Capítulo 17

En la familia adoptiva de Gandy nadie se sentía más huérfano que Willy. No tenían seres queridos ni hogar, se aproximaba la Navidad, y cualquier lugar que hubiesen elegido sería en contra de sus deseos. Por acuerdo tácito, fueron todos juntos a Waverley.

Durante el viaje, se dividieron en pequeños grupos para compartir asientos y literas, y Scott vio poco a Jube. Pasó mucho tiempo pensando en ella y Marcus, recordando lo dicho por Willy. No se sentaban juntos muy a menudo; Jube pasaba la mayor parte del tiempo con Ruby y Pearl. Pero a la noche, tras haber viajado muchas horas, Gandy necesitaba estirar las piernas y, caminando por el pasillo, los encontró sentados juntos. Marcus parecía estar dormido. Jube tenía la cabeza apoyada en el respaldo, pero el rostro vuelto hacia él, y Scott vio en ese rostro una expresión que jamás le dedicó a él mismo. Jube vio a Scott en el pasillo y le lanzó una sonrisa fugaz, de reconocimiento de sí misma y se le colorearon las mejillas. Según lo que recordaba, era la primera vez que la veía ruborizarse.

Más tarde, cuando Willy y él ya estaban acostados en sus literas, tendido de espaldas tras las cortinillas corridas, una muñeca bajo la cabeza, pensó cómo se distribuirían en Waverley para dormir. Era el momento perfecto para la ruptura. Ya fuese que Marcus y Jube se hubieran declarado lo que sentían, no sería justo que ella siguiera compartiendo la cama de Scott.

¿Por qué él y Jube nunca llegaron a hablar de cómo estaba deteriorándose la historia amorosa entre ambos? Porque, en realidad, jamás fue una historia de amor. Fue una situación de conveniencia para ambos. Si hubiese sido otra cosa, en ese momento Scott, se habría sentido celoso, furioso, herido. Lo que sentía, en cambio, era alivio. Esperaba que Jube y Marcus encontraran en el otro al compañero perfecto.

¿No sería grandioso? Imaginándolo, sonrió en la oscuridad: Jube y Marcus, casados. Quizá pudiese celebrarse la boda en la alcoba nupcial. A la vieja mansión, ¿no le encantaría que la vida renaciera entre sus muros?

Estás soñando, Gandy. No puedes retener al grupo allá. ¿Cómo vivirían? ¿Qué harían? ¿De dónde saldría el dinero? Para empezar, eres un tonto por ir allá, pues lo único que lograrás será evocar cómo era, soñar con lo que nunca será. ¿Y Willy? Le prometiste cosas que no estás seguro de poder darle. ¿Qué pensaría si le dijeses que, a fin de cuentas, no iba a vivir en Waverley? ¿Y qué clase de vida llevaría vagabundeando contigo y tu grupo, abriendo una taberna tras otra por todo el país?

Inquieto, se removió buscando una posición más cómoda, pero el traqueteo y el balanceo del tren no lo dejaban dormir. Levantó la pesada cortina de fieltro, la sujetó con la trencilla de seda y contempló cómo escapaba el paisaje de campo bajo el débil brillo de la luna invernal. El tren marchaba en dirección al sudoeste. No se veían más rastros de nieve. A los costados de las vías, blancas serpientes de agua reflejaban la luna, y los árboles demarcaban el paisaje como hitos. ¿Missouri? ¿Arkansas? No estaba seguro. Pero ya la planicie de la pradera había dejado paso a las suaves colinas que se hinchaban y rodaban como un mar a medianoche.

Recordó Proffitt, la taberna abandonada, Agatha sola, arriba. Lloró cuando le di a Moose. Se le hizo un grueso nudo en el pecho al imaginarla acurrucada, con el gato de Willy, levantándose por la mañana, bajando la escalera, sin tener a Willy para irrumpir por la puerta y romper la monotonía de su vida.

Hiciste lo que tenías que hacer, Gandy. Olvídala. Ya tienes bastante con la preocupación de poner en orden tu vida, enfrentar otra vez a los fantasmas de Waverley, decidir cómo abastecer a esta familia de ocho personas que tienes. Agatha estuvo sola mucho tiempo. Se arreglará bien.

Pero por mucho que repitiese estos pensamientos, no podía sacársela de la cabeza.

La tarde del segundo día, el tren dejó a Gandy y compañía en la ciudad de Columbus, en Mississippi, que había sido un floreciente centro de comercio del algodón sobre el río Tombigbee, antes de la guerra. Los viejos silos estaban aún ahí como lenguas curvas, esperando para soltar las balas de algodón desde los almacenes vacíos por el río hasta los barcos que morían de muerte lenta junto a las vías férreas, que transportaban todo más rápido, más barato y más seguro.

– Cuando yo era niño -le contó a Willy-, me gustaba observar a los esclavos cargar el algodón en los barcos, como a ti te gusta ver a los vaqueros cargar a las vacas en el tren.

– ¿Aquí?

– A veces, sí. Más a menudo, en Waverley. Teníamos nuestros propios almacenes, y los barcos fluviales llegaban directamente a nuestro muelle para cargar.

