Capítulo 8

En una semana, Willy se convirtió en visitante habitual de la sombrerería. Agatha oía abrirse la puerta trasera y, un momento después, él estaba junto a su codo preguntando:

– ¿Qué es eso? ¿Por qué haces eso? ¿Para qué es?

La educación del pequeño había sido bastante descuidada. Y si bien todo le despertaba curiosidad, tenía pocos conocimientos básicos. Le respondía a todas las preguntas con paciencia, complacida por el modo en que los ojos se le iluminaban a cada cosa que aprendía.

– Esto es un dedal.

– ¿Para qué sirve?

– Para empujar la aguja, ¿ves?

– ¿Qué es esos?

– Qué son esos -le corregía, para luego responderle-: Piedras, simples piedras.

– ¿Qué vas a hacer con ellas?

– Sujetar los moldes mientras corto alrededor… ¿ves?

Desde que tenía la máquina de coser, se había suscrito al periódico de modas Ebenezer Butterick y encargó veinte moldes de papel tisú que entusiasmaron a sus clientes y ya le habían encargado varios vestidos para confeccionar. Sin embargo, ese día estaba cortando el primero de los tres vestidos de cancán rojos y negros. Eligió varias piedras de un balde de hojalata para hacer de pesas sobre el tisú. Con la barbilla en el borde de la alta mesa de trabajo, Willy observaba con atención mientras Agatha cortaba la falda. Los ojos del niño registraron con cuánto cuidado apartó cada pieza cortada, sin quitar el molde ni las piedras. Miró en el balde y luego los moldes que faltaban.

– Vas a necesitar más piedras, Agatha.

Miró en el balde.

– Así es, Willy. -Fingió un ceño preocupado-. Oh, cómo odio dejar de trabajar para salir a buscarlas.

– ¡Yo iré!

Antes de que la sonrisa se dibujara en el rostro de Agatha, el niño ya corría hacia la puerta.

– Willy.

Se dio la vuelta, anhelantes los ojos castaños, el cabello pegado de un lado.

– ¿Eh?

– Lleva el balde para juntarlas.

Sacó las que quedaban y se lo dio. Mientras continuaba trabajando, alzaba la vista a menudo y miraba por la puerta trasera, para verlo en cuclillas, el trasero curvado casi en el suelo, el mentón en las rodillas, excavando con un palo. Entró cinco minutos después, cargando orgulloso el balde lleno de piedras sucias.

– Llévalas otra vez afuera y lávalas, para que no ensucien la tela.

Salió afuera y regresó tras unos segundos.

– No alcanzo.

Agatha rió, más feliz de lo que recordaba haber estado nunca, y salió a ayudarlo. Mientras se agachaba para juntar agua del profundo barril de madera, comentó:

– Tendremos que conseguir un pequeño taburete para que puedas subirte, ¿eh? -Antes de entrar, agregó con severidad-: Y procura lavarte las manos, al mismo tiempo.

Cuando volvió, la ropa sucia exhibía manchas húmedas, donde había secado las piedras. Se quejaba y resoplaba cargando el balde pesado, pero lo depositó, orgulloso, a los pies de la mujer.

– ¡Aquí están! ¡Lo hicí!

– Lo hice -corrigió.

– Lo hice -repitió, como un loro.

Agatha examinó las piedras con grandes aspavientos.

– Y lo hiciste muy bien. Todas limpias… ¡y secas, Dios mío! Ve al frente, y pídele a Violet un penique. Dile que yo dije que lo ganaste.

Willy se puso radiante, con las mejillas arreboladas como manzanas de otoño. Giró sobre los talones y se precipitó a través de la abertura de la cortina. Agatha sonrió al oír la voz aguda, excitada.

– ¡Eh, Violet! Agatha dice que te pila un penique. Dice que te diga que lo ané.

– ¿En serio? -fue la respuesta de Violet-. ¿Y qué fue lo que hiciste para ganártelo?

– Junté unas piedras y las lavé, y las sequé.

– Tiene razón. Es un trabajo pesado: no sé cómo hacíamos antes de que tú anduvieras por aquí.

Agatha imaginó los ojos brillantes de Willy siguiendo las manos de Violet que buscaba en el cajón del escritorio. Un momento después, se oyó golpear la puerta del frente.

Estaba de regreso en menos de cinco minutos, con una barra de zarzaparrilla. Chupándola, ocupó de nuevo su lugar junto a la mesa de trabajo.

– ¿Quieres una chupada?

Apuntó la barra en dirección a Agatha. Sabiendo que raras veces recibía dulces, comprendió el valor del ofrecimiento, y no tuvo corazón para rechazarlo.

– Mmmm.

– Zarzaparrilla. -La metió otra vez en la boca y, un minuto después, preguntó-: ¿Qué es eso?

Apuntó con un dedo regordete.

– Polvo de tiza.

– ¿Para qué sirve?

– Para marcar.

– ¿Qué es marcar?

– Así se dice cuando señalo los sitios donde tengo que hacer una pinza.

– ¿Qué es una pinza?

– Una costura que une parte de la tela y le da forma al vestido.

– Ah. -Se rascó la cabeza con vigor, moviendo la barra de zarzaparrilla en la lengua como si fuese el émbolo en una mantequera. Observaba con atención las manos de Agatha-. ¿Tienes que hacer pasar la tiza por esos agujeros pequeños?

– Exacto.

