosadas sobre el piano y las mesas, en toda la habitación. En la alcoba nupcial Jube, toda vestida de blanco, su color, estaba junto a Marcus que lucía elegante de gris. Jube sostenía un ramillete de azaleas blancas unidas por una sencilla cinta de satén blanco. Marcus la tenía de la manO libre.
Ivory tocaba el piano, mientras Ruby y Pearl entonaban «Dulce es el florecer primaveral del amor».
El reverendo Clarence T. Oliver se adelantó y sonrió, benevolente, a la pareja de novios. Era un hombre delgado y alto, corto de aliento, y la túnica colgaba de su cuerpo flaco como una bandera en un día sin viento. Usaba unas gafas redondas y no podía quedarse quieto ni cuando hablaba. Pero en cuanto abría la boca, hacía olvidar todo lo demás. La voz de bajo profundo resonaba como un tambor en la selva.
Abrió la Biblia y la ceremonia comenzó.
«Queridos bienamados…»
Gandy estaba cerca, evocando el día en que él y Delia oyeron las mismas palabras en la misma alcoba. Ellos también estaban radiantes de felicidad, como ahora Jube y Marcus. Tenían el futuro por delante, extendido como un camino dorado por el que sólo hacía falta que avanzaran de la mano, hacia la felicidad eterna.
Qué breve fue esa felicidad, y cuan poca disfrutó desde aquel entonces. Envidiaba a Marcus y Jube, radiantes de amor, comprometiéndose a compartir el futuro. Él también deseaba eso.
Entre él y Agatha, Willy se removía. La mujer se inclinó hacia él, le murmuró algo al oído, y el chico se calmó.
El ministro preguntó quién sería testigo de la unión, y Gandy dijo:
– Yo.
Pearl y Ruby dijeron a dúo:
– Nosotras.
(Jube había insistido en tener dos testigos mujeres, y aseguró que no podía elegir entre las dos, y a la larga, el sacerdote accedió.)
El ministro preguntó:
– Tú, Marcus Charles Delahunt, ¿quieres por esposa a Jubilee Ann Bright, como tu fiel esposa, para tenerla y sostenerla desde hoy en adelante, en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la enfermedad y en la salud, dejando de lado a todos los demás, hasta que la muerte os separe? Responde asintiendo.
Marcus asintió y, con el rabillo del ojo, Scott vio que Gussie sacaba un pañuelo de la manga.
El sacerdote le repitió la pregunta a Jube.
– Sí, quiero -respondió en voz baja.
Scott vio que Gussie se enjugaba los ojos.
– En presencia de estos testigos, y con el poder que me confiere Dios, os declaro marido y mujer.
Willy miró a Gussie y murmuró:
– ¿Por qué lloras?
Gandy le apretó el hombro. El chico pasó la vista a Scott:
– Bueno, está llorando. ¿Por qué llora?
Pero no obtuvo respuesta. Scott estaba abstraído contemplando a Agatha secarse los ojos, observando el juego del sol dorado sobre las brillantes ondas cobrizas de su pelo, la curva de la mandíbula, de perfil a él, la lozanía de los labios que cubría a medias con el pañuelo. Y absorto en el súbito palpitar enloquecido de su propio corazón.
La convicción lo golpeó con tanta brusquedad como si, de pronto, la vieja magnolia se hubiese caído sobre el tejado: Tendríamos que ser nosotros los que estuviésemos en esa alcoba. ¡Tendríamos que ser Gussie, Willy y yo!