El comentario desató un torrente de preguntas:

– ¿Está muy lejos? ¿Cuánto falta para que lleguemos? ¿Podré pescar en el río en cuanto lleguemos? ¿De qué color será mi caballo?

El entusiasmo del chico, reflejo del que él mismo sentía a medida que se aproximaban a Waverley, hizo reír a Scott.


Compraron provisiones en un almacén de Sheed's Mercantil. El viejo Franklin Sheed parecía una muñeca de esas que se hacen con manzanas marchitas, pero con patillas blancas. Miró a Scott bajo los arrugados párpados entrecerrados, se sacó la pipa de la boca y dijo, arrastrando las palabras:

– Bueno, bendita sea mi alma. LeMaster Gandy, ¿no es cierto?

– Seguro, aunque hace mucho tiempo que nadie me llama así.

– Me alegra verte otra vez, muchacho. ¿Volviste para quedarte?

– Todavía no lo sé, señor Sheed. -Al percatarse de que Willy escuchaba, agregó-: Eso espero. Traje a mis amigos a conocer mi viejo hogar.

Con las manos apoyadas en los hombros de Willy, los presentó a todos, terminando con el niño.

– Bueno, aún está allí -dijo Sheed, refiriéndose a Waverley-. Nadie anda por ahí, excepto algunos de los antiguos esclavos que antes trabajaban para tu papá. Todavía están allí, manteniendo alejados a los intrusos. Se asombrarán de verte después de tantos años.

Algo bueno pasó dentro de Scott al estrechar la mano de Franklin. Sus raíces estaban ahí. La gente lo recordaba, eran su pueblo, su herencia. Tanto tiempo estuvo vagabundeando, viviendo entre extraños a los que poco les importaba su pasado ni su futuro en cuanto se separaba de ellos, que regresar al sitio donde se recordaba su nombre, le dio una punzada de nostalgia. Y ahí estaba el viejo Franklin Sheed, que le vendía cigarros al padre de Scott, y algodón a la madre para los pañales de sus hermanos y de él mismo.

– ¿Qué habrá sido de todo eso, desde que tu gente falleció? -preguntó Franklin en voz alta.

Pero antes de que Gandy pudiese responder, una octogenaria prieta de sombrero gris deshilachado entró renqueando con un bastón negro de ciprés.

– Señorita Mae Ellen -la saludó el propietario-, ¿se acuerda del hijo de Dorian y Selena Gandy?

La anciana bajó la cabeza y escudriñó a Scott un buen rato, con las manos en el pomo del bastón.

– LeMaster, ¿no?

– Así es, Señorita Bayles.

Sonrió a la arrugada mujer, y recordó que, la última vez que la vio era mucho más alta. ¿O es que él era más bajo?

– Solía convidarte a duraznos cuando tu mamá iba a visitarme a Oakleigh.

– Lo recuerdo, señorita Bayles. -La sonrisa no se desvaneció, y sus ojos tenían expresión burlona-. Y a los bizcochos de melaza más sabrosos en toda la región de este lado de la línea Mason-Dixon. Pero nunca me dejó agarrar más de dos. Y yo miraba lo que quedaba en el plato y me prometía que, algún día, me desquitaría.

La risa de la anciana colmó la tienda como el cloqueo de una pava vieja. Golpeteó con el bastón contra el suelo, y echó un vistazo de soslayo a Jube, que estaba cerca.

– Yo contemplaba la cara de este muchacho, y pensaba que era demasiado apuesto para su propio bien. «Algún día se meterá en problemas», pensaba. -Clavó otra vez en Scott su mirada maliciosa-. ¿Fue así?

Los hoyuelos de Scott obraron su magia habitual.

– No, que yo sepa, señorita Bayles.

Miró a Jube, a Willy y otra vez a Scott.

– Así que, te casaste otra vez, ¿no?

– No, señora. -Hizo un gesto hacia Jube, y después hacia Willy-. Éstos son mis amigos, Jubilee Bright y Willy Collinson.

Como los otros curioseaban por el local, no se molestó en presentarlos.

– Con que Willy, ¿eh? -Lo examinó con aire imperioso.

– No olvides tus modales, muchacho.

Willy extendió la mano.

– Encantado de conocerlo, señora.

– ¡Ja! -resopló la mujer, estrechándole la mano-. No sé por qué: estoy seca como una pasa, y no le convido a un chico a más que dos galletas por vez. Pero a mi nieto, A. J., a él sí te encantará conocerlo. -Señaló a Scott con el pulgar-. Que este sinvergüenza te traiga un día, y yo os presentaré.

– ¿En serio?

Pinchó a Willy con el bastón en el hombro.

– Hay una cosa que tienes que aprender de una vez, muchacho. Las viejas arrugadas no dicen cosas en broma, pues no saben cuándo caerán muertas, y no quieren dejar confusiones.

Todos rieron. Scott dejó que hiciera sus compras antes que él. Mientras lo hacía, preguntó:

– ¿Sigue viviendo en Oakleigh, señorita Bayles?

– Oakleigh está vacío -respondió, con rígido orgullo, contando con cuidado el dinero que sacó de un talego de cuero que luego cerró-. Ahora, vivo en el pueblo, con mi hija Leta.