Las únicas marcas en el papel fino eran agujeros de diferentes tamaños, cada uno de los cuales tenía un significado. Espolvoreó con cuidado el fino polvo de tiza sobre ellos y lo frotó antes de quitar el molde, dejando una serie de puntos blancos claramente marcados.

– ¿Ves? -le dijo al niño.

– ¡Jesús!

– ¿No es increíble?

También ella estaba aún maravillada por los moldes nuevos y la máquina de coser. El trabajo se había vuelto entretenido.

Enrolló la pieza del molde y sacudió la tiza sobrante en el frasco de vidrio. Willy se rascó la cabeza y masticó lo que le quedaba de la zarzaparrilla.

– ¿Alguna vez me dejarás probar a mí?

– Hoy no. Y seguro que no, si no te lavas esas manos pegajosas. ¡Y mira el borde de la mesa!

Observó, acusadora, las marcas sucias que dejaron los dedos del chico.

A partir de ese día, comenzó a presentarse con las manos más limpias. Pero el resto de su persona todavía era una mugre. Se rascaba la cabeza sin cesar. Usaba la misma ropa todos los días. Despedía un olor terrible. Aunque Agatha habló con el reverendo Clarksdale, no sirvió de nada. Alvis Collinson no atendía al hijo mejor que antes. Sin embargo, la atención que a Willy le faltaba en la casa la encontraba en el taller de Agatha. Las horas que pasaba ahí se convirtieron en las más luminosas del día tanto para ella como para él, suponía.

Por las noches, continuaba la tarea en la U.M.C.T. Se hizo el propósito de participar en cualquier grupo, menos en aquellos que incluyesen a Evelyn Sowers. Estableció una rutina de visitar cuatro tabernas cada noche, terminando, como las agujas del reloj, en la Gilded Cage. A medida que pasaba el tiempo, más hombres firmaban el compromiso de abstinencia, pero pocos de los clientes de Gandy.

Era lo bastante innovador para no perder ninguno.

La noche en que Agatha se instaló en la puerta y leyó en voz alta trozos de «Diez noches en una taberna», colgó un cartel que ofrecía palomitas de maíz gratis.

La noche que ella distribuyó panfletos titulados: «Ayudemos al vaquero libertino del Oeste», él ofreció un vale por un baño gratis en Cowboy's Rest, a cambio de cada panfleto que se entregara en el bar.

Cuando dirigió a las señoras en la canción: «Los labios que toquen el whisky no tocarán los míos», puso una lista de las bebidas más nuevas que se podían adquirir en la Gilded Cage: brebajes con nombres misteriosos como ponche de ginebra, mint julep, sangría, clericó de jerez, timber doodles y blazer azul.

Cuando las damas, conducidas por Agatha, cantaron el clásico cristiano, «La Fe de Nuestros Padres», le hizo una seña a Ivory que, de inmediato, entró con el acompañamiento al piano. Gandy, de pie detrás de la barra, dirigió a toda su clientela en la versión más vehemente que Proffitt escuchó jamás… ¡dentro o fuera de la iglesia! Cuando el «Amén» se perdió, le sonrió a Agatha y anunció:

– ¡Sardinas gratis en el bar! ¡Vengan todos a buscarlas!

Cuando Agatha pasó el tazón de la colecta pidiendo donaciones para el movimiento, Gandy anunció que, esa noche, la bolsa del keno se duplicaría.

Sí, no cabía duda de que era innovador. Pero Agatha había llegado a disfrutar del intento de superarlo.

Una noche, antes de que se reunieran los parroquianos de Gandy y las luchadoras de Agatha, la mujer entró en el Gilded Cage y se encaminó directamente a la barra. Gandy estaba en la parte más cercana, de espaldas a la barra, los codos apoyados en la superficie lustrosa, y la miraba acercarse. Tenía el Stetson bajo. Fumaba el cigarro sin tocarlo con los dedos. El chaleco color jengibre estaba inmaculado. Los hoyuelos, intactos.

– Bueno, ¿qué la trae tan temprano por aquí, señorita Downing?

Siempre la llamaba «señorita Downing» cuando había otros cerca.

Agatha le entregó una copia de «Ayudemos al Vaquero Libertino del Oeste».

– Quiero mi vale para un baño gratis, señor Gandy.

Scott miró el panfleto, se sacó el cigarro y amplió la sonrisa.

– Debo suponer que habla en serio.

Asintió.

– Por cierto. Creo que el aviso dice un panfleto por un vale.

El hombre tomó el panfleto y lo hojeó:

– No pretenderá que lo lea.

– Como prefiera, señor Gandy. Mi vale, por favor -repitió, con formalidad, extendiendo la palma.

Ni ella ni Gandy tenían el menor inconveniente para enfrentarse con la más absoluta amabilidad mientras intercambiaban desafíos.

Gandy adoptó la pose de antes, con los codos apoyados, y ordenó, sobre el hombro:

– Jack, dale a la dama un vale para el baño.

Sonó la registradora y Jack Hogg le entregó un redondel de madera.

– Aquí tiene, señorita Downing.

– Gracias, señor Hogg.

– Creo que la mejor hora para ir al Rest es a la mañana temprano, antes de que los vaqueros se levanten.

Se le puso el cuello rojo: en el Estado de Kansas ninguna mujer decente se dejaría sorprender en un lugar como el Cowboy's Rest. Pero contestó con gentileza:

– Lo tendré en cuenta.

Se dio la vuelta para marcharse.

– Oh, señorita Downing. -Se volvió hacia Jack-. Tengo una camisa rota bajo el brazo que necesitaría unas puntadas de su máquina.