Por un momento, Scott se vio transportado al pasado. La revelación de la señorita Bayles le recordó que Waverley no era la única gran mansión que la guerra dejó abandonada. El giro de la conversación puso paños fríos sobre el tema, y cuando la anciana terminó sus compras, Scott la saludó, cortés, con el sombrero.

– Déle mis saludos a Leta. La recuerdo muy bien.

– Lo haré, LeMaster. Saludos a Leatrice. Yo también la recuerdo bien a ella.

La mención de Leatrice reavivó las expectativas de Scott, que lo acompañaron mientras compraban maíz molido grueso, jamón, harina, tocino: alimento suficiente para una familia de ocho personas, para varios días. La sensación grata permaneció dentro de él mientras alquilaban coches en el establo donde, otra vez, a Scott lo reconocieron por su nombre y lo saludaron con entusiasmo, y mientras partían para Waverley atravesando el paisaje familiar del Mississippi.

En dirección al noroeste, corrieron entre apretados grupos de robles, nogales y pinos, que luego se abrían hacia vastas extensiones de campos de algodón vacíos, pocos de los cuales habían sido sembrados los últimos quince años. Pasaron ante Oakleigh, que sólo parecía un manchón blanco al extremo de un largo prado, medio ahogado bajo malezas y enredaderas de uva silvestre.

Aunque el cielo estaba claro, la brisa era un poco fresca. Las cimas de los pinos acariciaban el cielo del atardecer como el pincel de un pintor sobre una tela, con el tono de los capullos de glicina. Los carruajes andaban sobre un camino de grava, alisada por años de soportar el paso de carros tirados por mulas, hasta convertirse en un polvo fino. El aroma de la tierra era húmedo y fecundo, muy diferente del olor polvoriento de Kansas. Ni se lo oía moverse ni se olía al ganado. En cambio, los sentidos de Gandy se extasiaron con el dulce trino melodioso del sinsonte desde un matorral, y el olor de la vegetación que se pudría, en ese breve lapso entre estaciones.

– Aquí empiezan las tierras de Waverley -dijo.

Mientras seguían andando, en los ojos de Willy apareció una expresión incrédula.

– ¿Todo esto?

Scott se limitó a sonreír, y sostuvo las riendas flojas, entre las rodillas. Ya recorrían el último kilómetro, los últimos metros. Entonces, delante, a la derecha, apareció una cerca de hierro negra y, a medida que se acercaban, Scott disminuyó la marcha del carro. Willy, que estaba al lado, levantó la vista y sus ojos miraron en la misma dirección que Scott.

– ¿Hay alguien enterrado aquí? -preguntó el chico.

– Mi familia.

– ¿Tuya?

Otra vez, levantó la vista.

Jube y Marcus, en el asiento de atrás, giraron para echarle un vistazo al cementerio.

– ¿Quién? -preguntó Willy, estirando el cuello para observar al pasar la lápida de piedra gris.

– Mi mamá y mi papá. Y mi esposa y nuestra pequeña hija.

– ¿Tenías una niña?

– Se llamaba Justine.

– ¿Y qué es eso? -preguntó, señalando una estructura de madera, a la derecha.

– Es la casa de baños. Dentro, está la piscina.

– ¡Hurra!

Excitado, Willy se incorporó del asiento y Scott lo hizo sentarse otra vez.

– Después podrás verla. -Prosiguió, sin alterarse-: Y esto… -Giró a la izquierda, por el sendero, en dirección opuesta a la casa de baños-…es Waverley.

Ante la vista de la mansión, el corazón de Gandy dio un salto, su sangre se alborotó, aunque, al igual que Oakleigh, se veía entre enredaderas retorcidas, matorrales, cedros y gomeros que habían invadido el largo prado, haciéndolo inextricable. En los buenos tiempos, se lo mantenía meticulosamente pero en ese momento, Gandy tuvo que frenar al caballo después de haber andado menos de la cuarta parte de su extensión. En las sombras de la caída de la tarde, la vegetación asfixiante daba un toque amenazador a la llegada de los viajeros. El intenso olor gatuno de los gomeros era hostil, como si advirtiese a los mortales de que no se acercaran.

– Esperad aquí -ordenó Gandy, enlazando las riendas en el puntal del látigo.

Fue solo, abriéndose paso entre la vegetación descuidada durante quince años hasta llegar a la imponente magnolia, la que tenía el brazo más extenso de todo el Estado de Mississippi, la que dominaba el patio del frente desde que tenía memoria. Pero, al verlo invadido de enredaderas, y confinado por los preciosos árboles de boj de su madre, la decepción de Scott se duplicó. Los había traído desde Georgia cuando era una esposa joven, y los cuidó con amor toda su vida. Hacía tiempo que habían perdido su perfección geométrica, pues durante muchos años sólo los podaron los ciervos salvajes, dejándolos en un estado grotesco y deforme. Si los viese en semejante condición, Selena Gandy se sentiría acongojada.

El hijo de Selena se arañó la cara con los arbustos descuidados mientras se abría paso entre ellos hacia la entrada principal. Los escalones de mármol estaban intactos, igual que el enrejado de hierro del balcón y las luces laterales de cristal veneciano color rubí que flanqueaban la puerta del frente.

La puerta en sí misma no se movió.

Se protegió los ojos con una mano e intentó escudriñar el interior, pero la puerta daba al sur y la luz del crepúsculo que entraba por las ventanas que rodeaban la puerta norte del vestíbulo de entrada era escasa. Lo único que pudo distinguir fueron las liras talladas en madera, insertadas en las ventanas. Más allá, las imágenes eran vagas, traslúcidas, como si las viera a través de un cristal de color borravino.

Golpeó la puerta y gritó:

– ¿Hay alguien aquí? Leatrice, ¿estás ahí?

Sólo le respondió el silencio y el tabletear del pico de un náiaro carpintero, en alguna parte de la densa vegetación que había a sus espaldas.

La puerta de atrás no lo acogió de manera más hospitalaria que la otra. Las dos entradas eran idénticas, con columnas dóricas idénticas delimitando porches retirados, de dos plantas de altura. La única diferencia era un par de segundas columnas más bajas que custodiaban la del frente, y un par de bancos negros de madera a cada costado de la del fondo. Al verlos, Scott sintió otra punzada de nostalgia. Eran sólidos, pesados, hechos de madera extraída del pantano de los cipreses cerca del río, a la que los esclavos doblaron y arquearon para darle la forma de abanico estilizado a los respaldos, mucho antes de que Scott naciera. Sentados en esos bancos bois d'arc, mientras Delia daba de comer a los pavos reales, así recordaba a sus padres.

Con la casa a sus espaldas, siguió un sendero que exhibía señales de uso reciente, hasta la vieja cocina, la fábrica de hielo octogonal, los jardines, la curtiembre, los establos, hasta las cabañas de los esclavos, en el fondo. Mucho antes de llegar, sintió el olor del humo de la leña de Leatrice.

Golpeó y llamó:

– ¡Leatrice!

– ¿Quién es? -dijo una voz que parecía la flatulencia de un caballo hinchado.

– Abre la puerta y lo verás.

Sonrió y esperó, con el rostro pegado a la madera basta de la puerta.

– Seguro, alguien lleno de arrogancia.

La puerta se abrió y apareció, casi tan grande como la magnolia centenaria del frente, la piel áspera y negra como su vozarrón, con una apariencia que prometía durar para siempre, igual que el árbol.

– ¿Qué clase de bienvenida es ésa? -bromeó, apoyando un codo en el marco de la puerta, con una sonrisa ladeada.

– ¿Quién…? ¡Señor de la piedad!… -Se le dilataron los ojos-. ¿Eres tú, amo? -Jamás agregaba la partícula respetuosa, como en Lemaster de los demás, y siempre se burló del familiar Scott-. ¡Bendita sea mi alma! ¡Eres tú!

– Soy yo.

Entró y la levantó, aunque sus brazos sólo abarcaban dos tercios del contorno de la mujer. Olía a humo de leña, a chicharrones, y a saco de verduras, y su abrazo era capaz de quebrarle los huesos.

– ¡Mi pequeño volvió a casa! -se regocijó, derramando lágrimas, alabando a los cielos-. Señor, señor, regresó a casa por fin. -Retrocedió y lo aferró de las orejas-. Déjame echarte un vistazo.

Tenía una voz sin par entre los humanos, un bajo retumbante imposible de emitirse con suavidad, por mucho que lo intentara. Había fumado pipa de mazorca toda la vida, y nadie sabía qué mezclas le metía dentro. Alguna de ellas, una vez, le dañó la laringe, y desde entonces sólo fue capaz de emitir ese sonido rechinante que nadie olvidaba después de haberlo oído.

– Tal como pensé -dictaminó-, flaco como rodilla de gorrión. ¿Qué estuviste comiendo, lameollas? -Tomándolo de los hombros, lo hizo girar para inspeccionarlo con toda minuciosidad, y luego lo hizo volverse de frente a ella-. Bueno, la vieja Leatrice te engordará en menos que canta un gallo. ¡Mose! -llamó, sin mirar atrás-. Ven a ver quién está aquí.

– ¿Mose está aquí?

Gandy miró sobre el hombro de la negra con expresión de alegre sorpresa.

– Claro que está -dijo el anciano negro que salió de las sombras y cruzó el suelo de madera con su paso artrítico-. Nunca me fui. Me quedé aquí, que es el lugar al que pertenezco.

– Mose -dijo Scott con cariño, aferrando una mano huesuda entre las suyas.

Mose era tan delgado como Leatrice gorda. El cabello plateado le coronaba la cabeza como si fuera musgo, se inclinaba un poco a la izquierda y adelante, pues la columna vertebral ya no se estiraba por completo.

– Quince años -evocó el anciano, en voz tenue-. Ya era hora de que regresaras.

– Quizá no me quede -aclaró Scott, de inmediato-. Vine sólo a ver cómo estaba el lugar.

Mose soltó la mano de Scott y se sostuvo la espalda.

– Te quedarás -dijo, como si fuera indiscutible.

Scott paseó la mirada de Mose a Leatrice.

– De modo que, al final, os habéis juntado.

Leatrice le asestó un manotón no muy suave en la cabeza.