– Llévela cuando quiera. Si no estoy yo, lo atenderá la señorita Parsons.

– Lo haré.

Levantó el sombrero y sonrió. Agatha ya no pensó en la mitad lívida de la cara sino en lo apuesto que sería antes de tener las cicatrices.

Al pasar junto a Gandy, este levantó una fuente del bar:

– ¿Quiere una sardina, señorita Downing?

Miró la fuente, luego a él: los hoyuelos proclamaban que esperaba que rechazara.

– Claro, gracias, señor Gandy. Me gustaría.

Odiaba el pescado, pero tomó una de la fuente, y se la metió en la boca sin vacilar. Masticó. Paró. Masticó otra vez y tragó, se estremeció con violencia y cerró los ojos.

– ¿Qué pasa? ¿No le gustan las sardinas?

– ¡Qué vergüenza, señor Gandy! ¿Acaso no tiene conciencia, que les da a los clientes pescados salados como los siete mares?

– Ni la más mínima.

– Y palomitas de maíz, que deben de ser iguales.

– La semana que viene traeré ostras frescas. No son tan saladas, pero sí una exquisitez. -Levantó una ceja y alzó la fuente-. ¿Quiere otra?

Agatha miró con recelo la fila de pescados resbaladizos.

– Supongo que lo llamará libre empresa. -Riendo, el hombre dejó el plato. La mujer se lamió el aceite de los dedos-. ¿Qué se le ocurrirá a continuación, señor Gandy?

– No sé. -La expresión era totalmente amistosa y triunfal-. Estoy quedándome sin ideas. ¿Y usted?

Agatha no rió. Pero requirió un gran control de sí misma para no hacerlo.


Agatha decidió que era mejor ser franca con las compañeras de la U.M.C.T y decirles que estaba haciendo un trabajo para el señor Gandy y sus empleadas.

Evelyn Sowers se crispó y resopló:

– ¡Haciendo tratos con el enemigo!

Agatha esperaba eso.

– Tal vez lo sea, pero para un buen fin. El diez por ciento de todo lo que gane con el señor Gandy será para la causa. Como saben, nuestros cofres están bastante vacíos.

La boca de Evelyn siguió torcida en gesto amargo, pero no discutió más.


Jubilee, Pearl y Ruby fueron a probarse los vestidos. Entraron por la puerta trasera con su estilo lánguido, charlando y riendo, con las batas puestas. La de Pearl era rosada, la de Ruby, púrpura. La de Jubilee, verde turquesa.

Agatha hizo un gran esfuerzo para no mirarla fijo.

Las tres rieron y entraron en la tienda.

– Hola, Agatha. Hola Violet. Cómo estás, Willy.

Willy se apartó de Agatha y corrió hacia ellas.

– ¿Os probasteis los vestidos nuevos de baile?

Ruby pellizcó la nariz de Willy:

– Seguro.

– Espiaré por debajo de la puerta y os veré bailar con ellos puestos.

Con gesto cariñoso, Jubilee lo tomó del hombro y lo hizo girar:

– Oh, no, jovencito, no lo harás.

– Sí, lo haré.

– Si te pesco, te escaldaré el trasero.

Willy no se sintió amenazado. Sonrió y movió la cabeza, confiado:

– No.

– ¿Cómo sabes que no?

– Porque iré corriendo a contárselo a Scotty y a Agatha, y ellos no te dejarán.

Con los brazos en jarras, Jube se inclinó y apoyó la frente contra la de Willy:

– Bonito bribón estás hecho tú, ¿eh, Willy Collinson?

– Eso dice Agatha.

Todos rieron. Pearl revolvió el cabello de Willy.

El chico alzó los ojos hacia ella:

– He ayudado a Agatha a hacer vuestros vestidos, Pearl.

– ¡No me digas!

– ¿No'e cierto, Agatha?

Excitado, se volvió hacia ella.

– ¿No es cierto? -lo corrigió-. Ya lo creo que me ayudó. Pone los pesos sobre los moldes que yo pongo sobre las telas.

Violet agregó:

– Y ayuda a que los frunces no se ricen mientras Agatha y yo los formamos.

Ruby apoyó un puño en la cadera en una pose de falsa suspicacia:

– ¡Bueno, imagina eso!

– Y Agatha dice que me conseguirá un taburete para que yo pueda ver sobre la mesa y para que alcance hasta el barril de agua.

Más risas.

Agatha se puso a la tarea:

– Los vestidos están listos para probar. -Los trajo y los colgó de una barra alta-. Quedarán deslumbrantes.

Lo eran. Más aún sobre esos cuerpos exquisitos. Agatha no pudo evitar envidiar a las muchachas cuando se los pusieron y exhibieron sus cinturas de avispa que realzaban los corsés con ballenas en forma de cucharas en el frente. A petición de Agatha, las tres tenían puestas botas de tacón alto, para poder ajustar bien los ruedos. Nunca pudo usar zapatos de tacón alto… y qué atractivos se veían los tobillos femeninos con ellos. Verlos era casi tan divertido como usarlos.

Jubilee y Ruby estaban de pie sobre la mesa de trabajo mientras Agatha y Violet marcaban los ruedos con tiza. Pearl haraganeaba en una silla, esperando su turno.

– ¿Conocen a ese vaquero llamado Slim McCord? -preguntó Jubilee.

– ¡Ese alto, flaco, con la nariz como una zanahoria!

– Ése.

– ¿Qué pasa con él?