– Cuida la lengua, muchacho. ¿Acaso no te enseñé a respetar a los mayores? Mose y yo cuidamos de la propiedad mientras tú andabas vagabundeando por ahí. -Se dio la vuelta, con aire de superioridad-. Además, yo no lo acepto. Es muy haragán, ése. Pero me hace compañía.

Scott se frotó el costado de la cabeza y sonrió.

– ¿Ése es modo de tratar al muchacho que recogía moras silvestres para ti y cortaba rosas del jardín de su madre?

La risa de Leatrice hizo que las vigas del techo amenazaran con caerse.

– Siéntate, muchacho. Tengo pan de maíz caliente y guisantes ojo negro. Y será mejor que empiece a poner un poco de carne sobre tus huesos.

Gandy no se movió.

– No vine solo. ¿Te parece que podrías servir jamón y bizcochos para ocho si yo traigo el jamón y las guarniciones?

– ¿Ocho? -Leatrice rezongó y se alejó como si la pregunta le pareciera absurda-. Será como alimentar a ocho mosquitos, después de lo que cocinaba en los viejos tiempos. ¿También trajiste a casa a esa Ruby?

– Sí. Y a Ivory también.

– A Ivory también. -Leatrice levantó una ceja y agregó, sarcástica-: Caramba, eso quiere decir que somos cuatro. Pronto estaremos cultivando algodón.

Gandy sonrió. El azote de la lengua de Leatrice era justo lo que necesitaba para hacerlo sentir que estaba otra vez en el hogar.

– Los dejé esperándome en el prado. No pude entrar en la casa grande.

– La llave está aquí. -Leatrice la sacó de entre sus amplios pechos-. La conservé en lugar seguro. Mose os abrirá.

Se sacó la correa de cuero por la cabeza y se la dio al viejo.

Pero Mose la contempló como si tuviese ocho patas.

– ¿Yo?

– Sí, tú. ¡Ahora, ve!

Mose retrocedió, sacudiendo la cabeza, los ojos dilatados, fijos en la llave.

– ¡No, señor, el viejo Mose no entrará ahí!

– ¿Qué estás diciendo? Por supuesto que entrarás ahí. Tienes que abrirles al joven señor y a los amigos.

Gandy presenciaba la discusión con el entrecejo arrugado.

– ¡Ve ya! -le ordenó la negra.

Mose movió la cabeza, temeroso, y retrocedió más.

– ¿Qué es lo que está pasando? -preguntó Scott, ceñudo.

– En la casa hay un fantasma.

– ¡Un fantasma!

– Así es. Yo lo oí. Mose también lo oyó. Está ahí, llorando. Si entras, lo oirás enseguida. ¿Por qué crees que no entró nadie todos estos años? No sólo dos viejos negros que revisaron las puertas desde afuera.

A Gandy se le tensó el cuello, pero dijo:

– Pero eso es ridículo. ¿Un fantasma?

Leatrice le tomó la palma y depositó en ella las llaves, todavía tibias de estar entre sus pechos.

– Ve a abrir tú mismo. Leatrice es cocinera. Leatrice hace bizcochos, jamón. Leatrice les traerá el jamón y los bizcochos hasta la puerta de atrás, no más. -Cruzó los brazos sobre los pechos del tamaño de melones, y dio una sacudida obstinada con la cabeza-. Pero Leatrice no se acerca donde hay espíritus. ¡Nooo, señor!

Mientras desandaba el camino hacia la casa munido de varias velas de sebo, Scott recordó con toda claridad la voz de niña que había oído en la casa, al terminar la guerra. Entonces, ¿era verdad? ¿Sería Justine? ¿Estaría buscando a la madre y al padre en los altos cuartos vacíos de Waverley? ¿O sería el producto de imaginaciones demasiado activas? Sabía lo supersticiosos que eran los negros. Sin embargo, él también lo había oído, y no tenía nada de supersticioso.

Desechó la idea, dio la vuelta a la esquina de la casa y se tropezó con algo blando.

Jadeó, y lanzó un grito.

Pero era Jack, que merodeaba por el sótano de la vieja mansión, seguido por los demás, cansados de esperar en los coches.

– Es una belleza -afirmó Jack-, y, por lo que se puede ver con esta luz, también es sólida.

– Entremos.

Cuando metió la llave en la puerta del frente de Waverley, Scott descubrió que sentía alivio de estar con otras siete personas, en especial con Willy, cuya mano pequeña aferraba con fuerza.

Pero en cuanto entró, se evaporó todo pensamiento referido a fantasmas. Incluso iluminada sólo por dos velas, la maciza rotonda le dio la bienvenida. Olía a desuso y a polvo, pero nada había cambiado. Los suelos de pino sureño, la escalera doble que se curvaba hacia abajo como dos brazos abiertos, los espejos gigantes que repetían la luz titilante de las velas, las espigas talladas a mano que flanqueaban las escaleras y desaparecían en la penumbra, allá arriba, la elegante lámpara de bronce que colgaba unos dieciocho metros desde lo alto: todo parecía esperar para que lo lustrasen y estar otra vez en uso.

– Bienvenidos a Waverley -dijo en voz queda, que hizo eco en el mirador, cuatro plantas más arriba, y luego descendió, como si la mansión misma le respondiera.

Encendieron el fuego en el amplio comedor de la planta baja, y comieron la cena preparada por Leatrice, pero sólo Ivory y Ruby pudieron verla cuando fue a llevar la comida caliente, por la puerta trasera. Después, cuando hacían los arreglos para dormir, Ivory y Ruby afirmaron que estarían más cómodos lejos de la gran casa, que casi no conocieron cuando eran hijos de esclavos. Si bien Gandy trató de convencerlos de que serían bien recibidos si querían dormir ahí, fue más eficaz la influencia de Leatrice y Mose para que resolviesen quedarse fuera.

Gandy instaló a Marcus y a Jack en uno de los cuatro dormitorios grandes de la segunda planta, a Pearl y a Jube en el otro, y restaban él y Willy. De los dos dormitorios que quedaban, uno era el que compartió con Delia, y el del ala noroeste al que siempre se llamó el cuarto de los niños. Después de inspeccionarlos, dejó que Willy eligiese.

– Ése -indicó el chico-. Tiene un caballo que se mece.

Scott, aliviado de no tener que dormir en la familiar cama de palo rosa sin Delia, condujo a Willy al cuarto de los niños. Quitaron juntos las mantas polvorientas, se sacaron la ropa interior y se acostaron entre ellas.

– Scotty.

Con la vela apagada, la voz de Willy parecía más infantil que nunca en la enorme habitación.

– ¿Eh?

– Tengo frío.

Gandy lanzó una risa ahogada y se puso de costado.

– Acércate aquí, pues.

Willy se puso de espaldas y acomodó el trasero contra la barriga de Scott. Al rodearlo con un brazo, el hombre no pudo evitar evocar el gruñido de Leatrice diciendo «mosquito». Daba la sensación de que Willy tenía el doble de costillas y la mitad de grasa que el resto de las personas.

– Es más agradable que en la despensa.

Un murmullo confuso fue lo último que escuchó: en pocos minutos, estaba dormido.

Scott, en cambio, acostado en su cama de la infancia, permaneció horas sintiendo los latidos del niño bajo la palma, escuchándolo respirar con regularidad, vuelto a Kansas por el último comentario del chico.

Pensó en Gussie, el pueblo vacío, la taberna más vacía aún. Cerró los ojos y la imaginó cosiendo en la máquina, con el taburete de Willy vacío junto a ella, cojeando por la calle para ir a cenar sola al restaurante de Paulie, sentada en el último escalón bajo el viento invernal, envuelta en la capa mientras la nieve caía sobre la caperuza. Pero la imagen que ardió con más intensidad fue la que nunca hubiese imaginado pero recordaba: Gussie con el camisón manchado de sangre, acostada en la cama de él, mientras la besaba.

Abrió los ojos como si quisiera convertir el recuerdo en realidad.

A su alrededor todo era oscuridad. Intentó acostumbrarse a ella, pero era difícil. En Kansas había lámparas de la calle. En el tren, la luna iluminaba el paisaje. En cambio aquí, en Waverley, entre árboles gigantes de magnolias, pinos y glicinas trepadoras, la oscuridad era total. Si hubiese un fantasma, sin duda no podía elegir un lugar mejor. Y si quería darse a conocer, no podría haber un momento más oportuno. A fin de cuentas, Gandy ya se sentía embrujado por Agatha. ¿Qué le podía importar un fantasma más?

Pero no apareció ninguno. Ninguno habló. Y finalmente, entibiado por el cuerpo pequeño de Willy, Gandy se durmió profundamente.


Se despertó temprano, y permaneció unos minutos acostado, recordando el pasado; el padre, que empezaba cada día observando sus dominios desde el punto de mira que él mismo había diseñado. Ese punto lo atraía de manera irresistible a seguir los pasos del padre. Sin hacer ruido, se levantó, se vistió y subió las escaleras hasta la tercera planta, cuyas cuatro puertas cerradas daban a un inmenso ático sin ventanas, bajo el tejado principal. Siempre lo llamaban el cuarto del baúl, y era donde Scott solía jugar con tus hermanos, los días de lluvia, y donde se aislaba a cada miembro de la familia que enfermaba.

Abrió una puerta, incapaz de resistir la tentación de echar un vistazo al interior polvoriento, repleto de muebles, baúles y restos del pasado. Ahí, en alguna parte, estaría guardada la ropa de Delia, y supuso que también la de los padres. Algún día lo revisaría, pero en ese momento cerró la puerta y subió el último tramo de escaleras hasta el estrecho pasadizo protegido por una baranda, que rodeaba toda la rotonda octogonal, y desde el cual se divisaba la entrada de abajo y los campos, afuera. Deslizando la vista por la cadena de la inmensa araña, recordó las noches en que se abrían las puertas de los recibidores y esa zona se transformaba en un vasto e impresionante salón de baile. Después que llegaban todos los invitados, el mismo Scott, Rafe y Nash salían subrepticiamente de las camas y desde ahí arriba en la sombra de la rotonda, contemplaban el colorido abanico de faldas de las damas, y a los caballeros de frac, que las guiaban en los giros del vals.