– Quiso hacerme creer que, a veces, cuando están en camino, hace tanto calor que tienen que sumergir en baldes con agua los frenos de los caballos para que no les quemen la lengua.

Con el rabillo del ojo, Pearl comprobó si Willy la escuchaba.

– ¿Vosotras lo creéis?

– Mmm… -Rüby adoptó aire pensativo-. Yo, no. Pero, ¿qué opináis del viejo Cuatro Dedos Thompson, que asegura que, cuando se queda sin sal en la carreta, lame el sudor del caballo en la montura?

Fascinado, Willy no se perdía palabra.

– ¡Escuchad esto! -exclamó Pearl-. El viejo Duffield me preguntó: «¿Sabes cómo averiguar cuándo se levanta viento en Texas?». -Pearl hizo una pausa dramática, y miró de soslayo a Willy-. ¿Sabes cómo, Willy?

Negó con la cabeza, y se rascó.

– Bueno, según Duffield, clavas una cadena en la punta de un poste, y cuando sopla viento calmo, queda derecha. Cuando el último eslabón se suelta, puedes esperar mal tiempo.

Todos rieron, y Willy se abalanzó alegremente sobre el regazo de Pearl.

– ¡Ah, estabas burlándote de mi, Pearl!

La muchacha le revolvió el pelo y sonrió.

Las chicas siempre llevaban consigo un aire de festividad y, además, junto con los otros empleados de la Gilded Cage, se interesaban por Willy. A Agatha le encantaba tenerlos en la tienda. Cuando terminó la prueba y se marcharon, todo pareció muy aburrido.

Willy estaba sentado en el umbral de la puerta trasera jugando con un gusano verde y rascándose. Doblado por la cintura, observaba al insecto arrastrarse por su bota, y se rascaba el cuello. Se enderezó y lo vio arrastrarse de un dedo índice al otro, y se rascó la axila. Se puso el gusano en la rodilla y se rascó la ingle. Dejó el gusano en el suelo y se rascó la cabeza.

– ¿Te gustaría darte un baño, Willy?

Giró sobre el trasero.

– ¡Un baño! ¡No me daré ningún baño!

Agatha y Violet intercambiaron miradas severas.

– ¿Por qué no?

– Pa nunca no me hace bañarme.

– Pa no me hace -lo corrigió, y se apresuró a agregar-: Bueno, pues debería. El baño es importante.

– ¡Odio los baños! -afirmó Willy, enfático.

– Sin embargo, yo creo que lo necesitas. Tengo un vale. No tienes más que dárselo al señor Kendall, en el Cowboy's Rest, y podrás tomarlo gratis.

Willy saltó como si, de pronto, hubiese recordado algo.

– Tengo que ir a ver cómo cargan las vacas en los vagones de ganado. Adiós, Violet. Hasta luego, Agatha.

Se escapó, sin acordarse del gusano que, para entonces, trepaba por el marco de la puerta.


Esa tarde, a las cuatro y cuarto, Agatha llamó a la puerta de la oficina de Gandy.

– Pase.

– Soy yo.

Entró y lo vio de cuclillas frente a la caja de seguridad, contando un fajo de billetes. Se puso de pie de inmediato.

– Creí que estaría probándoles los vestidos a las chicas, esta tarde.

– Ya terminamos.

– ¿Cuándo estarán listos?

– En uno o dos días.

Todo parecía igual, salvo un alto frasco de vidrio con barras negras de orozuz en un rincón del escritorio, que antes no estaba.

– ¿Hay algún problema?

Con gesto despreocupado, arrojó la pila de billetes al escritorio.

– No, con los vestidos no.

– Bueno, siéntese. ¿De qué se trata?

Se sentó en el borde de una silla de roble. Gandy, en la giratoria y, sin pensarlo, metió la mano en el bolsillo del chaleco. Había sacado el cigarro por la mitad cuando se dio cuenta de lo que hacía y lo guardó otra vez.

– Se trata de Willy.

En los labios del hombre jugueteó una sonrisa torcida, y los ojos se posaron en el frasco.

– Ah, ese Willy es un personaje, ¿no es cierto?

Los ojos de Agatha siguieron el recorrido de los de Gandy.

– Es un ángel. Creo que ha estado visitándolo con regularidad.

Gandy asintió y rió. Ahuecó las manos y apoyó el mentón en ellas.

– ¿A usted también?

– Sí. Todos los días.

Vio que miraba las barras de orozuz y se apresuró a explicar:

– No sólo son para él: a mí también me gustan.

Agatha sonrió, al comprender la renuencia del hombre a que lo sorprendieran demasiado encariñado con el muchacho.

– Sí, me imagino.

Como para demostrarlo, destapó el frasco, se sirvió una barrita y le ofreció:

– Tome una.

Tenía la negativa en la punta de la lengua, pero la boca se le hacía agua. ¿Cuánto tiempo hacía que no disfrutaba de una barrita de orozuz?

– Gracias.

Gandy tapó el frasco, mordió el dulce y se sentó otra vez, masticando. Agatha mordisqueó la propia y observó, distraída, la blanda barra pegajosa en los dedos. Alzó la vista y puso el vale de madera sobre el escritorio,

– Quisiera cambiarle esto.

Gandy le lanzó una mirada fugaz al redondel de madera, y luego miró fijo a Agatha. Reaparecieron los hoyuelos y una sonrisa burlona:

– Me temo que tendrá que ir al Cowboy's Rest para eso. Aquí no damos baños.