Tuvo una súbita visión del aspecto que tendría el vestido granate de Agatha desde arriba, con todas esas filas superpuestas de pliegues en la trasera, que la luz de gas iluminaba cuando ella se deslizaba por el suelo de pino. Vio el cabello recogido con pulcritud en la nuca, que irradiaba el mismo matiz de luminosidad que el tafetán del vestido. Qué extraño que la imaginara bailando, si la propia Agatha le contó que era algo que ansiaba hacer, pero que no podía.

«Qué antojadizo soy, -se reprochó-. Y además, es en vano». Lo que tenía que resolver en ese momento era cómo hacer para que la propiedad produjese lo suficiente para sostener a ocho… no, a diez personas: tenía que incluir también a Leatrice y a Mose. Sería una franca estupidez traer a otra persona, pues aún no sabía cómo hacer para mantener a los que ya estaban.

Suspiró, y fue hacia las ventanas que, en otro tiempo, chispeaban y ahora estaban cubiertas de polvo, con telarañas en los rincones. Quitó una con los dedos y se le quedó pegada, junto con una cáscara seca de yeso. Se sacudió para librarse de ella y miró alrededor, no sin esfuerzo, contemplando las evidencias del descuido en que había caído ese imperio perdido que ahora era su herencia.

Alzó la vista, y vio que la plantación Waverley se extendía en la distancia. Pero la tierra que, en otros tiempos, prodigó su abundancia a fuerza del trabajo de mil manos negras, ahora yacía desolada, invadida de malezas.

Triste y moroso, recorrió los ocho lados de la rotonda tal como hacía el padre cada mañana, después del desayuno, observando su feudo que, en aquellos tiempos, se autoabastecía hacia el Este, había un abra entre los árboles, formando un gran prado verde que bajaba en una curva abrupta hacia el río Tombigbee, visible allá lejos. Entre la casa y el río solía pastar el ganado bovino y ovino, pero ya no había nada. La otrora ininterrumpida alfombra verde de la hierba estaba salpicada de arbustos y, si no se limpiaba, llegaría un momento en que se transformaría en un bosque. Y, en las otras tres direcciones, los bosques y los campos se extendían hasta el infinito y lo único que producían era una embrollada cosecha de enredaderas de kudzú.

¿Cómo harían diez personas solas para ponerla en condiciones de rendir?

La melancólica reflexión fue interrumpida por una voz que llamaba suavemente desde abajo:

– Scotty.

Era el pequeño, de pie en la entrada del dormitorio, del lado opuesto de la rotonda, dos suelos más abajo.

– Así que ya te levantaste.

Las voces resonaban como campanas en un valle, aunque hablaban casi en susurros.

– ¿Qué estás haciendo ahí arriba?

– Mirando.

– ¿Qué miras?

– Ven, sube y te lo mostraré.

Contempló a Willy subir por la impresionante escalera produciendo un suave ruido con los pies desnudos, la tapa del calzón apareciendo entre los balaustres del balcón. Cuando llegó al pasadizo, tenía los dedos de los pies cubiertos de polvo.

– ¡Uf! -exclamó, al llegar al último escalón-. ¿Qué pasa aquí arriba?

Scott levantó a Willy y lo sostuvo en un brazo.

– Waverley. -Hizo un ademán, mientras iba lentamente de una ventana a otra-. Todo eso.

– ¡Oh!…

– Pero no sé qué hacer con todo esto.

– Si es una granja, ¿no tendrías que poner plantas?

Parecía tan simple que hizo reír a Gandy.

– Hace falta mucha gente para plantar todo eso.

Willy se rascó la cabeza y miró por la ventana polvorienta

– Gussie dice que yo soy afortunado de poder verlo. Dice que n 'uay… que no hay más como ésta, y que tengo que aprender a va… va…

– ¿Valorarla?

– Sí… a valorarla. Dice que le gustaría verla un día, pues nunca vio una plantación. La llamó un… una forma de vida. ¿Qué significa eso, Scotty?

Pero Scott quedó prendido de lo que había dicho antes no de la pregunta. Murmuró casi para sí:

– No se refería a la tierra, se refería a la casa.

– ¿A la casa?

Willy estiró el cuello hacia el vértice de la cúpula que estaba encima de ellos.

– La casa…

Scott lanzó una mirada a las ventanas que lo rodeaban, al salón de baile que estaba abajo, a las puertas que daban a la escalera más grandiosa de este lado de la línea Mason Dixon.

– ¡Eso es! -exclamó Gandy.

– ¿A dónde vamos? -preguntó Willy, mientras las botas negras de Scott repercutían en los escalones-. ¿Por qué te sonríes?

– La casa. Ésa es la solución, y era tan obvia que la pasé por alto. Gussie me dijo lo mismo que a ti el verano pasado, una noche, cuando le conté de Waverley. Pero yo estaba muy concentrado soñando con plantar algodón, y no se me ocurría usar la casa para ganar dinero.

– ¿O sea que piensas venderla, Scotty? -preguntó Willy, decepcionado.