– Para Willy -explicó.

– ¿Willy?

– Hiede. -Hizo una pausa elocuente-. Y necesita más un baño que cualquier otro ser humano que yo haya conocido.

– Mándelo allá.

– No quiere ir.

– Ordéneselo…

– No soy la madre, señor Gandy, ni su padre. Willy dice que el padre no lo hace bañarse, cosa bastante obvia. Cuando le sugerí que fuera solo, salió corriendo a ver cómo cargaban el ganado.

Gandy dio otro mordisco al dulce.

– ¿Y qué quiere que haga?

– Willy iría con usted.

– ¡Conmigo!

Gandy alzó las cejas.

– Adora el suelo que usted pisa.

– Espere un minuto. -Gandy se levantó de la silla y se alejó de Agatha lo más que pudo. En el rincón, cerca de la ventana, se dio la vuelta y la señaló con la barra de dulce ablandada-. Yo tampoco soy el padre del chico. Si necesita un baño, que se lo dé Collinson.

Agatha habló sin alterarse:

– Eso sería lo mejor, ¿no?

Dio otro recatado mordisco al orozuz. Gandy tiró el suyo sobre el escritorio.

– ¿Por qué tengo que hacerlo yo? -preguntó, exasperado.

Agatha prosiguió, serena:

– Yo lo llevaría, pero no es apropiado. Las mujeres no vamos a los baños públicos. De todos modos, usted va bastante a menudo, ¿no es cierto?

Gandy adoptó una expresión colérica.

– No me molesta que venga de vez en cuando, pero no pienso atender a ese golfo y llevarlo a todos lados como si fuese mío. Podría llegar a convertirse en una molestia espantosa. Y tampoco voy a quedarme siempre en este pueblo, usted lo sabe. No conviene que se encariñe conmigo.

Agatha se sacudió una pelusa inexistente de la falda y dijo, sin rodeos:

– Tiene piojos.

– ¡Piojos!

Apabullado, Gandy miró a Agatha.

– Se rasca sin cesar. ¿No lo ha notado?

– Yo…

¡Maldita mujer! ¿Por qué no lo dejaba en paz? Gandy comenzó a pasearse y a mesarse el cabello.

– Señor Gandy, ¿tuvo piojos alguna vez?

– Claro que no.

– ¿Lo picó una mosca, entonces?

Tenía el poder de hacerlo contestar lo que no quería.

– ¿A quién no? Teníamos perros y gatos cuando yo era niño.

– Entonces, sabe que estar infestado de picaduras no es lo más agradable del mundo. Las moscas pican y se van. Los piojos se quedan y chupan. Se mueven constantemente sobre la persona…

– ¡Está bien! ¡Está bien! -Cerró los ojos con fuerza, y alzó las manos, en gesto de rendición-. ¡Lo haré!

Abrió los ojos, se puso ceñudo y dirigió la mirada hacia un rincón del techo y maldijo en voz baja.

Agatha sonrió:

– Antes, habrá que frotarle la cabeza con queroseno.

– ¡Jesús! -farfulló, disgustado.

– Y la ropa necesita una lavada. Yo me ocuparé de eso.

– No se mate, Agatha -le aconsejó, sarcástico.

– Dejé el vale para pagar el baño. -Tenía un aspecto ridículo en el escritorio, junto a los fajos de billetes-. Bueno… -Se levantó-. Gracias por la barra de orozuz. Estaba deliciosa. Hacía años que no comía una.

– ¡Bah!

La ganó el humor, y sonrió, halagadora.

– Vamos, Gandy, no es para tanto. Imagine que el queroseno es esa porquería que usted vende allá abajo.

El hombre contrajo los puños. Los ojos negros, con esa expresión furiosa, no perdieron un ápice de atractivo.

– Agatha, usted es una condenada fastidiosa, ¿lo sabía?

Le miró la boca y rompió en carcajadas.

Los labios contraídos de Gandy estaban rodeados de un anillo negro, como un ojo de un mapache. Se crispó, y trató de parecer duro. ¡Maldita entrometida! Viene aquí, con esos perturbadores ojos verde claro, manipula mi conciencia y luego se ríe de mí!

– ¿Qué le parece tan divertido?

Sin dejar de reír, Agatha le sugirió sobre el hombro:

– Limpíese la boca, Gandy.

Cuando la cola del polisón desapareció, se precipitó a su apartamento y se miró en el espejo que había sobre el lavatorio. Enfadado, se limpió el orozuz de la boca. Pero un instante después, lo atacó un deseo caprichoso de reír. Pensó en silencio unos momentos. Esa maldita empezaba a perturbarlo.

Repasó uno por uno los atributos físicos: la boca atractiva; la piel sin defectos; la línea decidida de la barbilla; la arrebatadora opacidad de los ojos verdes; el brillo sorprendente del cabello caoba rojizo, arreglado con arte; la vestimenta, siempre formal e impecablemente cortada que, en cierto modo, era la ideal para ella; los altos polisones. Hasta entonces, nunca se había fijado mucho en polisones pero, sin duda, a Agatha le daban un aspecto elegante.

Se observó a sí mismo en el espejo.

Ten cuidado, muchacho, podrías enamorarte de esa mujer, y no es de ésas con las que se puede jugar.


El delgado muchachito, oliendo a queroseno, y el hombre alto y fornido oliendo a cigarro, estaban en un cuarto que olía a madera húmeda. En el medio del suelo de madera mojada había dos bañeras, también de madera, con agua caliente que los esperaban. En una esquina, en una silla de respaldo arqueado, dos toallones turcos, un tazón de jabón amarillo suave de lejía, y una pila de ropa limpia.

– Bueno, muchacho, desnúdate. ¿Qué esperas?

Gandy se sacó la chaqueta y la dejó sobre el respaldo de la silla.

Willy proyectó hacia fuera el labio inferior.

– Me engañaste.

– No. Perdiste limpiamente una partida de póquer de cuatro naipes.

– Pero si nunca había juegado, ¿cómo iba a ganar?

– Es la suerte, Willy. Sólo que en esa mano estaba conmigo. Y creo que Agatha te explicó que no digas más «juegado».

El chaleco de Gandy fue a unirse a la chaqueta. Se sacó fuera del pantalón los faldones de la camisa sin desabotonarla, y Willy aún no había levantado un dedo para desvestirse. Gandy puso el pan de jabón en el suelo y se sentó para sacarse las botas.

– Muchacho, ya hace casi una hora que no fumo, y si no quieres salir volando como fuegos artificiales, será mejor que te metas en esa bañera y te quites el queroseno.

Haciendo pucheros, Willy se sentó en el suelo y comenzó a sacarse las botas que tenían las puntas curvadas. Gandy lo miró por el rabillo del ojo y rió para sus adentros. El labio inferior del chico tenía dos veces el largo habitual. La barbilla aplastada, en gesto de fastidio. El cabello revuelto le daba la apariencia de una vieja gallina rubia que hubiese recibido demasiados picotazos de las compañeras.

– Teno un nudo.

Refunfuñó sin levantar la vista.

– Pues, desátalo.

– No puedo. Está demasiado apretado.

Sin otra prenda puesta que el enterizo hasta la rodilla, Gandy se apoyó en una rodilla, junto al chico:

– Déjame ver…

No cabía duda de que Willy tenía un nudo. En verdad, no tenía otra cosa: los cordones de las botas eran una serie de nudos. Las botas mismas parecían listas para la basura desde un mes atrás. Cuando se las sacó, el olor estuvo a punto de voltear a Gandy.

– ¡Por el amor de Dios, muchacho, hueles como la guarida de un jabalí salvaje!

Willy rió con disimulo, escondiendo la barbilla en el pecho y tratando de cubrirse la boca con la muñeca. Después, estiró un puño a ciegas y lo golpeó en la rodilla.

– No -farfulló.

– Bueno, por lo menos como una mofeta, entonces.

Otro golpe.

– ¡Tampoco!

– ¡Uff! ¡Me quitas el aliento! Si no eres tú, ¿quién puede ser?

A Willy le dolía la cara de contener la risa, y para evitarlo, dio otro golpe a Gandy que lo hizo perder el equilibrio.

Gandy le dirigió una sonrisa afectada, llena de hoyuelos:

– ¡Jesús, me parece que vi a cuatro mofetas hembras arrastrándose hacia la puerta, en este mismo momento!

Esta vez, la carcajada de Willy escapó antes de que pudiese ahogarla. Alzó la cabeza y dio un empellón con todo el cuerpo contra el pecho de Gandy.

– No me importa. Igual, me hiciste trampa, Scotty.

Era la segunda vez que Gandy tenía a Willy en sus brazos. Aun oliendo a queroseno y a pies sucios, le derritió el corazón. Con las caras a escasos milímetros de distancia, Gandy rió y le preguntó:

– ¿Ya estás listo para meterte en el agua?

– Si no hay más remedio… -Al semblante de Willy volvió la expresión angelical-. La cabeza me arde.

Uno al lado del otro, se desnudaron. Cuando terminaron se miraron cara a cara, Gandy hacia abajo, Willy hacia arriba El pene de Willy era como una diminuta bellota rosada; el de Gandy, no. Las piernas del niño, como cerillas; las del hombre largas, duras, salpicadas de áspero vello negro. Las costillas de Willy, como una marimba; el torso de Gandy, como un saco repleto de avena.

Los ojos de los dos, de un castaño intenso y largas pestañas, se parecían mucho. Willy los levantó:

– Cuando sea mayor, ¿me pareceré a ti?

– Es probable.

– ¿Tendré un gran garrote?

Gandy rió, echándose hacia atrás con las manos en las caderas. Miró sonriente la cara que estaba a la altura de su ombligo.

– Willy, muchacho, ¿dónde escuchaste semejante palabra?

– A Ruby.

– ¿Ruby? ¿Qué dice?

– Dijo que le gustaban los hombres con grandes garrotes, y como es mi amiga, quiero gustarle.

Gandy tocó la nariz del niño.

– Si quieres agradar a las damas, toma un baño al menos una vez por semana. Ahora, vamos… -Se apoyó en una rodilla, junto a la bañera-. La cabeza primero.

Willy se arrodilló, se aferró al borde de la bañera y se inclinó sobre ella. El trasero, de nalgas tan diminutas como hogazas de pan sin leudar, se acomodó entre los tobillos mugrientos. Cada una de las vértebras sobresalía como un guijarro en una orilla de la que el agua se retiró. ¡Y el pelo… por Dios!

«¡Qué facha!, -pensó el hombre-, puro piel y huesos, piel de gallina y suciedad». Tomó un puñado de jabón, sonrió, apoyó el codo en la rodilla levantada y se dispuso a la tarea.

Hubo algo de honda satisfacción en frotar la pequeña cabeza. Las manos anchas de Gandy parecían tan oscuras en contraste con la palidez de Willy, los antebrazos tan poderosos junto al cuello flaco… Pensó en su propia hija, si la habría bañado en caso de estar viva.