– ¿Venderla? -Cuando llegaron a la altura del cuarto del baúl, donde estaban guardadas esas faldas con miriñaque y esos fraques cola de golondrina, estampó un sonoro beso en la mejilla del chico, pero estaba demasiado excitado para mostrárselo en ese momento-. Jamás, pequeño. La haremos revivir, y en el presente, esos yanquis que quemaron casi todas las mansiones como Waverley, pagarán un rescate regio para verlas y disfrutarlas. ¡Lo que ves a tu alrededor, Willy, muchacho mío, no es otra cosa que un tesoro nacional!

Al llegar al nivel de los dormitorios, sin aminorar el paso, Scott fue golpeando las puertas, vociferando:

– ¡Arriba! ¡Ya ha amanecido en el pantano! ¡Vamos, todos! ¡Jack! ¡Marcus! ¡Jube! ¡Pearl! ¡Levantaos! ¡Tenemos que poner este lugar en condiciones!

Cuando bajaba corriendo la sección curva de la escalera que llevaba a la entrada principal, la voz y los pasos retumbaron en la rotonda. Cabezas soñolientas asomaron por las puertas en la planta alta, mientras Scott, aún con Willy en brazos, salía como una tromba por la puerta trasera.

– Te presentaré a Leatrice -le dijo Scott a Willy mientras cruzaban el patio-. Ella cree en espectros pero, fuera de eso, es buena. ¿Anoche escuchaste a algún espectro en la casa?

– ¿Espectros?

El niño dilató los ojos y, al mismo tiempo, rió.

– No había ninguno, ¿verdad?

– Yo no escuché nenguno.

– Ninguno. Eso le dirás a Leatrice, ¿entendido?

– Pero, ¿por qué?

– Porque la necesitamos aquí, para organizar a estos holgazanes, y hacer que levanten el polvo. Que yo sepa, nadie puede hacer eso mejor que Leatrice. ¡Si hubiese comandado ella las tropas de la confederación, habríamos tenido un resultado muy diferente!

– ¡Pero, Scotty, todavía estoy en ropa interior!

– No importa. Ha visto niños con menos ropa.

Willy se apegó a Leatrice como una garrapata a un pellejo tibio. Desde el momento en que le ordenó:

– Ven aquí, chico, deja que Leatrice te eche un vistazo -el vínculo quedó sellado.

Era lógico: Leatrice necesitaba a alguien de quién ocuparse, y el chico necesitaba a alguien que se ocupase de él. Y el hecho de que, cuando le presentaran al pequeño, estuviese vestido sólo con los calzones, lo hizo más entrañable aún para ella. Parecía una unión concertada en el cielo.

Pero en lo que se refería al mandato de Scott, la negra se mostró menos entusiasta.

– No pondré un pie en ninguna casa encantada.

– Díselo, Willy.

Aunque Willy se lo dijo, la negra apretó los labios y adoptó una expresión terca.

– ¡No, no! Leatrice no entra.

– Pero, ¿quién los hará moverse? Toda la banda está acostumbrada a dormir hasta mediodía. Te necesito, cariño.

El término hizo que los labios de Leatrice se aflojaran un poco:

– Siempre fuiste un zalamero -refunfuñó.

Al ver que se ablandaba, insistió:

– Imagínate este sitio otra vez lleno de gente, música en el salón de baile, todos los dormitorios ocupados, la vieja cocina humeando y el aroma de los pasteles de guisantes saliendo de los hornos…

Lo miró, ceñuda, por el rabillo del ojo:

– ¿Y quién cocinará?

Eso amilanó a Scott.

– Bueno… no sé. Pero, cuando llegue el momento, ya se nos ocurrirá algo. Primero, tenemos que limpiar, encerar, lustrar la casa, limpiar los campos de malezas y también los edificios externos. ¿Qué dices, cariño? ¿Me ayudarás?

– Tengo que pensar en un exorcismo -fue su respuesta.


Pensar le llevó a Leatrice exactamente cuatro horas y media. Para entonces, las tropas de Gandy ya estaban levantadas, habían desayunado y obedecían, no muy al pie de la letra, las ineficaces órdenes. Pero el trabajo que realizaban y la velocidad con que lo hacían era tan lamentable que, cuando Leatrice dio un vistazo al equipo de limpieza que sacaba elementos de casa al patio para ventilarlos, farfulló una protesta contra los zalameros y levantó las manos.

Minutos después, apareció ante la puerta trasera, con una bolsa de asafétida colgando del cuello.

– No se puede quitar el polvo a las alfombras si se dejan en el suelo -afirmó, en tono imperioso, de pie junto a la puerta del lado de adentro, con los brazos en jarras-. ¡Tienen que sacarlas afuera y golpearlas! Cualquier tonto sabe que no se empieza de abajo y se va subiendo. Cuando uno llega arriba, la planta baja está tan sucia como cuando empezó.

Se acercó Gandy y le dio un abrazo de agradecimiento, pero retrocedió al instante.

– ¡Por Dios, mujer! ¿Qué tienes en ese saquillo? -preguntó, casi haciendo arcadas-. Huele a orín de gato.

– ¡Nada de insolencias, muchacho! Es asafétida, mantiene a los espectros alejados de Leatrice. Si quieres que les enseñe a limpiar a estos blancos lamentables, deja a un lado los melindres de cómo huelo.

Gandy rió, y le hizo una reverencia burlona.

Desde ese momento, el renacer rápido y eficiente de Waverley quedó asegurado.

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