Olvídalo, Gandy, ya pasó.

Dobló hacia atrás una oreja de Willy y escudriñó dentro:

– Muchacho, ¿qué es lo que te crece aquí dentro? Ya es hora de cosechar, ¿no crees?

Willy gorgoteó, con los codos hacia el techo.

– ¡Date prisa!

– Estoy haciéndolo, pero tendría que haber traído una pala.

El chico rió otra vez.

– Eres divertido, Scotty -se oyó, en sordina.

Era extraño, pero un elogio tan insignificante de parte de un pequeño lo hizo profundamente feliz. Cuando el cabello quedó limpio, hizo que se llevaran el agua sucia y trajeran otra limpia.

– Métete para calentarte.

El mismo Gandy tembló, agradecido, cuando metió sus largos miembros en una de las bañeras, mientras Willy se sentaba a lo indio en la otra. Se enjabonó y se enjuagó, alzó los brazos y curvó los hombros, para mostrarle al niño cómo se daba un buen baño.

– Escarba bien esas orejas, ¿me oíste?

– Lo haré -repuso el niño, disgustado, siguiendo las indicaciones.

– Y no sólo dentro, también detrás.

– ¿Y si me quedo surdo? N'os bueno que se te meta agua en las orejas.

– Te aseguro que no quedarás surdo.

– Eso es lo que dice Gussie, pero…

– ¿Gussie?

Las manos de Gandy, que frotaban el pecho, se detuvieron.

– Sí, me revisó las orejas y…

– ¿Quién es Gussie?

– Agatha. Dice que cuando era pequeña la mamá siempre la llamaba Gussie, y dice que yo tamién puedo llamarla así. Bueno, Gussie me revisó las orejas y dijo que…

Gandy sólo oyó trozos de lo que Agatha había dicho. ¿Gussie? Se respaldó en la bañera, echándose distraídamente agua sobre el pecho, y tratando de adaptar el sobrenombre al rostro. Dejó las manos quietas. Claro… Gussie. Sonrió, sacó un brazo largo, se secó los dedos y sacó un cigarro del bolsillo del chaleco. Lo encendió, y holgazaneó contento, con las rodillas emergiendo como montañas, los brazos en el borde de la bañera, y pensó en ella.

Una mujer poco común. Moralista hasta la exageración, pero con un respeto subyacente hacia todo aquel que se ganara primero el respeto de ella. Tenía un modo divertido de desafiarlo en lo que se refería a la templanza. Había llegado a esperar impaciente la aparición de Agatha, todas las noches, en el Gilded Cage. Sí, claro que hacía la campaña junto con las demás, pero en su caso estaba atemperada por una firme convicción de que el ser humano tenía derecho de vivir como mejor le pareciera. Cuando lo pensaba, le parecía admirable; por un lado, cantaba, repartía panfletos y pedía firmas para un compromiso de abstinencia; por otro, admitía que Gandy tenía todo el derecho de hacer su negocio, igual que los demás propietarios de tabernas del pueblo.

Se puso a pensar en otra de las dicotomías de Agatha. Estaba fascinada por Jubilee y las chicas. Aunque fingía que no lo estaba, en ocasiones la sorprendía observándolas como si le parecieran las criaturas más maravillosas de la tierra.

Y el niño. Era muy buena con él. Era una pena que no hubiese tenido hijos. Los habría criado mucho mejor que un réprobo como Collinson.

Echó una mirada a Willy y rió entre dientes. El chico estaba doblado hacia adelante, con la barbilla y los labios bajo la superficie del agua, y disfrutaba cada minuto del baño. Lanzó una nube de humo hacia el techo.

– Agatha te hizo unos trapos nuevos.

La cabeza de Willy emergió de golpe, los ojos dilatados de escepticismo.

– ¿En serio?

– Pantalones y camisa. -Gandy indicó con la cabeza al costado-. Ahí en la silla, con los míos.

– ¡Jesús…! -Willy se transfiguró al ver la pila de ropa plegada, y le chorreó el agua por el mentón-. No me dijo nada.

– Creo que quería darte una sorpresa.

Los ojos de Willy no se apartaban de la silla y se puso de pie:

– ¿Puedo salir, ya?

– ¿Estás seguro de que te frotaste hasta quedar limpio?

Willy alzó los codos y revisó fugazmente cada axila.

– Sí.

– Está bien.

Un trasero resplandeciente apuntó hacia Gandy y dos talones mojados resonaron sobre el suelo. Gandy tomó las toallas, le arrojó una a Willy y se levantó para usar la otra. El chico dio unas pasadas rápidas a su cuerpo con la toalla enrollada, la tiró en un charco y se fue en busca de la ropa.

– Eh, no tan rápido, muchacho. Todavía estás chorreando. Ven aquí.

Gandy se puso su propia toalla en el hombro y se acuclilló, con el niño entre las rodillas. Sonrió al ver cómo temblaba y se acurrucaba. Pero, al parecer, no veía otra cosa que la ropa nueva que lo aguardaba en la silla. Mientras Gandy lo zamarreaba para un lado y para otro secándole la espalda, las axilas, las orejas, el muchacho estiraba el cuello hacia la silla como si su cabeza estuviese montada sobre un resorte.

– Date prisa, Scotty.

Gandy sonrió y lo soltó, con una palmada en el trasero.

– Está bien, ve.

Los pantalones eran de muselina azul. Willy ni pensó en la ropa interior. Apoyó las nalgas en el borde de la silla y se metió, impaciente, en los pantalones nuevos. Agatha les había pasado un cordón por la cintura para ajustarlos. Willy tironeó y fue hasta Gandy mirándose el vientre.

– Átame.

– Primero, métete la camisa dentro y después lo ataremos.

La camisa cerraba por delante con botones de nácar. Estaba hecha de zaraza rayada y las mangas eran demasiado largas.

– Abotóname.

Gandy sonrió con disimulo y obedeció. Los botones impedían que los puños resbalaran por las manos pequeñas de Willy. Ató el cordón, metió lo que sobraba para adentro, y lo sujetó de las caderas.

– Luces muy elegante, muchacho.

El chico se apretó la camisa contra el cuerpo con las manos.

– ¿No son preciosos? -Se miró, maravillado pero, de pronto, se soltó de las manos de Gandy-. ¡Eh, tengo que ir a enseñárselo a Gussie!

– No tan rápido; ¿Y los zapatos?

– Ah… eso.

Willy se tiró al suelo y se puso las botas en los pies desnudos: no había llevado calcetines.

– ¿No te parece que tendríamos que peinarte?

– Yo no traje peine.

– Yo sí. Espera un minuto.

Una vez vestido, Gandy se sentó en la silla de respaldo curvo con un Willy impaciente entre los muslos. Dividió el limpio pelo rubio con cuidado y lo acomodó en un arco perfecto sobre la frente, lo peinó hacia atrás encima de las orejas y en una pequeña cola en la nuca. Cuando terminó, lo sujetó de los brazos para inspeccionarlo.

– Agatha no te reconocerá.

– Sí, me reconocerá… ¡suéltame!

– De acuerdo, pero espérame.

Afuera, el hombre tuvo que alargar los pasos para mantenerse junto al chico.

– ¡Vamos, Scotty, apresúrate!

Gandy rió para sí y se apresuró. El día era sereno. La puerta del frente de Agatha estaba abierta. Si no hubiese sido así, Willy podría haber roto la ventana y sacado la puerta de quicio.

– ¡Eh, Gussie, Gussie! ¿Dónde estás?

Corrió a través de la cortina lavanda cuando Agatha exclamó:

– ¡Aquí atrás!

Gandy lo siguió a tiempo para ver a Willy de pie junto a la silla de Agatha, el pecho hinchado mientras se inspeccionaba a sí mismo y alardeaba:

– ¡Mírame, Gussie! ¿No'stoy lindo?

Agatha dio una palmada y juntó las manos bajo el mentón.

– ¡Válgame Dios! ¿A quién tenemos aquí?

– Soy yo, Willy.

Convencido, se palmeó el pecho.

– ¿Willy? -Lo observó con expresión de duda, y negó con la cabeza-. El único Willy que conozco es Willy Collinson, pero él no está tan radiante como tú. Tampoco huele a jabón.

Casi sin aliento, las palabras del chico se atropellaron unas a otras.

– Scotty y yo, nosotros nos bañamos y nos lavamos el pelo y el me trujió mi ropa nueva que tú me hiciste y me ató el cordón y… bueno… pero yo no podía abotonarme y él me ayudó… ¡y me encantan, Gussie!

Se le arrojó encima y la abrazó con fervor.

Gandy permaneció en la entrada, mirando. Willy estampó un beso en la boca de Agatha, y la mujer rió y se sonrojó de felicidad.

– ¡Dios mío, si hubiese sabido que iba a recibir tanta atención, la habría hecho hace mucho tiempo!

– Y me limpié muy bien las orejas, como dijo Scotty, y me restregué todo y él me peinó el cabello. ¿Ves? -Corrió junto a Gandy, lo tomó de la mano y tironeó de él-. ¿No' cierto?

Agatha levantó la vista hacia Scott Gandy, de pie junto a ella. Nunca se había sentido tan parecida a una esposa y madre. Sintió el corazón colmado. El niño se apoyaba en su rodilla y la acariciaba, oliendo a jabón, la camisa… con amplitud para que creciera, se separaba del cuerpo pequeño y delgado en picos almidonados. Cerca, estaba el hombre que, junto con ella más había hecho para que esa pequeña alma abandonada se sintiera más feliz y cuidada que nunca en su vida.

Extendió una mano, incapaz de expresar en palabras lo que le desbordaba el corazón. Scott Gandy la tomó, la sostuvo sin apretarla y le sonrió.

Gracias, dijo en silencio, con los labios, encima de la cabeza de Willy.

Asintió y le apretó los dedos con tanta fuerza que le rebotó en el corazón.

De pronto, los dos adultos se sintieron embarazados. Gandy le soltó la mano y retrocedió.

– Necesita calcetines y ropa interior nueva. Pensé en ir con él a la tienda de Harlorhan y comprársela.

Agatha los vio alejarse de la mano, y le ardieron los ojos de alegría.

Junto a las cortinas, el niño se dio la vuelta y le hizo un saludo rápido con la mano.

– Ta', luego, Gussie.

Los ojos castaños de Gandy se posaron en los verde claro. Los de él tenían una expresión que oscilaba entre la broma y la caricia.

– Sí, ta 'luego, Gussie.

Agatha se ruborizó y bajó la mirada. El corazón le palpitaba como una bandada de mariposas revoloteando en el aire. Cuando alzó la vista, en la entrada sólo quedaba el ondular de las cortinas.

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